Después de la exhibición de poderÃ*o ante su hija, el transformado Sebastián, desligado ya de todas sus dudas en cuanto a lo poco o mucho que de reprobable pudieran tener aquellas relaciones, adquirió tal confianza en sÃ* mismo y en sus facultades que, para terminar de arreglar del todo la situación, hasta consideró la posibilidad de hacer partÃ*cipe a Carmela de cuanto acontecÃ*a bajo aquel techo. Que, tras la intensa sesión con Carol, aquella misma noche se sintiera con fuerzas más que suficientes para obsequiar a su esposa con otro repaso de parecido calibre, hasta el punto que ésta, lejos de sospechar el doble desgaste, confesase sin reparos que jamás lo habÃ*a pasado tan bien en la cama, insuflaron en el ánimo de Sebastián unos aires de superdotado que le llevaron a creerse capaz de comerse el mundo entero.
Como Carol tampoco se cortaba a la hora de ensalzar ante él el enorme vigor que derrochaba en cada actuación y lo admirada que de ello estaba, el bueno de Sebastián no cabÃ*a en sÃ* de orgullo y se sentÃ*a como gallo en su gallinero. HabÃ*a pasado, en sólo cuestión de dÃ*as, del abatimiento más profundo a la euforia más desatada. Y como no hay cosa más necia que un hombre que se las da de garañón, a punto estuvo en varias ocasiones de ponerse en evidencia delante de sus compañeros de trabajo, revelando cuestiones que a nadie interesaban y que nada hubieran beneficiado al crédito de que gozaba. Al final, por suerte, la prudencia y el buen sentido se impusieron y tan sólo los más avispados creyeron colegir que Sebastián habÃ*a encontrado algún ligue extramatrimonial, cosa que distaba mucho de estar mal vista en el entorno.
—¿No te habrás liado con Pamela? —intentó sonsacarle alguno, en referencia a la más apetitosa secretaria que se movÃ*a por aquellos pasillos y oficinas.
Y Sebastián se pavoneaba no diciendo que sÃ*, pero tampoco afirmando que no y dejando la cuestión en suspenso, para que cada cual pensara lo que quisiera. Y ya es sabido que cuando a los pensamientos se les da alas en estos asuntos, todos conducen normalmente a la situación tenida por más envidiable y la tal Raquel, ajena a semejante embrollo, acabó por ser declarada oficialmente la amante de Sebastián aquella mañana.
Cuando alguien está contento y feliz, le resulta poco menos que imposible dejar de evidenciar su alborozo; y cuando la suerte está de cara, todo parece confabularse para que las cosas discurran del mejor modo. Sebastián no llegó aquel dÃ*a a casa contento, sino exultante. No se privó de dar a Carol un más que cariñoso beso en la boca, aun a presencia de Carmela, a quien tampoco excusó del mismo regalo. Ambas se arrogaron por su cuenta ser la causa de tan desmedida exaltación y se sintieron por igual honradas. Y como la alegrÃ*a es contagiosa, sobre todo la de los seres queridos, y veÃ*a a su esposo tan lanzado, Carmela apuntó la posibilidad de no asistir aquella tarde a su consabida clase y dedicar aquellas horas a actividades más gratas. La proposición, por supuesto, contó de punto y hora con la total desaprobación tanto de Carol como de Sebastián; la primera se limito a regruñir un poco para que no se evidenciaran los verdaderos motivos de su oposición, pero Sebastián fue mucho más convincente y, entre guiños y carantoñas, hizo ver a Carmela la necesidad de estar "bien descansado" para, por la noche, actuar con todas las garantÃ*as.
—¿Qué más da adelantar la fiesta? —objetó Carmela, aún bajo los efectos de lo vivido la noche anterior.
—Una tarde —aseveró Sebastián muy serio—, no puede suplantar el particular encanto de la noche.
Aunque Carmela opinaba que el verdadero encanto no residÃ*a en la hora del dÃ*a sino en la opulencia que su marido atesoraba entre las piernas, dio por válido el razonamiento y aceptó el aplazamiento propuesto por él. Y sin demasiado entusiasmo, marchó a la clase de marras.
