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Virgen
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Carla nunca me había llamado demasiado la atención. Era la madre de Irene, es decir, mi suegra, aunque no estuviéramos casados, ya llevábamos cuatros años de relación y dos de convivencia. Tenía cincuenta y tres años, separada desde hacía tiempo, y venía a visitarnos con cierta frecuencia. Alta, con un cuerpo que había resistido bien los años, ni gorda ni delgada, el pelo teñido de rubio siempre recogido en una gran coleta, unas cejas espesas que le daban carácter y unos ojos oscuros que se iluminaban cada vez que sonreía. Y esa sonrisa, amplia, franca, con la que parecía quitarle peso a todo.
Lo confieso: nunca hubo química entre nosotros. Para mí era “la madre de mi novia”, nada más. Pero cuando tuvo que quedarse una temporada en nuestro piso por unas obras en su casa, la convivencia empezó a cambiar las cosas.
*
La primera noche me sorprendió. A pesar de la presencia de su madre en la habitacion de al lado, Irene y yo terminamos follando. Lo hicimos sin pensar demasiado, con la apasionada complicidad que era seña de identidad de nuestra relación. No me imaginé que Carla pudiera oírnos, pero a la mañana siguiente, en el desayuno, dejó caer la bomba.
—Dormís poco, ¿eh? —dijo con media sonrisa, removiendo el café.
—¿Cómo? —me atraganté un poco.
—Anoche parecía que estabais montando un concierto. Yo ya no estoy para esos trotes, pero me alegra ver que la juventud no se pierde en tonterías.
Se rio sola, con una carcajada grave, y me dejó sin palabras. Irene se puso roja como un tomate, pero a Carla aquello le divertía. Desde ese momento, entre broma y broma, empecé a notar un descaro nuevo en sus comentarios.
Al segundo día de convivencia, noté que Carla buscaba conversación conmigo más de lo habitual. Mientras Irene teletrabajaba en el despacho, ella se sentaba en el sofá, se descalzaba y apoyaba los pies en la mesa con una naturalidad que me sorprendía.
—¿Te molesta? —me dijo una vez, con esa sonrisa suya amplia, enseñando los dientes grandes, irregulares, pero luminosos.
—No, claro que no.
—Bien, porque si no, igual te tocaba darme un masaje de pies. —Y se rio, dejando caer la broma como si nada.
Otro día, mientras me preparaba un café, se me puso detrás para alcanzar un vaso. Sentí su pecho rozar mi hombro y el calor de su cuerpo. Carla olía a perfume floral, mezclado con un fondo de champú de miel. Me miró de reojo, con un destello malicioso en los ojos.
—Eres más alto de lo que recordaba. —dijo, mientras estiraba el brazo—. Y ancho de espaldas.
Yo sonreí, algo incómodo. Era imposible saber cuánto había de broma y cuánto de verdad en esas frases. Pero cada día parecía acortar un poco más la distancia entre nosotros, tanteando, como quien juega a comprobar hasta dónde puede llegar.
*
La ducha fue el punto de no retorno. Yo estaba bajo el agua, cuando Carla entró, sin llamar. Al principio parecía un accidente, pero su actitud me reveló enseguida que no lo era.
—Perdón… —dijo, pero se quedó ahí, con la puerta entornada, mirándome bajo el agua. Yo instintivamente me cubrí con la mano. Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—No te tapes… —dijo con voz grave, burlona—. Vaya, vaya… con razón mi hija hace tanto ruido.
Me quedé helado, sin saber qué responder. Pero Carla no parecía incómoda, al contrario: se acercó un poco más, apoyándose en el marco de la puerta.
—Estás… muy bien dotado…
Sonrió con picardía, y dio un paso dentro. El vapor empañaba el aire, y su coleta rubia parecía más viva, con mechones húmedos escapando alrededor de la cara. Se me quedó mirando fijamente, con una intensidad que no había visto nunca en ella. Su descaro me desarmó. Sentí cómo mi miembro, lejos de encogerse por la sorpresa, reaccionaba bajo el agua. Ella lo notó y sonrió aún más. Entró sin pedir permiso, cerró la puerta tras de sí, y se quedó frente a mí, con los ojos oscuros clavados en los míos.
