En mi cabeza
Al día siguiente no fue a ver a Cristina para follar con ella, se inventó una excusa para retrasar el polvo con las bragas de Laura hasta que se le pasara la quemadura. Uno de esos días, después de la universidad, llegó a casa a la hora de comer, como de costumbre. Su padre ya estaba sentado a la mesa cuando él tomó asiento. Marta colocó una fuente en medio del mantel con más brusquedad de la cuenta y se sentó junto a él. Les sirvió a ambos antes de hacerlo a sí misma. Después, agachó la cabeza y comenzó a comer. Nadie decía nada, provocando un oscuro silencio que ocupaba toda la cocina.
—Joder, parece un velatorio —exclamó Cristian.
Su padre levantó la mirada un instante y, por primera vez, no tuvo nada que decir.
Raro.
Marta tampoco hizo amago de aclarar nada. Concentrada en su plato que parecía ser lo único que llamaba su atención. Los minutos pasaban y el silencio mortuorio continuaba en aquella mesa.
—¿Me lo vais a contar o qué?
—Pregúntale a tu padre —contestó con sequedad—, que es el que trae las novedades a esta casa.
Mario por fin encaró a su hijo y, tras un profundo suspiro, le explicó la causa de tanto misterio.
—Me mandan quince días fuera.
—Te vas —corrigió ella sulfurada—. Te vas quince días. Otra vez.
—Marta, ya te he dicho que soy el responsable de la instalación. No estaría bien que me negara a ir cuando soy el que debe certificar que esté todo correcto. Además, también ayudo a los montadores.
Su padre trabajaba en una empresa de motores eléctricos. En aquella ocasión, todo un sistema de generación debía ser instalado en un barco durante su travesía. La propia compañía mercante les facilitaría pasaje en otro de sus barcos en su viaje de vuelta al acabar el trabajo. Total, entre quince días y un mes ausente.
Marta dejó el plato a medio comer y se fue a su cuarto. Mario intentó hablar con ella, pero no pudo hacer que perdonara su “huida”. Quizás le quería demasiado para tenerlo alejado tanto tiempo o bien, su alma posesiva no podía prescindir de él.
Sea como fuere, en aquella casa se respiraba un ambiente menos festivo que en un cementerio en un día de entierro. Cristian decidió desaparecer y, en su caso, tenía motivos para hacerlo cuanto antes.
Esa tarde se iba a follar a Cristina con las bragas de su amiga Laura en la cama de su madre Teresa y, después de lo que pasó con ella, tenía morbo triple. Laura no sabría que su amiga follaba con su novio pensando en ella; Cristina no sabría que él pensaría en su madre; y Teresa no sabría que follaban en su cama.
El secreto del cornudo.
«Uffff, ya se me está poniendo dura».
Habían pasado varios días desde el incidente del té y la quemadura ya había desaparecido. De ella solo quedaba una mínima molestia perfectamente asumible. Salió de casa y, dos pisos más abajo, se cruzó con Herminia que, de nuevo, volvía a portar dos bolsas de la compra más grandes de una caja de melones.
—Joder, es que lo flipo. He visto cabras, muertas de hambre, subir a por hierba al monte con menos motivación.
—Y yo he visto monos elegir mejor la ropa que visten cuando bajan de su árbol.
Se miró de arriba abajo sin comprender del todo y movió la cabeza, apesadumbrado.
—No se preocupe por mis pintas, es lo que se lleva ahora, y dígale a su hijo que nos deje arreglar el ascensor de una puta vez. ¡Coño ya!
Su vecina le pasó las bolsas. Sin decir nada, continuó ascendiendo pero, esta vez, ayudándose del pasamanos. Cristian la siguió detrás. Una vez en su piso, dejó la puerta abierta para que pasara dentro.
Ya en la cocina, abrió el frigorífico con cuidado; solo una rendija, como si dentro hubiese algo que pudiera explotarle en la cara.
—No están. Menos mal.
—Los he guardado en mi cuarto. Los estoy usando.
—¿Los tres a la vez?
—No, idiota, solo uno. ¿Pero tú quién te crees que soy?
