jaimefrafer
Pajillero
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CapÃ*tulo IX
CUANDO BELLA RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico jovenzuelo con quien habÃ*a tropezado por el camino. De aquella parte de sus aventuras del dÃ*a consideró del todo innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su no menos sagaz pariente.
El complot estaba evidentemente a punto de tener éxito. La semilla tan discretamente sembrada tenÃ*a que fructificar necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso agasajo que algún dÃ*a iba a darse en la persona de la hermosa Julia Delmont, se alegraban por igual su espÃ*ritu y sus pasiones animales, solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas, con el ostensible resultado de que se produjera una gran distensión de su miembro y que su modo de proceder denunciara la profunda excitación que se habÃ*a apoderado de él.
Tampoco el señor Verbouc permanecÃ*a impasible. Sensual en grado extremo, se prometÃ*a un estupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólo pensamiento de este convite producÃ*a los correspondientes efectos en su temperamento nerviosa.
Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmont darÃ*a los pasos necesarios para averiguar lo que habÃ*a de cierto en la afirmación de Bella de que su tÃ*o estaba dispuesto a vender su virginidad.
El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le habÃ*a hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pÃ*o varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor?
El padre Ambrosio era discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión. Pero no tenÃ*a empacho en valerse de los hechos de los que tenÃ*a conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas.
El plan quedó, pues, ultimado. Cierto dÃ*a, a convenir de común acuerdo, Bella invitarÃ*a a Julia a pasar el dÃ*a en casa de su tÃ*o, y se acordó asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habrÃ*a explicado, ella se retirarÃ*a, y bajo el pretexto de que habÃ*a que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el que quedarÃ*an a merced suya sus encantos personales. si bien la cabeza permanecerÃ*a oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podrÃ*a arrebatar la codiciada joya que tanto apetecÃ*a de su adorable vÃ*ctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podrÃ*a acusarlo posteriormente de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él.
A Delmont tenÃ*a que explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa tenÃ*a que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no debÃ*a saberlo hasta que fuera demasiado tarde.
Mientras tanto Julia tendrÃ*a que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad consumarÃ*a el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentÃ*a en su elemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, habÃ*a ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes habÃ*a soñado, todo lo cual Bella se habrÃ*a apresurado a explicar y confirmar.
Todos los detalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces.
La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasÃ*as, y como quiera que en aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabÃ*a estaban a punto de reclamarÃ*a.
Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos encantadoras entradas del amor.
El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito.
El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenÃ*a enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y patrono, se contuvo por el momento.
—Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis testÃ*culos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mÃ*o, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo proporcionarle.
Esta vez, cuando menos, Ambrosio no habÃ*a dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecÃ*a la chata y roja cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguÃ*a frente a su vientre, y sus inmensos testÃ*culos, pesados y redondos, se veÃ*an sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota —un avant courrier del chorro que habÃ*a de seguir— asomó a la roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su vÃ*ctima.
Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios da la tierna vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro.
—¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, deteneos!
Igual hubiera sido que Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada.
—¡Ah! —exclamó el violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro. Estoy en su interior hasta los testÃ*culos!
El señor Verbouc practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella.
Mientras tanto Bella sentÃ*a el calor del invasor en su vientre. PodÃ*a darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenÃ*a adentro se descubrÃ*a y se volvÃ*a a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado.
El señor Verbouc estaba encantado.
—¡Empuja, empuja! —decÃ*a—. Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja!
Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella.
La muchacha sintió el cálido y cosquilleante chorro disparado a toda violencia en su interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante las descargas.
Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tÃ*o inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma.
—Me pregunto —dijo el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con un buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquilla me inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mÃ* y del mundo entero. Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el lÃ*mite del éxtasis.
La observación del tÃ*o —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba en parte dirigida al buen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras.
—Creo poder decÃ*rtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no quieras seguir mi razonamiento.
—De todos modos puedes exponérmelo —replicó Verbouc—. Soy todo oÃ*dos, y me interesa mucho saber cuál es la razón, según tú.
—MÃ* razón, o quizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis.
Después, tomando un poco de rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a alguna reflexión importante— prosiguió:
—El placer sensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en dichas circunstancias.
Hay que entender bien lo que quiero decir, y por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeres deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción de sus apetitos.
Precisamente es en la [alta de Consentimiento donde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre de mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujer que se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayor motivo que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir al acto caracterÃ*sticas de delito, o de violencia que agregan un deleite que de otro modo no existirÃ*a. Es malo, está prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una verdadera obsesión poder alcanzarlo.
—¿Por qué, también —siguió diciendo— un hombre de constitución vigorosa y capaz de proporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en lo anormal de la situación, que proporciona placer a su imaginación, y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación. La ley de los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos los demás.
La simple diferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otros contrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantes son infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altos prefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los fuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa, anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan la incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increÃ*bles incongruencias.
Nadie, salvo los animales inferiores, los verdaderos brutos, se entregan a la cópula indiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a veces preferencias y deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no ha visto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros callejeros, o no se ha reÃ*do de los apuros de la vieja vaca que, llevada al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el lomo de su vecina más próxima?
—De esta manera contesto a tus preguntas —terminó diciendo— y explico tus preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida compañera de juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos momentos.
Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma adquiriera sus mayores dimensiones.