No bien se habÃ*a cerrado la puerta de la calle, cuando Carol estaba ya colgada del cuello de su padre, repartiendo besos a diestro y siniestro por todo su rostro.
—¿Lo tienes todo preparado para mi primera enculada? —preguntó con ansiedad.
—¿Acaso tu padre ha faltado alguna vez a su palabra?
—Por supuesto que no.
—Pues vete aligerando de ropa, que yo voy a hacer otro tanto.
Poco más de un minuto fue suficiente para que Carol, ya desnuda, volviera a reunirse con su padre en el dormitorio.
—¿Qué es eso, papá? —preguntó sorprendida, fijando su atención en el extraño adminÃ*culo que él sostenÃ*a en una mano.
—Para lo que vamos a hacer —explicó él ceremoniosamente—, la higiene resulta fundamental. Mi amigo, el doctor Sergio Mango, reconocido especialista en estos temas, me asesoró en su dÃ*a de los pasos a seguir para que el coito anal resulte placentero. El recto, como bien sabes, es conducto por el que circulan los materiales de deshecho que nuestro organismo rechaza. Lo primero que hay que hacer, pues, es limpiarlo convenientemente para eliminar cualquier residuo y la solución es practicar un enema o irrigación, que consiste en inyectar agua a presión directamente en el ano y que es para lo que sirve este aparatito, aunque su aplicación médica obedezca a otros fines que no vienen al caso. AsÃ* que, andando para el cuarto de baño.
Siendo la primera vez, Sebastián se encargó en persona de administrarle una abundante lavativa a su hija que le dejó el culo como una patena. No le resultó a Carol precisamente agradable, pero el fin bien justificaba los medios y de sobras sabÃ*a que aún le esperaban momentos peores.
Padre e hija se trasladaron de nuevo al dormitorio y mientras que Carol, presa de algún que otro retorcijón de tripas, se tumbaba en la cama, Sebastián tomaba asiento en un borde y cogÃ*a de un cajón de la mesita contigua un tubo de vaselina.
—Ahora —explicó manteniendo aquel tono docto—, vamos a lubricar y dilatar adecuadamente el agujerito para que la penetración sea más suave. Debes estar lo más relajada posible, sobre todo cuando llegue el momento de la verdad. Vamos, ponte en planta.
En principio, Carol se colocó de costado; pero, a instancias del profesor, terminó con la misma postura del dÃ*a anterior, es decir, a cuatro patas. Pese a que lo intentaba, la expectación propia del momento impedÃ*a que alcanzara el grado de relajamiento que se le requerÃ*a. Notó con cierta complacencia el frescor de la untuosa sustancia que su padre fue vertiendo copiosamente en su ano; la cosa, sin ser dolorosa, ya fue menos satisfactoria cuando el dedo paterno empezó a hurgarle cada vez más hondo, traspasando sin dificultad el escollo del esfÃ*nter; y empezó a resultarle poco o nada apetecible cuando, en lugar de uno, fueron dos los dedos que taponaron lo que siempre habÃ*a sido natural puerta de salida, ahora reconvertida en puerta de entrada.
—¿Falta mucho para que esté preparada?
—Si hemos de hacer las cosas bien, démosle tiempo al tiempo.
—Es que asÃ*, sin hacer nada, me aburro.
Sebastián captó la indirecta y, como una ocupación no estaba reñida con la otra, se tumbó en la cama de manera que, teniendo igual de accesible el ano de su hija, ésta podÃ*a a la vez matar el tedio entreteniéndose con la pirindola de él, que a la sazón se hallaba en plena actitud de contrición y recogimiento para mayor deleite de Carol, que acogió el juguetito como si de cosa nueva se tratara, ya que era la primera vez que lo veÃ*a tan engurruñado, inofensivo y manejable. Era curioso cómo casi hasta podÃ*a enroscárselo en un dedo de tan blandengue como estaba. Pero el divertimiento no dio para mucho, pues aquel aparente monigote no tardó en dar señales de la fiera que llevaba dentro y empezó a crecer y estirarse, ávido de atenciones menos infantiles.