Cristian se carcajeó y comenzó a plegar productos en el frigo. Ningún vecino se hablaba con aquella vieja. Él, en cambio, se encontraba muy a gusto con aquel pellejo de mente sagaz y carácter avinagrado. Quizás porque, al igual que él, detestaba a todo el mundo de la misma manera.
—Bueno y qué. ¿Cuál de los tres ha sido el afortunado? Me fijé que había varios tamaños.
La vieja sonrió maledicente.
—El grande, pero no por su longitud —aclaró—, sino por ser de quien es. Esta noche me apetecía pasarla con él.
Cristian dejó de plegar productos y se giró con una sonrisa de medio lado requiriendo más información. Su vecina entrecerró los ojos.
—No te voy a decir a qué fulano pertenece, si es lo que te estás preguntando.
—Lo que me pregunto es si disfruta más cuando tiene el molde entre sus piernas o cuando se encuentra cara a cara con el… fulano.
Herminia comenzó a sonreír a cámara lenta.
—Ahí es donde está el verdadero morbo, ¿verdad? —siseó—. Hablar con él, darle la mano con la que he manejado su herramienta unas horas antes o saludar a su esposa sin que ninguno de ellos imagine, ni por lo más remoto, de mi oscuro secreto. Desconocedores de mi posesión más preciada.
Cristian casi salivaba escuchándola, porque eso mismo le pasaba a él. Notó el calor de su entrepierna trepar hasta su estómago. Herminia se pasó la lengua por los labios resecos.
—¿Y tú, pequeño guarrete, qué tienes que contar?
Dejó lo que estaba haciendo y se sentó junto a ella, acercando la silla en busca de mayor complicidad.
—Hoy voy a follar con mi novia, en la cama de su madre, llevando las bragas que le ha robado a una amiga suya.
Herminia se frotó el mentón saboreando la información.
—Y mientras follamos —continuó—, pensaré en las bragas de mi “madrastra” que llevo en el bolsillo del pantalón.
Sonrieron a la vez como dos malvados de una película de niños, compartiendo la obscena confidencia como dos pervertidos onanistas.
—¿Y lo vas a hacer ahora, esta tarde?
Cristian miró su reloj y calculó mentalmente.
—Siempre seguimos la misma rutina, apurando hasta momentos antes de que lleguen sus padres, así que, le puedo asegurar que exactamente en una hora y tres cuartos me estaré corriendo abundantemente en algún lugar de ella. —Movió las manos en el aire como un malabarista—. Su coño, sus tetas… encima de las bragas de su amiga…
Herminia levantó el brazo donde portaba el gran peluco y apretó los botones.
—Sincronizando —dijo—. Me masturbaré a esa hora para acabar al mismo tiempo que tú. Y lo haré pensando en ti.
—¡Joder, Herminia! No me joda. Eso me da asco.
—Pero a mí no. Soy una vieja verde y tú eres un joven que está buenísimo. Me da morbo que nos corramos a la vez. Ya sabes, como si ambos estuviéramos…
—Aaaah, cállese, joder.
—A ver si ahora te va a sorprender que fantasee contigo.
—Sí… no… no sé, pero es raro de cojones.
—Raro sería que tú te la menearas pensando en mí, que soy una vieja, no al revés.
Cristian sacudió la cabeza intentando sacar de su mente todo lo que había oído. Quedaba claro que donde hay confianza da asco.
—Bueno, mire, me voy, que llego tarde y ya he perdido mucho tiempo hablando con usted.
—¡Cristian! —llamó cuando estaba a punto de salir al descansillo.
Éste se dio la vuelta y esperó mientras se acercaba a él.
—Sé que intentarás correrte antes de lo que has dicho para no coincidir conmigo. Quiero que sepas que yo también lo haré. Claro que, sabiendo esto, puede que lo hagas a la hora exacta, lo cual hace que yo vuelva a intentar sincronizarme a ese momento. En cualquier caso… no podrás dejar de pensar en mí mientras estás follando con tu novia, tal y como yo estaré haciendo contigo. ¿Te haces una idea de por dónde voy?
Cristian entrecerró los ojos y apretó los puños.
—Quiere meterse en mi cabeza, vieja retorcida.
