jaimefrafer
Pajillero
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Tercera parte
La princesa Vávara se vio entonces lanzada por sus propios actos a una conducta que
no dejarÃ*a de proporcionarle una sensación de peligro e incertidumbre, y en breve
comprendió los riesgos que corrÃ*a. Su padre, el prÃ*ncipe, era un hombre de riguroso
decoro, aunque no de costumbres austeras, y pese a que brindaba un amplio abanico de
comportamientos a sus huéspedes en las frivolidades de las suntuosas invitaciones al
palacio, tenÃ*a una idea rÃ*gida de la dignidad y posición de su familia, y habrÃ*a
preferido sacrificar su vida antes de que su nombre pudiera merecer el menor reproche.
Por eso puede parecer curioso que su hija escogiera voluntariamente
comprometerse en una aventura que implicaba semejante peligro. Como la mayorÃ*a de
las personas obstinadas, ella apenas tuvo en cuenta los corolarios ni las singulares
complicaciones que estaban a punto de surgir. HabÃ*a dado rienda suelta a su ardiente
naturaleza y habÃ*a permitido que sus desbocadas pasiones se desmandaran sin
detenerse a pensar en las consecuencias. HabÃ*a echado a rodar la piedra que avanzaba
chocando de roca en roca; ahora ella era impotente para contener su impulso creciente
y sólo podÃ*a, ¡ay!, observar su trayectoria impetuosa.
Una breve relación con Iván fue suficiente para desilusionarla de los encantos de la
sociedad a la que pertenecÃ*a el mujik. La intimidad con la joven princesa fue algo por
sÃ* mismo excesivo para que la Ã*ndole estúpida y brutal de Iván lo ocultara, no sin
engendrar una dosis de vanidad que empezó a manar por todos los poros de su gruesa
piel. Pero el mujik tenla un vicio peor que el de la vanidad: era adicto a ocasionales
ataques de embriaguez, y la cantidad de vodka que en esas ocasiones ingerÃ*a habrÃ*a
sido más que suficiente para una docena de franceses. El lugar preferido para
entregarse a la bebida, y al mismo tiempo reunir a su alrededor a una selección de
espÃ*ritus escogidos de la aldea, era la kabak, o taberna, atendida por un gigantón que
respondÃ*a al nombre de Petrushka, un individuo de metro noventa y ocho con las botas
de tacones bajos, cuyas proezas en la lucha eran tema de admiración en el campo de
los alrededores. Sentado junto al fuego de grandes troncos, con las enormes palmas de
las manos sustentando su cabeza brutal, Iván charlaba y jugaba a las cartas horas
seguidas hasta que, con frecuencia demasiado borracho para encontrar el camino, iba
haciendo eses hasta su cama, en la choza contigua al establo en el que guardaba sus
caballos.
En esa época Petrushka empezó a notar la forma pródiga en que Iván gastaba su
dinero, en que pagaba generosamente las bebidas servidas a sus contertulios, y
también la naturaleza jactanciosa de su conversación. Los demás gastaban chanzas al
mujik sobre su bolsa llena; él respondÃ*a que su hermana gozaba del favor de su ama
rica y poderosa, que la princesa daba abundante dinero a su criada y que él, su
hermano, se beneficiaba de ello. Esta explicación era suficiente para satisfacer a sus
amigos, entre los cuales -gracias a la generosidad de la princesa- fue convirtiéndose
rápidamente en un héroe. A las mentes rústicas no les interesaba molestarse en
ahondar: Iván les habÃ*a advertido que, si hablaban del tema, su hermana podÃ*a verse
envuelta en dificultades y el resultado serÃ*a el fin de las orgÃ*as alcohólicas, pues se
acabarÃ*an las invitaciones a su costa. De modo que a sus compañeros les bastaba con
aceptar la parte que les correspondÃ*a sin abrir la boca al respecto fuera de las puertas
de la kabak
Pero las entrevistas repetidas dÃ*a a dÃ*a con su joven amante y los voluptuosos
entretenimientos que ella le proporcionaba, empezaron a desmoralizarlo; al mismo
tiempo la princesa, que no tardó en descubrir las irregularidades del mujik, comenzó a
concebir una repugnancia que nada, salvo las habilidades fÃ*sicas del hombre al
principio de la relación, le permitió ignorar. El era un animal espléndido y eso era todo
lo que ella necesitaba; las incongruencias de su naturaleza vulgar y su grosera persona
eran cuestiones que le atraÃ*an, por la ley de ese espÃ*ritu contradictorio que tan a
menudo induce al elegante y refinado a asociarse con sus opuestos. Pero la princesa
también empezó a notar que habÃ*a peligro en el futuro y que ese hombre involucrarÃ*a
su nombre en la vergüenza y en la desgracia. En vano mencionó sus temores a la
criada: la joven y astuta Proscovia, cuya capacidad de comprensión era escasa y
apenas tenÃ*a imaginación, no podÃ*a entender esas dificultades y sólo veÃ*a en el
presente un perÃ*odo de placer muy agradable y voluptuoso para su ama y para ella
misma.
Entretanto, las cosas iban de mal en peor. En sus horas de intemperancia, Iván empezó
a soltar insinuaciones de que un gran personaje le concedÃ*a sus favores. Llegó tan lejos
como para dar a entender que dicho personaje no era otro que la princesa. No obstante,
esto era demasiado para que sus amigos lo creyeran, y simplemente se burlaron de él,
comentando que Iván estaba perdiendo la cabeza, que la bebida hacÃ*a de él un idiota, y
se divirtieron con nuevas chanzas a sus expensas. Pero esta convicción no impedÃ*a que
de vez en cuando sonsacaran a Iván sobre la gran dignataria que lo protegÃ*a y que, a
través de su hermana, ofrecÃ*a medios tan pródigos para su delectación. En estas
juergas de medianoche, cuando el vodka habÃ*a comenzado a hacer su efecto y todos
estaban alegres, diversas eran las bromas que le dirigÃ*an al brutal Iván.
Una noche en que Iván y sus escogidos, siete en total contando a Petrushka -el
luchador, que también era propietario de la kabak-, habÃ*an inic iado la jarana nocturna,
como de costumbre a su costa, la conversación recayó en la insólita generosidad del
que invitaba, y en el extraordinario favor en que lo tenÃ*a la princesa Vávara,
convirtiéndose éste en el tema de la habitual diversión.
Iván, muy adelantado en copas respecto a sus compañeros, se puso furioso, dio un
puñetazo en la tosca mesa con un golpe capaz de derribar a un buey, y exclamó:
-ReÃ*d tanto como queráis, hermanos, pero os aseguro que si quisiera podrÃ*a demostrar
lo que digo. ¿Qué opináis de esto?
Iván sacó un billete de veinticinco rublos de un bolsillo grasiento y lo mostró en
ademán triunfal ante los ojos de sus atónitos compañeros. Todos contuvieron el aliento
al ver el billete, e Iván prosiguió:
-¿,Queréis que os muestre otro? -Sin esperar respuesta, sacó otro billete del mismo
valor.
-¡Que todos los santos nos protejan! -exclamaron los invitados.
--Iván, eres un hechicero... Es el mismÃ*simo demonio quien te da el dinero... Tienes
que ser un hombre muy perverso.
-Que el dinero provenga del diablo o de la princesa, ¿qué te importa a ti, durak? Os
digo que lo tengo en abundancia y no me dan miedo vuestras sospechas, pues no
conozco otro diablo que aquella que me dio este dinero, y puedo mostraros quinientos
rublos tan fácilmente como estos dos billetes... sólo tengo que ir a buscarlos.
Petrushka levantó la vista y las manos, maravillado, estupefacto.
-¡Quinientos rublos! --exclamó-. Vaya, este Iván es el demonio en persona.
Todos se sumaron a una carcajada campechana, mientras se miraban entre sÃ* para
encubrir cierta sensación de desasosiego que empezó a afectarlos ante tan
sorprendente despliegue de riquezas y audacias.
Mientras, el vodka seguÃ*a desapareciendo por el coleto del estúpido y vanaglorioso
Iván, cada vez más entusiasmado por la hilaridad de sus amigos.
-OÃ*dme bien -dijo, al tiempo que daba sobre la mesa otro golpe furioso que hizo
tintinear los vasos-, decÃ*s que es el diablo quien me da el dinero, y yo digo que es
nuestra joven princesa Vávara. Sea demonio o princesa, ¿quién apuesta conmigo cinco
rublos a que traigo aquÃ* al dador en el plazo de una hora para que beba entre nosotros?
-Yo, sin vacilaciones --gritó el luchador y rió entre dientes al pensar que habÃ*a llevado
al jactancioso Iván a una trampa-; pon el dinero, hermano, y trae al diablo, o a tu
princesa; si resulta ser el ángel de las tinieblas propiamente dicho, lo encenderemos
alegremente con estos troncos ardientes, y si resulta ser tu princesa quien viene a beber
con nosotros, no nos detendremos ahÃ*, sino que nos daremos otros gustos. ¿Qué decÃ*s,
amigos?
Gritos y vÃ*tores recibieron este truculento discurso, pues naturalmente nadie habÃ*a
creÃ*do una sola palabra de las jactancias de Iván, y se cercioraron de que la puerta
estaba cerrada y con la tranca antes de aventurarse a confirmar la audaz decisión a la
que habÃ*an arribado en caso de que el visitante fuese no sólo una mujer, sino su princesa.
-Trato hecho -dijo Iván mientras se levantaba.
El dueño de la kabak dejó su billete de cinco rublos en la mesa y el mujik se caló el
sombrero, dispuesto a salir.
--Cuidaós de emborracharos antes de mi regreso --dijo, con la mano apoyada en la
cerradura de la puerta-. Dejad todos vuestros vasos donde están hasta mi vuelta, y
entonces veréis si digo o no la verdad.
Dicho esto, Iván los dejó para que reflexionaran a su gusto sobre lo que acababa de
ocurrir. El aire libre aumentó el efecto de sus libaciones, y avanzó con pasos no del
todo seguros hacia los aposentos de la princesa. Con manos más inseguras aún, hizo la
señal secreta que siempre le servÃ*a para llamar a su hermana Proscovia. Preguntándose
qué podÃ*a ocurrir, pues ya eran más de las once y la joven princesa se habÃ*a acostado,
Proscovia bajó deprisa y con cautela para hacer pasar a su hermano.
Un simple vistazo fue suficiente para que Proscovia comprendiera: Iván tenÃ*a la voz
pastosa, alta y truculenta, trataba de mantener el equilibrio con dificultad contra la
jamba de la puerta mientras hablaba. En respuesta a las asustadas preguntas de su
hermana, le habló de la apuesta que habÃ*a hecho y de cómo estaban las cosas en la
kabak.
-¿Te has vuelto loco? -preguntó Proscovia horrorizada.
No estoy loco en absoluto -replicó el hermano, mirándola estúpidamente a la cara-,
todo lo que digo es cierto; no te quedes ahÃ* parada como una tonta. Entra y dile a tu
ama que yo digo que debe bajar de inmediato.
Proscovia estaba en un tris de desmayarse de terror, pero al percibir la determinación
de su hermano y temiendo que éste levantara aún más la voz y alertara a toda la casa,
le pidió que esperara en la oscuridad de la antecámara mientras ella transmitÃ*a el
mensaje a su ama.
Una vez despierta, la princesa Vávara se percató de la grave situación en que se
encontraba, y su capacidad de resolución -al principio terriblemente perturbadaacudió
en su auxilio; con la ferviente decisión, que era una caracterÃ*stica de su
carácter, tomó sus medidas en ese mismo momento. Tras calcular el alcance exacto de
la exigencia de Iván, el número y la calidad de sus invitados y el lugar de reunión, se
levantó y, mientras se cubrÃ*a con la robe de chambre, dijo a su criada:
-Dile a Iván que me espere unos minutos y que puede darse por satisfecho. Lo
acompañaré y ganará la apuesta.
Unos meses atrás se habÃ*a desatado una grave epidemia de cólera en las
inmediaciones, y la princesa, como buena samaritana, habÃ*a proporcionado medicinas
a los pobres siervos de los alrededores; disponÃ*a de una abundante reserva de
medicamentos con este propósito. Fue directamente al botiquÃ*n, donde eligió una gran
botella casi llena de coñac muy fuerte y un frasco de láudano; mezcló ambos en
cantidades iguales y puso la nueva botella en un pequeño cesto. Luego indicó a
Proscovia que se preparara para acompañarla; la princesa se atavió a su gusto y se
echó sobre los hombros una inmensa capa de pieles que la cubrÃ*a desde la parte alta de
su hermosa cabeza, bajo cuya capucha quedaba oculta, hasta los talones, rodeados con
las botas más abrigadas y forradas en pieles de carnero, confeccionadas como medias
y sin suelas, para poder andar fácilmente por los yermos nevados. Proscovia ya estaba
lista; bajaron juntas y vieron a Iván esperando ante la puerta, radiante tras haber
alcanzado tan fácilmente el éxito.
-Como ves, Iván, basta con que tú ordenes para que yo obedezca -dijo la princesa
mientras lo cogÃ*a de la mano y atraÃ*a el enorme puño del mujik hacia el interior de las
abrigadas pieles que tan bien la protegÃ*an de las inclemencias del invierno ruso.
Iván tartamudeó su satisfacción, y su amante agregó, al tiempo que le alcanzaba la
botella de coñac:
-Antes de empezar, como la noche está muy frÃ*a y la nieve cae muy espesa, será mejor
que eches un trago.
Iván no necesitó que la princesa insistiera en su invitación y ésta le sirvió un vaso del
potente contenido.
Entonces los tres salieron a la noche oscura, cada uno enfrascado en sus meditaciones,
y en silencio: la princesa, activa y resuelta; Proscovia titubeante y casi encogida de
terror; el borracho Iván, todavÃ*a más estúpido y abyecto por la dosis adicional que
acababa de beber, desafiantemente triunfal, abriéndose paso sin ruido a través de la
nieve recién caÃ*da, en la inerte soledad de la noche callada e inclemente.
Ni un solo pensamiento escrupuloso o vacilante pasó por la cabeza de la princesa
Vávara; por el contrario, su rostro brillaba en la nieve con un fuego que, de haber sido
visto, habrÃ*a convencido al más descreÃ*do de su temperamento fuerte y valiente. Algo
más que una actitud decidida centelleaba en su mirada apasionada , cuando rodeó un
recodo y vio las ventanas iluminadas de la kabak.
Con dificultad, las dos mujeres condujeron al borracho Iván hasta la puerta y llamaron.
Una vez abierta la puerta de la taberna, entraron. Obedeciendo a una señal de su ama,
Proscovia, algo recuperada de sus temores y casi tranquilizada por el porte decidido de
la princesa, cerró la puerta y atravesó la pesada barra de madera.
Entonces Iván, tambaleándose, se apoyó en la mesa e hizo un vano intento por
reclamar su apuesta; demasiado borracho para ser inteligible, paseó estúpidamente la
mirada a su alrededor y se desplomó en el suelo, en estado de letargo.
El primer impulso de los presentes en la kabak cuando la princesa abrió la capucha y
dejó al descubierto sus encantadoras facciones, fue arrojarse a sus pies, como suelen
hacer los siervos rusos ante sus nobles, pero un majestuoso ademán de Vávara los paró
en seco.
-No os mováis, amigos mÃ*os --exclamó-. He venido a beber con vosotros -gritó,
sosteniendo en alto la botella que contenÃ*a coñac-, esto es mejor que vuestro vodka.
¿Quién quiere acompañarme con un trago?
Todos, tras intercambiar tÃ*midas miradas en busca de apoyo y aprobación mutua,
siguieron el ejemplo de Petrushka y levantaron sus vasos hacia la tentadora botella...
todos salvo el desgraciado Iván, que yacÃ*a impotente debajo de la mesa.
-No os imagináis, amigos mÃ*os, cuánto os quiero -continuó la joven princesa mientras
llenaba los vasos con su propia mano-. Me habéis mandado llamar y aquÃ* estoy; en
cuanto a Iván, lamento que no esté en condiciones de sumarse a nosotros, pero a pesar
de ello, queridos mÃ*os, no echaremos mucho de menos su compañÃ*a.
Ante tan airoso discurso, los seis mujiks levantaron sus vasos y; al encontrar de su
agrado el alcohol que contenÃ*an, los apuraron en honor de tan noble visitante. Poco a
poco, mientras la princesa sonreÃ*a y hablaba, fueron acostumbrándose a su presencia y
perdiendo la timidez natural dadas las circunstancias.
-Sé muy bien; hermanos mÃ*os, que sois hombres y por tanto buena compañÃ*a para una
chica bonita, sea ella de alta o baja alcurnia; también sé que os habéis prometido algún
placer en caso de que el visitante no fuese el demonio propiamente dicho. -Vávara
bajó un poco las pieles en que iba envuelta, dejando a la vista sus hombros delicados y
el exquisito contorno de su cuello-. Decidme si soy el diablo que esperabais. ¿O acaso
teméis contemplar mis encantos?
La respuesta fue un grito de admiración generalizado. Los mujiks se reunieron a su
alrededor, aunque a respetuosa distancia. Empezaban a sentirse cada vez más a sus
anchas y a preguntarse qué ocurrirÃ*a a continuación.
Entretanto, algo que se abrió paso en la mente de la princesa Vávara hizo ruborizar su
bello rostro, sus ojos brillaron con un resplandor intenso y apasionado, su pecho
comenzó a subir y bajar con la intensidad de sus emociones. El efecto de su
hermosura, lo caldeado de la estancia, lo tardÃ*o de la hora, todo contribuyó al extraño
efecto que la escena estaba produciendo en los reunidos. El coñac inflamó su sangre y
envalentonó a los menos audaces.