—Ven, mi fruto prohibido —dijo él—. Déjame que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plena satisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mÃ*a ¡ven!
Bella echó una mirada al enrojecido y rÃ*gido miembro de su confesor, y pudo observar la mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, se dispuso a darles satisfacción.
Como ya su majestuoso pene habÃ*a entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión, el dolor de la distensión habÃ*a ya cedido su lugar al placer, y su juvenil y elástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con dificultad apenas limitada a tener que efectuar la introducción cautelosamente.
El buen hombre se detuvo por unos momentos a contemplar el buen prospecto que tenÃ*a ante sÃ*; luego, adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Bella, y metió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Bella la recibió con un estremecimiento de emoción.
Ambrosio siguió penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas, hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió hasta los testÃ*culos.
Siguieron una serie de embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozos espasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre pÃ*o era intenso, el de su joven compañera de juego era por igual inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de su apetito, y Bella sintió los chorros de semen abrasándole violentamente las entrañas.
—¡Ah, cómo me habéis inundado los dos! —dijo Bella. Y mientras hablaba podÃ*a observarse un abundante escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corrÃ*a por sus piernas basta llegar al suelo.
Antes de que ninguno de los dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquila alcoba un griterÃ*o procedente del exterior. que acabó por atraer la atención de todos los presentes, no obstante que cada vez se debilitaba mas.
Llegando a este momento debo poner a mis lectores en antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar esta desventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros insectos.
DeberÃ*a haber explicado, como cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que la tÃ*a de Bella, la señora Verbouc, que ya presenté a mis lectores someramente en el capÃ*tulo inicial de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su sobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa.
El señor Verbouc habÃ*a ya alcanzado el estado de indiferencia ante los requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su alcoba, o perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos maritales.
La señora Verbouc, sin embargo, era todavÃ*a joven —treinta y dos primaveras habÃ*an transcurrido sobre su devota y piadosa cabeza— era hermosa, y habÃ*a aportado a su esposo una considerable fortuna.
No obstante sus pÃ*os sentimientos, la señora Verbouc apetecÃ*a a veces el consuelo más terrenal de los brazos de su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus derechos en las ocasionales visitas que él hacÃ*a a su recámara.
En esta ocasión la señora Verbouc se habÃ*a retirado a la temprana hora en que acostumbraba hacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar lo que sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette, que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante personaje, cuyo comportamiento será también necesario que analicemos.
Sucedió, pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor hemos ya tenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven Bella de la Sociedad de la SacristÃ*a, y sabiendo bien quién era ella y dónde podÃ*a encontrarla, rondó durante varios dÃ*as la residencia del señor Verbouc, a fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padre Ambrosio les habÃ*a escamoteado a sus confreres.
Le ayudó en la empresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida, aunque no sospechaba el papel que en la misma habÃ*a desempeñado el padre Ambrosio.
Aquella tarde el padre Clemente se habÃ*a apostado en las proximidades de la casa, y. en busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través de ella, seguro de que era la que daba a la habitación de Bella.
¡Cuán vanos son, empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habÃ*an sido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perder detalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales.
Mientras, la noche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logró empinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba la habitación en la que el ansioso cure pudo descubrir una dama entregada al pleno disfrute de un sueño profundo.
Sin dudar que serÃ*a capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó el haber disfrutado de sus encantos, el audaz pÃ*caro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras su gigantesco miembro. ya despierto al placer que se le prometÃ*a, se erguÃ*a contra su hirsuto vientre.
La señora Verbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió con amor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque.
Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenÃ*a entre sus brazos, con mayor motivo dado que no oponÃ*a resistencia a sus caricias, apresuró los preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora para llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó con fuerza hacia el interior.
Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo, hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba, la señora Verbouc advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre Clemente.
Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una yana tentativa por parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante.
Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en toda su longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes que caÃ*a sobre sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de su vÃ*ctima.
Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, se levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante.
Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia la ventana por la cual habÃ*a entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido marido.
Ya antes habÃ*amos dicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos asÃ* lo creÃ*a ella, y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios desquiciados y de maneras recatadas habÃ*a de causar el ultraje inferido. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habÃ*an matado, y yacÃ*a inconsciente sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación.
El señor Verbouc no estaba dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza, lo dejó escapar pacÃ*ficamente.
Mientras, el padre Ambrosio y Bella, que siguieron al marido ultrajado desde una prudente distancia, presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace de la extraña escena,
Tan pronto como el violador se levantó tanto Bella como Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenÃ*a buenas razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro oscilante que le colgaba entre las piernas.
Mutuamente interesados en guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del aposento antes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar su proximidad.
Tuvieron que transcurrir varios dÃ*as antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y pudiera abandonar la cama. El choque nervioso habÃ*a sido espantoso, y sólo la conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza.
El señor Verbouc tenÃ*a sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se detuvo en miramientos para aligerarse del peso del mismo.
Al dÃ*a siguiente de la catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de su querido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecido encerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los labios y los más extravagantes cumplidos.
Uno habÃ*a vendido a su sobrina, y el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez.
Cuando por la noche el tÃ*o de Bella anunció que la venta habÃ*a sido convenida, y que el asunto estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados.
