jaimefrafer
Pajillero
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Quinta parte
ExistÃ*an muchas razones por las que el segundo matrimonio del prÃ*ncipe Demetri ***
debÃ*a mantenerse en secreto. El gobierno paternalista de la Catalina, Zarina de Todas
las Rusias, exigÃ*a el consentimiento del soberano reinante a las alianzas de los nobles
superiores. Esto se habrÃ*a considerado aún más necesario en el caso del matrimonio de
un prÃ*ncipe de la dignidad ancestral del padre de nuestra protagonista con una inferior,
aunque de buena familia, como era la mujer a quien secretamente habÃ*a tomado por
esposa. Tan leal era, sin embargo, la madre del niño, hasta tal punto confiaba en el
honor y en las repetidas promesas de su marido, que murió plenamente convencida de
que algún dÃ*a su hijo heredarÃ*a las grandes posesiones del prÃ*ncipe y compartirÃ*a las
dignidades de su nacimiento y su posición con la hermana mayor.
Y asÃ* podrÃ*a haber sido, por lo que se ve, sin la sanción imperial que, en este caso, no
habrÃ*a sido difÃ*cil de obtener, dado que Pablo I habÃ*a sucedido a su madre, y habrÃ*a
sido suficiente con que lo solicitara la bella hermana, quizá con un petit sacrifice de su
honor femenino a la voluntad del licencioso monarca.
Pero ese camino era imposible. Como dice un viejo proverbio: «No se puede soplar
frÃ*o y caliente al mismo tiempo».
Nos sentimos más bien inclinados a creer que se puede, al menos en ciertas
circunstancias, pero en el caso que nos ocupa reconoceremos su validez. La princesa
Vávara habÃ*a elegido su camino -no sin debatirse consigo misma, como hemos visto-,
y el mismÃ*simo aliento de la ráfaga caliente que habÃ*a soplado impidió, en efecto, que
considerara cualquier otro camino más natural. Ahora no podÃ*a delatarse: hacerlo no
sólo significarÃ*a renunciar a su posición sino a su amor y, en última instancia, a
condenarse por un delito infame, en comparación con el cual la liquidación de los
mujiks no era nada. Porque Vávara, desde que inició la andadura de su independencia,
no se habÃ*a tomado el mismo cuidado que antes, todo hay que decirlo, en ocultar sus
amores con el paje, y su aventura corrÃ*a libremente de boca en boca por toda la casa.
Pero mientras el inteligente descubrimiento del secreto de su padre -surgido de la
búsqueda y supervisión personal de sus papeles por parte de la princesa- le permitió
suprimir el hecho de que él habÃ*a dejado un heredero, quedó preocupada por el
problema de que algún dÃ*a pudiera filtrarse la verdad por algún otro medio. No
obstante, acudió en su ayuda su despierto ingenio; se presentó un doble incentivo para
dar rienda suelta a su lascivia: seguirÃ*a regodeándose con todas las satisfacciones ya
experimentadas y de paso conseguirÃ*a que Alaska no se apartara de su lado.
He aquÃ* otro proverbio, originalmente ruso, utilizado por la propia autora y citado por
ella misma, que adaptado a nuestro idioma dirÃ*a más o menos asÃ*: «Cuanto más cerca
del hueso, más dulce es la carne».
Como la propia conspiradora admite, no hay duda de que la carne que habÃ*a saboreado
era dulce. En tanto se abandonaba a esta licenciosa consideración, perdió todo
sentimiento de contención, y aunque admitió que por cierto estaba muy «cerca del
hueso» , decidió entregarse al amor incestuoso y disfrutarlo en toda su fuerza,
saboreándolo como una auténtica sibarita.
Y asÃ* ocurrió que, perdida para cualquier consideración excepto la satisfacción
voluptuosa de su propia lujuria, volvió a recibir al apuesto paje, y saciándose con sus
jóvenes y vigorosos encantos, revolcándose abrazados en todas las posturas que a sus
fértiles imaginaciones se les ocurrÃ*an, Vávara dio rienda suelta a sus rebeldes pasiones
y, dejando de lado cualquier pudor, se lanzó a una vida de depravación desenfrenada.
«Me quité toda la ropa y también desnudé a Alaska. Jugué con su carne en erección e
hice que se me acercara gradualmente con su ***. En cuanto me penetró por completo
cerré los ojos, y las realidades de mi amor, que excitaron más aún mi imaginación,
añadieron salacidad a estos goces. En otros momentos hice que se echara de espaldas,
y, montada a horcajadas en su cuerpo blanco, me fui hundiendo lentamente sobre él,
dejando que sus partes tiesas e ingobernables entraran en mÃ* en toda su extensión. En
esta posición disfruté con la vista de sus muecas y contorsiones, mientras le bombeaba
la divina esencia de su ser. Si su persona estaba pletórica de encantos para mÃ* y su ***
me resultaba maravilloso en cualquier estado, su semen fue como el néctar de los
dioses, con un sabor y un olor inexpresablemente exultante para mis nervios. Me
revolqué en él y ni una gota salió de mis labios una vez que los atravesó. Nos
habÃ*amos vuelto ambos adictos a este placer; él mismo lo proponÃ*a e introduciendo
una longitud increÃ*ble de su sable en mi garganta, descargaba un torrente del que yo no
desperdiciaba una sola gota.
Nuestras relaciones Ã*ntimas duraban ya unas semanas y de alguna manera se habÃ*a
desgastado la novedad de nuestro apareamiento. Siempre inclinada a nuevas
satisfacciones, creÃ* detectar en mi joven amante una inclinación por los encantos de mi
trasero. Lejos de tratar de disuadirlo, di satisfacción a su capricho y, orientando su
potente vara bien lubricada, accedÃ* a que insertara el glande en esa ruta de placer
prohibida. Presionando, empujando e insinuando suavemente su miembro
cartilaginoso, me penetró y asÃ* sumamos la sodomÃ*a a nuestro delicioso delito. Alaska
yacÃ*a suspirando, con la cabeza sobre mi hombro desnudo y el aliento caliente en mi
cuello. Con su mano me excitó aún más mis partes hinchadas, y manteniendo una
delicada y palpitante presión en todo momento, introdujo por fin toda la longitud de su
*** en mis entrañas.
Decir que gocé transmite apenas una débil idea del torbellino de mis sensaciones. Al
principio el dolor fue agudo y mareante. Apreté los dientes y hundÃ* las uñas en los
cojines. Pero nada desconcertó a mi héroe. SentÃ* palpitar y empinarse más aún la barra
de hierro en la funda ceñida; el cosquilleo de su dedo activo palió mi alarma. De
inmediato el placer se alzó triunfante; su mano produjo la culminación del placer, le
entregué mi camino prohibido y él, hundido hasta lo más profundo, llenó mi interior
(literalmente mis entrañas) con una ardiente inundación de esperma.
La gratitud de Alaska fue ilimitada y, echándome de espaldas en mi blanda cama, me
apartó los muslos y sus besos incendiados entre ellos compensaron con creces mi
sacrificio.»
Empero, en breve la princesa empezó a descubrir que los placeres de su unión
necesitaban un estimulante; aparentemente de forma imperceptible para ella, sus
pasiones, avivadas en una furiosa llamarada, habÃ*an llegado a un punto en que los
recursos corrientes de la gratificación sexual ya no la contentaban. SentÃ*a un ansia
constante de experimentar nuevas sensaciones. Incluso el aguijón de su reciente
descubrimiento comenzó a perder su efecto. Anhelaba que el muchacho se volviera tan
lascivo como ella. Y él no necesitó demasiados alicientes para prestarse a todo. Pasado
el primer estallido de afecto mutuo en virtud del abuso a que lo sometieron, sus ideas
se volvieron irregulares:
«-Ojalá supiese quién fue el primero en aventurarse en tu bonito pimpollo de rosa...
cuál fue la primera abeja que depositó ahÃ* su miel -suspiró Alaska una tarde, cuando
después de uno de nuestros coitos habituales reposábamos para recuperar el aliento.
--¿A qué pimpollo de rosa te refieres, mi querido muchacho? No olvides que tu
pregunta es algo indefinida. ¡Tengo varios y en todos ellos tú has libado miel, pequeña
avispa juguetona!
-SÃ*, y volveré a hacerlo, dulce mÃ*a, pero el pimpollo al que me refiero es el que tienes
entre los muslos. -Un toque de su mano volvió inconfundible la aclaración.
-Eres demasiado curioso.
-Es que me gustarÃ*a saberlo -insistió-. Ojalá hubiese podido espiar por el ojo de la
cerradura.
-Te habrÃ*as puesto celoso.
-Por supuesto, lo sé. Pero aun asÃ*, creo que me habrÃ*a gustado espiar, aunque sólo
fuera por curiosidad.
-Alaska mÃ*o, ¡.eso quiere decir que no te pondrÃ*as celoso ahora si espiaras por el ojo
de la cerradura y vieras...? ¿El qué?
No digo eso, pero me parece que, aunque al principio estuviera celoso al descubrir lo
que ocurra secretamente y sin que yo lo supiera, serÃ*a diferente si conociera tus deseos,
si fuera consciente de ellos, y pensara que la satisfacción de tus apetitos, de los que
hemos hablado a menudo, te proporciona placer, e incluso que mi complicidad harÃ*a
que me amaras más; no... no creo que dadas todas estas condiciones ahora me pusiera
celoso. Soy demasiado voluptuoso, y no olvides que asÃ* me has hecho tú, para que me
importe la entrega exterior de tus encantos, siempre que siga siendo el dueño de tu
corazón.
--¿Quieres decir que te gustada ver cómo entrego mi cuerpo a otro? Ay, libidinoso
mÃ*o, veo que tus ojos brillan... sé que gozarÃ*as del espectáculo.
-Más de una vez te he hablado de mi idea largamente acariciada. Una vez lo soñé y me
encantarÃ*a ponerlo en práctica.
-Lo sé, Alaska. Te relamerÃ*as en un acto sexual en el que, aunque no personalmente,
gozarÃ*as de mÃ* por poderes. Te veo, mi perverso diablillo, observando los
preliminares, arreglando los detalles, y finalmente entregándome al ejecutor».
El efecto de esta conversación se evidenció plenamente en los sensibles órganos de
Alaska. La princesa, que durante un tiempo habÃ*a estado entrenándolo en estas ideas
impúdicas, contempló con deleite el resultado.
«-Bueno, Alaska, dado que los dos estamos decididos a apurar el cáliz de los goces
amorosos, no vacilemos un instante en aprovechar al máximo nuestro tiempo. Yo te
prostituiré y tú me prostituirás, y nuestros placeres competirán entre sÃ*.
La respuesta de Alaska fue una prolongada arremetida y la conversación se convirtió
en una incoherente explosión de gritos placenteros.»
Sólo habÃ*an transcurrido unos dÃ*as tras esta conversación cuando, una vez todo
dispuesto, la princesa dio su consentimiento al inicio de la diversión. A la hora
señalada, Proscovia introdujo por la entrada privada a un mujik robusto elegido por
ella misma con la ayuda de Alaska. Este, transformado para la ocasión en una joven
alta y de buen ver, correspondientemente disfrazado, aguardaba con la princesa la
llegada del campesino.
Si se considera que los habitantes del palacio ascendÃ*an a más de ciento cincuenta, se
comprenderá que conjeturar la verdad en cuanto a la identidad de la princesa, que
siempre aparecÃ*a velada, era muy improbable para alguien como este mujik
analfabeto. El hombre habÃ*a sido seleccionado entre otros por diversos motivos que
pronto se verán, y porque era un luchador además de primo hermano del desgraciado
Petrushka, y por tanto un mozo de buena estampa.
Es harto probable que la concupiscente princesa se deleitara interiormente al recordar
aquella aventura y que ejerciera alguna influencia en sus goces secretos. Fuera como
fuese, este mujik, que respondÃ*a al nombre de Fadeyev, era un estupendo ejemplar de
campesino ruso, con sus hombros anchos, las extremidades largas y gruesas, la barba
castaña, los rizos bien aceitados y atados con un cordón detrás de su gran cabeza
cuadrada. Además, Fadeyev tenÃ*a una expresión de buen humor, más bien estúpida:
pero si su inteligencia era escasa, su pesada estructura muscular prometÃ*a muchas
cosas, al tiempo que cierto movimiento de sus labios, las fosas nasales abiertas y los
ojos brillantes delataban un temperamento activo y a la vez voluptuoso. Por otro lado,
conocÃ*a muy bien el motivo por el que lo habÃ*an mandado llamar.
Proscovia, también medio desvestida, llevó a Fadeyev ante su ama y el joven paje.
Pronto una copa de buen coñac puso al mujik más a sus anchas, y mientras se caldeaba
en los lujosos aposentos empezó a corresponder a las frivolidades obscenas de la
criada, que hizo todo lo que pudo por tranquilizarlo.
Pero a medida que aumentaba su temperatura, Fadeyev notó que le molestaban las
pesadas ropas; al instante Proscovia y Alaska demostraron que no tenÃ*an ningún
problema en despojarlo de ellas. AsÃ* quedaron a la vista los grandes miembros
musculosos del mujik, pues su ropa interior era deficiente para cubrirlo tanto en lo que
respecta a perneras como a mangas.
Entretanto, la princesa Vávara, negligentemente reclinada en un fastuoso diván,
intercambiaba susurros e insinuaciones con Alaska y observaba la semidesnudez del
mujik con ojos lascivos, en los que se rastreaba la luz arrebatada de una diabólica
lujuria. Los labios de la princesa estaban calientes y secos, le temblaban las fosas
nasales y sus miembros se retorcÃ*an de una forma inequÃ*vocamente indicativa de su
ardor. Hasta ese momento habÃ*a sido una observadora pasiva.
Sin embargo Fadeyev, con el instinto de un halcón que persigue a su presa, reconoció
al instante que ella era el principal objeto de su convocatoria, y consecuentemente
prodigó toda su atención a ese rostro hermoso. Pero eso no era todo: de vez en cuando
el peignoir de la señora se abrÃ*a, cuando cambiaba de posición, y por la abertura
Fadeyev vio una cornucopia de delicadas carnes blancas, lo que fue más que suficiente
para poner en marcha sus deseos.
-Entonces, ¿éste es el entretenimiento que has decidido proporcionarme, Alaska?
-murmuró su bella amante-. SerÃ*a una desagradecida si no correspondiera plenamente
a tu bondad. ¡Qué miembros los de tu gigante, qué fortaleza, qué flexibilidad en las
articulaciones! ¿Me has dicho que es un luchador? Entonces evidencia su enorme
poder arrojando al suelo a hombres grandes y fuertes como él. Cono, Alaska, en que
demuestre sus artes conmigo. Yo también lucharé con tu gigante y tú verás que salgo
vencedora, porque conmigo empleará su fuerza en vano, yo sólo apelaré al artificio del
amor y él caerá a mis pies, lo quiera o no, será un humilde esclavo de los deleites que
guardo para él.
-Sin duda, mi amada, no podrá rivalizar con tus dulces y ágiles artes, tus suaves
zalamerÃ*as, tus refinamientos de voluptuosidad.
-No, Alaska, encanto mÃ*o; tú me has traÃ*do el material, sólo tú eres el alma, la parte
vital. Usaré este instrumento y reconoceré, todo el tiempo de mi goce, que eres tú y
sólo tú quien me lo da, duplicando tu propia potencia al ofrecerme este medio.
La princesa hizo una pausa. Contempló admirada las proporciones fornidas del
luchador, le temblaron los labios, todo su cuerpo pareció irradiar una exuberancia de
diablura perfumada muy acorde con su carácter. Le brillaron los ojos más que de
costumbre; una especie de agitación sólo evidente para un observador cercano se
difundió por su piel; respiraba en breves jadeos espasmódicos; movÃ*a las manos de un
lado a otro, en el aire, como si estuviera invocando algún poder invisible. Entonces
volvió a hablar.
-Ponte ante mÃ*, Fadeyev, de modo que te vea -gritó en el dialecto del campesino, pero
con un ritmo y una fuerza que hizo que todo volviera a tintinear mientras hablaba-.
Quiero verte en toda tu potencia mientras avanzas hacia el combate con tus oponentes.
¿Acaso no has derrotado a muchos hombres? ¿No les has hecho morder el polvo con
la simple fuerza de tus miembros? Ahora, Fadeyev, siempre terrible en tus encuentros,
¿no quieres probar conmigo? Mira -dijo mientras dejaba caer su manto acampanado y
desplegaba sus hermosas formas desnudas en toda su altura-. ¿No soy digna de tus
proezas? ¿Crees que puedes vencerme como has vencido a tantos hombres? No,
Fadeyev, soy yo quien te derrotará, por la fuerza del ardor y la lascivia caerás... caerás
a mis pies. -La princesa levantó la voz hasta casi un tono de dureza y luego agregó,
quejumbrosa-: Y tú gozarás, Fadeyev, te revolcarás en los embelesos del paraÃ*so... de
ese paraÃ*so en el que pensó y del que escribió el Profeta. -En este punto Vávara bajó
más la voz, mientras una extraña luz, como la de aquellos que ven a lo lejos y hablan
de lo que no está presente, centelleaba en sus ojos brillantes-. Gozarás del
arrobamiento de los ángeles en mis brazos, en mi pecho, te recibiré... te abrazaré,
Fadeyev. -Más baja aún se volvió su voz al tiempo que el mujik, comprendiendo el
sentido de su rapsodia y más que dispuesto a aprovecharse de su posición, iba
aproximándose lentamente-. Te deleitaré con mi cuerpo, te consumiré en mi
libidinosidad, cruzarás las puertas por las que a los hombres les gusta entrar, y no me
negaré a tus deseos. El aliento de tus besos calientes manará esencia de rosas para mÃ*,
tus apasionados movimientos serán la ondulación de un arroyuelo que cae raudo. ¡Tus
feroces deseos me dominarán, Fadeyev, tu fortaleza y tu potencia me harán
estremecer! Dejaré que te bañes en los torrentes de tu placer, me someteré a la
satisfacción de tus deseos más secretos...pero te derrotaré, Fadeyev. ¡Fa-de-yev!
Despojada de su única cobertura, un suntuoso manto de raso forrado en pieles, la
princesa temblaba por la excitación de su apasionado discurso, pero suavemente y casi
sin que se diera cuenta, Alaska y Proscovia habÃ*an vuelto a ocultar su encantadora
figura a la mirada lasciva de Fadeyev.