Y mientras su padre seguÃ*a habilitando el albergue, Carol procedió a terminar de dar forma al augusto personaje que pronto pasarÃ*a a ocuparlo. Pensando que toda lubricación serÃ*a poca para la epopeya que intuÃ*a, puso sus glándulas saliváceas a trabajar a destajo y, más que lamerlo, lo que hizo fue embadurnarlo bien de arriba abajo.
Aunque procuraba no pensar en ello, hubo un momento en que la presión que sentÃ*a en el culo se hizo especialmente intensa y no pudo sustraerse a un conato de molestia más que de dolor propiamente dicha.
—¿Cuántos dedos me tienes metidos ya, papá?
—Vamos por el tercero y con ello terminamos.
Carol trató de imaginarse cómo serÃ*a el calibre de aquellos tres dedos juntos y lo comparó mentalmente con el del tarugo de carne que tenÃ*a ante sus narices y que a no mucho tardar habrÃ*a de reemplazarlos. Y no estando del todo conforme con sus conclusiones, que vaticinaban un posible empate, suministró nuevamente una buena capa de saliva al dedo único y trino, tomando como objetivo prioritario el mantenerlo en todo momento perfectamente engrasado.
Sebastián remataba su paciente y escrupulosa faena, buscando ensanchar al máximo la reducida abertura. No sólo habÃ*a conseguido introducir en ella los tres dedos, sino que aún asÃ* describÃ*a con ellos cÃ*rculos cada vez más amplios procurando asemejarlos al diámetro de su verga, que él bien sabÃ*a era bastante superior al que conjuntamente tenÃ*an los tres dedos en cuestión.
Y llegó el gran momento, tan temido como deseado. Sebastián se incorporó hasta quedar de rodillas y todo se asemejo en principio a lo de la vÃ*spera. Agarró su ensalivado instrumento con la diestra y volvió a dirigir la cabezona punta hasta situarlo en la entrada del nuevo destino.
—SerÃ*a conveniente —asesoró a su hija—, que te estimulases a ti misma para hacer más llevadero el comienzo de la penetración.
—¿Tanto me va a doler?
—No sé cuanto, pero algo habrá de dolerte. Está claro que, al fin y al cabo, no deja de ser otra forma de desvirgarte y, pese a que iré metiéndola con el mayor tiento, las primeras veces siempre encierran sus propios inconvenientes.
Carol no requirió más explicaciones y se aprestó a seguir la consigna paterna, empezando a masturbarse como en los casos de mayor necesidad. Sebastián por su parte, fiel a lo prometido, realizó los primeros intentos, procurando en cada uno de ellos forzar la situación un poco más que en el precedente, pero sin que en ningún caso su inflado glande venciera la resistencia que habÃ*a de vencer.
Esta cuestión, complicada por naturaleza, lo es aún mucho más cuando media la interesada intención de querer evitar un daño que es inevitable.
—¿Te duele? —preguntaba Sebastián a cada tentativa.
—De momento, no —respondÃ*a Carol de forma invariable, sin cesar de frotarse el clÃ*toris.
Alentado por las continuas negativas, Sebastián decidió apurar un poco más y alargaba la duración de cada nueva carga.
—¿Te duele?
—De momento, no.
—¿Estás bien relajada?
—Hago lo que puedo.
Aun cuando imperan las mejores intenciones, la paciencia tiene su lÃ*mite y la de Sebastián empezaba ya a rozarlo. La desproporción entre el remate de su polla y el orificio que habÃ*a de forzar era tan significativa que, de seguir andándose con chiquitas, no lo conseguirÃ*a nunca. HabÃ*a que afrontar la realidad tal cual se presentaba y allÃ* no cabÃ*an medias tintas. No quedaba otro camino: o se la metÃ*a de una vez o no se la metÃ*a. Y el propósito era meterla.
Tampoco habÃ*a mucho que escoger en cuanto al procedimiento a seguir: o se la metÃ*a lentamente o lo hacÃ*a de golpe. Y como todos los malos tragos es preferible superarlos cuanto antes, desechó la primera posibilidad, adoptó la segunda y, sin previo aviso, arremetió con todo y traspasó de una maldita vez la recalcitrante barrera.
