Alfonso y su Cincuentona Madrastra Marisa – Capítulos 001 al 002

heranlu

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Alfonso y su Cincuentona Madrastra Marisa – Capítulo 001

Al poco de cumplir los setenta años, el señor Simón, un rico y prestigioso empresario, viudo desde hacía más de veinte años, decidió volver a contraer nupcias. Las cuatro hijas del matrimonio, ya casadas y emancipadas, además de Alfonso, el hijo menor, de veinticinco años, que todavía vivía en la mansión familiar, aplaudieron la decisión de su padre. Por muchas razones, desde el hecho de que era bueno para él haber vuelto a encontrar el amor, hasta la cuestión de que, viendo los achaques que empezaban a atosigarle por la edad (la falta de movilidad por la artrosis que le obligaba a usar bastón para ayudarse a caminar, la obesidad, la diabetes y otras enfermedades, todas leves, pero incómodas y desagradables) sería bueno para todos que hubiera una persona que se encargase de él a medida que su situación física fuera empeorando. Y, puestos a pedir, si era una buena mujer de la que además don Simón estaba enamorado, siempre sería mejor que tener que encargarse de ello las hijas o el hijo, por turnos o pagar cuidadoras para ayudarlo en casa.

En cuanto a la afortunada esposa, se trataba de Marisa, una mujer divorciada y con una hija de veintidós años que estudiaba en el extranjero. La mujer rondaba los cincuenta años. Hacía unos meses había empezado a trabajar como contable en una de las empresas de don Simón. Su carácter abierto, locuaz y alegre le habían ganado la simpatía tanto del jefe como de los compañeros. Poco a poco, fue conquistando, primero la amistad del hombre y, tras un par de cenas, su corazón. Hasta que don Simón, tras formalizar su relación, le pidió matrimonio en un arrebato romántico, lleno de timidez y temor al rechazo. El hombre, bastante aturullado, le preguntó a Marisa, si ella «se vería viviendo con un hombre como él, con un hombre tan mayor y achacoso». Evidentemente, Marisa no tuvo que pensar mucho la respuesta, don Simón era culto, educado, agradable y tenía buena conversación. Además, hay un factor que no era desdeñable en absoluto para una mujer como Marisa, que había pasado estrecheces toda su vida y que, además tenía a su hija estudiando en el extranjero: don Simón estaba literalmente forrado. Siempre le habían ido bien los negocios. Todo lo que tenía de cordero en la vida, lo tenía de halcón en el mundo de la empresa. La cuestión es que el factor económico y la posibilidad de verse en el futuro próximo viviendo en un mundo de comodidad y lujo, sin tener que preocuparse nunca más por el porvenir y las deudas, decantó la balanza hacia el sí más rotundo a la propuesta de don Simón.

Eran ciertamente una pareja muy descompensada. Algo que durante la ceremonia civil de la boda, que reunió a bastantes familiares y amigos e incluso a la prensa (a fin de cuentas don Simón era una celebridad, aunque fuera a escala local), quedó bastante claro. Simón, grueso y panzón, bastante calvo, no demasiado agraciado y al que sus setenta años parecían más próximos a los ochenta, siempre ayudado por el bastón y caminando despacio con pasitos cortos, se las vio y deseó para mantener el tipo durante la ceremonia y en el altar. A su lado, Marisa, con un vestido ceñido y casto, pero que no podía ocultar un cuerpo rotundo, bien proporcionado y bastante opulento. Alguien en la boda comentó que estaba despampanante, era una jaca a la que nadie echaría los años que tenía. Perfectamente peinada y maquillada, parecía la hija del novio, más que la esposa. Claro que, en aquellos momentos, la candidez y la bondad aparentes de Marisa, estaban por encima de todo y nadie en su sano juicio, viendo su comportamiento, hubiera podido dudar un solo instante de su honestidad.

Tan solo Alfonso, el hijo de don Simón, prestó de refilón oídos a algún comentario soez que oyó durante el banquete de bodas acerca de tan desigual matrimonio. «¡Joder, con don Simón…! Vaya jamona que se ha mercado… Como no espabile, en breve no podrá entrar por las puertas con la cornamenta, porque a la guarrilla esa se la van a rifar, je, je, je…», la frase, que resonó en los oídos de Alfonso mientras llenaba el plato del buffet, no podemos decir que le sorprendiera demasiado, pero le chocó por el descaro con que la dijo el tipo en cuestión, un invitado protocolario de su padre que no parecía ni educado, ni agradecido por ello. No negaremos que Alfonso, aunque no quisiera reconocérselo a sí mismo, también había pensado que Marisa era demasiada hembra para su padre, pero, a fin de cuentas era su elección, y, en apariencia, parecía una buena mujer en cierto sentido ajena a las veleidades de la carne (por así decirlo).

Haremos un inciso para comentar que en cuanto a la cuestión física, el matrimonio no parecía que fuese a ser un festival de sexo salvaje. Bueno, ni de sexo de ningún tipo. El pobre don Simón, que llevaba sin follar desde bastante antes de la muerte de su mujer, hacía más de veinte años, con la edad había desarrollado diabetes y alguna que otra molestia que le provocaban impotencia y falta de apetito sexual.

Durante el noviazgo, había intentado un par de veces acostarse con Marisa. La mujer, ante el temor a perder aquella imponente captura, se había esforzado de lo lindo por levantar el alicaído pajarito de su novio. A pesar de que físicamente el cuerpo de don Simón le causaba más asquito que otra cosa, la mujer, haciendo de tripas corazón, lo masajeó a base de bien e incluso se introdujo su fláccida picha en la bosa para tratar de levantar aquel pequeño colgajo. Pensó que si no conseguía la fuerza suficiente para una penetración, al menos podría hacerlo eyacular con la mamada. Algo es algo. Don Simón, emocionado por la suavidad de la boca de su novia, consiguió endurecer levemente su pequeño pene y, al instante, soltó una pequeña y aguada descarga en la boca de Marisa. Ella, educadamente, para no contrariar al viejo disimuló en el momento de escupir aquel líquido que le repugnó bastante. Claro que no hubiera hecho falta tanto disimulo, porque el hombre se quedó medio catatónico y con los ojos en blanco tras correrse. Marisa se asustó bastante hasta que, al cabo de un minuto, cuando se disponía a llamar a urgencias, Simón despertó y entre toses agradeció el gesto de la mujer.

Días después, otra vez con miedo, don Simón le contó a Marisa que, tras consultar con su médico, éste le había dicho que por seguridad, era preferible descartar ese tipo de «intensa» actividad sexual por el riesgo cardiaco que suponía. Del mismo modo, descartaba el uso de viagra u otros estimulantes sexuales. Don Simón, tras contar el caso a Marisa, la miró con ojos casi llorosos esperando lo inevitable, que la mujer rompiera su compromiso. Ella, también entre lágrimas, le sorprendió aceptando el matrimonio, a pesar de la ausencia de sexo. Poco sabría don Simón que las lágrimas eran de satisfacción y alivio al librarse de aquel engorro que iba a suponer tener que follarse (o tratar de follarse) al decrépito viejo. En cuanto a la necesidad de sexo, ya se le ocurriría algo…

En realidad Marisa era bastante más fogosa de lo que ni don Simón (ni nadie) imaginaba, a fin de cuentas, su divorcio se debió a eso, a que su ex la pescó en la cama hecha un sándwich con dos tipos.

