memorias de una pulga 6 (final)

jaimefrafer

Pajillero
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CapÃ*tulo XI

TAN PRONTO COMO HUBO ACABADO EL COMBATE, y el vencedor, levantándose del tembloroso cuerpo de la muchacha, Comenzó a recobrarse del éxtasis provocado por tan delicioso encuentro, se corrió repentinamente la cortina, y apareció la propia Bella detrás de la misma.
Si de repente una bala de cañón hubiera pasado junto al atónito señor Delmont, no le habrÃ*a causado ni la mitad de la consternación que sintió cuando, sin dar completo crédito a sus ojos, se quedó boquiabierto contemplando, alternativamente, el cuerpo postrado de su vÃ*ctima y la aparición de la que creÃ*a que acababa de poseer.
Bella, cuyo encantador “negligée� destacaba a la perfección sus juveniles encantos, aparentó estar igualmente estupefacta, pero, simulando haberse recuperado, dio un paso atrás con una perfectamente bien estudiada expresión de alarma.
—¿Qué... qué es todo esto? —preguntó Delmont, cuyo estado de agitación le impidió incluso advertir que todavÃ*a no habÃ*a puesto orden en su ropa, y que aún colgaba entre sus piernas el muy importante instrumento con el que acababa de dar satisfacción a sus impulsos sexuales, todavÃ*a abotagado y goteante, plenamente expuesto entre sus piernas.
—¡Cielos! ¿Será posible que haya cometido yo un error tan espantoso? —exclamó Bella, echando miradas furtivas a lo que constituÃ*a una atractiva invitación.
—Por piedad, dime de qué error se trata, y quién está ahÃ* —clamó el tembloroso violador, señalando mientras hablaba la desnuda persona recostada frente a él.
—¡Oh, retÃ*rese! ¡Váyase! —gritó Bella, dirigiéndose rápidamente hacia la muerta seguida por el señor Delmont, ansioso de que se le explicara el misterio.
Bella se encaminó a un tocador adjunto, cerró la puerta, asegurándola bien, y se dejó caer sobre un lujoso diván, de manera que quedaran a la vista sus encantos, al mismo tiempo que simulaba estar tan sobrecogida de horror, que no se daba cuenta de la indecencia de su postura.
—¡Oh! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? —sollozaba, con el rostro escondido entre sus manos, aparentemente angustiada.
Una terrible sospecha cruzó como rayo por la mente de su acompañante, quien jadeante y semiahogado por la emoción, indagó:
—¡Habla! ¿Quién era...? ¿Quién?
—No tuve la culpa. No podÃ*a saber que era usted el que habÃ*an traÃ*do para mÃ*... y no sabiéndolo.., puse a Julia en mi lugar.
El señor Delmont se fue para atrás, tambaleándose. Una sensación todavÃ*a confusa de que algo horrible habÃ*a sucedido se apoderó de su ser; un vértigo nubló su vista, y luego, gradualmente, fue despertando a la realidad. Sin embargo, antes de que pudiera articular una sola palabra, Bella —bien adiestrada sobre la forma en que tenÃ*a que actuar— se apresuró a impedirle que tuviera tiempo de pensar.
—¡Chist! Ella no sabe nada. Ha sido un error, un espantoso error, y nada más. Si está decepcionado es por culpa mÃ*a, no suya. Jamás me pasó por el pensamiento que pudiera ser usted. Creo —añadió haciendo un lindo puchero, sin dejar por ello de lanzar una significativa mirada de reojo al todavÃ*a protuberante miembro— que fue muy poco amable de ellos no haberme dicho que se trataba de usted.
El señor Delmont tenÃ*a frente a él a la hermosa muchacha. Lo cierto era que, independientemente del placer que hubiere encontrado en el incesto involuntario, se habÃ*a visto frustrado en su intención original, perdiendo algo por lo que habÃ*a pagado muy buen precio.
~¡Oh, si ellos descubrieran lo que he hecho! —murmuró Bella, modificando ligeramente su postura para dejar a la vista una de sus piernas hasta la altura de la rodilla.
Los ojos de Delmont centellearon. A despecho suyo volvÃ*a a sentirse calmado; sus pasiones animales afloraban de nuevo.
—¡Si ellos lo descubrieran! —gimió otra vez Bella.
Al tiempo que lo decÃ*a, se medio incorporó para pasar sus lindos brazos en torno al cuello del engañado padre.
El señor Delmont la estrechó en un firme abrazo.
—¡Oh, Dios mÃ*o! ¿Qué es esto? —susurró Bella, que con una mano habÃ*a asido el pegajoso dardo de su acompañante, y se entretenÃ*a en estrujarlo y moldearlo con su cálida mano.
El cuitado hombre, sensible a sus toques y a todos sus encantos, y enardecido de nuevo por la lujuria, consideró que lo mejor que le deparaba su sino era gozar su juvenil doncellez.
—Si tengo que ceder —dijo Bella—, tráteme con blandura. ¡Oh, qué manera de tocarme ¡Oh, quite de ahÃ* esa mano! ¡Cielos! ¿Qué hace usted?
No tuvo tiempo más que para echar un vistazo a su miembro de cabeza enrojecida, rÃ*gido y más hinchado que nunca, y unos momentos después estaba ya sobre ella.
Bella no ofreció resistencia, y enardecido por su ansia amorosa, el señor Delmont encontró enseguida el punto exacto.
Aprovechándose de su posición ventajosa empujó violentamente con su pene todavÃ*a lubricado hacia el interior de las tiernas y juveniles partes Ã*ntimas de la muchacha.
Bella gimió.
Poco a poco el dardo caliente se fue introduciendo más y más adentro, hasta que se juntaron sus vientres, y estuvo él metido hasta los testÃ*culos.
Seguidamente dio comienzo una violenta y deliciosa batalla, en la que Bella desempeñó a la perfección el papel que le estaba asignado, y excitada por el nuevo instrumento de placer, se abandonó a un verdadero torrente de deleites. El señor Delmont siguió pronto su ejemplo, y descargó en el interior de Bella una copiosa corriente de su prolÃ*fica esperma.
Durante algunos momentos permanecieron ambos ausentes, bañados en la exudación de sus mutuos raptos, y jadeantes por el esfuerzo realizado, hasta que un ligero ruido les devolvió la noción del mundo. Y antes de que pudieran siquiera intentar una retirada, o un cambio en la inequÃ*voca postura en que se encontraban, se abrió la puerta del tocador y aparecieron, casi simultáneamente, tres personas.
Estas eran el padre Ambrosio, el señor Verbouc y la gentil Julia Delmont.
Entre los dos hombres sostenÃ*an el semidesvanecido cuerpo de la muchacha, cuya cabeza se inclinaba lánguidamente a un lado, reposando sobre el robusto hombro del padre, mientras Verbouc, no menos favorecido por la proximidad de la muchacha, sostenÃ*a el liviano cuerpo de ésta con un brazo nervioso, y contemplaba su cara con mirada de lujuria insatisfecha, que sólo podrÃ*a igualar la reencarnación del diablo. Ambos hombres iban en desabillé apenas decente, y la infortunada Julia estaba desnuda, tal como, apenas un cuarto de hora antes, habÃ*a sido violentamente mancillada por su propio padre.
—¡Chist! —susurró Bella, poniendo su mano sobre los labios de su amoroso compañero—. Por el amor de Dios, no se culpe a si mismo. Ellos no pueden saber quién hizo esto. Sométase a todo antes que confesar tan espantoso hecho. No tendrÃ*a piedad. Estése atento a no desbaratar sus planes.
El señor Delmont pudo ver de inmediato cuán ciertos eran los augurios de Bella.
—¡Ve, hombre lujurioso! —exclamó el piadoso padre Ambrosio—. ¡Contempla el estado en que hemos encontrado a esta pobre criatura! Y posando su manaza sobre el lampiño monte de Venus de la joven Julia, exhibió impúdicamente a los otros sus dedos escurriendo la descarga paternal.
—¡Espantoso! —comentó Verbouc—. ¡Y si llegara a quedar embarazada!
—¡Abominable! —gritó el padre Ambrosio—. Desde luego tenemos que impedirlo.
Delmont gemiro.
Mientras tanto., Ambrosio y su coadjutor introdujeron a su joven vÃ*ctima en la habitación, y comenzaron a tentar y a acariciar todo su cuerpo, y a dedicarse a ejecutar todos los actos lascivos que preceden a la desenfrenada entrega a la posesión lujuriosa. Julia, aún bajo los efectos del sedante que le habÃ*an administrado, y totalmente confundida por el proceder de aquella virtuosa pareja, apenas se daba cuenta de la presencia de su digno padre. que todavÃ*a se encontraba sujeto por los blancos brazos de Bella, y con su miembro empotrado aún en su dulce vientre.
~¡Vean cómo corre la leche piernas abajo! —exclamó Verbouc, introduciendo nerviosamente su mano entre los muslos de Julia—. ¡Qué vergüenza!