—¿Sabes que me estás poniendo nerviosa? —dijo, casi en un susurro.
Alargó la mano, sin vacilar, y me rozó con los dedos. La calidez de su piel contrastaba con el agua que seguía cayendo. Lo envolvió por completo, lo acarició lenta, firmemente, sin apartar la mirada de la mía.
—Qué barbaridad… —murmuró, con media sonrisa.
Yo apoyé la espalda en la pared de la ducha, sintiendo la mezcla de agua y de sus dedos ágiles. Ella comenzó a masturbarme con una seguridad tranquila, con la experiencia de quien sabe lo que hace, mirándome a los ojos, disfrutando de mi reacción más que del acto en sí.
—Carla… —atiné a decir.
Ella sonrió, bajando la voz.
—Shhh… No digas nada. Déjame mirar, déjame sentirlo.
Sus ojos oscuros se mantenían fijos en los míos, como si buscara leerme desde dentro. No era un gesto frívolo: había algo más, una mezcla de desafío y confesión. La mano se movía con ritmo constante, firme, cada vez más segura.
—No sabes lo que me excita esto… —susurró, casi para sí misma—. Después de tantos años sin un hombre, y de repente… aquí contigo.
Sentí cómo mi cuerpo cedía al placer, el calor subiendo desde el vientre. Carla apretó un poco más, aceleró el movimiento con un giro experto de la muñeca. El agua caía sobre nosotros, resbalando entre sus dedos y mi piel.
Yo no pude contenerme más. Gemí con fuerza, arqueando la espalda. Carla se mordió el labio inferior, y siguió hasta el final, hasta que me corrí en su mano, con espasmos intensos. Ella no apartó la vista, ni siquiera cuando mi semen caliente manchó sus dedos y el agua comenzó a arrastrarla.
—Dios… —susurró, abriendo la boca en una media sonrisa—. Qué barbaridad… qué manera de correrte.
Se llevó la mano mojada bajo el chorro, la limpió con parsimonia, sin perder la compostura, como si todo hubiera sido un experimento que acababa de salirle bien.
Yo respiraba agitado, aún apoyado en la pared. Ella, en cambio, estaba serena, con un brillo oscuro en la mirada.
—No le diremos nada a Irene, ¿verdad? —dijo, antes de salir del baño, dejándome con la cabeza hecha un torbellino.
*
La convivencia con Carla se estaba volviendo una especie de juego silencioso. No era explícito, pero estaba ahí, flotando en cada gesto. Un día, mientras desayunábamos, me pilló mirándole las manos: dedos largos, uñas pintadas de un rosa gastado.
—¿Qué miras? —preguntó, arqueando una ceja.
—Nada, que tienes las manos bonitas.
—¿Bonitas? —sonrió, enseñando los dientes—. Estas manos han fregado, han limpiado culos de bebé, han cargado bolsas y han dado algún que otro bofetón. Bonitas no sé… útiles, quizá.
Lo soltó con tanta naturalidad que no supe qué responder. Se quedó observándome un segundo de más, con esa media sonrisa suya que me incomodaba y me excitaba al mismo tiempo.
Otro día, al volver del trabajo, la encontré en el salón con una camiseta amplia y sin sujetador. Al agacharse para dejar un plato en la mesa, el tejido se le pegó al cuerpo y dejó entrever los contornos grandes y pesados de sus pechos. Fingí no mirar, pero ella se dio cuenta.
—Ya no te cortas nada, ¿eh? —dijo divertida.
—No es eso…
—Tranquilo, me gusta. —y se volvió a sentar con calma, como si nada hubiera pasado.
Esa tarde, con Irene fuera, se quedó conmigo en el salón viendo una película que ninguno prestaba atención. Carla estaba sentada en el sofá, se quejaba del cuello.
—Siempre me duele aquí —dijo, llevándose la mano a la nuca—. La edad no perdona.
Me ofrecí a darle un masaje, medio en broma. Pero ella aceptó en serio.