Carol arqueó la espalda y lanzó un aullido de loba herida, sin poder evitar que gruesos lagrimones brotaran de sus ojos. Sebastián, casi asustado por tan emotiva reacción, no supo si dar marcha atrás o conservar el terreno ocupado. Tras serias vacilaciones, optó por lo segundo.
—¿Te ha dolido mucho?
—Un poco... bastante... sÃ*, mucho.
—TranquilÃ*zate, cariño; lo peor ya ha pasado.
Durante unos segundos que se le hicieron eternos, Carol experimentó un vivÃ*simo dolor y creyó que su taponado culo habÃ*a sido poco menos que dinamitado. Las caricias que su padre le prodigaba para intentar aliviarla no sirvieron de mucho y más efectivo fue que dejara quieto su nabo, pues sólo asÃ* el crudo padecimiento se fue mitigando hasta retornar a los niveles de lo soportable. ¡Bendita naturaleza que nos permite adaptarnos a las circunstancias más adversas!
—¿Aún queda mucho por meter?
—Ya queda poco —mintió Sebastián piadosamente.
En realidad sólo habÃ*a introducido el glande y aún quedaba todo el largo tallo, pero teóricamente sabÃ*a que eso ya no era nada en comparación con lo pasado. De hecho, progresó un par de centÃ*metros más y, aunque Carol dejó escapar una especie de bufido, resultó evidente que la impresión fue menos fuerte.
Adornándolo con toda suerte de frases cariñosas y alentadoras, Sebastián fue avanzando paulatinamente y Carol, algo más calmados los nervios y de vuelta a sus actividades masturbatorias, fue aceptando cada vez de mejor grado los sucesivos centÃ*metros de polla que su padre le iba administrando. Para ella no era fácil determinar en qué proporción su culo se iba rellenando, pues las sensaciones anales son un tanto engañosas como bien habrá podido comprobar todo el que alguna vez haya sufrido de estreñimiento, que cuando cree haber expulsado mucho no ha arrojado en realidad casi nada, o viceversa.
Y como, de alguna manera, todos los males tienen su compensación y las cosas buenas causan impresión más favorable cuanto más inesperadas son, Carol se vio de pronto gozando de aquella nueva modalidad de intromisión cuando el querido pirulÃ* de papá empezó a deslizarse hacia atrás y hacia delante dentro del ajustado recinto en que se hallaba apresado.
—¿Sabes que empieza a gustarme, papá?
—Ya te lo decÃ*a yo, cariño.
A partir de ese momento, el asunto tomó otro cariz bien distinto y mientras él redoblaba el Ã*mpetu de sus propulsiones y retropropulsiones, ella retomaba con renovados brÃ*os la accidentada masturbación, hasta constatar que tal ayuda dejaba de ser precisa y que, ya por completo allanado el terreno y superadas todas las dificultades, la constancia de su padre era más que bastante para proporcionarle todo el placer que no hubiera esperado recibir por semejante conducto.
No fue menor el que obtuvo Sebastián, agrandado por esa satisfacción especial que siempre confiere el poder dar rienda suelta al propio deseo sin limitaciones ni tapujos, dejando que la savia fluya libremente a su antojo sin ningún tipo de condicionantes.
Cuando Carol advirtió que el semen paterno inundaba su culo, sintió un algo misterioso que, si no fue un orgasmo, bien pudo ser tenido por tal, pues en nada desmereció el deleite que le produjo. Y tan grande fue la dicha experimentada al final por ambos que, llevados por la euforia y no reparando en el riesgo que suponÃ*a la cada vez más próxima llegada de Carmela, decidieron jugarse el todo por el todo y probaron suerte de nuevo, esta vez en forma más convencional, culminando en tiempo record un segundo polvo que les supo a primero.
—De verdad que eres increÃ*ble, papá.
—Contigo, mi cielo, todo es posible. Y, francamente, creo que tu madre debe ser informada de esto para que mi tranquilidad vuelva a ser de nuevo completa.
—¿Y si se lo toma por las malas?
—Seré con ella como hoy he intentado ser contigo: paciente y persuasivo. No se trata de decÃ*rselo todo de golpe, sino poco a poco y con las debidas precauciones. Ya sabes: una pequeña insinuación hoy, otra mañana; y, eso sÃ*, siempre aprovechando los momentos más propicios.