—Y no te imaginas el morbo que me da saber que no voy a salir de ahí en los momentos en los que estés…
Blasfemó varios insultos contra ella y se fue dando zancadas de mal humor.
— · —
Llegó a casa de Cristina con una sensación extraña. Su septuagenaria vecina había resultado ser una auténtica caja de sorpresas que le había dejado el cuerpo revuelto. Ahora, frente al portal de su novia, lo sucedido con ella quedaba como un mal recuerdo del que sería difícil despegarse.
—Vaya, qué puntual —dijo Cristina al abrir la puerta.
—Tenía muchas ganas de verte.
—O de follarme con las bragas de Lauri. —Resopló—. Buff, me da un poco de corte. Me siento superrara teniendo que hacerlo con la ropa interior de mi amiga.
—A ver, que si quieres me piro. Que esto es para disfrutar los dos —amenazó.
Cristina se quedó callada, sopesando una respuesta cortante o bien, tentada de aceptar el pulso y dejar que se fuera por donde había venido.
—Me da morbo que tú y yo juguemos a espaldas de tu amiga —se adelantó él—. Es… como si los dos estuviéramos por encima del resto.
Cristina levantó una ceja, suspicaz.
—Anda, pasa. —Se agarró a su cuello nada más entrar y lo besó,
Acabaron despelotados sobre la cama de matrimonio de sus padres. Cristian pensó en Teresa y en las veces que habría sido penetrada por Tomás sobre aquel mismo lecho.
Su novia se abrió de piernas dejando bien expuesta la prenda de su amiga. Eran unas bragas negras muy finas de encaje, como esas que lucen las modelos en las pasarelas de ropa interior. Sexys y libidinosas, pero con estilo.
Con ellas y pese a lo etéreo de la tela de gasa, no se transparentaba con nitidez lo oscuro de su pubis o, al menos, no se apreciaba al contraste, pero sintió el mismo morbo que cuando Marta se puso las suyas manchadas con su semen. Cerró los ojos y recordó el momento.
Hoy se la follaría a ella.
Cristina gozó de la fogosidad inusual de su novio al que le faltaban manos para palparla por todos los sitios. Tumbada bocarriba mientras él entraba y salía de ella como un poseso, comenzó a masturbarse el clítoris para aumentar el placer de un orgasmo inminente.
Ambos se miraban a los ojos. Los de ella, llenos de amor; los de él, de lujuria. Pensó en cuánto se parecía a su madre y un acceso de placer fluyó desde sus ingles recorriendo la espalda. Se mordió el labio imaginándola en esa posición, con Tomas sobre ella, masturbándose de la misma manera.
Y fue en ese momento cuando la imagen de Herminia masturbándose a la vez que ellos se coló en su cerebro. No pudo evitar recrearla con todo lujo de detalles.
Arrugados detalles.
Sacudió la cabeza intentando deshacerse del recuerdo e intentó volver a su fantasía con Teresa, pero el daño ya estaba hecho. Su libido había perdido parte de su energía justo en el mejor momento.
«Mierda».
Cristina gozaba a grito pelado a punto de alcanzar el clímax, así que, cambiar de posición no era una opción. Decidió, pues, continuar dándole a su novia sin descanso hasta que terminara de correrse.
Cuando lo hizo, la puso a cuatro patas y empezó de nuevo. Tenía un culo delicioso que siempre le ponía a cien, así que no tardó en recobrar la virilidad perdida. En esa postura, recordó la noche en que Marta fue penetrada contra la pared mientras él estaba al otro lado y sonrió con el recuerdo.
—Joder, Cristian. Cómo estás hoy. Madre mía.
Dejó que la imagen de Marta fluyera junto con las otras en las que la oyó follar en su dormitorio. En una de sus pajas antológicas imaginó a su padre sobre ella a golpe de cadera con su polla entrando y saliendo de aquel coño maduro que debía ser delicioso. Cristina gemía con cada embestida igual que entonces lo hacía Marta.
Y de nuevo Herminia se coló en su cabeza, abierta de piernas y con una polla de plástico entre las manos entrando y saliendo de su coño rancio.