Mientras ella hablaba sin parar, el mujik -acometido por cierto respeto pavoroso ante
tan rápido y apasionado parlamento-, impresionado por la indescriptible belleza de su
persona y ansioso, naturalmente, por una relación más Ã*ntima con sus encantos, se
aproximó poco a poco, estimulado por sus gestos, donde vio menos pudor que ardiente
deseo.
Las pocas prendas que ahora cubrÃ*an al luchador permitÃ*an una perfecta exhibición de
su cipote poderoso, y como los faldones le iban cortos y lo único que cubrÃ*a sus
muslos era una camisa de algodón, ésta comenzó a hincharse por delante con una
protuberancia que dejó perplejos a todos los presentes.
Fadeyev ya estaba ante el diván en el que la princesa habÃ*a vuelto a echarse, y se
encontraba al alcance de la mano que ésta habÃ*a extendido. Tras palparlo, ella insinuó
su manita bajo la cobertura y rápidamente aferró el objeto que tanto habÃ*a llamado su
atención. Un resplandor lúbrico se extendió por sus facciones al descubrir la exis tencia
de un arma de longitud y grosor ponderables, empinada y amenazante, y que Fadeyev,
enloquecido de deseo, intentaba en vano controlar.
Se elevó entre los presentes una especie de murmullo confuso; Proscovia, no menos
encantada que su ama, compartió el placer de ésta. La princesa echó una mirada de
soslayo a Alaska. Al notarlo preocupado, le sonrió y con irresistible dulzura le hizo
señas para que se acercara.
«-FÃ*jate, niña mÃ*a -dije a Alaska-, he aquÃ* a una criatura del sexo que tú deseas.
Observa con atención este objeto largo y grueso como el palo de un carro; su cabeza
purpúrea está encendida por el deseo de gozarnos. Esa cabeza es el sÃ*mbolo de la
sangre caliente que hormiguea en sus venas'
-sÃ*, mi querida niña, es con un instrumento como éste, que serás perforada; me verás
sufrir, pero también sabrás cuánto gozo. Luego será tu turno de rendir tu bonita
persona y de someter a su merced tus encantos hasta ahora intactos.
Proscovia se puso a reÃ*r disimuladamente. Observé a Alaska: su sonrisa y sus miradas
obscenas me convencieron de que su depravación estaba a la altura de las
circunstancias.
-¡Oh! Señora, Lesa cosa horrible me penetrará? -exclamó, imitando una voz
femenina-. En verdad, no soporto pensarlo. -Se cubrió la cara con la mano, fingiendo
gran vergüenza y susto. Sin embargo, insistÃ* en ponerle el miembro de Fadeyev en las
manos, y de buena gana él lo toqueteó para su propio deleite. Luego hice que el mujik
se sentara a mi lado y le di un batÃ*n elegante para que se cubriera. Estaba decidida a
que no se alcanzara el clÃ*max demasiado pronto.
Fadeyev, corpulento y estúpido como era, no tenÃ*a el aire brutal del mujik común y
corriente. Sus ojos eran blandos y amables, sus movimientos espontáneos y suaves.
Daba la impresión de estar encantado en un nuevo mundo, por asÃ* decirlo, de lujuria y
placer sensual, y parecÃ*a conformarse con notable ecuanimidad a lo que le habÃ*a caÃ*do
en suerte.
Mientras acariciaba la manaza derecha de Fadeyev, la atraje suavemente hacia mÃ* y la
deposité estremecida de dicha en mis senos redondeados. Mi Hércules estaba ya casi
sometido. El contacto con mis firmes pechos blancos pareció electrizarlo: los amasó
con su mano fogosa, palpó, apretó, hasta que agitado por un irresistible impulso, intentó
bajar cada vez más la mano, no pudiendo contentarse con el suave contacto de
mi vientre.
Entonces hice señas a Alaska de que le soltara la ***, dado que yo misma estaba
celosa por su interferencia, y volvÃ* a coger este enorme ejemplar de hombrÃ*a
musculosa. La barra palpitaba y se estiraba en mi mano mientras envolvÃ*a mis dedos
flexibles alrededor de la cabeza purpúrea. Fadeyev mostró su aprecio por mis
delicados toques con diversos suspiros y sÃ*ntomas; parecÃ*a apenas capaz de contener el
ansia de satisfacer su ardiente pasión.
Yo misma estaba mareada por el feroz deseo de gozarlo. No obstante, puse freno a mi
impaciencia e hice una pausa para contemplar mejor al luchador que me habÃ*an traÃ*do.
Observé su pecho ancho, sus brazos fuertes y nervudos, singularmente libres del
hirsutismo, que es rasgo tan común de nuestro campesinado. Por encima de todo era
un corpachón perfecto, con una fortaleza y una elasticidad tales que sólo mirarlo me
puso fuera de mÃ*.
PercibÃ* que no podrÃ*a continuar mucho más en este papel pasivo. A una señal mÃ*a
arrancaron el resto de la ropa a Fadeyev y él se irguió ante mÃ* absolutamente desnudo.
¡Qué impresión fue ver esa terrible ***! Me estremecÃ* de impaciencia mientras volvÃ*a
a despojarme de mi manto, abracé a mi Hércules y juntos nos hundimos en el blando
diván.
Ahora la mano de Fadeyev recoma mi cuerpo a voluntad. No necesitó guÃ*a para
detectar el punto central de sus deseos. Entretanto, mis labios buscaron los suyos y
mezclamos la saliva en nuestros besos impacientes. Alaska se situó cerca, a mi lado, y
nos observaba con el rostro ruborizado y las mejillas ardientes.
El luchador cayó sobre mÃ*, su enorme pecho me cubrió el cuello y el rostro. SentÃ* que
su *** caliente y tiesa empujaba contra mÃ*. Pensé que nunca tendrÃ*a lugar la cópula de
nuestros cuerpos; por fin mis partes Ã*ntimas cedieron, la gigantesca serpiente se
deslizó en mÃ*, rasgando, proporcionando dolor y placer a un tiempo, hasta que sentÃ*
que Fadeyev habÃ*a introducido su miembro hasta la raÃ*z y me gozaba con una feroz
energÃ*a que yo nunca habÃ*a experimentado. Alaska me besaba una mano, que yo le
habÃ*a tendido con tal propósito, y también noté que sus propios dedos traicioneros
estaban inmersos donde se efectuaba la unión de mi cuerpo con el del mujik.
-¡Ay, amigo mÃ*o! -grité-. Me haces daño, pero también me brindas placer;
suavemente... Fadeyev mÃ*o, asÃ*... ayúdame, no acometas con tanta fuerza. ¡Ay! ¡Eres
tan enorme! ¡Tan terrible!
Más arremetidas, más impactos impacientes de sus lomos vigorosos, más esfuerzos
titánicos por parte de mi luchador; sus forcejeos eran los de un nadador que expira:
resollaba, sollozaba. Poco a poco el placer cedió en mÃ*, hasta que con un grito
frenético arrojé mis piernas hacia delante... y el deseo se extinguió por un momento en
un temblor de abrasadora dicha disolvente.
Fadeyev todavÃ*a no habÃ*a acabado conmigo.
Noté que aún estaba ansioso por completar el éxtasis, aunque aparentemente era
incapaz de obtener el Ã*mpetu necesario. No, se relajaron sus partes vigorosas... sin
duda la compresión era excesiva. Le imploré que parara y se retirara; me
obedeció a regañadientes y contemplé su exagerado aparato, rojo y humeante, todavÃ*a
no apaciguado por mi cuerpo. Fadeyev parecÃ*a desolado, avergonzado por no haber
tenido más éxito. Rápidamente aparté de él ese sentimiento, estimulándolo de nuevo.
Volvió a penetrarme con furia y, ahora bien preparado, soltó enseguida el manantial de
su paroxismo inundando mi interior con su semen.»
Esa velada se celebró una orgÃ*a en los aposentos de la princesa. Proscovia estaba
totalmente desnuda y Fadeyev cayó sobre ella. Alaska, del todo depravado por los
preceptos y el ejemplo de su amante, se mostró tan desvergonzado como los demás.
Ahora sólo cubierto por un vestido ligero, se esforzaba por ocultar su sexo, mientras el
luchador, sin entender los motivos de su reticencia y adjudicándoles un origen muy
distinto, lo seguÃ*a incesantemente con sus solicitudes. Vávara compartÃ*a las
provocaciones generales. Entraron otros dos hombres, y dos muchachas hermosas,
proporcionados por los agentes secretos de la princesa, que se sumaron a la escena de
libidinosidad y jolgorio.
Estas jóvenes, hermosas como la luz del dÃ*a e inocentes en lo que a participación en
las orgÃ*as del palacio se refiere, fueron de inmediato el principal foco de atracción del
depravado Alaska. La princesa le estimuló esta fantasÃ*a y a continuación tuvo lugar la
escena más hórrida de iniquidad concupiscente.
Georgette, la mayor de las dos muchachas, era bellÃ*sima: rubia, alta, esbelta, de rasgos
delicados y estatuarios, llevaba sueltos los largos rizos de exuberantes cabellos
dorados que flotaban por su espalda en pesadas matas. TenÃ*a los pies y las manos
pequeños y de fina forma; acababa de cumplir los dieciocho años.
Ofvette, la otra, era más morena y no tan alta; poseÃ*a las facciones frescas de los
habitantes de la frontera suroccidental, era una encantadora pomerania cuya belleza
impresionaba a quien la. contemplara. Sus miembros eran igualmente delicados,
aunque más redondeados y regordetes; sólo tenÃ*a quince años.
Los dos hombres eran jóvenes y robustos; tenÃ*an los miembros semejantes al del mujik
ruso y rondaban los treinta años. Ambos habÃ*an sido seleccionados en virtud de sus
aptitudes especiales para la impudicia y de sus miembros de grandes dimensiones.
ConocÃ*an a la perfección el objetivo de su presencia allÃ*. No era la primera vez que la
princesa los habÃ*a empleado con fines similares.
Los siete personajes formaban, por ende; un grupo lascivo, al que se unió la criada
Proscovia.
Alaska se pegó deprisa a Olivette, que al principio lo tomó por una chica. Por orden de
la princesa pasaron a un gabinete contiguo junto con Moditzski, el más rubio de los
recién llegados. En cuanto desaparecieron los tres, Vávara hizo que el otro mujik se
echara de espaldas en el diván y se divirtió montándolo, recibiendo en esta posición su
arma grande y erecta, mientras llamaba a Fadeyev a su lado para asirle el miembro
gigantesco con ambas manos, balanceándose entre los dos al tiempo que se llevaba el
glande purpúreo del último a los labios.
AsÃ* ocupados, la princesa y sus acompañantes se dispusieron a escuchar a los que
estaban en el gabinete.
No esperaron mucho, pues en breve los gritos y quejas de Olivette les hicieron saber
que estaba ocurriendo algo que le provocaba descontento. Se oÃ*a su voz suplicante y
simultáneamente se distinguÃ*an las de Alaska y el mujik en tonos de perentoria
exigencia. Más protestas por parte de la pequeña Olivette, renovadas demandas de los
hombres: luego un forcejeo, murmullos apagados, imprecaciones en las que
predominaba la voz de Alaska... y un sonido sordo de cuerpos que caÃ*an sobre cojines
mullidos.
De inmediato un peculiar grito agudo de la bonita joven, un ruido audible de golpes
regulares, una especie de percusión de la cama en que habÃ*an caÃ*do los cuerpos... una
amainada cadencia de movimientos feroces y significativos, en medio de los cuales se
intercalaban los sollozos lastimeros de la vÃ*ctima.
Ya la tiene metida -susurró el luchador, cuyo miembro largo y gordo palpitaba bajo las
glotonas chupadas de la fogosa princesa-. Se la metió... si experimenta la mitad del
placer que estoy experimentando yo, ese hombre está en los cielos.
-SÃ*, asÃ* debe ser -respondió Vávara, haciendo una pausa en su tarea-, escuchad cómo
cruje la cama... él se toma su tiempo... su éxtasis crece, la chica está sometida, él la
goza desenfrenadamente. Su cuerpo está perforado como el mÃ*o por el órgano de un
hombre. ¡Escuchad!
-¡Dios mÃ*o! ¡Me matarás, suéltame! -chillaba Olivette.
Más gritos, más crujidos del lecho, una confusión de sonidos inarticulados que Vávara
reconoció muy bien como acompañantes del paroxismo final, la eyaculación de su
amante, y luego, silencio.
La princesa sabÃ*a que si bien ella se habÃ*a emancipado con su propio ejemplo del
sentimiento de su pasión mutua, Alaska no habÃ*a sido menos rápido en seguir el
ejemplo.
El hombre que estaba debajo de la princesa, incapaz de seguir conteniéndose, cerró los
ojos y se abandonó en una copiosa lechada que Vávara recibió con gritos impúdicos,
soltando la *** de Fadeyev en su espasmo paroxÃ*stico.
-¡Durak! Me has inundado con tu ***, estoy llena a rebosar de ti -exclamó la princesa
al encontrarse liberada de la potente verga sobre la que se habÃ*a sentado.
Entonces corrieron todos en dirección al gabinete.
Imaginaos la sorpresa de Fadeyev al entrar y descubrir a quien le habÃ*an presentado
como una chica desnudo y jadeante en la languidez posterior al acto sexual, junto a la
violada Olivette, mientras su vigoroso instrumento, apenas relajado del estado con el
que acababa de ejecutar ese acto, colgaba húmedo y humeante sobre su propio vientre.
Olivette habÃ*a perdido el conocimiento. Moditzski, en estado de furioso deseo, estaba
a punto de caer sobre la chica postrada, pues su pasión habÃ*a llegado a punto de
ebullición como espectador de los otros dos. No obstante, la princesa lo hizo
retroceder y ella misma se precipitó sobre la joven Olivette, introduciendo con
indescriptible frenesÃ* el rostro entre los muslos de la muchacha, mientras Proscovia,
siempre lista para realzar los placeres de su ama, mantenÃ*a suspendidas y abiertas las
piernas de la vÃ*ctima.
Fadeyev y Polskivich, con burlonas carcajadas, se echaron encima de Alaska y lo
arrastraron al salón. AllÃ* le arrancaron los escasos restos de su disfraz sexual y se lo
entregaron desnudo al miembro de Moditzski, indicándole a éste que vengara la
frustración anterior con el trasero de Alaska. La princesa, pese a que estaba ocupada
con su propia libidinosidad, oyó el alboroto y al ver cómo estaban las cosas se levantó
y audazmente indicó a Moditzski que siguiera adelante, ante lo cual Fadeyev, incapaz
de contenerse al ver a la encantadora princesa ante sÃ*, la cogió por la cintura, la
empujó sobre la otomana y la empalmó con su enorme paquete sin darle tiempo a
impedÃ*rselo.
Nada encantó tanto a Alaska como la idea de esta forma de ser objeto sexual, pero a
pesar de su buena disposición a satisfacer el deseo del robusto Moditzski, el tamaño y
la impaciencia de éste impedÃ*an la penetración contra natura. Pero por fin el éxito
recompensó los esfuerzos de ambos y el sodomita recibió en sus entrañas el miembro
empinado del joven mujik.
En cuanto Vávara notó que estaban completamente engarzados, el lúbrico panorama
ejerció un efecto poderoso en ella, y presentando su trasero lo mejor que pudo,
estimuló y recibió las fogosas arremetidas del luchador, gritándole que no le ahorrara
nada, que le hiciera sentir toda la longitud de su cipote musculoso hasta las entrañas.
Pero Fadeyev no necesitaba demasiado estÃ*mulo. Apretando los lomos saltarines de
Vávara, hundió su barra llameante, paladeando la carne blanda y flexible en que su
falo se abrÃ*a camino. Frotó el vientre contra las nalgas de ella y no pudo seguir
penetrando. Tras una serie de gozosos movimientos en los que arrastraba las tiernas
formas de la princesa hacia él a cada arremetida, apoyó su mentón barbudo en el
hombro blanco y, poniendo fin a sus esfuerzos, soltó un torrente hirviente de esperma.
Entretanto Alaska, empujado hacia delante por el lúbrico ataque de su asaltante
pederasta, se tambaleó atravesado por el sable tieso hasta la otomana y allÃ* tendido,
sumiso al ataque, dejó que Moditzski alcanzara el paroxismo.
A la violencia de la orgÃ*a siguió una calma generalizada. La pequeña Olivette, asistida
por Proscovia, que también ofreció a los presentes vino y dulces en abundancia,
revivió con las atenciones recibidas. La princesa disfrutó de un lapso de bien merecido
descanso.
Hasta ese momento la encantadora Georgette habÃ*a escapado a la atención salaz de la
compañÃ*a, pero no podÃ*a abrigar la esperanza de seguir siendo tan afortunada durante
mucho tiempo.
La propia princesa dio el ejemplo. Alabó la belleza de la muchacha, frotó sus manos
lujuriosas en los encantos de aquélla, y por último se empeñó en situarla, totalmente
desnuda, entre las rodillas de Fadeyev.
-Mi querido Fadeyev -le dijo-, aquÃ* hay alimento para tu lujuria, aun te sobrará. FÃ*jate
en estos pechos exquisitos, en la firmeza de los pezones, en este vientre redondo y
blanco. Contempla esta cintura graciosa y pletórica de flexibilidad. ¡Qué exquisito el
contorno de estas caderas hinchadas! ¡Qué monte de Venus! Ay, Fadeyev, crees que
me pondré celosa pero te equivocas: gozaré con fruición al ver tus placeres.
Entretanto, el luchador habÃ*a atraÃ*do a la bella Georgette hacia sÃ* y con total impudicia
habÃ*a puesto su miembro de grandes proporciones en las delicadas manos de la
jovencita. Renovado por el descanso, caldeado por el vino y por la naturaleza
provocadora de los encantos de ella, dio rienda suelta a sus deseos y empezó a recorrer
libremente todo su cuerpo con las manos. Mientras su verga inmensa recuperaba toda
la dilatación en las manos de Georgette, volvió a manifestarse su formidable
contextura y su cresta se irguió empinada, excitada por los tÃ*midos movimientos de
esas manos.
