Martha y su hijo Iván - Capítulos 01 al 04
Martha y su hijo Iván - Capítulo 01
Mi nombre es Marta y desde hace un tiempo que mi vida ha cambiado drásticamente, sobre todo después de que mi marido falleciera. Esto ocurrió hace ya unos años, cuando mi hijo Iván era muy pequeño y tenía solo cinco años.
Al principio, todo era maravilloso, tenía la vida perfecta. Javier fue el amor de mi vida y lo supimos según nos encontramos por primera vez. Tuvimos que separarnos cuando comenzó a estudiar en la universidad, un año más tarde empecé con magisterio, pero las universidades eran diferentes. Sin embargo, siempre que teníamos un fin de semana libre, íbamos uno en busca del otro para poder estar juntos.
Al final, aprobé las oposiciones a maestra y conseguí trabajo al lado del pueblo donde vivíamos. Por su parte, Javier entró en una sucursal bancaria del mismo pueblo, en aquella época el trabajo era más sencillo de encontrar, no como ahora.
Lo teníamos todo y justo nos vino una alegría inmensa, teniendo todavía 22 años y habiendo entrado recientemente en mi trabajo, descubrimos que me había quedado embarazada. Pese a ser tan jóvenes decidimos tenerlo sin dudar, ambos trabajábamos, con contrato fijo y ganamos bien, además… nos amábamos, era la cúspide de nuestro amor.
La felicidad inundó nuestro hogar, aunque lastimosamente no duraría mucho y la desgracia no tardaría en llamar a la puerta. Todo comenzó justo al año de nacer nuestro hijo, a mi marido le diagnosticaron cáncer y aunque luchamos lo imposible, no lo pudimos superar.
Después de cuatro años agotadores de pelea contra la enfermedad, el hombre del que me había enamorado con tanta fuerza, abandonó este mundo. Me quedé sola, nuestros padres ya habían fallecido y la única familia que tenía, aparte de mi hijo, era un hermano de Javi que vivía al otro lado del país. Apenas nos veíamos y tampoco es que tuviéramos mucho trato, por lo que de buenas a primeras Iván y yo, nos quedamos solos en el mundo.
Para mí esos años fueron durísimos, cuidar de un hijo no es fácil y menos sin ningún tipo de ayuda. El puesto de profesora en el instituto, obviamente, estaba muy bien pagado, por lo que gracias a dios, el dinero no nos faltaba. El problema principal era el tiempo… el maldito tiempo.
Desde que me levantaba me dedicaba a mi hijo en cuerpo y alma, volqué en él todo mi amor e intenté que fuera mi medicina para no caer en la depresión. Le levantaba, le hacía el desayuno, le llevaba al colegio, iba a trabajar, le recogía, hacíamos los deberes, cenábamos, corregía las tareas de mis alumnos y a dormir. Esa era mi vida, día tras día, un bucle infinito del cual solamente escapábamos los fines de semana.
Para salir de la rutina tratábamos de hacer planes como excursiones, paseos por el pueblo, o simplemente íbamos al videoclub y alquilábamos algunas películas, ese era nuestro ocio. El único tiempo que me permitía “desconectarme” de Iván, era algunas veces cada dos meses en la cual invitaba a alguna amiga a casa a tomar algo, más que nada para poder tener algo de interacción social. Pero no os podéis imaginar lo complicado que era sacar tiempo, ser madre soltera es una tarea muy compleja.
Si con mis amigas era difícil coincidir, mis relaciones con los hombres pasaron a ser nulas. Entre el niño, la casa y el trabajo, para mí los hombres empezaron a ser personajes mitológicos que solo escuchaba en las historias.
Hasta que mi hijo llegó a la pubertad, sobre los doce o trece años, solamente pude quedar con un hombre en todo ese tiempo… ¡UNO! Y tampoco fue una buena experiencia. Por lo que el propio instinto de supervivencia hizo que en el plano sexual yo misma me bastara, punto.
Mientras esos agónicos años trascurrían, mi cuerpo fue cogiendo algunos kilos y por ende ensanchándome, llegando a engordar diez kilos desde que Javier nos dejara. Antes de que mi marido falleciera, tenía un buen cuerpo, estaba delgada y me enorgullecía de mi figura. Muchas veces sentía las miradas de los hombres que pasaban a nuestro lado, no me gustaban, sin embargo, era evidente que sucedían, no lo podía negar. Incluso en el instituto tenía que escuchar algunos comentarios sobre mi gran busto o mi trasero… no era el pan de cada día, pero casi.