2.

De modo que, tras aquella boda de campanillas y un breve y lujoso viaje de novios a París (ciudad que le encantó a Marisa que nunca había estado), empezó la feliz e idílica vida conyugal de la pareja en una hermosa y grande casa señorial con jardín, piscina y un amplio equipo de servicio doméstico, situada a las afueras de la ciudad.

Don Simón, pese a la edad y los achaques, seguía acudiendo a su despacho en la central de sus empresas para atender los negocios. Era incapaz de delegar.

La vida de Marisa, por su parte, era lo que siempre había deseado. Tiempo libre para cuidarse y dedicarse a su hobby que, básicamente, era ella misma. Sus jornadas se repartían entre cuidar la casa (por delegación, claro, dando órdenes a la servidumbre), acudir a hacer deporte y cuidarse a sí misma (manicura, pedicura, depilación, esteticién, etc…) ¡Ah, y claro! A hacer compras en todas las tiendas de lujo (o no) de la ciudad. Sola o en compañía de sus amigas.

Claro que aquel matrimonio blanco empezó a pesarle a Marida a los pocos días de volver de la luna de miel. A pesar de haber hecho voto de fidelidad y castidad a su esposo y de mantener de cara a familiares y amigos una actitud de recato y decoro, el coño empezó a picarle una barbaridad y pronto no le bastó aliviarse a base de pajas y del par de consoladores tamaño king size que tenía guardados en la mesita de noche y que cada mañana, en cuanto don Simón salía para el trabajo, pasaban a penetrar su encharcado coño. Empezaba a necesitar una polla de verdad. De carne y, a ser posible, bien dura. Era un deseo que empezó a mutar en una necesidad. Pero Marisa no quería meter la pata y arriesgarse a perder todo lo conseguido. Aquel lujo en el que vivía y las posibilidades que estaba viendo en esa nueva vida, no merecían que las echase a perder por un mal polvo o un polvo mal planificado. No tendría que pasarle como en su anterior matrimonio, en el que, por un estúpido calentón, el tontorrón de su ex la pescó. Su vida se fue al carajo en aquel momento. Y eso que casi lo convence con el cuento de que era la primera vez que lo hacía y tal, y tal… Si no llega a encargar una investigación a un detective privado que descubrió un historial de infidelidades y un par de perfiles falsos en Tinder, seguramente la cosa habría colado… En fin, de nada servía lamentarse por el pasado. Ahora las circunstancias eran distintas y no cabe duda que mejores. De modo que se trataba de hacer las cosas bien y con vista. Podía aguantar a base de pajas y aquella polla de látex hecha con el molde de Rocco Siffriedi hasta que llegase su oportunidad.

3.

Y la oportunidad llegó del modo más inesperado y también con la persona más inesperada. Todo tuvo, además, un aroma clásico, de película porno clásica, queremos decir. Había llegado el verano y Marisa acostumbraba a tomar el sol en la piscina. Dado que el servicio de la casa eran una panda de soplones, no se atrevía a hacerlo como le habría gustado, en pelotas. Lo hacía con un pequeño biquini. La verdad es que, según como, era mucho más excitante ver sus carnes opulentas y bien formadas, emergiendo de aquel trocito de tela. Los cachetes del culo a la vista con la tela remetida hacia el ojete o las tetazas pugnando por emerger del sujetador.

Alfonso, el hijastro de Marisa, le había echado el ojo desde que entró en la casa. Claro que, al no conocer de qué pie calzaba su madrastra, no había intentado nada. Nada al margen de echarle miradas que no dejaban lugar a dudas acerca de sus intenciones. Ella, que de la naturaleza masculina algo sabía, se dio cuenta enseguida de que su nuevo hijo andaba loco por clavarle el rabo a la menor oportunidad. Pero no quería forzar las cosas. Era demasiado arriesgado y, por otra parte, después de haber visto la pichita del viejo, si había algo de herencia genética en el joven Alfonso y su pollita era como la de su padre, no merecía la pena arriesgar su posición por un polvo insatisfactorio.

Pero no era el caso. La tranca de Alfonso, sin ser como la del consolador de Rocco que tenía su madrastra, era bastante apreciable. Muy gruesa y de unos dieciocho centímetros en su pleno esplendor. Además, tenía el vigor de la juventud, algo que su pobre padre no había tenido nunca. Ni de joven.

Así que los astros se alinearon. Aquella semana en la que Alfonso empezaba sus vacaciones pensaba pasarla en casa a la espera de que su novia empezase las suyas a la semana siguiente. Después tenían previsto irse de viaje a Cancún.

Ocioso y aburrido como estaba, aparte de observar a su madrastra, a la que había empezado a llamar mamá, con una cara de deseo más intensa de lo habitual, empezó a hacerse el encontradizo desde el desayuno, tocándole el culo, como sin querer, pero sin dejar lugar a dudas para Marisa, un lince para estas cosas. Un par de veces, al pasar detrás de ella sin necesidad, se giró frotando la polla semidura por las carnes de la jamona que, tras las dudas iniciales, se dejó hacer, más que nada, por juguetear y ver hasta donde era capaz de llegar el chico.

Tras el desayuno, Marisa tiró el anzuelo:

—Luego voy a la piscina, ¿quieres venir luego, Alfonso?

—Claro, mamá, luego me acerco y te puedo poner crema —respondió solícito el joven.

—Genial, hijo —cerró la conversación Marisa, subiendo las escaleras y contoneando el pandero bajo la bata, sabedora de que la mirada de Alfonso se estaba clavando en su tembloroso culazo.

Alfonso no sabía por qué, pero el hecho de llamar mamá a su madrastra y las respuestas con retintín de ella, llamándolo hijo, le ponían el rabo como una piedra. Es raro, pero la historia esa de tener la posibilidad de ponerle los cuernos a su padre (por el que no sentía ninguna admiración, ni afecto especial) le ponía súper cachondo.

Media hora más tarde, Alfonso estaba a horcajadas sobre la espalda de su madre, frotando los omoplatos de la jamona con crema solar mientras notaba como la polla se le ponía como una piedra y latía sobre los riñones de la mujer, algo de lo que ella se tenía que estar dando cuenta sin ninguna duda.

Y tanto que se estaba dando cuenta, Marisa no tardó en notar como el coño, perfectamente depilado, como le gustaba llevarlo, se le empezaba a humedecer a base de bien. Hacía mucho tiempo que no tenía contacto físico con un hombre. Con un hombre sexualmente activo, no como en el caso de don Simón.

Poco a poco, Alfonso, al que la tienda de campaña del bañador cada vez se le notaba más, iba bajando por las piernas, hasta que se encontró masajeando los gruesos y gelatinosos glúteos de la guarra de su madrastra, que, sin poder evitarlo, soltaba algún que otro gemidito.

Aunque la piscina estaba algo apartada, tenían, ambos, algo de temor ante la posibilidad de ser vistos por el personal de la casa y que luego fuera con el cante al viejo. Pero, por fortuna, una enorme sombrilla tapaba el campo de visión desde las terrazas y la ventanas de la mansión. Por lo tanto, si alguna mirada indiscreta aparecía, habría tiempo para recomponerse mientras oían llegar los pasos por el caminito de grava que conducía a la piscina.