—Ha escurrido hasta sus lindos piececitos —observó Ambrosio, alzándole una de sus bien torneadas piernas, con la pretensión de proceder al examen de sus finas botas de cabritilla, sobre las que se podÃ*a ver más de una gota de lÃ*quido seminal, al mismo tiempo que con ojos de fuego exploraba con avidez la rosada grieta que de aquella manera quedó expuesta a su mirada.
Delmont gimió de nuevo.
—¡Oh. Dios qué belleza! —gritó Verbouc, dando una palmada en sus redondas nalgas—. Ambrosio: proceda para evitar cualquier posible consecuencia de un hecho tan fuera de lo común. Únicamente la emisión de un hombre vigoroso puede remediar una situación semejante.
—SÃ*, es cierto, hay que administrársela —murmuró Ambrosio, cuyo estado de excitación durante este intervalo puede ser mejor imaginado que descrito.
Su sotana se alzaba manifiestamente por la parte delantera, y todo su comportamiento delataba sus violentas emociones.
Ambrosio se despojó de su sotana y dejó en libertad su enorme miembro, cuya rubicunda e hinchada cabeza parecÃ*a amenazar a los cielos.
Julia, terriblemente asustada, inició un débil movimiento de huida mientras el señor Verbouc, gozoso, la sostenÃ*a exhibiéndola en su totalidad.
Julia contempló por segunda vez el miembro terriblemente erecto de su confesor, y. adivinando sus intenciones por razón de la experiencia de iniciación por la que acababa de pasar, casi se desvaneció de pánico.
Ambrosio, como sÃ* tratara de ofender los sentimientos de ambos —padre e hija— dejó totalmente expuestos sus tremendos órganos genitales, y agitó el gigantesco pene en sus rostros.
Delmont, presa del terror, y sintiéndose en manos de los dos complotados, contuvo la respiración y se refugió tras de Bella, la que, plenamente satisfecha por el éxito de la trama, se dedicó a aconsejarle que no hiciera nada y les permitiese hacer su voluntad.
Verbouc, que habÃ*a estado tentando con sus dedos las húmedas partes Ã*ntimas de la pequeña Julia, cedió la muchacha a la furiosa lujuria de su amigo, disponiéndose a gozar de su pasatiempo favorito de contemplar la violación.
El sacerdote, fuera de sÃ* a causa de la lujuria que lo embargaba, se quitó las prendas de vestir más Ã*ntimas, sin que por ello perdiera rigidez su miembro durante la operación y procedió a la deliciosa tarea que le esperaba, “Al fin es mÃ*aâ€�. murmuro.
Ambrosio se apoderó en el acto de su presa, pasó sus brazos en torno a su cuerpo, y la levantó en vilo para llevar a la temblorosa muchacha al sofá próximo y lanzarse sobre su cuerpo desnudo. Y se entregó en cuerpo y alma a darse satisfacción. Su monstruosa arma, dura como el acero, tocaba ya la rajita rosada, la que, si bien habÃ*a sido lubricada por el semen del señor Delmont, no era una funda cómoda para el gigantesco pene que la amenazaba ahora.
Ambrosio proseguÃ*a sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podÃ*a ver, mientras la figura del cura se retorcÃ*a sobre el cuerpo de su hijita, una ondulante masa negra y sedosa. Con sobrada experiencia para verse obstaculizado durante mucho rato, Ambrosio iba ganando terreno, y era también lo bastante dueño de sÃ* para no dejarse arrastrar demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y un grito desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete.
Grito tras grito se fueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin firmemente enterrado en el interior de la jovencita, advirtió que no podÃ*a ahondar más, y comenzó los deliciosos movimientos de bombeo que habÃ*an de poner término a su placer, a la vez que a la tortura de su vÃ*ctima.
Entretanto Verbouc, cuya lujuria habÃ*a despertado con violencia a la vista de la escena entre el señor Delmont y su hija, y la que subsecuentemente protagonizaron aquel insensato hombre y su sobrina, corrió hacia Bella y, apartándola del abrazo en que la tenÃ*a su desdichado amigo, le abrió de inmediato las piernas, dirigió una mirada a su orificio, y de un solo empujón hundió su pene en su cuerpo, para disfrutar de las más intensas emociones, en una vulva ya bien lubricada por la abundancia de semen que habÃ*a recibido.
Ambas parejas estaban en aquel momento entregadas a su delirante copulación, en un silencio sólo alterado por los quejidos de la semiconsciente Julia, el estertor de la respiración del bárbaro Ambrosio, y los gemidos y sollozos del señor Verbouc.
La carrera se hizo más rápida y deliciosa. Ambrosio, que a la fuerza habÃ*a adentrado en la estrecha rendija de la jovencita su gigantesco pene, hasta la mata de pelos negros y rizados que cubrÃ*an su raÃ*z, estaba lÃ*vido de lujuria. Empujaba. impelÃ*a y embestÃ*a con la fuerza de un toro, y de no haber sido porque al fin la naturaleza la favoreció llevando su éxtasis a su culminación, hubiera sucumbido a los efectos de tan tremenda excitación, para caer presa de un ataque que probablemente hubiera imposibilitado para siempre la repetición de una escena semejante.
Un fuerte grito se escapó de la garganta de Ambrosio. Verbouc sabÃ*a bien lo que ello representaba: se estaba viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otra pareja, y un aullido de lujuria llenó el ámbito mientras los dos monstruos inundaban a sus vÃ*ctimas de lÃ*quido seminal. Pero no bastó una, sino que fueron precisas tres descargas de la prolÃ*fica esencia del cura en la matriz de la tierna joven, para que se apaciguara la fiebre de deseo que habÃ*a hecho presa de él.
Decir simplemente que Ambrosio habÃ*a descargado, no darÃ*a una idea real de los hechos. Lo que en realidad hizo fue arrojar verdaderos borbotones de semen en el interior de Julia, en espesos y fuertes chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidos de éxtasis cada vez que una de aquellas viscosas inyecciones corrÃ*a a lo largo de su enorme uretra, y fluÃ*an en torrentes en el interior del dilatado receptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo terminara, y el brutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada vÃ*ctima.
Al propio tiempo el señor Verbouc dejaba expuestos los abiertos muslos y la embadurnada vulva de su sobrina, la cual yacÃ*a todavÃ*a en el soñoliento trance que sigue al deleite intenso, despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando un charco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.

—¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc—. Después de todo, se encuentra deleite en el cumplimiento del deber, ¿no es asÃ*, Delmont?
Y volviéndose hacia el anhelado sujeto, continuó:
—Si el padre Ambrosio y yo mismo no hubiéramos mezclado nuestras humildes ofrendas con la prolÃ*fica esencia que al parecer aprovecha usted tan bien, nadie hubiera podido predecir qué entuerto habrÃ*a acontecido. ¡Oh, sÃ*!, no hay nada como hacer las cosas debidamente, ¿no es cierto, Delmont?
—No lo sé; me siento enfermo, estoy como en un sueño, sin que por ello sea insensible a sensaciones que me provocan un renovado deleite. No puedo dudar de su amistad.., de que sabrán mantener el secreto. He gozado mucho, y sin embargo, sigo excitado. No sabrÃ*a decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos mÃ*os?
El padre Ambrosio se aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dio aliento con unas cuantas palabras susurradas en tono reconfortante.
Como una pulga que soy, no puedo permitirme la libertad de mencionar cuáles fueron dichas palabras, pero surtieron el efecto de disipar pronto las nubes de horror que obscurecÃ*an la vida del señor Delmont. Se sentó, y poco a poco fue recobrando la calma.
Julia, también recuperada ya, tomó asiento junto al fornido sacerdote, que al otro lado tenÃ*a a Bella. HacÃ*a ya tiempo que ambas muchachas se sentÃ*an más o menos a gusto. El santo varón les hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que el señor Delmont abandonara su actitud retraÃ*da, y que este honorable hombre, tras una copiosa libación de vino, comen–zara asimismo a sentirse a sus anchas en el medio en que se encontraba,
Pronto los vigorizantes vapores del vino surtieron su efecto en el señor Delmont, que empezó a lanzar ávidas miradas hacia su hija. Su excitación era evidente, y se manifestaba en el bulto que se advertÃ*a balo sus ropas.
Ambrosio se dio cuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a Julia. la que, todavÃ*a desnuda, no tenÃ*a manera de ocultar sus encantos. Su padre la miró con ojos en los que predominaba la lujuria. Una segunda vez ya no serÃ*a tan pecaminosa, pensó.
Ambrosio asintió con la cabeza para alentarlo, mientras Bella desabrochaba sus pantalones para apoderarse de su rÃ*gido pene, y apretarlo dulcemente entre sus manos.
