Jorge y la Puta de su Suegra Sandra – Capítulos 001 al 002

heranlu

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Jorge y la Puta de su Suegra Sandra – Capítulo 001

La madura jamona, notaba la tranca de Jorge, su yerno, barrenando su ojete hasta el fondo, con los huevos rebotando sobre su vulva. La cerda resistía a cuatro patas, sobre el lecho matrimonial, los violentos empellones acompañados de rugidos, tirones de pelo y escupitajos, con las que el cabrón de Jorge se la follaba como una vulgar putilla sometida (lo que era, a fin de cuentas). Mientras, Ricardo, su pobre y cornudo esposo, dormía una siesta inducida con somníferos como un bendito, ignorando los berridos de puerca de su esposa.

Jorge disfrutaba como un enano al tener sometida a Sandra, aquella puerca jamona, con el agravante de que, al follarla en la cama matrimonial, rodeados por las fotos del matrimonio que adornaban la paredes y utilizando, después del polvo, la almohada del cornudo para limpiarse la polla, su placer se veía multiplicado por el profundo desprecio que sentía hacia el gilipollas de Ricardo, su suegro, un tipo al que no le había caído bien desde que, de la mano de su hija, entró en aquella casa cuando aún eran novios. Aunque el sentimiento era mutuo, a Ricardo tampoco le gustó aquel tipo con aspecto chulesco que le iba a arrebatar a su encantadora hija.

De modo que cada vez que Jorge encajaba el pollón en el culo de la puta de su suegra, apretaba con fuerza los dientes y trataba de disfrutar a lo grande pensando en el crecimiento exponencial de los cuernos del pobre ignorante pichafloja que dormitaba en el salón, a escasos metros del encuentro entre los amantes.

A Sandra, sentir el aliento de Jorge en el cogote mientras su macho le taladraba el culo, agarrándole con fuerza las tetas, le resultaba excitante no, lo siguiente. La mujer, que medio año antes habría sido incapaz de creer que caería en un abismo de depravación de ese calibre, no paraba de dar gracias (a Dios o al diablo, a saber) por aquella tremenda borrachera que la abismó en el mundo del sexo: ¡así, a lo bruto y sin anestesia!

1. El pub

Había sido un sábado tremendo en el Disco Pub Ángel. Mucha agitación, mucho movimiento y muchas cenas de empresa, despedidas de soltero y soltera y cachondeo a tutiplén.

En uno de los reservados dormía la mona, desmadejada en un sofá, Sandra, una jamona madura de 54 años que, debido a la tremenda cogorza que llevaba, se quedó descolgada de su grupo de empresa con el que estaba celebrando la juerga posterior a la cena de fin de temporada. La mujer, había tenido un tremendo arranque de desinhibición que había dejado descolocados a propios y extraños. Mucha bebida, mucho baile, muchas insinuaciones con algunos jefes y compañeros de trabajo y mucho cachondeo. Nadie diría que la buena mujer, casada y con hijos ya mayores, siempre seria y modosita, se iba a despendolar de aquella manera. Tal vez tuviera algo que ver la pastillita que algún graciosillo le colocó en la bebida, pero la tremenda reacción de la cachonda y opulenta secretaria dejó descolocado a todo el mundo, incluido el listo que le colocó la droga en la bebida. Y más si tenemos en cuenta que hizo lo mismo con la bebida de algunas de las otras chicas de la oficina y ninguna perdió los papeles como Sandra. Pero, bueno, nada de eso tiene demasiada importancia. Tan solo es el origen de todo lo que vino después.

La gente alucinó cuando a Sandra se le empezó a ir la pinza, bailando sobre la mesa en plan gogó, meneando sus tetazas en la cara del director técnico y pegándole un baboso morreo a una compañera que, la verdad sea dicha, no hizo ascos en absoluto a la boca de la jamona y disfrutó del intercambio de babas, tanto como para ponerse lo bastante cachonda como para ir a pajearse minutos después a los servicios. Si no fuera por el alma caritativa y corta rollos de Eugenia, la aguafiestas amiga de Sandra, que impidió que ésta acompañase a la chica al lavabo a consumar el rollete lésbico, la buena de Sandra habría tenido su primer orgasmo bastante pronto. Pero, no pudo ser. Eugenia retuvo a Sandra en un sofá del reservado, donde siguió siendo objeto de la mofa, el cachondeo y el escarnio de bastantes de sus compañeros que aprovechaban su estado para sobarla a base de bien. Sobre todo los tíos, pero alguna chica tampoco le hizo ascos a magrear las tetas de la abotargada puerca.

Muy comentado fue cuando, entre risas e incoherencias, enseñó su destreza en la técnica de la felación usando un vaso de tubo, lo que suscitó la envidia del personal femenino y la admiración del masculino que, sin apenas disimulo, en más de un caso, se palpaba la polla pensando en lo que iban a hacer en cuanto consiguieran meter a la jamona en un coche. Pero el gozó de todos acabó en un pozo, por culpa de la corta rollos de Eugenia que, como hemos dicho, se había convertido en el Pepito Grillo de Sandra y en la voz de la conciencia de la oficina.

Dio la casualidad de que uno de los camareros que trabajaba en el Pub era vecino de Sandra y vivía en la puerta contigua a su piso. A Martín de treinta años le había costado reconocer a su vecina. Acostumbrado a verla como la perfecta ama de casa de la escalera, siempre con el carrito de la compra acompañada del calzonazos de Ricardo, su marido, le costó identificarla con aquella vestimenta de putón verbenero. Lucía la mujer una mini minifalda que apenas le tapaba las cachas de su culazo, un culazo que se veía a la perfección y en toda su inmensidad porque la tira del tanga se había incrustado entre las nalgas. En la parte superior, llevaba una ceñida camiseta de licra que sus enormes tetas pugnaban por reventar. Pintada como una puerta, en plan putón, completaban su atuendo unas medias negras muy bonitas, pero con un par de carreras por el ajetreo de la buena mujer. La guinda era el liguero que se alzaba sobre unos zapatos de tacón de aguja que aumentaban su metro cincuenta y cinco hasta un más que respetable metro setenta. Estaba la mujer para hincarle el rabo y no sacarlo hasta que se convirtiera en una pasa arrugada.

Y, claro, aquel deseo que se despertó en Martín, que no era de piedra, nada más ver a su recatada vecina, reconvertida en una puerca tan liberada y cachonda, se incrementó exponencialmente cuando Sandra lo reconoció. La mujer, a la que ya se le trababa la lengua por el cebollón que llevaba, le saludó con dos besos pegajosos que rozaron los labios de Martín. La fuerte presión de sus tetas, ayudada por el arrimón del chico, puso a su soldadito en estado de alerta, tensando su bragueta. Algo que no pasó desapercibido para Sandra que, balbuceando, dijo aquella frase que hizo famosa a Mae West: «¿Llevas una pistola o es que te alegras de verme?». Martín se limitó a sonreír, relamiéndose por dentro.

Cuando Eugenia, que ejercía de inoportuno Ángel de la guarda de la despendolada guarrilla, descubrió que Martín era vecino de Sandra, negoció con él, a escondidas del grupo, para que se hiciera cargo de su inhabilitada amiga y la llevase a casa más tarde, cuando terminase el turno y la jamona hubiera dormido la mona. A Martín le faltó tiempo para aceptar. Más reticente fue Sandra e incluso alguno de los integrantes masculinos del grupo, que ya se habían hecho ilusiones de acabar empotrando la polla en alguno de los apetecibles orificios de aquella jaca que parecía dispuesta a todo.

Así que la fiesta continuó en otro lugar y Sandra, entre lágrimas y balbuceos, la borrachera ya había llegado a esa fase, se quedó solitaria en el sofá del reservado donde no tardo en tumbarse de lado y empezar a roncar como una cerda a pesar de la escandalosa música que venía desde la pequeña pista de baile, todavía muy frecuentada a las dos de la mañana.