-Pon encima las dos manitas, Georgette -gritó la princesa-, ¿no ves que hay espacio
para tus dos palmas y que, aun asÃ*, su glande purpúreo asoma y nos mira a todos por
encima?
Polskivich, siguiendo el ejemplo del otro, asió a la temblorosa Olivette y, tras
someterla a sus caricias lascivas, pareció igualmente inclinado a renovar sus goces.
Pero Fadeyev ya no se contentaba con dejar que Georgette continuara con sus toques
indecentes. Ahora ya epicúreo de la lascivia, decidió que ella debÃ*a poner sus labios
rojos donde sus manos habÃ*an apretado y amasado. Pese a la evidente repugnancia de
la muchacha, insistió en que ella se introdujera la cresta ardiente en su boca y,
empujando tanto como se lo permitÃ*a un instrumento de tales dimensiones y sin llegar
a asfixiarla, se dio a sÃ* mismo este placer paroxÃ*stico mientras Vávara estimulaba su
conducta.
Por cierto, parecÃ*a que la princesa encontraba un deleite secreto en calentar aún más al
brutal mujik.
-Ponle las manos en las nalgas, Fadeyev, verás que nunca has tocado una piel
semejante: puro raso, perro, esta chica está hecha para un emperador y ahora está en
tus garras, perro. ¡Qué muslos! ¡Qué piernas!
La cara del luchador se volvió escarlata de desenfreno, sus partes inmensas estaban
dilatadas al máximo. Levantó la cabeza de la joven Georgette, unió sus gruesos labios
a los de ella, e introduciéndole la lengua en la boca permaneció en esa postura, como
si quisiera inhalarle la vida, sin dejar de mirar con fijeza a su amante, como si
solicitara su permiso para seguir adelante.
Ya su vientre frotaba el de Georgette y le introdujo la estaca caliente entre los muslos.
A todo esto, la princesa tenÃ*a un miembro en cada mano. El del joven Alaska palpitaba
una vez más en la derecha, mientras la artillerÃ*a de Moditzski le llenaba la izquierda;
en esta posición contemplaba los avances de Fadeyev.
Con rápida perspicacia comprendió las dudas que asaltaban al mujik, el hombre
hervÃ*a en la violencia de su deseo de gozar de Georgette, pero naturalmente temÃ*a
ofender a su princesa, a la que miraba como dadora de tantos entretenimientos. Ella se
apresuró a tranquilizarlo, diciéndole que actuara a voluntad y a sus anchas.
-Goza de ella, Fadeyev, yacerás con ella y perforarás su cuerpo. Tu instrumento
conocerá los huecos más recónditos de sus secretos. Cógela, fortachón mÃ*o, en tus
brazos poderosos, abre sus muslos blancos, el camino de la voluptuosidad está abierto
para ti, intérnate en él y goza.
Fadeyev no necesitó más. Alzó a Georgette y avanzó con ella fuertemente abrazada
hasta depositarla en un sofá. Sin perder un instante, se precipitó sobre el cuerpo
desnudo; Proscovia lo ayudó a abrir los muslos poco dispuestos y él situó su enorme
miembro en posición de penetrar en la vulva de la jovencita.
Georgette, aunque no del todo virgen, se acobardó ante semejante ataque. El luchador,
con desesperadas embestidas de sus caderas, trató de superar la delicada resistencia
ofrecida. Incluso la naturaleza colaboró con él, porque en los impúdicos preliminares
con que se habÃ*a entretenido, cierta excitación desconocida para la muchacha habÃ*a
provocado una humedad cremosa que impregnó sus partes. Aprovechándose de ello, la
ancha cresta bien lubricada abrió un sendero y traspasó la vulva, forzando a
continuación la vagina para que recibiera al monstruoso asaltante en toda su longitud.
Georgette profirió un grito de dolor al ser penetrada por el arma feroz del luchador
que, relamiéndose de la ceñida coyunda de sus cuerpos, empezó ahora de verdad el
lujurioso juego del amor.
Este espectáculo fue excesivo para la princesa: hundió su lengua sonrosada en la boca
de Moditzski y, tras chupar lascivos besos de esta manera, dejó que la gozara.
Lo llevó a un diván, se puso a horcajadas sobre él y recibió hasta el fondo su falo
robusto; en susurros le indicó a Alaska que se ocupara de sus nalgas y él, no del todo
novicio en tales goces, o quizá sondeando por primera vez en esta ruta prohibida, se
apresuró a complacerla.
-Entra sólo hasta el portal, amado mÃ*o -murmuró Vávara volviendo la cabeza para
hablar con el calenturiento paje, cuya arma, siempre lista, presionó ahora contra la
estrecha entrada-. Que sólo el glande de tu querido capullo me atraviese.
-AhÃ* estoy, pero apenas puedo contenerme para no empujar.
-Goza esto, querido mÃ*o, estoy trabajando para ti... apenas soporto dos campeones
como los que me están empalando... hago todo lo posible... ya... cielos, que sensación.
-Ahora siento tus presiones, reina mÃ*a. Siento el músculo agarrándome poderosamente
con una serie de deliciosos espasmos. ¡Ay, Vávara mÃ*a, qué placer! La cabeza, los
hombros están ahÃ* dentro, en tu funda secreta. El resto está fuera, pero el deleite se
transmite de cabo a rabo.
La joven princesa se encontró asÃ* entre ambos, entre dos campeones. En cuanto al
mujik Moditzski, jamás habÃ*a conocido placeres tan ardorosos. El bello cuerpo que se
elevaba y caÃ*a sobre él, cuyos movimientos se daba prisa en encontrar a medio
camino, y cuya presión lo llevaba al borde de la locura, lo excitaba con una furiosa
obsesión por el goce, y pronto -demasiado pronto para la voluptuosa princesa- sintió
que alcanzaba el clÃ*max lujurioso y eyaculó acompañándose con un gemido
paroxÃ*stico.
En ese momento el combate amoroso de Fadeyev con la bella Georgette llegó a su
punto culminante y ella quedó, sólo a medias consciente, empapada en las pruebas de
la vigorosa hombrÃ*a de aquel.
En el Ã*nterin, Polskivich, salvando gradualmente la resistencia de la bonita Olivette,
habÃ*a logrado insertar su instrumento y ahora trabajaba con todo el frenesÃ* de la
posesión completa para culminar la cópula con ella.
La princesa oÃ*a todo, veÃ*a todo, sus sentidos hallaban gratificación por los cuatro
costados. Los gritos de la forzada Georgette habÃ*an sido música para sus oÃ*dos, y
ahora los sollozos y gruñidos de la pequeña Olivette no le resultaban menos dulces.
Alaska seguÃ*a manteniendo su plaza; cuidadoso en el cumplimiento de los deseos de
su amante, se habÃ*a abstenido de hacer fuerza y permanecÃ*a, tal como habÃ*a declarado,
alojado en los portales. Los movimientos de Vávara mientras recibÃ*a la inyección
caliente de Moditzski, sin embargo, produjeron tanta excitación en sus partes ya
altamente sensibles, que sintió la llegada de su descarga e, incapaz de seguir
dominándose, con un decidido empellón sepultó el arma en las entrañas de la princesa,
inundándolas con las pruebas de su ardiente vigor.
Las parejas, desechos los abrazos amorosos, se reunieron alrededor de Polskivich y
Olivette para ser testigos de la culminación de la violación. El estaba en el cenit del
placer: sus desplazamientos y sus embates eran despiadados con la tierna muchacha
que, casi más allá del conocimiento de sus sufrimientos, rindió su cuerpo al bestial
ataque. Por fin él acabó y, con contorsiones de placer en todo el cuerpo, eyaculó un
torrente lechoso.
Con escenas semejantes concluyó la orgÃ*a, y la princesa Vávara, reteniendo a su
amado Alaska después de despedirse de sus invitados, se retiró con él a dormir y
descansar de los efectos de su desenfreno.
Sexta parte
Tras la defunción de su padre el prÃ*ncipe, Vávara Softa se despojó al parecer del velo
del recato, al menos en el recinto de sus propios aposentos. Este hecho no significó, en
modo alguno, que renunciara a su elevada posición en la sociedad. Debe recordarse
que era una época de libertinaje, una era de disolución sin lÃ*mites. A un noble ruso le
importaban muy poco las circunstancias anterio res o la virtud de su prometida,
siempre que ésta fuese rica y en otros sentidos su alianza resultara conveniente. Por
cierto, habrÃ*a sido sumamente difÃ*cill, en ese perÃ*odo, encontrar a una aristócrata joven
y bella cuya castidad no hubiese sido asaltada.
El mismÃ*simo zar se erigÃ*a en ejemplo en la confusión general de la moralidad.
Gradualmente, desde que sucediera en el trono a su licenciosa madre, habÃ*a mostrado
las mismas tendencias, y el trágico fin que le aguardaba fue parcialmente, sin duda, el
resultado de una venganza por celos a la que él mismo dio origen mediante la adquisición
de una amante ya codiciada como esposa por uno de sus cortesanos.
He señalado con anterioridad la atención que el zar Pablo prestaba a la joven y
hermosa princesa Vávara Softa, protagonista de este relato. Tras el acceso de ésta a las
propiedades de su padre, su reaparición en San Petersburgo fue recibida con
aclamaciones. El zar renovó sus atenciones. Descubrió que la princesa se habÃ*a
convertido en una mujer encantadora cuya belleza personal y sus logros la convertÃ*an
en la beldad dominante. Pablo concibió una violenta pasión por ella, y cuando el
Emperador de Todas las Rusias se enamora, ¡cuidado todo el mundo!: gare tout le
monde!
He omitido por necesidad un perÃ*odo considerable de la historia de la princesa, porque
el diario estaba en blanco durante largos intervalos o porque los apuntes registraban
acontecimientos poco interesantes o meras repeticiones de escenas como las que ya he
descrito. Por esas páginas se sabe que albergó realmente la idea de casarse con el
joven paje Alaska quien, gracias a la influencia de ella en la corte, habÃ*a sido
nombrado conde. No obstante, esta intención monstruosa e incestuosa -pues aunque en
realidad el diario en ningún momento lo afirma, no existen dudas de que era su
hermanastro- fue abandonada. La repugnancia del zar a permitir el matrimonio de su
amante, pues en eso se habÃ*a convertido ahora la princesa, impidió los planes de ella,
que evidentemente estaban bien calculados para evitar el descubrimiento de la verdad
o para desviar la posesión de sus bienes a lo largo de toda su vida.
Pero habÃ*a otra persona que llegó a interesarse tan profundamente como el propio zar
por la princesa Vávara. Un tal conde Tarásov también se habÃ*a enamorado de ella; este
hombre, de carácter decidido, brutal y celoso, general del ejército, que ocupaba un alto
cargo en la corte, albergaba la idea de hacerla su esposa. Sin duda, las vastas
propiedades de ella pesaban en su decisión; pero es evidente, según se deduce del
diario de Vávara, que este noble la amaba con la brutal pasión de que era capaz su
naturaleza; y, además, para una mente como la suya, los obstáculos sólo sirvieron para
aumentar su determinación y aguzar su apetito.
La princesa, cauta por necesidad en virtud de sus relaciones con el emperador, no
habÃ*a estimulado en modo alguno los galanteos del conde Tarásov; al contrario, ella
sólo tenÃ*a una vaga idea de las intenciones de éste, a las que trataba como a las
declaraciones de otros que la rodeaban, es decir, como una cuestión que le preocupaba
muy poco.
Aunque las costumbres disolutas e irregulares de Pablo -que ya lo habÃ*an vuelto
odioso para los nobles- volvieron a éste insensible en cuanto a la publicidad de su
relación con la princesa Vávara, ella tenÃ*a muy buenas razones para ocultar su vida al
examen público: pretendÃ*a que él la reconociera abiertamente, y apelaba a toda su
influencia, a toda su capacidad de persuasión con él para inducirlo a que la visitara o
recibiera en privado. AsÃ*, ella conservaba en gran medida el control de sus propios
movimientos y cierta independencia de la que, de lo contrario, no habrÃ*a gozado.
HacÃ*a tiempo que su carácter, a la par que su belleza, habÃ*a evolucionado; su lujuria
era inconcebible y, de no ser por las evidencias del diario, serÃ*a dificil imaginar
semejantes invenciones de depravado ingenio, semejantes aberraciones, dignas de una
mente calenturienta. Aparentemente blasée de los medios más normales y naturales
para satisfacer sus ardientes e ingobernables pasiones, habÃ*a rastreado su fértil
imaginación en busca de nuevos y monstruosos placeres.
En una parte de su diario aparece la curiosa y detallada descripción de un mannequin,
o figura representante de algo que indudablemente no era humano ni divino. En un
pequeño gabinete, adaptado a este propósito y con suntuosos cortinajes, habÃ*a, en un
extremo, un portière, o sea un par de pesadas cortinas que cubrÃ*an un pequeño
escondrijo al que se accedÃ*a por una entrada secreta. Estas cortinas, una vez
descorridas, dejaban al descubierto una visión calculada para hacer estremecer de
horror a un observador normal. En el hueco central se alzaba una imagen que, por su
aspecto grotesco, su parodia de figura humana y su personificación de todo lo que es
aterrador en la expresión de lascivia y obscenidad, resultaba indescriptible.
No sólo se trataba de la postura de la figura, que era erguida y bastante común, sino la
idea que transmitÃ*an sus rasgos demonÃ*acos de lujuria y ferocidad inmisericordes, lo
que hacÃ*a que el observador se estremeciera y se le coagulara la sangre. El maniquÃ*, de
dos metros diez de estatura, con los brazos cubiertos por mangas largas que le
colgaban cerca de los costados del cuerpo, iba ataviado con una túnica de raso rojo
hasta las caderas y bajo la cual aparecÃ*an las piernas enfundadas en unas calzas
holgadas. La falda corta de la túnica terminaba en la articulación de los muslos y un
cinturón de cuero negro la sujetaba alrededor de la cintura. Una mirada al semblante
de esta horrible efigie sólo revelaba la décima parte de la malignidad de su expresión.
Los ojos, brillantes y fijos, se movÃ*an a la menor perturbación de la figura y daban la
impresión de seguir al espectador con una fantasmal y burlona intención persecutoria.
Sensible a ciertos movimientos del cuerpo, la lengua asomaba roja y brillante,
añadiendo un matiz diabólico al efecto general.
Todo lo anterior corresponde al mannequin en reposo. En cuanto al uso que le daba la
princesa, enseguida sabremos más.
En el gabinete se destacaba un único mueble, un lecho, situado en el centro de la
estancia y cubierto, como los cortinajes, con un tapizado delicado y lujoso. El extremo
del lecho estaba muy próximo al portiére y no estaba diseñado según un modelo
corriente: habÃ*a sido adaptado a las exigencias de los combates amorosos, dado que no
estaba destinado al simple descanso, y su mecanismo secreto habÃ*a sido montado
especialmente con dicho propósito.
La propia princesa Vávara nos aclara más sobre el tema de dichos horrores; éstas son
sus palabras:
«Entro en el gabinete, estoy sola, me tumbo en el lecho. Contemplo ociosamente la
cortina echada, que oculta mi tesoro. Procuro desterrar los pensamientos sobre
cualquier otra cosa de este mundo. Me abandono al lujo de mi naturaleza apasionada,
de mi voluptuosidad. Siento alivio expulsando asÃ* lo real en beneficio del culto de lo
irreal, de apartar de mÃ* las cuestiones del mundo corriente, de las que desconfÃ*o y a las
que desprecio, para deleitarme en el arrobo de mi diablura mÃ*stica. ¡,Qué son para mÃ*
las formas y las ceremonias de la sociedad, de la religión? ¡,Para mÃ*, que he descartado
secretamente ambas cosas, y que he creado una deidad y un culto que rivalizan con los
del Baal de la Antigüedad? ¿Acaso no es mi Belfegor, mi demonio, tan buena
personificación del poder como la deidad de esta sociedad? Mejor dicho, él es
infinitamente más poderoso, dado que es material y hace sentir su presencia».
Es evidente que la mente de la princesa, largo tiempo forzada y torcida por la entrega a
todos los vicios de la época, habÃ*a alcanzado la etapa en que la razón se pervierte y las
obligaciones del mundo exterior, la religión y la pureza, pierden su influencia en el
cerebro. Aquel cerebro temblaba ya en el equilibrio entre esos extremos en los que hay
tantas gradaciones. La princesa sigue asÃ*:
«SÃ*, eres un poder y una fuerza, y yo, tu adoradora, me abandonaré a ti; en tus brazos
paladearé el volcánico placer de los sentidos y me bañaré en la lascivia de tus caricias.
Mira, descorro la cortina que oculta tu figura, que esconde tu forma de lujuria y horror,
que para mÃ* sólo es de un deleite inefable. No me asusta mirar tu rostro, aunque seas
demonÃ*aco. iBelfegor! ¡Personificación de mi religión, soy la conversa de las cosas
ordinarias! Te amo, te idolatro, gozaré de ti.
Toco el resorte, avanzas desde tu retiro, te acercas al lecho en el que aguardo con
impaciencia; déjame ver qué me tienes preparado hoy. Tu envidioso cortinaje vela tu
recinto, pero tu figura y tu frente me amenazan de continuo. Cambiante en tus
atributos, siempre me presentas el mismo rostro de lujuria y malignidad suprema.
¡Mira! Toco el gong, tú lo oyes, porque de inmediato llega el sonido de la plataforma
descendente. Tus brazos se mueven, cobran vida... tu lengua, tus ojos expresan tu
feroz deseo. ¡Ah! ¡Tómame, Belfegor, que a ti me entrego!
Mira otra vez, me quito el manto, estoy desnuda; me recuesto en el lecho, extiendo los
miembros, mi cuerpo tiembla ante la deliciosa expectativa del deseo aplazado. Vuelvo
a tocar el resorte... mi lecho se desliza hacia ti. ¿Qué me ofrecerás, Belfegor?
Rápidamente toco otro resorte, tu túnica se levanta y con ella tus brazos; contemplo
gloriosa su potente erección, de proporciones enormes, sus testÃ*culos inmensos
destelleantes de alegrÃ*a; su glande, purpúreo de deseos inquietos, se levanta como la
cabeza de una serpiente hacia tu cinturón, ¡ay, no!, tus fuertes brazos me rozan, bajan
por mis miembros inferiores, tus manos me acarician, avanzan, palpan el centro de la
voluptuosidad, separan mis rizos plumosos, tu cuerpo se abomba hacia delante, tus
deseos son manifiestos: ¡Poséeme, Belfegor, poséeme!