El señor Delmont entendió la posición, y pocos instantes después estaba encima de su hija. Bella condujo el incestuoso miembro a los rojos labios del sexo de Julia, y tras unos empujones más, el semienloquecido padre habÃ*a penetrado por completo en el interior del cuerpo de su linda hija.
La lucha que siguió se vio intensificada por las circunstancias de aquella horrible conexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor Delmont descargó, y su hija recibió en lo más recóndito de su juvenil matriz las culpables emisiones de su desnaturalizado padre.
El padre Ambrosio, en quien predominaba el instinto sexual, tenÃ*a otra debilidad más, que era la de predicar. Lo hizo por espacio de una hora, no tanto sobre temas religiosos, sino refiriéndose a otras cuestiones más mundanas, y que desde luego no suelen ser sancionadas por la santa madre iglesia. En esta ocasión pronunció un discurso que me fue imposible seguir, por lo que decidÃ* echarme a dormir en la axila de Bella.
Ignoro cuánto tiempo más hubiera durado su disertación, pero como en aquel punto la gentil Bella se posesionó de su enorme colgajo entre sus manecitas y comenzó a cosquillearlo, el buen hombre se vio obligado a hacer una pausa, justificada por las sensaciones despertadas por ella,
Verbouc, por su parte, que según se recordará lo único que codiciaba era un coño bien lubricado, sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosas partes Ã*ntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además, la presencia del padre contribuÃ*a a aumentar el apetito, en lugar de constituir un impedimento para que aquellos dos libidinosos hombres se abstuvieran de gozar de los encantos de su hija. Y Bella, que todavÃ*a sentÃ*a escurrir el semen de su cálida vulva, era presa de anhelos que las batallas anteriores no habÃ*an conseguido apaciguar del todo.
Verbouc comenzó a ocuparse de nuevo de los infantiles encantos de Julia aplicándoles lascivos toquecitos, pasando impúdicamente sus manos sobre las redondeces de sus nalgas, y deslizando de vez en cuando sus dedos entre las colinas.
El padre Ambrosio, no menos activo, habÃ*a pasado su brazo en torno a la cintura de Bella, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba en sus lindos labios ardientes besos.
A medida que ambos hombres se entregaban a estos jugueteos, el deseo se comunicaba en sus armas, enrojecidas e inflamadas por efecto de los anteriores escarceos, y firmemente alzadas con la amenazadora mira puesta en las jóvenes criaturas que estaban en su poder.
Ambrosio, cuya lujuria nunca requerÃ*a de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de Bella. Esta se dejó ser acostada sobre el sofá que ya habÃ*a sido testigo de dos encuentros anteriores, donde, nada renuente, siguió por el contrario estimulando el desnudo y llameante carajo. para permitirle después introducirse entre sus muslos, favoreciendo el desproporcionado ataque lo más que le fue posible, hasta enterrar por entero en su húmeda hendidura el terrible instrumento.
El espectáculo excité de tal modo los sentimientos del señor Delmont, que se hizo evidente que no necesitaba ya de mayor estÃ*mulo para intentar un segundo coup una vez que el cura hubiese terminado su asalto.
El señor Verbouc, que durante algún tiempo estuvo lanzando lascivas miradas a la hija del señor Delmont, estaba también en condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba que las repetidas violaciones que ya habÃ*a experimentado ella de parte de su padre y del sacerdote, la habrÃ*an dejado preparada para la clase de trabajo que le gustaba realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como por el tacto, de que sus partes intimas estaban suficientemente lubricadas para dar satisfacción a sus más caros antojos, debido a las violentas descargas que habÃ*an recibido.
Verbouc lanzó una mirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba entretenido en gozar de su sobrina, y acercándose después a la bella Julia la colocó sobre un canapé en postura idónea para poder hundir hasta los testÃ*culos su rÃ*gido miembro en el delicado cuerpo de ella, lo que consiguió, aunque con considerable esfuerzo.
Este nuevo e intenso goce llevó a Verbouc a los bordes de la enajenación; presionando contra la apretada vulva de la jovencita, que le ajustaba como un guante, se estremecÃ*a de gozo de pies a cabeza.
—¡Oh, esto es el mismo cielo! —murmuró, mientras hundÃ*a su gran miembro hasta los testÃ*culos pegados a la base del mismo.
~—¡Dios mÃ*o, qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite!
Y otra firme embestida le arrancó un quejido a la pobre Julia.
Entretanto el padre Ambrosio, con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y las ventanas de la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partes Ã*ntimas de la joven Bella, cuya satisfacción sexual denunciaban sus lamentos de placer.
—¡Oh, Dios mÃ*o! ¡Es... es demasiado grande... enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi, me llega hasta la cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre! ¡Cómo empujáis! ¡Me mataréis! Suavemente.., más despacio. . . Siento vuestras grandes bolas contra mis nalgas.
—¡Detente un momento! —gritó Ambrosio, cuyo placer era ya incontenible, y cuya leche estaba a punto de vertirse—. Hagamos una pausa. ¿Cambiamos de pareja, amigo mÃ*o? Creo que la idea es atractiva.
—¡No, oh, no! ¡Ya no puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la delicia en persona.
—Estate quieta, querida Bella, o harás que me venga. No oprimas mi arma tan arrebatadoramente.
—No puedo evitarlo, me matas de placer. Anda, sigue, pero suavemente. ¡Oh, no tan bruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos, va a venirse! Sus ojos se cierran, sus labios se abren... ¡Dios mÃ*o! Me estáis matando, me descuartizáis con esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡VenÃ*os, entonces! VenÃ*os querido.., padre... Ambrosio. Dadme vuestra ardiente leche... ¡Oh! ¡Empujad ahora! ¡Más fuerte.., más.., matadme si asÃ* lo deseáis!
Bella pasó sus blancos brazos en torno al bronceado cuello de él, abrió lo más que pudo sus blandos y hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento, hasta confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus.
Ambrosio sintió que estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a los órganos vitales de la criatura que se encontraba debajo de él.

—¡Empujad, empujad ahora! —gritó Bella, olvidando todo sentido de recato, y arrojando su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empujad... empujad... metedlo bien adentro...! ¡Oh, sÃ* de esa manera! ¡Dios mÃ*o, qué tamaño, qué longitud! Me estáis partiendo en dos, bruto mÃ*o. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo. . . lo siento...! ¡Dios ..... . qué leche! iOh, qué chorros!
Ambrosio descargaba furiosamente, como el semental que era, embistiendo con todas sus fuerzas el cálido vientre que estaba debajo de él.
Al fin se levantó de mala gana de encima de Bella, la cual, libre de sus tenazas, se volteó para ver a la otra pareja. Su tÃ*o estaba administrando una rápida serie de cortas embestidas a su amiguita, y era evidente que estaba próximo al éxtasis.
Julia, por su parte, cuya reciente violación y el tremendo trato que recibió después a manos del bruto de Ambrosio la habÃ*an lastimado y enervado, no experimentaba el menor gusto, pero dejaba hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante.
Cuando al fin, tras algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al momento de hacer su voluptuosa descarga, de lo único que ella se dio cuenta fue de que algo caliente era inyectado con fuerza en su interior, sin que experimentara más sensaciones que las de languidez y fatiga.
Siguió otra pausa tras de este tercer ultraje, durante la cual el señor Delmont se desplomó en un rincón, y aparentemente se quedó dormido. Comenzó entonces una serie de actividades eróticas. Ambrosio se recostó sobre el canapé, e hizo que Bella se arrodillara sobre él con el fin de aplicar sus labios sobre su húmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo más lascivo y depravado que imaginarse pueda.
El señor Verbouc, no queriendo ser menos que su compañero, jugueteó de manera igualmente libidinosa con la inocente Julia. Después la tendieron sobre el sofá, y prodigaron toda clase de caricias a sus encantos, no ocultando su admiración por su lampiño monte de Venus, y los rojos labios de su coño juvenil.
No tardaron en verse evidenciados sus deseos por el enderezamiento de dos rÃ*gidos miembros, otra vez ansiosos de gustar placeres tan selectos y extáticos como los gozados anteriormente.
Sin embargo, en aquel momento se puso en ejecución un nuevo programa. Ambrosio fue el primero en proponerlo.
—Ya nos hemos hartado de sus coños —dijo crudamente, volviéndose hacia Verbouc, que estaba jugueteando con los pezones de Bella—. Ahora veamos de qué están hechos sus traseros. Esta adorable criatura serÃ*a un bocado digno del propio Papa, y Bella tiene nalgas de terciopelo, y un culo digno de que un emperador se venga dentro de él.
La idea fue aceptada enseguida, y se procedió a asegurar a las vÃ*ctimas para poder llevarla a cabo. Resultaba monstruoso. y parecÃ*a imposible el poderlo consumar, a la vista de la desproporción existente. El enorme miembro del cura quedó apuntando al pequeño orificio posterior de Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a su sobrina en la misma dirección. Un cuarto de hora se consumió en los preparativos, y después de una espantosa escena de lujuria y libertinaje, ambas jóvenes recibieron en sus entrañas los cálidos chorros de las impÃ*as descargas.