Aquella tarde, Carol regresó a su cuarto con un escozor más vivo que en otras ocasiones, pero con una alegrÃ*a también más grande y con la sensación de haber completado un ciclo en el que quedaron superados todos los sinsabores que cabÃ*a esperar y convencida de que, en adelante, sólo restaba gozar y gozar.
Como Carol tampoco se cortaba a la hora de ensalzar ante él el enorme vigor que derrochaba en cada actuación y lo admirada que de ello estaba, el bueno de Sebastián no cabÃ*a en sÃ* de orgullo y se sentÃ*a como gallo en su gallinero. HabÃ*a pasado, en sólo cuestión de dÃ*as, del abatimiento más profundo a la euforia más desatada. Y como no hay cosa más necia que un hombre que se las da de garañón, a punto estuvo en varias ocasiones de ponerse en evidencia delante de sus compañeros de trabajo, revelando cuestiones que a nadie interesaban y que nada hubieran beneficiado al crédito de que gozaba. Al final, por suerte, la prudencia y el buen sentido se impusieron y tan sólo los más avispados creyeron colegir que Sebastián habÃ*a encontrado algún ligue extramatrimonial, cosa que distaba mucho de estar mal vista en el entorno.
—¿No te habrás liado con Pamela? —intentó sonsacarle alguno, en referencia a la más apetitosa secretaria que se movÃ*a por aquellos pasillos y oficinas.
Y Sebastián se pavoneaba no diciendo que sÃ*, pero tampoco afirmando que no y dejando la cuestión en suspenso, para que cada cual pensara lo que quisiera. Y ya es sabido que cuando a los pensamientos se les da alas en estos asuntos, todos conducen normalmente a la situación tenida por más envidiable y la tal Raquel, ajena a semejante embrollo, acabó por ser declarada oficialmente la amante de Sebastián aquella mañana.
Cuando alguien está contento y feliz, le resulta poco menos que imposible dejar de evidenciar su alborozo; y cuando la suerte está de cara, todo parece confabularse para que las cosas discurran del mejor modo. Sebastián no llegó aquel dÃ*a a casa contento, sino exultante. No se privó de dar a Carol un más que cariñoso beso en la boca, aun a presencia de Carmela, a quien tampoco excusó del mismo regalo. Ambas se arrogaron por su cuenta ser la causa de tan desmedida exaltación y se sintieron por igual honradas. Y como la alegrÃ*a es contagiosa, sobre todo la de los seres queridos, y veÃ*a a su esposo tan lanzado, Carmela apuntó la posibilidad de no asistir aquella tarde a su consabida clase y dedicar aquellas horas a actividades más gratas. La proposición, por supuesto, contó de punto y hora con la total desaprobación tanto de Carol como de Sebastián; la primera se limito a regruñir un poco para que no se evidenciaran los verdaderos motivos de su oposición, pero Sebastián fue mucho más convincente y, entre guiños y carantoñas, hizo ver a Carmela la necesidad de estar "bien descansado" para, por la noche, actuar con todas las garantÃ*as.
—¿Qué más da adelantar la fiesta? —objetó Carmela, aún bajo los efectos de lo vivido la noche anterior.
—Una tarde —aseveró Sebastián muy serio—, no puede suplantar el particular encanto de la noche.
Aunque Carmela opinaba que el verdadero encanto no residÃ*a en la hora del dÃ*a sino en la opulencia que su marido atesoraba entre las piernas, dio por válido el razonamiento y aceptó el aplazamiento propuesto por él. Y sin demasiado entusiasmo, marchó a la clase de marras.
No bien se habÃ*a cerrado la puerta de la calle, cuando Carol estaba ya colgada del cuello de su padre, repartiendo besos a diestro y siniestro por todo su rostro.
—¿Lo tienes todo preparado para mi primera enculada? —preguntó con ansiedad.
—¿Acaso tu padre ha faltado alguna vez a su palabra?
—Por supuesto que no.
—Pues vete aligerando de ropa, que yo voy a hacer otro tanto.