Sacudió la cabeza de nuevo y a punto estuvo de blasfemar en voz alta mientras su libido volvía a caer por los suelos otra vez. Nervioso, intentó solucionarlo aumentando la cadencia, lo que produjo en Cristina un pico en el orgasmo que ya venía disfrutando instantes atrás.
Todo fue en vano, la imagen no lo abandonaba.
«Puta vieja de los cojones. Sal de mi cabeza, joder».
Cuando Cristina terminó de correrse por segunda vez y sus alaridos se hubieron convertido en tímidos jadeos, se tumbó junto a ella, desfallecido.
—Lo flipo, tío. Putas bragas de Laura. La próxima vez le mango unas usadas.
—Ya te he dicho que tenía muchas ganas de estar contigo. Las bragas no son la causa —mintió— sino que los dos jugamos a esto.
Ella lo abrazó y lo quiso más que nunca.
—¿Va otro? —preguntó él en un intento por no irse con las pelotas llenas.
Cristina, con una sonrisa de incredulidad, lo pensó unos segundos.
—Va, venga, pide postura.
—Misionero, piernas arriba y te sujeto de los tobillos. Pero ahora sin bragas, quiero verte bien mientras te meto todo esto.
Una vez puestos manos a la obra, Cristina no tardó en volver a volar cerca del orgasmo. Su novio la estaba follando como nunca. Cristian, desesperado, no dejaba de ver a Herminia por todas partes, imaginándola desnuda con sus tetas bamboleantes y su cuerpo arrugado.
Se concentraba en el coño de su novia, pero constantemente lo relacionaba con el de su vecina a la que no podía parar de imaginar follándola.
Y todo fue mal hasta que pudo ir peor. Estaban tardando más tiempo de la cuenta, lo que aumentaba sus prisas por acabar cuanto antes. Algo nada aconsejable. Un reflejo en el cuadro colgado sobre la cabecera le alertó de que había alguien más en la casa.
¡Sus padres habían vuelto ya!
«Mierrrda».
El reloj de su muñeca indicaba que todavía era pronto. Ese día deberían haber vuelto mucho más tarde.
¡Y todavía no se había corrido!
Su primera reacción fue la de saltar de la cama y vestirse. No obstante, al fijarse de nuevo en el reflejo del cuadro, reconoció la figura de su madre tras la rendija de la puerta. Al parecer, solo estaba ella y permanecía inmóvil.
Teresa les estaba espiando.
Se fijó en Cristina que, con los ojos cerrados y la boca completamente abierta lanzando alaridos, permanecía absorta de lo que acontecía a su alrededor.
El recuerdo de su polla a centímetros de la cara de su madre mientras le sujetaba de las muñecas, le provocó una sonrisa en su boca y un calambrazo en su pene que le hizo recuperar el vigor perdido. Con las piernas completamente abiertas para que sus pelotas quedaran bien expuestas, comenzó un rotundo metesaca haciendo pasadas largas y golpeando con fuerza en la última parte del recorrido.
El clop-clop retumbaba en la habitación con más fuerza y Cristian se encargó de que los gemidos de su novia lo hicieran también.
El reflejo de Teresa seguía allí y, de nuevo, la sonrisa de su cara sudorosa se amplió un poco más.
—¿Te gusta? ¿Te gusta cómo follo, zorra? ¿Te gusta mi polla? —No se lo decía a Cristina, sino a su madre, pero eso ellas no lo sabían. De hecho, Cristina, ni tan siquiera lo oía con sus propios aullidos—. ¿Disfrutas con mi polla? Dime, ¿te gusta, te gustan mis pelotas rebotando?
Hubiera gritado el nombre de Teresa bien alto, pero la última de sus neuronas, que aún contenía algo de oxígeno, evitó que cometiera ese error. El ritmo era frenético y ya no tenía tanta prisa por correrse. Exhibirse delante de su suegra era un aliciente mejor.
Y de hablarle.
—Ooooh, ooooh, sí, sííííí. Mira cómo follo. Mira cómo follo este coño negro. Uuuuugmmm.