—Venga, a ver si tus manazas sirven para algo más que hacer café.
Me coloqué detrás del sofá y apoyé las manos en sus hombros. Sentí la tensión bajo la piel, el calor. Ella cerró los ojos y dejó escapar un suspiro profundo.
—Dios… qué bien. Hazlo más fuerte.
Fui recorriendo con los pulgares su cuello, sus trapecios, y ella iba relajando el cuerpo poco a poco. Hasta que, sin aviso, se giró hacia mí, con los ojos encendidos.
—¿Quieres ver qué más me duele? —preguntó con descaro.
Y se subió la camiseta sin pensarlo, dejando al aire sus pechos enormes, de piel clara pero marcada por el tiempo, con pezones grandes, oscuros, que parecían endurecerse al contacto con el aire. Los miré fascinado.
—¿Te gustan? —preguntó, con una mezcla de orgullo y desafío.
—Mucho… —respondí casi sin voz.
Me tomó la mano y la guió hasta su pecho, apretándolo contra mi palma. Su piel era tibia, blanda, y el pezón duro se me clavaba en la mano. En un movimiento fluido, bajó la mirada hacia mi entrepierna, donde ya estaba notando el bulto crecer.
—Ya sabía yo… —murmuró con picardía.
Se arrodilló delante de mí, y sin darme tiempo a reaccionar, abrió mi pantalón. Mi miembro quedó libre, rígido, palpitando. Carla lo miró con el mismo descaro del baño, sonriendo.
—Qué pedazo de polla tienes… —susurró, acariciándola con sus manos, mientras se acomodaba el escote para encerrar mi erección entre sus pechos.
Los apretó alrededor, blandos y cálidos, y dejó caer un poco de saliva antes de moverlos arriba y abajo, haciéndome perder la respiración. El roce de su piel era húmedo, sucio, delicioso. Ella me miraba desde abajo, con los ojos encendidos, riéndose de mi cara de placer.
—¿Así? ¿Te gusta follarme las tetas? —me dijo, burlona pero excitada, apretando más.
No pude más que gemir, agarrando sus hombros para marcar el ritmo. El vaivén de sus senos me arrastraba al borde. Carla, al ver que estaba a punto, sacó la lengua y rozó la punta, lamiendo el glande cada vez que subía.
La sensación me sobrepasó. Terminé corriéndome entre sus pechos, con espasmos intensos, mientras ella reía, apretando más fuerte para que todo quedara atrapado en su canal caliente.
Cuando bajó el ritmo, se limpió con calma, usando la camiseta sin el menor pudor.
—Mira lo que has hecho —dijo, riéndose, mientras me mostraba la mancha—. Tendré que cambiarme otra vez.
Y volvió a sonreírme con esa expresión que ya no tenía nada de inocente.
*
Aquella noche me acosté con Irene. Ella estaba excitada, con esa energía juvenil que no deja pensar demasiado. La puse a cuatro patas sobre la cama, y mientras la penetraba con fuerza, el vaivén de sus caderas me llevó sin remedio a otra imagen: la de Carla, su madre, con esos pechos enormes rozándome el vientre, con su risa descarada y sus ojos oscuros fijos en mí. Me sentí traidor en mitad del polvo, un nudo en la cabeza mientras mi cuerpo seguía adelante. Me corrí dentro de Irene, jadeando, pero en realidad mi mente estaba en otro lugar. Cuando caí rendido junto a ella, me pregunté qué demonios estaba haciendo.
Al día siguiente, Carla me pidió que la acompañara a comprar ropa. Decía que necesitaba “un ojo joven” para no parecer una vieja disfrazada de adolescente. Acepté, sin saber muy bien si era una trampa o un simple favor. En las tiendas, se probaba vestidos y blusas delante del espejo, y a veces me pedía que le subiera la cremallera o que le sujetara el bolso. En un momento dado, en el probador, me llamó con voz baja:
—Ven, dime si me queda bien.
Abrí la cortina y la encontré de espaldas, solo con un sujetador negro y una falda a medio poner. Su piel clara, marcada por los años, brillaba bajo la luz blanca. Al girarse, sonrió con malicia.