Siempre había estado con Javier, desde que nos conocimos en el instituto, él fue el primer y único hombre. No obstante, yo no era tonta, sabía que era guapa, no una mujer despampánate, aunque guapa… sí. Todavía conservo bonitas facciones y sería demasiado humilde decir que no soy linda, es evidente que sí.
Aunque esa Marta tan joven, obviamente ha desaparecido, engullida por unos cuantos kilos a los que no tengo tiempo de decir adiós. Sin embargo, no todo está perdido, todavía sigo conservando mi pelo negro y sedoso, unido a mis ojos azules que siempre me dicen que se asemejan al mar. Según Javier, una mirada mía congelaría el mismo infierno, ¿exageraba? Claro que sí, aunque mi anatomía era para estar orgullosa.
Sin más apuros que el estrés y la tristeza, que no es poco… conseguí pasar la etapa más dura de nuestra vida y en gran parte gracias a mi hijo. Se portó de una manera muy adulta para su corta edad, algo que me dejaba sorprendida.
No es que se convirtiera en el hombre de la casa, ni mucho menos, simplemente me hacía caso a todo lo que le sugería y le pedía, que para un niño tan joven me resultaba increíble. Rápido cogió la costumbre de hacer su cama, recoger la ropa, lavar los platos y un largo etcétera de tareas domésticas. Haciendo esa parte del trabajo, agilizaba el mío de exponencialmente, y después, podíamos disfrutar juntos, ya fuera jugando o simplemente viendo la televisión. Si no hubiera ayudado… seguramente me hubiera dado un ataque por tanto estrés o me hubiera vuelto loca, se convirtió rápido en una persona tan responsable como lo fue su padre.
Me llamo Iván y vivo solo con mi madre desde que tengo cinco años. Por azares de la vida, mi padre no pudo superar el cáncer y desgraciadamente falleció.
Aun siendo así de joven, tengo unos recuerdos muy nítidos de él, lamentablemente la gran mayoría en el hospital, pero siempre jugando o sonriendo, aunque el dolor le destrozase por dentro. Siempre lo vi como un luchador, como una persona que no se rindió, para mí nunca dejará de ser un héroe.
Desde mi más tierna infancia siempre quise ser como él y gracias al azar de los genes, nuestro parecido físico era asombroso. Según mi madre, otra heroína sin lugar a dudas de la que estoy orgulloso, era una pequeña copia. Únicamente nos diferenciábamos por los ojos, los cuales heredé de ella.
Tanto los rasgos faciales como mi pelo castaño tirando a rubio, eran una copia exacta de lo que había sido mi padre, por lo que teniendo mi parte externa como él, traté de igualarle en todo lo demás. Mi madre me contaba que en lo que más sobresalía era su responsabilidad y empatía con los demás, siempre intentaba ayudar y si no podía, por lo menos apoyaba. Crecí y me crie con aquellos ideales bien marcados.
Todos los días veía como mi madre se partía el lomo para llevar dinero a casa y hacer las tareas del hogar. Siendo pequeño fui consciente de que esa situación no podía seguir así y comencé a ayudarla en todo lo que pude. Aprendí a hacer mi cama, pasaba la aspiradora, lavaba los platos, recogía la ropa… básicamente intentaba quitarle todo el trabajo que mi edad me permitiera desempeñar. A veces, hacía a escondidas los deberes para que no se sentase conmigo a ayudarme y gastase más tiempo del poco que tenía.
Sé que lo pasaba mal, ¿quién no lo pasaría mal en una situación como esa? Creo que nadie. Muchas noches me partía el corazón escucharla en el sepulcral silencio de la casa… llorar a solas en su habitación. Para mí era agónico y sabía que no podía ayudarla, porque mis abrazos no podían curar semejante vacío que tenía en su interior, aquello me mataba.
