grushenka 7 (final)

jaimefrafer

Pajillero
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La condesa Natalia Alexiejew y su esposo, el
conde Vasilis, eran aristócratas rusos a la vieja
usanza conservadora, un tipo de personas que
Grushenka aún no habÃ*a conocido. Eran religiosos,
rectos y estrictos, pero justos. Se sentÃ*an dueños
absolutos de sus siervos pero se consideraban
más como padres para ellos que como amos.
El dÃ*a empezaba temprano con una reunión a
la que asistÃ*an todos los que formaban parte de la
casa para rezar. Después desayunaban todos alrededor
de una larga mesa presidida por los amos.
Cuando no habÃ*a invitados, amos y sirvientes comÃ*an
en la misma mesa y de los mismos platos.
Después de lo cual se entregaban todos cada cual
a su tarea.
Trataban de corregir al principio la pereza o la
estupidez con palabras de advertencia. Sólo en
casos raros y graves se recurrÃ*a al látigo. Los amos
no lo manejaban personalmente; enviaban al culpable
al establo, donde el viejo cochero de confianza.
José, tendÃ*a al culpable sobre una paca
de heno y le administraba la paliza. (José era un
verdadero Judas, y los azotaba más tiempo y más
fuerte de lo que le habÃ*an ordenado. Los demás
siervos lo odiaban. CumplÃ*an con sus deberes para
mantenerse alejados de sus garras.)
En lá casa, además, no se cometÃ*a abuso erótico
alguno. La pareja de aristócratas compartÃ*a la
misma cama todo el año. El conde, que tenÃ*a más
de cincuenta años, habÃ*a perdido sus inquietudes
sexuales, y la condesa, que tenÃ*a diez años menos
que él, estaba aparentemente satisfecha con lo que
él le ofrecÃ*a. Era guapa y regordeta, con carnes
firmes y muchos hoyuelos. Sus modales eran maternales,
aun cuando tendÃ*a a soltar prédicas con
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demasiada frecuencia, pero todos sus sirvientes
la adoraban.
Unas semanas después del fallecimiento del anciano
prÃ*ncipe, se aproximó a Grushenka y le preguntó
qué pensaba hacer. ¿QuerÃ*a marcharse?
¿ConvendrÃ*a buscarle esposo? ¿No le gustarÃ*a establecerse
en una granjita? ¿Qué planes tenÃ*a?
Grushenka no supo qué contestar. Después de
hablar del asunto, decidieron que por el momento
Grushenka se quedarÃ*a en la casa, y la condesa
la puso a cargo de la ropa y de la vajilla de plata.
Ahora Grushenka llevaba una cadena colgada
del cinturón con muchas llaves que abrÃ*an armarios
y cajones. Se sentÃ*a orgullosa de ocuparse
de los incontables conjuntos de ropa, desde los
trapos recios empleados a diario por los siervos
hasta los finos adamascados que recubrÃ*an las mesas,
asÃ* como de las piezas de porcelana y demás
adornos de plata que se sacaban únicamente en
las grandes ocasiones. TenÃ*a diez muchachas a sus
órdenes para limpiar, remendar y coser las prendas
nuevas que habÃ*an sido tejidas por otro grupo
de mujeres y por las campesinas de una de las
fincas.
Su orgullo la incitó a tener en perfecto estado
los objetos que le habÃ*an sido confiados. Esa pretensión
suya no siempre era bien atendida por
las muchachas que trabajaban para ella, especialmente
al principio, cuando empezaron a limpiar
después de los muchos años de desorden que habÃ*an
precedido al fallecimiento del anciano prÃ*ncipe.
Las regañó con palabras amistosas, pero,
como era tÃ*mida, se reÃ*an a sus espaldas. Tuvo
que llenarse de valor para pellizcar el brazo de
una u otra y se dio cuenta de que, en cuanto daba
la vuelta, le hacÃ*an muecas y se burlaban de ella.
Finalmente, se quejó con la condesa, que pensó
seriamente en el asunto y le aconsejó lo siguiente:
— Lo malo con las campesinas — dijo la condesa
— es que no atienden hasta que no se les hace
recapacitar con algún latigazo. No debes informarme
a mÃ* y pedirme que yo las envÃ*e al establo.
Sólo servirá para que te consideren una traidora
y crean que les tienes miedo; algunas te harán
muchÃ*simas malas paeadas. No. Lo mejor será que
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tengas a mano unas cuantas varas frescas mojadas
en agua salada. Si las azotas de vez en cuando de
modo que les duela, entonces se portarán como
corderitos.
Acatando este consejo, Grushenka consiguió las
varas y les hizo a sus muchachas una severa advertencia,
pero de nada sirvió, se lo tomaron en
broma y rompieron las varas en cuanto les volvió
la espalda.