Mira una vez más, vuelvo a tocar los resortes, mi lecho se desliza más cerca de ti, la
mitad inferior se separa, se abre, lleva consigo mis miembros dispuestos, a cada lado
de ti se separan esas columnas blancas y pulidas, desde el templo que sustentan. Estoy
a tu alcance, tus manos lúbricas y ágiles ya guÃ*an el arma de tu lujuria. ¡Oh! ¡Mi amor
demonio! ¡Arremetes, perforas mi cuerpo! El volumen de tu miembro me llena, tu
fogoso glande penetra mi vagina! ¡Arremetes otra vez... ay!
Veo tu lengua burlona, tus pervertidos ojos agitados; tus movimientos me matan,
ahora me posees, Belfegor. ¡Atropella! ¡Empuja! ¡Ah! ¡Ay! No puedo más... muero...
llega tu espasmo, tu esencia me inunda... ¡Ay! ¡Ay!».
En estas anotaciones, que sin duda la princesa apuntó para su propia recreación de los
placeres que su pervertida imaginación le proporcionaba, es evidente que el
mannequin sólo era una máscara y la cubierta exterior de un cuerpo suficientemente
robusto y alto, o sea que permitÃ*a la introducción de un hombre de carne y hueso, que
poniendo sus brazos en las mangas de la figura podÃ*a palpar las partes delicadas de la
persona sobre la que debÃ*a actuar. Al mismo tiempo, una abertura en sus vestidos,
hecha expresamente, le permitÃ*a asomar sus partes pudendas y de ese modo,
levantándose la túnica, el demonio se exhibÃ*a en un estado susceptible de aliviar la
delirante pasión que habÃ*a provocado.
Cualquiera habrÃ*a pensado que tras un coito tan vigoroso como el descrito, la princesa
Vávara habrÃ*a quedado, al menos por el momento, satisfecha. Pero éste no era, en
modo alguno, su caso: su fogosidad era excesiva para satisfacerla tan fácilmente.
Tras un breve reposo, volvió a requerir los poderes corpóreos del demonio. A un
nuevo toque del gong, se oyó el mismo ruido de una plataforma descendente y
reapareció la figura, a su disposición. La princesa no se habÃ*a molestado en levantarse,
aunque para su propia comodidad habÃ*a cerrado la parte inferior del lecho. A una
pulsación del resorte, la túnica del demonio volvió a levantarse, dejando al descubierto
el miembro que, aunque de dimensiones suficientes para satisfacer las exigencias de la
más lujuriosa, evidentemente no era el mismo que habÃ*a hecho su aparición en primer
lugar.
A continuación volvió a representarse la misma escena. La princesa tocó un resorte y
el lecho se deslizó hacia la figura. Otro toque al mecanismo y se dividió la mitad
inferior, abriéndose gradualmente, y las dos partes se separaron, con los muslos de la
princesa impúdicamente apoyados en su blanda superficie. Luego entraron en juego
las manos del demonio; buscaron, indudablemente sin asistencia óptica, los tesoros
más secretos de la princesa y después, adaptando el enorme falo a la brecha, se renovó
rápidamente la penetración, se sucedieron los mismos movimientos adelante y atrás, y
muy pronto el demonio, en medio de las más diabólicas muecas, soltó un diluvio de
semen. Siete u ocho encuentros semejantes tuvieron lugar uno tras otro; en algunos
casos la propia princesa encajaba el artilugio en su funda; en otros momentos invertÃ*a
su posición y, entre labios no especialmente adaptados por la naturaleza al acomodo de
semejantes objetos, recibÃ*a las estocadas de su deidad favorita.
En algunas ocasiones estaba presente el joven conde Alaska, y la escena parece haber
incluido actos de sodomÃ*a. A petición de la princesa, Alaska se estiraba en el lecho en
su lugar, presentando al demonio el reverso de la medalla, que éste reconocÃ*a con una
apreciación casi humana.
Ya hemos señalado que el conde Tarásov habÃ*a concebido la idea de casarse con
Vávara, pero la intimidad de ésta con el emperador se interponÃ*a entre el conde y su
objetivo. Cabe suponer, asimismo, que este noble feroz y vengativo sintió el aguijón
de los celos ante una intervención que frustró sus planes. Por ende, se prestó sin
escrúpulos a la complicidad del grupo que ya entonces conspiraba contra la vida de
Pablo. Incluso cuando eliminaron a su padre, habÃ*an tomado la decisión de eliminar al
zar reinante. HabÃ*a otros cuatro implicados en la conspiración.
En esa época el emperador se habÃ*a acostumbrado a recibir a la princesa Vávara en su
palacio de ***, y habÃ*a hecho construir un pasadizo secreto hasta su alcoba, para
organizar mejor las visitas de la princesa al lecho real.
Entretanto, gracias a ciertas informaciones secretas, el conde Tarásov estaba enterado
de estas visitas secretas al zar, su amo, y delirando de rabia propuso a sus cómplices
ejecutar de inmediato el proyecto.
Una noche los conspiradores, en virtud de su rango y de los puestos que algunos
ocupaban en la corte, lograron entrar en el palacio real y llegaron a los aposentos del
desafortunado Pablo. En la puerta, no obstante, fueron detenidos por el fiel centinela,
quien se negó a dejarlos pasar, pese a que ellos pretextaron que se estaba incendiando
la ciudad y que debÃ*an informar de inmediato al zar. Al ver que tanto amenazas como
persuasiones eran inútiles para apartar al hombre del cumplimiento de su deber,
cayeron sobre él y, a pesar de sus gritos de socorro, lo asesinaron allÃ* mismo
atravesándolo con sus espadas.
Mientras, el alboroto alarmó sin duda al emperador, quien parecÃ*a haber oÃ*do el primer
alto de su fiel cosaco.
Una anotación en el diario, prácticamente de la misma fecha, ofrece los siguientes
pormenores:
«Yo habÃ*a llegado como de costumbre alrededor de las diez, y el emperador se
presentó puntual a la cita, cosa habitual en él. Entré por el pasadizo secreto y él lo hizo
por la gran escalinata. OÃ* que el centinela presentaba armas cuando él bajó el pasillo.
Estaba de un extraordinario buen humor, aunque ese dÃ*a las cosas no le habÃ*an ido del
todo bien. Lo encontré amoroso en una medida que rara vez evidenciaba. En cuanto
estuvo en la cama me abrazó y me besó impetuosamente. No tuve dificultades en
descubrir su estado --toda su familia estaba bien hecha y era fuerte, al menos en ese
particular--. Me rogó que jugara con la joya imperial. ObedecÃ*, y adaptándola a mis
labios lo excité aún más mediante mis fogosas caricias. El me montó y en un abrir y
cerrar. de ojos me penetró profundamente. Sus movimientos eran rápidos y vigorosos,
la *** real era digna de su rango. Sus suspiros, sus murmullos de placer suenan
todavÃ*a en mis oÃ*dos; me poseyó por completo y regiamente acometió y me llenó con
su instrumento; luego, demasiado pronto, lo acometieron los espasmos y se hundió en
mi interior, eyaculando copiosamente, abrazado a mÃ*.
El emperador todavÃ*a descansaba tras la febril excitación que acababa de vivir, y los
dos oÃ*mos un agudo alto seguido por voces sonoras y airadas. Pablo saltó de inmediato
de la cama y me hizo señas de que lo imitara. Lo seguÃ* a la mayor velo cidad posible.
El desenvainó la espada, me dijo que me cubriera con una bata y abrió la puerta del
pasadizo secreto para que yo pasara; creo que tenÃ*a la intención de seguirme. En ese
instante se abrió la puerta de la alcoba; Pablo giró sobre sus talones y se enfrentó a los
intrusos con la espada en la mano: la puerta del pasadizo secreto se cerró rápidamente
a sus espaldas, y oÃ* que se desgarraba su camisa de dormir porque un trozo quedó
atrapado en la puerta. CorrÃ* a la pequeña cámara cercana y allÃ*, por primera vez en la
vida, abrumada de terror, creo, me desmayé.
DebÃ* de permanecer cierto tiempo en estado inconsciente, porque lo primero que
recuerdo es el agarrón de una mano brutal y órdenes severas a las que no estaba
acostumbrada. Temblando de miedo y frÃ*o, abrÃ* los ojos y encontré el feroz semblante
del conde Tarásov. Con indecible horror vi que su rostro, y también sus manos,
estaban salpicados de sangre.
-Despierta belleza mÃ*a -me susurró al oÃ*do mientras me levantaba en sus fuertes
brazos, como habrÃ*a hecho con un niño--, ven... me ha llegado el turno, nada aviva
tanto mi lujuria como la vista, el olor de la sangre... y por fin, perla mÃ*a, inapreciable
mÃ*a, te tengo. ¡Eres mÃ*a! Ven -prosiguió, mientras me depositaba besos ardientes en la
cara y el pecho, que habÃ*a escapado de mi presuroso atuendo, y me abrazaba de una
forma significativamente indelicada-. Ahora te gozaré, no podrás escaparte, las puertas
están cerradas, estamos solos. ¿Te atreves a oponerte a mi voluntad? Valoro tu
resistencia, pero con eso sólo logras inflamar mi pasión, calla, si no quieres morir...
debo... lo haré...
Me desgarró el déshabillé de un manotazo, clavó la mirada en mis encantos y,
levantándome la camisa de dormir, pasó su obscena mano en mi vientre y el monte de
Venus. Me sentÃ* impotente en sus garras. Vi que abrÃ*a su vestido para dejar suelto un
miembro rojo y llameante; me arrojó en el sofá y, abriendo bestialmente mis muslos
temblorosos, se me echó encima. Guió su falo empinado entre los labios, abrió la
vulva, y el conde, delirante de sangre y lujuria, con un rugido de concupiscencia,
penetró en mi cuerpo.
En cualquier otro momento y circunstancias, yo habrÃ*a sucumbido a las provocaciones
de goce que este hombre prometÃ*a, pero dada mi situación, al menos dudosa debido al
trágico acontecimiento que acababa de tener lugar en el aposento contiguo, llena de
horror y asco, sólo pude apretar los dientes e intentar liberarme de los apretones de ese
bárbaro. Pero mis forcejeos sólo lograron aumentar su disfrute de mi persona. Sus
movimientos se volvieron terribles, su barra dura e inflexible se tensó e hinchó más a
medida que aumentaba su excitación, la adelantaba con fuerza despiadada, y con
breves y feroces saltos de sus fuertes caderas, buscó la consecución de su acto brutal.
Por fin alcanzó el clÃ*max y cuando se aferró a mÃ* sentÃ* su chorro ardiente. Entonces se
levantó y casi sin darme tiempo a recuperar el sentido, me arrastró hacia la otra
entrada, donde me entregó a dos hombres que me echaron encima una capa, me
subieron en el acto a un carruaje y me llevaron a mi propia morada».
El bárbaro asesinato del emperador Pablo ha sido largo tiempo tema de investigación
histórica y no necesita de nuevas alusiones por mi parte. El papel que la desdichada
princesa Vávara estuvo condenada a jugar en la última escena, que significó el punto
final de la carrera de Pablo, parece haber perturbado su mente. Es por todos sabido que
ninguno de los conspiradores fue abiertamente castigado y mucho menos presentado a
la justicia por su crimen, aunque fueron objeto de suspicacias y desconfianzas, y el zar
sucesor -que debÃ*a su corona al crimen- halló los medios para alejarlos gradualmente
de la corte y de la capital.
La princesa Vávara Softa no escapó al odio que envolvió a todos los relacionados con
el desafortunado Pablo. El nuevo zar, Alejandro, la desterró de la corte, y el conde
Tarásov halló cómo -presionando en sus temores- inducirla a consentir en casarse con
él. Consecuentemente, Vávara se convirtió en su esposa... al menos por derecho y de
nombre.
Sin embargo, esta alianza no impidió a la princesa perseverar en su vida secreta de
lujuria, pues mientras Tarásov seguÃ*a viviendo en su propia morada, la princesa
continuaba habitando su palacio ancestral de San Petersburgo. El joven conde Alaska
gozaba de su intimidad y de hecho todavÃ*a vivÃ*a con su amada. El era el principal
resorte de la mayorÃ*a de los inventos lascivos de ella, y también parece haberla
estimulado en todo tipo de desenfrenos.
Incapaz de satisfacerse con los deleites que la naturaleza ofrece a la mayorÃ*a de los
mortales en sus tratos con la diosa del amor, la princesa ansiaba lo más outré, lo más
desvergonzado e infame del goce. Ninguna fuente de placer aun opuesta a las leyes
naturales, y que pudiera salir de los despojos de una mente tan depravada como la
suya, le resultaba excesivamente monstruosa o impúdica.
La princesa Vávara Softa tenÃ*a un álbum que habÃ*a llegado a sus manos directamente
desde Japón. La obra, llena de dibujos originales a la acuarela, de gran tamaño, bella y
hábilmente ejecutados por un artista japonés, representaba en cada imagen a una
jovencita que, como ella misma, harta de las satisfacciones venéreas ordinarias -que ya
no tenÃ*an ningún atractivo para su depravada imaginación- se entregaba a las lascivas
caricias de la creación bestial. AllÃ* se sucedÃ*a una infinidad de posturas grotescas e
indecentes en las que se retrataba a la protagonista en el acto de la relación sexual con
diversos animales, y una tras otra, cada una más extravagante que la anterior. La
princesa Vávara encontraba gran deleite en este álbum. AsÃ*, invocaba los relatos de
antaño, los amores fabulosos de las ninfas y las diosas, Europa y su toro, Leda y su
amante emplumado, todos y cada uno de los casos de la perversión del deseo sexual.*
Aunque el diario nada dice sobre esta cuestión, sin duda la princesa también se
abandonó a estos ardores antinaturales. Por momentos menciona sus dos enormes
mastines, y se refiere a ellos con términos que en general sólo se aplican a relaciones
muy Ã*ntimas. También poseÃ*a un hermoso poni blanco, varios asnos de diversas razas
y toda una colección de monos y babuinos.
No nos corresponde a nosotros averiguar hasta qué punto, o en qué abismo, se arrastró
la hermosa protagonista en estas satisfacciones. Pero en este perÃ*odo tuvo lugar un
acontecimiento que puso punto final a una carrera notable, aunque no sea más que por
sus irregularidades.
«El conde Tarásov llevaba unos dÃ*as ausente. Su presencia siempre me llena de terror.
Poco a poco habÃ*a ido rodeándome de sirvientes y personas elegidas por él. Yo
protestaba en vano, él se enfurecÃ*a y me amenazaba, dándome a entender que tenÃ*a
autorización del emperador para encarcelarme en una de sus fortalezas.
En esta ocasión, a su regreso observé una sospechosa expresión de forzado buen
humor en su semblante en general desagradable. ¿Qué puede estar ocurriendo? Temo
que se esté fraguando una maldad.
Es verdad... estoy perdida. Ha descubierto mi secreto... el secreto de mi vida. ¡Qué
horror que yo misma lo haya llevado inconscientemente a sospechar! ¡Mi Alaska... mi
héroe! ¡Mi todo! El conde vendrá... me matará, no, no me matará... sólo me
encarcelará. ¡Oh! ¡Dios mÃ*o! ¡Qué cárcel! Una tumba viviente. No puedo... no puedo
afrontarlo; la muerte... la muerte serÃ*a mil veces preferible. He de conservar la calma.
¿Cómo actuar? Alaska... sólo tú, mi amor y mi venganza, sólo tú poseerás por fin lo
que es tuyo. Yo expiaré porque te amo... ¡Ay! Te amo.»
Evidentemente hay aquÃ* una terrible pausa, porque la pluma fue arrojada sobre el
papel y rodó sobre éste, manchando la página con una lÃ*nea de tinta irregular y oscura.
Luego sigue una revelación, que sin duda fue la causa de que este curioso documento
viera la luz en tiempos posteriores.
«Lo he hecho... la muerte es mejor que la prisión con que él me amenaza. Volveré a
vivir en mi Alaska. He tomado la poción, nauseabunda, sÃ*, pero me ha brindado la paz,
la paz de mis enemigos, el placer para mi Alaska a partir de ahora. ¿Escuchas? Ya
llega, son sus pasos; oh, querido, querido mÃ*o, rápido, deprisa, coge este paquete; es
él, sin duda, no veo, coge este paquete, Alaska... ¡Alaska!»
Otra terrible pausa; si es correcta la conjetura de que la princesa Vávara habÃ*a ingerido
veneno, parece haberse recuperado un poco de lo que atribuyó a sus efectos
inmediatos, pues prosigue con la última anotación de su diario:
«Está aquÃ*, ha estado en mis brazos, sus dulces abrazos me han dejado pletórica de
placer; no podÃ*a negárselo; él no sabÃ*a... que me gozaba por última vez. ¡Qué
bendición sus besos! Estoy contenta de morir...».
AquÃ* concluye bruscamente el fatal diario. No hay mucho que agregar a modo de
explicación o secuela. Tras diligentes investigaciones en fuentes informativas a las que
el público no tiene fácil acceso, he descubierto que aproximadamente en esa época
falleció repentina y misteriosamente la bella y desafortunada princesa Vávara Softa,
hija y heredera del prÃ*ncipe Demetri Petróvich; que su marido, el conde Tarásov, cuyo
carácter brutal y licencioso era ampliamente conocido, fue considerado responsable de
la muerte de ella y desterrado a sus propias posesiones en un gobierno distante, donde
se vio obligado a residir durante el resto de su vida por orden expresa del emperador
Alejandro. Por la misma fuente me he enterado de que el conde Alaska Petróvich
prestó servicios durante muchos años en el ejército, y tras alcanzar la graduación de
general se retiró a gozar del tiempo libre en las propiedades de su padre.
Aparentemente gozó de favores especiales por parte del zar, quien al presentársele
ciertos papeles en los que quedaba confirmado su derecho de nacimiento, facilitó su
petición hasta el punto de que parece que nunca se planteó la menor oposición.
Queda en manos del lector conjeturar cuáles eran esos papeles.