—¿Qué dices? ¿Demasiado apretado?
No pude contestar. Me quedé mirándole el escote, los pechos enormes contenidos a duras penas en aquel sujetador. Ella se inclinó hacia mí y susurró:
—No te pongas nervioso, que luego me lo cuentas todo con esa carita…
Se giró otra vez hacia el espejo, dándome la espalda, y empezó a subirse lentamente la falda hasta la cintura. No llevaba medias, solo unas bragas sencillas, de algodón oscuro, que marcaban el contorno amplio de su trasero.
—Mira qué culo… —dijo, apretando las caderas y mirándome por el espejo con una sonrisa torcida—. Dime la verdad, ¿todavía me queda bien o ya es demasiado para mi edad?
Me ardieron las mejillas. Apenas me salían las palabras.
—Te queda… demasiado bien.
Ella rio con ganas, ese tipo de risa que mezcla picardía con seguridad. Dio un par de giros lentos, la falda aún subida, dejando que mis ojos recorrieran cada curva. Después se inclinó para alcanzar el bolso en el suelo, y sus pechos quedaron colgando, pesados, casi escapando del sujetador.
—Ay, este sujetador ya no sujeta nada… —se quejó con falsa inocencia. Al incorporarse, se acomodó las copas con ambas manos, levantándolas con descaro, como si no recordara que yo estaba ahí.
Volvió a mirarme, esta vez más seria, con un brillo oscuro en los ojos.
—¿Sabes lo raro que es probarse ropa delante de alguien que te mira así? —me preguntó.
—¿Así cómo?
—Comiéndome con los ojos.
No supe qué decir. Me quedé mudo, con el corazón golpeándome en el pecho. Ella dio un paso hacia mí, tan cerca que podía oler su perfume mezclado con el sudor leve de la tarde.
—Anda, cierra la cortina —me ordenó en voz baja, casi ronca.
Obedecí sin pensar. Ella volvió a subirse un vestido, despacio, como en una especie de espectáculo improvisado, mientras yo contenía la respiración. Cuando terminó, se rió de nuevo, más suave esta vez, y me dio un golpecito en el pecho.
—Ya está. Venga, vámonos, que si no me caliento de más.
Y salió como si nada, dejándome con la imagen grabada a fuego.
El viaje de vuelta fue en silencio, pero la tensión se podía cortar. En un semáforo, Carla apoyó la mano sobre mi muslo. Al principio pensé que era un gesto casual, pero sus dedos comenzaron a subir, lentos, seguros.
—Estás muy callado —dijo con una media sonrisa.
Yo tragué saliva, incapaz de responder. Cuando me detuve en un cruce, su mano ya estaba sobre mi entrepierna, palpando con descaro. Mi respiración se aceleró. No aparté la mano del volante, como si así pudiera disimular lo evidente. Carla aprovechó mi silencio y se inclinó más hacia mí, apoyando el codo en el reposabrazos.
—¿Sabes que llevo todo el día pensando en tu cara en el probador? —susurró—. Parecías un crío que ve tetas por primera vez.
Se rio bajito, mientras sus dedos trabajaban el cierre de mi pantalón con calma insultante. Cuando liberó mi erección, la rodeó con la mano y la acarició lenta, disfrutando de mi tensión.
—Siempre dura… —murmuró, casi divertida, pasándome el pulgar por el glande como quien prueba algo prohibido.
El coche seguía avanzando, pero apenas veía la carretera. Ella lo sabía: esa era su manera de tomar el control, de demostrar que podía desarmarme cuando quisiera.
—Conduce tranquilo —añadió, con un destello de picardía en los ojos—. Yo me encargo de lo demás.
Se inclinó hacia mí, con esa coleta rubia rozándome el vientre, y envolvió mi miembro con su boca caliente. Me estremecí, apenas podía controlar el volante. Sus labios se movían lentos al principio, luego más intensos, tragándome cada vez más profundo, mientras su mano masajeaba lo que no alcanzaba la boca.