Los años pasaron y como dice el dicho, “el tiempo todo lo cura” o por lo menos… lo mejora. La herida que mi madre tenía jamás sanaría por completo, pero por lo menos, cada vez cicatrizaba mejor. En mi caso era diferente, al haberlo perdido con tan pocos años, mi padre se convirtió en un recuerdo, en un ideal… más que su falta me dolían cuando algún compañero se pasaba de imbécil en el colegio y me lo recordaba.
Cuando mi pubertad se fue acercando, comencé a notar un cambio de actitud en Marta. Estaba algo más risueña y mostraba una felicidad real, no como todos esos años con sonrisas forzabas ocultando sus verdaderos sentimientos para no preocuparme.
Cursando el instituto mi vida fue otra, salía con mis amigos al parque y mi madre podía tener momentos de descanso para hacer lo que quisiera, ambos gozamos de más independencia. Incluso me apunté al equipo de atletismo por iniciativa propia, simplemente para que tuviera tardes libres y pudiera quedar con sus amigas. Además, que la inscripción no era cara y a mí me gustaba correr, sabiendo que mi madre siempre repetía que no me preocupara por el dinero, no lo dudé. De ahí en adelante, nuestras vidas empezaron a mejorar sin parar.
Lo que para otras era una condena, para mí la pubertad de mi hijo fue una liberación. El tiempo que tenía para mí era inmenso, cada vez ayudaba más en casa y con el tema estudios no tenía ningún problema. Para colmo, con los entrenamientos de atletismo, tenía liberadas varias tardes.
Sabía que lo hacía más por mí que por él, siempre se negaba a que lo acompañara y me decía que disfrutase. Se convirtió en un cielo de hijo… más de lo que era. Me sorprendió como empatizó conmigo y también con nuestro problema. Podría haber llorado, pataleado, ser caprichoso, pero no, Iván nunca fue de ese modo, siempre asumía todo con una madurez impropia para su edad.
Esa época me supo a gloria, salía a dar paseos, comencé a retomar la costumbre de leer, incluso me hice un curso de cocina por el que siempre tuve curiosidad. No estaba acostumbrada a manejar tanto tiempo, tenía más del que necesitaba.
Poco a poco volví a quedar con mis amigas, con quienes perdí ligeramente el contacto debido a mi ajetreada vida. Algunas de ellas ahora estaban teniendo hijos pequeños y entendían lo que era tener uno en casa.
Sobre todo volví a hablar mucho con Silvia, mi amiga de toda la vida, que la tenía muy olvidada y nos veíamos muy de vez en cuando. Desde jóvenes salíamos juntas y en el instituto éramos uña y carne, pero lógicamente con el paso del tiempo la relación se enfrió un poco.
En ese tiempo, mi vida social aumentó exponencialmente, quedaba con mis amigas cuando podía, y con Silvia en especial, con la cual tenía siempre un día reservado a la semana para estar juntas. Fue una pasada volver a coger la confianza de tantos años tan rápido, que el miércoles pasó a ser nuestro día.
Desde ahí en adelante todo comenzó a ir viento en popa, mi hijo cada vez era más independiente y el tiempo que pasábamos juntos era para disfrutarlo y no para hacer tareas. Por fin comenzaba a disfrutar con plenitud de mi hijo y de mi vida.
Esos años empezaron a ser maravillosos. En el atletismo mejoré mucho, incluso ganando carreras, estudiando era un alumno modelo y como no, algunos besos por parte de las chicas ya habían empezado a caer.
Pero lo mejor estaba en casa, ver a mi madre feliz era lo que de verdad me llenaba. Después de todo lo mal que lo había pasado y siendo mucho más consciente de todo, intentaba que su preocupación por mí fuera la menor posible.
El tiempo pasó y mis quince años llegaron, fue una época en la que empecé a descubrir con más ahínco al sexo opuesto y para un chico de esa edad, las chicas se convirtieron en el centro del mundo.
Junto con mis amigos, conversábamos sobre lo que sería “hacerlo” por primera vez, que si una actriz “estaba buena”, que si no sé quién del instituto tenía buenos pechos, cosas de chicos. Sin embargo, entrabamos en unos años que había que pasar de las palabras a los hechos.