Poco más de un minuto fue suficiente para que Carol, ya desnuda, volviera a reunirse con su padre en el dormitorio.
—¿Qué es eso, papá? —preguntó sorprendida, fijando su atención en el extraño adminÃ*culo que él sostenÃ*a en una mano.
—Para lo que vamos a hacer —explicó él ceremoniosamente—, la higiene resulta fundamental. Mi amigo, el doctor Sergio Mango, reconocido especialista en estos temas, me asesoró en su dÃ*a de los pasos a seguir para que el coito anal resulte placentero. El recto, como bien sabes, es conducto por el que circulan los materiales de deshecho que nuestro organismo rechaza. Lo primero que hay que hacer, pues, es limpiarlo convenientemente para eliminar cualquier residuo y la solución es practicar un enema o irrigación, que consiste en inyectar agua a presión directamente en el ano y que es para lo que sirve este aparatito, aunque su aplicación médica obedezca a otros fines que no vienen al caso. AsÃ* que, andando para el cuarto de baño.
Siendo la primera vez, Sebastián se encargó en persona de administrarle una abundante lavativa a su hija que le dejó el culo como una patena. No le resultó a Carol precisamente agradable, pero el fin bien justificaba los medios y de sobras sabÃ*a que aún le esperaban momentos peores.
Padre e hija se trasladaron de nuevo al dormitorio y mientras que Carol, presa de algún que otro retorcijón de tripas, se tumbaba en la cama, Sebastián tomaba asiento en un borde y cogÃ*a de un cajón de la mesita contigua un tubo de vaselina.
—Ahora —explicó manteniendo aquel tono docto—, vamos a lubricar y dilatar adecuadamente el agujerito para que la penetración sea más suave. Debes estar lo más relajada posible, sobre todo cuando llegue el momento de la verdad. Vamos, ponte en planta.
En principio, Carol se colocó de costado; pero, a instancias del profesor, terminó con la misma postura del dÃ*a anterior, es decir, a cuatro patas. Pese a que lo intentaba, la expectación propia del momento impedÃ*a que alcanzara el grado de relajamiento que se le requerÃ*a. Notó con cierta complacencia el frescor de la untuosa sustancia que su padre fue vertiendo copiosamente en su ano; la cosa, sin ser dolorosa, ya fue menos satisfactoria cuando el dedo paterno empezó a hurgarle cada vez más hondo, traspasando sin dificultad el escollo del esfÃ*nter; y empezó a resultarle poco o nada apetecible cuando, en lugar de uno, fueron dos los dedos que taponaron lo que siempre habÃ*a sido natural puerta de salida, ahora reconvertida en puerta de entrada.
—¿Falta mucho para que esté preparada?
—Si hemos de hacer las cosas bien, démosle tiempo al tiempo.
—Es que asÃ*, sin hacer nada, me aburro.
Sebastián captó la indirecta y, como una ocupación no estaba reñida con la otra, se tumbó en la cama de manera que, teniendo igual de accesible el ano de su hija, ésta podÃ*a a la vez matar el tedio entreteniéndose con la pirindola de él, que a la sazón se hallaba en plena actitud de contrición y recogimiento para mayor deleite de Carol, que acogió el juguetito como si de cosa nueva se tratara, ya que era la primera vez que lo veÃ*a tan engurruñado, inofensivo y manejable. Era curioso cómo casi hasta podÃ*a enroscárselo en un dedo de tan blandengue como estaba. Pero el divertimiento no dio para mucho, pues aquel aparente monigote no tardó en dar señales de la fiera que llevaba dentro y empezó a crecer y estirarse, ávido de atenciones menos infantiles.
Y mientras su padre seguÃ*a habilitando el albergue, Carol procedió a terminar de dar forma al augusto personaje que pronto pasarÃ*a a ocuparlo. Pensando que toda lubricación serÃ*a poca para la epopeya que intuÃ*a, puso sus glándulas saliváceas a trabajar a destajo y, más que lamerlo, lo que hizo fue embadurnarlo bien de arriba abajo.
Aunque procuraba no pensar en ello, hubo un momento en que la presión que sentÃ*a en el culo se hizo especialmente intensa y no pudo sustraerse a un conato de molestia más que de dolor propiamente dicha.