El coche se llenó de mi respiración agitada y el sonido húmedo de su lengua. Carla me miraba desde abajo, con esos ojos brillantes, como si disfrutara de verme perder el control.
—¿Te gusta? —susurró entre lamidas, con un hilo de voz ronca. Fin del primer capitulo. Lee el segundo capitulo en si fuente original : t.co/9f3Odhm8f8
Lo confieso: nunca hubo química entre nosotros. Para mí era “la madre de mi novia”, nada más. Pero cuando tuvo que quedarse una temporada en nuestro piso por unas obras en su casa, la convivencia empezó a cambiar las cosas.
*
La primera noche me sorprendió. A pesar de la presencia de su madre en la habitacion de al lado, Irene y yo terminamos follando. Lo hicimos sin pensar demasiado, con la apasionada complicidad que era seña de identidad de nuestra relación. No me imaginé que Carla pudiera oírnos, pero a la mañana siguiente, en el desayuno, dejó caer la bomba.
—Dormís poco, ¿eh? —dijo con media sonrisa, removiendo el café.
—¿Cómo? —me atraganté un poco.
—Anoche parecía que estabais montando un concierto. Yo ya no estoy para esos trotes, pero me alegra ver que la juventud no se pierde en tonterías.
Se rio sola, con una carcajada grave, y me dejó sin palabras. Irene se puso roja como un tomate, pero a Carla aquello le divertía. Desde ese momento, entre broma y broma, empecé a notar un descaro nuevo en sus comentarios.
Al segundo día de convivencia, noté que Carla buscaba conversación conmigo más de lo habitual. Mientras Irene teletrabajaba en el despacho, ella se sentaba en el sofá, se descalzaba y apoyaba los pies en la mesa con una naturalidad que me sorprendía.
—¿Te molesta? —me dijo una vez, con esa sonrisa suya amplia, enseñando los dientes grandes, irregulares, pero luminosos.
—No, claro que no.
—Bien, porque si no, igual te tocaba darme un masaje de pies. —Y se rio, dejando caer la broma como si nada.
Otro día, mientras me preparaba un café, se me puso detrás para alcanzar un vaso. Sentí su pecho rozar mi hombro y el calor de su cuerpo. Carla olía a perfume floral, mezclado con un fondo de champú de miel. Me miró de reojo, con un destello malicioso en los ojos.
—Eres más alto de lo que recordaba. —dijo, mientras estiraba el brazo—. Y ancho de espaldas.
Yo sonreí, algo incómodo. Era imposible saber cuánto había de broma y cuánto de verdad en esas frases. Pero cada día parecía acortar un poco más la distancia entre nosotros, tanteando, como quien juega a comprobar hasta dónde puede llegar.
*
La ducha fue el punto de no retorno. Yo estaba bajo el agua, cuando Carla entró, sin llamar. Al principio parecía un accidente, pero su actitud me reveló enseguida que no lo era.
—Perdón… —dijo, pero se quedó ahí, con la puerta entornada, mirándome bajo el agua. Yo instintivamente me cubrí con la mano. Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—No te tapes… —dijo con voz grave, burlona—. Vaya, vaya… con razón mi hija hace tanto ruido.
Me quedé helado, sin saber qué responder. Pero Carla no parecía incómoda, al contrario: se acercó un poco más, apoyándose en el marco de la puerta.
—Estás… muy bien dotado…
Sonrió con picardía, y dio un paso dentro. El vapor empañaba el aire, y su coleta rubia parecía más viva, con mechones húmedos escapando alrededor de la cara. Se me quedó mirando fijamente, con una intensidad que no había visto nunca en ella. Su descaro me desarmó. Sentí cómo mi miembro, lejos de encogerse por la sorpresa, reaccionaba bajo el agua. Ella lo notó y sonrió aún más. Entró sin pedir permiso, cerró la puerta tras de sí, y se quedó frente a mí, con los ojos oscuros clavados en los míos.
—¿Sabes que me estás poniendo nerviosa? —dijo, casi en un susurro.