Así que Alfonso, dadas las circunstancias y oyendo los jadeos de la puerca de Marisa, decidió dar un paso adelante.

—¿Te gusta, mamá?

—Sí, sí, me encanta, sigue, sigue…

Alfonso, remetió a fondo el bañador en el culo de la zorra y palpó de paso con la yema del dedo índice el apetecible ojete de la guarra, introduciéndolo un poco. Olió el dedo, lo chupó y, después, se sacó la polla, dura como una piedra, de la pernera del pantalón y la colocó horizontal entre las nalgas de la guarra. Luego, echó un chorro de bronceador para lubricar bien y apretó bien la polla entre la masa de su culazo, como para hacerse una especie de cubana con su culo. La puta soltó un gritito de gusto y Alfonso empezó un suave vaivén pajeándose con el culo materno.

Marisa, por su parte, había podido introducir la manita debajo de su cuerpo para pajearse al mismo ritmo en el que Alfonso se movía.

—¿Te gusta, guarra? —preguntó Alfonso acelerando el ritmo

—¡Sí, sigue, sigue, hijo de puta! —fue la alentadora y agradable respuesta de la cerda de Marisa, visiblemente excitada.

Alfonso mantuvo el ritmo acelerado. No pudo aguantar mucho más y la polla empezó a lanzar una intensa andanada de chorros que dejaron la espalda de su madrastra repleta de lefa. Algún goterón alcanzó sus cabellos.

Alfonso, derrotado, se dejó caer brevemente sobre Marisa y tras chupetear su cuello le dijo al oído.

—¡Qué puta eres, mamá!

Marisa, respondió con un fuerte jadeo, seguía masturbándose y en aquel preciso instante se estaba corriendo.

Poco después, Alfonso terminaba de extender el esperma, mezclado con bronceador sobre la espalda de su madre que ronroneaba alegre, recuperándose despacio de aquel extraño polvo mañanero. El futuro se presentaba brillante y húmedo para ambos.

—Me voy a duchar, mamá. Disfruta de la piscina.

—Gracias, hijo —Marisa se incorporó un poco girando la cara—, dame un besito, anda.

Alfonso bajo la cabeza y lo que iba a ser un beso en la mejilla, se convirtió en un intenso morreo en el que el joven aprovechó para sobar a base de bien las admirables tetazas de su madre.

Oyeron un ruido por el caminito que llevaba a la piscina.

—Me voy para dentro, mamá.

—Habrá que repetir, ¿no?

—Claro, mamita, pero corregido y aumentado —respondió Alfonso, sobándose la polla, de nuevo morcillona tras el morreo, mientras los pasos de la doncella se acercaban justo detrás de la sombrilla.

—Estoy de acuerdo, hijo, ¿cuándo te vas con tu novia de viaje?

—El próximo lunes.

—¡Genial, tenemos toda la semana por delante!

—Sí, mamá. Además, me voy quince días, no para siempre —Alfonso le guiñó el ojo y volvió sobarse la polla.

—Anda, vete ya, que al final te van a ver. Luego retomamos el tema…

—Por supuesto —afirmó Alfonso empezando a caminar hacia la casa. No sabía si sería capaz de aguantar sin pajearse antes de volver a embestir a su madre, pero trataría de resistir. No estaba la cosa como para desperdiciar lefa por ahí, teniendo a una jamona de ese calibre tan cerca…

4.

Aquella tarde, el espectáculo continuó. A ambos les hubiera gustado poder estar un ratito a solas de nuevo, pero no hubo manera. Durante la comida familiar, el viejo, que ignoraba que acababa de estrenar cornamenta, se mostró contento y animado, contando anécdotas del trabajo e ignorante de las risas cómplices de su esposa e hijo que estaban más por la labor de juguetear con los pies por debajo de la mesa que de atender las chorradas habituales del pobre don Simón.

Después de comer, como solían hacer, fueron al salón a sentarse a sestear mientras miraban un rato la televisión. Normalmente, estaban allí hasta las cinco, cuando Marisa se iba a las clases de zumba y su marido, acudía al despacho que tenía en la casa para terminar tareas atrasadas. Alfonso no solía acompañarles ese tiempo de tele y siesta, pero hoy era un día distinto, claro. Marisa no tenía previsto alterar sus planes. Dejar la clase de zumba para echar una cana al aire con Alfonso le parecía algo prematuro, pero con lo cachonda que le había puesto su hijastro, no tenía muy claro que pudiera aguantar sin hacer nada hasta que volviera a surgir la oportunidad.

El viejo tenía un sillón ergonómico, de esos que dan masajes, que usaba habitualmente para ver Saber y ganar. Después, sin fallar un día, se quedaba frito contemplando los documentales de animalitos. Marisa, cuando le acompañaba, se aovillaba en el sofá y miraba el móvil sin sonido, a veces noticias del corazón, a veces vídeos porno, para ponerse cachonda antes de la pajita que solía hacerse justo antes de salir para la clase de zumba.

Ese día, las cosas eran distintas. La presencia de Alfonso había alterado algo la dinámica familiar. Su padre le ofreció usar el sillón ergonómico, pero Alfonso lo declinó, optando por la estrechez del sofá con su madre. La cosa tenía una ventaja indudable. El sofá estaba algo retrasado del sillón del viejo, por lo que éste, para verlos tenía que girar la cabeza, algo que no parecía que fuera a ser necesario. ¿Quién iba a sospechar de ellos? Así que, tanto Alfonso como la guarra de Marisa, hicieron palmas hasta con las orejas, ante la posibilidad de disfrutar de una buena sesión de mete mano con la que no habían contado. El salón estaba en penumbra para facilitar la modorra de la siesta y, salvo la luz azulada del televisor y el sonido monótono del documental de animalitos, el ambiente era perfecto para lo que sucedió después. En cuanto la banda sonora de la televisión se complementó con los ronquidos del pobre cornudo que empezó a cabecear, el sobeteó que había comenzado entre ambos minutos antes pasó a mayores.

Alfonso de entrada había metido la mano bajo los leggins de deporte que llevaba su madre alcanzando aquel chocho, liso y suave como el de una muñeca y húmedo, ansioso de una mano cariñosa que lo llevase al orgasmo. Empezó a masturbarla y ella, se mordía los labios para no gemir de placer hasta que empezó a besar, lamer y morder el cuello de su hijito querido.

Marisa se corrió como una puerca al mismo tiempo que el cornudo lanzaba un ronquido especialmente intenso que fue recibido por la pareja con una susurrante y burlona risita. Después le tocó el turno a Alfonso. Cuando Marisa empezó a masturbar la polla del chico que le impresionó, sobre todo comparándola con la de su padre, al instante se dio cuenta de que, si eyaculaba, podría hacer un desastre en el caro sofá de piel. De modo, que, encantada de hacerlo, agachó la cabeza y empezó una mamada de extraordinaria intensidad. Mamada que se vio acompañada por la mano dominante de su hijo que sujetaba con fuerza su cabeza y la violentaba arriba y abajo para mantener el ritmo. El ruido de los chapoteos y la saliva que escapaba de la garganta de la guarra que, entre arcadas, demostró un dominio experto del arte de la felación, empezaba a hacerse muy intenso.