-He venido a vosotros porque me mandasteis buscar; mi leal Iván me habló de vuestra
apuesta y de vuestras amenazas. Ahora que nos hemos comprendido -dijo la
encantadora jovencita-, despojaos de esas vestimentas grasientas, acercaos, y seamos
todos amigos.
Vávara se sentó en medio de ellos, envuelta en sus pieles; rió con ellos sobre temas
que pudieran entender y que estimularan su alegrÃ*a. Les habló de pasión, de amor, de
goce sin frenos, en su propio dialecto de la lengua rusa; los volvió más locos de deseo
de lo que ya estaban con sus libaciones.
Les recordó ingeniosamente los deleites del placer sexual y estimuló con sonrisas sus
miradas libidinosas.
A fin de incrementar el efecto de sus palabras ardientes, la beldad dejó caer las
pesadas pieles que todavÃ*a velaban su figura, de tal modo que quedó a la vista su
cuerpo exquisito hasta la cintura, sólo cubierto con muselinas transparentes. Acomodó
su brillante cabellera, que bajó en rica cascada por su cuello y su espalda.
La condescendencia de la princesa consiguió poner cómodos a los mujiks. Las
pasiones del campesino ruso son muy bestiales, y en la época en que escribe la
princesa éstos estaban apenas un peldaño por encima de los animales; seguÃ*an los
dictados de sus apetitos, sólo controlados por la voluntad de sus amos y señores, cuyos
ejemplos indudablemente no servÃ*an para inculcarles respeto por la virtud o por la
simple decencia.
A medida que recuperaban la confianza en sÃ* mismos, sus instintos volvieron a
abrasarlos ante las palabras imprecisas de la joven ama. La referencia de ella a la
amenaza del tratamiento que darÃ*an al visitante, mientras en sus labios jugueteaba una
sonrisa, dio vuelo a la imaginación de los hombres y todas sus ideas avanzaron hacia
el único sujeto de placer. Al encontrarla dispuesta a desvelarse ante ellos, al tiempo
que el calor de la taberna se volvÃ*a opresivo, todos y cada uno empezaron a despojarse
de las pieles de camero, que depositaron en un montón sobre el suelo, mientras la
princesa los instaba a ponerse cómodos en su presencia. La hermosura de los encantos
que ella desplegaba azuzaron sus inclinaciones libidinosas, que sólo necesitaban una
chispa para encenderse en llamas.
Petrushka exhibió sus miembros musculosos y empezó a alabar abiertamente la
hermosura de la princesa. Esos hombres estaban entre los de mejor planta de la aldea,
pues Iván, amigo de las proezas de la fuerza, gustaba de reunir a su alrededor a los
espÃ*ritus afines. Los mujiks empezaron a rodear a Vávara, a dedicar miradas
significativas hacia la puerta. atrancada y a observarse entre sÃ*. Proscovia se habÃ*a
acurrucado cerca de la entrada, en modo alguno recuperada de su terror, y ahora estaba
aovillada, inadvertida, en un rincón. El único foco de atracción era la prodigiosa
princesa. Ahora una parte de la abertura de su manto de pieles se deslizó de costado y
por allÃ* asomaron sus blancos senos. Los ojos de los hombres ardÃ*an de deseo, sus
palabras empezaron a perder no sólo los términos habituales de respeto, sino incluso
los del pudor.
Por último la princesa, adelantando un brazo y empujando hacia atrás al descarado
Petrushka, se irguió ante los mujiks y, abriendo su gran manto de elegantes pieles, lo
alzó con los brazos extendidos y expuso a los atónitos contempladores todo el encanto
de su cuerpo casi desnudo. Un rugido de admiración y deseo a medias contenido
surgió de entre los hombres; todos trataron de cogerla, pero ella los alejó con un
ademán. Petrushka perdió toda prudencia y, casi desnudo como estaba, sus atributos
quedaron de relieve. Erecto e inflamado con la intensidad de sus deseos, y de
proporciones más terribles aún que las del bien dotado Iván, expuso un gigantesco
miembro ante los ojos de la princesa.
-¡Petrushka, tú sÃ* que eres todo un hombre! ¡Eres digno de la admiración de una mujer,
sea ella quien sea! Conozco bien vuestras pasiones... y sé que sólo sois hombres.
Recorrió la taberna con la mirada; entonces todos los presentes, igualmente excitados,
se encontraban en el mismo estado de indecencia. La princesa se encontró rodeada de
seis desgraciados impacientes, cuyos miembros empinados estaban insolentemente
expuestos, estallantes de lascivia, al tiempo que sus cuerpos estaban despojados
incluso de las prendas imprescindibles en nombre de la decencia. Formaban un corro
alrededor de ella, con los miembros extendidos, evidenciando la plenitud de sus
apetitos y su virilidad.
Para Vávara, contemplarlos fue excesivo. Mientras observaba las proporciones
desnudas de los rústicos, sus labios se abrieron con palabras murmuradas de
significado concupiscente, el aliento caliente de la avidez desenfrenada se elevaba
trémulo de su pecho jadeante. TenÃ*a las fosas nasales dilatadas y las mejillas
arrebatadas. Su cuerpo, rindiéndose más al impulso incontrolable que la consumÃ*a que
a una voluntad propia, vibraba hacia delante y atrás; sus suaves muslos blancos se
abrieron en un movimiento de deseo instintivo, su vientre se vio proyectado hacia los
acompañantes, su hermosa cabeza cayó hacia atrás, sus ojos centellearon en la
languidez de una voluptuosa excitación.
Vávara estaba a punto de caer; la cogieron con sus bastas garras y, arrancándole las
vestiduras transparentes, depositaron besos calientes en su carne desnuda.
AllÃ*, en la kabak -Iván borracho perdido bajo la mesa y Proscovia acobardada en un
banco junto a la puerta-, uno tras otro la poseyeron, penetrando por la fuerza su
deliciosa persona, deleitándose con sus encantos, regocijándose el alma en el
paroxismo del placer, apenas soportando la espera para caer sobre su cuerpo.
El primero fue Petrushka, el luchador. Mientras él la ceñÃ*a, con el miembro enorme
erecto, rojo y amenazante en el frente, la princesa abrió los brazos y lo cubrió con su
enorme capa. Con los cuerpos fuertemente enlazados, cayeron sobre la pila de ropa del
suelo de madera; desde el exterior no eran visibles las formas de los combatientes,
pero el sonido de besos feroces, de labios pegados a labios, los movimientos
desenfrenados, los resuellos y murmullos del dueño de la kabak -en la búsqueda del
placer y la gratificación de la lujuria- manifestaban la lucha que tenÃ*a lugar dentro.
Entretanto, las vivaces quejas de la vÃ*ctima, fÃ*sicamente imposibilitada de satisfacer al
monstruo brutal que cubrÃ*a su cuerpo, evidenciaban las dificultades de la empresa.
Por último un grito apenas sofocado de la princesa anunció su penetración y su
derrota. Un rugido de satisfacción, seguido al instante por rápidos movimientos de
empuje, proclamó igualmente el logro del mujik. Los gritos de Petrushka indicaban
que habÃ*a abierto las partes delicadas de la princesa y que ahora su verga palpitaba en
el interior de ese cuerpo candente.
Poco después, surgida de la capa envolvente, apareció la cabeza de la princesa,
rodando de un lado a otro; los dientes apretados, los ojos entornados en una mueca de
dolor y placer, la cara distorsionada por un horrible éxtasis espasmódico de
voluptuosidad. Los movimientos se acentuaron, los gritos se agudizaron, los sonidos
inarticulados se volvieron más bestiales. Finalmente los dos salieron rodando de los
pliegues de la capa, la princesa de espaldas y el luchador encima, hundiendo con
feroces acometidas sus caderas vigorosas, enlazados, coyuntados, retorciéndose en los
espasmos finales de la cópula.
En cuanto Petrushka apaciguó su pasión y en chorros copiosos eyaculó su semen en la
persona del ama, los demás lo arrancaron del cuerpo de ella, y el segundo, apenas una
pizca menos formidable, se arrojó sobre la princesa, y con un miembro tenso como
una barra de hierro, repitió el lúbrico ataque. Su placer fue breve, pues apenas
completó la penetración sucumbió a la embriaguez de tanto deleite, alcanzó el clÃ*max
y descargó. El tercero ocupó su lugar, y una violenta lucha volvió a anunciar los
éxtasis en que ambos se revolcaban. El cuarto, el quinto y el sexto continuaron el
brutal entretenimiento, y por fin, inundada con las pruebas del vigor de los mujiks, la
princesa fue ayudada a ponerse en pie en un estado próximo a la postración, tras
haberse visto acosada y apretada casi hasta más allá de lo que era capaz de soportar,
por el peso de sus cuerpos, sacudida y retorcida por la violencia de tan espasmódicos
entrelazamientos.
Un breve intervalo permitió a Vávara recuperar el control de sÃ* misma, y con
desesperada resolución invocó toda su energÃ*a en su auxilio. No estaban ausentes
algunas señales de que aún no se encontraban tranquilos los agresores. El implacable
Petrushka, cuya pasión habÃ*a sido en parte aliviada pero no extinguida, se acaloró de
nuevo a la vista de los deleites de sus camaradas y empezó a solicitarla otra vez.
-Tranquilos, amigos mÃ*os -gritó la joven-. Antes de recomenzar vuestros placeres,
permitidme al menos respirar un rato. Brindemos nuevamente.
Mientras decÃ*a estas palabras, la princesa se llevó la botella de coñac a los labios y
bebió una pequeña porción del contenido; luego se levantó las pesadas pieles -al
tiempo que Proscovia juntaba coraje suficiente para ayudarla- y gritó, mientras llenaba
los vasos de los mujiks:
-¡Por Venus y por el amor!
Los hombres bebieron, soltando cada uno alguna observación en reconocimiento de la
belleza y condescendencia de la princesa, tras lo cual ocuparon diversos asientos; la
hilaridad cesó, la energÃ*a los abandonó y uno tras otro se desplomaron, oprimidos por
un pesado letargo, en el suelo, inmóviles como muertos.
Vávara habÃ*a cambiado hábilmente la botella.
La princesa se volvió hacia su criada y le ordenó que abriera inmediatamente la puerta
y la siguiera. Rodeó la kabak hasta el lado en que se almacenaba la leña, cogió un
montón de troncos e indicó a Proscovia que hiciera lo mismo. Del mismo depósito
sacó rápidamente los haces con que se encendÃ*an los grandes fuegos. Apiló deprisa los
haces en el centro de la taberna, arrojó encima la mesa y los bancos, y cogiendo los
troncos a medias consumidos del hogar, los puso debajo. En unos segundos se inició
un incendio. La princesa retrocedió a toda prisa, seguida por Proscovia, y, una vez
cerciorada de su éxito, cerró la entrada dejando encerrados a los mujiks, y después de
echar el cerrojo por el exterior arrojó la llave por debajo de la rugosa puerta de
madera. Las dos mujeres corrieron bajo un espeso manto de nieve al palacio.
Apenas la princesa alcanzó la intimidad de sus aposentos y se acercó a la ventana para
descorrer los pesados cortinajes, se disparó hacia el cielo un sensacional resplandor
desde la kabak. la paja se habÃ*a incendiado y el lugar que poco antes habÃ*a sido
escenario de una atroz lascivia era ahora una hirviente masa de humo y llamas. La
aldea dormÃ*a profundamente mientras el incendio aullaba más alto y brillante, pues el
frÃ*o inducÃ*a a sus habitantes a abrigarse en sus pieles y mantas. No obstante, por
último la princesa oyó el sonido de la campana de alarma en medio de la noche helada,
haciendo sonar una y otra vez sus notas de estremecedora advertencia, apremiando a
todos a sumarse al salvamento, y ahora se oÃ*an también los gritos de los adormilados
campesinos en los intervalos de las atormentadoras llamadas.
Pero era demasiado tarde: ante los ojos de Vávara surgió un enorme volumen de
llamas, mientras una lluvia de chispas rojas volaba de un lado a otro: el techo de la
kabak se habÃ*a derrumbado.
Cuarta parte
El dÃ*a siguiente al incendio de la kabak y la consecuente pérdida de siete vidas -porque
sólo se recuperaron huesos ennegrecidos-, se produjo una terrible conmoción en la
aldea y las vecindades. Los desdichados mujiks habÃ*an dejado viudas e hijos, a
quienes la calamidad puso bajo la merced y la protección del prÃ*ncipe, su amo. El
potentado lloró la pérdida de tantos siervos, todos fuertes y activos, y muchas fueron
las imprecaciones que lanzó contra el ponzoñoso vodka y los hábitos inmoderados de
los campesinos. Jamás la menor duda se insinuó en las mentes de la población en
cuanto a la causa del desastre. ¿Acaso los mujiks no estaban acostumbrados a reunirse
en la kabak de Petrushka para chismorrear y jugar y beber juntos? Por supuesto, estaba
claro que para mayor seguridad contra una intrusión repentina por parte del chastnoi
priestov, o superintendente de la policÃ*a, habÃ*an cerrado la puerta con llave. Esto era
del todo evidente: ¿acaso no se habÃ*a encontrado la llave, calentada casi hasta ser
irreconocible, entre las cenizas del interior? Después, como estaban demasiado
borrachos y el fuego que habÃ*an encendido se comunicó sin duda al suelo, los
desgraciados no tuvieron tiempo de encontrar la llave -si es que tuvieron tiempo de
buscarla-, y toda la kabak habÃ*a ardido en una llamarada. Esta explicación era tan
obvia para todos que a nadie se le ocurrió pensar en otra posibilidad. La verdad estaba
condenada a permanecer en secreto durante muchÃ*simos años, hasta que esa
generación, y la siguiente, y la que siguió a ésta, desaparecieron; y sólo como material
de interés histórico y literario apareció tardÃ*amente, por fin, en medio de una pila
polvorienta de papeles oficiales, y la conocieron unos pocos seres selectos.
Durante unos dÃ*as la culpable princesa y su criada permanecieron muy calladas,
observando con prudencia el curso de los acontecimientos, hasta comprobar que no
existÃ*a la menor sospecha de sus actos. Entretanto Proscovia, aunque poco le
importaba el destino del bribón de su hermano, sentÃ*a una pesada carga de
remordimientos, y la princesa necesitó una gran dosis de persuasión para tranquilizar a
su doncella.
El tiempo, sin embargo, opera maravillas, y entre otros beneficios confiere
gradualmente cierta seguridad, aun en las circunstancias más penosas. Por ende, el
tiempo proporcionó a las culpables una renovación de sus ocupaciones habituales; la
princesa, sin embargo, registra el hecho de haber echado de menos las gratificaciones
recibidas anteriormente en los brazos de su amante campesino. Ni la princesa ni su
criada dudaron nunca de que Iván tenÃ*a bien merecido su destino, y es evidente que el
mujik era, en el mejor de los casos, un tonto.
Ya hemos visto que la protagonista de estas páginas no era, en modo alguno, una
mujer corriente. A los gloriosos encantos de su persona, sumaba una voluntad
poderosa y una determinación que habrÃ*a sido reconocida con más facilidad en el sexo
opuesto. Criada en el desconocimiento de toda ley salvo la voluntad de su padre, y
más adelante en el establecimiento -no limitado por el control de aquél- de una
independencia propia, todos sus pensamientos y sentimientos se liberaron del nivel
común de la mente femenina. La libertad sin frenos expandió sus inclinaciones
audaces, y sus escapadas llevaban consigo la convicción de que ella misma debÃ*a
salvaguardarse de sus consecuencias. AsÃ* adquirió la princesa Vávara una dosis
extraordinaria de seguridad en sÃ* misma, y la mentalidad simple de la criada se prestó
a la poderosa organización de su ama con una sumisión perfectamente pueril.
Las consecuencias adversas de su amor -si asÃ* puede llamarse- con el brutal y
traicionero Iván volvieron más cauta a la joven princesa; no se trata de que reformara
su vida -todo lo contrario-, pero ello le demostró la necesidad de protegerse, en el
futuro, de semejantes contratiempos.
Por fortuna para ella, se estaba organizando una gran fiesta en el palacio del prÃ*ncipe
gobernador Demetri, su padre. Las festividades durarÃ*an una semana entera, acudirÃ*an
huéspedes de toda la provincia; para cada dÃ*a habrÃ*a un plan de diversiones, y las
cacerÃ*as, el patinaje, etcétera, formarÃ*an parte, naturalmente, de las distracciones.
Todas las noches se celebrarÃ*a un gran baile, y dado que se habrÃ*a invitado a más de
doscientas personas, no resulta difÃ*cil imaginar la brillantez de la reunión, compuesta,
por necesidad, por la élite de la provincia que gobernaba el prÃ*ncipe Demetri.
A medida que se aproximaba el perÃ*odo festivo, nadie escatimó esfuerzos para lograr
que la atractiva celebración fuese digna de un gobernador tan rico y distinguido. La
princesa -a quien su padre idolatraba- habÃ*a saqueado medio San Petersburgo en busca
de trajes y disfraces. Por fin llegó el dÃ*a, y con él los invitados, que contemplaron
pasmados a nuestra protagonista, cuya belleza y encanto solÃ*an encontrarse raramente
en aquella corte de mujeres hermosas y caballeros galantes.
La princesa Vávara era inconmensurablemente bella, sin la menor duda, y hasta las
mujeres reconocieron que no tenÃ*a igual. Ataviada con un delicioso vestido de baile de
suntuoso raso blanco, sobre el que caÃ*a un gracioso adorno de tules y encajes, con el
cuello, los hombros y los brazos desnudos, Vávara fue la admiración de todos los
hombres y la envidia de todas las mujeres. Acosada por los cuatro costados con
solicitudes para bailar, no tuvo un solo instante de descanso, pero tanta danza, a la que
se entregaba apasionadamente, le calentó la sangre e inflamó sus vagos deseos. Por fin
la música cesó un momento y la princesa se apresuró a aprovechar la pausa,
deslizándose del salón de baile y avanzando por el pasillo hacia un rincón remoto en el
que gozar de un respiro.