Alargó la mano, sin vacilar, y me rozó con los dedos. La calidez de su piel contrastaba con el agua que seguía cayendo. Lo envolvió por completo, lo acarició lenta, firmemente, sin apartar la mirada de la mía.
—Qué barbaridad… —murmuró, con media sonrisa.
Yo apoyé la espalda en la pared de la ducha, sintiendo la mezcla de agua y de sus dedos ágiles. Ella comenzó a masturbarme con una seguridad tranquila, con la experiencia de quien sabe lo que hace, mirándome a los ojos, disfrutando de mi reacción más que del acto en sí.
—Carla… —atiné a decir.
Ella sonrió, bajando la voz.
—Shhh… No digas nada. Déjame mirar, déjame sentirlo.
Sus ojos oscuros se mantenían fijos en los míos, como si buscara leerme desde dentro. No era un gesto frívolo: había algo más, una mezcla de desafío y confesión. La mano se movía con ritmo constante, firme, cada vez más segura.
—No sabes lo que me excita esto… —susurró, casi para sí misma—. Después de tantos años sin un hombre, y de repente… aquí contigo.
Sentí cómo mi cuerpo cedía al placer, el calor subiendo desde el vientre. Carla apretó un poco más, aceleró el movimiento con un giro experto de la muñeca. El agua caía sobre nosotros, resbalando entre sus dedos y mi piel.
Yo no pude contenerme más. Gemí con fuerza, arqueando la espalda. Carla se mordió el labio inferior, y siguió hasta el final, hasta que me corrí en su mano, con espasmos intensos. Ella no apartó la vista, ni siquiera cuando mi semen caliente manchó sus dedos y el agua comenzó a arrastrarla.
—Dios… —susurró, abriendo la boca en una media sonrisa—. Qué barbaridad… qué manera de correrte.
Se llevó la mano mojada bajo el chorro, la limpió con parsimonia, sin perder la compostura, como si todo hubiera sido un experimento que acababa de salirle bien.
Yo respiraba agitado, aún apoyado en la pared. Ella, en cambio, estaba serena, con un brillo oscuro en la mirada.
—No le diremos nada a Irene, ¿verdad? —dijo, antes de salir del baño, dejándome con la cabeza hecha un torbellino.
*
La convivencia con Carla se estaba volviendo una especie de juego silencioso. No era explícito, pero estaba ahí, flotando en cada gesto. Un día, mientras desayunábamos, me pilló mirándole las manos: dedos largos, uñas pintadas de un rosa gastado.
—¿Qué miras? —preguntó, arqueando una ceja.
—Nada, que tienes las manos bonitas.
—¿Bonitas? —sonrió, enseñando los dientes—. Estas manos han fregado, han limpiado culos de bebé, han cargado bolsas y han dado algún que otro bofetón. Bonitas no sé… útiles, quizá.
Lo soltó con tanta naturalidad que no supe qué responder. Se quedó observándome un segundo de más, con esa media sonrisa suya que me incomodaba y me excitaba al mismo tiempo.
Otro día, al volver del trabajo, la encontré en el salón con una camiseta amplia y sin sujetador. Al agacharse para dejar un plato en la mesa, el tejido se le pegó al cuerpo y dejó entrever los contornos grandes y pesados de sus pechos. Fingí no mirar, pero ella se dio cuenta.
—Ya no te cortas nada, ¿eh? —dijo divertida.
—No es eso…
—Tranquilo, me gusta. —y se volvió a sentar con calma, como si nada hubiera pasado.
Esa tarde, con Irene fuera, se quedó conmigo en el salón viendo una película que ninguno prestaba atención. Carla estaba sentada en el sofá, se quejaba del cuello.
—Siempre me duele aquí —dijo, llevándose la mano a la nuca—. La edad no perdona.
Me ofrecí a darle un masaje, medio en broma. Pero ella aceptó en serio.
—Venga, a ver si tus manazas sirven para algo más que hacer café.
Me coloqué detrás del sofá y apoyé las manos en sus hombros. Sentí la tensión bajo la piel, el calor. Ella cerró los ojos y dejó escapar un suspiro profundo.
—Dios… qué bien. Hazlo más fuerte.