El padre Ambrosio tomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en el interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según sus propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, que como de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiere terminado su confrere. atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo.
Después se ultimó hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxito de su estratagema.
CapÃ*tulo X
DESDE SU ENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le habÃ*a interesado, en la rústica vereda que la conducÃ*a a su casa, Bella no dejó de pensar en los términos en los que aquél se habÃ*a expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le habÃ*a hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales.
Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por su observación de que “mi padre no es tan listo como yoâ€� suponÃ*a que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplón poseÃ*a —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavÃ*a mayores que las del hijo.
Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta, yo sabÃ*a a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de su tÃ*o, ni le temÃ*a ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me admiré lo más mÃ*nimo cuando al dÃ*a siguiente, aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera.
En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrÃ*cola. Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años.
Casi al mismo tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su alegrÃ*a con una amplia sonrisa de satisfacción.
—Este es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela.
—¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a reÃ*rse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje?
—¿A qué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder?
En ese momento habÃ*an llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacÃ*a el chico.
Era fuerte y bien formado, y. a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que si poseÃ*a los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista.
—Mira a mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡DeberÃ*as verlo joder!
No cabÃ*a disimulo. Se entendÃ*an entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se habÃ*a tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros.
Bella comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar.
—Me gustarÃ*a enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor.
Bella se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole el acceso al camino.
—Me gustarÃ*a joderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustarÃ*a joderte, de manera que no debes irte. Quédate y serás jodida.
Bella estaba realmente asustada.
—No puedo –dijo—. De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme asÃ*. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis?
HabÃ*a una casita en un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la habÃ*a empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera.
Bella echó una mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. SerÃ*a mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le harÃ*a daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella excitación.
—Quiero que veas la yerga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas!
Y siguió desabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular.
~¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana.
Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada.
La joven sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedÃ*a un fuerte olor. El muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara.
—¿No le dije que era mayor que el mÃ*o? –siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mÃ*o ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre.
Bella se volvió. El muchacho habÃ*a abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podÃ*a compararse en tamaño con el del padre.
El mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, asÃ* como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba.
El vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caÃ*dos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de probarlo.
Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad.
Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual vertió parte de su semen.
Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior?
—Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se habÃ*a agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder?
Bella pensó que el hombre la soltarÃ*a, y que le permitirÃ*a levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes.
El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacÃ*a atrás, empujando sin piedad en las partes Ã*ntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecÃ*a ser infinito. La descarga anterior hacÃ*a que el miembro se deslizara sin dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismos alcanzara las regiones más blandas.
Poco a poco Bella llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundÃ*a su ardiente arma en sus entrañas.
Por espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se habÃ*a venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas.
El individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavÃ*a exudaba las últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeante cuerpo que acababa de abandonar.
Su miembro todavÃ*a se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado todavÃ*a por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de su padre.
Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguÃ*a acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes intimas de la muchacha.
Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de Bella.
—¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mÃ* —murmuró Bella.
—Claro que si —contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti.
El padre conducÃ*a en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavÃ*a inundada con las eyaculaciones que el campesino habÃ*a vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Bella.
—¡Oh, es terriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya!
¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible!
—Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testÃ*culos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es asÃ* muchachito?
—¡Uf! No hables, padre, asÃ* no puedo joder.
Durante unos minutos se hizo el silencio. No se oÃ*a mas ruido que el que hacÃ*an los dos cuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su carajo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no habÃ*a expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad.
—No puedo venirme —dijo, apesadumbrado.
—Es la masturbación —explicó el padre.
—Se la hago tan a menudo que ahora la extraña.
Bella yacÃ*a jadeante y en completa exhibición.
Entonces el hombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera sobre su cara.
Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la yerga a la vulva de Bella, y cuando la introducÃ*a un verdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por morderÃ*a en el brazo.
Cuando hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremecerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse.
Sin embargo, ellos no tenÃ*an intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle:
—Fue divertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto.
—Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno.
Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta.
Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacÃ*a temer otro asalto contra sus encantos, todavÃ*a más terrible que los anteriores.
Su miembro estaba literalmente lÃ*vido por efecto de la tensión, y se erguÃ*a hasta tocar su velludo vientre. La cabeza habÃ*a engrosado enormemente por efecto de la irritación previa, y de su punta pendÃ*a una gota reluciente.
~¿Me dejarás que te joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento.
—Haré lo posible —murmuró Bella.
Y viendo que no podÃ*a contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa de carne pardusca.
Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podÃ*a lograr la eyaculación.
¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella.
—Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella, todavÃ*a más duro que antes.
Bella lo agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo habÃ*a encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en su seno.
Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al fin llegó el dÃ*a; despuntó la mañana fatÃ*dica en la que la hermosa Julia Delmont habÃ*a de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra.
Era todavÃ*a temprano cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una máscara que escondÃ*a algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera.
—Adivino que tienes algo qué decirme, Bella; algo que todavÃ*a no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella?
—¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios.
—¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él me dijo que no habÃ*a malicia en lo que hizo!
—No la habÃ*a, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo?
—¡Oh, si te contara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento.
—¿Y luego? —preguntó Bella.
—¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llegué a pensar que iba a perder la razón!
—Dime algunas de ellas, cuando menos.