Al pasar rápidamente por los pasillos, cerrados a los invitados pero viejos conocidos
de ella, la princesa, acalorada por el vals y todavÃ*a casi sin aliento por el ejercicio,
tropezó con uno de los pajes, su favorito. El muchacho, que sólo tenÃ*a dieciocho años,
habÃ*a concebido una violenta pasión por su joven ama, pasión de la, que ella era
perfectamente consciente, pero a la que hasta entonces sólo le habÃ*a otorgado el
estÃ*mulo de una sonrisa. En el choque que tuvo lugar, el joven, tras recuperarse de la
fuerte colisión, no pudo menos que pedirle mil perdones por su negligencia, disculpas
que la princesa escuchó con expresión graciosa.
-Tontorrón, no te asustes tanto, no me has hecho daño y sabes muy bien que fue un
accidente -dijo Vávara, dedicándole una amable mirada de sus ojos brillantes, cuyo
significado él no se atrevió a desentrañar-. Dame la mano. ¡Muy bien! Ahora
seguiremos avanzando juntos y asÃ* podremos evitar cualquier otro accidente.
El lugar era silencioso; apartado del estrépito de la fiesta. Vávara apoyó su suave
mano enguantada en la palma de él y le dejó ocupar la delantera.
El joven paje, un apuesto muchacho rubio de buena cuna y buenas maneras, mostró
sÃ*ntomas evidentes de turbación. Era la primera vez que esa delicada mano, que tan a
menudo habÃ*a admirado y con la que habÃ*a soñado, tocaba sus dedos, y le tembló todo
el cuerpo cuando lo recorrió la sensación de tan delicado contacto. No obstante, la
condujo a través de los sombrÃ*os pasillos hasta una estancia en la que habÃ*a un hogar y
algunas plantas en enormes tiestos, que daban un agradable verdor para aliviar la
perdurable perspectiva de la nieve a través de los ventanales.
AllÃ* de pie, moviendo con descuido su abanico para refrescarse el cuello y la cara, la
princesa -con la mano izquierda reposando todavÃ*a en la del paje- posó en él sus ojos
brillantes como si quisiera atravesarlo con la mirada para conocerlo más a fondo.
Fuera cual fuese el resultado de su escrutinio, pareció satisfecha, pues una sonrisa
iluminó sus dulces rasgos.
-¡Qué oscuro está esto, Alaska! Sospecho que se preguntarán dónde estoy y pensarán
que puedo resfriarme. ¡Qué caliente está tu mano! ¡Tiemblas! ¿Qué ocurre, mi
pobrecillo?
-No puedo saberlo, Excelencia, siento... no sé qué es, pero... ¡Soy tan feliz!
-¿Esto te hace feliz, Alaska? ¿Tocarme la mano? Vaya, es fácil lograr tu felicidad, ¿no
te parece? Me alegra estar en condiciones de proporcionarte tanta dicha a tan bajo
coste. FÃ*jate, no me cuesta nada. --ion una alegre carcajada Vávara empujó su mano
exquisitamente enguantada en el interior de la cálida palma del muchacho y le apretó
los dedos mientras lo hacÃ*a.
Alaska se estremeció con una repentina sensación de placer, demasiado deliciosa para
expresarla en palabras. Inclinó la cabeza hasta que sus labios rozaron la pequeña mano
de la princesa e imprimió un beso ferviente en el guante.
-Pobrecillo mÃ*o -murmuró la princesa-, estás sufriendo y no lo manifiestas. Dime, ¿soy
yo la causa de tu desdicha?
El muchacho levantó la mirada: sus ojos de grandes pupilas azules se llenaron de
lágrimas al encontrar los de ella, temblaron sus labios, pero no dijo una sola palabra.
Vávara lo observó y comprendió a simple vista qué le ocurrÃ*a.
-A mÃ* me gusta darte placer y no dolor, Alaska, no debes entristecerte tanto. ¿Por qué
no has de estar contento y feliz? Mira -gritó la princesa al tiempo que introducÃ*a su
pañuelo de encaje en la pechera del chaleco abierto del paje-, te dejaré esto para que lo
uses hasta que yo te lo reclame, momento en que espero que me lo devuelvas
personalmente... aunque mi pañuelo se encontrara en el otro extremo de Rusia.
-0 en el fin del mundo, Excelencia -tartamudeó el apuesto jovencito, y la princesa, sin
darle tiempo a agregar nada, le palmeó cariñosamente la mejilla, giró sobre sus talones
y salió corriendo en dirección al salón de baile.
En aquellos tiempos los bailes no se celebraban con toda la corrección y decoro de
nuestros dÃ*as. Incluso Catalina habÃ*a considerado indispensable formular normas y
regulaciones a fin de controlar la desatada licencia de su corte y sus subordinados.
TodavÃ*a hoy puede verse una copia de dichas reglamentaciones en las paredes del
Palacio Imperial de Hermitage, donde Catalina ofrecÃ*a sus famosas soirées.
< A ningún visitante», decÃ*a una de las normas, «se le permitirá emborracharse antes
de medianoche.»
«Nadie, por ninguna causa o consideración, pegará a una dama, bajo pena de
expulsión.»
Si tales eran las regulaciones preparadas por la mismÃ*sima emperatriz, sólo podemos
imaginar la total desconsideración que se tenÃ*a hacia las convenances de la sociedad,
tal como se entienden en estos tiempos.
La princesa Vávara no habÃ*a avanzado muchos metros en su camino de regreso,
cuando en una alcoba que daba al pasillo, no lejos del salón de baile propiamente
dicho, encontró a una pareja de invitados. Su posición no era ni siquiera equÃ*voca;
estaban reclinados en un sofá e inmersos en un combate de amor tan desenfrenado que
hasta los miembros de la mujer quedaban al descubierto, y su amante, plenamente
montado en ella, se ocupaba de administrarle el bálsamo que en tales circunstancias
proporciona la naturaleza..
La princesa siguió su camino sin ser vista ni oÃ*da. En la entrada del gran salón fue
reclamada por su compañero de baile, quien la llevó con expresión triunfal a participar
en la danza.
Hacia el final de los entretenimientos de la velada, Vávara se encontró otra vez en sus
aposentos. Por fin se vio libre del tumulto y el ruido. Sin embargo, no pensaba
retirarse a dormir de inmediato. Se sentó ante un fuego llameante. Las ventanas de los
aposentos del prÃ*ncipe, enfrente, hacÃ*a tiempo que estaban a oscuras y gradualmente
fueron apagándose las luces del palacio.
-Proscovia, ve en busca de Alaska, el paje; dile que me traiga el pañuelo de inmediato.
Y sin hacer ruido, ¿me entiendes?
La criada sabÃ*a a la perfección qué se esperaba de ella. Menos de diez minutos
después, apareció el muchacho en el umbral.
---¿Dónde está mi pañuelo, Alaska?
AquÃ* lo tengo, Excelencia -el joven avanzó, se inclinó reverentemente y tendió a la
princesa el pañuelo bordado.
Luego, al ver que ella no hacÃ*a ninguna señal, se volvió para irse. La verdad era que la
joven princesa rusa habÃ*a descubierto de repente que su propio corazón experimentaba
una misteriosa atracción hacia tan apuesto paje. Perdió la mitad de su osadÃ*a habitual,
la abrumó una especie de incómoda timidez e incluso temió un desaire cuando algo
tardÃ*amente se volvió, lo miró, y bajando la vista dijo:
Espera. Quiero darte las gracias por haberte tomado... haberte tomado... tan gran...
interés en mÃ*.
Entonces levantó la mirada y por un momento sus ojos se encontraron.
Ella todavÃ*a llevaba puesto su vestido de baile de raso blanco, y ni siquiera se habÃ*a
quitado los suaves guantes de cabritilla. El cuello y los hombros quedaban al
descubierto por el corpiño décolleté, que resaltaba todo el encanto de sus contornos
juveniles.
El muchacho parecÃ*a confundido al ver que su entrañable secreto habÃ*a sido
descubierto; sólo aguardaba el desdeñoso despido que, temÃ*a, era el único
reconocimiento que obtendrÃ*a su pasión. No obstante, las palabras de la princesa
fueron tan donosas y su suave mirada estaba tan pletórica de misericordia y bondad,
que Alaska juntó valor y tras echar una presurosa mirada por encima del hombro, y
descubrir que la prudente Proscovia ya no estaba allÃ*, se arrojó a los pies de su ama,
ocultó la cara encendida entre las manos, y sólo logró confesar su pasión en un
murmullo, y a continuación le pidió perdón.
La princesa pensó que jamás habÃ*a sido tan feliz; la acometió una nueva y extraña
sensación: amaba. SÃ*, por primera vez en su existencia, con sus tendencias viciosas,
sus deseos satisfechos, sus feroces pasiones saciadas, esta mujer se rindió a la emoción
universal, y con todo su corazón y toda. su alma, volcó la profunda totalidad de su
naturaleza realmente afectuosa y amó ardientemente, como sólo ella entre todas las
mujeres podÃ*a amar, al apuesto paje Alaska.
Poco a poco, y como si le hubiesen quitado un enorme peso del pecho, extendió sus
encantadores brazos y, con una suave y dulce emoción hasta entonces desconocida
para ella, susurró:
-¡Querido mÃ*o! Yo también amo... te amo a ti.
Un instante después el dichoso paje se vio entre los cariñosos brazos de ella, su
semblante arrebatado en el pecho blanco como la nieve, los brazos desnudos de ella
alrededor de su cuello, los dedos blandamente enguantados jugueteando con sus
bucles. dorados y la hermosa cabeza de Vávara inclinada hacia él, que permanecÃ*a
arrodillado a sus pies y buscaba furtivamente su mirada bondadosa.
Ninguno de los dos se aventuró a agregar una palabra, pero ella bajó y siguió bajando
la cabeza hasta que los labios calientes de ambos se encontraron en un beso largo y
apasionado.
Por una vez, la princesa se habÃ*a puesto nerviosa y su acostumbrado arrojo la habÃ*a
abandonado. Su vivacidad huyó, todo su cuerpo temblaba. Por el contrario Alaska, que
sólo podÃ*a soñar con tan dulce presente, hasta cierto punto recuperó la seguridad en sÃ*
mismo.
No obstante, el sentimiento no abandonó por entero a la princesa, pues fue estrechando
gradualmente su abrazo hasta que lo atrajo, a la manera de una serpiente, hacia su
cuerpo tembloroso; él se reclinó en el magnÃ*fico sofá, sus rostros muy juntos y su
ferviente aliento exhalando suspiros.
Vávara sintió que un mar de deseos delicados copaba sus sentidos, delicadeza que
hasta ese momento le habÃ*a sido desconocida.
En aquella pasión no habÃ*a nada de la feroz energÃ*a del deseo desenfrenado. Vávara se
contentó con permanecer apretada contra el recién descubierto objeto de amor,
acurrucada a su lado, solazándose en el perfecto placer de amar y ser amada,
contemplando los ojos de él y entregada a la apasionada comprensión de una nueva y
poderosa emoción. Por primera vez en su joven vida, la princesa Vávara amaba
realmente, y junto con el conocimiento de emoción tan deliciosa, encontró algo
infinitamente tierno en el sentimiento que Alaska despertaba en ella.
Pero su naturaleza voluptuosa no podÃ*a seguir soportando una adoración tan pasiva.
En breve su temperamento lascivo empezó a hacerse sentir. Sus caricias se volvieron
más activas, más osadas.
Apartándose apenas un instante de los labios rojos del paje, salvo para depositar besos
cálidos en su frente, sus mejillas y su cuello, pasó ahora la fina mano por los miembros
de él; le retorció y acarició las manos y los brazos, observando con deleite el efecto
que producÃ*an sus toqueteos, hasta que por último, como accidentalmente, permitió
que su mano descansara en el muslo de Alaska. Entonces lo atrajo hacia sÃ*, hasta que,
pecho contra pecho, entre suspiros, se hablaron mudamente de pasión. Vávara cerró
los dedos furtivos y entre ellos quedó atrapada la impetuosa evidencia del vigor de
Alaska, el palpitante sÃ*mbolo de su precoz hombrÃ*a.
Ninguno de los dos habló: su amor era demasiado profundo para expresarlo con
palabras; sólo los ojos delataban la intensidad de sus emociones.
Alaska habÃ*a tomado ya posesión del bello pecho, tembloroso de inefable deseo,
desnudo y palpitante bajo sus suaves presiones. Decidido a todo, con el Ã*mpetu
desatado de la juventud, Alaska avanzó, incapaz de refrenar su pasión bajo la
excitación a la que lo reducÃ*an los abrazos de la princesa, e insinuó su mano sensual en
el interior del corpiño. Vávara se limitó a reÃ*r del atrevido intento, lo que contribuyó,
naturalmente, a estimularlo más. Entretanto, la mano enguantada de la princesa,
saltando todos los obstáculos, atacó la ciudadela y tomó posesión del prisionero allÃ*
confinado. En tales circunstancias, el primer impulso del conquistador consiste en
mostrar magnanimidad y liberar al cautivo. Pero lo que ella descubrió fue un nuevo
encanto y, con un suspiro de triunfo satisfecho, sus temblorosos dedos se cerraron en
torno al objeto perseguido.
El joven paje habÃ*a soñado, en sus sueños enfebrecidos, con la voluptuosa felicidad
que ahora lo acometÃ*a en forma corpórea, pero nunca se habÃ*a atrevido a esperar
semejante satisfacción despierto y con la connivencia del objeto de su desesperanzado
afecto, y tembló con deseo apasionado al someterse, con un deleite desconocido, a los
tiernos juegos de la princesa. De sus labios abiertos surgieron suspiros de
complacencia mientras la caliente mano de ella, activa y audaz, despertaba
sensaciones novedosas y exquisitamente sensibles con su roce. La excitación de
Alaska era ya lo bastante manifiesta para cualquiera con menos experiencia que la
lujuriosa princesa. Mediante un movimiento repentino, ella levantó la cubierta que
pudorosamente se interponÃ*a y a hurtadillas robó una mirada al mismÃ*simo centro de
sus ardientes deseos. ¡Qué contraste descubrió allÃ*! La delicadeza de los dedos
cubiertos de cabritilla suave y perfumada por un lado. iY por el otro, qué promesa de
arrobo para su naturaleza salaz!
Vávara consideró necesario aliviar la tensión de las emociones de ambos. SentÃ*a que
su corazón estallarÃ*a si no hallaba alivio, rompiendo con dificultad el Ã*ntimo abrazo, a
regañadientes se incorporó y susurró a Alaska que tuviera un poco más de paciencia.
No me dejarás asÃ*, mi querido muchacho, mi amor, volveremos a besarnos, te
quedarás y me harás de paje, por cierto, aprenderás a desvestir a tu señora. ¡No te
ruborices! No temas, que no pondré tu habilidad a prueba: Proscovia te enseñará los
misterios de ese arte.
El sonido de su campana de plata atrajo a la criada a su lado.
Alaska observó con secreta admiración el proceso de desatar lazos y retirar los
encantadores atuendos de la joven princesa. Prenda a prenda, aunque con diversos
interludios para besarse y tocarse, fueron quitadas las diversas vestiduras de su ropa
exterior y luego, mediante un diestro movimiento púdico, la princesa desapareció un
instante de la vista y en un abrir y cerrar de ojos regresó ataviada con un hermoso
peignoir, su abundante cabello suelto y flotante en la espalda, la mirada centelleante de
amor y felicidad.
-¿Me amas menos asÃ*, Alaska? -exclamó la encantadora jovencita, mientras con los
brazos extendidos lo invitaba a abrazarla.
El paje la cogió en sus brazos y depositó besos ardientes en sus labios.
-Espera un momento, querido mÃ*o, no supongas que escaparás tan fácilmente: ahora te
pondremos cómodo a ti.
A estas palabras siguió el proceso de desnudar al paje. Las dos mujeres insistieron en
realizar personalmente la operación, hasta dejarlo reducido a muy escasas coberturas;
el encantador muchacho permaneció ante ellas, agradecido de poder ocultar su persona
y sus rubores en un batÃ*n de exquisito brocado.
Un potente hogar despedÃ*a una reconfortante tibieza a través de los amplios aposentos
suntuosamente amueblados y llenos de artÃ*culos selectos que el prÃ*ncipe Demetri traÃ*a
de sus viajes. Pero Alaska no tenÃ*a ojos para nada salvo para la encantadora jovencita
que se encontraba ante él, radiante en sus formas esplendorosas, y seductora por
encima de todo en su gracia y dignidad juveniles.
Cogidos de la mano entraron en la alcoba de la princesa. Luego, con un cálido y
amoroso resplandor en el rostro ruborizado, Vávara atrajo al muchacho hacia ella y
Proscovia recibió el peignoir cuando cayó, momento en que la hermosa figura de la
princesa apareció cubierta únicamente por su camisón, mientras la criada, a la altura
de las circunstancias, rápidamente quitaba a Alaska el batÃ*n y lo sustituÃ*a por una
camisa transparente de exquisito encaje y batista.
Bajo los pesados cortinajes de magnÃ*fico raso azul claro, la blanda cama estaba
atractivamente preparada con cojines de plumas y las sábanas del hilo más blanco que
pueda imaginarse.
Alaska no necesitaba más estÃ*mulos; con brazos ansiosos alzó a la bella princesa y
olvidando toda su timidez la lanzó al centro de la cama mullida. Una amonestación
risueña de ella se perdió en los sentidos tintineantes de Alaska, y un segundo después,
enlazados en un firme abrazo, los amantes jóvenes y anhelantes yacÃ*an bajo la cálida
colcha que la criada, solÃ*cita, habÃ*a acomodado para ellos.