Una en particular, una mujer gorda de unos
treinta años que habÃ*a estado casada en dos ocasiones
a dos campesinos; los dos habÃ*an fallecido,
y siempre habÃ*a regresado a formar parte del personal
escogido porque habÃ*a sido una de las últimas
favoritas del difunto prÃ*ncipe. SolÃ*a llamar
«nena» a Grushenka y contaba cosas de su vida de
casada interrumpiendo el trabajo de las demás.
Ella misma no hacÃ*a casi nada durante el dÃ*a y,
cuando Grushenka le pellizcaba el brazo, solÃ*a
sonreÃ*r diciendo:
— Oh, querida, vuelve a hacerlo, ¡me encanta!
No cabe duda de que no le dolÃ*a mucho; tenÃ*a
la piel dura y morena, propia de su ascendencia
campesina. Sus pechos exageradamente grandes
habÃ*an llamado la atención del viejo prÃ*ncipe que
la vio por vez primera nadando en un rÃ*o de su
propiedad. Ella solÃ*a arrodillarse a sus pies, colocar
su verga entre los pechos y frotarlo hasta que
sentÃ*a que el lÃ*quido amoroso chorreaba por su
garganta. CreÃ*a tener más derechos que Grushenka
y por eso molestaba y se rebelaba. De modo
que, cuando hubo irritado en varias ocasiones a
Grushenka, ésta perdió la paciencia y la condenó
a veinticinco azotes de vara en las nalgas desnudas.
La muchacha se levantó tan campante, se quitó
algunas horquillas del cabello y con ellas se recogió
las faldas a la cintura. Con movimientos lentos
y ceremoniosos se tumbó en el suelo con el trasero
levantado y dijo con sarcasmo:
— Por favor, pégame, cariño. Quiero ponerme
cachonda.
Grushenka apoyó una rodilla en la espalda de
la culpable y atrajo hacia sÃ* el cubo con las varas.
•TenÃ*a ante sÃ* dos enormes nalgas: dos inmensos
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globos, morenos, musculosos y duros como el acero.
La muchacha tenÃ*a los muslos muy apretados
y se esforzaba por contraer los músculos y aminorar
la fuerza de los golpes; no estaba asustada,
porque Grushenka no era muy fuerte.
Grushenka se dio cuenta de que, si no obligaba
a la condenada a someterse, perderÃ*a el respeto de
todas las muchachas y apretó los labios con rabia.
— Abre las piernas todo lo que puedas — ordenó
brevemente.
— Claro que sÃ*, palomita — replicó la otra burlonamente
—. Cualquier cosa con tal de complacer
a mi nena.
Separó las piernas todo lo que pudo. Al final de
la hendidura se abrió una enorme caverna, una
cueva cubierta de pelos y capaz de recibir cualquier
tipo de falo. La carne espesa del final de la
hendidura no parecÃ*a musculosa. La parte interior
de los muslos, cerca del orificio, llamó la atención
de Grushenka, y dirigió los golpes hacia allÃ*.
Al principio, como estaba muy excitada, golpeó
con poca fuerza y mucha rapidez. Pero, al ver que
a la muchacha no parecÃ*a importarle y que, además,
murmuraba frases irrespetuosas, Grushenka
se puso a azotarla con renovada energÃ*a y de un
modo que ella misma jamás hubiera sospechado.
La carne que rodeaba a la cueva se puso de
color púrpura, empezaron a aparecer gotas de sangre,
y la moza empezó a agitarse. Las puntas de
la vara laceraban la parte interior de los labios
del orificio.
Pronto quedó la vara hecha añicos, y Grushenka
tomó otra. Le dolÃ*a la mano, pero no le importaba.
Se estaba quedando sin aliento, pero seguÃ*a azotando
con los ojos fijos en el extremo de la hendidura,
descuidando por completo los gruesos
muslos.
Por fin la mujer empezó a sentir el dolor; al
principio, lo habÃ*a aguantado para imponerse a
Grushenka y para demostrarle que no podÃ*a hacerle
daño. Pero ahora le dolÃ*a demasiado y cerró
las piernas.
Grushenka, que presentÃ*a su victoria y la sumisión
de su enemiga, no quiso permitirlo; le gritó
que abriera las piernas y, al ver que la mucha-
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cha no obedecÃ*a, se inclinó llena de ira y le golpeó
una de las enormes nalgas.
La muchacha gimió y lloró, pero volvió a abrir
las piernas de mala gana. No le bastó a Grushenka,
quien las abrió hasta donde era posible y reanudó
su paliza hasta que la muchacha pidió gracia
y perdón.
Grushenka dejó de golpear, pero no habÃ*a terminado.