Fui recorriendo con los pulgares su cuello, sus trapecios, y ella iba relajando el cuerpo poco a poco. Hasta que, sin aviso, se giró hacia mí, con los ojos encendidos.
—¿Quieres ver qué más me duele? —preguntó con descaro.
Y se subió la camiseta sin pensarlo, dejando al aire sus pechos enormes, de piel clara pero marcada por el tiempo, con pezones grandes, oscuros, que parecían endurecerse al contacto con el aire. Los miré fascinado.
—¿Te gustan? —preguntó, con una mezcla de orgullo y desafío.
—Mucho… —respondí casi sin voz.
Me tomó la mano y la guió hasta su pecho, apretándolo contra mi palma. Su piel era tibia, blanda, y el pezón duro se me clavaba en la mano. En un movimiento fluido, bajó la mirada hacia mi entrepierna, donde ya estaba notando el bulto crecer.
—Ya sabía yo… —murmuró con picardía.
Se arrodilló delante de mí, y sin darme tiempo a reaccionar, abrió mi pantalón. Mi miembro quedó libre, rígido, palpitando. Carla lo miró con el mismo descaro del baño, sonriendo.
—Qué pedazo de polla tienes… —susurró, acariciándola con sus manos, mientras se acomodaba el escote para encerrar mi erección entre sus pechos.
Los apretó alrededor, blandos y cálidos, y dejó caer un poco de saliva antes de moverlos arriba y abajo, haciéndome perder la respiración. El roce de su piel era húmedo, sucio, delicioso. Ella me miraba desde abajo, con los ojos encendidos, riéndose de mi cara de placer.
—¿Así? ¿Te gusta follarme las tetas? —me dijo, burlona pero excitada, apretando más.
No pude más que gemir, agarrando sus hombros para marcar el ritmo. El vaivén de sus senos me arrastraba al borde. Carla, al ver que estaba a punto, sacó la lengua y rozó la punta, lamiendo el glande cada vez que subía.
La sensación me sobrepasó. Terminé corriéndome entre sus pechos, con espasmos intensos, mientras ella reía, apretando más fuerte para que todo quedara atrapado en su canal caliente.
Cuando bajó el ritmo, se limpió con calma, usando la camiseta sin el menor pudor.
—Mira lo que has hecho —dijo, riéndose, mientras me mostraba la mancha—. Tendré que cambiarme otra vez.
Y volvió a sonreírme con esa expresión que ya no tenía nada de inocente.
*
Aquella noche me acosté con Irene. Ella estaba excitada, con esa energía juvenil que no deja pensar demasiado. La puse a cuatro patas sobre la cama, y mientras la penetraba con fuerza, el vaivén de sus caderas me llevó sin remedio a otra imagen: la de Carla, su madre, con esos pechos enormes rozándome el vientre, con su risa descarada y sus ojos oscuros fijos en mí. Me sentí traidor en mitad del polvo, un nudo en la cabeza mientras mi cuerpo seguía adelante. Me corrí dentro de Irene, jadeando, pero en realidad mi mente estaba en otro lugar. Cuando caí rendido junto a ella, me pregunté qué demonios estaba haciendo.
Al día siguiente, Carla me pidió que la acompañara a comprar ropa. Decía que necesitaba “un ojo joven” para no parecer una vieja disfrazada de adolescente. Acepté, sin saber muy bien si era una trampa o un simple favor. En las tiendas, se probaba vestidos y blusas delante del espejo, y a veces me pedía que le subiera la cremallera o que le sujetara el bolso. En un momento dado, en el probador, me llamó con voz baja:
—Ven, dime si me queda bien.
Abrí la cortina y la encontré de espaldas, solo con un sujetador negro y una falda a medio poner. Su piel clara, marcada por los años, brillaba bajo la luz blanca. Al girarse, sonrió con malicia.
—¿Qué dices? ¿Demasiado apretado?