Al principio la plena sensación de posesión abrumó tanto a la princesa que se contentó
con permanecer echada, devolviendo beso por beso, suavemente, a su joven amante.
Los cuerpos enlazados, juntos, siguieron asÃ* unidos mientras el brillo de la expectativa
del placer recorrÃ*a sus cuerpos.
Demos paso ahora a la historia tal como la cuenta la princesa:
«Me acometió un infinito destello de sensaciones desbordantes; al principio creÃ* que
me desmayarÃ*a. Alaska, el querido muchacho, estaba en mis brazos; con mis artes más
finas le prodigué caricias entrañables. Mis manos recorrieron delicadamente su carne
tibia y suave. VolvÃ* a encontrar su ***; estaba firme e hinchado con las emociones
lascivas que yo provocaba. Sus testÃ*culos estaban bien desarrollados y delataban su
vigor. El muchacho era hermoso de la cabeza a los pies. Su *** me impresionó como
el más encantador que habÃ*a conocido hasta entonces. ¡Qué diferente esta unión suave
y lánguida a la grosera y brutal satisfacción de mis sentidos con los mujiks! ¡Cuán
preferible escuchar delicadas palabras de amor y afecto, intercambiar besos cálidos de
dulce embeleso, a verse sometida al ataque violento de tan ruda y furiosa
concupiscencia, verse rasgada y herida por los bestiales esfuerzos de sus ***! Alaska,
no del todo novicio, sabÃ*a bastante del arte amatoria. Casi al instante me montó, poco
afecto a la exhibición, hundió su dardo en el punto exacto y nos movimos juntos en los
fogosos éxtasis de un primer coito. ¡Cuánto me gustó ese muchacho, cuánto idolatré al
maravilloso halagador que ahora yacÃ*a entrelazado conmigo, hundiéndose más
profundamente a cada embestida ferviente, deleitándose en un goce doloroso e
inundándome con un torrente balsámico de su precoz hombrÃ*a! El marco de mi cama,
las cortinas, los que nos rodeaban participaron de nuestra fruición, todos unidos en una
trémula cadencia de amor y felicidad.
Alaska era todo un campeón. Sin pretender las proporciones gigantescas de los
campesinos, poseÃ*a un *** grande y vigoroso. Sus placeres eran frecuentes e intensos,
y expresaba generosamente su gratitud con sus favores. AsÃ* transcurrió la noche,
sumidos en goces indecibles. Encontré tan absorbente la satisfacción de mis pasiones
que dejé que mi joven amante siguiera su propio curso y en ningún momento me cansé
de los arrullos más sencillos del amor, con los que él logró desterrar el sueño hasta
última hora de la madrugada.
Nos separamos a disgusto, con muchos juramentos de amor y lealtad, prometiéndonos
otra noche, más larga, de dicha.
Ay. ¡Mi corazón! ¡Si hubiese parado allÃ*! Sólo ha transcurrido una semana desde que
empecé a redactar estas notas concernientes a mi recién nacida y apasionada unión,
pero en tan breve plazo mi ideal ha sido profanado, la sagrada deidad de mi adoración
derribada, nivelada con el polvo y pisoteada. ¡Mi corazón quedó desnudo y seco para
que los lobos se cebaran en él!».
AsÃ* escribÃ*a la princesa en esa época, y pronto veremos lo cerca de la verdad que
estaban sus tristes palabras.
Hubo al parecer otros dos encuentros entre los enamorados inmediatamente después
del inicio de sus relaciones Ã*ntimas. Las exigencias de los huéspedes y la precaución
indispensable para evitar el escándalo impidieron a Vávara dar rienda suelta a su
pasión tal como deseaba, y sólo la tercera noche después de la ya consignada,
Proscovia introdujo de nuevo en los aposentos al apuesto y joven paje Alaska.
Gran parte de la vergüenza del muchacho se 'cabÃ*a evaporado. Los placeres mutuos
gozados con su amada lo habÃ*an acercado a los procesos mÃ*sticos del amor, y sus
propias pasiones liberadas dominaron su temperamento naturalmente amoroso.
Libertino por instinto, Alaska necesitaba muy poco entrenamiento en los caminos del
placer.
No habÃ*a, por tanto, necesidad de pasar por remilgados preliminares. La feliz pareja
estuvo pronto completamente desnuda y ambos se precipitaron sobre la cama para
gozarse mutuamente. Alaska se encontraba en estado de éxtasis y su impetuosidad era
evidente a través del estandarte de su fruición, que se puso en erección con asombrosa
rigidez y grosor.
-¡Vaya, querido mÃ*o, vaya coloso! -exclamó la princesa, escudriñando todas las partes
de su nueva y encantadora adquisición-. ¡No tenÃ*a idea de que estuvieras tan bien
dotado!
Vávara se dedicó a besar y cosquillear el aparato ardiente. Alaska no tardó en seguir su
ejemplo: sus labios ansiosos, en busca de néctares, recorrieron las jóvenes delicias del
cuerpo de Vávara, hasta que inspirado por el amor, insatisfecho por la trivialidad de
sus propias caricias e inflamado por los toques a que ella lo sometÃ*a, le separó los
muslos bien dispuestos y avanzando el rostro entre ambos buscó la consecución de sus
fantasÃ*as lujuriosas en su fuente.
Un salto de placer convulsivo hizo que la cama se meciera mientras la princesa,
encantada con las actitudes de su protégé, se rindió al delicioso aliciente de los besos
que él depositaba en punto tan sensible. Respondiendo en especie a sus caricias,
Vávara hizo que sus propios labios cumplieran el papel habitualmente asignado a otra
parte de su cuerpo. AsÃ* yacieron, mudos en virtud de su ocupación especÃ*fica, los
cuerpos jadeantes, entrelazados en un abrazo, los ojos húmedos, las manos
espasmódicas aferrando, apretando, sólo para soltarse y aferrar otra vez algún nuevo
encanto, hasta que, con un grito borboteante de éxtasis, Alaska sintió que su alma lo
abandonaba en un torrente de llamas en el mismo momento en que las. presiones
enérgicas de la princesa anunciaban su propio paroxismo.
Los dos permanecieron bañados en el dulce agotamiento que sucede al placer sexual.
Vávara, glotona de deleite, habÃ*a recibido con intenso goce la evidencia material del
éxtasis de Alaska, y el fuerte apetito de placer de éste hasta entonces apenas habÃ*a
despertado por tan suaves preliminares.
Tras unos minutos de reposo, los labios húmedos de deleites mutuos se apretaron en
ferviente unión, la mano errante de la princesa buscó de nuevo al campeón de sus
goces, y Alaska, presentando armas ante la lúbrica llamada, se extendió sobre el
cuerpo de su amante.
La princesa lo recibió con todo el ardor de una naturaleza joven y apasionada; Alaska
se adaptó de inmediato a esta posición y ella fue penetrada hasta la médula. El apuesto
paje, sintiendo con voluptuoso agrado la conjunción de su cuerpo con el de ella, se
esforzó tanto y tan bien que, incitada hasta el extremo del placer, Vávara gritó con
ardor y una vez más sus almas se mezclaron en un clÃ*max de placeres embriagadores.
AsÃ* avanzó la noche y Proscovia, siempre alerta, fue por fin a advertirles que habÃ*a
llegado la hora de la separación.
Las fiestas del palacio de la gobernación de *** tocaron a su fin y partió el último de
los invitados. La fama de estos magnÃ*ficos entretenimientos se difundió por todo el
paÃ*s y sirvió para aumentar la influencia del gobernador y además congraciarlo con la
opinión del pueblo. Pero el esfuerzo le costó caro, la angustia y la preocupación por
atender a tantos invitados habÃ*a hecho lo que muchos años de carga de la dignidad
judicial no habÃ*an logrado.
La salud del prÃ*ncipe Demetri *** se deterioró. Se declaró una debilidad fatal del
corazón y por su gravedad creció la certeza de que su vida se consumÃ*a a toda
velocidad.
Una semana después del fin de las fiestas, el prÃ*ncipe Demetri murió en su propio
palacio y su hija única estaba aturdida por lo repentino de tan irreparable pérdida.
A la defunción siguió una larga investigación en los asuntos y disposiciones
testamentarias del prÃ*ncipe; tras un mes de atenta clasificación, rotulación y
contabilización, la princesa Vávara despertó una mañana y se encontró siendo una de
las aristócratas más ricas de Rusia y dueña de sÃ* misma, ya que según las leyes rusas
habÃ*a alcanzado la mayorÃ*a de edad.
Como es natural, estos importantes acontecimientos habÃ*an puesto punto final por el
momento a cualquier pensamiento sobre sus propios placeres, y la princesa, ocupada
en las tareas del duelo y las correspondientes ceremonias, no encontró oportunidad ni
estÃ*mulo para la indulgencia de sus anteriores extravagancias. No obstante, habÃ*a mantenido
correspondencia secreta con el paje Alaska, y sólo esperaba el momento
adecuado para reanudar sus encuentros clandestinos.
Ahora dedicaba gran parte de su tiempo a los asuntos de su padre, y emprendió con
brillantes resultados la clasificación y ordenamiento de sus papeles personales. Entre
éstos encontró algunos que arrojaron una vÃ*vida luz sobre la vida pasada y los amores
del prÃ*ncipe. Aparentemente, éste habÃ*a tenido relaciones con una dama de la provincia,
a la que habÃ*a seducido, y que le habÃ*a dado un hijo varón. Estaban allÃ* las
cartas de dicha señora, llenas de confiado afecto, de esperanza, de paciencia, porque
hacÃ*a mucho que el prÃ*ncipe habÃ*a quedado viudo y era muy probable que volviera a
casarse. Cualesquiera que hayan sido las perspectivas del prÃ*ncipe al respecto, estaban
condenadas a la decepción; la mujer, cuyo nombre suprimimos por muchas razones,
murió dejando a su hijo al cuidado del seductor.
Hasta ese momento la princesa habÃ*a leÃ*do la correspondencia con una buena dosis de
indiferencia: esos enredos eran demasiado corrientes para despertar emociones en su
mente. Pero finalmente un párrafo de una de esas epÃ*stolas le chocó y volvió a leerlo;
siguió investigando, hizo averiguaciones y confirmó la sospecha que se le habÃ*a cruzado
por la cabeza. Aquella mujer se habÃ*a unido en matrimonio con el prÃ*ncipe; el
hecho estaba demostrado y por lo tanto el fruto de esa relación era hijo legÃ*timo. A él
pertenecÃ*an por derecho los vastos dominios, los más de dos mil siervos, los palacios y
los castillos que ahora estaban a nombre de ella.
La princesa Vávara no era mujer que abandonara una cuestión tan trascendental sin
luchar por todos los medios a su alcance para protegerse. Por ello, ocultó con gran
cuidado toda prueba de su descubrimiento y de inmediato puso en marcha la búsqueda
del hijo de su padre, cuya existencia podÃ*a tener-tan graves consecuencias para ella.
En breve plazo, tras dirigir la investigación personalmente y en secreto, Vávara llegó
al descubrimiento de la verdad: de inmediato veremos cuál era esa verdad. En un
primer momento, su descubrimiento la sobrecogió, dejándola en medio de una gran
confusión. Vio temblar en la balanza las vastas posesiones de su padre, entre ella
misma y este hermano recién descubierto, de cuya-existencia no habÃ*a tenido con
anterioridad la menor idea. Regresó deprisa a sus aposentos y se encerró en ellos
advirtiendo que por ningún motivo debÃ*an molestarla.
Luego despachó a toda prisa un mensaje al mayordomo, pidiéndole que enviara a San
Petersburgo al paje Alaska, a cargo de un paquete con despachos. que la princesa
preparó con su propia mano.
Veamos lo que dice ella misma:
«Envié las cartas en un paquete dirigido al custodio de nuestra residencia de San
Petersburgo. Expresé mi deseo de que enviaran al paje Alaska con ellas de inmediato.
En respuesta a la pregunta de si lo verÃ*a y le informarÃ*a más detalladamente, mandé un
mensaje aclarando que si el mayordomo no estaba a la altura de los deberes que yo le
solicitaba, podÃ*a dimitir de inmediato. No oÃ* más objeciones.
Entonces me senté y lloré; amargas lágrimas de amor agraviado, de desesperanza, de
pasión insondable, de dignidad herida, de desesperación lisa y llana, manaron de mis
ojos. Me retorcÃ*a las manos, balanceándome con la intensidad de mi emoción. Ignoro
cuánto tiempo permanecÃ* en este estado. Por último me incorporé, paseé horas enteras
por mis aposentos solitarios, y lentamente fue conformándose una decisión entre las
nubes de duda, de desesperación y de incertidumbre que me oprimÃ*an. Gradualmente,
de entre la bruma surgió un edificio con visiones beatÃ*ficas. SeguirÃ*a viviendo como la
soberana que habÃ*a sido antes de mi gran descubrimiento. El amor me habÃ*a guiado
con los ojos cerrados, por el amor seguirÃ*a siendo gobernada; entregarÃ*a mi vida a su
servicio y en mi persona él encontrarÃ*a una devota bien dispuesta. Hice sonar la
campana.
-¿Ha partido ya Alaska? -pregunté.
Proscovia no lo sabÃ*a, pero fue a averiguarlo. Volvió antes de que transcurrieran diez
minutos. El trineo estaba en el patio de la entrada. El paje ya se habÃ*a envuelto en
pieles dispuesto a emprender su arduo y largo viaje. La escolta habÃ*a montado.
-Que venga aquÃ*.
Me paseé de un lado a otro de mi alcoba... mi pequeño gabinete. VolvÃ* a ver en el
recuerdo nuestro primer encuentro, nuestras caricias, sentÃ* otra vez su cálido y dulce
aliento en mi mejilla, volvÃ* a abrazarlo en la imaginación; sus formas delicadas, sus
proporciones robustas, sus calientes besos ardientes ocuparon todos mis pensamientos.
¡Ah! Nunca... nunca... nunca más... y sin embargo la lucha interior me estaba matando;
pasto de las llamas, estaba a punto de perecer, como el Fénix, en el fuego de mi propia
pasión. Me arrojé sobre mi fauteuil, enterré la cara entre las manos.
-¡Ah! ¡Querido! ¡Mi querido! ¡Mi Alaska!
La puerta se abrió lentamente, Alaska estaba ante mÃ*, envuelto en una capa de viaje de
pesadas pieles, la gorra en la mano, calzado con botas para emprender el camino. Supe
instintivamente que era él. Luego se cerró la puerta y quedamos a solas. En dulce voz
baja respondió a mi llamada, en calma, con toda corrección:
-¡Excelencia, aquÃ* estoy!
Para mÃ* habÃ*a algo inexpresablemente conmovedor en su resignación. SabÃ*a que para
él sólo podÃ*a ser desagradable tener que irse, dejarme, en un viaje tan distante y
peligroso. PodrÃ*a haber ocurrido que me culpara por pedÃ*rselo, por no haber elegido a
otro entre mis muchos subordinados para el cumplimiento de tan ardua empresa. Pero
no, la mirada de Alaska, con la vista baja, encontró mis ojos nerviosos: la
personificación del respeto y la obediencia.
¡Cuánto lo amé! ¡Oh, corazón mÃ*o!
TÃ*midamente, contemplándolo, mis sentidos debilitados se vieron abrumados por una
sensación de exquisita ternura. Me levanté y permanecÃ* erguida; lentamente mis pasos
me llevaron hacia mi joven y dulce amante. Estiré los brazos para encontrar los suyos.
Lo apreté contra mi corazón y en un beso largo y balbucearte sentÃ* que perdÃ*a el
conocimiento.
Cuando recuperé la conciencia, encontré a Proscovia inclinada sobre mÃ*. Pregunté por
Alaska. Estaba aguardando mis órdenes en la antecámara. Débilmente indiqué a
Proscovia que demorara la partida hasta la mañana siguiente. Después, fatigada por el
exceso de emociones, me resigné a dormir.
Aquella tarde, siguiendo mis órdenes, el paje Alaska entró secretamente en mis
aposentos, como antes. Yo ya estaba acostada. Proscovia lo hizo pasar, cubierto
únicamente con el batÃ*n de seda que ella misma le habÃ*a proporcionado, y lo condujo a
mi lado. Proscovia abrió la colcha cálida y él se deslizó en el lecho. Mi querido estaba
en mis brazos. Su pasión no conoció limites. Presionado por deseos materiales de
satisfacción inmediata, sus manos me recorrieron buscando mis tesoros más remotos.
La mÃ*a cogió su potente instrumento, que estalló de lascivia con mi ansioso apretón.
Ningún pensamiento prudente logró contener mi mano. Apreté, hice cosquillas; luego,
temiendo la explo sión prematura que mis movimientos amenazaban provocar, guié
voluptuosamente su miembro ardiente en el canal húmedo de nuestros goces. Penetró:
recibÃ* toda su longitud con diabólica fruición. Me horadó hasta el corazón, mi vagina
palpitaba con la posesión de su capullo hinchado. Sus feroces embestidas lo hundÃ*an
hasta la médula. Cuanto más duros y rápidos eran sus movimientos, más rÃ*gida y
empinada se volvÃ*a su deliciosa ***. Con nuestros cuerpos unidos por tan dulce
eslabón, nos contorsionamos juntos en los placeres de los sentidos. Enterrado en mÃ* en
toda su extensión un momento y semirretirado al siguiente, sentÃ* que estaba en un tris
de exhalar las calientes llamas de su incontinencia. Con gruñidos de deliciosa
intensidad, demasiado fuertes para la expresión verbal, salió una cascada de lÃ*quido
que llenó mis entrañas estremecidas, y mientras manaba en rápidos chorros de su bajo
vientre, estalló mi éxtasis en un solo grito, pero en un idioma que él no conocÃ*a:
-Mon amour! Mon roi! Mon frére! Donne! Donneh!>>
La princesa Vávara se vio entonces lanzada por sus propios actos a una conducta que
no dejarÃ*a de proporcionarle una sensación de peligro e incertidumbre, y en breve
comprendió los riesgos que corrÃ*a. Su padre, el prÃ*ncipe, era un hombre de riguroso
decoro, aunque no de costumbres austeras, y pese a que brindaba un amplio abanico de
comportamientos a sus huéspedes en las frivolidades de las suntuosas invitaciones al
palacio, tenÃ*a una idea rÃ*gida de la dignidad y posición de su familia, y habrÃ*a
preferido sacrificar su vida antes de que su nombre pudiera merecer el menor reproche.