Los leones de la sabana se dedicaban a cazar gacelas en la televisión, don Simón roncaba, ajeno a los cuernos que crecían cada vez más, y Marisa se tragaba por primera vez una densa ración de leche de su hijastro que no pudo evitar emitir un sonoro gemido que, por fortuna, no alteró los ronquidos de su cornudo padre.

Marisa se recompuso y, todavía con la boca cerrada, miró a su hijo. Cuando vio que este estaba recuperado del orgasmo le mostró el cargamento de lefa que retenía en la boca y, a continuación, se lo tragó sin pestañar mostrando luego la boca abierta y limpia y una sonrisa esplendorosa que volvió a provocar un respingo en la polla de Alfonso y un «gracias, mamá», en su boca.

Minutos más tarde, tras un sonoro bostezo, don Simón despertó. Tras levantarse pesadamente, miró al sofá y dijo:

—¿Ya se ha ido Alfonso?

—Sí, ha quedado con unos amigos, pero dice que vendrá a cenar.

—¡Vaya, que hogareño se ha vuelto!

Traqueteando, el pobre hombre se dirigió hacia el lavabo a vaciar su cargada vejiga, mientras Marisa contemplaba aquel cuerpo escombro con una cierta lástima, pero satisfecha de haber encontrado, de momento, lo que necesitaba en aquel hogar, dulce hogar.
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Alfonso y su Cincuentona Madrastra Marisa – Capítulo 002

La cena fue más de lo mismo, Marisa y Alfonso, sentados frente a frente, tonteando con las piernas debajo de la mesa. Marisa ya se había vestido adecuadamente con una batita corta y veraniega y sin bragas. Algo que entusiasmo a Alfonso cuando se quitó las chanclas que solía llevar por casa y pasó con suavidad el pie por el húmedo y liso coño de su madrastra. A todo esto, el pobre Simón se limitaba a charlar sin parar contando anécdotas aburridas que sonaban grotescas a los dos amantes. Ambos se limitaban a sonreírle por compromiso, prestando una atención superficial mientras Alfonso intentaba masturbar a la zorra de Marisa con el pie sin llamar demasiado la atención. Gracias a Dios, el mantel, enorme, no dejaba nada a la vista y el servicio doméstico que atendía la mesa no se percató de lo que ocurría. Aunque, obviamente, notaron algo extraño en la complicidad entre madre e hijo. Algo novedoso, dado el distanciamiento que habían tenido ambos hasta aquel día.

Dada la incomodidad de la situación, Marisa no culminó el orgasmo durante la cena y se fue pronto a la cama, acompañando a Simón que siempre solía acostarse temprano. Era un tipo madrugador. La mujer tenía el coño ardiendo y no estaba dispuesta a quedarse a medias. De modo que, tras media hora intentando leer un aburrido best seller, en cuanto Simón le dio las buenas noches y apagó la luz de su mesita, devolvió las buenas noches al cornudo y le dijo:

—Voy a tomar un vaso de leche caliente. Estoy un poco destemplada. Duérmete, Simón, no tardaré mucho.

—Vale, buenas noches, Marisa —respondió Simón entre bostezos.

—Buenas noches, no tardo —mintió Marisa mientras salía de la habitación.

Al final del pasillo estaba el dormitorio de Alfonso que, tras la cena, se había acostado también con una erección de caballo. Durante unos minutos dudó si hacerse un buen pajote pensando en la guarra de su madre y en las emociones del día, pero se contuvo. Prefirió reservarse. Tenía una corazonada. Acertó. Estaba mirando el móvil cuando dos golpecitos suaves en la puerta avisaron de la agradable visita.

La jamona se quedó unos segundos en el umbral con una sonrisa de oreja a oreja y dejó deslizarse sobre su cuerpo el camisón que llevaba para dormir. Estaba en pelota picada, dos enormes campanas y un pubis perfectamente depilado preconizaban un polvazo de campeonato.

Alfonso no apagó la luz. También estaba en pelotas y la polla, morcillona hasta aquel instante, alcanzó su máximo esplendor.

—¿De quién coño habrás heredado esa tranca, hijo? Porque lo que es de tu padre…

Tras pronunciar esa frase, Marisa entró a cuatro patas en la cama y se puso a devorar la polla como una posesa.

Alfonso no pudo por menos que asombrarse del entusiasmo de la cerda y contribuir al mismo alentando sus esfuerzos sujetando con fuerza su cabeza para forzarla a tragarse la verga hasta la campanilla. Se notaba que la putilla había comido bastantes rabos, pero debía estar algo desentrenada porque tardó unos instantes en coger el ritmo adecuado. Ya se encargaría Alfonso de ponerla al día.

Después de las corridas que había tenido durante la jornada, Alfonso, que no tenía prisa, estaba dispuesto a recrearse es noche, aunque eso supusiera hacer esperar al cornudo. ¡Qué más daba! Seguro que sobaba como un tronco y, si no era así, ya se encargaría la guarrilla de proporcionar alguna excusa por su tardanza. Si el viejo se la creía, bien. Si no, pues bueno, más valía que se fuera haciendo a la idea de quién iba a ir llevando los pantalones en casa, por desagradable que fuera la cosa.

Y mientras ese batiburrillo de pensamientos iban cruzando la mente de Alfonso, se ayudó con la mano libre, la que no sujetaba la cabeza de la cerda, para irla girando y teniendo a mano el coño y el culo de la puerca, fue alternando los dedos en ambos agujeritos. No tardó en darse cuenta de dos cosas: el coño chorreaba como un manantial, muestra indeleble de la excitación de Marisa y garantía de que se correría en cuanto le sobase el clítoris y, la segunda cosa, era que aquel ojete por el que sus dedos se deslizaban con tanta facilidad, ya había recibido visitas anteriormente. Vamos que a la puta de su madre le iba el rollo de que le dieran por el culo. Este descubrimiento le encantó, pues si algo le gustaba a Alfonso era follarse a las putas por la puerta trasera. Su novia no le dejaba ni acercarse al agujerito anal, así que siempre tenía que aprovechar los ligues esporádicos que iba teniendo o cuando con los amigos acudía a algún puticlub como fin de fiesta. Ahora tenía la posibilidad de petar el culo de aquella jamona que gemía de excitación cada vez que su pulgar entraba en el ojete. Eso sí, sin retirarse el pollón de la boca. Alfonso no estaba dispuesto a detener la mamada hasta que se sintiera satisfecho.

Cuando se cansó de ver como chupaba la guarra, levantó de golpe la cabeza sudorosa y enrojecida de Marisa y le indicó que se pusiera a cabalgar sobre su tranca. Algo que la mujer hizo a toda pastilla para correrse al cabo de dos meneos con la polla en su coñito. Después, más relajadamente, siguió acuclillándose sobre la enhiesta tranca del chico que entraba y salía de aquel coño como una taladradora.

Alfonso se calmó y mirando la sonrisa y los sudores de su madre le sonrió malévolo. Marisa, jadeando por el esfuerzo, trató de devolver la sonrisa, pero se notaba que estaba cansada de subir y bajar (parece que estaba algo desentrenada) y lo que quería ser una sonrisa pareció una mueca patética que al chico le hizo bastante gracia.

—¿Qué pasa, mamaíta? ¿Estás cansada?