Un par de veces, durante su turno, Martín se acercó a ver a su vecina, que dormía como una bendita con la boca semiabierta y soltando un reguerito de baba sobre el cojín del sofá. Tenía la minifalda muy subida y se apreciaba perfectamente su precioso pandero, blandito, grande y con un pequeño rastro de celulitis que debía temblar de lo lindo cuando la follasen a cuatro patas. Martín se limitó a mirar, estuvo tentado de meterle mano para ver cómo reaccionaba, pero prefirió no tentar la suerte. Ya habría tiempo para ello cuando la llevase a casa.

Sobre las dos y media de la mañana, empezó a llegar el personal del segundo turno, entre el que estaba Jorge, dos años más joven que Martín, y muy buen amigo suyo.

—Hola, Jorgito, ojo al entrar en el reservado cuatro —le saludó—. No coloques ningún grupo allí que está ocupado —comentó señalando la puerta.

—Vale, lo tendré en cuenta —respondió Martín.

—Hay una tía durmiendo. Se llama Sandra, es mi vecina que ha venido con un grupo y ha pillado una trompa como un piano. El caso es que me la han dejado aquí para que la lleve a su casa al salir.

—¿Sandra se llama? ¡Joder, voy a verla!

—Ya verás, tío, es mayor, pero está para darle polla hasta decir basta…

—Ya, ya. Es por una cosa.

Cinco minutos después Jorge se acercó a dónde estaba Martín y, visiblemente excitado, le dijo:

—¡Joder, tío, es la ostia! ¿Sabes quién es la tía que tienes esperando?

—No. Sé que se llama Sandra y que tiene un polvazo. Nada más.

—¡Es mi suegra, colega!

—¡Ostia, qué fuerte! ¡No jodas!

—No jodas, o sí. Si puedo… Es que mi suegra vive en tú calle, lo que no sabía es que vivía en tú finca y cuando me has dicho el nombre, lo he pensado por un momento. Pero, vamos, en la vida me lo hubiera creído, tío. Además, tú no sabes cómo es la muy cabrona. Sería, formal, una perfecta ama de casa. Si hasta creía que eran del Opus cuando empecé a salir con mi mujer.

—¡Pues mírala tú, a la seria y formal! Y tendrías que haber visto el espectáculo que ha montado antes.

—¿Y te la tienes que llevar a casa?

—Bueno, ese es el encargo que me han hecho… Y que pienso cumplir. Claro que, si la cosa se tercia, pienso hacer una breve escala en mi piso. Vamos que a poco que pueda me la follo. Me parece a mí que la tía va pidiendo guerra.

—¡Vaya sorpresa, joder! A mí también me ha puesto cachondo la muy puerca, con ese culo en pompa y la boquita soltando babilla por la comisura. Casi saco la polla y se la restriego por la jeta… ¡Je, je, je…! Me he acercado un pelín para olerle el culazo y me ha puesto como un verraco la muy zorra… ¡Me cago en todo!

—Pues nada, chico, ya te contaré como me va, je, je, je… —respondió Jorge entre risas.

—Espera, espera, que estoy pensando… El jefe me debe unas horas todavía de nochevieja del año pasado, que me tuve que quedar doblando turno. Voy a hablar con él a ver si me deja largarme antes, a fin de cuentas esto ya empieza a estar de capa caída —Martín señaló la sala ya medio vacía.

—Bueno, si te deja. Por mi va bien. Creo que tendremos Sandra para todos. Además, si ve una cara de la familia seguro que se pone contenta la guarrilla…

—Una cosa más, Martín.

—Dime.

—Me pido reventarle el ojete. Me hace ilusión, je, je, je… Además, me mola esto de ponerle los cuernos al gilipollas de Ricardo.

—¿Tu suegro?

—El mismo. Un gilipollas, ya te digo.

Al mismo tiempo, en el reservado de al lado, Sandra seguía en los brazos de Morfeo, soñando con los angelitos y recuperando parte de las energías que había ido gastando aquella noche con sus bailes sin sentido y demás idas de olla.

2. El coche

Cuando Sandra vio que junto a su vecino, del que no se fiaba demasiado, estaba también su yerno, se sintió mucho más cómoda y protegida. A pesar de la borrachera y el tonteo constante que llevaba toda la noche, la mujer no había perdido del todo sus inhibiciones y tenía ramalazos de responsabilidad que la cortaban un poco.

La pobre incauta, anduvo flanqueada por sus dos protectores, medio tambaleándose por la cogorza camino del coche, tropezando varias veces con los zapatos de tacón y sin darse demasiada cuenta de los descarados magreos que los dos tipos le propinaban, aprovechando su tambaleante deambular.

—Tenga cuidado, suegra, a ver si se va a caer y tenemos un disgusto —le decía Jorge mientras aprovechaba para palmear y sujetarle el culazo gelatinoso mientras cruzaban la calle hasta el coche, aparcado frente al pub. Es curioso, pero Jorge todavía hablaba de usted a su suegra. Quizá por su actitud conservadora y el aspecto de pareja anticuada que tenía junto al pelmazo de Ricardo, su suegro, un tipo bastante pedante e insoportable al que Jorge no tragaba.

Al otro lado, Martín, la llevaba bien sujeta de la cintura, notando cómo su mullida teta se apretaba contra su costado.

Si de Jorge hubiera dependido, habría colocado a Sandra en los asientos traseros para comenzar su ofensiva de camino al apartamento. Pero, Martín se negó en redondo. No tenía ganas de ir adelantando el festival. Prefería que la guarrilla se sentase junto al conductor. De ese modo podía tener una perfecta panorámica de sus muslazos, con aquella menguante minifalda, y de su coño, tenuemente cubierto por aquel tanguita que dejaba escapar escasos y recortados pelillos de su cuidado pubis. Así, de rebote, evitaba que el cabroncete de Jorge empezase la fiesta sin él. Además, sabiendo lo impulsivo que era, igual metía la pata y destapaba la liebre, alertando a la jamona antes de tiempo. Igual lo que conseguía Jorge si no medía bien sus pasos era asustar a la mujer y se quedaban ambos compuestos y buscando una furcia callejera que les bajase el calentón.

De modo que, en aquella cálida noche, comenzaron el trayecto de apenas media hora camino del piso de Martín con un objetivo clarísimo: darle un buen repaso a la jamona.

Sandra, medio atontada, empezó a cabecear nada más sentarse. Jorge puso algo de música y condujo con precaución. No tenía intención de cometer ninguna infracción aquel día que les jodiera la fiesta.

La buena mujer se quedó medio frita con el suave traqueteo del vehículo. La brisa nocturna que entraba por la ventanilla medio abierta le movía los cabellos, pero la jaca ni se inmutaba, con los ojos cerrados y la cabeza medio caída, balbuceaba incoherencias e iba tarareando las canciones que sonaban en la radio.

Martín decidió ir probando el nivel embriaguez (y desinhibición de su vecina) y, al descuido, plantó la mano en el muslo para ver si recibía algún mal gesto o una reprimenda. Nada, la mujer parecía inmune a aquel invasor y, sin inmutarse, dejó que la mano fuera subiendo por el muslo hasta llegar a sus braguitas, donde se quedó un momento quieta, alternando el cambio de marchas con la calidez del coño que se percibía claramente a través de la ligera tela.

Jorge, desde atrás y atento a los movimientos de su amigo, decidió tantear también a su suegra.

—¡Joder, está empanada perdida la guarra, eh! Parece que no se entera de nada —comento Jorge asomando la cabeza entre los asientos, con la mirada fija en la zarpa de su amigo.

—Lo que tú digas, pero tiene el coño ardiendo. ¡Está empapado! Está tía está cachonda perdida —Martín sacó la húmeda mano del coñito de la mujer y la olió antes de chuparse los dedos.