Por eso puede parecer curioso que su hija escogiera voluntariamente
comprometerse en una aventura que implicaba semejante peligro. Como la mayorÃ*a de
las personas obstinadas, ella apenas tuvo en cuenta los corolarios ni las singulares
complicaciones que estaban a punto de surgir. HabÃ*a dado rienda suelta a su ardiente
naturaleza y habÃ*a permitido que sus desbocadas pasiones se desmandaran sin
detenerse a pensar en las consecuencias. HabÃ*a echado a rodar la piedra que avanzaba
chocando de roca en roca; ahora ella era impotente para contener su impulso creciente
y sólo podÃ*a, ¡ay!, observar su trayectoria impetuosa.
Una breve relación con Iván fue suficiente para desilusionarla de los encantos de la
sociedad a la que pertenecÃ*a el mujik. La intimidad con la joven princesa fue algo por
sÃ* mismo excesivo para que la Ã*ndole estúpida y brutal de Iván lo ocultara, no sin
engendrar una dosis de vanidad que empezó a manar por todos los poros de su gruesa
piel. Pero el mujik tenla un vicio peor que el de la vanidad: era adicto a ocasionales
ataques de embriaguez, y la cantidad de vodka que en esas ocasiones ingerÃ*a habrÃ*a
sido más que suficiente para una docena de franceses. El lugar preferido para
entregarse a la bebida, y al mismo tiempo reunir a su alrededor a una selección de
espÃ*ritus escogidos de la aldea, era la kabak, o taberna, atendida por un gigantón que
respondÃ*a al nombre de Petrushka, un individuo de metro noventa y ocho con las botas
de tacones bajos, cuyas proezas en la lucha eran tema de admiración en el campo de
los alrededores. Sentado junto al fuego de grandes troncos, con las enormes palmas de
las manos sustentando su cabeza brutal, Iván charlaba y jugaba a las cartas horas
seguidas hasta que, con frecuencia demasiado borracho para encontrar el camino, iba
haciendo eses hasta su cama, en la choza contigua al establo en el que guardaba sus
caballos.
En esa época Petrushka empezó a notar la forma pródiga en que Iván gastaba su
dinero, en que pagaba generosamente las bebidas servidas a sus contertulios, y
también la naturaleza jactanciosa de su conversación. Los demás gastaban chanzas al
mujik sobre su bolsa llena; él respondÃ*a que su hermana gozaba del favor de su ama
rica y poderosa, que la princesa daba abundante dinero a su criada y que él, su
hermano, se beneficiaba de ello. Esta explicación era suficiente para satisfacer a sus
amigos, entre los cuales -gracias a la generosidad de la princesa- fue convirtiéndose
rápidamente en un héroe. A las mentes rústicas no les interesaba molestarse en
ahondar: Iván les habÃ*a advertido que, si hablaban del tema, su hermana podÃ*a verse
envuelta en dificultades y el resultado serÃ*a el fin de las orgÃ*as alcohólicas, pues se
acabarÃ*an las invitaciones a su costa. De modo que a sus compañeros les bastaba con
aceptar la parte que les correspondÃ*a sin abrir la boca al respecto fuera de las puertas
de la kabak
Pero las entrevistas repetidas dÃ*a a dÃ*a con su joven amante y los voluptuosos
entretenimientos que ella le proporcionaba, empezaron a desmoralizarlo; al mismo
tiempo la princesa, que no tardó en descubrir las irregularidades del mujik, comenzó a
concebir una repugnancia que nada, salvo las habilidades fÃ*sicas del hombre al
principio de la relación, le permitió ignorar. El era un animal espléndido y eso era todo
lo que ella necesitaba; las incongruencias de su naturaleza vulgar y su grosera persona
eran cuestiones que le atraÃ*an, por la ley de ese espÃ*ritu contradictorio que tan a
menudo induce al elegante y refinado a asociarse con sus opuestos. Pero la princesa
también empezó a notar que habÃ*a peligro en el futuro y que ese hombre involucrarÃ*a
su nombre en la vergüenza y en la desgracia. En vano mencionó sus temores a la
criada: la joven y astuta Proscovia, cuya capacidad de comprensión era escasa y
apenas tenÃ*a imaginación, no podÃ*a entender esas dificultades y sólo veÃ*a en el
presente un perÃ*odo de placer muy agradable y voluptuoso para su ama y para ella
misma.
Entretanto, las cosas iban de mal en peor. En sus horas de intemperancia, Iván empezó
a soltar insinuaciones de que un gran personaje le concedÃ*a sus favores. Llegó tan lejos
como para dar a entender que dicho personaje no era otro que la princesa. No obstante,
esto era demasiado para que sus amigos lo creyeran, y simplemente se burlaron de él,
comentando que Iván estaba perdiendo la cabeza, que la bebida hacÃ*a de él un idiota, y
se divirtieron con nuevas chanzas a sus expensas. Pero esta convicción no impedÃ*a que
de vez en cuando sonsacaran a Iván sobre la gran dignataria que lo protegÃ*a y que, a
través de su hermana, ofrecÃ*a medios tan pródigos para su delectación. En estas
juergas de medianoche, cuando el vodka habÃ*a comenzado a hacer su efecto y todos
estaban alegres, diversas eran las bromas que le dirigÃ*an al brutal Iván.
Una noche en que Iván y sus escogidos, siete en total contando a Petrushka -el
luchador, que también era propietario de la kabak-, habÃ*an inic iado la jarana nocturna,
como de costumbre a su costa, la conversación recayó en la insólita generosidad del
que invitaba, y en el extraordinario favor en que lo tenÃ*a la princesa Vávara,
convirtiéndose éste en el tema de la habitual diversión.
Iván, muy adelantado en copas respecto a sus compañeros, se puso furioso, dio un
puñetazo en la tosca mesa con un golpe capaz de derribar a un buey, y exclamó:
-ReÃ*d tanto como queráis, hermanos, pero os aseguro que si quisiera podrÃ*a demostrar
lo que digo. ¿Qué opináis de esto?
Iván sacó un billete de veinticinco rublos de un bolsillo grasiento y lo mostró en
ademán triunfal ante los ojos de sus atónitos compañeros. Todos contuvieron el aliento
al ver el billete, e Iván prosiguió:
-¿,Queréis que os muestre otro? -Sin esperar respuesta, sacó otro billete del mismo
valor.
-¡Que todos los santos nos protejan! -exclamaron los invitados.
--Iván, eres un hechicero... Es el mismÃ*simo demonio quien te da el dinero... Tienes
que ser un hombre muy perverso.
-Que el dinero provenga del diablo o de la princesa, ¿qué te importa a ti, durak? Os
digo que lo tengo en abundancia y no me dan miedo vuestras sospechas, pues no
conozco otro diablo que aquella que me dio este dinero, y puedo mostraros quinientos
rublos tan fácilmente como estos dos billetes... sólo tengo que ir a buscarlos.
Petrushka levantó la vista y las manos, maravillado, estupefacto.
-¡Quinientos rublos! --exclamó-. Vaya, este Iván es el demonio en persona.
Todos se sumaron a una carcajada campechana, mientras se miraban entre sÃ* para
encubrir cierta sensación de desasosiego que empezó a afectarlos ante tan
sorprendente despliegue de riquezas y audacias.
Mientras, el vodka seguÃ*a desapareciendo por el coleto del estúpido y vanaglorioso
Iván, cada vez más entusiasmado por la hilaridad de sus amigos.
-OÃ*dme bien -dijo, al tiempo que daba sobre la mesa otro golpe furioso que hizo
tintinear los vasos-, decÃ*s que es el diablo quien me da el dinero, y yo digo que es
nuestra joven princesa Vávara. Sea demonio o princesa, ¿quién apuesta conmigo cinco
rublos a que traigo aquÃ* al dador en el plazo de una hora para que beba entre nosotros?
-Yo, sin vacilaciones --gritó el luchador y rió entre dientes al pensar que habÃ*a llevado
al jactancioso Iván a una trampa-; pon el dinero, hermano, y trae al diablo, o a tu
princesa; si resulta ser el ángel de las tinieblas propiamente dicho, lo encenderemos
alegremente con estos troncos ardientes, y si resulta ser tu princesa quien viene a beber
con nosotros, no nos detendremos ahÃ*, sino que nos daremos otros gustos. ¿Qué decÃ*s,
amigos?
Gritos y vÃ*tores recibieron este truculento discurso, pues naturalmente nadie habÃ*a
creÃ*do una sola palabra de las jactancias de Iván, y se cercioraron de que la puerta
estaba cerrada y con la tranca antes de aventurarse a confirmar la audaz decisión a la
que habÃ*an arribado en caso de que el visitante fuese no sólo una mujer, sino su princesa.
-Trato hecho -dijo Iván mientras se levantaba.
El dueño de la kabak dejó su billete de cinco rublos en la mesa y el mujik se caló el
sombrero, dispuesto a salir.
--Cuidaós de emborracharos antes de mi regreso --dijo, con la mano apoyada en la
cerradura de la puerta-. Dejad todos vuestros vasos donde están hasta mi vuelta, y
entonces veréis si digo o no la verdad.
Dicho esto, Iván los dejó para que reflexionaran a su gusto sobre lo que acababa de
ocurrir. El aire libre aumentó el efecto de sus libaciones, y avanzó con pasos no del
todo seguros hacia los aposentos de la princesa. Con manos más inseguras aún, hizo la
señal secreta que siempre le servÃ*a para llamar a su hermana Proscovia. Preguntándose
qué podÃ*a ocurrir, pues ya eran más de las once y la joven princesa se habÃ*a acostado,
Proscovia bajó deprisa y con cautela para hacer pasar a su hermano.
Un simple vistazo fue suficiente para que Proscovia comprendiera: Iván tenÃ*a la voz
pastosa, alta y truculenta, trataba de mantener el equilibrio con dificultad contra la
jamba de la puerta mientras hablaba. En respuesta a las asustadas preguntas de su
hermana, le habló de la apuesta que habÃ*a hecho y de cómo estaban las cosas en la
kabak.
-¿Te has vuelto loco? -preguntó Proscovia horrorizada.
No estoy loco en absoluto -replicó el hermano, mirándola estúpidamente a la cara-,
todo lo que digo es cierto; no te quedes ahÃ* parada como una tonta. Entra y dile a tu
ama que yo digo que debe bajar de inmediato.
Proscovia estaba en un tris de desmayarse de terror, pero al percibir la determinación
de su hermano y temiendo que éste levantara aún más la voz y alertara a toda la casa,
le pidió que esperara en la oscuridad de la antecámara mientras ella transmitÃ*a el
mensaje a su ama.
Una vez despierta, la princesa Vávara se percató de la grave situación en que se
encontraba, y su capacidad de resolución -al principio terriblemente perturbadaacudió
en su auxilio; con la ferviente decisión, que era una caracterÃ*stica de su
carácter, tomó sus medidas en ese mismo momento. Tras calcular el alcance exacto de
la exigencia de Iván, el número y la calidad de sus invitados y el lugar de reunión, se
levantó y, mientras se cubrÃ*a con la robe de chambre, dijo a su criada:
-Dile a Iván que me espere unos minutos y que puede darse por satisfecho. Lo
acompañaré y ganará la apuesta.
Unos meses atrás se habÃ*a desatado una grave epidemia de cólera en las
inmediaciones, y la princesa, como buena samaritana, habÃ*a proporcionado medicinas
a los pobres siervos de los alrededores; disponÃ*a de una abundante reserva de
medicamentos con este propósito. Fue directamente al botiquÃ*n, donde eligió una gran
botella casi llena de coñac muy fuerte y un frasco de láudano; mezcló ambos en
cantidades iguales y puso la nueva botella en un pequeño cesto. Luego indicó a
Proscovia que se preparara para acompañarla; la princesa se atavió a su gusto y se
echó sobre los hombros una inmensa capa de pieles que la cubrÃ*a desde la parte alta de
su hermosa cabeza, bajo cuya capucha quedaba oculta, hasta los talones, rodeados con
las botas más abrigadas y forradas en pieles de carnero, confeccionadas como medias
y sin suelas, para poder andar fácilmente por los yermos nevados. Proscovia ya estaba
lista; bajaron juntas y vieron a Iván esperando ante la puerta, radiante tras haber
alcanzado tan fácilmente el éxito.
-Como ves, Iván, basta con que tú ordenes para que yo obedezca -dijo la princesa
mientras lo cogÃ*a de la mano y atraÃ*a el enorme puño del mujik hacia el interior de las
abrigadas pieles que tan bien la protegÃ*an de las inclemencias del invierno ruso.
Iván tartamudeó su satisfacción, y su amante agregó, al tiempo que le alcanzaba la
botella de coñac:
-Antes de empezar, como la noche está muy frÃ*a y la nieve cae muy espesa, será mejor
que eches un trago.
Iván no necesitó que la princesa insistiera en su invitación y ésta le sirvió un vaso del
potente contenido.
Entonces los tres salieron a la noche oscura, cada uno enfrascado en sus meditaciones,
y en silencio: la princesa, activa y resuelta; Proscovia titubeante y casi encogida de
terror; el borracho Iván, todavÃ*a más estúpido y abyecto por la dosis adicional que
acababa de beber, desafiantemente triunfal, abriéndose paso sin ruido a través de la
nieve recién caÃ*da, en la inerte soledad de la noche callada e inclemente.
Ni un solo pensamiento escrupuloso o vacilante pasó por la cabeza de la princesa
Vávara; por el contrario, su rostro brillaba en la nieve con un fuego que, de haber sido
visto, habrÃ*a convencido al más descreÃ*do de su temperamento fuerte y valiente. Algo
más que una actitud decidida centelleaba en su mirada apasionada , cuando rodeó un
recodo y vio las ventanas iluminadas de la kabak.
Con dificultad, las dos mujeres condujeron al borracho Iván hasta la puerta y llamaron.
Una vez abierta la puerta de la taberna, entraron. Obedeciendo a una señal de su ama,
Proscovia, algo recuperada de sus temores y casi tranquilizada por el porte decidido de
la princesa, cerró la puerta y atravesó la pesada barra de madera.
Entonces Iván, tambaleándose, se apoyó en la mesa e hizo un vano intento por
reclamar su apuesta; demasiado borracho para ser inteligible, paseó estúpidamente la
mirada a su alrededor y se desplomó en el suelo, en estado de letargo.
El primer impulso de los presentes en la kabak cuando la princesa abrió la capucha y
dejó al descubierto sus encantadoras facciones, fue arrojarse a sus pies, como suelen
hacer los siervos rusos ante sus nobles, pero un majestuoso ademán de Vávara los paró
en seco.
-No os mováis, amigos mÃ*os --exclamó-. He venido a beber con vosotros -gritó,
sosteniendo en alto la botella que contenÃ*a coñac-, esto es mejor que vuestro vodka.
¿Quién quiere acompañarme con un trago?
Todos, tras intercambiar tÃ*midas miradas en busca de apoyo y aprobación mutua,
siguieron el ejemplo de Petrushka y levantaron sus vasos hacia la tentadora botella...
todos salvo el desgraciado Iván, que yacÃ*a impotente debajo de la mesa.
-No os imagináis, amigos mÃ*os, cuánto os quiero -continuó la joven princesa mientras
llenaba los vasos con su propia mano-. Me habéis mandado llamar y aquÃ* estoy; en
cuanto a Iván, lamento que no esté en condiciones de sumarse a nosotros, pero a pesar
de ello, queridos mÃ*os, no echaremos mucho de menos su compañÃ*a.
Ante tan airoso discurso, los seis mujiks levantaron sus vasos y; al encontrar de su
agrado el alcohol que contenÃ*an, los apuraron en honor de tan noble visitante. Poco a
poco, mientras la princesa sonreÃ*a y hablaba, fueron acostumbrándose a su presencia y
perdiendo la timidez natural dadas las circunstancias.
-Sé muy bien; hermanos mÃ*os, que sois hombres y por tanto buena compañÃ*a para una
chica bonita, sea ella de alta o baja alcurnia; también sé que os habéis prometido algún
placer en caso de que el visitante no fuese el demonio propiamente dicho. -Vávara
bajó un poco las pieles en que iba envuelta, dejando a la vista sus hombros delicados y
el exquisito contorno de su cuello-. Decidme si soy el diablo que esperabais. ¿O acaso
teméis contemplar mis encantos?
La respuesta fue un grito de admiración generalizado. Los mujiks se reunieron a su
alrededor, aunque a respetuosa distancia. Empezaban a sentirse cada vez más a sus
anchas y a preguntarse qué ocurrirÃ*a a continuación.
Entretanto, algo que se abrió paso en la mente de la princesa Vávara hizo ruborizar su
bello rostro, sus ojos brillaron con un resplandor intenso y apasionado, su pecho
comenzó a subir y bajar con la intensidad de sus emociones. El efecto de su
hermosura, lo caldeado de la estancia, lo tardÃ*o de la hora, todo contribuyó al extraño
efecto que la escena estaba produciendo en los reunidos. El coñac inflamó su sangre y
envalentonó a los menos audaces.