ExistÃ*an muchas razones por las que el segundo matrimonio del prÃ*ncipe Demetri ***
debÃ*a mantenerse en secreto. El gobierno paternalista de la Catalina, Zarina de Todas
las Rusias, exigÃ*a el consentimiento del soberano reinante a las alianzas de los nobles
superiores. Esto se habrÃ*a considerado aún más necesario en el caso del matrimonio de
un prÃ*ncipe de la dignidad ancestral del padre de nuestra protagonista con una inferior,
aunque de buena familia, como era la mujer a quien secretamente habÃ*a tomado por
esposa. Tan leal era, sin embargo, la madre del niño, hasta tal punto confiaba en el
honor y en las repetidas promesas de su marido, que murió plenamente convencida de
que algún dÃ*a su hijo heredarÃ*a las grandes posesiones del prÃ*ncipe y compartirÃ*a las
dignidades de su nacimiento y su posición con la hermana mayor.
Y asÃ* podrÃ*a haber sido, por lo que se ve, sin la sanción imperial que, en este caso, no
habrÃ*a sido difÃ*cil de obtener, dado que Pablo I habÃ*a sucedido a su madre, y habrÃ*a
sido suficiente con que lo solicitara la bella hermana, quizá con un petit sacrifice de su
honor femenino a la voluntad del licencioso monarca.
Pero ese camino era imposible. Como dice un viejo proverbio: «No se puede soplar
frÃ*o y caliente al mismo tiempo».
Nos sentimos más bien inclinados a creer que se puede, al menos en ciertas
circunstancias, pero en el caso que nos ocupa reconoceremos su validez. La princesa
Vávara habÃ*a elegido su camino -no sin debatirse consigo misma, como hemos visto-,
y el mismÃ*simo aliento de la ráfaga caliente que habÃ*a soplado impidió, en efecto, que
considerara cualquier otro camino más natural. Ahora no podÃ*a delatarse: hacerlo no
sólo significarÃ*a renunciar a su posición sino a su amor y, en última instancia, a
condenarse por un delito infame, en comparación con el cual la liquidación de los
mujiks no era nada. Porque Vávara, desde que inició la andadura de su independencia,
no se habÃ*a tomado el mismo cuidado que antes, todo hay que decirlo, en ocultar sus
amores con el paje, y su aventura corrÃ*a libremente de boca en boca por toda la casa.
Pero mientras el inteligente descubrimiento del secreto de su padre -surgido de la
búsqueda y supervisión personal de sus papeles por parte de la princesa- le permitió
suprimir el hecho de que él habÃ*a dejado un heredero, quedó preocupada por el
problema de que algún dÃ*a pudiera filtrarse la verdad por algún otro medio. No
obstante, acudió en su ayuda su despierto ingenio; se presentó un doble incentivo para
dar rienda suelta a su lascivia: seguirÃ*a regodeándose con todas las satisfacciones ya
experimentadas y de paso conseguirÃ*a que Alaska no se apartara de su lado.
He aquÃ* otro proverbio, originalmente ruso, utilizado por la propia autora y citado por
ella misma, que adaptado a nuestro idioma dirÃ*a más o menos asÃ*: «Cuanto más cerca
del hueso, más dulce es la carne».
Como la propia conspiradora admite, no hay duda de que la carne que habÃ*a saboreado
era dulce. En tanto se abandonaba a esta licenciosa consideración, perdió todo
sentimiento de contención, y aunque admitió que por cierto estaba muy «cerca del
hueso» , decidió entregarse al amor incestuoso y disfrutarlo en toda su fuerza,
saboreándolo como una auténtica sibarita.
Y asÃ* ocurrió que, perdida para cualquier consideración excepto la satisfacción
voluptuosa de su propia lujuria, volvió a recibir al apuesto paje, y saciándose con sus
jóvenes y vigorosos encantos, revolcándose abrazados en todas las posturas que a sus
fértiles imaginaciones se les ocurrÃ*an, Vávara dio rienda suelta a sus rebeldes pasiones
y, dejando de lado cualquier pudor, se lanzó a una vida de depravación desenfrenada.
«Me quité toda la ropa y también desnudé a Alaska. Jugué con su carne en erección e
hice que se me acercara gradualmente con su ***. En cuanto me penetró por completo
cerré los ojos, y las realidades de mi amor, que excitaron más aún mi imaginación,
añadieron salacidad a estos goces. En otros momentos hice que se echara de espaldas,
y, montada a horcajadas en su cuerpo blanco, me fui hundiendo lentamente sobre él,
dejando que sus partes tiesas e ingobernables entraran en mÃ* en toda su extensión. En
esta posición disfruté con la vista de sus muecas y contorsiones, mientras le bombeaba
la divina esencia de su ser. Si su persona estaba pletórica de encantos para mÃ* y su ***
me resultaba maravilloso en cualquier estado, su semen fue como el néctar de los
dioses, con un sabor y un olor inexpresablemente exultante para mis nervios. Me
revolqué en él y ni una gota salió de mis labios una vez que los atravesó. Nos
habÃ*amos vuelto ambos adictos a este placer; él mismo lo proponÃ*a e introduciendo
una longitud increÃ*ble de su sable en mi garganta, descargaba un torrente del que yo no
desperdiciaba una sola gota.
Nuestras relaciones Ã*ntimas duraban ya unas semanas y de alguna manera se habÃ*a
desgastado la novedad de nuestro apareamiento. Siempre inclinada a nuevas
satisfacciones, creÃ* detectar en mi joven amante una inclinación por los encantos de mi
trasero. Lejos de tratar de disuadirlo, di satisfacción a su capricho y, orientando su
potente vara bien lubricada, accedÃ* a que insertara el glande en esa ruta de placer
prohibida. Presionando, empujando e insinuando suavemente su miembro
cartilaginoso, me penetró y asÃ* sumamos la sodomÃ*a a nuestro delicioso delito. Alaska
yacÃ*a suspirando, con la cabeza sobre mi hombro desnudo y el aliento caliente en mi
cuello. Con su mano me excitó aún más mis partes hinchadas, y manteniendo una
delicada y palpitante presión en todo momento, introdujo por fin toda la longitud de su
*** en mis entrañas.
Decir que gocé transmite apenas una débil idea del torbellino de mis sensaciones. Al
principio el dolor fue agudo y mareante. Apreté los dientes y hundÃ* las uñas en los
cojines. Pero nada desconcertó a mi héroe. SentÃ* palpitar y empinarse más aún la barra
de hierro en la funda ceñida; el cosquilleo de su dedo activo palió mi alarma. De
inmediato el placer se alzó triunfante; su mano produjo la culminación del placer, le
entregué mi camino prohibido y él, hundido hasta lo más profundo, llenó mi interior
(literalmente mis entrañas) con una ardiente inundación de esperma.
La gratitud de Alaska fue ilimitada y, echándome de espaldas en mi blanda cama, me
apartó los muslos y sus besos incendiados entre ellos compensaron con creces mi
sacrificio.»
Empero, en breve la princesa empezó a descubrir que los placeres de su unión
necesitaban un estimulante; aparentemente de forma imperceptible para ella, sus
pasiones, avivadas en una furiosa llamarada, habÃ*an llegado a un punto en que los
recursos corrientes de la gratificación sexual ya no la contentaban. SentÃ*a un ansia
constante de experimentar nuevas sensaciones. Incluso el aguijón de su reciente
descubrimiento comenzó a perder su efecto. Anhelaba que el muchacho se volviera tan
lascivo como ella. Y él no necesitó demasiados alicientes para prestarse a todo. Pasado
el primer estallido de afecto mutuo en virtud del abuso a que lo sometieron, sus ideas
se volvieron irregulares:
«-Ojalá supiese quién fue el primero en aventurarse en tu bonito pimpollo de rosa...
cuál fue la primera abeja que depositó ahÃ* su miel -suspiró Alaska una tarde, cuando
después de uno de nuestros coitos habituales reposábamos para recuperar el aliento.
--¿A qué pimpollo de rosa te refieres, mi querido muchacho? No olvides que tu
pregunta es algo indefinida. ¡Tengo varios y en todos ellos tú has libado miel, pequeña
avispa juguetona!
-SÃ*, y volveré a hacerlo, dulce mÃ*a, pero el pimpollo al que me refiero es el que tienes
entre los muslos. -Un toque de su mano volvió inconfundible la aclaración.
-Eres demasiado curioso.
-Es que me gustarÃ*a saberlo -insistió-. Ojalá hubiese podido espiar por el ojo de la
cerradura.
-Te habrÃ*as puesto celoso.
-Por supuesto, lo sé. Pero aun asÃ*, creo que me habrÃ*a gustado espiar, aunque sólo
fuera por curiosidad.
-Alaska mÃ*o, ¡.eso quiere decir que no te pondrÃ*as celoso ahora si espiaras por el ojo
de la cerradura y vieras...? ¿El qué?
No digo eso, pero me parece que, aunque al principio estuviera celoso al descubrir lo
que ocurra secretamente y sin que yo lo supiera, serÃ*a diferente si conociera tus deseos,
si fuera consciente de ellos, y pensara que la satisfacción de tus apetitos, de los que
hemos hablado a menudo, te proporciona placer, e incluso que mi complicidad harÃ*a
que me amaras más; no... no creo que dadas todas estas condiciones ahora me pusiera
celoso. Soy demasiado voluptuoso, y no olvides que asÃ* me has hecho tú, para que me
importe la entrega exterior de tus encantos, siempre que siga siendo el dueño de tu
corazón.
--¿Quieres decir que te gustada ver cómo entrego mi cuerpo a otro? Ay, libidinoso
mÃ*o, veo que tus ojos brillan... sé que gozarÃ*as del espectáculo.
-Más de una vez te he hablado de mi idea largamente acariciada. Una vez lo soñé y me
encantarÃ*a ponerlo en práctica.
-Lo sé, Alaska. Te relamerÃ*as en un acto sexual en el que, aunque no personalmente,
gozarÃ*as de mÃ* por poderes. Te veo, mi perverso diablillo, observando los
preliminares, arreglando los detalles, y finalmente entregándome al ejecutor».
El efecto de esta conversación se evidenció plenamente en los sensibles órganos de
Alaska. La princesa, que durante un tiempo habÃ*a estado entrenándolo en estas ideas
impúdicas, contempló con deleite el resultado.
«-Bueno, Alaska, dado que los dos estamos decididos a apurar el cáliz de los goces
amorosos, no vacilemos un instante en aprovechar al máximo nuestro tiempo. Yo te
prostituiré y tú me prostituirás, y nuestros placeres competirán entre sÃ*.
La respuesta de Alaska fue una prolongada arremetida y la conversación se convirtió
en una incoherente explosión de gritos placenteros.»
Sólo habÃ*an transcurrido unos dÃ*as tras esta conversación cuando, una vez todo
dispuesto, la princesa dio su consentimiento al inicio de la diversión. A la hora
señalada, Proscovia introdujo por la entrada privada a un mujik robusto elegido por
ella misma con la ayuda de Alaska. Este, transformado para la ocasión en una joven
alta y de buen ver, correspondientemente disfrazado, aguardaba con la princesa la
llegada del campesino.
Si se considera que los habitantes del palacio ascendÃ*an a más de ciento cincuenta, se
comprenderá que conjeturar la verdad en cuanto a la identidad de la princesa, que
siempre aparecÃ*a velada, era muy improbable para alguien como este mujik
analfabeto. El hombre habÃ*a sido seleccionado entre otros por diversos motivos que
pronto se verán, y porque era un luchador además de primo hermano del desgraciado
Petrushka, y por tanto un mozo de buena estampa.
Es harto probable que la concupiscente princesa se deleitara interiormente al recordar
aquella aventura y que ejerciera alguna influencia en sus goces secretos. Fuera como
fuese, este mujik, que respondÃ*a al nombre de Fadeyev, era un estupendo ejemplar de
campesino ruso, con sus hombros anchos, las extremidades largas y gruesas, la barba
castaña, los rizos bien aceitados y atados con un cordón detrás de su gran cabeza
cuadrada. Además, Fadeyev tenÃ*a una expresión de buen humor, más bien estúpida:
pero si su inteligencia era escasa, su pesada estructura muscular prometÃ*a muchas
cosas, al tiempo que cierto movimiento de sus labios, las fosas nasales abiertas y los
ojos brillantes delataban un temperamento activo y a la vez voluptuoso. Por otro lado,
conocÃ*a muy bien el motivo por el que lo habÃ*an mandado llamar.
Proscovia, también medio desvestida, llevó a Fadeyev ante su ama y el joven paje.
Pronto una copa de buen coñac puso al mujik más a sus anchas, y mientras se caldeaba
en los lujosos aposentos empezó a corresponder a las frivolidades obscenas de la
criada, que hizo todo lo que pudo por tranquilizarlo.
Pero a medida que aumentaba su temperatura, Fadeyev notó que le molestaban las
pesadas ropas; al instante Proscovia y Alaska demostraron que no tenÃ*an ningún
problema en despojarlo de ellas. AsÃ* quedaron a la vista los grandes miembros
musculosos del mujik, pues su ropa interior era deficiente para cubrirlo tanto en lo que
respecta a perneras como a mangas.
Entretanto, la princesa Vávara, negligentemente reclinada en un fastuoso diván,
intercambiaba susurros e insinuaciones con Alaska y observaba la semidesnudez del
mujik con ojos lascivos, en los que se rastreaba la luz arrebatada de una diabólica
lujuria. Los labios de la princesa estaban calientes y secos, le temblaban las fosas
nasales y sus miembros se retorcÃ*an de una forma inequÃ*vocamente indicativa de su
ardor. Hasta ese momento habÃ*a sido una observadora pasiva.
Sin embargo Fadeyev, con el instinto de un halcón que persigue a su presa, reconoció
al instante que ella era el principal objeto de su convocatoria, y consecuentemente
prodigó toda su atención a ese rostro hermoso. Pero eso no era todo: de vez en cuando
el peignoir de la señora se abrÃ*a, cuando cambiaba de posición, y por la abertura
Fadeyev vio una cornucopia de delicadas carnes blancas, lo que fue más que suficiente
para poner en marcha sus deseos.
-Entonces, ¿éste es el entretenimiento que has decidido proporcionarme, Alaska?
-murmuró su bella amante-. SerÃ*a una desagradecida si no correspondiera plenamente
a tu bondad. ¡Qué miembros los de tu gigante, qué fortaleza, qué flexibilidad en las
articulaciones! ¿Me has dicho que es un luchador? Entonces evidencia su enorme
poder arrojando al suelo a hombres grandes y fuertes como él. Cono, Alaska, en que
demuestre sus artes conmigo. Yo también lucharé con tu gigante y tú verás que salgo
vencedora, porque conmigo empleará su fuerza en vano, yo sólo apelaré al artificio del
amor y él caerá a mis pies, lo quiera o no, será un humilde esclavo de los deleites que
guardo para él.
-Sin duda, mi amada, no podrá rivalizar con tus dulces y ágiles artes, tus suaves
zalamerÃ*as, tus refinamientos de voluptuosidad.
-No, Alaska, encanto mÃ*o; tú me has traÃ*do el material, sólo tú eres el alma, la parte
vital. Usaré este instrumento y reconoceré, todo el tiempo de mi goce, que eres tú y
sólo tú quien me lo da, duplicando tu propia potencia al ofrecerme este medio.
La princesa hizo una pausa. Contempló admirada las proporciones fornidas del
luchador, le temblaron los labios, todo su cuerpo pareció irradiar una exuberancia de
diablura perfumada muy acorde con su carácter. Le brillaron los ojos más que de
costumbre; una especie de agitación sólo evidente para un observador cercano se
difundió por su piel; respiraba en breves jadeos espasmódicos; movÃ*a las manos de un
lado a otro, en el aire, como si estuviera invocando algún poder invisible. Entonces
volvió a hablar.
-Ponte ante mÃ*, Fadeyev, de modo que te vea -gritó en el dialecto del campesino, pero
con un ritmo y una fuerza que hizo que todo volviera a tintinear mientras hablaba-.
Quiero verte en toda tu potencia mientras avanzas hacia el combate con tus oponentes.
¿Acaso no has derrotado a muchos hombres? ¿No les has hecho morder el polvo con
la simple fuerza de tus miembros? Ahora, Fadeyev, siempre terrible en tus encuentros,
¿no quieres probar conmigo? Mira -dijo mientras dejaba caer su manto acampanado y
desplegaba sus hermosas formas desnudas en toda su altura-. ¿No soy digna de tus
proezas? ¿Crees que puedes vencerme como has vencido a tantos hombres? No,
Fadeyev, soy yo quien te derrotará, por la fuerza del ardor y la lascivia caerás... caerás
a mis pies. -La princesa levantó la voz hasta casi un tono de dureza y luego agregó,
quejumbrosa-: Y tú gozarás, Fadeyev, te revolcarás en los embelesos del paraÃ*so... de
ese paraÃ*so en el que pensó y del que escribió el Profeta. -En este punto Vávara bajó
más la voz, mientras una extraña luz, como la de aquellos que ven a lo lejos y hablan
de lo que no está presente, centelleaba en sus ojos brillantes-. Gozarás del
arrobamiento de los ángeles en mis brazos, en mi pecho, te recibiré... te abrazaré,
Fadeyev. -Más baja aún se volvió su voz al tiempo que el mujik, comprendiendo el
sentido de su rapsodia y más que dispuesto a aprovecharse de su posición, iba
aproximándose lentamente-. Te deleitaré con mi cuerpo, te consumiré en mi
libidinosidad, cruzarás las puertas por las que a los hombres les gusta entrar, y no me
negaré a tus deseos. El aliento de tus besos calientes manará esencia de rosas para mÃ*,
tus apasionados movimientos serán la ondulación de un arroyuelo que cae raudo. ¡Tus
feroces deseos me dominarán, Fadeyev, tu fortaleza y tu potencia me harán
estremecer! Dejaré que te bañes en los torrentes de tu placer, me someteré a la
satisfacción de tus deseos más secretos...pero te derrotaré, Fadeyev. ¡Fa-de-yev!
Despojada de su única cobertura, un suntuoso manto de raso forrado en pieles, la
princesa temblaba por la excitación de su apasionado discurso, pero suavemente y casi
sin que se diera cuenta, Alaska y Proscovia habÃ*an vuelto a ocultar su encantadora
figura a la mirada lasciva de Fadeyev.