Jorge, se acercó y contempló la cara de Sandra. Con la mano le levantó la cabeza agarrándola del pelo.

—¡Eh, suegra, putilla…! ¿Dice mi amigo que estás cachonda? —dejó de tutearla. Lógico, teniendo en cuenta sus intenciones.

Un absurdo e inconexo gemido, acompañado de una absurda sonrisa y un intento de abrir los ojos y mirar a su yerno, fueron tomados por Jorge como una afirmación a su pregunta. De modo que, ni corto, ni perezoso, metiendo cómo pudo la cabeza entre los asientos delanteros le pegó un lametón a la cara de la mujer, que acrecentó su estúpida sonrisa. Jorge notó el sabor salado de su cara, seguramente de sudar cuando estaba bailando y procedió a pegarle un intenso morreo que la mujer, medio aturdida le devolvió con dificultad por su postura. La mujer entrelazó la lengua con la de su yerno y se dejó explorar la boca por la del chico que le dio un intenso repaso. Al mismo tiempo empezó a palpar las tetazas y a masajearle los pezones, bastante tiesos y que se distinguían perfectamente a través del sujetador y la camiseta.

—¡Joder, suegra, me estás poniendo el rabo como un poste! Hoy no te libras de un buen revolcón, cabrona.

La mujer, que seguramente no entendía ni lo que le estaban diciendo, asintió entre risitas y, relajada, se recostó hacia atrás dejando que el aire de la calle la refrescase mientras uno de los chicos le sobaba el coño y el otro le masajeaba las tetas. Sí, estaba a punto.

3. El piso del vecino

Antes de subir al piso, Martín se fijó, mirando las ventanas de la vivienda de Sandra, que la luz del salón estaba encendida. Seguramente Ricardo, el abnegado esposo de la jamona, estaba esperando la llegada de la mujer para irse juntos al lecho conyugal. Martín fantaseó conque el pobre tipo quizá estuviera cachondo y deseoso de follarse a la jaca que tenía por esposa, aprovechando aquello de sábado sabadete. Pero pronto desechó la idea al pensar en la pinta (y actitud) de gilipollas que tenía el pobre infeliz, un aspirante a cornudo de manual. Y eso era lo que iban a hacer minutos después tanto Martín como Jorge, el entrañable yerno de Sandra, taladrar a fondo a la puerca para que el bueno de Ricardo pudiera ostentar orgulloso la cornamenta con la que le iba a obsequiar la putilla de su esposa.

Al bajar del ascensor, Sandra, todavía vacilante, hizo un amago de dirigirse hacia su puerta. Quizá como un acto reflejo o un ligero rescoldo de decencia que persistía a pesar de la borrachera y de que su empapado coño pedía rabo a gritos.

Fue Jorge el que, agarrándola con fuerza del cuello, la recondujo hacía la puerta de Martín.

—¡Vamos, venga, venga, suegra, no te escaquees, que tienes que terminar lo que has empezado!

—¡Eeeh…! ¿Có… cómo…? —acertó a preguntar la buena mujer con la boca pastosa.

—¡Tira para adentro, guarrilla! —Esa fue toda la explicación que recibió, acompañada de un fuerte manotazo en el pandero que la hizo trastabillar y la introdujo en el piso de soltero de Martín. Un picadero perfecto.

Menos de cinco minutos después, la jamona estaba arrodillada en el sofá, en pelota picada, comiendo alternativamente la polla de cada uno de los jóvenes mientras pajeaba al otro. Las babas chorreaban sobre los huevos de los chicos, que contemplaban asombrados la entrega y la dedicación de la jamona que tan solo interrumpía su tarea de tragasables para beber agua de una botella que tenía al lado. Entre el alcohol y la mamada se estaba deshidratando, pobrecita.

Se sucedían los insultos y los escupitajos de los chicos, que la mujer recibía con aparente entusiasmo. No sabemos si por la trompa que llevaba o porque le estaba encantado aquel rollo de machos dominantes que se traían aquellos dos. El caso es que, con la cara sudorosa y mojada de saliva, los ojos vidriosos y lagrimeando, no pudo evitar empezar a pajearse con su mano libre para calmar el calentón que llevaba.

El hecho no pasó desapercibido para Jorge que decidió plantear al anfitrión un cambio de ubicación. Del sofá fueron a la cama y allí, procedió a taladrar el coño de su suegra a cuatro patas mientras ésta seguía mamando la polla de Martín que, recostado en la cabecera de la cama, meneaba violentamente el cabezón de la guarra para marcarle el ritmo.

Martín se corrió en la boca de la cerda que no hizo ni un amago de frenar el ritmo de la mamada. Se tragó la lechada como quién se toma un chupito. Martín empezó a excitarse de nuevo casi inmediatamente. Decidió cambiar de juego y casi arrancando la polla de la boca de la jamona, se colocó tumbado en la cama con las piernas bien abiertas y levantadas y colocó la cara de Sandra en perfecta posición para que pudiera hacerle una buena comida de huevos y ojete. La mujer, lejos de rechazar el manjar, se lanzó como una fiera a degustarlo.

Por su parte, Jorge, seguía taladrando a buen ritmo el coño de la cerda a cuatro patas, y empezó a trabajarle el ojete con los dedos después de ir escupiendo abundantemente entre sus nalgas. Con el pulgar dentro del culo de su suegra, la sujetaba con la palma de la mano mientras iba penetraba con fuerza su encharcado coño. Finalmente, justo cuando se corrió su amigo Martín, decidió estrenar el ojete de su suegra. Ya que la hija no dejaba petarle el culo, al menos se lo podría hacer a la puerca de su madre. A fin de cuentas, le daba bastante más morbo el asunto. De modo que, sacó el dedo y observó el agujerito expectante, sobre todo tras oír como la puta decía, interrumpiendo la comida de culo que estaba haciendo a Martín:

—¡No pares, cabrón, no pares! ¿Por qué la has sacado, joder?

Jorge sujetó las nalgas bien abiertas y enfiló la polla, más tiesa que nunca, hacia el estrecho agujerito trasero de Sandra. Ésta no pudo evitar moverse hacia delante, como un acto reflejo, tratando de evitar la inesperada incursión por la retaguardia. Está claro que no esperaba una incursión por su agujerito marrón en aquel momento.

—¡Estate quieta, puta! —gritó el joven perdiendo la paciencia. Tenía ganas de correrse y quería hacerlo en el culo de su suegra.

La mujer, algo asustada ante la autoridad del grito, se detuvo y, con gestos de una cierta incomodidad, soportó la entrada del grueso capullo en aquel culito maduro y virgen. Martín, que veía la cara de dolor de la mujer, le sonreía y le acariciaba su enrojecida y sudorosa carita de puta. Para tranquilizarla, le colocó la polla en la boca con la sana intención de que fuera mamando algo. «Anda chupa un poquito, tómalo como una anestesia», le dijo con ironía. La mujer, con el capullo en la boca, bastante desconcertada por aquella entrada lenta y tortuosa de la polla de su yerno en el culo, levantó los ojos con aspecto suplicante. Desde luego, si esperaba que Martín intercediera con su amigo a la hora de detener su follada anal, había pinchado en hueso. No solo, no pensaba hacerlo, sino que tenía intención de imitarlo a la menor ocasión.

El caso es que Sandra no tardó en acostumbrarse a la presencia de una polla en su culo y, a pesar del grosor de la misma y de cierta agresividad de su yerno, no pudo evitar empezar a disfrutar de nuevo. Estaba bastante cerca de tener algo así como un orgasmo anal cuando, tras unas serie de espasmos acompañados por un rugido gutural, notó como gruesos borbotones de espesa y calentita leche, regaban sus entrañas. Fue una sensación agradable que, además, estuvo acompañada por un cariñoso achuchón de su yerno. El chico le mordisqueó el cuello y, a continuación, empezó a babosearle el cuello haciéndole un enorme chupetón (a ver cómo justificaba eso ante el pobre Ricardo).