-He venido a vosotros porque me mandasteis buscar; mi leal Iván me habló de vuestra
apuesta y de vuestras amenazas. Ahora que nos hemos comprendido -dijo la
encantadora jovencita-, despojaos de esas vestimentas grasientas, acercaos, y seamos
todos amigos.
Vávara se sentó en medio de ellos, envuelta en sus pieles; rió con ellos sobre temas
que pudieran entender y que estimularan su alegrÃ*a. Les habló de pasión, de amor, de
goce sin frenos, en su propio dialecto de la lengua rusa; los volvió más locos de deseo
de lo que ya estaban con sus libaciones.
Les recordó ingeniosamente los deleites del placer sexual y estimuló con sonrisas sus
miradas libidinosas.
A fin de incrementar el efecto de sus palabras ardientes, la beldad dejó caer las
pesadas pieles que todavÃ*a velaban su figura, de tal modo que quedó a la vista su
cuerpo exquisito hasta la cintura, sólo cubierto con muselinas transparentes. Acomodó
su brillante cabellera, que bajó en rica cascada por su cuello y su espalda.
La condescendencia de la princesa consiguió poner cómodos a los mujiks. Las
pasiones del campesino ruso son muy bestiales, y en la época en que escribe la
princesa éstos estaban apenas un peldaño por encima de los animales; seguÃ*an los
dictados de sus apetitos, sólo controlados por la voluntad de sus amos y señores, cuyos
ejemplos indudablemente no servÃ*an para inculcarles respeto por la virtud o por la
simple decencia.
A medida que recuperaban la confianza en sÃ* mismos, sus instintos volvieron a
abrasarlos ante las palabras imprecisas de la joven ama. La referencia de ella a la
amenaza del tratamiento que darÃ*an al visitante, mientras en sus labios jugueteaba una
sonrisa, dio vuelo a la imaginación de los hombres y todas sus ideas avanzaron hacia
el único sujeto de placer. Al encontrarla dispuesta a desvelarse ante ellos, al tiempo
que el calor de la taberna se volvÃ*a opresivo, todos y cada uno empezaron a despojarse
de las pieles de camero, que depositaron en un montón sobre el suelo, mientras la
princesa los instaba a ponerse cómodos en su presencia. La hermosura de los encantos
que ella desplegaba azuzaron sus inclinaciones libidinosas, que sólo necesitaban una
chispa para encenderse en llamas.
Petrushka exhibió sus miembros musculosos y empezó a alabar abiertamente la
hermosura de la princesa. Esos hombres estaban entre los de mejor planta de la aldea,
pues Iván, amigo de las proezas de la fuerza, gustaba de reunir a su alrededor a los
espÃ*ritus afines. Los mujiks empezaron a rodear a Vávara, a dedicar miradas
significativas hacia la puerta. atrancada y a observarse entre sÃ*. Proscovia se habÃ*a
acurrucado cerca de la entrada, en modo alguno recuperada de su terror, y ahora estaba
aovillada, inadvertida, en un rincón. El único foco de atracción era la prodigiosa
princesa. Ahora una parte de la abertura de su manto de pieles se deslizó de costado y
por allÃ* asomaron sus blancos senos. Los ojos de los hombres ardÃ*an de deseo, sus
palabras empezaron a perder no sólo los términos habituales de respeto, sino incluso
los del pudor.
Por último la princesa, adelantando un brazo y empujando hacia atrás al descarado
Petrushka, se irguió ante los mujiks y, abriendo su gran manto de elegantes pieles, lo
alzó con los brazos extendidos y expuso a los atónitos contempladores todo el encanto
de su cuerpo casi desnudo. Un rugido de admiración y deseo a medias contenido
surgió de entre los hombres; todos trataron de cogerla, pero ella los alejó con un
ademán. Petrushka perdió toda prudencia y, casi desnudo como estaba, sus atributos
quedaron de relieve. Erecto e inflamado con la intensidad de sus deseos, y de
proporciones más terribles aún que las del bien dotado Iván, expuso un gigantesco
miembro ante los ojos de la princesa.
-¡Petrushka, tú sÃ* que eres todo un hombre! ¡Eres digno de la admiración de una mujer,
sea ella quien sea! Conozco bien vuestras pasiones... y sé que sólo sois hombres.
Recorrió la taberna con la mirada; entonces todos los presentes, igualmente excitados,
se encontraban en el mismo estado de indecencia. La princesa se encontró rodeada de
seis desgraciados impacientes, cuyos miembros empinados estaban insolentemente
expuestos, estallantes de lascivia, al tiempo que sus cuerpos estaban despojados
incluso de las prendas imprescindibles en nombre de la decencia. Formaban un corro
alrededor de ella, con los miembros extendidos, evidenciando la plenitud de sus
apetitos y su virilidad.
Para Vávara, contemplarlos fue excesivo. Mientras observaba las proporciones
desnudas de los rústicos, sus labios se abrieron con palabras murmuradas de
significado concupiscente, el aliento caliente de la avidez desenfrenada se elevaba
trémulo de su pecho jadeante. TenÃ*a las fosas nasales dilatadas y las mejillas
arrebatadas. Su cuerpo, rindiéndose más al impulso incontrolable que la consumÃ*a que
a una voluntad propia, vibraba hacia delante y atrás; sus suaves muslos blancos se
abrieron en un movimiento de deseo instintivo, su vientre se vio proyectado hacia los
acompañantes, su hermosa cabeza cayó hacia atrás, sus ojos centellearon en la
languidez de una voluptuosa excitación.
Vávara estaba a punto de caer; la cogieron con sus bastas garras y, arrancándole las
vestiduras transparentes, depositaron besos calientes en su carne desnuda.
AllÃ*, en la kabak -Iván borracho perdido bajo la mesa y Proscovia acobardada en un
banco junto a la puerta-, uno tras otro la poseyeron, penetrando por la fuerza su
deliciosa persona, deleitándose con sus encantos, regocijándose el alma en el
paroxismo del placer, apenas soportando la espera para caer sobre su cuerpo.
El primero fue Petrushka, el luchador. Mientras él la ceñÃ*a, con el miembro enorme
erecto, rojo y amenazante en el frente, la princesa abrió los brazos y lo cubrió con su
enorme capa. Con los cuerpos fuertemente enlazados, cayeron sobre la pila de ropa del
suelo de madera; desde el exterior no eran visibles las formas de los combatientes,
pero el sonido de besos feroces, de labios pegados a labios, los movimientos
desenfrenados, los resuellos y murmullos del dueño de la kabak -en la búsqueda del
placer y la gratificación de la lujuria- manifestaban la lucha que tenÃ*a lugar dentro.
Entretanto, las vivaces quejas de la vÃ*ctima, fÃ*sicamente imposibilitada de satisfacer al
monstruo brutal que cubrÃ*a su cuerpo, evidenciaban las dificultades de la empresa.
Por último un grito apenas sofocado de la princesa anunció su penetración y su
derrota. Un rugido de satisfacción, seguido al instante por rápidos movimientos de
empuje, proclamó igualmente el logro del mujik. Los gritos de Petrushka indicaban
que habÃ*a abierto las partes delicadas de la princesa y que ahora su verga palpitaba en
el interior de ese cuerpo candente.
Poco después, surgida de la capa envolvente, apareció la cabeza de la princesa,
rodando de un lado a otro; los dientes apretados, los ojos entornados en una mueca de
dolor y placer, la cara distorsionada por un horrible éxtasis espasmódico de
voluptuosidad. Los movimientos se acentuaron, los gritos se agudizaron, los sonidos
inarticulados se volvieron más bestiales. Finalmente los dos salieron rodando de los
pliegues de la capa, la princesa de espaldas y el luchador encima, hundiendo con
feroces acometidas sus caderas vigorosas, enlazados, coyuntados, retorciéndose en los
espasmos finales de la cópula.
En cuanto Petrushka apaciguó su pasión y en chorros copiosos eyaculó su semen en la
persona del ama, los demás lo arrancaron del cuerpo de ella, y el segundo, apenas una
pizca menos formidable, se arrojó sobre la princesa, y con un miembro tenso como
una barra de hierro, repitió el lúbrico ataque. Su placer fue breve, pues apenas
completó la penetración sucumbió a la embriaguez de tanto deleite, alcanzó el clÃ*max
y descargó. El tercero ocupó su lugar, y una violenta lucha volvió a anunciar los
éxtasis en que ambos se revolcaban. El cuarto, el quinto y el sexto continuaron el
brutal entretenimiento, y por fin, inundada con las pruebas del vigor de los mujiks, la
princesa fue ayudada a ponerse en pie en un estado próximo a la postración, tras
haberse visto acosada y apretada casi hasta más allá de lo que era capaz de soportar,
por el peso de sus cuerpos, sacudida y retorcida por la violencia de tan espasmódicos
entrelazamientos.
Un breve intervalo permitió a Vávara recuperar el control de sÃ* misma, y con
desesperada resolución invocó toda su energÃ*a en su auxilio. No estaban ausentes
algunas señales de que aún no se encontraban tranquilos los agresores. El implacable
Petrushka, cuya pasión habÃ*a sido en parte aliviada pero no extinguida, se acaloró de
nuevo a la vista de los deleites de sus camaradas y empezó a solicitarla otra vez.
-Tranquilos, amigos mÃ*os -gritó la joven-. Antes de recomenzar vuestros placeres,
permitidme al menos respirar un rato. Brindemos nuevamente.
Mientras decÃ*a estas palabras, la princesa se llevó la botella de coñac a los labios y
bebió una pequeña porción del contenido; luego se levantó las pesadas pieles -al
tiempo que Proscovia juntaba coraje suficiente para ayudarla- y gritó, mientras llenaba
los vasos de los mujiks:
-¡Por Venus y por el amor!
Los hombres bebieron, soltando cada uno alguna observación en reconocimiento de la
belleza y condescendencia de la princesa, tras lo cual ocuparon diversos asientos; la
hilaridad cesó, la energÃ*a los abandonó y uno tras otro se desplomaron, oprimidos por
un pesado letargo, en el suelo, inmóviles como muertos.
Vávara habÃ*a cambiado hábilmente la botella.
La princesa se volvió hacia su criada y le ordenó que abriera inmediatamente la puerta
y la siguiera. Rodeó la kabak hasta el lado en que se almacenaba la leña, cogió un
montón de troncos e indicó a Proscovia que hiciera lo mismo. Del mismo depósito
sacó rápidamente los haces con que se encendÃ*an los grandes fuegos. Apiló deprisa los
haces en el centro de la taberna, arrojó encima la mesa y los bancos, y cogiendo los
troncos a medias consumidos del hogar, los puso debajo. En unos segundos se inició
un incendio. La princesa retrocedió a toda prisa, seguida por Proscovia, y, una vez
cerciorada de su éxito, cerró la entrada dejando encerrados a los mujiks, y después de
echar el cerrojo por el exterior arrojó la llave por debajo de la rugosa puerta de
madera. Las dos mujeres corrieron bajo un espeso manto de nieve al palacio.
Apenas la princesa alcanzó la intimidad de sus aposentos y se acercó a la ventana para
descorrer los pesados cortinajes, se disparó hacia el cielo un sensacional resplandor
desde la kabak. la paja se habÃ*a incendiado y el lugar que poco antes habÃ*a sido
escenario de una atroz lascivia era ahora una hirviente masa de humo y llamas. La
aldea dormÃ*a profundamente mientras el incendio aullaba más alto y brillante, pues el
frÃ*o inducÃ*a a sus habitantes a abrigarse en sus pieles y mantas. No obstante, por
último la princesa oyó el sonido de la campana de alarma en medio de la noche helada,
haciendo sonar una y otra vez sus notas de estremecedora advertencia, apremiando a
todos a sumarse al salvamento, y ahora se oÃ*an también los gritos de los adormilados
campesinos en los intervalos de las atormentadoras llamadas.
Pero era demasiado tarde: ante los ojos de Vávara surgió un enorme volumen de
llamas, mientras una lluvia de chispas rojas volaba de un lado a otro: el techo de la
kabak se habÃ*a derrumbado.
Cuarta parte
El dÃ*a siguiente al incendio de la kabak y la consecuente pérdida de siete vidas -porque
sólo se recuperaron huesos ennegrecidos-, se produjo una terrible conmoción en la
aldea y las vecindades. Los desdichados mujiks habÃ*an dejado viudas e hijos, a
quienes la calamidad puso bajo la merced y la protección del prÃ*ncipe, su amo. El
potentado lloró la pérdida de tantos siervos, todos fuertes y activos, y muchas fueron
las imprecaciones que lanzó contra el ponzoñoso vodka y los hábitos inmoderados de
los campesinos. Jamás la menor duda se insinuó en las mentes de la población en
cuanto a la causa del desastre. ¿Acaso los mujiks no estaban acostumbrados a reunirse
en la kabak de Petrushka para chismorrear y jugar y beber juntos? Por supuesto, estaba
claro que para mayor seguridad contra una intrusión repentina por parte del chastnoi
priestov, o superintendente de la policÃ*a, habÃ*an cerrado la puerta con llave. Esto era
del todo evidente: ¿acaso no se habÃ*a encontrado la llave, calentada casi hasta ser
irreconocible, entre las cenizas del interior? Después, como estaban demasiado
borrachos y el fuego que habÃ*an encendido se comunicó sin duda al suelo, los
desgraciados no tuvieron tiempo de encontrar la llave -si es que tuvieron tiempo de
buscarla-, y toda la kabak habÃ*a ardido en una llamarada. Esta explicación era tan
obvia para todos que a nadie se le ocurrió pensar en otra posibilidad. La verdad estaba
condenada a permanecer en secreto durante muchÃ*simos años, hasta que esa
generación, y la siguiente, y la que siguió a ésta, desaparecieron; y sólo como material
de interés histórico y literario apareció tardÃ*amente, por fin, en medio de una pila
polvorienta de papeles oficiales, y la conocieron unos pocos seres selectos.
Durante unos dÃ*as la culpable princesa y su criada permanecieron muy calladas,
observando con prudencia el curso de los acontecimientos, hasta comprobar que no
existÃ*a la menor sospecha de sus actos. Entretanto Proscovia, aunque poco le
importaba el destino del bribón de su hermano, sentÃ*a una pesada carga de
remordimientos, y la princesa necesitó una gran dosis de persuasión para tranquilizar a
su doncella.
El tiempo, sin embargo, opera maravillas, y entre otros beneficios confiere
gradualmente cierta seguridad, aun en las circunstancias más penosas. Por ende, el
tiempo proporcionó a las culpables una renovación de sus ocupaciones habituales; la
princesa, sin embargo, registra el hecho de haber echado de menos las gratificaciones
recibidas anteriormente en los brazos de su amante campesino. Ni la princesa ni su
criada dudaron nunca de que Iván tenÃ*a bien merecido su destino, y es evidente que el
mujik era, en el mejor de los casos, un tonto.
Ya hemos visto que la protagonista de estas páginas no era, en modo alguno, una
mujer corriente. A los gloriosos encantos de su persona, sumaba una voluntad
poderosa y una determinación que habrÃ*a sido reconocida con más facilidad en el sexo
opuesto. Criada en el desconocimiento de toda ley salvo la voluntad de su padre, y
más adelante en el establecimiento -no limitado por el control de aquél- de una
independencia propia, todos sus pensamientos y sentimientos se liberaron del nivel
común de la mente femenina. La libertad sin frenos expandió sus inclinaciones
audaces, y sus escapadas llevaban consigo la convicción de que ella misma debÃ*a
salvaguardarse de sus consecuencias. AsÃ* adquirió la princesa Vávara una dosis
extraordinaria de seguridad en sÃ* misma, y la mentalidad simple de la criada se prestó
a la poderosa organización de su ama con una sumisión perfectamente pueril.
Las consecuencias adversas de su amor -si asÃ* puede llamarse- con el brutal y
traicionero Iván volvieron más cauta a la joven princesa; no se trata de que reformara
su vida -todo lo contrario-, pero ello le demostró la necesidad de protegerse, en el
futuro, de semejantes contratiempos.
Por fortuna para ella, se estaba organizando una gran fiesta en el palacio del prÃ*ncipe
gobernador Demetri, su padre. Las festividades durarÃ*an una semana entera, acudirÃ*an
huéspedes de toda la provincia; para cada dÃ*a habrÃ*a un plan de diversiones, y las
cacerÃ*as, el patinaje, etcétera, formarÃ*an parte, naturalmente, de las distracciones.
Todas las noches se celebrarÃ*a un gran baile, y dado que se habrÃ*a invitado a más de
doscientas personas, no resulta difÃ*cil imaginar la brillantez de la reunión, compuesta,
por necesidad, por la élite de la provincia que gobernaba el prÃ*ncipe Demetri.
A medida que se aproximaba el perÃ*odo festivo, nadie escatimó esfuerzos para lograr
que la atractiva celebración fuese digna de un gobernador tan rico y distinguido. La
princesa -a quien su padre idolatraba- habÃ*a saqueado medio San Petersburgo en busca
de trajes y disfraces. Por fin llegó el dÃ*a, y con él los invitados, que contemplaron
pasmados a nuestra protagonista, cuya belleza y encanto solÃ*an encontrarse raramente
en aquella corte de mujeres hermosas y caballeros galantes.
La princesa Vávara era inconmensurablemente bella, sin la menor duda, y hasta las
mujeres reconocieron que no tenÃ*a igual. Ataviada con un delicioso vestido de baile de
suntuoso raso blanco, sobre el que caÃ*a un gracioso adorno de tules y encajes, con el
cuello, los hombros y los brazos desnudos, Vávara fue la admiración de todos los
hombres y la envidia de todas las mujeres. Acosada por los cuatro costados con
solicitudes para bailar, no tuvo un solo instante de descanso, pero tanta danza, a la que
se entregaba apasionadamente, le calentó la sangre e inflamó sus vagos deseos. Por fin
la música cesó un momento y la princesa se apresuró a aprovechar la pausa,
deslizándose del salón de baile y avanzando por el pasillo hacia un rincón remoto en el
que gozar de un respiro.