No pude contestar. Me quedé mirándole el escote, los pechos enormes contenidos a duras penas en aquel sujetador. Ella se inclinó hacia mí y susurró:
—No te pongas nervioso, que luego me lo cuentas todo con esa carita…
Se giró otra vez hacia el espejo, dándome la espalda, y empezó a subirse lentamente la falda hasta la cintura. No llevaba medias, solo unas bragas sencillas, de algodón oscuro, que marcaban el contorno amplio de su trasero.
—Mira qué culo… —dijo, apretando las caderas y mirándome por el espejo con una sonrisa torcida—. Dime la verdad, ¿todavía me queda bien o ya es demasiado para mi edad?
Me ardieron las mejillas. Apenas me salían las palabras.
—Te queda… demasiado bien.
Ella rio con ganas, ese tipo de risa que mezcla picardía con seguridad. Dio un par de giros lentos, la falda aún subida, dejando que mis ojos recorrieran cada curva. Después se inclinó para alcanzar el bolso en el suelo, y sus pechos quedaron colgando, pesados, casi escapando del sujetador.
—Ay, este sujetador ya no sujeta nada… —se quejó con falsa inocencia. Al incorporarse, se acomodó las copas con ambas manos, levantándolas con descaro, como si no recordara que yo estaba ahí.
Volvió a mirarme, esta vez más seria, con un brillo oscuro en los ojos.
—¿Sabes lo raro que es probarse ropa delante de alguien que te mira así? —me preguntó.
—¿Así cómo?
—Comiéndome con los ojos.
No supe qué decir. Me quedé mudo, con el corazón golpeándome en el pecho. Ella dio un paso hacia mí, tan cerca que podía oler su perfume mezclado con el sudor leve de la tarde.
—Anda, cierra la cortina —me ordenó en voz baja, casi ronca.
Obedecí sin pensar. Ella volvió a subirse un vestido, despacio, como en una especie de espectáculo improvisado, mientras yo contenía la respiración. Cuando terminó, se rió de nuevo, más suave esta vez, y me dio un golpecito en el pecho.
—Ya está. Venga, vámonos, que si no me caliento de más.
Y salió como si nada, dejándome con la imagen grabada a fuego.
El viaje de vuelta fue en silencio, pero la tensión se podía cortar. En un semáforo, Carla apoyó la mano sobre mi muslo. Al principio pensé que era un gesto casual, pero sus dedos comenzaron a subir, lentos, seguros.
—Estás muy callado —dijo con una media sonrisa.
Yo tragué saliva, incapaz de responder. Cuando me detuve en un cruce, su mano ya estaba sobre mi entrepierna, palpando con descaro. Mi respiración se aceleró. No aparté la mano del volante, como si así pudiera disimular lo evidente. Carla aprovechó mi silencio y se inclinó más hacia mí, apoyando el codo en el reposabrazos.
—¿Sabes que llevo todo el día pensando en tu cara en el probador? —susurró—. Parecías un crío que ve tetas por primera vez.
Se rio bajito, mientras sus dedos trabajaban el cierre de mi pantalón con calma insultante. Cuando liberó mi erección, la rodeó con la mano y la acarició lenta, disfrutando de mi tensión.
—Siempre dura… —murmuró, casi divertida, pasándome el pulgar por el glande como quien prueba algo prohibido.
El coche seguía avanzando, pero apenas veía la carretera. Ella lo sabía: esa era su manera de tomar el control, de demostrar que podía desarmarme cuando quisiera.
—Conduce tranquilo —añadió, con un destello de picardía en los ojos—. Yo me encargo de lo demás.
Se inclinó hacia mí, con esa coleta rubia rozándome el vientre, y envolvió mi miembro con su boca caliente. Me estremecí, apenas podía controlar el volante. Sus labios se movían lentos al principio, luego más intensos, tragándome cada vez más profundo, mientras su mano masajeaba lo que no alcanzaba la boca.
El coche se llenó de mi respiración agitada y el sonido húmedo de su lengua. Carla me miraba desde abajo, con esos ojos brillantes, como si disfrutara de verme perder el control.
—¿Te gusta? —susurró entre lamidas, con un hilo de voz ronca. Fin del primer capitulo. Lee el segundo capitulo en si fuente original : t.co/9f3Odhm8f8