—Bueno, pues después de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano más arriba.., hasta que creÃ* que me iba a desvanecer.
— ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias.
—Claro que si. ¿Cómo podrÃ*a ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes habÃ*a sentido en toda mi vida.
—Vamos, Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahÃ*, tú lo sabes.
—¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después.
—¡Déjate de niñerÃ*as! —exclamó Bella, simulando estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo?
—Supongo que no tiene remedio, pero parecÃ*a tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mÃ*, y sin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir que morÃ*a por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenÃ*a él, y que parecÃ*a como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacÃ*a abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salÃ*a entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado.
Julia dudó un instante.
—Sigue —le dijo Bella, alentándola.
—Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rÃ*gida y tan caliente!
No cabÃ*a dudarlo, sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad.
—Después tomó mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el brillo que adquirÃ*an sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara.
—¿Fue todo? –preguntó Bella, en tono persuasivo.
—No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mÃ* seno por algún tiempo, durante el cual latÃ*a y me presionaba ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara.
Lo complacÃ* en el acto. Cuando puse mis labios sobre él, sentÃ* que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguÃ* besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibÃ* una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis manos.
TodavÃ*a estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abrÃ*a en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me habÃ*a confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacerâ€�.
Sus modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querÃ*as comunicarme? Me muero por saberlas.
—Primero quiero saber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar.
—Claro que sÃ*. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituÃ*a un mérito.
—Supongo que después de casarse, por ejemplo.
—No dijo nada al respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial.
Bella sonrió. Recordó haber oÃ*do algo del mismo tenor de los sensuales labios del cura.
—Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarÃ*an permitidos estos goces?
—Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por sus cualidades anÃ*micas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión.
—Ya veo —comenté Bella—. Sigue.
—Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo muy meritorio que serÃ*a para mÃ* el ejercicio del privilegio que me concedÃ*a, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos otros a quienes sus votos les prohibÃ*an casarse, o la satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello.
—Está bien, puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti serÃ*a que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy.
—¡No me digas! ¡Ay de mÃ*! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tÃ*mida!
~¡Oh, no, querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a ti.
~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces?
—De ninguna manera; eso impedirÃ*a darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio.
—Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas?
—A plena luz —explicó Bella en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante.
—¡Desnuda! ¡Qué vergüenza!
—¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! —murmuró Bella—, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorrÃ*a su cuerpo—. ¡ Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás asÃ* cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas!
—¡Por favor, Bella, no digas eso!
—Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la habÃ*a conducido ya a sueños carnales que exigÃ*an imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de lÃ*quido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda.
—¿Qué es lo que murmuras?
Bella se levantó.
—Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú.
Siguió una conversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para oÃ*r otro diálogo. no menos interesante para mÃ*, y del cual, sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores.
Sucedió en la biblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que habÃ*a versado, por increÃ*ble que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente serÃ*a invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina’.
No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podÃ*a dejar de sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido.
—SÃ* —decÃ*a el complaciente y bondadoso tÃ*o—, los intereses de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensarÃ*a por la pérdida de tan frágil pertenencia.
En este momento dejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle.
Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le informó que la venta debÃ*a efectuarse en el acto, y que por consiguiente tenÃ*a que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar.
En el Ã*nterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenÃ*a lista la habitación donde estaba prevista la consumación del sacrificio.
Llegado este momento, después de un festÃ*n a tÃ*tulo de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existÃ*a una puerta entre él y la vÃ*ctima de su lujuria. De lo que no tenÃ*a la más remota idea era de quién iba a ser en realidad su vÃ*ctima. No pensaba más que en Bella.
Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción,
¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azules que corrÃ*an serpenteando aquÃ* y allá, que se veÃ*an al través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguÃ*neo, y que daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel.
Y además, ¡oh! además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los que la naturaleza gusta de solazarse, de la que ella nace y a la que vuelve: ¡la source! AllÃ* estaba, a la vista, en casi toda su infantil perfección.
Todo estaba allÃ* menos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista.
El señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que habÃ*a sido preparado para él, asÃ* como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleite los encantos que habÃ*an sido preparados para solaz suyo.
No bien se hubo repuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de la beldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo en los órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a las emociones que normalmente deben causarlos.
Su miembro, duro y henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su confinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma que apareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de su presa.
Lector: yo no soy más que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas. Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente a su vÃ*ctima.
Sintiéndose seguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos y con sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenas habÃ*a florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció y contorsionaba al sentir el intruso en sus partes más intimas, para evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las circunstancias.
Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y se colocó en medio de ellas.
Lector: acabo de recordarte que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no trataré de explicarte cuáles fueron los mÃ*os cuando contemplé aquel excitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva de Julia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron en mi, y hubiera deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugar del señor Delmont.
Mientras tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las partes vÃ*rgenes de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedó tieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su vÃ*ctima.
Durante este periodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complot gritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas por el prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Julia estaba narcotizada.
Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó con fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave barrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un gemido de placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos en la funda de ella, ajustada como un guante.
Siguió entonces una lucha que ninguna pulga serÃ*a capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensaciones de arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelante con los ojos extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro, bañó la matriz de su propia hija.
De todo ello fue testigo Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama, mientras Bella, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir cualquier comunicación hablada de parte de su joven visitante.