—¿Cuántos dedos me tienes metidos ya, papá?
—Vamos por el tercero y con ello terminamos.
Carol trató de imaginarse cómo serÃ*a el calibre de aquellos tres dedos juntos y lo comparó mentalmente con el del tarugo de carne que tenÃ*a ante sus narices y que a no mucho tardar habrÃ*a de reemplazarlos. Y no estando del todo conforme con sus conclusiones, que vaticinaban un posible empate, suministró nuevamente una buena capa de saliva al dedo único y trino, tomando como objetivo prioritario el mantenerlo en todo momento perfectamente engrasado.
Sebastián remataba su paciente y escrupulosa faena, buscando ensanchar al máximo la reducida abertura. No sólo habÃ*a conseguido introducir en ella los tres dedos, sino que aún asÃ* describÃ*a con ellos cÃ*rculos cada vez más amplios procurando asemejarlos al diámetro de su verga, que él bien sabÃ*a era bastante superior al que conjuntamente tenÃ*an los tres dedos en cuestión.
Y llegó el gran momento, tan temido como deseado. Sebastián se incorporó hasta quedar de rodillas y todo se asemejo en principio a lo de la vÃ*spera. Agarró su ensalivado instrumento con la diestra y volvió a dirigir la cabezona punta hasta situarlo en la entrada del nuevo destino.
—SerÃ*a conveniente —asesoró a su hija—, que te estimulases a ti misma para hacer más llevadero el comienzo de la penetración.
—¿Tanto me va a doler?
—No sé cuanto, pero algo habrá de dolerte. Está claro que, al fin y al cabo, no deja de ser otra forma de desvirgarte y, pese a que iré metiéndola con el mayor tiento, las primeras veces siempre encierran sus propios inconvenientes.
Carol no requirió más explicaciones y se aprestó a seguir la consigna paterna, empezando a masturbarse como en los casos de mayor necesidad. Sebastián por su parte, fiel a lo prometido, realizó los primeros intentos, procurando en cada uno de ellos forzar la situación un poco más que en el precedente, pero sin que en ningún caso su inflado glande venciera la resistencia que habÃ*a de vencer.
Esta cuestión, complicada por naturaleza, lo es aún mucho más cuando media la interesada intención de querer evitar un daño que es inevitable.
—¿Te duele? —preguntaba Sebastián a cada tentativa.
—De momento, no —respondÃ*a Carol de forma invariable, sin cesar de frotarse el clÃ*toris.
Alentado por las continuas negativas, Sebastián decidió apurar un poco más y alargaba la duración de cada nueva carga.
—¿Te duele?
—De momento, no.
—¿Estás bien relajada?
—Hago lo que puedo.
Aun cuando imperan las mejores intenciones, la paciencia tiene su lÃ*mite y la de Sebastián empezaba ya a rozarlo. La desproporción entre el remate de su polla y el orificio que habÃ*a de forzar era tan significativa que, de seguir andándose con chiquitas, no lo conseguirÃ*a nunca. HabÃ*a que afrontar la realidad tal cual se presentaba y allÃ* no cabÃ*an medias tintas. No quedaba otro camino: o se la metÃ*a de una vez o no se la metÃ*a. Y el propósito era meterla.
Tampoco habÃ*a mucho que escoger en cuanto al procedimiento a seguir: o se la metÃ*a lentamente o lo hacÃ*a de golpe. Y como todos los malos tragos es preferible superarlos cuanto antes, desechó la primera posibilidad, adoptó la segunda y, sin previo aviso, arremetió con todo y traspasó de una maldita vez la recalcitrante barrera.
Carol arqueó la espalda y lanzó un aullido de loba herida, sin poder evitar que gruesos lagrimones brotaran de sus ojos. Sebastián, casi asustado por tan emotiva reacción, no supo si dar marcha atrás o conservar el terreno ocupado. Tras serias vacilaciones, optó por lo segundo.
—¿Te ha dolido mucho?
—Un poco... bastante... sÃ*, mucho.
—TranquilÃ*zate, cariño; lo peor ya ha pasado.
