Sorpresa.
Atiendo al sonido de la llave en la cerradura y, rápidamente, me oculto tras la cortina del ventanal en el salón.
Y espero, con esperanzado regocijo.
El taconeo de tus zapatos, pasando de largo, se dirige al dormitorio; el ruido de las puertas una tras otra, me va informado con puntual precisión del recorrido.
Escucho, lejanos, la descarga de la cisterna e inmediatamente el agua de la ducha.
Y te imagino,
y me imagino...
Momentáneamente se hace el silencio.
El reiterado abrir y cerrar de las puertas me advierte que te acercas. Puedo apreciar tus pisadas, sin duda calzando las cálidas zapatillas nórdicas que te regalé hace unos días tras la vuelta de mi último viaje, y cómo suavemente te vas deslizando y te aproximas.
Me llamas, pronuncias interrogante mi nombre, lo silabeas, ¡ay!, retenido en tus labios; pero no quiero responder, soy sorpresa, y me limito a sonreír.
Pasas casi rozándome y, en ése instante, tu fresca fragancia de mujer me arrebata, un súbito deseo de abrazarme me invade, pero me contengo...
Contenida dicha.
Te asomas a la terraza..., nada.
–Dónde estás…, ya tenías que haber vuelto – comentas en voz baja; excitado muerdo mis los labios para contener la risa y la impaciencia.
Regresas, y de nuevo me rozas, esta vez, con la caricia de tu respiración, y me esfuerzo por contener el súbito impulso del cazador.
Oigo como te mueves por la cocina, seguramente explorando el frigorífico. Espero unos minutos, no sé bien cuántos, quizás un soplo, quizás una eternidad.
Reacciono y, cauteloso abandono la improvisada madriguera, me dirijo allí, en tu busca.
Voy, siguiéndote a través tus rastros: De tu aroma, del susurro de las pisadas y, ahora mismo, del pan recién tostado.
En silencio, muy despacito me voy acercando.
Me detengo bajo el dintel de la puerta, y te encuentro de píe, de espaldas a mí.
En la estancia, casi en penumbra, apareces silueteada por la pálida luz que proyecta un camuflado fluorescente bajo el mueble superior.
Inclinada sobre la encimera de granito, vas untando en las tostadas el paté que tanto nos gusta.
Te contemplo admirado.
Nunca me cansa dibujarte con la mirada.
Deseo ser sólo manos para deslizarme eternamente, sintiéndote, navegando el espacio infinito de tus elegantes piernas, para acabar naufragando mi pasión en la indómita cascada de tus bucles.
Vas medio cubierta con una de mis camisetas, la más grande, la más ajada, también la que más te gusta; dices que huele a mí, y que en mis ausencias permanezco en ella.
Cada vez que te inclinas, por debajo, el intermitente destello blanco de tu braga sencilla y clásica me encandila, y me enciende.
Me relamo.
Doy un paso y luego otro, sólo dos, me detengo, conteniendo la respiración, extiendo mis brazos hacia ti, las yemas de mis dedos van en busca de una cintura sorprendida, ya casi....
-¡Sorpreeesa!...
Hola, cazador cazado ¿Y cuánto tiempo más pensabas estar ahí, detrás del cortinón, como un pasmarote? – Me interrogas divertida.
Giras, salpicándome con el frescor de tu risa. Contemplas mi estupefacto semblante.
Te cuelgas de mi cuello, y siento regalado mi sorprendido paladar, con el sabor del paté (de campaña con crema de higos, y un golpe de angostura), por tu obsequiosa lengua.
Después, con un leve tirón, mi azul albornoz resbala, y tu camiseta vuela, como blanca paloma liberada.
Y después...
Quizás un soplo, quizás una eternidad, de sorprendernos una y otra vez…
Tu voz:
-Alcanza un par de copas en el cielo, amor mío, que ya el cava está frío...