Al fin la calma sucedió a las violentas emociones que habÃ*an hecho presa en los actores de tan monstruosa escena, y la atención se fijó de nuevo en el señor Delmont.
Aquel digno ciudadano, como ya señalé anteriormente, se habÃ*a retirado a un rincón apartado, quedando al parecer vencido por el sueño, o embriagado por el vino, o tal vez por ambas cosas.
—Está muy tranquilo —observó Verbouc.
—Una conciencia diabólica es mala compañÃ*a —observó el padre Ambrosio, con su atención concentrada en el lavado de su oscilante instrumento.
—Vamos, amigo, llegó tu turno. He aquÃ* un regalo para ti —siguió diciendo Verbouc, al tiempo que mostraba en todo su esplendor, para darle el adecuado ambiente a sus palabras, los encantos más Ã*ntimos de la casi insensible Julia—. Levántate y disfrútalos. ¿Pero, qué ocurre con este hombre? ¡Cielos!, que... ¿qué es esto?
Verbouc dio un paso atrás.
El padre Ambrosio se inclinó sobre el desdichado Delmont para auscultar su corazón.
—Está muerto —dijo tranquilamente.
Efectivamente, habÃ*a fallecido.


CapÃ*tulo XII

LA MUERTE REPENTINA ES UN SUCESO COMUN, especialmente los casos de personas cuyos antecedentes han hecho suponer la existencia de algún trastorno funcional, de manera que la sorpresa pronto cede su lugar a los habituales testimonios de condolencia, y luego a un estado de resignación a un suceso que nada tiene de extraño.
La transición puede expresarse de la siguiente manera:
—¿Quién iba a creerlo?
—¿Es posible?
—Siempre lo sospeché.
—¡Pobre amigo!
—Nadie debe sorprenderse.
Esta interesante fórmula fue debidamente aplicada cuando el infeliz señor Delmont rindió su tributo a la madre tierra, como dice la frase común.
Una quincena después que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida, todos sus amigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habÃ*an descubierto sÃ*ntomas que más tarde o más temprano tenÃ*an que resultar fatales. Casi se enorgullecÃ*an de su perspicacia, aun cuando admitÃ*an reverentemente los inescrutables designios de la providencia.
Por lo que hace a mÃ*, seguÃ*a mi vida más o menos como de ordinario, salvo que se me figuró que las piernas de Julia debÃ*an tener un saborcillo más picante que las de Bella, y en consecuencia las sangré regularmente para mi sustento, por la mañana y por la noche.
Nada más natural que Julia pasara la mayor parte de su tiempo junto a su querida amiga Bella, y que el sensual padre Ambrosio y su protector, el libidinoso pariente de mi querida Bella, trataran de encontrar el momento oportuno para repetir las anteriores experiencias con la joven y dócil muchacha.
Que asÃ* fue puedo atestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables e incómodas, siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las incursiones de largos y peludos miembros por los vericuetos de las ingles en que me habÃ*a refugiado yo temporalmente, y siempre en peligro de yerme arrastrada por los horriblemente espesos torrentes de viscoso semen animal.
En resumen, la joven e impresionable Julia estaba completamente ahormada, y Ambrosio y su amigo disfrutaban a sus anchas poseyéndola. Ellos habÃ*an alcanzado sus objetivos. ¿Qué les importaban los sacrificios de ellos?
Mientras tanto, otros y muy distintos eran los pensamientos de Bella, a la que yo habÃ*a abandonado. Pero a la larga, sintiéndome hasta cierto punto asqueada por la demasiada frecuencia con que me entregaba a la nueva dieta, resolvÃ* abandonar las medias de la linda Julia, y retornar —revenir a mon mouton, como dicen los franceses— a la dulce y suculenta alimentación de la salaz Bella.
AsÃ* lo hice, y voici le resultat:
Una noche Bella se acostó bastante más temprano que de costumbre. El padre Ambrosio estaba ausente por haber sido enviado en misión a una apartada parroquia, y su querido y complaciente tÃ*o padecÃ*a un fuerte ataque de gota, padecimiento que en los últimos tiempos lo aquejaba con relativa frecuencia.
La muchacha se habÃ*a ya arreglado el cabello para pasar la noche, y se habÃ*a también desprovisto de algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, la que tenÃ*a que pasar por la cabeza, y en el curso de esta operación inadvertidamente se le cayeron los calzones, dejando al descubierto, frente al espejo, las hermosas protuberancias y la exquisita suavidad y transparencia de la piel de sus nalgas.
Tanta belleza hubiera enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no habÃ*a en aquel momento ningún asceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mÃ*, poco faltó para que me quebrara la más larga de mis antenas, y me torciera mi pata derecha en sus contorsiones por extraer la prenda por encima de su cabeza.
Llegados a este punto debo explicar que desde que el astuto padre Clemente se habÃ*a visto privado de gozar los encantos de Bella, renovó el bestial y nada piadoso juramento de que, aunque fuere por sorpresa, se apoderarÃ*a de nuevo de la fortaleza que ya una vez habÃ*a sido suya. El recuerdo de su felicidad arrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que, por reflejo, se distendÃ*a su enorme miembro.
Clemente formuló el terrible juramento de que joderÃ*a a Bella en estado natural, según sus propias y brutales palabras, y yo, que no soy más que una pulga, las oÃ* y comprendÃ* su alcance.
La noche era oscura y llovÃ*a. Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Era forzoso que Bella estuviera sola. Todas estas circunstancias las conocÃ*a bien Clemente, y obró en consecuencia. Alentado por sus recientes experiencias sobre la geografÃ*a de la vecindad, se encaminó directamente a la ventana de la habitación de Bella, y habiéndola encontrado como esperaba, sin correr el pestillo y. por lo tanto, abierta, entró con toda tranquilidad y gateó hasta meterse debajo de la cama.
Desde este punto de vista Clemente contempló con pulso palpitante la toilette de la hermosa Bella, hasta el momento en que comenzó a quitarse la camisa en la forma que ya he descrito. Entonces pudo Clemente gozar de la vista de la muchacha en toda su espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un toro.
En la posición yacente en que se encontraba no tenÃ*a dificultad alguna para ver de cintura abajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos se solazaban en la contemplación de los globos gemelos que formaban sus nalgas, abriéndose y cerrándose a medida que la muchacha retorcÃ*a su elástico cuerpo en el esfuerzo por pasar la camisa por encima de su cabeza.
Clemente no pudo aguantar más tiempo; su deseo alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido pero prontamente, se deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sin pérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos, mientras colocaba la otra sobre sus rojos labios.
El primer impulso de Bella fue el de gritar, pero este recurso femenino le estaba vedado. Su segunda idea fue desmayarse, y es por la que hubiera optado de no haber mediado cierta circunstancia. Esta circunstancia era el hecho de que mientras el audaz asaltante la mantenÃ*a firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y caliente presionaba de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacÃ*a palpitante entre la separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crÃ*tico momento los ojos de Bella tropezaron con la imagen de él en el espejo de la cómoda, y reconocieron a sus espaldas el feo y abotagado rostro del sensual sacerdote, coronado por un cÃ*rculo de rebelde cabello rojo.
Bella comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos. Hacia ya casi una semana que se habÃ*a desprendido de los abrazos de Ambrosio y su tÃ*o, y tal hecho tuvo mucho que ver, desde luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquel momento fue puro disimulo de la lasciva muchacha.
Se dejó caer suavemente de espaldas sobre la vigorosa figura del padre Clemente, y creyendo este feliz individuo que realmente se desmayaba, al mismo tiempo que retiraba la mano con que le cerraba la boca empleó ambos brazos para sostenerla.
La irresistible belleza de la persona que sostenÃ*a entre sus brazos llevó la excitación de Clemente casi hasta la locura. Bella estaba prácticamente desnuda, y él deslizó sus manos sobre su pulida piel, mientras su inmensa arma, ya rÃ*gida y distendida por efecto de la impaciencia, palpitaba vigorosamente al contacto con la hermosa que tenÃ*a abrazada.
Tembloroso, Clemente acercó su rostro al de ella, e imprimió un largo y voluptuoso beso sobre sus dulces labios.
Bella se estremeció y abrió los ojos.
Clemente renovó sus caricias.
—¡Oh! —exclamó lánguidamente—. ¿Cómo osáis venir aquÃ*? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Es vergonzoso!
Clemente sonrió con aire de satisfacción. Siempre habÃ*a sido feo, pero en aquel momento resultaba verdaderamente odioso por su terrible lujuria.
—AsÃ* es —dijo—. Es una vergüenza tratar de esta manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tan delicioso, vida mÃ*a!
Bella suspiró.