Al pasar rápidamente por los pasillos, cerrados a los invitados pero viejos conocidos
de ella, la princesa, acalorada por el vals y todavÃ*a casi sin aliento por el ejercicio,
tropezó con uno de los pajes, su favorito. El muchacho, que sólo tenÃ*a dieciocho años,
habÃ*a concebido una violenta pasión por su joven ama, pasión de la, que ella era
perfectamente consciente, pero a la que hasta entonces sólo le habÃ*a otorgado el
estÃ*mulo de una sonrisa. En el choque que tuvo lugar, el joven, tras recuperarse de la
fuerte colisión, no pudo menos que pedirle mil perdones por su negligencia, disculpas
que la princesa escuchó con expresión graciosa.
-Tontorrón, no te asustes tanto, no me has hecho daño y sabes muy bien que fue un
accidente -dijo Vávara, dedicándole una amable mirada de sus ojos brillantes, cuyo
significado él no se atrevió a desentrañar-. Dame la mano. ¡Muy bien! Ahora
seguiremos avanzando juntos y asÃ* podremos evitar cualquier otro accidente.
El lugar era silencioso; apartado del estrépito de la fiesta. Vávara apoyó su suave
mano enguantada en la palma de él y le dejó ocupar la delantera.
El joven paje, un apuesto muchacho rubio de buena cuna y buenas maneras, mostró
sÃ*ntomas evidentes de turbación. Era la primera vez que esa delicada mano, que tan a
menudo habÃ*a admirado y con la que habÃ*a soñado, tocaba sus dedos, y le tembló todo
el cuerpo cuando lo recorrió la sensación de tan delicado contacto. No obstante, la
condujo a través de los sombrÃ*os pasillos hasta una estancia en la que habÃ*a un hogar y
algunas plantas en enormes tiestos, que daban un agradable verdor para aliviar la
perdurable perspectiva de la nieve a través de los ventanales.
AllÃ* de pie, moviendo con descuido su abanico para refrescarse el cuello y la cara, la
princesa -con la mano izquierda reposando todavÃ*a en la del paje- posó en él sus ojos
brillantes como si quisiera atravesarlo con la mirada para conocerlo más a fondo.
Fuera cual fuese el resultado de su escrutinio, pareció satisfecha, pues una sonrisa
iluminó sus dulces rasgos.
-¡Qué oscuro está esto, Alaska! Sospecho que se preguntarán dónde estoy y pensarán
que puedo resfriarme. ¡Qué caliente está tu mano! ¡Tiemblas! ¿Qué ocurre, mi
pobrecillo?
-No puedo saberlo, Excelencia, siento... no sé qué es, pero... ¡Soy tan feliz!
-¿Esto te hace feliz, Alaska? ¿Tocarme la mano? Vaya, es fácil lograr tu felicidad, ¿no
te parece? Me alegra estar en condiciones de proporcionarte tanta dicha a tan bajo
coste. FÃ*jate, no me cuesta nada. --ion una alegre carcajada Vávara empujó su mano
exquisitamente enguantada en el interior de la cálida palma del muchacho y le apretó
los dedos mientras lo hacÃ*a.
Alaska se estremeció con una repentina sensación de placer, demasiado deliciosa para
expresarla en palabras. Inclinó la cabeza hasta que sus labios rozaron la pequeña mano
de la princesa e imprimió un beso ferviente en el guante.
-Pobrecillo mÃ*o -murmuró la princesa-, estás sufriendo y no lo manifiestas. Dime, ¿soy
yo la causa de tu desdicha?
El muchacho levantó la mirada: sus ojos de grandes pupilas azules se llenaron de
lágrimas al encontrar los de ella, temblaron sus labios, pero no dijo una sola palabra.
Vávara lo observó y comprendió a simple vista qué le ocurrÃ*a.
-A mÃ* me gusta darte placer y no dolor, Alaska, no debes entristecerte tanto. ¿Por qué
no has de estar contento y feliz? Mira -gritó la princesa al tiempo que introducÃ*a su
pañuelo de encaje en la pechera del chaleco abierto del paje-, te dejaré esto para que lo
uses hasta que yo te lo reclame, momento en que espero que me lo devuelvas
personalmente... aunque mi pañuelo se encontrara en el otro extremo de Rusia.
-0 en el fin del mundo, Excelencia -tartamudeó el apuesto jovencito, y la princesa, sin
darle tiempo a agregar nada, le palmeó cariñosamente la mejilla, giró sobre sus talones
y salió corriendo en dirección al salón de baile.
En aquellos tiempos los bailes no se celebraban con toda la corrección y decoro de
nuestros dÃ*as. Incluso Catalina habÃ*a considerado indispensable formular normas y
regulaciones a fin de controlar la desatada licencia de su corte y sus subordinados.
TodavÃ*a hoy puede verse una copia de dichas reglamentaciones en las paredes del
Palacio Imperial de Hermitage, donde Catalina ofrecÃ*a sus famosas soirées.
< A ningún visitante», decÃ*a una de las normas, «se le permitirá emborracharse antes
de medianoche.»
«Nadie, por ninguna causa o consideración, pegará a una dama, bajo pena de
expulsión.»
Si tales eran las regulaciones preparadas por la mismÃ*sima emperatriz, sólo podemos
imaginar la total desconsideración que se tenÃ*a hacia las convenances de la sociedad,
tal como se entienden en estos tiempos.
La princesa Vávara no habÃ*a avanzado muchos metros en su camino de regreso,
cuando en una alcoba que daba al pasillo, no lejos del salón de baile propiamente
dicho, encontró a una pareja de invitados. Su posición no era ni siquiera equÃ*voca;
estaban reclinados en un sofá e inmersos en un combate de amor tan desenfrenado que
hasta los miembros de la mujer quedaban al descubierto, y su amante, plenamente
montado en ella, se ocupaba de administrarle el bálsamo que en tales circunstancias
proporciona la naturaleza..
La princesa siguió su camino sin ser vista ni oÃ*da. En la entrada del gran salón fue
reclamada por su compañero de baile, quien la llevó con expresión triunfal a participar
en la danza.
Hacia el final de los entretenimientos de la velada, Vávara se encontró otra vez en sus
aposentos. Por fin se vio libre del tumulto y el ruido. Sin embargo, no pensaba
retirarse a dormir de inmediato. Se sentó ante un fuego llameante. Las ventanas de los
aposentos del prÃ*ncipe, enfrente, hacÃ*a tiempo que estaban a oscuras y gradualmente
fueron apagándose las luces del palacio.
-Proscovia, ve en busca de Alaska, el paje; dile que me traiga el pañuelo de inmediato.
Y sin hacer ruido, ¿me entiendes?
La criada sabÃ*a a la perfección qué se esperaba de ella. Menos de diez minutos
después, apareció el muchacho en el umbral.
---¿Dónde está mi pañuelo, Alaska?
AquÃ* lo tengo, Excelencia -el joven avanzó, se inclinó reverentemente y tendió a la
princesa el pañuelo bordado.
Luego, al ver que ella no hacÃ*a ninguna señal, se volvió para irse. La verdad era que la
joven princesa rusa habÃ*a descubierto de repente que su propio corazón experimentaba
una misteriosa atracción hacia tan apuesto paje. Perdió la mitad de su osadÃ*a habitual,
la abrumó una especie de incómoda timidez e incluso temió un desaire cuando algo
tardÃ*amente se volvió, lo miró, y bajando la vista dijo:
Espera. Quiero darte las gracias por haberte tomado... haberte tomado... tan gran...
interés en mÃ*.
Entonces levantó la mirada y por un momento sus ojos se encontraron.
Ella todavÃ*a llevaba puesto su vestido de baile de raso blanco, y ni siquiera se habÃ*a
quitado los suaves guantes de cabritilla. El cuello y los hombros quedaban al
descubierto por el corpiño décolleté, que resaltaba todo el encanto de sus contornos
juveniles.
El muchacho parecÃ*a confundido al ver que su entrañable secreto habÃ*a sido
descubierto; sólo aguardaba el desdeñoso despido que, temÃ*a, era el único
reconocimiento que obtendrÃ*a su pasión. No obstante, las palabras de la princesa
fueron tan donosas y su suave mirada estaba tan pletórica de misericordia y bondad,
que Alaska juntó valor y tras echar una presurosa mirada por encima del hombro, y
descubrir que la prudente Proscovia ya no estaba allÃ*, se arrojó a los pies de su ama,
ocultó la cara encendida entre las manos, y sólo logró confesar su pasión en un
murmullo, y a continuación le pidió perdón.
La princesa pensó que jamás habÃ*a sido tan feliz; la acometió una nueva y extraña
sensación: amaba. SÃ*, por primera vez en su existencia, con sus tendencias viciosas,
sus deseos satisfechos, sus feroces pasiones saciadas, esta mujer se rindió a la emoción
universal, y con todo su corazón y toda. su alma, volcó la profunda totalidad de su
naturaleza realmente afectuosa y amó ardientemente, como sólo ella entre todas las
mujeres podÃ*a amar, al apuesto paje Alaska.
Poco a poco, y como si le hubiesen quitado un enorme peso del pecho, extendió sus
encantadores brazos y, con una suave y dulce emoción hasta entonces desconocida
para ella, susurró:
-¡Querido mÃ*o! Yo también amo... te amo a ti.
Un instante después el dichoso paje se vio entre los cariñosos brazos de ella, su
semblante arrebatado en el pecho blanco como la nieve, los brazos desnudos de ella
alrededor de su cuello, los dedos blandamente enguantados jugueteando con sus
bucles. dorados y la hermosa cabeza de Vávara inclinada hacia él, que permanecÃ*a
arrodillado a sus pies y buscaba furtivamente su mirada bondadosa.
Ninguno de los dos se aventuró a agregar una palabra, pero ella bajó y siguió bajando
la cabeza hasta que los labios calientes de ambos se encontraron en un beso largo y
apasionado.
Por una vez, la princesa se habÃ*a puesto nerviosa y su acostumbrado arrojo la habÃ*a
abandonado. Su vivacidad huyó, todo su cuerpo temblaba. Por el contrario Alaska, que
sólo podÃ*a soñar con tan dulce presente, hasta cierto punto recuperó la seguridad en sÃ*
mismo.
No obstante, el sentimiento no abandonó por entero a la princesa, pues fue estrechando
gradualmente su abrazo hasta que lo atrajo, a la manera de una serpiente, hacia su
cuerpo tembloroso; él se reclinó en el magnÃ*fico sofá, sus rostros muy juntos y su
ferviente aliento exhalando suspiros.
Vávara sintió que un mar de deseos delicados copaba sus sentidos, delicadeza que
hasta ese momento le habÃ*a sido desconocida.
En aquella pasión no habÃ*a nada de la feroz energÃ*a del deseo desenfrenado. Vávara se
contentó con permanecer apretada contra el recién descubierto objeto de amor,
acurrucada a su lado, solazándose en el perfecto placer de amar y ser amada,
contemplando los ojos de él y entregada a la apasionada comprensión de una nueva y
poderosa emoción. Por primera vez en su joven vida, la princesa Vávara amaba
realmente, y junto con el conocimiento de emoción tan deliciosa, encontró algo
infinitamente tierno en el sentimiento que Alaska despertaba en ella.
Pero su naturaleza voluptuosa no podÃ*a seguir soportando una adoración tan pasiva.
En breve su temperamento lascivo empezó a hacerse sentir. Sus caricias se volvieron
más activas, más osadas.
Apartándose apenas un instante de los labios rojos del paje, salvo para depositar besos
cálidos en su frente, sus mejillas y su cuello, pasó ahora la fina mano por los miembros
de él; le retorció y acarició las manos y los brazos, observando con deleite el efecto
que producÃ*an sus toqueteos, hasta que por último, como accidentalmente, permitió
que su mano descansara en el muslo de Alaska. Entonces lo atrajo hacia sÃ*, hasta que,
pecho contra pecho, entre suspiros, se hablaron mudamente de pasión. Vávara cerró
los dedos furtivos y entre ellos quedó atrapada la impetuosa evidencia del vigor de
Alaska, el palpitante sÃ*mbolo de su precoz hombrÃ*a.
Ninguno de los dos habló: su amor era demasiado profundo para expresarlo con
palabras; sólo los ojos delataban la intensidad de sus emociones.
Alaska habÃ*a tomado ya posesión del bello pecho, tembloroso de inefable deseo,
desnudo y palpitante bajo sus suaves presiones. Decidido a todo, con el Ã*mpetu
desatado de la juventud, Alaska avanzó, incapaz de refrenar su pasión bajo la
excitación a la que lo reducÃ*an los abrazos de la princesa, e insinuó su mano sensual en
el interior del corpiño. Vávara se limitó a reÃ*r del atrevido intento, lo que contribuyó,
naturalmente, a estimularlo más. Entretanto, la mano enguantada de la princesa,
saltando todos los obstáculos, atacó la ciudadela y tomó posesión del prisionero allÃ*
confinado. En tales circunstancias, el primer impulso del conquistador consiste en
mostrar magnanimidad y liberar al cautivo. Pero lo que ella descubrió fue un nuevo
encanto y, con un suspiro de triunfo satisfecho, sus temblorosos dedos se cerraron en
torno al objeto perseguido.
El joven paje habÃ*a soñado, en sus sueños enfebrecidos, con la voluptuosa felicidad
que ahora lo acometÃ*a en forma corpórea, pero nunca se habÃ*a atrevido a esperar
semejante satisfacción despierto y con la connivencia del objeto de su desesperanzado
afecto, y tembló con deseo apasionado al someterse, con un deleite desconocido, a los
tiernos juegos de la princesa. De sus labios abiertos surgieron suspiros de
complacencia mientras la caliente mano de ella, activa y audaz, despertaba
sensaciones novedosas y exquisitamente sensibles con su roce. La excitación de
Alaska era ya lo bastante manifiesta para cualquiera con menos experiencia que la
lujuriosa princesa. Mediante un movimiento repentino, ella levantó la cubierta que
pudorosamente se interponÃ*a y a hurtadillas robó una mirada al mismÃ*simo centro de
sus ardientes deseos. ¡Qué contraste descubrió allÃ*! La delicadeza de los dedos
cubiertos de cabritilla suave y perfumada por un lado. iY por el otro, qué promesa de
arrobo para su naturaleza salaz!
Vávara consideró necesario aliviar la tensión de las emociones de ambos. SentÃ*a que
su corazón estallarÃ*a si no hallaba alivio, rompiendo con dificultad el Ã*ntimo abrazo, a
regañadientes se incorporó y susurró a Alaska que tuviera un poco más de paciencia.
No me dejarás asÃ*, mi querido muchacho, mi amor, volveremos a besarnos, te
quedarás y me harás de paje, por cierto, aprenderás a desvestir a tu señora. ¡No te
ruborices! No temas, que no pondré tu habilidad a prueba: Proscovia te enseñará los
misterios de ese arte.
El sonido de su campana de plata atrajo a la criada a su lado.
Alaska observó con secreta admiración el proceso de desatar lazos y retirar los
encantadores atuendos de la joven princesa. Prenda a prenda, aunque con diversos
interludios para besarse y tocarse, fueron quitadas las diversas vestiduras de su ropa
exterior y luego, mediante un diestro movimiento púdico, la princesa desapareció un
instante de la vista y en un abrir y cerrar de ojos regresó ataviada con un hermoso
peignoir, su abundante cabello suelto y flotante en la espalda, la mirada centelleante de
amor y felicidad.
-¿Me amas menos asÃ*, Alaska? -exclamó la encantadora jovencita, mientras con los
brazos extendidos lo invitaba a abrazarla.
El paje la cogió en sus brazos y depositó besos ardientes en sus labios.
-Espera un momento, querido mÃ*o, no supongas que escaparás tan fácilmente: ahora te
pondremos cómodo a ti.
A estas palabras siguió el proceso de desnudar al paje. Las dos mujeres insistieron en
realizar personalmente la operación, hasta dejarlo reducido a muy escasas coberturas;
el encantador muchacho permaneció ante ellas, agradecido de poder ocultar su persona
y sus rubores en un batÃ*n de exquisito brocado.
Un potente hogar despedÃ*a una reconfortante tibieza a través de los amplios aposentos
suntuosamente amueblados y llenos de artÃ*culos selectos que el prÃ*ncipe Demetri traÃ*a
de sus viajes. Pero Alaska no tenÃ*a ojos para nada salvo para la encantadora jovencita
que se encontraba ante él, radiante en sus formas esplendorosas, y seductora por
encima de todo en su gracia y dignidad juveniles.
Cogidos de la mano entraron en la alcoba de la princesa. Luego, con un cálido y
amoroso resplandor en el rostro ruborizado, Vávara atrajo al muchacho hacia ella y
Proscovia recibió el peignoir cuando cayó, momento en que la hermosa figura de la
princesa apareció cubierta únicamente por su camisón, mientras la criada, a la altura
de las circunstancias, rápidamente quitaba a Alaska el batÃ*n y lo sustituÃ*a por una
camisa transparente de exquisito encaje y batista.
Bajo los pesados cortinajes de magnÃ*fico raso azul claro, la blanda cama estaba
atractivamente preparada con cojines de plumas y las sábanas del hilo más blanco que
pueda imaginarse.
Alaska no necesitaba más estÃ*mulos; con brazos ansiosos alzó a la bella princesa y
olvidando toda su timidez la lanzó al centro de la cama mullida. Una amonestación
risueña de ella se perdió en los sentidos tintineantes de Alaska, y un segundo después,
enlazados en un firme abrazo, los amantes jóvenes y anhelantes yacÃ*an bajo la cálida
colcha que la criada, solÃ*cita, habÃ*a acomodado para ellos.