Esta precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el dolor, se habÃ*a desmayado.
CUANDO BELLA RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico jovenzuelo con quien habÃ*a tropezado por el camino. De aquella parte de sus aventuras del dÃ*a consideró del todo innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su no menos sagaz pariente.
El complot estaba evidentemente a punto de tener éxito. La semilla tan discretamente sembrada tenÃ*a que fructificar necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso agasajo que algún dÃ*a iba a darse en la persona de la hermosa Julia Delmont, se alegraban por igual su espÃ*ritu y sus pasiones animales, solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas, con el ostensible resultado de que se produjera una gran distensión de su miembro y que su modo de proceder denunciara la profunda excitación que se habÃ*a apoderado de él.
Tampoco el señor Verbouc permanecÃ*a impasible. Sensual en grado extremo, se prometÃ*a un estupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólo pensamiento de este convite producÃ*a los correspondientes efectos en su temperamento nerviosa.
Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmont darÃ*a los pasos necesarios para averiguar lo que habÃ*a de cierto en la afirmación de Bella de que su tÃ*o estaba dispuesto a vender su virginidad.
El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le habÃ*a hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pÃ*o varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor?
El padre Ambrosio era discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión. Pero no tenÃ*a empacho en valerse de los hechos de los que tenÃ*a conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas.
El plan quedó, pues, ultimado. Cierto dÃ*a, a convenir de común acuerdo, Bella invitarÃ*a a Julia a pasar el dÃ*a en casa de su tÃ*o, y se acordó asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habrÃ*a explicado, ella se retirarÃ*a, y bajo el pretexto de que habÃ*a que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el que quedarÃ*an a merced suya sus encantos personales. si bien la cabeza permanecerÃ*a oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podrÃ*a arrebatar la codiciada joya que tanto apetecÃ*a de su adorable vÃ*ctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podrÃ*a acusarlo posteriormente de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él.
A Delmont tenÃ*a que explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa tenÃ*a que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no debÃ*a saberlo hasta que fuera demasiado tarde.
Mientras tanto Julia tendrÃ*a que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad consumarÃ*a el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentÃ*a en su elemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, habÃ*a ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes habÃ*a soñado, todo lo cual Bella se habrÃ*a apresurado a explicar y confirmar.
Todos los detalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces.
La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasÃ*as, y como quiera que en aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabÃ*a estaban a punto de reclamarÃ*a.
Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos encantadoras entradas del amor.
El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito.
El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenÃ*a enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y patrono, se contuvo por el momento.
—Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis testÃ*culos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mÃ*o, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo proporcionarle.
Esta vez, cuando menos, Ambrosio no habÃ*a dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecÃ*a la chata y roja cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguÃ*a frente a su vientre, y sus inmensos testÃ*culos, pesados y redondos, se veÃ*an sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota —un avant courrier del chorro que habÃ*a de seguir— asomó a la roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su vÃ*ctima.
Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios da la tierna vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro.
—¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, deteneos!
Igual hubiera sido que Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada.
—¡Ah! —exclamó el violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro. Estoy en su interior hasta los testÃ*culos!
El señor Verbouc practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella.
Mientras tanto Bella sentÃ*a el calor del invasor en su vientre. PodÃ*a darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenÃ*a adentro se descubrÃ*a y se volvÃ*a a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado.
El señor Verbouc estaba encantado.
—¡Empuja, empuja! —decÃ*a—. Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja!
Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella.
La muchacha sintió el cálido y cosquilleante chorro disparado a toda violencia en su interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante las descargas.
Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tÃ*o inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma.
—Me pregunto —dijo el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con un buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquilla me inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mÃ* y del mundo entero. Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el lÃ*mite del éxtasis.
La observación del tÃ*o —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba en parte dirigida al buen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras.
—Creo poder decÃ*rtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no quieras seguir mi razonamiento.
—De todos modos puedes exponérmelo —replicó Verbouc—. Soy todo oÃ*dos, y me interesa mucho saber cuál es la razón, según tú.
—MÃ* razón, o quizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis.
Después, tomando un poco de rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a alguna reflexión importante— prosiguió:
—El placer sensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en dichas circunstancias.
Hay que entender bien lo que quiero decir, y por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeres deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción de sus apetitos.
Precisamente es en la [alta de Consentimiento donde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre de mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujer que se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayor motivo que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir al acto caracterÃ*sticas de delito, o de violencia que agregan un deleite que de otro modo no existirÃ*a. Es malo, está prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una verdadera obsesión poder alcanzarlo.
—¿Por qué, también —siguió diciendo— un hombre de constitución vigorosa y capaz de proporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en lo anormal de la situación, que proporciona placer a su imaginación, y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación. La ley de los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos los demás.
La simple diferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otros contrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantes son infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altos prefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los fuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa, anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan la incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increÃ*bles incongruencias.
Nadie, salvo los animales inferiores, los verdaderos brutos, se entregan a la cópula indiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a veces preferencias y deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no ha visto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros callejeros, o no se ha reÃ*do de los apuros de la vieja vaca que, llevada al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el lomo de su vecina más próxima?
—De esta manera contesto a tus preguntas —terminó diciendo— y explico tus preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida compañera de juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos momentos.
Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma adquiriera sus mayores dimensiones.