Mientras ella hablaba sin parar, el mujik -acometido por cierto respeto pavoroso ante
tan rápido y apasionado parlamento-, impresionado por la indescriptible belleza de su
persona y ansioso, naturalmente, por una relación más Ã*ntima con sus encantos, se
aproximó poco a poco, estimulado por sus gestos, donde vio menos pudor que ardiente
deseo.
Las pocas prendas que ahora cubrÃ*an al luchador permitÃ*an una perfecta exhibición de
su cipote poderoso, y como los faldones le iban cortos y lo único que cubrÃ*a sus
muslos era una camisa de algodón, ésta comenzó a hincharse por delante con una
protuberancia que dejó perplejos a todos los presentes.
Fadeyev ya estaba ante el diván en el que la princesa habÃ*a vuelto a echarse, y se
encontraba al alcance de la mano que ésta habÃ*a extendido. Tras palparlo, ella insinuó
su manita bajo la cobertura y rápidamente aferró el objeto que tanto habÃ*a llamado su
atención. Un resplandor lúbrico se extendió por sus facciones al descubrir la exis tencia
de un arma de longitud y grosor ponderables, empinada y amenazante, y que Fadeyev,
enloquecido de deseo, intentaba en vano controlar.
Se elevó entre los presentes una especie de murmullo confuso; Proscovia, no menos
encantada que su ama, compartió el placer de ésta. La princesa echó una mirada de
soslayo a Alaska. Al notarlo preocupado, le sonrió y con irresistible dulzura le hizo
señas para que se acercara.
«-FÃ*jate, niña mÃ*a -dije a Alaska-, he aquÃ* a una criatura del sexo que tú deseas.
Observa con atención este objeto largo y grueso como el palo de un carro; su cabeza
purpúrea está encendida por el deseo de gozarnos. Esa cabeza es el sÃ*mbolo de la
sangre caliente que hormiguea en sus venas'
-sÃ*, mi querida niña, es con un instrumento como éste, que serás perforada; me verás
sufrir, pero también sabrás cuánto gozo. Luego será tu turno de rendir tu bonita
persona y de someter a su merced tus encantos hasta ahora intactos.
Proscovia se puso a reÃ*r disimuladamente. Observé a Alaska: su sonrisa y sus miradas
obscenas me convencieron de que su depravación estaba a la altura de las
circunstancias.
-¡Oh! Señora, Lesa cosa horrible me penetrará? -exclamó, imitando una voz
femenina-. En verdad, no soporto pensarlo. -Se cubrió la cara con la mano, fingiendo
gran vergüenza y susto. Sin embargo, insistÃ* en ponerle el miembro de Fadeyev en las
manos, y de buena gana él lo toqueteó para su propio deleite. Luego hice que el mujik
se sentara a mi lado y le di un batÃ*n elegante para que se cubriera. Estaba decidida a
que no se alcanzara el clÃ*max demasiado pronto.
Fadeyev, corpulento y estúpido como era, no tenÃ*a el aire brutal del mujik común y
corriente. Sus ojos eran blandos y amables, sus movimientos espontáneos y suaves.
Daba la impresión de estar encantado en un nuevo mundo, por asÃ* decirlo, de lujuria y
placer sensual, y parecÃ*a conformarse con notable ecuanimidad a lo que le habÃ*a caÃ*do
en suerte.
Mientras acariciaba la manaza derecha de Fadeyev, la atraje suavemente hacia mÃ* y la
deposité estremecida de dicha en mis senos redondeados. Mi Hércules estaba ya casi
sometido. El contacto con mis firmes pechos blancos pareció electrizarlo: los amasó
con su mano fogosa, palpó, apretó, hasta que agitado por un irresistible impulso, intentó
bajar cada vez más la mano, no pudiendo contentarse con el suave contacto de
mi vientre.
Entonces hice señas a Alaska de que le soltara la ***, dado que yo misma estaba
celosa por su interferencia, y volvÃ* a coger este enorme ejemplar de hombrÃ*a
musculosa. La barra palpitaba y se estiraba en mi mano mientras envolvÃ*a mis dedos
flexibles alrededor de la cabeza purpúrea. Fadeyev mostró su aprecio por mis
delicados toques con diversos suspiros y sÃ*ntomas; parecÃ*a apenas capaz de contener el
ansia de satisfacer su ardiente pasión.
Yo misma estaba mareada por el feroz deseo de gozarlo. No obstante, puse freno a mi
impaciencia e hice una pausa para contemplar mejor al luchador que me habÃ*an traÃ*do.
Observé su pecho ancho, sus brazos fuertes y nervudos, singularmente libres del
hirsutismo, que es rasgo tan común de nuestro campesinado. Por encima de todo era
un corpachón perfecto, con una fortaleza y una elasticidad tales que sólo mirarlo me
puso fuera de mÃ*.
PercibÃ* que no podrÃ*a continuar mucho más en este papel pasivo. A una señal mÃ*a
arrancaron el resto de la ropa a Fadeyev y él se irguió ante mÃ* absolutamente desnudo.
¡Qué impresión fue ver esa terrible ***! Me estremecÃ* de impaciencia mientras volvÃ*a
a despojarme de mi manto, abracé a mi Hércules y juntos nos hundimos en el blando
diván.
Ahora la mano de Fadeyev recoma mi cuerpo a voluntad. No necesitó guÃ*a para
detectar el punto central de sus deseos. Entretanto, mis labios buscaron los suyos y
mezclamos la saliva en nuestros besos impacientes. Alaska se situó cerca, a mi lado, y
nos observaba con el rostro ruborizado y las mejillas ardientes.
El luchador cayó sobre mÃ*, su enorme pecho me cubrió el cuello y el rostro. SentÃ* que
su *** caliente y tiesa empujaba contra mÃ*. Pensé que nunca tendrÃ*a lugar la cópula de
nuestros cuerpos; por fin mis partes Ã*ntimas cedieron, la gigantesca serpiente se
deslizó en mÃ*, rasgando, proporcionando dolor y placer a un tiempo, hasta que sentÃ*
que Fadeyev habÃ*a introducido su miembro hasta la raÃ*z y me gozaba con una feroz
energÃ*a que yo nunca habÃ*a experimentado. Alaska me besaba una mano, que yo le
habÃ*a tendido con tal propósito, y también noté que sus propios dedos traicioneros
estaban inmersos donde se efectuaba la unión de mi cuerpo con el del mujik.
-¡Ay, amigo mÃ*o! -grité-. Me haces daño, pero también me brindas placer;
suavemente... Fadeyev mÃ*o, asÃ*... ayúdame, no acometas con tanta fuerza. ¡Ay! ¡Eres
tan enorme! ¡Tan terrible!
Más arremetidas, más impactos impacientes de sus lomos vigorosos, más esfuerzos
titánicos por parte de mi luchador; sus forcejeos eran los de un nadador que expira:
resollaba, sollozaba. Poco a poco el placer cedió en mÃ*, hasta que con un grito
frenético arrojé mis piernas hacia delante... y el deseo se extinguió por un momento en
un temblor de abrasadora dicha disolvente.
Fadeyev todavÃ*a no habÃ*a acabado conmigo.
Noté que aún estaba ansioso por completar el éxtasis, aunque aparentemente era
incapaz de obtener el Ã*mpetu necesario. No, se relajaron sus partes vigorosas... sin
duda la compresión era excesiva. Le imploré que parara y se retirara; me
obedeció a regañadientes y contemplé su exagerado aparato, rojo y humeante, todavÃ*a
no apaciguado por mi cuerpo. Fadeyev parecÃ*a desolado, avergonzado por no haber
tenido más éxito. Rápidamente aparté de él ese sentimiento, estimulándolo de nuevo.
Volvió a penetrarme con furia y, ahora bien preparado, soltó enseguida el manantial de
su paroxismo inundando mi interior con su semen.»
Esa velada se celebró una orgÃ*a en los aposentos de la princesa. Proscovia estaba
totalmente desnuda y Fadeyev cayó sobre ella. Alaska, del todo depravado por los
preceptos y el ejemplo de su amante, se mostró tan desvergonzado como los demás.
Ahora sólo cubierto por un vestido ligero, se esforzaba por ocultar su sexo, mientras el
luchador, sin entender los motivos de su reticencia y adjudicándoles un origen muy
distinto, lo seguÃ*a incesantemente con sus solicitudes. Vávara compartÃ*a las
provocaciones generales. Entraron otros dos hombres, y dos muchachas hermosas,
proporcionados por los agentes secretos de la princesa, que se sumaron a la escena de
libidinosidad y jolgorio.
Estas jóvenes, hermosas como la luz del dÃ*a e inocentes en lo que a participación en
las orgÃ*as del palacio se refiere, fueron de inmediato el principal foco de atracción del
depravado Alaska. La princesa le estimuló esta fantasÃ*a y a continuación tuvo lugar la
escena más hórrida de iniquidad concupiscente.
Georgette, la mayor de las dos muchachas, era bellÃ*sima: rubia, alta, esbelta, de rasgos
delicados y estatuarios, llevaba sueltos los largos rizos de exuberantes cabellos
dorados que flotaban por su espalda en pesadas matas. TenÃ*a los pies y las manos
pequeños y de fina forma; acababa de cumplir los dieciocho años.
Ofvette, la otra, era más morena y no tan alta; poseÃ*a las facciones frescas de los
habitantes de la frontera suroccidental, era una encantadora pomerania cuya belleza
impresionaba a quien la. contemplara. Sus miembros eran igualmente delicados,
aunque más redondeados y regordetes; sólo tenÃ*a quince años.
Los dos hombres eran jóvenes y robustos; tenÃ*an los miembros semejantes al del mujik
ruso y rondaban los treinta años. Ambos habÃ*an sido seleccionados en virtud de sus
aptitudes especiales para la impudicia y de sus miembros de grandes dimensiones.
ConocÃ*an a la perfección el objetivo de su presencia allÃ*. No era la primera vez que la
princesa los habÃ*a empleado con fines similares.
Los siete personajes formaban, por ende; un grupo lascivo, al que se unió la criada
Proscovia.
Alaska se pegó deprisa a Olivette, que al principio lo tomó por una chica. Por orden de
la princesa pasaron a un gabinete contiguo junto con Moditzski, el más rubio de los
recién llegados. En cuanto desaparecieron los tres, Vávara hizo que el otro mujik se
echara de espaldas en el diván y se divirtió montándolo, recibiendo en esta posición su
arma grande y erecta, mientras llamaba a Fadeyev a su lado para asirle el miembro
gigantesco con ambas manos, balanceándose entre los dos al tiempo que se llevaba el
glande purpúreo del último a los labios.
AsÃ* ocupados, la princesa y sus acompañantes se dispusieron a escuchar a los que
estaban en el gabinete.
No esperaron mucho, pues en breve los gritos y quejas de Olivette les hicieron saber
que estaba ocurriendo algo que le provocaba descontento. Se oÃ*a su voz suplicante y
simultáneamente se distinguÃ*an las de Alaska y el mujik en tonos de perentoria
exigencia. Más protestas por parte de la pequeña Olivette, renovadas demandas de los
hombres: luego un forcejeo, murmullos apagados, imprecaciones en las que
predominaba la voz de Alaska... y un sonido sordo de cuerpos que caÃ*an sobre cojines
mullidos.
De inmediato un peculiar grito agudo de la bonita joven, un ruido audible de golpes
regulares, una especie de percusión de la cama en que habÃ*an caÃ*do los cuerpos... una
amainada cadencia de movimientos feroces y significativos, en medio de los cuales se
intercalaban los sollozos lastimeros de la vÃ*ctima.
Ya la tiene metida -susurró el luchador, cuyo miembro largo y gordo palpitaba bajo las
glotonas chupadas de la fogosa princesa-. Se la metió... si experimenta la mitad del
placer que estoy experimentando yo, ese hombre está en los cielos.
-SÃ*, asÃ* debe ser -respondió Vávara, haciendo una pausa en su tarea-, escuchad cómo
cruje la cama... él se toma su tiempo... su éxtasis crece, la chica está sometida, él la
goza desenfrenadamente. Su cuerpo está perforado como el mÃ*o por el órgano de un
hombre. ¡Escuchad!
-¡Dios mÃ*o! ¡Me matarás, suéltame! -chillaba Olivette.
Más gritos, más crujidos del lecho, una confusión de sonidos inarticulados que Vávara
reconoció muy bien como acompañantes del paroxismo final, la eyaculación de su
amante, y luego, silencio.
La princesa sabÃ*a que si bien ella se habÃ*a emancipado con su propio ejemplo del
sentimiento de su pasión mutua, Alaska no habÃ*a sido menos rápido en seguir el
ejemplo.
El hombre que estaba debajo de la princesa, incapaz de seguir conteniéndose, cerró los
ojos y se abandonó en una copiosa lechada que Vávara recibió con gritos impúdicos,
soltando la *** de Fadeyev en su espasmo paroxÃ*stico.
-¡Durak! Me has inundado con tu ***, estoy llena a rebosar de ti -exclamó la princesa
al encontrarse liberada de la potente verga sobre la que se habÃ*a sentado.
Entonces corrieron todos en dirección al gabinete.
Imaginaos la sorpresa de Fadeyev al entrar y descubrir a quien le habÃ*an presentado
como una chica desnudo y jadeante en la languidez posterior al acto sexual, junto a la
violada Olivette, mientras su vigoroso instrumento, apenas relajado del estado con el
que acababa de ejecutar ese acto, colgaba húmedo y humeante sobre su propio vientre.
Olivette habÃ*a perdido el conocimiento. Moditzski, en estado de furioso deseo, estaba
a punto de caer sobre la chica postrada, pues su pasión habÃ*a llegado a punto de
ebullición como espectador de los otros dos. No obstante, la princesa lo hizo
retroceder y ella misma se precipitó sobre la joven Olivette, introduciendo con
indescriptible frenesÃ* el rostro entre los muslos de la muchacha, mientras Proscovia,
siempre lista para realzar los placeres de su ama, mantenÃ*a suspendidas y abiertas las
piernas de la vÃ*ctima.
Fadeyev y Polskivich, con burlonas carcajadas, se echaron encima de Alaska y lo
arrastraron al salón. AllÃ* le arrancaron los escasos restos de su disfraz sexual y se lo
entregaron desnudo al miembro de Moditzski, indicándole a éste que vengara la
frustración anterior con el trasero de Alaska. La princesa, pese a que estaba ocupada
con su propia libidinosidad, oyó el alboroto y al ver cómo estaban las cosas se levantó
y audazmente indicó a Moditzski que siguiera adelante, ante lo cual Fadeyev, incapaz
de contenerse al ver a la encantadora princesa ante sÃ*, la cogió por la cintura, la
empujó sobre la otomana y la empalmó con su enorme paquete sin darle tiempo a
impedÃ*rselo.
Nada encantó tanto a Alaska como la idea de esta forma de ser objeto sexual, pero a
pesar de su buena disposición a satisfacer el deseo del robusto Moditzski, el tamaño y
la impaciencia de éste impedÃ*an la penetración contra natura. Pero por fin el éxito
recompensó los esfuerzos de ambos y el sodomita recibió en sus entrañas el miembro
empinado del joven mujik.
En cuanto Vávara notó que estaban completamente engarzados, el lúbrico panorama
ejerció un efecto poderoso en ella, y presentando su trasero lo mejor que pudo,
estimuló y recibió las fogosas arremetidas del luchador, gritándole que no le ahorrara
nada, que le hiciera sentir toda la longitud de su cipote musculoso hasta las entrañas.
Pero Fadeyev no necesitaba demasiado estÃ*mulo. Apretando los lomos saltarines de
Vávara, hundió su barra llameante, paladeando la carne blanda y flexible en que su
falo se abrÃ*a camino. Frotó el vientre contra las nalgas de ella y no pudo seguir
penetrando. Tras una serie de gozosos movimientos en los que arrastraba las tiernas
formas de la princesa hacia él a cada arremetida, apoyó su mentón barbudo en el
hombro blanco y, poniendo fin a sus esfuerzos, soltó un torrente hirviente de esperma.
Entretanto Alaska, empujado hacia delante por el lúbrico ataque de su asaltante
pederasta, se tambaleó atravesado por el sable tieso hasta la otomana y allÃ* tendido,
sumiso al ataque, dejó que Moditzski alcanzara el paroxismo.
A la violencia de la orgÃ*a siguió una calma generalizada. La pequeña Olivette, asistida
por Proscovia, que también ofreció a los presentes vino y dulces en abundancia,
revivió con las atenciones recibidas. La princesa disfrutó de un lapso de bien merecido
descanso.
Hasta ese momento la encantadora Georgette habÃ*a escapado a la atención salaz de la
compañÃ*a, pero no podÃ*a abrigar la esperanza de seguir siendo tan afortunada durante
mucho tiempo.
La propia princesa dio el ejemplo. Alabó la belleza de la muchacha, frotó sus manos
lujuriosas en los encantos de aquélla, y por último se empeñó en situarla, totalmente
desnuda, entre las rodillas de Fadeyev.
-Mi querido Fadeyev -le dijo-, aquÃ* hay alimento para tu lujuria, aun te sobrará. FÃ*jate
en estos pechos exquisitos, en la firmeza de los pezones, en este vientre redondo y
blanco. Contempla esta cintura graciosa y pletórica de flexibilidad. ¡Qué exquisito el
contorno de estas caderas hinchadas! ¡Qué monte de Venus! Ay, Fadeyev, crees que
me pondré celosa pero te equivocas: gozaré con fruición al ver tus placeres.
Entretanto, el luchador habÃ*a atraÃ*do a la bella Georgette hacia sÃ* y con total impudicia
habÃ*a puesto su miembro de grandes proporciones en las delicadas manos de la
jovencita. Renovado por el descanso, caldeado por el vino y por la naturaleza
provocadora de los encantos de ella, dio rienda suelta a sus deseos y empezó a recorrer
libremente todo su cuerpo con las manos. Mientras su verga inmensa recuperaba toda
la dilatación en las manos de Georgette, volvió a manifestarse su formidable
contextura y su cresta se irguió empinada, excitada por los tÃ*midos movimientos de
esas manos.