Mi cuerpo lo conocía de sobra. Las masturbaciones eran diarias, por lo que mi anatomía no tenía ningún misterio. Anteriormente, pude saborear algún que otro beso con una chica del colegio, incluso me dejó posar mi mano en su trasero… nada más. Lo máximo que había llegado era a tocar un pecho, sin lugar a duda, una victoria inigualable para esa edad. Pero en realidad, no sabía nada de ellas y… con las hormonas hirviendo, necesitaba averiguarlo todo.
Sonia fue la primera novia “seria” que tuve. Era una chica preciosa físicamente y sobre todo mentalmente, su personalidad y su manera de pensar me cautivaban. Con ella descubrí lo que era un beso de pura pasión y notar como mi aparato reproductor se tensaba como un cable de acero.
Había días que pasábamos hasta una hora besándonos, nuestros rostros adquirían un color rojizo casi enfermizo, era una locura como terminábamos. Cuando eso sucedía, que era la mayoría de los días… solía volver a casa con un dolor en mi bolsa escrotal que solo podía calmar masturbándome y en ocasiones… ni con esas.
No tenía ni idea a que se debía y en internet… pues tampoco encontraba muchas soluciones, casi siempre mis síntomas derivaban en cosas terribles. Ciertos días llegaba a preocuparme, ya que después de esos momentos de pasión, mi calzoncillo solía acabar con una gran mancha pegajosa de la cual me imaginaba la procedencia, pero desconocía el sentido.
Al ser el primero de mis amigos con novia, no pude obtener una respuesta de ellos y… me parece que era mejor. Pensé con temor que tal vez me corría muy rápido… en ocasiones esa mancha incluso llegaba al pantalón. No tuve más remedio que recurrir a la única persona con confianza que tenía, mi madre.
Al principio, no supe cómo afrontar el tema. Sí, era mi madre, aun así me daba vergüenza hablar de esos temas con ella. En ese tipo de momentos sí que echaba en falta una figura paterna que me aconsejara. Pero no había que lamentarse, Marta era adulta y experimentada, sabría lo qué pasaba y si era necesario iríamos al médico. Además, mi madre era una mujer cariñosa y comprensiva, jamás le podría sentar mal que tratase temas de esa índole con ella. Por lo que un día a la hora de la comida decidí sacar el tema.
—Mamá, ¿podría preguntarte una cosa?
Martha y su hijo Iván - Capítulo 01
Mi nombre es Marta y desde hace un tiempo que mi vida ha cambiado drásticamente, sobre todo después de que mi marido falleciera. Esto ocurrió hace ya unos años, cuando mi hijo Iván era muy pequeño y tenía solo cinco años.
Al principio, todo era maravilloso, tenía la vida perfecta. Javier fue el amor de mi vida y lo supimos según nos encontramos por primera vez. Tuvimos que separarnos cuando comenzó a estudiar en la universidad, un año más tarde empecé con magisterio, pero las universidades eran diferentes. Sin embargo, siempre que teníamos un fin de semana libre, íbamos uno en busca del otro para poder estar juntos.
Al final, aprobé las oposiciones a maestra y conseguí trabajo al lado del pueblo donde vivíamos. Por su parte, Javier entró en una sucursal bancaria del mismo pueblo, en aquella época el trabajo era más sencillo de encontrar, no como ahora.
Lo teníamos todo y justo nos vino una alegría inmensa, teniendo todavía 22 años y habiendo entrado recientemente en mi trabajo, descubrimos que me había quedado embarazada. Pese a ser tan jóvenes decidimos tenerlo sin dudar, ambos trabajábamos, con contrato fijo y ganamos bien, además… nos amábamos, era la cúspide de nuestro amor.
La felicidad inundó nuestro hogar, aunque lastimosamente no duraría mucho y la desgracia no tardaría en llamar a la puerta. Todo comenzó justo al año de nacer nuestro hijo, a mi marido le diagnosticaron cáncer y aunque luchamos lo imposible, no lo pudimos superar.
Después de cuatro años agotadores de pelea contra la enfermedad, el hombre del que me había enamorado con tanta fuerza, abandonó este mundo. Me quedé sola, nuestros padres ya habían fallecido y la única familia que tenía, aparte de mi hijo, era un hermano de Javi que vivía al otro lado del país. Apenas nos veíamos y tampoco es que tuviéramos mucho trato, por lo que de buenas a primeras Iván y yo, nos quedamos solos en el mundo.