—Ven, mi fruto prohibido —dijo él—. Déjame que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plena satisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mÃ*a ¡ven!
Bella echó una mirada al enrojecido y rÃ*gido miembro de su confesor, y pudo observar la mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, se dispuso a darles satisfacción.
Como ya su majestuoso pene habÃ*a entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión, el dolor de la distensión habÃ*a ya cedido su lugar al placer, y su juvenil y elástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con dificultad apenas limitada a tener que efectuar la introducción cautelosamente.
El buen hombre se detuvo por unos momentos a contemplar el buen prospecto que tenÃ*a ante sÃ*; luego, adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Bella, y metió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Bella la recibió con un estremecimiento de emoción.
Ambrosio siguió penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas, hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió hasta los testÃ*culos.
Siguieron una serie de embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozos espasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre pÃ*o era intenso, el de su joven compañera de juego era por igual inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de su apetito, y Bella sintió los chorros de semen abrasándole violentamente las entrañas.
—¡Ah, cómo me habéis inundado los dos! —dijo Bella. Y mientras hablaba podÃ*a observarse un abundante escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corrÃ*a por sus piernas basta llegar al suelo.
Antes de que ninguno de los dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquila alcoba un griterÃ*o procedente del exterior. que acabó por atraer la atención de todos los presentes, no obstante que cada vez se debilitaba mas.
Llegando a este momento debo poner a mis lectores en antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar esta desventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros insectos.
DeberÃ*a haber explicado, como cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que la tÃ*a de Bella, la señora Verbouc, que ya presenté a mis lectores someramente en el capÃ*tulo inicial de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su sobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa.
El señor Verbouc habÃ*a ya alcanzado el estado de indiferencia ante los requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su alcoba, o perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos maritales.
La señora Verbouc, sin embargo, era todavÃ*a joven —treinta y dos primaveras habÃ*an transcurrido sobre su devota y piadosa cabeza— era hermosa, y habÃ*a aportado a su esposo una considerable fortuna.
No obstante sus pÃ*os sentimientos, la señora Verbouc apetecÃ*a a veces el consuelo más terrenal de los brazos de su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus derechos en las ocasionales visitas que él hacÃ*a a su recámara.
En esta ocasión la señora Verbouc se habÃ*a retirado a la temprana hora en que acostumbraba hacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar lo que sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette, que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante personaje, cuyo comportamiento será también necesario que analicemos.
Sucedió, pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor hemos ya tenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven Bella de la Sociedad de la SacristÃ*a, y sabiendo bien quién era ella y dónde podÃ*a encontrarla, rondó durante varios dÃ*as la residencia del señor Verbouc, a fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padre Ambrosio les habÃ*a escamoteado a sus confreres.
Le ayudó en la empresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida, aunque no sospechaba el papel que en la misma habÃ*a desempeñado el padre Ambrosio.
Aquella tarde el padre Clemente se habÃ*a apostado en las proximidades de la casa, y. en busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través de ella, seguro de que era la que daba a la habitación de Bella.
¡Cuán vanos son, empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habÃ*an sido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perder detalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales.
Mientras, la noche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logró empinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba la habitación en la que el ansioso cure pudo descubrir una dama entregada al pleno disfrute de un sueño profundo.
Sin dudar que serÃ*a capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó el haber disfrutado de sus encantos, el audaz pÃ*caro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras su gigantesco miembro. ya despierto al placer que se le prometÃ*a, se erguÃ*a contra su hirsuto vientre.
La señora Verbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió con amor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque.
Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenÃ*a entre sus brazos, con mayor motivo dado que no oponÃ*a resistencia a sus caricias, apresuró los preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora para llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó con fuerza hacia el interior.
Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo, hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba, la señora Verbouc advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre Clemente.
Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una yana tentativa por parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante.
Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en toda su longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes que caÃ*a sobre sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de su vÃ*ctima.
Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, se levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante.
Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia la ventana por la cual habÃ*a entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido marido.
Ya antes habÃ*amos dicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos asÃ* lo creÃ*a ella, y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios desquiciados y de maneras recatadas habÃ*a de causar el ultraje inferido. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habÃ*an matado, y yacÃ*a inconsciente sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación.
El señor Verbouc no estaba dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza, lo dejó escapar pacÃ*ficamente.
Mientras, el padre Ambrosio y Bella, que siguieron al marido ultrajado desde una prudente distancia, presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace de la extraña escena,
Tan pronto como el violador se levantó tanto Bella como Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenÃ*a buenas razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro oscilante que le colgaba entre las piernas.
Mutuamente interesados en guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del aposento antes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar su proximidad.
Tuvieron que transcurrir varios dÃ*as antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y pudiera abandonar la cama. El choque nervioso habÃ*a sido espantoso, y sólo la conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza.
El señor Verbouc tenÃ*a sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se detuvo en miramientos para aligerarse del peso del mismo.
Al dÃ*a siguiente de la catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de su querido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecido encerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los labios y los más extravagantes cumplidos.
Uno habÃ*a vendido a su sobrina, y el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez.
Cuando por la noche el tÃ*o de Bella anunció que la venta habÃ*a sido convenida, y que el asunto estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados.
El padre Ambrosio tomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en el interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según sus propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, que como de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiere terminado su confrere. atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo.