—¡Buffff! ¡Nnnnno… no, hijo, estoy bien! Pero ¿te queda mucho…? Es que tu padre…

—¡Olvídate del viejo! Tranquila, mamá, ahora me tocará currar a mí. Anda, ponte a cuatro patas.

Esforzadamente, se levantó y, obediente, se colocó en cuatro sobre el centro de la cama. Alfonso se colocó tras ella y, en primer lugar, le empujó la cabeza hacia abajo y le hizo empinar bien el culazo.

—¡Abre los cachetes del culo con las manos, guarra!

El grito, carente del menor atisbo de amabilidad y, por qué no decirlo, de piedad, sonó como lo que era, una orden casi militar, en los oídos de su madre que al instante llevó sus manos hacia atrás y abrió bien las nalgas para mostrar aquel agujerito, entre rosado y marrón, que Alfonso miró con delectación.

Primero se acercó a olerlo. Olía bien, a culo limpito y aseado. Perfecto. Después escupió y metió el dedo índice que, como había comprobado anteriormente, entró hasta el fondo sin problemas, a pesar del «¡Aaaaaay!» asustado de la guarra.

—¡Te va este rollo, eh cabrona! —dijo Alfonso antes de colocar el capullo a la entrada de aquel ajustado y apetecible ojete— Pues tranquila, bonita, que te vas a hartar de polla…

En dos empujones la tranca entró hasta el fondo, perfectamente ajustada. La pobre mujer, lanzó un gritito de susto al principio y un breve y ahogado alarido, aparte de que dos gruesos lagrimones se escurrieron por sus mejillas. Parece que la cosa le estaba costando. Debía ser que estaba desacostumbrada. Claro que cuando Alfonso, apiadándose de ella, le dijo:

—¡Joder, mamá, que tiquismiquis estás hecha! ¿Quieres que lo deje o qué?

—¡Nnnnooo… por favor, cabronazo, no pares ahora por favor…! —la voz le salió bajito, como en un susurro.

—¡Pues deja de gimotear, coño!

—Es que es de gusto —respondió Marisa, esta vez con la voz más alta. Su manita se había deslizado bajo su cuerpo y empezó a pajearse frenéticamente siguiendo el ritmo de las emboladas se Alfonso.

El polvo, por supuesto acabó con el habitual final feliz. La guarrilla, tras correrse dos veces mientras le taladraban el culo, culminó la velada limpiando el rabo de Alfonso recién salido de su culo y todavía húmedo.

Después, Alfonso, derrengado, se dejó caer boca arriba en la cama y ella, con todo el pesar del mundo, abandonó la habitación tras ponerse de nuevo el camisón.

Debía ser la una de la madrugada cuando Marisa salió de la habitación. Estaba hecha un guiñapo, pero extraordinariamente contenta. Los cabellos revueltos y agitados, después de los tirones de pelo y tanto trajín. La cara enrojecida y pringosa, con esa mezcla de semen y salivazos que se estaban resecando en su fino cutis. Las tetas y el cuello enrojecidos y con chupetones. Las nalgas con las marcas de las palmadas de su hijo. El ojete rezumando esperma de su última corrida. Marisa al notar como se escurría, lo recuperaba con los dedos para llevárselo a la boca. Todavía tenía ganas, la muy puta. El coño taladrado también intensamente, seguía húmedo y ansioso.

Los labios hinchados y la garganta reseca tras la intensa mamada, cerraban el retrato de aquella mujer satisfecha que, de puntillas, vestida únicamente con el sudado camisón que se ceñía a su voluptuoso cuerpo, caminaba despacio hacia el lavabo, muerta de sed. La sesión con su hijo, iniciada poco después de las diez y media, se había prolongado intensamente y sin interrupciones hasta entonces. Estaba completamente deshidratada, por el intenso ejercicio y el sudor.

Marisa estaba convencida de que Simón seguiría sobando como un tronco en el momento en el que entró en la habitación de matrimonio. Quizá por eso no se preocupó demasiado por ducharse o disimular el intenso olor a sexo que desprendía su cuerpo. Se limitó a echar una meada y, tambaleándose todavía tras el bombardeo de pollazos con los que le había deleitado su hijastro, entró en la habitación procurando no hacer demasiado ruido.

Se equivocó, el cornudo no dormía. La voz de Simón la sorprendió al entrar en el lecho justo cuando se giraba de lado para tratar de dormir.

—Marisa, cariño ¿estás bien?

—¿Eh? ¿No estás dormido todavía?

—No, me he desvelado y como tardabas tanto, me he preocupado un poco.

—Ya, ya, tranquilo, perdona, no pasa nada. Es que después de la leche no tenía sueño y me he puesto a ver un poco la tele. Anda, duérmete, que mañana madrugas.

—Es que… es que he bajado y no he visto luz en el salón, ni nada.

¡Vaya por Dios el gilipollas estaba hoy inquisitivo! Tendría que improvisar…

—Sí, bueno, he visto un poco la tele y luego me he ido a dar una vuelta por el jardín y me he sentado en la terraza un rato… Al fresquito. Anda, duérmete ya o déjame dormir que ahora sí que tengo sueño, Simón.

Era cierto, además, lo último que quería tener en la mente antes de dormir era esa tediosa conversación con el pelmazo de Simón, en lugar de la gloriosa imagen de la polla de Alfonso taladrándole el ojete. Un recuerdo mucho más agradable antes de caer rendida en los brazos de Morfeo.

—Bueno, bueno. Buenas noches, Marisa.

—Buenas noches…

6.

Como dijimos anteriormente, durante la semana siguiente Alfonso empezaba las vacaciones. De modo que aprovechó las mañanas para retozar con su nueva guarra mientras el viejo acudía a atender sus negocios.

Eso sí, trataban ambos, madre e hijo, de guardar las formas, por aquello de que no se coscase alguna doncella o mayordomo del servicio doméstico y fuese a ir con el cuento al viejo.

Pero aunque tomaban todas las precauciones posibles estaba claro que aquello de estar tanto tiempo juntos, las escapadas de Marisa a la habitación de su hijo o las de éste al dormitorio matrimonial, cerrando siempre la puerta a cal y canto y con ruidos delatores que se oían desde fuera, hacían sospechar a más de uno.

Pronto, aquella curiosa relación empezó a ser la comidilla de la casa. Claro que, si no había evidencias, no había caso y, sin fotos o pruebas, nadie iba a ir con murmuraciones al viejo. El pobre cornudo confiaba ciegamente tanto en su esposa como en su hijo, de modo que cualquier persona que se presentase ante él con una acusación necesitaba tener argumentos de peso.

Así que madre e hijo, le dieron fuerte y con ganas a la mandanga durante toda la semana hasta que, el viernes, Alfonso se fue de vacaciones con su novia, con los cojones bastante secos, todo sea dicho.

Al haber tenido todas la mañanas completas para dedicarse a esos menesteres durante la semana, Marisa no tuvo necesidad de hacer ninguna escapada nocturna. Ya iba follada de sobras y Alfonso aprovechaba para salir con sus amigos o quedar con su novia para cenar o ir al cine por las noches.