No tardó mucho la buena mujer en recibir una nueva visita en el culo. Hubo cambio de roles y Martín rellenó con su polla el abierto ojete de Sandra, mientras su yerno le plantaba la polla delante de la cara para que la fuese relamiendo.

—¡Venga, suegra, así puedes saborear el culo de una puta, que seguro que te encanta!

La mujer, en lugar de sentirse ofendida, no dudó en olfatear la polla (le gustó, sorprendentemente) y empezó a relamerla con suavidad, realizando un trabajo de artesanía. Por suerte, Martín taladraba su culo, con más suavidad que su yerno. Menos mal, porque su polla era algo más gruesa.

El ambiente estaba tan caldeado que los dos jóvenes no tardaron en correrse. Sandra, que a esas alturas ya estaba completamente sobria, notó de nuevo como una buena dosis de lefa le rellenaba el recto y, segundos después, borbotones de semen de su yerno entraban directamente en su tráquea. El cabrón de Martín le había apretado con fuerza la cabeza hasta hacerle tragar su polla hasta los huevos para correrse directamente en su garganta. La mujer, dilatando las aletas de la nariz, con los ojos muy abiertos, se esforzó, entre arcadas, por satisfacer al macho, al tiempo que sujetaba con la manita hacia atrás la muñeca de Martín, que todavía sujetaba su culazo, con intención de evitar que retirase su polla del culo. Quería notar los latidos de la tranca en su ojete mientras iba perdiendo rigidez. Martín volvió a sujetar sus cadera y Sandra bajó la mano para tocar su encharcado coño. Bastaron dos pasadas por el tieso clítoris y se corrió al instante. Jorge dejó de apretar su cabeza y la mujer se separó de la chorreante y baboseada polla boqueando como un pez fuera del agua ante las risas de ambos chicos.

Después, sonrió y se dejó caer agotada sobre la cama palpándose el ojete con la mano y notando, entre ligeros pedetes, como salían borbotones de leche que no dudaba en llevarse a la boca.

Los dos jóvenes la miraron asombrados y sonriendo.

—¡Menuda guarra! —dijo Jorge.

—Y que lo digas —contestó su amigo,

Sandra, flipando con el polvo, los miraba en éxtasis, como si estuviera en otro mundo.

—Yo me voy a casa, Martín —dijo Jorge—, si acaso se la devuelves tú al cornudo. No tengo ganas de verlo.

—Claro, no hay problema —respondió Martín— ¡Eh, guarrilla, espabila! —le dio a Sandra un par de cachetes a los que la mujer respondió con risitas y girándose mostrando el culo— ¡Joder con la putilla, todavía quiere más! Pues tendrá que ser otro día… ¡Venga, Sandra, espabila! Que seguro que el tonto del culo de Ricardo está todavía despierto esperando.

Jorge, que ya se había vestido, se acercó a la jamona. Se agachó y le pasó las manos por el pandero acariciándolo. Los ronroneos de la mujer pidiendo guerra daban buena muestra de que no desdeñaba la caricia. La jamona fue izando el culo hasta ponerlo en pompa, lo que Jorge aprovechó para meter el dedo en el abierto ojete y dárselo a chupar a su suegra que lo lamió con ganas.

—¡Chupa, chupa, guarra! Esto tenemos que repetirlo, ¿eh?

—Sí señor —respondió la mujer relamiéndose.

—Me voy a casa que estará tu hija esperando, je, je. Que sepas que no es tan buena como tú en la cama, putilla.

—Gracias —respondió la mujer al inesperado halago.

—Adiós. ¡Ah, y dale recuerdos al cornudo, je, je, je…!

4. Entrega a domicilio

Debían ser cerca de las cinco de la mañana cuando sonó el timbre. Ricardo, aburrido de esperar a su mujer, se había quedado frito en el sofá viendo la tele. El pobre dio un respingo al oír el timbre y se levantó de inmediato para abrir la puerta.

El cuadro que encontró, no podía ser más esperpéntico. Allí estaba Sandra, con un aspecto bastante ridículo, el rímel corrido, despeinada y con algunos mechones de pelo pegados a su frente (como manchados de gomina o algo similar), tambaleándose inestablemente sobre aquellos tacones que no estaba acostumbrada a llevar, con carreras en las medias, la minifalda casi sobre el muslo (dejando casi a la vista el triangulito del pubis) y la camiseta puesta de cualquier manera, con la etiqueta por fuera y los pezones marcadísimos, en el bolsito que colgaba de su mano se veía asomar el broche del sujetador guardado dentro.

—¡Hooola! —dijo la mujer con síntomas evidentes de embriaguez.

Ricardo, estupefacto, no pudo contestar.

—Hola, Ricardo —intervino Martín que sostenía a la mujer de la cintura para evitar que se cayera—. Mira, que resulta que me han dejado a Sandra en el pub. Ha sido la gente de la cena del trabajo, se ve que ha comido algo que le ha sentado mal y Eugenia, esa amiga vuestra, me ha pedido si la podía traer a casa al salir del turno.

—Claro, claro, Martín, lo siento. ¡Vaya cuadro, pobrecilla! Seguramente será el marisco o algo que estuviera en mal estado —respondió Ricardo, tratando de quitarle fuego al asunto, mientras trataba de introducir a su mujer en el piso. Ella se resistía, agarrando la cintura de Martín y, en un momento dado, le pegó un apretón en los huevos ante el que, tanto un sorprendido Martín, como un asombrado Ricardo, hicieron la vista gorda.

Finalmente, Ricardo, consiguió despegar a su mujer del joven vecino y atraerla hacia el piso. No sin que antes, la jamona, le diese un besito en los labios a Martín. «¿Un piquito?», le preguntó la muy cachonda antes de besar la boca del maromo y darle un buen lametón en los labios, mientras su abochornado esposo la arrastraba hacia el interior del apartamento.

—¡Gracias, gracias, Martín, ya puedes irte si quieres! ¡Muchas gracias, de verdad!

—¡Aaaaaaadios, guapoooo…! —repetía Sandra, arrastrada por Ricardo.

—De nada vecino, para eso estamos —respondió un satisfecho Martín, palpándose el paquete ante la anhelante mirada de Sandra, cuando Ricardo estaba girado.

—¡Joder, Sandra, menudo desastre! ¡Cómo vas! Estás toda pegajosa y pringosa y ¿qué te has echado en el pelo…? —estas frases o muy parecidas eran las que iba repitiendo Ricardo mientras arrastraba a su mujer directamente a la ducha. Suponía que una ducha calentita la despejaría y la dejaría en condiciones de ir a la cama.

Además, el buen hombre tenía ganas de guerra aquel sábado, a fin de cuentas, era el primer día que tomaba Viagra. Se la había recetado el médico después de varios años de impotencia sin tratamiento que casi arruinan su matrimonio. Menos mal que Sandra era una buena mujer de su hogar, religiosa, excelente ama de casa y bastante ajena a los deseos carnales. O, por lo menos, así había sido hasta aquel día. Aunque ahora, Ricardo la encontraba un poco extraña. Lo curioso del asunto, es que había sido idea suya que acudiera a aquella cena de la empresa. Ella nunca iba a esas fiestas. Ricardo se había conchabado con su amiga Eugenia para que la vistiera moderna y con buen aspecto como para no desentonar en el ambiente juvenil de aquella empresa de videojuegos en la que trabajaba. Hasta le había hecho comprar ropa interior nueva, de la que se llevaba ahora. Todo con la idea de que cogiera confianza, se sintiera deseaba y volviera a casa a reestrenar el nuevamente duro pene de su esposo. Hacía ya casi diez años que no mojaban.