Más besos y un deslizamiento de manos sobre su desnudo cuerpo. Una mano grande y tosca se posó sobre su monte de Venus, y un atrevido dedo, separando los húmedos labios, se introdujo en el interior de la cálida rendija para tocar el sensible clÃ*toris.
Bella cerró los ojos y dejó escapar otro suspiro, al propio tiempo que aquel sensible órgano comenzaba a su vez a distenderse. En el caso de mi joven amiga no era en modo alguno un órgano diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feo Clemente se alzó, se puso rÃ*gido, y se asomó partiendo casi los labios por sÃ* solo.
Bella estaba ardiendo, y el brillo del deseo se asomaba a sus ojos. Se habÃ*a contagiado, y lanzando una mirada a su seductor pudo ver la terrible mirada de lascivia retratada en su rostro mientras jugueteaba con sus secretos encantos.
La muchacha se agitaba temblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de ella, e incapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con rapidez su mano derecha hacia atrás para asir la inmensa arma que amenazaba sus nalgas, aunque no pudo hacerlo en toda su envergadura.
Se encontraron las miradas de ambos; la lujuria ardÃ*a en ellas. Bella sonrió, Clemente repitió su beso sensual, e introdujo en la boca de ella su inquieta lengua. La muchacha no tardó en secundar sus lascivas caricias, y dejó el campo libre tanto a sus inquietas manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajo hacia una silla, en la que se sentó Bella en impaciente espera de lo que el sacerdote quisiera hacer después.
Clemente se quedó de pie frente a ella. Su sotana de seda negra, que le llegaba hasta los talones, se alzaba prominente en la parte delantera; sus mejillas, al rojo vivo por la violencia de sus deseos, sólo encontraban rival en sus encendidos labios, y su respiración era agitada, como anticipo del éxtasis. SabÃ*a que no tenÃ*a nada que temer y mucho que gozar.
—Esto es demasiado —murmuró Bella—, ¡idos!
—Imposible, después de haberme tomado la molestia de entrar.
—Pero podéis ser descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada.
—No es probable. Sabes que estamos completamente solos, y que no hay probabilidad alguna de que nos molesten. Además, eres tan deliciosa, chiquilla mÃ*a, tan fresca, tan juvenil y tan hermosa, que. .. no retires la pierna; únicamente ponÃ*a mi mano sobre tu suave muslo. El hecho es que quiero joderte, querida.
Bella pudo ver cómo el enorme bulto se enderezaba más.
—¡Qué obsceno sois! ¡Qué palabras empleáis!
—¿Lo crees asÃ*, mi niñita mimada? —dijo Clemente, tomando de nuevo el sensible clÃ*toris entre sus dedos pulgar e Ã*ndice, para masajearlo convenientemente—. Me nacen por el placer de sentir este coñito entreabierto que trata astutamente de esquivar mis toques.
—¡Vergüenza deberÃ*a daros! —exclamó Bella, riendo, empero, a su pesar.
Clemente se aproximó para inclinarse hacia ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al hacerlo, Bella pudo advertir que la sotana, casi levantada por la fuerza de los deseos comunicados al miembro del padre, se encontraba a escasos centÃ*metros del pecho de ella, de modo que podÃ*a percibir los latidos que hacÃ*an que la prenda de seda negra subiera y bajara alternativamente.
La tentación resultaba irresistible, y acabó por pasar su delicada manecita por debajo de las ropas del cura y subirla lo bastante más arriba para agarrar una gran masa peluda de la que pendÃ*an dos bolas tan grandes como huevos de gallina.
—¡Oh, Dios mÃ*o! ¡Qué cosa tan enorme! —murmuró la muchacha.
—Toda llena de preciosa leche espesa —suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos lindos senos tan próximos a él.
Bella se acomodó mejor, y de nuevo atrapó con ambas manos el duro y tieso tronco del enorme pene.
—¡Qué espanto! ¡Este es un monstruo! —exclamó la lasciva muchacha—. ¡De veras que es grande! ¡Qué tamaño el suyo!
—Si; ¿no es un buen carajo? —observó Clemente, adelantándose y alzando la sotana para poder mostrar mejor el gigantesco miembro.
Bella no pudo resistir la tentación, y alzando todavÃ*a más las ropas del cura dejó el pene en completa libertad y expuesto en toda su longitud.
Las pulgas no sabemos mucho de medidas de espacio y de tiempo, y por ello no puedo daros las dimensiones exactas del arma en la que la muchacha tenÃ*a en aquellos momentos puestos los ojos. Era, sin embargo, de proporciones gigantescas.
TenÃ*a una gran cabeza roma y roja que emergÃ*a en el extremo de un largo tronco parduzco. El agujero que se veÃ*a en su cima, que habitualmente es tan pequeño, era en el caso que consideramos una verdadera grieta humedecida por el fluido seminal acumulado ahÃ*. A todo lo largo de aquel tronco corrÃ*an gruesas venas azules, y al pie del mismo crecÃ*a una verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandes testÃ*culos colgaban debajo.
—¡Cielos! ¡Madre santa! —murmuró Bella, cerrando sus ojos al tiempo que les daba un ligero apretón.
La ancha y roma cabeza, hinchada y enrojecida por efecto del exquisito cosquilleo de la muchacha, se encontraba en aquel momento totalmente desnuda, y emergÃ*a tiesa, libre de los pliegues de la piel que Bella retiraba hacia atrás de la gran columna blanca. Ella jugueteaba gozosa con su adquisición, y cada vez retiraba más atrás la aterciopelada piel del objeto que tenÃ*a entre sus manos.
Clemente suspiró.
—¡Qué deliciosa criatura eres! —dijo, mirándola con ojos centelleantes—. Tengo que joderte enseguida o lo arrojaré todo sobre ti.
—¡No, no debéis desperdiciar ni una gota! —exclamó Bella—. Debéis estar muy urgido para querer veniros tan pronto.
—No puedo evitarlo. Por favor estate quieta un momento me vendré.
—¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche dará?
Clemente se detuvo y susurró al oÃ*do de la muchacha algo que no pude oÃ*r.
— ¡Verdaderamente delicioso, pero es increÃ*ble!
—Es cierto, dame una oportunidad de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura. ¡MÃ*ralo! ¡Tengo que joderte!
Blandió su monstruoso pene colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia abajo, para después soltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y al hacerlo se descubrió espontáneamente, dejando paso a la roja nuez, que exudaba una gota de semen por la uretra.


Todo esto sucedió cerca de la cara de Bella, que sintió un sensual olorcillo emanado del miembro, el que vino a incrementar el trastorno de sus sentidos. Continuó jugando con el pene, y acariciándolo.
—Basta, te lo ruego, querida, o lo desperdiciaré todo en el aire.
Bella se estuvo quieta unos segundos, aunque asida con toda la fuerza de su mano al carajo de Clemente.
Entretanto él se divertÃ*a en moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha, mientras con los dedos de la otra recorrÃ*a en toda su extensión su húmedo coño. El jugueteo la enloqueció. Su clÃ*toris se hinchó y devino caliente, se aceleró su respiración, y las llamas del deseo encendieron su lindo rostro.
La nuez se endurecÃ*a cada vez más: brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a hurtadillas el feo y desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus parduscos muslos, velludos como los de un mono, Bella devino carmesÃ* de lujuria. El gran pene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y provocaba en su ser las más indescriptibles emociones.
Excitada sobremanera, enlazó con sus brazos el vigoroso cuerpo del gran bruto y lo cubrió de sensuales besos. Su misma fealdad incrementaba sus sensaciones libidinosas.
—No, no debéis desperdiciarlo; no permitiré que lo desperdiciéis.
Después, deteniéndose por un instante, gimió con un peculiar acento de placer, y bajando su complaciente cabeza abrió sus rosados labios para recibir de inmediato lo más que pudo del lascivo manjar.
—¡Oh, qué delicia! ¡Cómo cosquilleas! ¡Qué... qué gusto me das!
—No os permitiré desperdiciarlo: beberé hasta la última gota —susurró Bella apartando por un momento su cabeza de la reluciente nuez.
Después, bajándola de nuevo, posó sus labios, proyectados hacia adelante, sobre la gran cabeza, y abriéndolos con delicadeza recibió entre ellos el orificio de la ancha uretra.
—¡Madre santa¡ —exclamó Clemente—. ¡Esto es el cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡ Dios mÃ*o, cómo lames y chupas!
Bella aplicó su puntiaguda lengua al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos.
~¡Qué bien sabe! Tenéis que darme todavÃ*a una o dos gotas mas.
—No puedo seguir, no puedo —murmuraba el sacerdote, empujando hacia adelante al mismo tiempo que con sus dedos cosquilleaba el endurecido clÃ*toris de Bella, puesto al alcance de su mano.
Después Bella tomó de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran yerga, mas no pudo conseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan monstruosamente ancho era.