Normalmente era Marisa la que cada mañana, en cuanto oía el coche de Simón saliendo del garaje, acudía rauda y veloz a la habitación de Alfonso. Éste, que solía estar como un tronco después de haber llegado tarde, tenía el gran placer de despertarse con una intensa y agradable mamada matutina. Después, venía todo el repertorio. Encargaban al servicio que les llevase el desayuno a la habitación, como si estuvieran en un hotel de lujo. Pudorosamente vestida con una batita, Marisa salía al rellano a recoger el carrito con el beicon, los huevos, fruta, cruasanes y café con leche. Necesitaban reponer fuerzas. Después, tras cerrar la puerta del dormitorio a cal y canto, desayunaban en pelotas entre polvo y polvo.

Hasta la una de la tarde no solía salir Marisa camino de la ducha para prepararse a recibir a su adorable marido que llegaba ignorante y contento después de ganar unos miles de euros en alguna de esas operaciones financieras que tan brillantemente solía dirigir. Simón daba un casto besito en los labios a su esposa. Unos labios que, apenas una hora antes, seguramente estaban comiéndose la gruesa tranca de su hijo. A Marisa, no nos engañemos, la situación le ponía el coño babeando. La mujer estaba desbordada por el morbo.

Normalmente, Alfonso se unía a la comida del mediodía cuando ya estaban en la mesa. Su padre, le reconvenía siempre con una cierta benevolencia, pensando que acababa de levantarse y que todavía andaba aturdido por la juerga de la noche anterior. «¡Hay que ver, esta juventud!», solía decir amablemente. Alfonso se limitaba a sonreír y, cuando el viejo no miraba, guiñaba un ojo a su zorra que le lanzaba un besito en silencio. Incluso, en alguna que otra ocasión, Marisa se llevaba la mano a la boca y moviendo su lengua por el interior de las mejillas, imitaba el gesto de una mamada. Alfonso lanzaba entonces una risita cómplice y el viejo, en la inopia, como de costumbre, levantaba la cabeza del plato de sopa para mirar qué era lo que se había perdido.

7.

Alfonso iba probando nuevas formas de someter y, a veces, humillar a la jamona. Quería cerrar la semana habiendo adiestrado a la guarra a base de bien para satisfacer sus exigentes gustos sexuales. Más adelante ya iría incrementando la presión. De momento se conformaba con comprobar que la putilla tenía la madera y las hechuras que parecían prefigurarse tras aquellas primeras sesiones.

Poco a poco, le iba apretando las tuercas a su puta madre (tal y cómo ya la consideraba) y se daba cuenta de que la guarra no sólo no se negaba o se oponía a las pruebas a las que le sometía su adorable hijo, sino que siempre las aceptaba. A veces con resignación y a veces con entusiasmo.

Una de aquellas calientes y morbosas mañanas, Alfonso alucinó con la sumisión y disciplina con la que Marisa se dejó llevar la boca desde los huevos, que estaba chupando en aquellos momentos, hasta el peludo ojete de su macho. Por un momento, un tenue gesto de repulsión pareció frenarla.

—¿Qué pasa, cerda? ¿Ahora te haces la escrupulosa o qué? ¡Venga, guarra, baja la cabeza de una puta vez y cómeme el culo! ¡Y con cariño, eh!

Los grandes ojos de Marisa miraron por un instante el gesto serio y concentrado de Alfonso, con aquella polla tiesa en primer plano que su hijo le obligó a sujetar. Cuando la mujer notó el respingo que pegaba la verga del joven en el preciso instante en que su lengua empezaba a hurgar en aquel agujerito, todos sus prejuicios desaparecieron. Si quedaba algún ápice o resquicio de vergüenza por lamer el culo de su hijo, también se volatilizó. Es más se sintió enormemente orgullosa de ser ella la que provocaba en su hombre aquella reacción tensando su rabo con cada repaso de la húmeda culebrilla de su lengua por el ojete.

Aquel día ya era muy tarde, se trataba del último polvete matutino y la hora de llegada del cornudo se acercaba inexorable. Por ello, Marisa se esmeró en la tarea y baboseó el culo a base de bien, introduciendo su lengüecita lo poco que podía en el ano de su hijo, mientras con la manita trataba de pajearlo notando la tensión y el grosor de aquella rígida verga.

Las pocas veces que levantó la vista hacia arriba lo que vio, aquella cara tensa con los dientes apretados, los ojos cerrados y la polla con las venas más marcadas que nunca, le resultó asombrosa y excitante y la animó a intensificar los lametones y el movimiento con la manita que apenas podía abarcar la tranca de Alfonso. No tardó, el chico en empezar a soltar una catarata de esperma que se extendió por todo su pecho. Marisa, que notaba los latidos de la eyaculación en su mano, hizo un amago de levantar la cabeza y parar la paja, pero el grito de Alfonso la frenó al instante.

—¡Me cago en tu puta madre, no pares ahora, joder!

Marisa continuó pues con la labor, sin detener el ritmo hasta que notó que la polla perdía rigidez, aunque mantenía la erección. Tras un minuto de recuperación, Alfonso le levantó la cabeza tirándole de los pelos y la miró con una sonrisa de oreja a oreja. Ella, sofocada y con la cara enrojecida, sonreía tímidamente y con todo el orgullo que puede tener una hembra tras haber provocado un orgasmo tan intenso a su macho.

—¡Joder, mamaíta…! ¡Muy bien, muy, muy bien…! —dijo mientras acariciaba sus sudadas mejillas como se acaricia a una mascota que acaba de venir con la pelotita que le hemos lanzado.

—Lo has hecho de puta madre —insistió Alfonso—. Si no fuera porque estás forrada y no lo necesitas te podrías dedicar a ganarte la vida comiendo culos, en serio.

—Gr… gracias, hijo. ¿Te ha gustado? —respondió con timidez la buena mujer, encantada del éxito de su beso negro.

—¿A ti que te parece? ¡Me ha encantado, bonita!

Marisa miró de reojo el despertador y se dio cuenta de que era ya la una y cuarto. No iba a tener tiempo ni de ducharse. Aquel día la cosa se había alargado bastante. Pero, así y todo, se levantó recomponiéndose para salir escopeteada a la habitación de matrimonio y ponerse algo más decente que la lencería de puerca que llevaba puesta en ese momento.

Cuando se estaba levantando y se disponía a salir, Alfonso la interrumpió:

—Una cosa, guarrilla, arréglate un poco para no dar el cante durante la comida, claro. Pero ni se te ocurra lavarte los dientes, ni enjuagarte la boca, ¿de acuerdo?

Marisa, asintió y le miró extrañada. Alfonso prosiguió:

—Quiero que le des el besito en los labios al cornudo con el sabor del culo de tu macho todavía en la boca, ¿has entendido?

—Sí, hijo.

—¡Pues, hala, andando! —respondió Alfonso que ya se había puesto de pie, dándole una sonora palmada en el pandero.

Más tarde, Alfonso, con una amplia sonrisa, pudo observar como Marisa se mostró más efusiva de lo habitual besando en los labios a su padre con especial intensidad. Éste, no pudo evitar arrugar brevemente la nariz al notar un sabor extraño en los labios de la puta de su esposa. Pero, educado como era, no dijo nada. Simplemente pensó que habría comido alguna snack vegetariano de esos que solía tomar de vez en cuando para cuidar la línea.

8.