-Pon encima las dos manitas, Georgette -gritó la princesa-, ¿no ves que hay espacio
para tus dos palmas y que, aun asÃ*, su glande purpúreo asoma y nos mira a todos por
encima?
Polskivich, siguiendo el ejemplo del otro, asió a la temblorosa Olivette y, tras
someterla a sus caricias lascivas, pareció igualmente inclinado a renovar sus goces.
Pero Fadeyev ya no se contentaba con dejar que Georgette continuara con sus toques
indecentes. Ahora ya epicúreo de la lascivia, decidió que ella debÃ*a poner sus labios
rojos donde sus manos habÃ*an apretado y amasado. Pese a la evidente repugnancia de
la muchacha, insistió en que ella se introdujera la cresta ardiente en su boca y,
empujando tanto como se lo permitÃ*a un instrumento de tales dimensiones y sin llegar
a asfixiarla, se dio a sÃ* mismo este placer paroxÃ*stico mientras Vávara estimulaba su
conducta.
Por cierto, parecÃ*a que la princesa encontraba un deleite secreto en calentar aún más al
brutal mujik.
-Ponle las manos en las nalgas, Fadeyev, verás que nunca has tocado una piel
semejante: puro raso, perro, esta chica está hecha para un emperador y ahora está en
tus garras, perro. ¡Qué muslos! ¡Qué piernas!
La cara del luchador se volvió escarlata de desenfreno, sus partes inmensas estaban
dilatadas al máximo. Levantó la cabeza de la joven Georgette, unió sus gruesos labios
a los de ella, e introduciéndole la lengua en la boca permaneció en esa postura, como
si quisiera inhalarle la vida, sin dejar de mirar con fijeza a su amante, como si
solicitara su permiso para seguir adelante.
Ya su vientre frotaba el de Georgette y le introdujo la estaca caliente entre los muslos.
A todo esto, la princesa tenÃ*a un miembro en cada mano. El del joven Alaska palpitaba
una vez más en la derecha, mientras la artillerÃ*a de Moditzski le llenaba la izquierda;
en esta posición contemplaba los avances de Fadeyev.
Con rápida perspicacia comprendió las dudas que asaltaban al mujik, el hombre
hervÃ*a en la violencia de su deseo de gozar de Georgette, pero naturalmente temÃ*a
ofender a su princesa, a la que miraba como dadora de tantos entretenimientos. Ella se
apresuró a tranquilizarlo, diciéndole que actuara a voluntad y a sus anchas.
-Goza de ella, Fadeyev, yacerás con ella y perforarás su cuerpo. Tu instrumento
conocerá los huecos más recónditos de sus secretos. Cógela, fortachón mÃ*o, en tus
brazos poderosos, abre sus muslos blancos, el camino de la voluptuosidad está abierto
para ti, intérnate en él y goza.
Fadeyev no necesitó más. Alzó a Georgette y avanzó con ella fuertemente abrazada
hasta depositarla en un sofá. Sin perder un instante, se precipitó sobre el cuerpo
desnudo; Proscovia lo ayudó a abrir los muslos poco dispuestos y él situó su enorme
miembro en posición de penetrar en la vulva de la jovencita.
Georgette, aunque no del todo virgen, se acobardó ante semejante ataque. El luchador,
con desesperadas embestidas de sus caderas, trató de superar la delicada resistencia
ofrecida. Incluso la naturaleza colaboró con él, porque en los impúdicos preliminares
con que se habÃ*a entretenido, cierta excitación desconocida para la muchacha habÃ*a
provocado una humedad cremosa que impregnó sus partes. Aprovechándose de ello, la
ancha cresta bien lubricada abrió un sendero y traspasó la vulva, forzando a
continuación la vagina para que recibiera al monstruoso asaltante en toda su longitud.
Georgette profirió un grito de dolor al ser penetrada por el arma feroz del luchador
que, relamiéndose de la ceñida coyunda de sus cuerpos, empezó ahora de verdad el
lujurioso juego del amor.
Este espectáculo fue excesivo para la princesa: hundió su lengua sonrosada en la boca
de Moditzski y, tras chupar lascivos besos de esta manera, dejó que la gozara.
Lo llevó a un diván, se puso a horcajadas sobre él y recibió hasta el fondo su falo
robusto; en susurros le indicó a Alaska que se ocupara de sus nalgas y él, no del todo
novicio en tales goces, o quizá sondeando por primera vez en esta ruta prohibida, se
apresuró a complacerla.
-Entra sólo hasta el portal, amado mÃ*o -murmuró Vávara volviendo la cabeza para
hablar con el calenturiento paje, cuya arma, siempre lista, presionó ahora contra la
estrecha entrada-. Que sólo el glande de tu querido capullo me atraviese.
-AhÃ* estoy, pero apenas puedo contenerme para no empujar.
-Goza esto, querido mÃ*o, estoy trabajando para ti... apenas soporto dos campeones
como los que me están empalando... hago todo lo posible... ya... cielos, que sensación.
-Ahora siento tus presiones, reina mÃ*a. Siento el músculo agarrándome poderosamente
con una serie de deliciosos espasmos. ¡Ay, Vávara mÃ*a, qué placer! La cabeza, los
hombros están ahÃ* dentro, en tu funda secreta. El resto está fuera, pero el deleite se
transmite de cabo a rabo.
La joven princesa se encontró asÃ* entre ambos, entre dos campeones. En cuanto al
mujik Moditzski, jamás habÃ*a conocido placeres tan ardorosos. El bello cuerpo que se
elevaba y caÃ*a sobre él, cuyos movimientos se daba prisa en encontrar a medio
camino, y cuya presión lo llevaba al borde de la locura, lo excitaba con una furiosa
obsesión por el goce, y pronto -demasiado pronto para la voluptuosa princesa- sintió
que alcanzaba el clÃ*max lujurioso y eyaculó acompañándose con un gemido
paroxÃ*stico.
En ese momento el combate amoroso de Fadeyev con la bella Georgette llegó a su
punto culminante y ella quedó, sólo a medias consciente, empapada en las pruebas de
la vigorosa hombrÃ*a de aquel.
En el Ã*nterin, Polskivich, salvando gradualmente la resistencia de la bonita Olivette,
habÃ*a logrado insertar su instrumento y ahora trabajaba con todo el frenesÃ* de la
posesión completa para culminar la cópula con ella.
La princesa oÃ*a todo, veÃ*a todo, sus sentidos hallaban gratificación por los cuatro
costados. Los gritos de la forzada Georgette habÃ*an sido música para sus oÃ*dos, y
ahora los sollozos y gruñidos de la pequeña Olivette no le resultaban menos dulces.
Alaska seguÃ*a manteniendo su plaza; cuidadoso en el cumplimiento de los deseos de
su amante, se habÃ*a abstenido de hacer fuerza y permanecÃ*a, tal como habÃ*a declarado,
alojado en los portales. Los movimientos de Vávara mientras recibÃ*a la inyección
caliente de Moditzski, sin embargo, produjeron tanta excitación en sus partes ya
altamente sensibles, que sintió la llegada de su descarga e, incapaz de seguir
dominándose, con un decidido empellón sepultó el arma en las entrañas de la princesa,
inundándolas con las pruebas de su ardiente vigor.
Las parejas, desechos los abrazos amorosos, se reunieron alrededor de Polskivich y
Olivette para ser testigos de la culminación de la violación. El estaba en el cenit del
placer: sus desplazamientos y sus embates eran despiadados con la tierna muchacha
que, casi más allá del conocimiento de sus sufrimientos, rindió su cuerpo al bestial
ataque. Por fin él acabó y, con contorsiones de placer en todo el cuerpo, eyaculó un
torrente lechoso.
Con escenas semejantes concluyó la orgÃ*a, y la princesa Vávara, reteniendo a su
amado Alaska después de despedirse de sus invitados, se retiró con él a dormir y
descansar de los efectos de su desenfreno.
Sexta parte
Tras la defunción de su padre el prÃ*ncipe, Vávara Softa se despojó al parecer del velo
del recato, al menos en el recinto de sus propios aposentos. Este hecho no significó, en
modo alguno, que renunciara a su elevada posición en la sociedad. Debe recordarse
que era una época de libertinaje, una era de disolución sin lÃ*mites. A un noble ruso le
importaban muy poco las circunstancias anterio res o la virtud de su prometida,
siempre que ésta fuese rica y en otros sentidos su alianza resultara conveniente. Por
cierto, habrÃ*a sido sumamente difÃ*cill, en ese perÃ*odo, encontrar a una aristócrata joven
y bella cuya castidad no hubiese sido asaltada.
El mismÃ*simo zar se erigÃ*a en ejemplo en la confusión general de la moralidad.
Gradualmente, desde que sucediera en el trono a su licenciosa madre, habÃ*a mostrado
las mismas tendencias, y el trágico fin que le aguardaba fue parcialmente, sin duda, el
resultado de una venganza por celos a la que él mismo dio origen mediante la adquisición
de una amante ya codiciada como esposa por uno de sus cortesanos.
He señalado con anterioridad la atención que el zar Pablo prestaba a la joven y
hermosa princesa Vávara Softa, protagonista de este relato. Tras el acceso de ésta a las
propiedades de su padre, su reaparición en San Petersburgo fue recibida con
aclamaciones. El zar renovó sus atenciones. Descubrió que la princesa se habÃ*a
convertido en una mujer encantadora cuya belleza personal y sus logros la convertÃ*an
en la beldad dominante. Pablo concibió una violenta pasión por ella, y cuando el
Emperador de Todas las Rusias se enamora, ¡cuidado todo el mundo!: gare tout le
monde!
He omitido por necesidad un perÃ*odo considerable de la historia de la princesa, porque
el diario estaba en blanco durante largos intervalos o porque los apuntes registraban
acontecimientos poco interesantes o meras repeticiones de escenas como las que ya he
descrito. Por esas páginas se sabe que albergó realmente la idea de casarse con el
joven paje Alaska quien, gracias a la influencia de ella en la corte, habÃ*a sido
nombrado conde. No obstante, esta intención monstruosa e incestuosa -pues aunque en
realidad el diario en ningún momento lo afirma, no existen dudas de que era su
hermanastro- fue abandonada. La repugnancia del zar a permitir el matrimonio de su
amante, pues en eso se habÃ*a convertido ahora la princesa, impidió los planes de ella,
que evidentemente estaban bien calculados para evitar el descubrimiento de la verdad
o para desviar la posesión de sus bienes a lo largo de toda su vida.
Pero habÃ*a otra persona que llegó a interesarse tan profundamente como el propio zar
por la princesa Vávara. Un tal conde Tarásov también se habÃ*a enamorado de ella; este
hombre, de carácter decidido, brutal y celoso, general del ejército, que ocupaba un alto
cargo en la corte, albergaba la idea de hacerla su esposa. Sin duda, las vastas
propiedades de ella pesaban en su decisión; pero es evidente, según se deduce del
diario de Vávara, que este noble la amaba con la brutal pasión de que era capaz su
naturaleza; y, además, para una mente como la suya, los obstáculos sólo sirvieron para
aumentar su determinación y aguzar su apetito.
La princesa, cauta por necesidad en virtud de sus relaciones con el emperador, no
habÃ*a estimulado en modo alguno los galanteos del conde Tarásov; al contrario, ella
sólo tenÃ*a una vaga idea de las intenciones de éste, a las que trataba como a las
declaraciones de otros que la rodeaban, es decir, como una cuestión que le preocupaba
muy poco.
Aunque las costumbres disolutas e irregulares de Pablo -que ya lo habÃ*an vuelto
odioso para los nobles- volvieron a éste insensible en cuanto a la publicidad de su
relación con la princesa Vávara, ella tenÃ*a muy buenas razones para ocultar su vida al
examen público: pretendÃ*a que él la reconociera abiertamente, y apelaba a toda su
influencia, a toda su capacidad de persuasión con él para inducirlo a que la visitara o
recibiera en privado. AsÃ*, ella conservaba en gran medida el control de sus propios
movimientos y cierta independencia de la que, de lo contrario, no habrÃ*a gozado.
HacÃ*a tiempo que su carácter, a la par que su belleza, habÃ*a evolucionado; su lujuria
era inconcebible y, de no ser por las evidencias del diario, serÃ*a dificil imaginar
semejantes invenciones de depravado ingenio, semejantes aberraciones, dignas de una
mente calenturienta. Aparentemente blasée de los medios más normales y naturales
para satisfacer sus ardientes e ingobernables pasiones, habÃ*a rastreado su fértil
imaginación en busca de nuevos y monstruosos placeres.
En una parte de su diario aparece la curiosa y detallada descripción de un mannequin,
o figura representante de algo que indudablemente no era humano ni divino. En un
pequeño gabinete, adaptado a este propósito y con suntuosos cortinajes, habÃ*a, en un
extremo, un portière, o sea un par de pesadas cortinas que cubrÃ*an un pequeño
escondrijo al que se accedÃ*a por una entrada secreta. Estas cortinas, una vez
descorridas, dejaban al descubierto una visión calculada para hacer estremecer de
horror a un observador normal. En el hueco central se alzaba una imagen que, por su
aspecto grotesco, su parodia de figura humana y su personificación de todo lo que es
aterrador en la expresión de lascivia y obscenidad, resultaba indescriptible.
No sólo se trataba de la postura de la figura, que era erguida y bastante común, sino la
idea que transmitÃ*an sus rasgos demonÃ*acos de lujuria y ferocidad inmisericordes, lo
que hacÃ*a que el observador se estremeciera y se le coagulara la sangre. El maniquÃ*, de
dos metros diez de estatura, con los brazos cubiertos por mangas largas que le
colgaban cerca de los costados del cuerpo, iba ataviado con una túnica de raso rojo
hasta las caderas y bajo la cual aparecÃ*an las piernas enfundadas en unas calzas
holgadas. La falda corta de la túnica terminaba en la articulación de los muslos y un
cinturón de cuero negro la sujetaba alrededor de la cintura. Una mirada al semblante
de esta horrible efigie sólo revelaba la décima parte de la malignidad de su expresión.
Los ojos, brillantes y fijos, se movÃ*an a la menor perturbación de la figura y daban la
impresión de seguir al espectador con una fantasmal y burlona intención persecutoria.
Sensible a ciertos movimientos del cuerpo, la lengua asomaba roja y brillante,
añadiendo un matiz diabólico al efecto general.
Todo lo anterior corresponde al mannequin en reposo. En cuanto al uso que le daba la
princesa, enseguida sabremos más.
En el gabinete se destacaba un único mueble, un lecho, situado en el centro de la
estancia y cubierto, como los cortinajes, con un tapizado delicado y lujoso. El extremo
del lecho estaba muy próximo al portiére y no estaba diseñado según un modelo
corriente: habÃ*a sido adaptado a las exigencias de los combates amorosos, dado que no
estaba destinado al simple descanso, y su mecanismo secreto habÃ*a sido montado
especialmente con dicho propósito.
La propia princesa Vávara nos aclara más sobre el tema de dichos horrores; éstas son
sus palabras:
«Entro en el gabinete, estoy sola, me tumbo en el lecho. Contemplo ociosamente la
cortina echada, que oculta mi tesoro. Procuro desterrar los pensamientos sobre
cualquier otra cosa de este mundo. Me abandono al lujo de mi naturaleza apasionada,
de mi voluptuosidad. Siento alivio expulsando asÃ* lo real en beneficio del culto de lo
irreal, de apartar de mÃ* las cuestiones del mundo corriente, de las que desconfÃ*o y a las
que desprecio, para deleitarme en el arrobo de mi diablura mÃ*stica. ¡,Qué son para mÃ*
las formas y las ceremonias de la sociedad, de la religión? ¡,Para mÃ*, que he descartado
secretamente ambas cosas, y que he creado una deidad y un culto que rivalizan con los
del Baal de la Antigüedad? ¿Acaso no es mi Belfegor, mi demonio, tan buena
personificación del poder como la deidad de esta sociedad? Mejor dicho, él es
infinitamente más poderoso, dado que es material y hace sentir su presencia».
Es evidente que la mente de la princesa, largo tiempo forzada y torcida por la entrega a
todos los vicios de la época, habÃ*a alcanzado la etapa en que la razón se pervierte y las
obligaciones del mundo exterior, la religión y la pureza, pierden su influencia en el
cerebro. Aquel cerebro temblaba ya en el equilibrio entre esos extremos en los que hay
tantas gradaciones. La princesa sigue asÃ*:
«SÃ*, eres un poder y una fuerza, y yo, tu adoradora, me abandonaré a ti; en tus brazos
paladearé el volcánico placer de los sentidos y me bañaré en la lascivia de tus caricias.
Mira, descorro la cortina que oculta tu figura, que esconde tu forma de lujuria y horror,
que para mÃ* sólo es de un deleite inefable. No me asusta mirar tu rostro, aunque seas
demonÃ*aco. iBelfegor! ¡Personificación de mi religión, soy la conversa de las cosas
ordinarias! Te amo, te idolatro, gozaré de ti.
Toco el resorte, avanzas desde tu retiro, te acercas al lecho en el que aguardo con
impaciencia; déjame ver qué me tienes preparado hoy. Tu envidioso cortinaje vela tu
recinto, pero tu figura y tu frente me amenazan de continuo. Cambiante en tus
atributos, siempre me presentas el mismo rostro de lujuria y malignidad suprema.
¡Mira! Toco el gong, tú lo oyes, porque de inmediato llega el sonido de la plataforma
descendente. Tus brazos se mueven, cobran vida... tu lengua, tus ojos expresan tu
feroz deseo. ¡Ah! ¡Tómame, Belfegor, que a ti me entrego!
Mira otra vez, me quito el manto, estoy desnuda; me recuesto en el lecho, extiendo los
miembros, mi cuerpo tiembla ante la deliciosa expectativa del deseo aplazado. Vuelvo
a tocar el resorte... mi lecho se desliza hacia ti. ¿Qué me ofrecerás, Belfegor?
Rápidamente toco otro resorte, tu túnica se levanta y con ella tus brazos; contemplo
gloriosa su potente erección, de proporciones enormes, sus testÃ*culos inmensos
destelleantes de alegrÃ*a; su glande, purpúreo de deseos inquietos, se levanta como la
cabeza de una serpiente hacia tu cinturón, ¡ay, no!, tus fuertes brazos me rozan, bajan
por mis miembros inferiores, tus manos me acarician, avanzan, palpan el centro de la
voluptuosidad, separan mis rizos plumosos, tu cuerpo se abomba hacia delante, tus
deseos son manifiestos: ¡Poséeme, Belfegor, poséeme!