Lamiendo y succionando, deslizando con lentos y deliciosos movimientos la piel que rodeaba el rojo y sensible lomo de la tremenda yerga, Bella estaba provocando unos resultados que ella sabÃ*a no iban a dilatar mucho en producirse.
—¡Ah, madre santa! ¡Casi me estoy viniendo! Siento.,. ¡Oh. chupa ahora! ¡Vas a recibirlo!
Clemente alzó sus brazos al aire, su cabeza cayó hacÃ*a atrás, abrió las piernas, se retorcieron convulsivamente sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Bella sintió que un fuerte espasmo recorrÃ*a el monstruoso pene.
Momentos después fue casi derribada de espaldas por el chorro continuo que como un torrente arrojaban los órganos genitales del cura y le corrÃ*an garganta abajo.
No obstante todos sus deseos y esfuerzos, la voraz muchacha no pudo evitar que un chorro escapara por la comisura de sus labios cuando Clemente, fuera de sÃ* por efecto del placer, empujaba hacia adelante con sacudidas sucesivas, con cada una de las cuales enviaba a la garganta de ella un nuevo chorro de leche. Bella resistió todos sus empellones, y se mantuvo asida al arma de la que manaban aquellos borbotones, hasta que todo hubo terminado.
—¿Cuánto dijisteis? —musitó ella—. ¿Una taza de té llena? Fueron dos.
—¡Adorable criatura! —exclamó Clemente cuando al fin pudo recuperar el aliento—. ¡Qué placer tan divino me proporcionaste! Ahora me toca a mÃ*, y tienes que permitirme examinar todas estas cositas tuyas que tanto adoro.
—¡Ah, qué delicioso fue! Estoy casi ahogada —comentó Bella—. ¡Cuán viscosa era! ¡Dios mÃ*o, qué cantidad!

—SÃ*, lindura. Te la prometÃ* toda, y me excitaste de tal modo que de seguro recibiste una buena dosis. FluÃ*a a borbotones.
—SÃ*, efectivamente asÃ* fue.
—Ahora verás qué buena lamida te doy, y cuán deliciosa–. mente te joderé después.
Uniendo la acción a la palabra, el sensual cura se colocó entre los muslos de Bella, blancos como la leche, y adelantando su cara hacia ellos introdujo su lengua entre los labios de la roja grieta. Después, moviéndola en torno al endurecido clÃ*toris, la obsequió con un cosquilleo tan exquisito, que la muchacha difÃ*cilmente podÃ*a contener sus gritos.
—¡Oh, Dios mÃ*o! ¡Me chupas la vida! ¡Oh...! Estoy... ¡Voy a venirme! ¡Me. vengo! Y con un repentino movimiento de avance hacia la activa lengua, Bella se vino abundantemente en el rostro de Clemente, el que recibió lo más que pudo dentro de su boca, con epicúreo deleite.
Después el cura se alzó. Su enorme pene, que se habÃ*a apenas reblandecido, se encontraba otra vez en tensión viril, y emergÃ*a ante él en estado de terrible erección. Literalmente resoplaba de lujuria a la vista de la bella y bien dispuesta muchacha.
—Ahora tengo que joderte —le dijo al tiempo que la empujaba hacia la cama—. Tengo que poseerte y darte una probada de esta yerga en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar!
Despojándose rápidamente de su sotana y sus prendas interiores, el gran bruto, cuyo cuerpo estaba totalmente cubierto de pelo y de piel tan morena como la de un mulato, tomó el frágil cuerpo de la hermosa Bella en sus musculosos brazos y lo depositó suavemente sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes su cuerpo tendido y palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa del terror que le causaba la furiosa embestida. Luego contempló con aire satisfecho su tremendo pene, erecto de lujuria, y subiéndose presto al lecho se arrojó sobre ella y se cubrió con las ropas de la cama.
Bella, medio ahogada debajo del gran bruto peludo, sintió el tieso pene entre sus piernas, y bajó la mano para tentarlo de nuevo.
—¡Cielos, qué tamaño! ¡Nunca me cabrá!
—SÃ*, claro que si: lo tendrás todo: entrará hasta los testÃ*culos, sólo que tendrás que cooperar para que no te lastime.
Bella se ahorró la molestia de contestar, porque enseguida una lengua ansiosa penetró en su boca hasta casi sofocarla.
Después pudo darse cuenta de que el sacerdote se habÃ*a levantado poco a poco, y de que la caliente cabeza de su gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de los húmedos labios de su rosada rendija.
No puedo seguir adelante con el relato detallado de los actos preliminares. Se llevaron diez minutos, pero al término de ellos el torpe Clemente estaba enterrado hasta los testÃ*culos en el lindo cuerpo de la joven, que, con sus suaves piernas enlazadas sobre la espalda del moreno sacerdote, recibÃ*a las caricias de éste, que se solazaba sobre su vÃ*ctima, y daba comienzo a los lascivos movimientos que habÃ*an de conducirle a desembarazarse de su ardiente fluido.
Veinticinco centÃ*metros, cuando menos, de endurecido músculo habÃ*an calado las partes Ã*ntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de ellas, al propio tiempo que una mata de pelos hirsutos frotaba el delicado monte de la infeliz Bella.
—¡Oh, Dios mÃ*o! ¡Cómo me lastimáis! —se quejó ella—. –Cielos! ¡Me estáis descuartizando!
Clemente inició un movimiento.
—¡No lo puedo aguantar! ¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo! ¡Ay, qué embestidas!
Clemente empujó sin piedad dos o tres veces.
—Aguarda un momento, diablita; sólo hasta que te ahogue con mi leche. ¡Oh, cuán estrecha eres! ¡Parece que me estás sorbiendo la yerga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todo tuvo.
—¡Piedad, por favor!
Clemente embistió duro y rápido, empujón tras empujón al mismo tiempo que giraba y se contorsionaba sobre el muelle cuerpo de la muchacha, y sufrÃ*a un verdadero ataque de lujuria. Su enorme pene amenazaba estallar por la intensidad de su placer y el enloquecedor deleite del momento.
—Ahora por fin te estoy jodiendo.
— ¡Jodedme! —Murmuró Bella, abriéndose todavÃ*a más de piernas, a medida que la intensidad de las sensaciones se iban posesionando de su persona—. ¡Jodedme bien! ¡Más duro!
Y con un hondo gemido de placer inundó a su brutal violador con una copiosa descarga, al propio tiempo que se arrojaba hacia adelante para recibir una formidable embestida del hombre.
Las piernas de Bella se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se lanzó entre ellas, siguió metiendo y sacando su largo y ardiente miembro entre las mismas, con movimientos lujuriosos. Algunos suspiros mezclados con besos de los apretados labios del lascivo invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas vibraciones del armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la escena.
Clemente no necesitaba incentivos. La eyaculación de su complaciente compañera le habÃ*a proporcionado el húmedo medio que deseaba, y se aprovechó del mismo para iniciar una serie de movimientos de entrada y salida que causaron a Bella tanto placer como dolor.
La muchacha lo secundó con todas sus fuerzas. Atiborrada por completo, suspiraba hondo y se estremecÃ*a bajo sus firmes embestidas. Su respiración se convirtió en un estertor; se cerraron sus–ojos por efecto del brutal placer que experimentaba en un casi ininterrumpido espasmo de la emisión. Las posaderas de su rudo amante se abrÃ*an y cerraban a cada nuevo esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpo de la linda chiquilla.
Después de mucho batallar se detuvo un momento.
— Ya no puedo aguantar más, me voy a venir. Toma mi leche, Bella. Vas a recibir torrentes de ella, ricura.
Bella lo .sabÃ*a. Todas las venas de su monstruoso carajo estaban henchidas a su máxima tensión. Resultaba insoportablemente grande. ParecÃ*a el gigantesco miembro de un asno.
Clemente empezó a moverse de nuevo. De sus labios caÃ*a la saliva. Con una sensación de éxtasis, Bella esperaba la corriente seminal.
Clemente asestó uno o dos golpes cortos, pero profundos, lanzó un gemido y se quedó rÃ*gido, estremeciéndose sólo ligeramente de pies a cabeza, y a continuación salió de su yerga un tremendo chorro de semen que inundó la matriz de la jovencita. El gran bruto enterró su cabeza en las almohadas, hizo un postrer esfuerzo para adentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie de la cama.
—¡Oh, la leche! —chilló Bella—. ¡La siento! ¡Qué torrente! ¡Oh, dádmela! ¡Padre santo, qué placer!
~¡AhÃ* está! ¡Tómala! –gritó el cura mientras, tras el primer chorro arrojado en el interior de ella, embestÃ*a de nuevo salvajemente hacia adentro, enviando con cada empujón un nuevo torrente de cálida leche.
~¡Oh, qué placer!
Aun cuando Bella habÃ*a anticipado lo peor, no tuvo idea de la inmensa cantidad de semen que aquel hombre era capaz de emitir. La arrojaba hacia fuera en espesos borbotones que iban a estrellarse contra su misma matriz.