Las dos siguientes semanas, cuando Alfonso se fue de vacaciones con su novia, Marisa se las vio y se las deseó para sobrevivir a esa especie de síndrome de abstinencia que le dio ante la carencia de la polla de su amante. Había bastado una intensa semana de rabo por parte de su hijito querido para que aquel pedazo de carne se hubiera convertido en parte fundamental de su dieta.

Procuró hacer bastante ejercicio y ocupar el tiempo lo mejor que podía. Aunque todo el mundo se dio cuenta, el cornudo el primero, de que estaba especialmente nerviosa e irritable. Las respuestas agrias y desagradables, incluso a su marido, al que nunca había hablado en aquel tono desabrido y borde, se convirtieron en algo habitual. Tanto que Simón decidió eludir las discusiones y esperar a que el malhumor de su esposa desapareciese tal y cómo había venido. Las pocas veces que trató de indagar para averiguar el porqué de su actitud, las respuestas cortantes de la mujer le desalentaron.

Así que, entre clases de pilates, series de televisión y salidas de compras, interrumpidas tan solo por furiosas sesiones de masturbación, usando las pollas de látex que tenía en la mesita y un satisfyer que tuvo que comprar deprisa y corriendo para aliviar la calentura que la acosaba día y noche, fue pasando el tiempo.

Finalmente, Alfonso volvió a casa.

Claro que, las cosas ya no podían ser iguales que aquella última semana de vacaciones antes de partir a Cancún. El lunes empezaba a trabajar y aquella mañanas de orgasmos constantes que había compartido con su madrastra no podrían revivirse.

Tan solo alguna fugaz mamada y algún polvo de conejo por las tardes, cuando el viejo estaba sesteando delante de la tele, pudieron aliviar la calentura de los amantes. Marisa, además, no se atrevía a volver a escaparse de noche con la excusa de la leche calentita. No sabía exactamente por qué, pero tenía la sensación de que el viejo podría percatarse finalmente de algo.

Alfonso, por su parte, no tenía las urgencias de su madre. A fin de cuentas un par de veces por semana salía con sus amigos y solía terminar la juerga en alguno de los clubs de carretera próximos a la ciudad, donde se follaba alguna puta tal y cómo a él le gustaba. El resto de días tenía a su novia, claro que con ella no podía dar rienda suelta a sus instintos. A fin de cuentas iba a ser su esposa, no su puta.

Así que, tras una semana de frustración escasamente aliviada por aquellos morbosos, pero muy fugaces, encuentros con Alfonso, hicieron que la mujer aguzara el ingenio.

En un breve proceso que le llevó un par de semanas, empezó a incordiar al pobre cornudo con que la irritación que tenía se debía a que no podía dormir bien por sus ronquidos. La cosa era más falsa que un duro de chocolate. El viejo tendría muchos defectos, pero roncar, no roncaba. Bueno, roncaba durante las siestas en el comedor cuando estaba sentado, pero durante la noche, tumbado en la cama tenía una respiración tan silenciosa que, más de una vez, Marisa se preguntó esperanzada si la habría espichado.

El podre Simón se asombró de las palabras de su mujer y se ofreció a ir al médico, probó tiritas en la nariz y se disculpó una y mil veces. Pero Marisa insistía e insistía, cada vez más molesta y desagradable. Contaba que estaba agotada, que no podía dormir, etc. Hasta que, al final, le dijo al viejo que se iría a dormir a la habitación de invitados cada noche. Simón, compungido, se disculpó por enésima vez con su mujer y acabó ofreciéndole trasladarse él allí. «A fin de cuentas», comentó, «el que ronca soy yo, tampoco tienes por qué trasladarte tú, cariño».

Marisa estuvo a punto de estallar de alegría ante las perspectivas que abrían las palabras del cariacontecido cornudo, pero se limitó a darle las gracias una y mil veces y aceptar la oferta de traslado del viejo a la otra habitación. Mudanza que se produjo con efecto inmediato. Un par de sirvientas con aspecto de sospechar algo, vaciaron los cajones y el armario del viejo trasladando su ropa a la otra habitación, ante la sonrisa maquiavélica de la putilla.

Aquella misma noche, tras ver una película en la tele, el viejo, renqueando con su bastón, deseó las buenas noches a su esposa y a su hijo que siguieron en el salón un rato más. Marisa le dio un besito al pobre hombre y observó su decrépita estampa, imaginándose que avanzaba encorvado más por el peso de la cornamenta que por los achaques de la edad. Todavía no había salido el viejo del salón y enfilaba el camino del baño en el pasillo, cuando en el sofá, Alfonso ya había sacado la polla y su madre se inclinaba a hacer los honores a la tranca del chico.

Marisa escupió en el rabo y a continuación pegó dos fuertes e intensas chupadas forzando la mandíbula y tratando de tragarse el máximo de tranca para lubricarla bien. Alfonso la miraba orgulloso. «Buena puta», pensó orgulloso.

Pero, al cabo de un momento, la mujer levantó la cabeza y mirando a su amante dijo:

—¿Y si vuelve?

Alfonso rio con ganas.

—¡Joder, no me dirás ahora que tienes remordimientos!

—No, claro, pero…

—Tranquila, putilla, que desde aquí se ve perfectamente el pasillo. Después de la meada se irá a la habitación de invitados, ¿no? Además, con el ritmo que lleva y los ruidos del bastón antes de que llegue nos da tiempo a echar tres polvos seguidos.

—Vale, vale —respondió la puerca conformándose con la respuesta. A continuación volvió a agachar la cabeza para proseguir con la mamada.

Estuvieron unos minutos así, pero Alfonso no quería correrse todavía. Tenían toda la noche por delante, de modo que justo cuando empezaba a soltar las primeras gotas de líquido preseminal detuvo el entusiasmo de su madrastra y le ordenó perentoriamente:

—Venga, vamos a la habitación, que estaremos más cómodos.

Marisa se levantó ipso facto y se dirigió camino del dormitorio matrimonial seguida por un empalmado Alfonso que, llevaba el pantalón en la mano, la polla en ristre y contemplaba hipnotizado las enormes y temblorosas nalgas de su madre que se movían acompasadas un par de pasos por delante.

Nada más entrar en la habitación, Marisa se quitó la camiseta y los pequeños y ajustados pantaloncitos que llevaba puestos.

No tenía nada debajo, algo que su esposo le había reprochado antes de cenar al ver sus enormes tetas colgando empitonadas. «Marisa, creo que tendrías que ponerte algo más… mejor dicho, que mostrase menos…», le comenzó a decir el pobre y azorado cornudo. «¿Menos qué?», preguntó ella haciéndose la tonta, porque sabía perfectamente qué quería decir su pobre marido. «Más recatado… que se te vea menos el cuerpo…», logró soltar al fin el viejo con gran dolor de su corazón. «Pero si no se ve nada. Y esto es ropa de estar por casa, cómoda. Ni que fuera lencería de puta», de un tiempo a esta parte, Marisa le estaba tomando el gusto a decir tacos y reírse un poco de la mojigatería de su esposo. Una faceta vulgar que él pobre no había conocido en aquella que creía que era una mujer casera, modesta y con todas las virtudes de una hogareña ama de casa. «Pero, es que… estará Alfonso en la cena, cariño… y no sé yo si sería una buena imagen para un joven de su edad, ver a su madre así…», el pelmazo seguía insistiendo dale que te pego. Pero Marisa no estaba por la labor de amedrentarse, de modo que cortó la conversación de cuajo. «Me quedo con esta ropa, Simón. A fin de cuentas Alfonso es de la familia, también es mi hijo, ¿no? Así que hay confianza. Y no se hable más.», y para cerrar la conversación le dio un casto besito en la frente y lo dejó con la boca abierta mientras empezaba a preparar la mesa de la cena, ya que había dado libre a los sirvientes. No quería mirones en lo que esperaba que fuera una noche especial. Para más inri, en cuanto el viejo se dio la vuelta desalentado, se frotó los pezones con hielo para ponérselos bien tiesos y que destacasen en la camiseta y se levantó bien los pantaloncitos de deporte para marcar el coño a la perfección. Un perfecto cameltoe. Evidentemente, Alfonso se llevó una muy grata impresión al ver a su adorable mamá con ese aspecto de guarrona choni y pasó la cena ya medio empalmado.