Para mí esos años fueron durísimos, cuidar de un hijo no es fácil y menos sin ningún tipo de ayuda. El puesto de profesora en el instituto, obviamente, estaba muy bien pagado, por lo que gracias a dios, el dinero no nos faltaba. El problema principal era el tiempo… el maldito tiempo.
Desde que me levantaba me dedicaba a mi hijo en cuerpo y alma, volqué en él todo mi amor e intenté que fuera mi medicina para no caer en la depresión. Le levantaba, le hacía el desayuno, le llevaba al colegio, iba a trabajar, le recogía, hacíamos los deberes, cenábamos, corregía las tareas de mis alumnos y a dormir. Esa era mi vida, día tras día, un bucle infinito del cual solamente escapábamos los fines de semana.
Para salir de la rutina tratábamos de hacer planes como excursiones, paseos por el pueblo, o simplemente íbamos al videoclub y alquilábamos algunas películas, ese era nuestro ocio. El único tiempo que me permitía “desconectarme” de Iván, era algunas veces cada dos meses en la cual invitaba a alguna amiga a casa a tomar algo, más que nada para poder tener algo de interacción social. Pero no os podéis imaginar lo complicado que era sacar tiempo, ser madre soltera es una tarea muy compleja.
Si con mis amigas era difícil coincidir, mis relaciones con los hombres pasaron a ser nulas. Entre el niño, la casa y el trabajo, para mí los hombres empezaron a ser personajes mitológicos que solo escuchaba en las historias.
Hasta que mi hijo llegó a la pubertad, sobre los doce o trece años, solamente pude quedar con un hombre en todo ese tiempo… ¡UNO! Y tampoco fue una buena experiencia. Por lo que el propio instinto de supervivencia hizo que en el plano sexual yo misma me bastara, punto.
Mientras esos agónicos años trascurrían, mi cuerpo fue cogiendo algunos kilos y por ende ensanchándome, llegando a engordar diez kilos desde que Javier nos dejara. Antes de que mi marido falleciera, tenía un buen cuerpo, estaba delgada y me enorgullecía de mi figura. Muchas veces sentía las miradas de los hombres que pasaban a nuestro lado, no me gustaban, sin embargo, era evidente que sucedían, no lo podía negar. Incluso en el instituto tenía que escuchar algunos comentarios sobre mi gran busto o mi trasero… no era el pan de cada día, pero casi.
Siempre había estado con Javier, desde que nos conocimos en el instituto, él fue el primer y único hombre. No obstante, yo no era tonta, sabía que era guapa, no una mujer despampánate, aunque guapa… sí. Todavía conservo bonitas facciones y sería demasiado humilde decir que no soy linda, es evidente que sí.
Aunque esa Marta tan joven, obviamente ha desaparecido, engullida por unos cuantos kilos a los que no tengo tiempo de decir adiós. Sin embargo, no todo está perdido, todavía sigo conservando mi pelo negro y sedoso, unido a mis ojos azules que siempre me dicen que se asemejan al mar. Según Javier, una mirada mía congelaría el mismo infierno, ¿exageraba? Claro que sí, aunque mi anatomía era para estar orgullosa.
Sin más apuros que el estrés y la tristeza, que no es poco… conseguí pasar la etapa más dura de nuestra vida y en gran parte gracias a mi hijo. Se portó de una manera muy adulta para su corta edad, algo que me dejaba sorprendida.
No es que se convirtiera en el hombre de la casa, ni mucho menos, simplemente me hacía caso a todo lo que le sugería y le pedía, que para un niño tan joven me resultaba increíble. Rápido cogió la costumbre de hacer su cama, recoger la ropa, lavar los platos y un largo etcétera de tareas domésticas. Haciendo esa parte del trabajo, agilizaba el mío de exponencialmente, y después, podíamos disfrutar juntos, ya fuera jugando o simplemente viendo la televisión. Si no hubiera ayudado… seguramente me hubiera dado un ataque por tanto estrés o me hubiera vuelto loca, se convirtió rápido en una persona tan responsable como lo fue su padre.
Me llamo Iván y vivo solo con mi madre desde que tengo cinco años. Por azares de la vida, mi padre no pudo superar el cáncer y desgraciadamente falleció.