Le dijo a la muchacha que no se moviera
antes de que ella misma la lavara. Cogió con la
mano agua salada del cubo y frotó la carne viva
y dolorida.
El escozor del agua salada hizo brincar a la
moza, y, mientras se encogÃ*a instintivamente,
Grushenka manoseó su nido de amor, pellizcando
alrededor del monte de Venus y estirándole despiadadamente
el vello. Finalmente, le metió las
largas uñas en la cueva y, con un último pellizco
que provocó los últimos alaridos de la vÃ*ctima, la
soltó.
Una vez que la mujer estuvo de pie, echó a
Grushenka una mirada en que se mezclaban asombro
y devoción. Le hizo una reverencia, le besó
la manga y regresó humildemente a su tarea sin
secar las lágrimas que le corrÃ*an por las mejillas.
Desde aquel dÃ*a, todas las mujeres respetaron a
Grushenka, y algunas de ellas hasta le dijeron que
se alegraban de que hubiera castigado a aquella
zorra impertinente.
La misma Grushenka sufrió un cambio después
de esa experiencia. Ahora contemplaba a sus diez
muchachas como si fueran propiedad suya y disfrutaba
pensando que podÃ*a hacer con ellas lo que
quisiera. SentÃ*a excitación al pellizcarles los brazos
desnudos. No se apresuraba Cuando ordenaba
que le enseñaran el interior de un muslo o hasta
un pecho, para poder apretar a gusto con lentitud
y saña la carne entre los nudillos de los dedos.
Cuando su vÃ*ctima chillaba o se retorcÃ*a de dolor,
lo repetÃ*a una y otra vez y se daba cuenta de que
eso la excitaba.
Se aprovechó cada dÃ*a más de sus muchachas,
y ellas no se atrevÃ*an a quejarse a la condesa.
Grushenka no tenÃ*a amante y solÃ*a sentirse excitada.
¿Qué hacÃ*a Nelidova en esos casos? ¿Para
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qué tenÃ*an lengua aquellas golfas? Recordando a
su antigua ama, Grushenka ordenó que sus chicas
le hicieran el amor. La gorda, que habÃ*a sido su
antagonista, se convirtió en su favorita para ese
deporte. TenÃ*a una lengua larga y potente y la
usaba alternativamente delante y detrás sin que
hubiera que decÃ*rselo. Pero, si una de las más
jóvenes no la satisfacÃ*a, Grushenka la azotaba y
se tranquilizaba la conciencia:
— ¿Quién me compadecÃ*a a mÃ* cuando estaba
en semejante situación? — solÃ*a preguntarse.
Pero todo cambió el dÃ*a en que el conde y la
condesa dieron una fiesta. Grushenka vigilaba a
las siervas mientras limpiaban los platos del gran
buffet, cargado de comida. De repente, sin que
ella sintiera su presencia, Mijail se encontró a su
lado.
VestÃ*a el uniforme de gala, elegante de pies a
cabeza, vivaz y de magnÃ*fico humor. Grushenka
sólo vio sus ojos azules, atrevidos, que la habÃ*an
cautivado meses antes. Se quedó mirándolo como
si viera a un fantasma y, finalmente, cuando comprendió
que estaba realmente allÃ*, delante de ella,
y que era uno de los invitados a la fiesta, lanzó
un grito débil y se volvió súbitamente para darse
a la fuga.
Pero él la cogió por el brazo y la atrajo con firmeza
hacia sÃ*.
— ¡Hola, MarÃ*a! — pues tal era el nombre que
ella le habÃ*a dado cuando él y su amigo la recogieron
en el camino —. Hola, dama misteriosa... No
te escapes. Te he buscado por todas partes. ¡Si
supieras cuántas veces hemos hablado de ti, mi
amigo Vladislav y yo! El sigue en Petersburgo.
Hasta hicimos apuestas sobre tu identidad. Sigo
sin saber qué pensar. No pareces invitada, pues
no llevas traje de noche. Pero no eres sirvienta.
(Grushenka llevaba un vestido a la moda, aunque
sencillo, de seda gris, y no llevaba peluca.)
— ¡Déjeme, suélteme! — Las lágrimas nublaban
la vista de Grushenka, que se sentÃ*a muy nerviosa.
En aquel momento pasó la condesa, y Mijail le
pidió ayuda.
— Puedo hablaros de mi valerosa amiguita — dijo
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la condesa —. Es una buena muchacha y, por si
fuera poco, muy guapa.
— Somos viejos amigos — declaró Mijail con un
destello en los ojos —, pero ya no me quiere. Mirad,
quiere escapar.
— Por favor, no le diga nada — suplicó Grushenka
a su patrona —. SÃ*... bueno, yo misma se lo
diré todo — y suspiró en forma tan patética, que
ambos rieron.