Y seguía. y seguía…
—Y tus tetas. Que tienes unas tetas de la hostia. Qué ganas tengo de correrme en ellas, y en tu cara. Tu cara y tus tetas llenas de mi lefa, zorra, ¡ZORRAAA! Eso es lo que eres, una zorra y una puta. Toma, tomaaa, ooooh, ooooh, ooooh.
El reflejo no desaparecía y sus ganas de decirle de todo, tampoco.
—DIOSSSS, quiero hacerte gritar como una perra, ¿me oyes?, ooooh, ooooh, y llenarte de semen, mi semen. Y preñarte. Ooooh, ooooh. Puta, más que puta. Quiero preñarte de mí después de hacerte correr tres veces. Joder, qué morbo me das. Ooooh.
El orgasmo era inminente y pronto sus propios bramidos acompañaron a los de su novia que alcanzaba su tercer orgasmo de la tarde. Por suerte, el suyo llegó también esta vez.
Por fin.
—Joder, jo-dddder. Me corro —mugió él—. Diosss, me corro, puta, ooooh, ooooh, puta, mira mi polla zorrrra, ZORRAAAAA, ugmmm, mmmm. Y mis pelotas. MIRA MIS PELOTASSSS.
Sus huevos se vaciaban entre estertores de placer ante la mirada de su madre que seguía inmóvil tras la rendija de la puerta. Solo al final de su orgasmo, justo antes de tumbarse junto a su novia, el reflejo en el cuadro desapareció.
Miró su reloj. Diez minutos después de la hora prefijada con Herminia. Sonrió. Al final, todo había salido bien: Cristina, follada por tres veces sin descanso; su madre, testigo directo de sus pelotas y su polla y a la que le había dicho de todo; y para culminar, un orgasmo épico lejos del momento que lo hiciera su arrugada vecina.
Y nadie tenía ni idea de lo que pasaba por su cabeza.
Abrazó a su novia y la besó en la punta de los labios antes de caer desfallecido junto a ella.
—Joder, Cristian, qué pasada —dijo sin aliento—. Ha sido el mejor polvo que hemos echado nunca.
Él sonrió como un bobalicón, saboreando su secreto a costa de su novia. Ella acercó sus labios, susurrándole al oído.
—Me pone muy perra todo eso que has dicho. Me he corrido como nunca.
—¿Ah, sí, putita?
Ella ronroneó en su cuello, afirmando. Se mantuvieron así durante el tiempo que les llevó recuperar el resuello. Al final, fue él quien se movió primero.
—Creo que me tengo que ir ya, ¿no?
Cristina comprobó su reloj.
—Uy, sí, empezamos a estar fuera de tiempo. Venga, vístete que yo recojo todo esto.
Obedeció y salió al pasillo. De camino a la puerta, fue echando un ojo en cada habitación, incluida cocina y salón. No vio a nadie, así que, o bien su madre estaba escondida o había salido del piso para no ser descubierta.
Esperó a Cristina en la puerta que llegó para darle un beso de despedida.
—Me ha encantado jugar a esto. Al final, eso de las penitencias, no ha estado mal. —Hizo un pequeño mohín—. Aunque, a ver cómo hago ahora para devolverle las bragas a Laura sin que se dé cuenta.
—Mientras se te ocurre el modo —dijo meloso en el oído—, vete pensando el castigo que te toca ponerme a mí.
—Uff, ¿otra vez? yo no soy buena en esto.
—Venga, algo que sea cochino. Para divertirnos juntos, como ahora.
—Ay, no sé, Cristian —resopló—. Bueno, ya veré.
Cristian le guiñó un ojo y se dio la vuelta para marchar. Cristina lo sujetó del brazo.
—Oye, de lo de las bragas de Lauri, ni pío, ¿me oyes? Que me da un corte que no veas.
—¿Y a quién se lo voy a decir, mujer?
—No sé, pero te gusta mucho fardar con tus amigotes. No vaya a ser que se te escape y me muero. Te juro que me muero de vergüenza.
Él sonrió y la besó antes de desaparecer escaleras abajo.
— · —
Subió los cinco pisos hacia su casa como en una nube. Hoy, el día estaba acabando muy bien. Antes de alcanzar la puerta de su casa Herminia apareció en la suya con una sonrisa malévola. Se apoyaba en el marco y tenía los brazos cruzados.