Aun siendo así de joven, tengo unos recuerdos muy nítidos de él, lamentablemente la gran mayoría en el hospital, pero siempre jugando o sonriendo, aunque el dolor le destrozase por dentro. Siempre lo vi como un luchador, como una persona que no se rindió, para mí nunca dejará de ser un héroe.
Desde mi más tierna infancia siempre quise ser como él y gracias al azar de los genes, nuestro parecido físico era asombroso. Según mi madre, otra heroína sin lugar a dudas de la que estoy orgulloso, era una pequeña copia. Únicamente nos diferenciábamos por los ojos, los cuales heredé de ella.
Tanto los rasgos faciales como mi pelo castaño tirando a rubio, eran una copia exacta de lo que había sido mi padre, por lo que teniendo mi parte externa como él, traté de igualarle en todo lo demás. Mi madre me contaba que en lo que más sobresalía era su responsabilidad y empatía con los demás, siempre intentaba ayudar y si no podía, por lo menos apoyaba. Crecí y me crie con aquellos ideales bien marcados.
Todos los días veía como mi madre se partía el lomo para llevar dinero a casa y hacer las tareas del hogar. Siendo pequeño fui consciente de que esa situación no podía seguir así y comencé a ayudarla en todo lo que pude. Aprendí a hacer mi cama, pasaba la aspiradora, lavaba los platos, recogía la ropa… básicamente intentaba quitarle todo el trabajo que mi edad me permitiera desempeñar. A veces, hacía a escondidas los deberes para que no se sentase conmigo a ayudarme y gastase más tiempo del poco que tenía.
Sé que lo pasaba mal, ¿quién no lo pasaría mal en una situación como esa? Creo que nadie. Muchas noches me partía el corazón escucharla en el sepulcral silencio de la casa… llorar a solas en su habitación. Para mí era agónico y sabía que no podía ayudarla, porque mis abrazos no podían curar semejante vacío que tenía en su interior, aquello me mataba.
Los años pasaron y como dice el dicho, “el tiempo todo lo cura” o por lo menos… lo mejora. La herida que mi madre tenía jamás sanaría por completo, pero por lo menos, cada vez cicatrizaba mejor. En mi caso era diferente, al haberlo perdido con tan pocos años, mi padre se convirtió en un recuerdo, en un ideal… más que su falta me dolían cuando algún compañero se pasaba de imbécil en el colegio y me lo recordaba.
Cuando mi pubertad se fue acercando, comencé a notar un cambio de actitud en Marta. Estaba algo más risueña y mostraba una felicidad real, no como todos esos años con sonrisas forzabas ocultando sus verdaderos sentimientos para no preocuparme.
Cursando el instituto mi vida fue otra, salía con mis amigos al parque y mi madre podía tener momentos de descanso para hacer lo que quisiera, ambos gozamos de más independencia. Incluso me apunté al equipo de atletismo por iniciativa propia, simplemente para que tuviera tardes libres y pudiera quedar con sus amigas. Además, que la inscripción no era cara y a mí me gustaba correr, sabiendo que mi madre siempre repetía que no me preocupara por el dinero, no lo dudé. De ahí en adelante, nuestras vidas empezaron a mejorar sin parar.
Lo que para otras era una condena, para mí la pubertad de mi hijo fue una liberación. El tiempo que tenía para mí era inmenso, cada vez ayudaba más en casa y con el tema estudios no tenía ningún problema. Para colmo, con los entrenamientos de atletismo, tenía liberadas varias tardes.
Sabía que lo hacía más por mí que por él, siempre se negaba a que lo acompañara y me decía que disfrutase. Se convirtió en un cielo de hijo… más de lo que era. Me sorprendió como empatizó conmigo y también con nuestro problema. Podría haber llorado, pataleado, ser caprichoso, pero no, Iván nunca fue de ese modo, siempre asumía todo con una madurez impropia para su edad.
Esa época me supo a gloria, salía a dar paseos, comencé a retomar la costumbre de leer, incluso me hice un curso de cocina por el que siempre tuve curiosidad. No estaba acostumbrada a manejar tanto tiempo, tenía más del que necesitaba.
Poco a poco volví a quedar con mis amigas, con quienes perdí ligeramente el contacto debido a mi ajetreada vida. Algunas de ellas ahora estaban teniendo hijos pequeños y entendían lo que era tener uno en casa.