—¡Oh, me estoy viniendo otra vez!
Y Bella se hundió semidesfallecida bajo el robusto hombre, mientras su ardiente fluido seguÃ*a inundándola con sus chorros viscosos.
Otras cinco veces, aquella misma noche, Bella recibió el contenido de los grandes testÃ*culos de Clemente, y de no haber sido porque la claridad del dÃ*a les advirtió que era tiempo de que él se marchara, hubieran empezado de nuevo.
Cuando el astuto Clemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su humilde celda, amaneciendo ya, se vio forzado a admitir que habÃ*a llenado su vientre de satisfacción, de la misma manera que Bella vio inundadas de leche sus entrañas. Y suerte tuvo la jovencita de que sus dos protectores estuvieran incapacitados, porque de otra manera habrÃ*an descubierto, por el lastimoso estado en que se encontraban sus juveniles partes intimas, que un intruso habÃ*a traspasado los umbrales de las mismas.
La juventud es elástica, todo el mundo lo sabe. Y Bella era muy joven y muy elástica. Si vosotros hubieseis visto la inmensa máquina de Clemente, lo habrÃ*ais aseverado conmigo Su elasticidad natural le permitió admitir no sólo la introducción de aquel ariete, sino también dejar de sentir la menor molestia al cabo de un par de dÃ*as.

Tres dÃ*as después de este interesante episodio regresó el padre Ambrosio. Una de sus primeras preocupaciones fue buscar a Bella. Al encontrarla la invitó a entrar en un boudoir.
—¡Vela! —gritó, mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de presentar armas—. No he tenido distracción alguna durante una semana, y mi yerga está que arde, querida Bella.
Dos minutos después, la cabeza de Bella reposaba sobre la mesa del departamento mientras que, con la ropa recogida sobre su espalda, dejaba al descubierto sus turgentes nalgas, las que el lascivo cura golpeó vigorosamente con su largo miembro, después de haber solazado su vista en la contemplación de sus rollizas nalgas.
Tras otro minuto ya su instrumento se habÃ*a introducido en el coño por detrás, basta aplastar contra las posaderas el negro y rizado pelo de la base. Tras sólo unas cuantas embestidas arrojó borbotones de leche hasta la cintura de ella.
El buen padre estaba demasiado excitado por la larga abstinencia para que con sólo esto perdiera rigidez su miembro, por lo que retiró aquel instrumento propio de un semental, todavÃ*a resbaladizo y vaporoso, para llevarlo al pequeño orificio situado entre el par de deliciosas nalgas de su amiga. Bella le ayudó y, dado lo bien aceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar en obsequiar a la muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus prolÃ*ficos testÃ*culos. Bella sintió la ardiente descarga, y recibió gustosa la cálida leche proyectada contra sus entrañas. Después la puso de espaldas sobre la mesa y le succionó el clÃ*toris por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirse dos veces en su boca. A continuación la jodió en la forma natural.
Acto seguido se retiró Bella a su habitación para lavarse, y tras un ligero descanso se puso su vestido de calle y se fue.
Aquella noche se informó que el señor Verbouc habÃ*a empeorado. El ataque habÃ*a alcanzado regiones que fueron motivo de alarma para su médico de cabecera. Bella le deseó a su tÃ*o que pasara una buena noche y se retiró a su habitación.
Julia se habÃ*a instalado en la alcoba de Bella para pasar la noche, y ambas muchachas, para aquel entonces ya bien enteradas de la naturaleza y las propiedades del sexo masculino, estaban recostadas intercambiando ideas y aventuras.
—Pensé que iba a morir —dijo Julia— cuando el padre Ambrosio introdujo su cosa grande y fea muy adentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó creÃ* que le habÃ*a dado un ataque, y no podÃ*a entender qué era aquella cosa viscosa, aquella sustancia caliente que arrojaba dentro de mÃ*. ¡Oh!
—Entonces, querida, comenzaste a sentir la fricción en tu sensible cosita, y la caliente leche del padre Ambrosio brotó a chorros, cubriéndolo todo.
—Si, asÃ* fue, y todavÃ*a me siento inundada cuando lo hace.
—¡Silencio! ¿No oÃ*ste?
Ambas muchachas se levantaron y se pusieron a escuchar. Bella, más habituada a las caracterÃ*sticas de su alcoba de lo que pudiera estarlo Julia, concentró su atención en la ventana. En el momento de hacerlo el postigo cedió gradualmente, y apareció la cabeza de un hombre.
Julia descubrió también al aparecido y estuvo a punto de gritar, pero Bella le hizo una seña para que guardara silencio.
—¡Chist! No te alarmes —susurró Bella—. No nos quiere comer; sólo que es indebido molestarle a una de tan cruel manera.
—¿Qué quiere? —preguntó Julia, semiescondiendo su linda cabeza entre sus prendas de dormir, pero sin dejar de observar con ojo atento al intruso.
Durante esta breve conversación el hombre se estuvo preparando para entrar en la alcoba, y habiendo ya abierto lo bastante la ventana para poder hacerlo, deslizó su amplia humanidad al través de la abertura. Al poner pie en el piso de la habitación quedaron al descubierto la voluminosa figura y las feas facciones del sensual padre Clemente.
—¡Madre santa, un cura! —exclamó la joven huésped de Bella—. ¡Y bien gordo por cierto! ¡Oh Bella! ¿Qué quiere?
—Pronto lo sabremos —susurró la otra.
Entretanto Clemente se habÃ*a aproximado a la cama.
—¿Qué? ¿Será posible? ¿Un doble agasajo? —exclamó él—. ¡ Encantadora Bella! Es realmente un placer inesperado.
—¡Qué vergüenza, padre Clemente!
Julia habÃ*a desaparecido bajo las ropas de la cama.
En dos minutos se despojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le invitara a hacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama.
—¡Oh! —gritó Julia—. ¡Me está tentando!
—¡Ah, sÃ*! Las dos seremos bien manoseadas, te lo aseguro —murmuró Bella al sentir la enorme arma de Clemente presionando su espalda—. ¡Que vergonzoso comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso!
—En tal caso, ¿puedo entrar, preciosidad? —repuso el cura, al tiempo que ponÃ*a en manos de Bella su tieso instrumento.
—Puede quedarse, puesto que ya está dentro.
—Gracias —murmuro Clemente, apartando las piernas de Bella e insertando la enorme cabeza de su pene entre ellas.
Bella sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al dorso de Julia.
Clemente empujó de nuevo, pero Bella se escabulló de un brinco. Se levantó, y apartando las ropas de la cama dejó al descubierto el peludo cuerpo del sacerdote y la gentil figura de su compañera.
Julia se volvió instintivamente y se encontró con que, apuntando en lÃ*nea recta a su nariz, se enderezaba el rÃ*gido pene del buen padre, que parecÃ*a próximo a estallar a causa de la lujuria despertada en su poseedor por la compañÃ*a en que se encontraba.
—Tiéntalo —susurró Bella.
Sin atemorizarse, Julia lo agarró con su blanca manita.
—¡Cómo late! Se va haciendo cada vez mayor, a fe mÃ*a. Ambas muchachas se bajaron entonces de la cama, y ansiosas por divertirse comenzaron a estrujar y a frotar el voluminoso pene del sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.
— ¡ Esto es el cielo! —dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y un ligero movimiento convulsivo en sus dedos que denotaba su placer.
—Basta, querida, de lo contrario se vendrá —observó Bella, adoptando un aire de persona experimentada, al que creÃ*a tener derecho, según ella, en virtud de sus anteriores relaciones con el monstruo.
Por su parte, el padre Clemente no estaba dispuesto a desperdiciar sus disparos cuando estaban a su alcance dos objetivos tan lindos.
Permaneció inactivo durante el manoseo al que las muchachas sometieron su pene, pero ahora habÃ*a atraÃ*do suavemente hacia si a la joven Julia, para alzarle la camisa y dejar a la vista todos sus secretos encantos. Deslizó sus ansiosas manos en torno a los adorables muslos y las nalgas de la muchacha, y con los pulgares abrió después la rosada vulva, para introducir su lasciva lengua en su interior, y besarla en forma por demás excitante en la misma matriz.
Julia no podÃ*a permanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin, tembloroso de deseo y de desenfrenada lujuria, el osado cura la puso de espaldas sobre la cama, abrió sus juveniles muslos y le permitió ver los sonrosados bordes de su bien ajustada rendija. Clemente se metió entre sus piernas, y adelantándose hacia ella mojó la gruesa punta de su miembro en los húmedos labios del coño. Bella prestó entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el inmenso pene, le descubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.
Julia contuvo el aliento y se mordió los labios. Clemente asestó una violenta estocada. Julia, brava como una leona, aguantó el golpe, y la cabeza se introdujo. Más empujones, mayor presión, y en menos tiempo que toma para escribirlo Julia habÃ*a engullido totalmente el enorme pene del sacerdote.