—¿A que no has podido dejar de pensar en mí, pequeño guarrete?
—Está usted enferma, Herminia.
Ella mostró su reloj.
—Me he pasado toda la tarde disfrutando con uno de los moldes y me he corrido justo diez minutos después de la hora que me habías dicho. ¿Y tú?
Hizo titánicos esfuerzos intentando no exteriorizar su frustración, pero le fue imposible contener una amarga mueca que provocó la carcajada de la señora.
—Lo sabía, has estado pensando en mí durante todo el polvo y, al final, te has corrido conmigo —se burlaba—. Hemos llegado juntos, me encanta.
Cristian bufó y alcanzó su puerta de dos zancadas.
—Al menos yo he estado con alguien de carne y hueso —dijo antes de desaparecer dentro de su casa— ¡Vieja pervertida!
Encontró a su padre en el salón, como de costumbre. Apenas un levantamiento de barbilla, como saludo, fue todo lo que recibió. Era evidente que entre él y Marta la cosa no terminaba de arreglarse.
Marta, en la cocina, preparaba sin ganas la cena para los tres. La sola visión le alegró la vista. Se puso a su lado, apoyado con la espalda en la encimera. Ella no levantó la mirada.
—¿A que no sabes de dónde vengo?
Por toda respuesta, Marta inspiró hondo y levantó las cejas sin apartar la mirada de la sartén. Apenas un movimiento con la cabeza indicando su desconocimiento… o indiferencia.
—Me he follado a Cristina en la cama de sus padres, llevando puestas solo unas bragas de su amiga y, mientras lo hacía —bajó la voz como si alguien pudiera oírle—, pensaba en ti y en las tuyas.
Marta dejó de remover la cuchara de madera y se apoyó en el borde de la encimera con ambas manos. Tenía los ojos cerrados y resopló con fuerza.
—Joder, Cristian. ¿Es que no puedes parar ni un momento? ¿No puedes, ni por una santa vez, pensar en otra cosa?
El tono de furia contenida dejó muy a las claras el enfado que todavía tenía desde la mañana. Cristian se puso tieso como un palo, borrando de facto su sonrisilla.
—Vale, tía, vale —protestó alejándose hacia la salida—. Qué borde te pones a veces.
Salió de mal humor hacia su cuarto y recordó que mañana temprano se iría su padre al menos por quince días. Tumbado sobre su cama pensó que quizás debería despedirse de él antes de que se acostara.
«Bah, solo son dos semanas y tampoco es que se vaya a la guerra».
Su padre, en cambio, sí pasó por su dormitorio un rato más tarde. Lo hizo cariacontecido y sin rastro de ese humor que le acompañaba siempre.
—Ey, Titán, me voy mañana temprano. Así que ya no te voy a ver hasta dentro de un buen tiempo.
—Vale, papá —dijo levantando el dedo pulgar—. Dile al capitán del barco que conduzca con cuidado.
Mario forzó una sonrisa y, durante unos segundos, bajó la vista al suelo.
—Os voy a echar de menos.
—A ver, tampoco vas a estar fuera tanto tiempo, solo un par de semanas.
—Ya, pero… bueno, hubiera preferido quedarme aquí.
Su hijo movió la mano en el aire quitando hierro al asunto.
—Si lo vas a pasar de madre con tus colegas del curro. Procura no desfasar mucho. Ah, y tráeme un recuerdo.
—Es un
mercancías, no venden abalorios.
—Bueno, puessss… me traes el ancla o algo que les sobre.
—Claro, hijo. —Mostró una sonrisa triste—. Cuida de Marta, ¿vale?
—Será ella la que tendrá que cuidar de mí, ¿no?
—Tú ya me entiendes —contestó con una caída de ojos.
Se fue directamente a su cuarto, con su amada. Cristian pudo escuchar cuchicheos, en voz baja que fueron subiendo de tono hasta convertirse en una discusión de voces contenidas. Más tarde le llegaron unos sonidos que identificó como llantos femeninos antes de que estos terminasen convertidos en leves gemidos.
Follaban.
Por fin habían hecho las paces. En el último momento.
Fin capítulo XI