En el dormitorio, Alfonso se disponía a cerrar la puerta cuando Marisa le indicó que la dejase abierta.

—Déjala abierta, hijo, hace mucho calor y así corre algo de corriente. Además, el cornudo está al final del pasillo y no se va a enterar de nada.

—¿Apago?

—No, prefiero verlo todo bien.

—¡Joder, mamá, te has emputecido bastante en mi ausencia, eh!

—No te puedes imaginar lo mucho que he echado de menos lo que te cuelga entre las piernas.

—Pues no se hable más. Ya te puedes poner con el culo en pompa.

Marisa se colocó en posición, en el centro de la cama, tal y como le gustaba a Alfonso. Abrió las nalgas y mostró un plug anal que llevaba puesto para mantener dilatado el ojete y preparado para ser embestido sin demasiados preámbulos.

—Vaya, vaya, preparada para la acción, ¿eh? —comentó Alfonso extrayendo con cuidado el dildo antes de saborear su sabor salado y meterlo en la boca de la cerda.

La embistió a lo bruto, como le gustaba hacer y la mujer no pudo evitar lanzar un berrido de animal agonizante que asustó brevemente al chico hasta que vio como empezaba un suave movimiento de vaivén para marcar el ritmo de la penetración.

Alfonso le agarró los cabellos con fuerza y empezó a follarla a buen ritmo.

Había algo que tenía alterado a Simón. No sabía exactamente que era, si la actitud de su mujer en las dos semanas anteriores o su grosería cada vez más directa en cada conversación que tenían. Algo estaba cambiando en ella y eso le mantenía inquieto y preocupado. Tan preocupado que, en el cuarto de invitados, en aquella cama pequeña y de colchón tan duro, le impedía dormirse. Llevaba bastante rato dando vueltas en la cama, había contado ovejas, pensado en sus negocios, en el fútbol, en la política… Había probado de todo, pero no había manera de conciliar el sueño. Y eso que él era un tipo preciso como un reloj para estas cosas, pero no había forma. De modo que cogió el único libro que había en la mesita y se puso a leer para ver si cogía el sueño. Era un volumen de recetas de cocina, de modo que pensaba que en breve le entrarían ganas de dormir, ante tan aburrida lectura. De hecho, estaba a punto de soltar el libro y apagar la luz tras pegar un par de apoteósicos bostezos, cuando oyó un grito que parecía que llegaba del fondo del pasillo. Parecía que venía de la habitación de matrimonio.

Se asustó, aunque fue un grito puntual que no se repitió. Así y todo, decidió ir a ver que pasaba. Se levantó cuidadosamente y sin ponerse las zapatillas tan siguiera, empezó a caminar por el pasillo hacia el rectángulo de luz que se reflejaba en el pasillo desde la puerta abierta de su antiguo dormitorio, ahora ocupado tan solo por su mujer.

Por el camino, fue pensando de todo. Que quizá Marisa había tropezado y se había dado un golpe en la espinilla, que habían entrado ladrones (aunque esto le parecía bastante peliculero) o que la mujer había visto una araña, a las que tenía pánico. Pensó de todo, menos en lo que acabó viendo desde el oscuro y silencioso pasillo. Allí, oculto entre las sombras, vio como su hijo, acuclillado, taladraba el culo de su mujer a un ritmo vertiginoso. Ella, con el pandero en pompa y la cabeza aplastada sobre la cama con el pie del chico encima, agarraba las sábanas con fuerza, con las manos crispadas, miraba de lado hacia espejo del armario y Simón pudo ver allí reflejado el gesto de la cara con aquel pie sobre su cabeza. La cara sudorosa y enrojecida, con un gesto crispado y furioso, con los dientes apretados y soltando bufidos al ritmo de las emboladas de su hijo. El ruido en la habitación era constante, gritos guturales de Alfonso, intercalados con insultos y escupitajos que intentaban acertar en la cara de la mujer, gruñidos de ella y algún que otro «ay, ay, ay…», pero no parecía que de sufrimiento, precisamente, y un sonido de chapoteo constante de la polla al entrar y salir del culazo de su esposa, un «¡chof, chof, chof!» continuo. De hecho, la pareja estaba tan concentrada en sus tareas que no llegó a percatarse de la presencia de aquel inoportuno visitante. Ni se enteraron de la caída estrepitosa del bastón al suelo.

Simón, que se había quedado sin habla y en shock, se fue retirando despacio hacia su habitación, apoyándose con la mano en la pared del pasillo. Ni tan siquiera se había preocupado de tratar de recuperar el bastón.

Al llegar se quedó tumbado boca arriba sobre la cama con los ojos abiertos tratando de procesar la información y rezando porque hubiera sido un sueño y se despertase de la pesadilla en cualquier momento. No fue así. De hecho, no llegó a dormirse.

Más tarde, cuando Alfonso dejó a su madre bien follada y satisfecha en la cama, contenta y adormilada, sin hacer caso de su insistencia en que se quedase a dormir el resto de la noche con ella, encontró el bastón en el pasillo e hiló lo que había ocurrido. Quizá debería haberse preocupado o sentido culpable o algo similar, pero dado el estado de su polla tras aquella sesión salvaje y maratoniana de sexo que acababa de celebrar con su madrastra, lo último que querría era tener que abandonar a aquella amante tan predispuesta. Si tenía que sacrificar algo sería la relación familiar con su padre. Claro que, para ello, el tipo tendría que tener el valor de afrontar los hechos y enfrentarse a ellos, a la mujer que le ponía los cuernos y a su corneador, su propio hijo. Y Alfonso apostó doble contra sencillo a que no iba a pasar nada. Que el viejo haría la vista gorda, humillado y ofendido, pero bien calladito acerca de lo que debía haber presenciado. De modo que, ni corto ni perezoso, colocó el bastón en la puerta de la habitación del viejo para que lo viese por la mañana y supiera que alguien sabía lo que había visto.

Así fue. El bueno de Simón fue incapaz de contar lo que había visto y no dijo nada. Trató de pasar cada vez más desapercibido en su propia casa, ante el vacío y el desprecio que mostraban hacia él tanto la puta de su esposa, como su propio hijo que, a partir de ese día, se instaló definitivamente en la habitación de matrimonio, sin preocuparse en absoluto por disimular la relación que llevaba con su madrastra.
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