Pero al pobre Ricardo todavía le quedaba lo mejor o lo peor, según se mire. Cuando la jamona de su mujer se estaba duchando, Ricardo pudo observar todas la magulladuras, chupetones (en el cuello, las nalgas y algún que otro lugar), cardenales y secuelas de lo que parecía una caída por el monte o, lo que era el caso, un potente encuentro sexual. Así y todo, el pobre e inocente Ricardo, se atrevió a preguntar:

—Pero, cómo vienes, Sandra, parece que te has caído por un barranco…

—Casi, casi… —respondió la mujer sin un ápice de vergüenza o arrepentimiento—, mejor que ni lo sepas.

Claro que todavía faltaba la pista más evidente. Cuando la mujer se quitó el destrozado tanguita y se agachó para coger la esponja del suelo de la ducha, mostró una perfecta panorámica a su esposo del ojete, todavía medio abierto, enrojecido y con goterones de leche seca en los alrededores y de leche fresca, espesa y calentita que todavía iba saliendo poco a poco del dilatado agujerito. El pobre cornudo miró asombrado el culo de su sacrosanta esposa y, para racionalizarlo, interpretó que la buena mujer debía andar algo suelta de la tripa, por la cosa de la presunta intoxicación en la cena, tal y como le había contado el cabroncete de Martín. Está claro que no hay más ciego que el que no quiere ver.

Eso sí, Sandra no hizo el más mínimo amago de ocultar su cuerpo baqueteado. Es más lo exhibía con un cierto orgullo. Estaba contenta por haber pagado un precio tan bajo a cambio de la retahíla de orgasmos que había obtenido a cambio.

Después de la ducha, algo más despejada, Sandra se puso un albornoz y se tomó un buen vaso de leche calentita (de vaca esta vez) antes de ir a la cama.

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Jorge y la Puta de su Suegra Sandra – Capítulo 002

El pobre Ricardo, que había reservado su raquítica erección para el momento de tener cerca a su mujer con la sana intención de sorprenderla gratamente con su nuevo vigor sexual, intentó un tímido acercamiento al culazo de su esposa que, nada más meterse en la cama, se puso de lado para intentar dormir (estaba reventada la pobre, no es de extrañar). La mujer, medio dormida ya, notó la pichita de su esposo en las nalgas desnudas (no se había puesto ni pijama, de lo cansada que estaba). Algo sorprendida pensó que era la mano de su marido y no hizo caso. Después, cuando Ricardo le sujetó las caderas e intentó besarle el cuello mientras frotaba su pollita contra el culo, le dijo un desabrido:

—¡Joder, Ricardo, déjame dormir! Estoy cansada. A buenas horas se te ocurre. Anda ve a hacerte una paja si quieres o lo que te dé la gana, pero déjame tranquila. No tengo ganas. Otro día tal vez.

El hombre, decepcionado y cortadísimo, se alejó de su esposa que ya le había dado una patada para poner distancia.

Se habría hecho una paja, si la erección no hubiera desaparecido de golpe.

5. Buenos días

Al día siguiente, la pobre Sandra se levantó con una resaca de las que hacen época. Afortunadamente era domingo y no tenía que ir a trabajar, pero, aun así, no estaba para monsergas y, lejos de su actitud habitual de modélica ama de casa, estuvo comportándose como una auténtica borde ante el interés del pobre Ricardo por su estado. El hombre, ignorante de la verdadera naturaleza de la juerga que se había corrido su mujer la noche anterior, seguía pensando que su calamitoso estado se debía a una intoxicación. Sus preguntas, tratando de averiguar cómo había ido la fiesta y qué era lo que había tomado su pobre mujer que tan mal le había sentado, se encontraban con respuestas ácidas, desabridas o directamente insultantes. De modo que el hombre plegó velas y decidió dejar a su maltrecha media naranja que se recuperase de su cogorza en la cama durante toda la mañana.

Sandra, que había pasado una noche bastante inquieta, empezó a encontrarse algo mejor a base de beber agua (ideal para la resaca) y hacerse un par de dedillos para calmar la excitación que le sobrevino en cuanto recordó las pollas de su yerno y su vecino entrando en su culo como Pedro por su casa y el enorme placer que había descubierto siendo sometida de aquella manera por los dos jóvenes sementales que la utilizaron como una puta (con su consentimiento, que conste).

El caso es que, sobre la una y media, bastante recuperada ya de su noche toledana, se levantó y se duchó. Después, acudió al salón, saludó a Ricardo algo más conciliadora y éste, como un perrillo apaleado, se sintió mejor y más satisfecho e, iluso él, pensó que quizá esa noche podría mojar el churro si su mujer se había recuperado de aquella inoportuna intoxicación.

Sandra hizo la comida. Una comida contundente, un par de chuletas, huevos y patatas fritas. Rioja para beber, algo de fruta y un yogur (desnatado: hay que cuidar la línea) de postre. La mujer tenía un hambre canina y, Ricardo, poco acostumbrado a ver a su esposa zampar comidas tan contundentes, pensó que, después de la intoxicación a su mujer le vendría bien reponer fuerzas.

La tarde la pasaron los dos acurrucados en el sofá. Sestearon viento una película de esas alemanas que dan los domingos en la televisión y Ricardo, con la autoestima en franco crecimiento, disfrutó al tener a su mujer tumbada junto a él, utilizando su mullida barriga como almohada. Casi creyó que renacía algo de pasión perdida. Para Sandra fue una cuestión de comodidad. La panza de su esposo tenía el tamaño perfecto para acomodar su cabeza y echarse una buena siesta. Mejor que un cojín viscoelástico, vamos.

A las siete de la tarde, Sandra se despertó fresca como una lechuga. Fue a echar una meadita, se limpió los dientes, se perfumó, se quitó las braguitas y, al salir, le dijo a Ricardo:

—Ricardo, voy un momento a casa de Martín para ver si me puede dejar un par de huevos, que se nos han acabado y quiero hacer tortilla para cenar.

—Claro, Sandra, hasta ahora —respondió un animado Ricardo.

Sandra volvió dos horas más tarde. Por cierto, sin los huevos.

6. Visitando al vecino

—¡Hombre, vecina, qué sorpresa! —dijo Martín en el umbral, contemplando al trasluz del transparente camisón, el opulento cuerpo de la cachonda Sandra.

—Venía a por un par de huevos —respondió la mujer con una sonrisa de oreja a oreja, echando mano del paquete del joven. Éste, la arrastró hacia adentro y, tras dar una patada para cerrar la puerta, la agarró del cuello y la fue llevando hacia el interior de la vivienda mientras Sandra, entre risas, iba dando saltitos, como una Geisha bien jamona.

Cinco minutos después, la puerca estaba de pie inclinada hacia adelante, con las manos apoyadas en la mesa del comedor, una sólida mesa de roble, al tiempo que Martín apuntaba la polla entre las piernas de la jamona. El capullo de Martín entró en el coño de la cerda como una exhalación, la enorme humedad del chocho de la guarra ayudaron a la penetración.

—No, no… Por ahí, no, cabrón… Por el culo —gimoteó una anhelante Sandra, mientras separaba un momento las manos de la mesa para abrirse bien las nalgas y ofrecer su enrojecido ojete a su vecino. Éste, alucinando, no perdió la opción. A nadie le amarga un dulce.

—¡Joder, menuda puta estás hecha! —el amoratado capullo, con la lubricación obtenida por el coño de la mujer, entró en el culo provocando un gemido de Sandra. El estrecho ojete se fue dilatando a medida que la polla iba ganando terreno. La penetración fue lenta, pero muy placentera, a tenor de los profundos suspiros de la mujer que volvía a apoyar las manos en la mesa para evitar derrumbarse por el impacto de aquel polvazo. Cuando quedaba un tercio de tranca, Sandra suplicó:

—¡Métela toda, por Dios! ¡Métela de golpe, hijo de la gran puta! ¡Fuerte, cabrón!