Mira una vez más, vuelvo a tocar los resortes, mi lecho se desliza más cerca de ti, la
mitad inferior se separa, se abre, lleva consigo mis miembros dispuestos, a cada lado
de ti se separan esas columnas blancas y pulidas, desde el templo que sustentan. Estoy
a tu alcance, tus manos lúbricas y ágiles ya guÃ*an el arma de tu lujuria. ¡Oh! ¡Mi amor
demonio! ¡Arremetes, perforas mi cuerpo! El volumen de tu miembro me llena, tu
fogoso glande penetra mi vagina! ¡Arremetes otra vez... ay!
Veo tu lengua burlona, tus pervertidos ojos agitados; tus movimientos me matan,
ahora me posees, Belfegor. ¡Atropella! ¡Empuja! ¡Ah! ¡Ay! No puedo más... muero...
llega tu espasmo, tu esencia me inunda... ¡Ay! ¡Ay!».
En estas anotaciones, que sin duda la princesa apuntó para su propia recreación de los
placeres que su pervertida imaginación le proporcionaba, es evidente que el
mannequin sólo era una máscara y la cubierta exterior de un cuerpo suficientemente
robusto y alto, o sea que permitÃ*a la introducción de un hombre de carne y hueso, que
poniendo sus brazos en las mangas de la figura podÃ*a palpar las partes delicadas de la
persona sobre la que debÃ*a actuar. Al mismo tiempo, una abertura en sus vestidos,
hecha expresamente, le permitÃ*a asomar sus partes pudendas y de ese modo,
levantándose la túnica, el demonio se exhibÃ*a en un estado susceptible de aliviar la
delirante pasión que habÃ*a provocado.
Cualquiera habrÃ*a pensado que tras un coito tan vigoroso como el descrito, la princesa
Vávara habrÃ*a quedado, al menos por el momento, satisfecha. Pero éste no era, en
modo alguno, su caso: su fogosidad era excesiva para satisfacerla tan fácilmente.
Tras un breve reposo, volvió a requerir los poderes corpóreos del demonio. A un
nuevo toque del gong, se oyó el mismo ruido de una plataforma descendente y
reapareció la figura, a su disposición. La princesa no se habÃ*a molestado en levantarse,
aunque para su propia comodidad habÃ*a cerrado la parte inferior del lecho. A una
pulsación del resorte, la túnica del demonio volvió a levantarse, dejando al descubierto
el miembro que, aunque de dimensiones suficientes para satisfacer las exigencias de la
más lujuriosa, evidentemente no era el mismo que habÃ*a hecho su aparición en primer
lugar.
A continuación volvió a representarse la misma escena. La princesa tocó un resorte y
el lecho se deslizó hacia la figura. Otro toque al mecanismo y se dividió la mitad
inferior, abriéndose gradualmente, y las dos partes se separaron, con los muslos de la
princesa impúdicamente apoyados en su blanda superficie. Luego entraron en juego
las manos del demonio; buscaron, indudablemente sin asistencia óptica, los tesoros
más secretos de la princesa y después, adaptando el enorme falo a la brecha, se renovó
rápidamente la penetración, se sucedieron los mismos movimientos adelante y atrás, y
muy pronto el demonio, en medio de las más diabólicas muecas, soltó un diluvio de
semen. Siete u ocho encuentros semejantes tuvieron lugar uno tras otro; en algunos
casos la propia princesa encajaba el artilugio en su funda; en otros momentos invertÃ*a
su posición y, entre labios no especialmente adaptados por la naturaleza al acomodo de
semejantes objetos, recibÃ*a las estocadas de su deidad favorita.
En algunas ocasiones estaba presente el joven conde Alaska, y la escena parece haber
incluido actos de sodomÃ*a. A petición de la princesa, Alaska se estiraba en el lecho en
su lugar, presentando al demonio el reverso de la medalla, que éste reconocÃ*a con una
apreciación casi humana.
Ya hemos señalado que el conde Tarásov habÃ*a concebido la idea de casarse con
Vávara, pero la intimidad de ésta con el emperador se interponÃ*a entre el conde y su
objetivo. Cabe suponer, asimismo, que este noble feroz y vengativo sintió el aguijón
de los celos ante una intervención que frustró sus planes. Por ende, se prestó sin
escrúpulos a la complicidad del grupo que ya entonces conspiraba contra la vida de
Pablo. Incluso cuando eliminaron a su padre, habÃ*an tomado la decisión de eliminar al
zar reinante. HabÃ*a otros cuatro implicados en la conspiración.
En esa época el emperador se habÃ*a acostumbrado a recibir a la princesa Vávara en su
palacio de ***, y habÃ*a hecho construir un pasadizo secreto hasta su alcoba, para
organizar mejor las visitas de la princesa al lecho real.
Entretanto, gracias a ciertas informaciones secretas, el conde Tarásov estaba enterado
de estas visitas secretas al zar, su amo, y delirando de rabia propuso a sus cómplices
ejecutar de inmediato el proyecto.
Una noche los conspiradores, en virtud de su rango y de los puestos que algunos
ocupaban en la corte, lograron entrar en el palacio real y llegaron a los aposentos del
desafortunado Pablo. En la puerta, no obstante, fueron detenidos por el fiel centinela,
quien se negó a dejarlos pasar, pese a que ellos pretextaron que se estaba incendiando
la ciudad y que debÃ*an informar de inmediato al zar. Al ver que tanto amenazas como
persuasiones eran inútiles para apartar al hombre del cumplimiento de su deber,
cayeron sobre él y, a pesar de sus gritos de socorro, lo asesinaron allÃ* mismo
atravesándolo con sus espadas.
Mientras, el alboroto alarmó sin duda al emperador, quien parecÃ*a haber oÃ*do el primer
alto de su fiel cosaco.
Una anotación en el diario, prácticamente de la misma fecha, ofrece los siguientes
pormenores:
«Yo habÃ*a llegado como de costumbre alrededor de las diez, y el emperador se
presentó puntual a la cita, cosa habitual en él. Entré por el pasadizo secreto y él lo hizo
por la gran escalinata. OÃ* que el centinela presentaba armas cuando él bajó el pasillo.
Estaba de un extraordinario buen humor, aunque ese dÃ*a las cosas no le habÃ*an ido del
todo bien. Lo encontré amoroso en una medida que rara vez evidenciaba. En cuanto
estuvo en la cama me abrazó y me besó impetuosamente. No tuve dificultades en
descubrir su estado --toda su familia estaba bien hecha y era fuerte, al menos en ese
particular--. Me rogó que jugara con la joya imperial. ObedecÃ*, y adaptándola a mis
labios lo excité aún más mediante mis fogosas caricias. El me montó y en un abrir y
cerrar. de ojos me penetró profundamente. Sus movimientos eran rápidos y vigorosos,
la *** real era digna de su rango. Sus suspiros, sus murmullos de placer suenan
todavÃ*a en mis oÃ*dos; me poseyó por completo y regiamente acometió y me llenó con
su instrumento; luego, demasiado pronto, lo acometieron los espasmos y se hundió en
mi interior, eyaculando copiosamente, abrazado a mÃ*.
El emperador todavÃ*a descansaba tras la febril excitación que acababa de vivir, y los
dos oÃ*mos un agudo alto seguido por voces sonoras y airadas. Pablo saltó de inmediato
de la cama y me hizo señas de que lo imitara. Lo seguÃ* a la mayor velo cidad posible.
El desenvainó la espada, me dijo que me cubriera con una bata y abrió la puerta del
pasadizo secreto para que yo pasara; creo que tenÃ*a la intención de seguirme. En ese
instante se abrió la puerta de la alcoba; Pablo giró sobre sus talones y se enfrentó a los
intrusos con la espada en la mano: la puerta del pasadizo secreto se cerró rápidamente
a sus espaldas, y oÃ* que se desgarraba su camisa de dormir porque un trozo quedó
atrapado en la puerta. CorrÃ* a la pequeña cámara cercana y allÃ*, por primera vez en la
vida, abrumada de terror, creo, me desmayé.
DebÃ* de permanecer cierto tiempo en estado inconsciente, porque lo primero que
recuerdo es el agarrón de una mano brutal y órdenes severas a las que no estaba
acostumbrada. Temblando de miedo y frÃ*o, abrÃ* los ojos y encontré el feroz semblante
del conde Tarásov. Con indecible horror vi que su rostro, y también sus manos,
estaban salpicados de sangre.
-Despierta belleza mÃ*a -me susurró al oÃ*do mientras me levantaba en sus fuertes
brazos, como habrÃ*a hecho con un niño--, ven... me ha llegado el turno, nada aviva
tanto mi lujuria como la vista, el olor de la sangre... y por fin, perla mÃ*a, inapreciable
mÃ*a, te tengo. ¡Eres mÃ*a! Ven -prosiguió, mientras me depositaba besos ardientes en la
cara y el pecho, que habÃ*a escapado de mi presuroso atuendo, y me abrazaba de una
forma significativamente indelicada-. Ahora te gozaré, no podrás escaparte, las puertas
están cerradas, estamos solos. ¿Te atreves a oponerte a mi voluntad? Valoro tu
resistencia, pero con eso sólo logras inflamar mi pasión, calla, si no quieres morir...
debo... lo haré...
Me desgarró el déshabillé de un manotazo, clavó la mirada en mis encantos y,
levantándome la camisa de dormir, pasó su obscena mano en mi vientre y el monte de
Venus. Me sentÃ* impotente en sus garras. Vi que abrÃ*a su vestido para dejar suelto un
miembro rojo y llameante; me arrojó en el sofá y, abriendo bestialmente mis muslos
temblorosos, se me echó encima. Guió su falo empinado entre los labios, abrió la
vulva, y el conde, delirante de sangre y lujuria, con un rugido de concupiscencia,
penetró en mi cuerpo.
En cualquier otro momento y circunstancias, yo habrÃ*a sucumbido a las provocaciones
de goce que este hombre prometÃ*a, pero dada mi situación, al menos dudosa debido al
trágico acontecimiento que acababa de tener lugar en el aposento contiguo, llena de
horror y asco, sólo pude apretar los dientes e intentar liberarme de los apretones de ese
bárbaro. Pero mis forcejeos sólo lograron aumentar su disfrute de mi persona. Sus
movimientos se volvieron terribles, su barra dura e inflexible se tensó e hinchó más a
medida que aumentaba su excitación, la adelantaba con fuerza despiadada, y con
breves y feroces saltos de sus fuertes caderas, buscó la consecución de su acto brutal.
Por fin alcanzó el clÃ*max y cuando se aferró a mÃ* sentÃ* su chorro ardiente. Entonces se
levantó y casi sin darme tiempo a recuperar el sentido, me arrastró hacia la otra
entrada, donde me entregó a dos hombres que me echaron encima una capa, me
subieron en el acto a un carruaje y me llevaron a mi propia morada».
El bárbaro asesinato del emperador Pablo ha sido largo tiempo tema de investigación
histórica y no necesita de nuevas alusiones por mi parte. El papel que la desdichada
princesa Vávara estuvo condenada a jugar en la última escena, que significó el punto
final de la carrera de Pablo, parece haber perturbado su mente. Es por todos sabido que
ninguno de los conspiradores fue abiertamente castigado y mucho menos presentado a
la justicia por su crimen, aunque fueron objeto de suspicacias y desconfianzas, y el zar
sucesor -que debÃ*a su corona al crimen- halló los medios para alejarlos gradualmente
de la corte y de la capital.
La princesa Vávara Softa no escapó al odio que envolvió a todos los relacionados con
el desafortunado Pablo. El nuevo zar, Alejandro, la desterró de la corte, y el conde
Tarásov halló cómo -presionando en sus temores- inducirla a consentir en casarse con
él. Consecuentemente, Vávara se convirtió en su esposa... al menos por derecho y de
nombre.
Sin embargo, esta alianza no impidió a la princesa perseverar en su vida secreta de
lujuria, pues mientras Tarásov seguÃ*a viviendo en su propia morada, la princesa
continuaba habitando su palacio ancestral de San Petersburgo. El joven conde Alaska
gozaba de su intimidad y de hecho todavÃ*a vivÃ*a con su amada. El era el principal
resorte de la mayorÃ*a de los inventos lascivos de ella, y también parece haberla
estimulado en todo tipo de desenfrenos.
Incapaz de satisfacerse con los deleites que la naturaleza ofrece a la mayorÃ*a de los
mortales en sus tratos con la diosa del amor, la princesa ansiaba lo más outré, lo más
desvergonzado e infame del goce. Ninguna fuente de placer aun opuesta a las leyes
naturales, y que pudiera salir de los despojos de una mente tan depravada como la
suya, le resultaba excesivamente monstruosa o impúdica.
La princesa Vávara Softa tenÃ*a un álbum que habÃ*a llegado a sus manos directamente
desde Japón. La obra, llena de dibujos originales a la acuarela, de gran tamaño, bella y
hábilmente ejecutados por un artista japonés, representaba en cada imagen a una
jovencita que, como ella misma, harta de las satisfacciones venéreas ordinarias -que ya
no tenÃ*an ningún atractivo para su depravada imaginación- se entregaba a las lascivas
caricias de la creación bestial. AllÃ* se sucedÃ*a una infinidad de posturas grotescas e
indecentes en las que se retrataba a la protagonista en el acto de la relación sexual con
diversos animales, y una tras otra, cada una más extravagante que la anterior. La
princesa Vávara encontraba gran deleite en este álbum. AsÃ*, invocaba los relatos de
antaño, los amores fabulosos de las ninfas y las diosas, Europa y su toro, Leda y su
amante emplumado, todos y cada uno de los casos de la perversión del deseo sexual.*
Aunque el diario nada dice sobre esta cuestión, sin duda la princesa también se
abandonó a estos ardores antinaturales. Por momentos menciona sus dos enormes
mastines, y se refiere a ellos con términos que en general sólo se aplican a relaciones
muy Ã*ntimas. También poseÃ*a un hermoso poni blanco, varios asnos de diversas razas
y toda una colección de monos y babuinos.
No nos corresponde a nosotros averiguar hasta qué punto, o en qué abismo, se arrastró
la hermosa protagonista en estas satisfacciones. Pero en este perÃ*odo tuvo lugar un
acontecimiento que puso punto final a una carrera notable, aunque no sea más que por
sus irregularidades.
«El conde Tarásov llevaba unos dÃ*as ausente. Su presencia siempre me llena de terror.
Poco a poco habÃ*a ido rodeándome de sirvientes y personas elegidas por él. Yo
protestaba en vano, él se enfurecÃ*a y me amenazaba, dándome a entender que tenÃ*a
autorización del emperador para encarcelarme en una de sus fortalezas.
En esta ocasión, a su regreso observé una sospechosa expresión de forzado buen
humor en su semblante en general desagradable. ¿Qué puede estar ocurriendo? Temo
que se esté fraguando una maldad.
Es verdad... estoy perdida. Ha descubierto mi secreto... el secreto de mi vida. ¡Qué
horror que yo misma lo haya llevado inconscientemente a sospechar! ¡Mi Alaska... mi
héroe! ¡Mi todo! El conde vendrá... me matará, no, no me matará... sólo me
encarcelará. ¡Oh! ¡Dios mÃ*o! ¡Qué cárcel! Una tumba viviente. No puedo... no puedo
afrontarlo; la muerte... la muerte serÃ*a mil veces preferible. He de conservar la calma.
¿Cómo actuar? Alaska... sólo tú, mi amor y mi venganza, sólo tú poseerás por fin lo
que es tuyo. Yo expiaré porque te amo... ¡Ay! Te amo.»
Evidentemente hay aquÃ* una terrible pausa, porque la pluma fue arrojada sobre el
papel y rodó sobre éste, manchando la página con una lÃ*nea de tinta irregular y oscura.
Luego sigue una revelación, que sin duda fue la causa de que este curioso documento
viera la luz en tiempos posteriores.
«Lo he hecho... la muerte es mejor que la prisión con que él me amenaza. Volveré a
vivir en mi Alaska. He tomado la poción, nauseabunda, sÃ*, pero me ha brindado la paz,
la paz de mis enemigos, el placer para mi Alaska a partir de ahora. ¿Escuchas? Ya
llega, son sus pasos; oh, querido, querido mÃ*o, rápido, deprisa, coge este paquete; es
él, sin duda, no veo, coge este paquete, Alaska... ¡Alaska!»
Otra terrible pausa; si es correcta la conjetura de que la princesa Vávara habÃ*a ingerido
veneno, parece haberse recuperado un poco de lo que atribuyó a sus efectos
inmediatos, pues prosigue con la última anotación de su diario:
«Está aquÃ*, ha estado en mis brazos, sus dulces abrazos me han dejado pletórica de
placer; no podÃ*a negárselo; él no sabÃ*a... que me gozaba por última vez. ¡Qué
bendición sus besos! Estoy contenta de morir...».
AquÃ* concluye bruscamente el fatal diario. No hay mucho que agregar a modo de
explicación o secuela. Tras diligentes investigaciones en fuentes informativas a las que
el público no tiene fácil acceso, he descubierto que aproximadamente en esa época
falleció repentina y misteriosamente la bella y desafortunada princesa Vávara Softa,
hija y heredera del prÃ*ncipe Demetri Petróvich; que su marido, el conde Tarásov, cuyo
carácter brutal y licencioso era ampliamente conocido, fue considerado responsable de
la muerte de ella y desterrado a sus propias posesiones en un gobierno distante, donde
se vio obligado a residir durante el resto de su vida por orden expresa del emperador
Alejandro. Por la misma fuente me he enterado de que el conde Alaska Petróvich
prestó servicios durante muchos años en el ejército, y tras alcanzar la graduación de
general se retiró a gozar del tiempo libre en las propiedades de su padre.
Aparentemente gozó de favores especiales por parte del zar, quien al presentársele
ciertos papeles en los que quedaba confirmado su derecho de nacimiento, facilitó su
petición hasta el punto de que parece que nunca se planteó la menor oposición.
Queda en manos del lector conjeturar cuáles eran esos papeles.