Una vez cómodamente posesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie de rÃ*tmicas embestidas a fondo, y Julia, presa de sensaciones indescriptibles, echó hacia atrás la cabeza, y se cubrió el rostro con una mano mientras con la otra se asÃ*a de la cintura de Bella.
—¡Oh, es enorme, pero qué gusto me da!
— ¡ Está completamente dentro! ¡ Se ha enterrado hasta las bolas! —exclamó Bella.
—¡Ah! ¡Qué delicia! ¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es como terciopelo! ¡Toma! ¡Toma esto!
AquÃ* siguió una feroz embestida.
—¡Oh! —exclamó Julia.
En aquel momento se le ocurrió una fantasÃ*a al libidinoso gigante, y extrayendo el vaporizante miembro de las partes Ã*ntimas de Julia. se lanzó entre las piernas de Bella y lo alojó en el interior de su deliciosa vulva. El palpitante objeto se metió muy adentro de su juvenil coño, mientras el propietario del mismo babeaba de gusto por la tarea a que estaba entregado.
Julia veÃ*a asombrada la aparente facilidad con que el padre hundÃ*a su gran yerga en el interior del blanco cuerpo de su amiga.
Tras de pasar un cuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el cual Bella oprimió al padre contra su pecho y rindió por dos veces su cálido tributo sobre la cabeza de la enorme vara, una vez más se retira Clemente, y buscó calmar el ardor que le consumÃ*a derramando su caliente leche en el interior de la delicada personita de Julia.
Tomó a la damita entre sus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y sin gran dificultad, presionando su ardiente yerga contra el suave coño de ella, se dispuso a inundarlo con una lasciva descarga.
Siguió una furiosa serie de estocadas rápidas pero profundas, al final de las cuales Clemente, al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro, empujó hasta lo más hondo de la delicada muchacha, y comenzó a vomitar en su interior un verdadero diluvio de semen. Chorro tras chorro brotaba de su pene mientras él, con los ojos en blanco y los labios temblorosos, llegaba al éxtasis.
La excitación de Julia habÃ*a alcanzado su máximo, y se sumó al goce de su violador en el paroxismo final, a un grado de terrible enajenación que no hay pulga capaz de describir.
Las orgÃ*as que siguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede también mis capacidades narrativas. Tan pronto como Clemente se hubo recobrado de su primera eyaculación, anunció con palabras de grueso calibre su propósito de gozar de Bella. Y, dicho y hecho, puso inmediatamente manos a la obra.
Durante un largo cuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el coño de ella, conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para que Bella recibiera la descarga en su matriz.
El padre sacó su pañuelo de Holanda, con el que enjugó los chorreantes coños de ambas beldades. Entonces las dos muchachas asieron el miembro del sacerdote, y le aplicaron tantos tiernos y lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso temperamento del sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y virilidad imposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y engrosado en virtud de los ejercicios anteriores, veÃ*a amenazador a la pareja que lo manoseaba llevándolo ora a un lado, ora a otro. Varias veces Bella chupó la enardecida cabeza y cosquilleó con la punta de su lengua el orificio de la uretra.
Esta era, por lo visto, una de las formas favoritas de gozar de Clemente. ya que rápidamente introdujo lo más que pudo la cabeza de su gran yerga en la boca de la muchacha.
Después las hizo rodar una y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo, pegando sus gruesos labios en sus chorreantes coños, una y otra vez. Besó ruidosamente y manoteó las redondeces de sus nalgas, introduciendo de vez en cuando uno de sus dedos en los orificios de los culos.
Luego Clemente y Bella, ambos a una, convencieron a Julia para que le permitiera al padre meter en su boca la punta de su pene, y tras un buen rato de cosquillear y excitar al monstruoso carajo, vomitó tal torrente en la garganta de la muchacha, que casi la ahogó.
Siguió un corto intervalo, y de nuevo el inusitado hecho de poder gozar de dos muchachas tan tentadoras y espirituales despertó todo el vigor de Clemente.
Colocándolas una junto a otra comenzó a introducir su miembro alternativamente en cada una, y tras de algunas brutales embestidas lo retiraba de un coño para meterlo en el otro. Después se tumbó sobre su espalda, y atrayendo a las muchachas sobre él le chupó el coño a una mientras la otra se enterraba en su yerga hasta juntarse los pelos de ambos cuerpos. Una y otra vez arrojó en el interior de ellas su prolÃ*fica esencia.
Sólo el alba puso término a aquellas escenas de orgÃ*a.
Mientras tales escenas se desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenÃ*a lugar en la alcoba del señor Verbouc, y cuando tres dÃ*as más tarde el padre Ambrosio regresaba de otra de sus ausencias, encontró a su amigo y protector al borde de la muerte.
Unas pocas horas bastaron para poner término a la vida y aventuras de tan excéntrico caballero.
Después de su deceso su viuda, que nunca se distinguió por sus luces intelectuales, comenzó a presentar sÃ*ntomas de locura, y en el paroxismo de su desvarÃ*o nunca dejaba de llamar al sacerdote. Pero cuando en cierta ocasión un anciano y respetable padre fue llamado de urgencia, la buena señora negó indignada que aquel hombre pudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le enviara “el del gran instrumentoâ€�. Su lenguaje y su comportamiento fueron motivo de escándalo general, por lo que se la tuvo que encerrar en un asilo, en el que sigue delirando en demanda del gran pene.
Bella, que de esta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó oÃ*dos a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos.
Julia, huérfana también, resolvió compartir la suerte de su amiga, y como quiera que su madre otorgó enseguida su consentimiento, ambas jóvenes fueron recibidas en los brazos de la Santa Madre Iglesia el mismo dÃ*a, y una vez pasado el noviciado hicieron a un tiempo los votos definitivos.
Cómo fueron observados estos votos de castidad no es cosa que yo, una humilde pulga, deba juzgar. Únicamente puedo decir que al terminar la ceremonia ambas muchachas fueron trasladadas privadamente al seminario, en el que las aguardaban catorce curas.
Sin darles apenas tiempo a las nuevas devotas a desvestirse, los canallas, enfervorecidos por la perspectiva de tan preciada recompensa, se lanzaron sobre ellas, y uno tras otro saciaron su diabólica lujuria.
Bella recibió arriba de veinte férvidas descargas en todas las posturas imaginables, y Julia, apenas menos vigorosamente asaltada, acabó por desmayarse, exhausta por la rudeza del trato a que se vio sometida.
La habitación estaba bien asegurada, por lo que no habÃ*a que temer interrupciones, y la sensual comunidad, reunida para honrar a las recién admitidas hermanas, disfrutó de sus encantos a sus anchas.
También Ambrosio estaba allÃ*, ya que hacÃ*a tiempo que se habÃ*a convencido de la imposibilidad de conservar a Bella para él solo, y a mayor abundamiento temÃ*a la animosidad de sus cofrades.
Clemente también formaba parte de su equipo, y su enorme miembro causaba estragos en los juveniles encantos que atacaba.
El Superior tenÃ*a asimismo oportunidad de dar rienda suelta a sus perversos gustos, y ni siquiera la recién desflorada y débil Julia escapó a la ordalÃ*a de sus ataques. Tuvo que someterse y permitir que, entre indescriptibles emociones placenteras, arrojara su viscoso semen en sus entrañas.
Los gritos de los que se venÃ*an, la respiración entrecortada de aquellos otros que estaban entregados al acto sensual, el chirriar y crujir del mobiliario, las apagadas voces y las interrumpidas conversaciones de los observadores, todo tendÃ*a a dar mayor magnitud a la monstruosidad de las libidinosas escenas, y a hacer más repulsivos los detalles de esta batahola eclesiástica.
Obsesionada por estas ideas, y disgustada sobremanera por las proporciones de la orgÃ*a, huÃ*, y no me detuve hasta no haber puesto muchos kilómetros de distancia entre mi ser y los protagonistas de esta odiosa historia, ni tampoco, desde aquel momento, acaricié la idea de volver a entrar en relaciones de familiaridad con Bella o con Julia.
Bien sé que ellas vinieron a ser los medios normales de dar satisfacción a los internados en el seminario. Sin duda la constante y fuerte excitación sexual que tenÃ*an que resentir habÃ*a de marchitar en poco tiempo los hermosos encantos juveniles que tanta admiración me inspiraron. Pero, hasta donde cabe. mi tarea ha terminado, he cumplido mi promesa y se han terminado mis primeras memorias. Y si bien no es atributo de una pulga el moralizar, sÃ* está en su mano escoger su propio alimento.
Hastiada de aquellas mujercitas sobre las que he disertado, hice lo que hacen tantos otros que, no obstante no ser pulgas, tal como lo recordé a mis lectores al comenzar esta primera narración, hacen lo mismo, chupar la sangre: emigré, con la nueva promesa a mis lectores de un segundo volumen, en el peregrinar por escoger mi propio alimento.
 
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