Un asombrado Martín, no dejó pasar la ocasión y de golpe embistió a la madura guarra que tras lanzar un tremendo berrido, empezó a acompañar los vaivenes del joven con sus caderas para ayudar a la follada.

El pobre Martín no pudo resistir demasiado aquella forma de ser jaleado por la bestia parda que se estaba follando y, sumamente excitado por los insultos de la puerca, se corrió a los pocos minutos. La jamona se desplomó sobre la mesa, aplastada por el peso de su amante, mientras la polla iba aflojándose hasta que, un par de minutos más tarde, salió sola del ojete. Mientras, la pareja se besuqueaba en aquella incómoda postura.

Minutos después, mientras Martín se tomaba una copa en el sofá, Sandra le mamaba la polla disfrutando del sabor del rabo de su amante, recién salido de su culo, y poniéndolo en forma para un segundo asalto.

Esta vez el polvo fue algo más convencional, por el coñito y con ella haciendo de cowgirl dominando el cotarro. Sandra se corrió antes que él y decidió que su macho se merecía que la putita de su vecina se tragase toda su lefa. De modo que remató la tarde con una buena mamada que culminó, tras la muestra de la lefa en la boca a Martín, con un buen chupito de leche de macho recién ordeñada.

Mientras estaban follando el timbre del piso sonó un par de veces. Se trataba, con toda seguridad, del pobre cornudo, extrañado ante el retraso de la puta de su mujer. Ninguno de los amantes se dignó prestarle atención al sonido.

Cuando Sandra llegó a casa, despeinada, sudorosa y con el aspecto de haber hecho una maratón, se encontró a un hosco y hostil Ricardo que la atosigó a preguntas. Las respuestas fueron unas evasivas tan absurdas como increíbles. «Nada, nada, no pasa nada. Que Martín me ha estado contando que tenía problemas con su novia. El chico estaba un poco deprimido y cómo ayer se portó tan bien trayéndome a casa, he tenido que hacerle un poco de caso».

Después, ante un incrédulo Ricardo, Sandra se fue a la cama. Sin cenar. El pobre marido se hizo un triste sándwich y se quedó viendo la tele, convencido de que, seguramente, su mujer tampoco estaría hoy para acrobacias sexuales. Y era cierto, ya había tenido bastante por aquel día.

7. Nuevas rutinas para Sandra

El regreso el lunes a la oficina fue apoteósico. Las miradas y los comentarios de los compañeros, lejos de ser discretas murmuraciones, fueron bromas directas e hirientes sobre el comportamiento de Sandra en la cena de empresa. Pero, lo que en cualquier otra hubiera supuesto un derrumbe de la autoestima y una vergüenza tremenda, para Sandra supuso un chute de adrenalina que le hizo mantener la cabeza alta y menear más aún el culazo, embutido en unos ajustados leggins y que se balanceaba al ritmo que marcaban los tacones que había decidido llevar a la oficina.

De modo que, dada su actitud, sus compañeros decidieron aparcar el cachondeo y centrarse: por un lado los tíos, en tirarle los tejos e intentar meterle mano con mayor o menor disimulo y por otro las tías, en mirarla con una cierta envidia criticándola a lo bestia. Ella, altiva y ausente, tan solo prestó atención a Eugenia, su amiga, que, al final, había conseguido su objetivo: ponerla a punto para un buen polvo. Claro que la triste pollita de su marido, que debería haber sido la que se beneficiase de ese cambio de actitud, se había quedado con las ganas y fueron las dos trancas de su vecino y su yerno las que se llevaron el gato al agua.

Eugenia ignoraba el fin de fiesta de su amiga y no podía comprender cómo seguía comportándose de aquel modo, como si fuera buscando guerra, un lunes por la mañana, después del calamitoso estado en el que la dejó a cargo de su vecino en el pub.

No fue hasta la hora del café, que tomaron juntas, cuando Sandra le contó la historia con pelos y señales y sin omitir el mínimo detalle.

Eugenia, escuchó alucinada la increíble peripecia que le contó su amiga. No se la habría creído si no fuera por el par de fotos que le mostró de su jeta enrojecida con una gruesa tranca encajada hasta la tráquea y los ojos abiertos como platos mirando el objetivo. Era una imagen que Martín había compartido con Jorge su compañero de trabajo y yerno de Sandra para ponerle los dientes largos de envidia mientras se la trajinaba el domingo por la tarde. Sandra le pidió a Martín que se la enviase. Le gustaba mirarla de vez en cuando para notar como el coño se le humedecía como un acto reflejo al recordar la escena.

—Ya has visto, Eugenia, estás hablando con una nueva Sandra. Una zorra de campeonato.

—Ya veo, ya —respondió Eugenia que, sin poder evitarlo, había empezado a envidiar la suerte de su amiga, al mismo tiempo que notaba como el coño se le humedecía con la asombrosa historia que le acababa de contar—. Pero, ¿y Ricardo? ¿qué va a pasar con él?

—Nada, ¿qué quieres que pase? —contestó Sandra con una total indiferencia—. Seguirá con sus cosas, su tele, sus partidas de mus en el bar y sus gilipolleces. De todas formas, llevábamos sin follar desde hace siglos… ¡Ah, ahora me acuerdo! ¡Alucina con esto! Resulta que aquella misma noche, cuando aquellos dos me hicieron un sándwich, llego reventada (literalmente) a la cama y no va el capullo de Ricardo y me pega la pollita al culo por la noche… ¡Que quería guerra el tío! Y yo, que llevaba un tute que te cagas y me había bebido hasta el agua de los charcos, estaba como para follar con el pobre infeliz. Joder, me sabe mal, pero qué quieres que te diga, después de haber estrenado el ojete de aquella manera y de tener a dos taladradores como aquellos, si me meto la pilila de cornudo me acaba bailando sin tocar pared…

Eugenia asistía flipando al soliloquio de su amiga. Y más aún si tenemos en cuenta que todo el asunto era un plan urdido entre ella y el marido de Eugenia para levantarle la libido a la mujer y, de paso, estrenar las pastillitas azules que había comprado el hombre por internet. En fin, pensó Eugenia, Ricardo iba a tener que darle al manubrio como un adolescente porque, por lo que parecía, la nueva Sandra no parecía estar mucho por la labor de cumplir como esposa, por así decirlo.

—La cosa promete —concluyó una animada Sandra, ante su amiga.

La pobre Eugenia que aunque tenía una vida sexual algo más activa que la de Sandra, acababa de darse cuenta de que sentía una envidia tremenda. Envidia sana, claro. Así que pensó en que, aplicando el viejo dicho, «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija», decidió aprovechar la coyuntura para ver si, por aquellas cosas del destino, podía entrar a formar parte de alguna ampliación del trío de su amiga con los dos jóvenes. Quizá a ellos también les vendría bien carne de jamona fresca y se terciaba la ampliación hasta un cuarteto.

Más tarde se tuvo que pajear en el lavabo recordando las aventuras de Sandra e imaginándose a sí misma como protagonista.

El día a día de Sandra siguió siendo como antaño. Trabajo en la oficina de lunes a viernes por las mañanas, pilates los martes y los jueves y cine con las amigas los viernes. Eso sí, se habían añadido dos nuevas rutinas en las tardes que tenía libres. Los lunes y los miércoles, en las que coincidía con la libranza de Martín, se iba a hacer una visita a casa del vecino.

Empezó yendo sobre las cinco hasta las ocho, aproximadamente. Recogía la casa después de comer y, aduciendo alguna excusa chorra, dejaba a Ricardo mesándose la cornamenta e iba a satisfacer a su macho.