Durante unos segundos que se le hicieron eternos, Carol experimentó un vivÃ*simo dolor y creyó que su taponado culo habÃ*a sido poco menos que dinamitado. Las caricias que su padre le prodigaba para intentar aliviarla no sirvieron de mucho y más efectivo fue que dejara quieto su nabo, pues sólo asÃ* el crudo padecimiento se fue mitigando hasta retornar a los niveles de lo soportable. ¡Bendita naturaleza que nos permite adaptarnos a las circunstancias más adversas!
—¿Aún queda mucho por meter?
—Ya queda poco —mintió Sebastián piadosamente.
En realidad sólo habÃ*a introducido el glande y aún quedaba todo el largo tallo, pero teóricamente sabÃ*a que eso ya no era nada en comparación con lo pasado. De hecho, progresó un par de centÃ*metros más y, aunque Carol dejó escapar una especie de bufido, resultó evidente que la impresión fue menos fuerte.
Adornándolo con toda suerte de frases cariñosas y alentadoras, Sebastián fue avanzando paulatinamente y Carol, algo más calmados los nervios y de vuelta a sus actividades masturbatorias, fue aceptando cada vez de mejor grado los sucesivos centÃ*metros de polla que su padre le iba administrando. Para ella no era fácil determinar en qué proporción su culo se iba rellenando, pues las sensaciones anales son un tanto engañosas como bien habrá podido comprobar todo el que alguna vez haya sufrido de estreñimiento, que cuando cree haber expulsado mucho no ha arrojado en realidad casi nada, o viceversa.
Y como, de alguna manera, todos los males tienen su compensación y las cosas buenas causan impresión más favorable cuanto más inesperadas son, Carol se vio de pronto gozando de aquella nueva modalidad de intromisión cuando el querido pirulÃ* de papá empezó a deslizarse hacia atrás y hacia delante dentro del ajustado recinto en que se hallaba apresado.
—¿Sabes que empieza a gustarme, papá?
—Ya te lo decÃ*a yo, cariño.
A partir de ese momento, el asunto tomó otro cariz bien distinto y mientras él redoblaba el Ã*mpetu de sus propulsiones y retropropulsiones, ella retomaba con renovados brÃ*os la accidentada masturbación, hasta constatar que tal ayuda dejaba de ser precisa y que, ya por completo allanado el terreno y superadas todas las dificultades, la constancia de su padre era más que bastante para proporcionarle todo el placer que no hubiera esperado recibir por semejante conducto.
No fue menor el que obtuvo Sebastián, agrandado por esa satisfacción especial que siempre confiere el poder dar rienda suelta al propio deseo sin limitaciones ni tapujos, dejando que la savia fluya libremente a su antojo sin ningún tipo de condicionantes.
Cuando Carol advirtió que el semen paterno inundaba su culo, sintió un algo misterioso que, si no fue un orgasmo, bien pudo ser tenido por tal, pues en nada desmereció el deleite que le produjo. Y tan grande fue la dicha experimentada al final por ambos que, llevados por la euforia y no reparando en el riesgo que suponÃ*a la cada vez más próxima llegada de Carmela, decidieron jugarse el todo por el todo y probaron suerte de nuevo, esta vez en forma más convencional, culminando en tiempo record un segundo polvo que les supo a primero.
—De verdad que eres increÃ*ble, papá.
—Contigo, mi cielo, todo es posible. Y, francamente, creo que tu madre debe ser informada de esto para que mi tranquilidad vuelva a ser de nuevo completa.
—¿Y si se lo toma por las malas?
—Seré con ella como hoy he intentado ser contigo: paciente y persuasivo. No se trata de decÃ*rselo todo de golpe, sino poco a poco y con las debidas precauciones. Ya sabes: una pequeña insinuación hoy, otra mañana; y, eso sÃ*, siempre aprovechando los momentos más propicios.
Aquella tarde, Carol regresó a su cuarto con un escozor más vivo que en otras ocasiones, pero con una alegrÃ*a también más grande y con la sensación de haber completado un ciclo en el que quedaron superados todos los sinsabores que cabÃ*a esperar y convencida de que, en adelante, sólo restaba gozar y gozar.