Después se ultimó hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxito de su estratagema.
CapÃ*tulo X
DESDE SU ENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le habÃ*a interesado, en la rústica vereda que la conducÃ*a a su casa, Bella no dejó de pensar en los términos en los que aquél se habÃ*a expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le habÃ*a hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales.
Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por su observación de que “mi padre no es tan listo como yoâ€� suponÃ*a que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplón poseÃ*a —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavÃ*a mayores que las del hijo.
Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta, yo sabÃ*a a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de su tÃ*o, ni le temÃ*a ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me admiré lo más mÃ*nimo cuando al dÃ*a siguiente, aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera.
En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrÃ*cola. Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años.
Casi al mismo tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su alegrÃ*a con una amplia sonrisa de satisfacción.
—Este es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela.
—¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a reÃ*rse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje?
—¿A qué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder?
En ese momento habÃ*an llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacÃ*a el chico.
Era fuerte y bien formado, y. a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que si poseÃ*a los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista.
—Mira a mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡DeberÃ*as verlo joder!
No cabÃ*a disimulo. Se entendÃ*an entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se habÃ*a tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros.
Bella comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar.
—Me gustarÃ*a enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor.
Bella se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole el acceso al camino.
—Me gustarÃ*a joderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustarÃ*a joderte, de manera que no debes irte. Quédate y serás jodida.
Bella estaba realmente asustada.
—No puedo –dijo—. De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme asÃ*. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis?
HabÃ*a una casita en un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la habÃ*a empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera.
Bella echó una mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. SerÃ*a mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le harÃ*a daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella excitación.
—Quiero que veas la yerga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas!
Y siguió desabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular.
~¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana.
Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada.
La joven sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedÃ*a un fuerte olor. El muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara.
—¿No le dije que era mayor que el mÃ*o? –siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mÃ*o ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre.
Bella se volvió. El muchacho habÃ*a abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podÃ*a compararse en tamaño con el del padre.
El mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, asÃ* como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba.
El vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caÃ*dos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de probarlo.
Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad.
Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual vertió parte de su semen.
Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior?
—Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se habÃ*a agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder?
Bella pensó que el hombre la soltarÃ*a, y que le permitirÃ*a levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes.
El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacÃ*a atrás, empujando sin piedad en las partes Ã*ntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecÃ*a ser infinito. La descarga anterior hacÃ*a que el miembro se deslizara sin dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismos alcanzara las regiones más blandas.
Poco a poco Bella llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundÃ*a su ardiente arma en sus entrañas.
Por espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se habÃ*a venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas.
El individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavÃ*a exudaba las últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeante cuerpo que acababa de abandonar.
Su miembro todavÃ*a se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado todavÃ*a por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de su padre.
Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguÃ*a acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes intimas de la muchacha.
Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de Bella.
—¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mÃ* —murmuró Bella.
—Claro que si —contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti.
El padre conducÃ*a en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavÃ*a inundada con las eyaculaciones que el campesino habÃ*a vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Bella.
—¡Oh, es terriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya!
¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible!
—Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testÃ*culos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es asÃ* muchachito?
—¡Uf! No hables, padre, asÃ* no puedo joder.
Durante unos minutos se hizo el silencio. No se oÃ*a mas ruido que el que hacÃ*an los dos cuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su carajo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no habÃ*a expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad.
—No puedo venirme —dijo, apesadumbrado.
—Es la masturbación —explicó el padre.
—Se la hago tan a menudo que ahora la extraña.
Bella yacÃ*a jadeante y en completa exhibición.
Entonces el hombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera sobre su cara.
Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la yerga a la vulva de Bella, y cuando la introducÃ*a un verdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por morderÃ*a en el brazo.
Cuando hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremecerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse.
Sin embargo, ellos no tenÃ*an intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle:
—Fue divertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto.
—Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno.
Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta.
Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacÃ*a temer otro asalto contra sus encantos, todavÃ*a más terrible que los anteriores.
Su miembro estaba literalmente lÃ*vido por efecto de la tensión, y se erguÃ*a hasta tocar su velludo vientre. La cabeza habÃ*a engrosado enormemente por efecto de la irritación previa, y de su punta pendÃ*a una gota reluciente.
~¿Me dejarás que te joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento.
—Haré lo posible —murmuró Bella.
Y viendo que no podÃ*a contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa de carne pardusca.
Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podÃ*a lograr la eyaculación.
¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella.
—Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella, todavÃ*a más duro que antes.
Bella lo agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo habÃ*a encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en su seno.
Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al fin llegó el dÃ*a; despuntó la mañana fatÃ*dica en la que la hermosa Julia Delmont habÃ*a de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra.
Era todavÃ*a temprano cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una máscara que escondÃ*a algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera.
—Adivino que tienes algo qué decirme, Bella; algo que todavÃ*a no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella?
—¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios.
—¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él me dijo que no habÃ*a malicia en lo que hizo!
—No la habÃ*a, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo?
—¡Oh, si te contara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento.
—¿Y luego? —preguntó Bella.
—¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llegué a pensar que iba a perder la razón!
—Dime algunas de ellas, cuando menos.
—Bueno, pues después de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano más arriba.., hasta que creÃ* que me iba a desvanecer.
— ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias.
—Claro que si. ¿Cómo podrÃ*a ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes habÃ*a sentido en toda mi vida.
—Vamos, Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahÃ*, tú lo sabes.
—¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después.
—¡Déjate de niñerÃ*as! —exclamó Bella, simulando estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo?
—Supongo que no tiene remedio, pero parecÃ*a tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mÃ*, y sin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir que morÃ*a por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenÃ*a él, y que parecÃ*a como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacÃ*a abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salÃ*a entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado.
Julia dudó un instante.
—Sigue —le dijo Bella, alentándola.
—Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rÃ*gida y tan caliente!
No cabÃ*a dudarlo, sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad.
—Después tomó mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el brillo que adquirÃ*an sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara.
—¿Fue todo? –preguntó Bella, en tono persuasivo.
—No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mÃ* seno por algún tiempo, durante el cual latÃ*a y me presionaba ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara.
Lo complacÃ* en el acto. Cuando puse mis labios sobre él, sentÃ* que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguÃ* besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibÃ* una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis manos.
TodavÃ*a estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abrÃ*a en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me habÃ*a confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacerâ€�.
Sus modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querÃ*as comunicarme? Me muero por saberlas.
—Primero quiero saber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar.
—Claro que sÃ*. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituÃ*a un mérito.
—Supongo que después de casarse, por ejemplo.
—No dijo nada al respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial.
Bella sonrió. Recordó haber oÃ*do algo del mismo tenor de los sensuales labios del cura.
—Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarÃ*an permitidos estos goces?
—Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por sus cualidades anÃ*micas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión.
—Ya veo —comenté Bella—. Sigue.
—Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo muy meritorio que serÃ*a para mÃ* el ejercicio del privilegio que me concedÃ*a, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos otros a quienes sus votos les prohibÃ*an casarse, o la satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello.
—Está bien, puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti serÃ*a que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy.
—¡No me digas! ¡Ay de mÃ*! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tÃ*mida!
~¡Oh, no, querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a ti.
~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces?
—De ninguna manera; eso impedirÃ*a darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio.
—Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas?
—A plena luz —explicó Bella en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante.
—¡Desnuda! ¡Qué vergüenza!
—¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! —murmuró Bella—, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorrÃ*a su cuerpo—. ¡ Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás asÃ* cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas!
—¡Por favor, Bella, no digas eso!
—Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la habÃ*a conducido ya a sueños carnales que exigÃ*an imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de lÃ*quido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda.
—¿Qué es lo que murmuras?
Bella se levantó.
—Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú.
Siguió una conversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para oÃ*r otro diálogo. no menos interesante para mÃ*, y del cual, sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores.
Sucedió en la biblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que habÃ*a versado, por increÃ*ble que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente serÃ*a invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina’.
No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podÃ*a dejar de sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido.
—SÃ* —decÃ*a el complaciente y bondadoso tÃ*o—, los intereses de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensarÃ*a por la pérdida de tan frágil pertenencia.
En este momento dejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle.
Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le informó que la venta debÃ*a efectuarse en el acto, y que por consiguiente tenÃ*a que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar.
En el Ã*nterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenÃ*a lista la habitación donde estaba prevista la consumación del sacrificio.
Llegado este momento, después de un festÃ*n a tÃ*tulo de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existÃ*a una puerta entre él y la vÃ*ctima de su lujuria. De lo que no tenÃ*a la más remota idea era de quién iba a ser en realidad su vÃ*ctima. No pensaba más que en Bella.
Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción,
¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azules que corrÃ*an serpenteando aquÃ* y allá, que se veÃ*an al través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguÃ*neo, y que daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel.
Y además, ¡oh! además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los que la naturaleza gusta de solazarse, de la que ella nace y a la que vuelve: ¡la source! AllÃ* estaba, a la vista, en casi toda su infantil perfección.
Todo estaba allÃ* menos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista.
El señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que habÃ*a sido preparado para él, asÃ* como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleite los encantos que habÃ*an sido preparados para solaz suyo.
No bien se hubo repuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de la beldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo en los órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a las emociones que normalmente deben causarlos.
Su miembro, duro y henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su confinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma que apareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de su presa.
Lector: yo no soy más que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas. Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente a su vÃ*ctima.
Sintiéndose seguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos y con sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenas habÃ*a florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció y contorsionaba al sentir el intruso en sus partes más intimas, para evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las circunstancias.
Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y se colocó en medio de ellas.
Lector: acabo de recordarte que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no trataré de explicarte cuáles fueron los mÃ*os cuando contemplé aquel excitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva de Julia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron en mi, y hubiera deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugar del señor Delmont.
Mientras tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las partes vÃ*rgenes de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedó tieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su vÃ*ctima.
Durante este periodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complot gritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas por el prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Julia estaba narcotizada.
Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó con fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave barrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un gemido de placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos en la funda de ella, ajustada como un guante.
Siguió entonces una lucha que ninguna pulga serÃ*a capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensaciones de arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelante con los ojos extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro, bañó la matriz de su propia hija.
De todo ello fue testigo Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama, mientras Bella, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir cualquier comunicación hablada de parte de su joven visitante.
Esta precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el dolor, se habÃ*a desmayado.