Claro que la cosa se le fue quedando corta y pasó a comer directamente en casa de Martín. Al salir del trabajo, saqueaba descaradamente su nevera y se iba a hacerle la comida a su macho. Esta vez la excusa había cambiado y le contaba al pobre Ricardo la milonga de que estaba enseñando a cocinar al chico que se iba a casar dentro de poco y no tenía ni pajolera idea de hacer nada de comer y, claro, «ya sabes, Ricardo, que los matrimonios de ahora no son como los de antes y los dos tienen que hacer cosas en casa». Ricardo el pobre se quedaba en casa con la mosca detrás de la oreja, pero seguía sin atreverse a decir nada, ni a manifestar ninguna sorpresa.

Al final, acabó quedándose a dormir esos dos días. Una tarde en que la sesión se había prolongado hasta las nueve y estaba todavía en la cama de su amante, sudorosa, satisfecha y con el coño y el culo con restos de las abundantes corridas de Martín, decidió preguntar a Martín si le importaría si cenaban juntos y, ya que estamos, se quedaba a dormir con él. A Martín le pareció estupendo, como no, y la animo para que fuera a por sus cosas a casa para ducharse por la mañana antes de salir para el trabajo. Le ilusionaba especialmente despertarse con una mamada matutina en vez de con el incordio del despertador.

Sandra se fue en pelotas, tal cual estaba, cubierta con una bata de Ricardo que le venía bastante grande, camino de su casa, donde el pobre cornudo la esperaba para cenar, sin querer aceptar lo que estaba resultando más que evidente. No tuvo opción ni de preguntar. Nada de nada. Sandra le dijo directamente:

—Voy a coger el cepillo de dientes y la ropa de mañana. Me quedaré a dormir en casa de Ricardo. Me ha invitado a ver una serie en Apple +, y como nosotros no tenemos… Acabará tarde, así que para no despertarte, casi mejor me quedo a dormir allí.

Ricardo, boquiabierto, no tuvo tiempo ni de asentir, ni de negar, ni de preguntar nada, Sandra le dejó mirándola y fue a buscar sus cosas.

Así fue como los lunes y los miércoles Sandra acababa follando y durmiendo con su amante con el consentimiento tácito del pobre Ricardo que estaba cada vez más bloqueado y era incapaz de corregir aquella absurda situación.

Paralelamente, Jorge, el yerno de Sandra, andaba con bastantes dudas acerca de la impresión real de su suegra después de la tremenda follada de aquel sábado. Sandra no había intentado comunicarse con él, por lo que el joven desconocía si la experiencia le había resultado satisfactoria o era algo sobre lo que prefería correr un tupido velo.

En realidad, no es que Sandra estuviera arrepentida de haber entregado todos sus orificios también a su yerno o que creyera que éste la había sometido aprovechando su momentánea debilidad alcoholica, la verdad es que estaba demasiado ocupada follando con su vecino y descubriendo el sexo en sus múltiples variantes como para volver a quedar con Jorge… todavía.

De modo que Jorge se tuvo que conformar con la información indirecta que le proporcionaba Martín, su compañero de trabajo. Y, como no podía ser menos, estaba verde de envidia por el pedazo de jamelga que se estaba cepillando su colega cada dos o tres días. Más aún cuando Martín le vacilaba enseñándole los vídeos y fotos que tomaba cuando se la estaba follando: retratos de la puerca con le jeta repleta de semen, su enorme culazo penetrado por la tranca de Martín y, algo que le sorprendió, una bonita y bella estampa de la carita de la cerda incrustada entre las piernas de Martín, con los huevos de su vecino en la frente mientras repasaba con la lengua el ojete de su macho. Esta última escena era un breve vídeo de unos veinte segundos en los que se oía a Martín jaleando a la zorra, con estimulantes insultos que la enardecían («¡puta, guarra, lame bien, gorrina!», etc.), y culminaba con la cara congestionada de Sandra emergiendo de entre las piernas de Martín para empezar a chuparle los huevos mientras le pajeaba. ¡Digno de un Oscar, vamos!

Pero las dudas de Jorge se disiparon el fin de semana, cuando acudió con su mujer y su hijita de un año, la nieta de la guarrilla, a la tradicional comida familiar de cada domingo.

Después de un abrazo y un beso algo más efusivos de lo normal, pero sin excesos (estaban la hija y el marido delante), Jorge notó como, al volverse los otros, Sandra le masajeó con fuerza la polla por encima del pantalón, lo que indicó a las claras que no había olvidado nada de lo ocurrido aquel sábado noche.

La comida transcurrió por los cauces habituales, a pesar de que Jorge, se sentía algo tenso por la frialdad de su suegra que parecía no recordar nada de lo que había sucedido días antes entre ellos. Desde luego, ante el resto de la familia, estaba clavando su actitud de indiferencia, tan similar a la que hasta hacía bien poco había sido la habitual en las relaciones entre ambos.

Era cierto, el comportamiento de Sandra era el mismo que todos los domingos anteriores: una conversación banal con las típicas preguntas a su hija acerca de cómo iban las cosas y qué tal estaba la nietecilla. Mientras tanto, se suponía que yerno y suegro hablaban de temas trascendentes. Lo típico, vamos: fútbol y política. Claro que la conversación entre Ricardo, bastante deprimido por su situación de cornudez, y Jorge, más pendiente de las reacciones de la guarra de Sandra que de otra cosa, fue bastante fría y protocolaria. Lógico, si tenemos en cuenta que, ni uno, ni otro, se tenían la menor simpatía (una de las razones principales, por otra parte, por las que Jorge disfrutó tanto de reventarle el ojete a su suegra: ponerle los cuernos a un gilipollas como Ricardo no tenía precio, como dicen en el anuncio de Visa).

Después de aquella desangelada comida, la familia se traslado a tomar el café y sestear en el sofá. Después su mujer dio el biberón al bebé e inmediatamente se quedó frita en el sillón. Ricardo, apuró el café viendo la tele y, sorprendentemente, se quedó KO al instante. Su encantadora esposa le había disuelto una dosis de somnífero capaz de dormir a un elefante y el hombre acabó en brazos de Morfeo en menos que canta un gallo.

Jorge miraba aburrido la televisión haciendo zapping, mientras oía el traqueteo en la cocina de su suegra, que terminaba de poner los platos en el lavavajillas. Por un momento pensó en acercarse a echarle una mano, pero lo descartó. Seguía teniendo la sensación de que Sandra estaba algo resentida, a pesar de su insinuación al tocarle el paquete al llegar a casa, que no quería volver a repetir la sesión de folleteo. Seguramente le bastaba con follar con su vecino. Lo de cepillarse a su yerno, aparte de ser bastante más pecaminoso, supondría cornear por partida doble a su marido y a su hija. Lo de su marido podría tener un pase (Ricardo era un estúpido integral y eso hasta Sandra parecía tenerlo claro) pero su pobre hija… Bueno, ¡qué culpa tenía ella de que su marido fuera un crápula irresponsable! No estaba nada bien que su propia madre pusiera en riesgo su matrimonio.

Más o menos, lo que se cuenta en el párrafo precedente venía a ser el batiburrillo de confusos pensamientos que se agolpaban en la mente de Jorge. Rumiando eso estaba, cuando Sandra entró en el salón y, susurrando para no despertar a los durmientes, dijo:

—Jorge, Jorge…

Jorge, sorprendido, se giró hacia ella que se estaba limpiando las manos con un trapo de cocina y le llamaba desde la entrada.

—¡Ah, Sandra! Dime, ¿qué tal? Me estoy quedando frito…

—Anda, ven un momento a la habitación para ver si me puedes ayudar a bajar una caja del altillo del armario.

Jorge, sorprendido, se levantó sin expectativas. Ni la voz, ni el atuendo (bata casera antilujuria), ni la actitud de Sandra, le hacían albergar la menor esperanza. Y, con aquellas marmotas sobando a escasos metros del dormitorio, estaba claro que la petición no era más que lo que era: una solicitud de ayuda lisa y llanamente.