Sobre todo volví a hablar mucho con Silvia, mi amiga de toda la vida, que la tenía muy olvidada y nos veíamos muy de vez en cuando. Desde jóvenes salíamos juntas y en el instituto éramos uña y carne, pero lógicamente con el paso del tiempo la relación se enfrió un poco.
En ese tiempo, mi vida social aumentó exponencialmente, quedaba con mis amigas cuando podía, y con Silvia en especial, con la cual tenía siempre un día reservado a la semana para estar juntas. Fue una pasada volver a coger la confianza de tantos años tan rápido, que el miércoles pasó a ser nuestro día.
Desde ahí en adelante todo comenzó a ir viento en popa, mi hijo cada vez era más independiente y el tiempo que pasábamos juntos era para disfrutarlo y no para hacer tareas. Por fin comenzaba a disfrutar con plenitud de mi hijo y de mi vida.
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Esos años empezaron a ser maravillosos. En el atletismo mejoré mucho, incluso ganando carreras, estudiando era un alumno modelo y como no, algunos besos por parte de las chicas ya habían empezado a caer.
Pero lo mejor estaba en casa, ver a mi madre feliz era lo que de verdad me llenaba. Después de todo lo mal que lo había pasado y siendo mucho más consciente de todo, intentaba que su preocupación por mí fuera la menor posible.
El tiempo pasó y mis quince años llegaron, fue una época en la que empecé a descubrir con más ahínco al sexo opuesto y para un chico de esa edad, las chicas se convirtieron en el centro del mundo.
Junto con mis amigos, conversábamos sobre lo que sería “hacerlo” por primera vez, que si una actriz “estaba buena”, que si no sé quién del instituto tenía buenos pechos, cosas de chicos. Sin embargo, entrabamos en unos años que había que pasar de las palabras a los hechos.
Mi cuerpo lo conocía de sobra. Las masturbaciones eran diarias, por lo que mi anatomía no tenía ningún misterio. Anteriormente, pude saborear algún que otro beso con una chica del colegio, incluso me dejó posar mi mano en su trasero… nada más. Lo máximo que había llegado era a tocar un pecho, sin lugar a duda, una victoria inigualable para esa edad. Pero en realidad, no sabía nada de ellas y… con las hormonas hirviendo, necesitaba averiguarlo todo.
Sonia fue la primera novia “seria” que tuve. Era una chica preciosa físicamente y sobre todo mentalmente, su personalidad y su manera de pensar me cautivaban. Con ella descubrí lo que era un beso de pura pasión y notar como mi aparato reproductor se tensaba como un cable de acero.
Había días que pasábamos hasta una hora besándonos, nuestros rostros adquirían un color rojizo casi enfermizo, era una locura como terminábamos. Cuando eso sucedía, que era la mayoría de los días… solía volver a casa con un dolor en mi bolsa escrotal que solo podía calmar masturbándome y en ocasiones… ni con esas.
No tenía ni idea a que se debía y en internet… pues tampoco encontraba muchas soluciones, casi siempre mis síntomas derivaban en cosas terribles. Ciertos días llegaba a preocuparme, ya que después de esos momentos de pasión, mi calzoncillo solía acabar con una gran mancha pegajosa de la cual me imaginaba la procedencia, pero desconocía el sentido.
Al ser el primero de mis amigos con novia, no pude obtener una respuesta de ellos y… me parece que era mejor. Pensé con temor que tal vez me corría muy rápido… en ocasiones esa mancha incluso llegaba al pantalón. No tuve más remedio que recurrir a la única persona con confianza que tenía, mi madre.
Al principio, no supe cómo afrontar el tema. Sí, era mi madre, aun así me daba vergüenza hablar de esos temas con ella. En ese tipo de momentos sí que echaba en falta una figura paterna que me aconsejara. Pero no había que lamentarse, Marta era adulta y experimentada, sabría lo qué pasaba y si era necesario iríamos al médico. Además, mi madre era una mujer cariñosa y comprensiva, jamás le podría sentar mal que tratase temas de esa índole con ella. Por lo que un día a la hora de la comida decidí sacar el tema.
—Mamá, ¿podría preguntarte una cosa?