Al principio la plena sensación de posesión abrumó tanto a la princesa que se contentó
con permanecer echada, devolviendo beso por beso, suavemente, a su joven amante.
Los cuerpos enlazados, juntos, siguieron asÃ* unidos mientras el brillo de la expectativa
del placer recorrÃ*a sus cuerpos.
Demos paso ahora a la historia tal como la cuenta la princesa:
«Me acometió un infinito destello de sensaciones desbordantes; al principio creÃ* que
me desmayarÃ*a. Alaska, el querido muchacho, estaba en mis brazos; con mis artes más
finas le prodigué caricias entrañables. Mis manos recorrieron delicadamente su carne
tibia y suave. VolvÃ* a encontrar su ***; estaba firme e hinchado con las emociones
lascivas que yo provocaba. Sus testÃ*culos estaban bien desarrollados y delataban su
vigor. El muchacho era hermoso de la cabeza a los pies. Su *** me impresionó como
el más encantador que habÃ*a conocido hasta entonces. ¡Qué diferente esta unión suave
y lánguida a la grosera y brutal satisfacción de mis sentidos con los mujiks! ¡Cuán
preferible escuchar delicadas palabras de amor y afecto, intercambiar besos cálidos de
dulce embeleso, a verse sometida al ataque violento de tan ruda y furiosa
concupiscencia, verse rasgada y herida por los bestiales esfuerzos de sus ***! Alaska,
no del todo novicio, sabÃ*a bastante del arte amatoria. Casi al instante me montó, poco
afecto a la exhibición, hundió su dardo en el punto exacto y nos movimos juntos en los
fogosos éxtasis de un primer coito. ¡Cuánto me gustó ese muchacho, cuánto idolatré al
maravilloso halagador que ahora yacÃ*a entrelazado conmigo, hundiéndose más
profundamente a cada embestida ferviente, deleitándose en un goce doloroso e
inundándome con un torrente balsámico de su precoz hombrÃ*a! El marco de mi cama,
las cortinas, los que nos rodeaban participaron de nuestra fruición, todos unidos en una
trémula cadencia de amor y felicidad.
Alaska era todo un campeón. Sin pretender las proporciones gigantescas de los
campesinos, poseÃ*a un *** grande y vigoroso. Sus placeres eran frecuentes e intensos,
y expresaba generosamente su gratitud con sus favores. AsÃ* transcurrió la noche,
sumidos en goces indecibles. Encontré tan absorbente la satisfacción de mis pasiones
que dejé que mi joven amante siguiera su propio curso y en ningún momento me cansé
de los arrullos más sencillos del amor, con los que él logró desterrar el sueño hasta
última hora de la madrugada.
Nos separamos a disgusto, con muchos juramentos de amor y lealtad, prometiéndonos
otra noche, más larga, de dicha.
Ay. ¡Mi corazón! ¡Si hubiese parado allÃ*! Sólo ha transcurrido una semana desde que
empecé a redactar estas notas concernientes a mi recién nacida y apasionada unión,
pero en tan breve plazo mi ideal ha sido profanado, la sagrada deidad de mi adoración
derribada, nivelada con el polvo y pisoteada. ¡Mi corazón quedó desnudo y seco para
que los lobos se cebaran en él!».
AsÃ* escribÃ*a la princesa en esa época, y pronto veremos lo cerca de la verdad que
estaban sus tristes palabras.
Hubo al parecer otros dos encuentros entre los enamorados inmediatamente después
del inicio de sus relaciones Ã*ntimas. Las exigencias de los huéspedes y la precaución
indispensable para evitar el escándalo impidieron a Vávara dar rienda suelta a su
pasión tal como deseaba, y sólo la tercera noche después de la ya consignada,
Proscovia introdujo de nuevo en los aposentos al apuesto y joven paje Alaska.
Gran parte de la vergüenza del muchacho se 'cabÃ*a evaporado. Los placeres mutuos
gozados con su amada lo habÃ*an acercado a los procesos mÃ*sticos del amor, y sus
propias pasiones liberadas dominaron su temperamento naturalmente amoroso.
Libertino por instinto, Alaska necesitaba muy poco entrenamiento en los caminos del
placer.
No habÃ*a, por tanto, necesidad de pasar por remilgados preliminares. La feliz pareja
estuvo pronto completamente desnuda y ambos se precipitaron sobre la cama para
gozarse mutuamente. Alaska se encontraba en estado de éxtasis y su impetuosidad era
evidente a través del estandarte de su fruición, que se puso en erección con asombrosa
rigidez y grosor.
-¡Vaya, querido mÃ*o, vaya coloso! -exclamó la princesa, escudriñando todas las partes
de su nueva y encantadora adquisición-. ¡No tenÃ*a idea de que estuvieras tan bien
dotado!
Vávara se dedicó a besar y cosquillear el aparato ardiente. Alaska no tardó en seguir su
ejemplo: sus labios ansiosos, en busca de néctares, recorrieron las jóvenes delicias del
cuerpo de Vávara, hasta que inspirado por el amor, insatisfecho por la trivialidad de
sus propias caricias e inflamado por los toques a que ella lo sometÃ*a, le separó los
muslos bien dispuestos y avanzando el rostro entre ambos buscó la consecución de sus
fantasÃ*as lujuriosas en su fuente.
Un salto de placer convulsivo hizo que la cama se meciera mientras la princesa,
encantada con las actitudes de su protégé, se rindió al delicioso aliciente de los besos
que él depositaba en punto tan sensible. Respondiendo en especie a sus caricias,
Vávara hizo que sus propios labios cumplieran el papel habitualmente asignado a otra
parte de su cuerpo. AsÃ* yacieron, mudos en virtud de su ocupación especÃ*fica, los
cuerpos jadeantes, entrelazados en un abrazo, los ojos húmedos, las manos
espasmódicas aferrando, apretando, sólo para soltarse y aferrar otra vez algún nuevo
encanto, hasta que, con un grito borboteante de éxtasis, Alaska sintió que su alma lo
abandonaba en un torrente de llamas en el mismo momento en que las. presiones
enérgicas de la princesa anunciaban su propio paroxismo.
Los dos permanecieron bañados en el dulce agotamiento que sucede al placer sexual.
Vávara, glotona de deleite, habÃ*a recibido con intenso goce la evidencia material del
éxtasis de Alaska, y el fuerte apetito de placer de éste hasta entonces apenas habÃ*a
despertado por tan suaves preliminares.
Tras unos minutos de reposo, los labios húmedos de deleites mutuos se apretaron en
ferviente unión, la mano errante de la princesa buscó de nuevo al campeón de sus
goces, y Alaska, presentando armas ante la lúbrica llamada, se extendió sobre el
cuerpo de su amante.
La princesa lo recibió con todo el ardor de una naturaleza joven y apasionada; Alaska
se adaptó de inmediato a esta posición y ella fue penetrada hasta la médula. El apuesto
paje, sintiendo con voluptuoso agrado la conjunción de su cuerpo con el de ella, se
esforzó tanto y tan bien que, incitada hasta el extremo del placer, Vávara gritó con
ardor y una vez más sus almas se mezclaron en un clÃ*max de placeres embriagadores.
AsÃ* avanzó la noche y Proscovia, siempre alerta, fue por fin a advertirles que habÃ*a
llegado la hora de la separación.
Las fiestas del palacio de la gobernación de *** tocaron a su fin y partió el último de
los invitados. La fama de estos magnÃ*ficos entretenimientos se difundió por todo el
paÃ*s y sirvió para aumentar la influencia del gobernador y además congraciarlo con la
opinión del pueblo. Pero el esfuerzo le costó caro, la angustia y la preocupación por
atender a tantos invitados habÃ*a hecho lo que muchos años de carga de la dignidad
judicial no habÃ*an logrado.
La salud del prÃ*ncipe Demetri *** se deterioró. Se declaró una debilidad fatal del
corazón y por su gravedad creció la certeza de que su vida se consumÃ*a a toda
velocidad.
Una semana después del fin de las fiestas, el prÃ*ncipe Demetri murió en su propio
palacio y su hija única estaba aturdida por lo repentino de tan irreparable pérdida.
A la defunción siguió una larga investigación en los asuntos y disposiciones
testamentarias del prÃ*ncipe; tras un mes de atenta clasificación, rotulación y
contabilización, la princesa Vávara despertó una mañana y se encontró siendo una de
las aristócratas más ricas de Rusia y dueña de sÃ* misma, ya que según las leyes rusas
habÃ*a alcanzado la mayorÃ*a de edad.
Como es natural, estos importantes acontecimientos habÃ*an puesto punto final por el
momento a cualquier pensamiento sobre sus propios placeres, y la princesa, ocupada
en las tareas del duelo y las correspondientes ceremonias, no encontró oportunidad ni
estÃ*mulo para la indulgencia de sus anteriores extravagancias. No obstante, habÃ*a mantenido
correspondencia secreta con el paje Alaska, y sólo esperaba el momento
adecuado para reanudar sus encuentros clandestinos.
Ahora dedicaba gran parte de su tiempo a los asuntos de su padre, y emprendió con
brillantes resultados la clasificación y ordenamiento de sus papeles personales. Entre
éstos encontró algunos que arrojaron una vÃ*vida luz sobre la vida pasada y los amores
del prÃ*ncipe. Aparentemente, éste habÃ*a tenido relaciones con una dama de la provincia,
a la que habÃ*a seducido, y que le habÃ*a dado un hijo varón. Estaban allÃ* las
cartas de dicha señora, llenas de confiado afecto, de esperanza, de paciencia, porque
hacÃ*a mucho que el prÃ*ncipe habÃ*a quedado viudo y era muy probable que volviera a
casarse. Cualesquiera que hayan sido las perspectivas del prÃ*ncipe al respecto, estaban
condenadas a la decepción; la mujer, cuyo nombre suprimimos por muchas razones,
murió dejando a su hijo al cuidado del seductor.
Hasta ese momento la princesa habÃ*a leÃ*do la correspondencia con una buena dosis de
indiferencia: esos enredos eran demasiado corrientes para despertar emociones en su
mente. Pero finalmente un párrafo de una de esas epÃ*stolas le chocó y volvió a leerlo;
siguió investigando, hizo averiguaciones y confirmó la sospecha que se le habÃ*a cruzado
por la cabeza. Aquella mujer se habÃ*a unido en matrimonio con el prÃ*ncipe; el
hecho estaba demostrado y por lo tanto el fruto de esa relación era hijo legÃ*timo. A él
pertenecÃ*an por derecho los vastos dominios, los más de dos mil siervos, los palacios y
los castillos que ahora estaban a nombre de ella.
La princesa Vávara no era mujer que abandonara una cuestión tan trascendental sin
luchar por todos los medios a su alcance para protegerse. Por ello, ocultó con gran
cuidado toda prueba de su descubrimiento y de inmediato puso en marcha la búsqueda
del hijo de su padre, cuya existencia podÃ*a tener-tan graves consecuencias para ella.
En breve plazo, tras dirigir la investigación personalmente y en secreto, Vávara llegó
al descubrimiento de la verdad: de inmediato veremos cuál era esa verdad. En un
primer momento, su descubrimiento la sobrecogió, dejándola en medio de una gran
confusión. Vio temblar en la balanza las vastas posesiones de su padre, entre ella
misma y este hermano recién descubierto, de cuya-existencia no habÃ*a tenido con
anterioridad la menor idea. Regresó deprisa a sus aposentos y se encerró en ellos
advirtiendo que por ningún motivo debÃ*an molestarla.
Luego despachó a toda prisa un mensaje al mayordomo, pidiéndole que enviara a San
Petersburgo al paje Alaska, a cargo de un paquete con despachos. que la princesa
preparó con su propia mano.
Veamos lo que dice ella misma:
«Envié las cartas en un paquete dirigido al custodio de nuestra residencia de San
Petersburgo. Expresé mi deseo de que enviaran al paje Alaska con ellas de inmediato.
En respuesta a la pregunta de si lo verÃ*a y le informarÃ*a más detalladamente, mandé un
mensaje aclarando que si el mayordomo no estaba a la altura de los deberes que yo le
solicitaba, podÃ*a dimitir de inmediato. No oÃ* más objeciones.
Entonces me senté y lloré; amargas lágrimas de amor agraviado, de desesperanza, de
pasión insondable, de dignidad herida, de desesperación lisa y llana, manaron de mis
ojos. Me retorcÃ*a las manos, balanceándome con la intensidad de mi emoción. Ignoro
cuánto tiempo permanecÃ* en este estado. Por último me incorporé, paseé horas enteras
por mis aposentos solitarios, y lentamente fue conformándose una decisión entre las
nubes de duda, de desesperación y de incertidumbre que me oprimÃ*an. Gradualmente,
de entre la bruma surgió un edificio con visiones beatÃ*ficas. SeguirÃ*a viviendo como la
soberana que habÃ*a sido antes de mi gran descubrimiento. El amor me habÃ*a guiado
con los ojos cerrados, por el amor seguirÃ*a siendo gobernada; entregarÃ*a mi vida a su
servicio y en mi persona él encontrarÃ*a una devota bien dispuesta. Hice sonar la
campana.
-¿Ha partido ya Alaska? -pregunté.
Proscovia no lo sabÃ*a, pero fue a averiguarlo. Volvió antes de que transcurrieran diez
minutos. El trineo estaba en el patio de la entrada. El paje ya se habÃ*a envuelto en
pieles dispuesto a emprender su arduo y largo viaje. La escolta habÃ*a montado.
-Que venga aquÃ*.
Me paseé de un lado a otro de mi alcoba... mi pequeño gabinete. VolvÃ* a ver en el
recuerdo nuestro primer encuentro, nuestras caricias, sentÃ* otra vez su cálido y dulce
aliento en mi mejilla, volvÃ* a abrazarlo en la imaginación; sus formas delicadas, sus
proporciones robustas, sus calientes besos ardientes ocuparon todos mis pensamientos.
¡Ah! Nunca... nunca... nunca más... y sin embargo la lucha interior me estaba matando;
pasto de las llamas, estaba a punto de perecer, como el Fénix, en el fuego de mi propia
pasión. Me arrojé sobre mi fauteuil, enterré la cara entre las manos.
-¡Ah! ¡Querido! ¡Mi querido! ¡Mi Alaska!
La puerta se abrió lentamente, Alaska estaba ante mÃ*, envuelto en una capa de viaje de
pesadas pieles, la gorra en la mano, calzado con botas para emprender el camino. Supe
instintivamente que era él. Luego se cerró la puerta y quedamos a solas. En dulce voz
baja respondió a mi llamada, en calma, con toda corrección:
-¡Excelencia, aquÃ* estoy!
Para mÃ* habÃ*a algo inexpresablemente conmovedor en su resignación. SabÃ*a que para
él sólo podÃ*a ser desagradable tener que irse, dejarme, en un viaje tan distante y
peligroso. PodrÃ*a haber ocurrido que me culpara por pedÃ*rselo, por no haber elegido a
otro entre mis muchos subordinados para el cumplimiento de tan ardua empresa. Pero
no, la mirada de Alaska, con la vista baja, encontró mis ojos nerviosos: la
personificación del respeto y la obediencia.
¡Cuánto lo amé! ¡Oh, corazón mÃ*o!
TÃ*midamente, contemplándolo, mis sentidos debilitados se vieron abrumados por una
sensación de exquisita ternura. Me levanté y permanecÃ* erguida; lentamente mis pasos
me llevaron hacia mi joven y dulce amante. Estiré los brazos para encontrar los suyos.
Lo apreté contra mi corazón y en un beso largo y balbucearte sentÃ* que perdÃ*a el
conocimiento.
Cuando recuperé la conciencia, encontré a Proscovia inclinada sobre mÃ*. Pregunté por
Alaska. Estaba aguardando mis órdenes en la antecámara. Débilmente indiqué a
Proscovia que demorara la partida hasta la mañana siguiente. Después, fatigada por el
exceso de emociones, me resigné a dormir.
Aquella tarde, siguiendo mis órdenes, el paje Alaska entró secretamente en mis
aposentos, como antes. Yo ya estaba acostada. Proscovia lo hizo pasar, cubierto
únicamente con el batÃ*n de seda que ella misma le habÃ*a proporcionado, y lo condujo a
mi lado. Proscovia abrió la colcha cálida y él se deslizó en el lecho. Mi querido estaba
en mis brazos. Su pasión no conoció limites. Presionado por deseos materiales de
satisfacción inmediata, sus manos me recorrieron buscando mis tesoros más remotos.
La mÃ*a cogió su potente instrumento, que estalló de lascivia con mi ansioso apretón.
Ningún pensamiento prudente logró contener mi mano. Apreté, hice cosquillas; luego,
temiendo la explo sión prematura que mis movimientos amenazaban provocar, guié
voluptuosamente su miembro ardiente en el canal húmedo de nuestros goces. Penetró:
recibÃ* toda su longitud con diabólica fruición. Me horadó hasta el corazón, mi vagina
palpitaba con la posesión de su capullo hinchado. Sus feroces embestidas lo hundÃ*an
hasta la médula. Cuanto más duros y rápidos eran sus movimientos, más rÃ*gida y
empinada se volvÃ*a su deliciosa ***. Con nuestros cuerpos unidos por tan dulce
eslabón, nos contorsionamos juntos en los placeres de los sentidos. Enterrado en mÃ* en
toda su extensión un momento y semirretirado al siguiente, sentÃ* que estaba en un tris
de exhalar las calientes llamas de su incontinencia. Con gruñidos de deliciosa
intensidad, demasiado fuertes para la expresión verbal, salió una cascada de lÃ*quido
que llenó mis entrañas estremecidas, y mientras manaba en rápidos chorros de su bajo
vientre, estalló mi éxtasis en un solo grito, pero en un idioma que él no conocÃ*a:
-Mon amour! Mon roi! Mon frére! Donne! Donneh!>>