Y, cuando al entrar en el dormitorio, una habitación bastante hortera con una decoración rosa horrenda y una cama más bien pequeña, su suegra le dijo «no cierres, Jorge, deja abierto», las esperanzas del chico se desvanecieron.

Claro que, cuando la guarra añadió:

—Es mejor que la puerta esté abierta, así podremos oír si se despiertan —Jorge recuperó la ilusión.

Sandra empujó a Jorge hasta sentarlo sobre la cama, cogió un cojín y, tras arrodillarse entre sus piernas, sacó la mustia polla de su yerno que, instantáneamente, al notar el calorcillo de la cerda, se puso como un garrote.

Jorge trataba de contener los gemidos, tanto que se podía oír a la perfección el húmedo chapoteo de la ensalivaba y babosa mamada que le estaba proporcionando la puta. La cerda se había preparado bien el tema. Había colocado una toalla bajo las piernas de Jorge para ir enjugando el chorro de babas que chorreaba desde la polla y los cojones del afortunado joven.

Mientras Jorge afinaba el oído, bastante asustado por si alguno de los durmientes en el cercano salón se despertaba, y respiraba con un jadeo entrecortado, observando el trabajo fino que la guarra de Sandra le estaba realizando (se notaba que Martín la había adiestrado a base de bien, ¡el afortunado cabrón!), su excitación se duplicó en el momento en que la puerca levantó la vista para hacer contacto visual con él y, con una mirada de vicio de las que hacen época, le sujetó los cojones para notar el momento en el que Jorge, vencida ya toda su resistencia, no pudo contenerse más y vació su depósito en la anhelante boca de aquel pedazo de cerda.

—¡Uuuuuggggg! —un rugido ahogado, los ojos en blanco y un desmadejamiento general de su cuerpo, acompañó la tremenda eyaculación de Jorge.

Por suerte, en el salón, el sonido bajito de la tele y los tremendos ronquidos del cornudo, evitaron que su mujer pudiera oír el berrido del joven.

Sandra prosiguió la mamada mientras la polla, despacio, fue perdiendo rigidez. Después, mostró su trofeo a su macho, abriendo la boca para que Jorge comprobase, sin trampas, ni cartón, como deglutía aquel delicioso manjar.

Luego, trabajosamente, se levantó y, tras frotarse las doloridas rodillas, dijo:

—¡Venga, guapete! Vamos a despertar a tu mujer que ya va siendo hora de que os vayáis para casa.

—¡Buffff! Sí… ¡joder! —respondió un satisfecho Jorge mientras se abrochaba los pantalones.

—¿Te ha gustado?

—Vaya, ¿a ti que te parece?

—Pues ya sabes. A ver si nos vemos más, ¿no? Tienes que cuidar más a tu mamá política, eh.

—Claro, claro, putilla, creía que estabas enfadada, por eso no te había dicho nada… —al tiempo que hablaba, Jorge, le palmeó las nalgas y la mujer se dejó hacer entre risitas.

—¿Enfadada? Ni mucho menos. Encantada es lo que estoy. Lo que pasa es que tenemos que hacer bien las cosas. Como hoy. Garantizar que el cornudo está como un tronco y, a poder ser, no darle un disgusto a tu querida esposa, ¿no?

—Claro, claro. Ni tampoco al cornudo de Ricardo…

—¿A Ricardo? A Ricardo le pueden dar mucho por el culo. A fin de cuentas me ha tenido durante años a palo seco. Por mi como si lo operan. Pero tampoco se trata de que nos amargue un polvo montando un numerito plañidero, ¿no?

—¡Vaya víbora estás hecha!

Una sonora carcajada cerró la conversación mientras Sandra entraba en el salón y, dulcemente, despertaba a su hija y le indicaba que sería mejor que fueran saliendo si no querían pillar caravana.

Poco después, Sandra organizó su tiempo para disfrutar de polvos casi todos los días. Los lunes y los miércoles follaba con Martín, su vecino y, casi siempre, dormía en su casa, para desesperación de Ricardo que mantenía en secreto esas ausencias de su mujer, tan difíciles de explicar a cualquier oyente medianamente objetivo. Los martes y los jueves abandonó las clases de pilates, sustituyéndolas por las visitas de Jorge para echar un polvo. Su yerno se negó a ir a ningún hotel o similar y exigió, si Sandra quería que se la follase, hacerlo en el dormitorio matrimonial. Le ponía tremendamente cachondo follarse a la jamona en el mismo catre donde, más tarde se iba a acostar el pobre cornudo. «¡Cosas de jóvenes!», pensó Sandra, que habría preferido algo más discreto. La mujer no tenía muy claro cómo iba a plantearle al pobre Ricardo las visitas de su yerno. No le preocupaba demasiado la autoestima de su esposo, bastante por los suelos a esas alturas debido a las folladas con el vecino (nada discretas a esas alturas, ya berreaban como puercos y con esas paredes de papel de los pisos de ahora…), pero incluso a ella, tan desinhibida últimamente, le parecía excesivo encerrarse en la habitación a follar con Jorge con su esposo en el salón. Aunque, si tenía que hacerlo, lo haría. Lo único que tenía claro es que sin volver a sentir la gruesa tranca de Jorge en sus entrañas no se iba a quedar.

La solución llegó en forma de somnífero, como no podía ser menos. Su amiga Eugenia, responsable en cierto sentido de toda la situación, era una adicta a los fármacos desde siempre y a Sandra se le ocurrió ir a lloriquearle en plan «ay, hija, es que últimamente no puedo ni dormir de los nervios, después del despendole de aquel sábado, y tal, y tal…». A la buena de su amiga, siempre dispuesta a ayudar, le faltó el tiempo para endosarle un cargamento de pastillas para dormir medio caducadas. «Esto haría dormir a un elefante, así que ve con cuidado, eh». «Claro, claro», respondió Sandra que, para asegurar, le dio una dosis doble al cornudo en el café el primer día que llegó Jorge a casa.

Al entrar y verlo sobando en el salón, con la tele puesta y la babilla saliendo por la comisura de la boca, Jorge no pudo por menos que saludarlo con dos palmaditas en la cara y un «¡Hola cornudo!» que se encontró sin respuesta certificando el estado catatónico del pobre pichafloja.

De modo que los amantes pudieron hacer el precalentamiento en el sofá con el pobre cabroncete durmiendo frente a ellos. Una imagen morbosa y retorcida, con la jamona de lado en el sofá comiendo el rabo de Jorge y éste con una copa del whisky caro de su suegro, con los ojos entrecerrados y dirigiendo con la mano libre la cabeza juguetona de su puta suegra.

Más tarde, tras haber saboreado la primera corrida de su yerno de aquel día, la jamona soportaba estoicamente la enculada de Jorge. Previamente, en un extraño alarde de romanticismo, le había pedido:

—Jorge, ¿por qué no lo hacemos normal?

—Normal, ¿cómo? —preguntó él, haciéndose el tonto.

—Normal, normal… —respondió ella señalándose su apetecible coñito, perfectamente depilado siguiendo las instrucciones de Martín, su otro amante—. Por aquí, digo.

—Venga, Sandra, no seas absurda. Para follar coños ya tengo a tú hija, que es sosa con ganas en la cama, que ha salido a su padre la pobrecilla. A las putas cómo tú las quiero para otras cosas —mientras hablaba la iba colocando con el culo en pompa—. ¿O es que acaso no te gusta? ¿Quieres que lo dejemos correr?

Con el capullo ya dentro del ojete, Sandra, acostumbrada como estaba a ser enculada mientras se pajeaba, agachó la cabeza, mordió la almohada para soportar mejor la embestida y respondió entre dientes:

—¡Ni de coña, cabronazo! ¡Dale fuerte!
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