— Está bien — aceptó Mijail —, lo prefiero asÃ*.
Grushenka lo tomó de la mano y lo sacó de la
habitación, lejos del brillo de las mil velas, de las
risas y de las conversaciones entrecruzadas. Hizo
que se sentara en el rincón oscuro de una de las
muchas antesalas y, mientras los sirvientes iban
de un lado para otro, entregados a sus tareas, ella
se abandonó a la narración de la historia de su
vida.
Se presentó a sÃ* misma en toda su miseria y
humildad. Le dijo que era sólo una sierva; que
cuando él y Vladislav la recogieron, huÃ*a vestida
con un traje robado a su ama; que era una criatura
baja y sucia, que no merecÃ*a ni siquiera hablar
con él. Cuando hubo terminado, se echó a
llorar, lo abrazó, lo besó y se aferró a su cuello
como enloquecida, diciéndole que habÃ*a sido liberada
y que ahora podÃ*a ir adonde él quisiera y
que nunca volverÃ*a a separarse de él.
Mijail sólo entendió una cosa: que lo amaba y
que no habÃ*a dejado de añorarlo. Era muy hermosa
y, a pesar de sus lágrimas, le pareció una
auténtica Venus.
Ella se dio cuenta de que le gustaba y, de repente,
se serenó. Se reprochó su estupidez, se
recompuso y le sonrió con mucho encanto.
El la besó, sin pasión, más bien como un hermano,
y le preguntó maliciosamente si volverÃ*a
a acostarse con él; le prometió que serÃ*a muy
cortés y que no roncarÃ*a. Luego volvió a la fiesta
tras asegurarle que volverÃ*an a verse.
Los informes de la buena condesa no tenÃ*an
nada que ver con los que Grushenka le habÃ*a dado.
Por supuesto, la condesa ignoraba por completo
el pasado de Grushenka; en su bondad y candidez,
no podÃ*a sospechar las aventuras anteriores
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de su doncella. SuponÃ*a que la joven aún era virgen,
que sus padres habÃ*an sido gente decente,
que ella habÃ*a nacido libre, pero que se habÃ*a
visto sin duda obligada a caer en la esclavitud
por miseria. Al liberar al viejo prÃ*ncipe demostró
inteligencia y valor, pues si Sergio hubiera descubierto
la confabulación la habrÃ*a torturado hasta
matarla. En broma le dijo a Mijail que no se
enamorara de Grushenka, pues no era para él; el
que pudieran tener una aventura no le pasó siquiera
por la imaginación.
Pero eso fue precisamente lo que sucedió. ¡Y
qué feliz fue Grushenka! Mijail, con el pretexto
de saludar a la condesa, habÃ*a cumplido su palabra
de que volverÃ*a a verla, y se citaron. Grushenka
escapó clandestinamente del palacio aquella
noche y ambos dieron un largo paseo en coche.
No tuvieron relación sexual alguna y se amaron
como dos jóvenes enamorados.
Pero en la siguiente cita, ella fue a su apartamento
y se abrazaron apasionadamente en la
cama, antes de darse cuenta de lo que estaba pasando.
Grushenka, presa de exaltantes sensaciones
cuando él apenas la rozaba con la punta del dedo,
le entregó su cuerpo joven con toda la pasión y la
fuerza que podÃ*a demostrar. Se amaron y se colmaron
de besos y caricias hasta quedar totalmente
agotados. Mijail se enamoró más de ella que ella
de él; en realidad, no tardó ella en serle indispensable.
Mantuvieron en secreto sus encuentros y
disfrutaron más aún de su felicidad.
Se aproximaba el verano, y Mijail, cuyo nombre
completo era Mijail Stieven, tenÃ*a que marcharse
a una de las propiedades familiares que administraba
por cuenta de su padre, pero no querÃ*a separarse
de Grushenka. Naturalmente, concibió
un plan atrevido para llevarla. Una mañana, la
condesa recibió una carta muy bien escrita de
Grushenka, en la que le agradecÃ*a todas sus atenciones
y le avisaba de que se marchaba hacia un
destino desconocido. La noche anterior habÃ*a sacado
todas sus pertenencias del palacio y huido
con el joven barón Stieven. Ambos disfrutaron
toda la dicha de una aventura.
La luna de miel en el campo fue demasiado
190
maravillosa para ser descrita, por lo menos eso
pensaba Grushenka mientras rezaba en silencio.
Para no ofenderla, Mijail la habÃ*a presentado
como su joven esposa, y Grushenka era la «amada
baronesa» y la «madrecita» de quienes la rodeaban.
No deberÃ*a haberlo hecho Mijail, como se
supo más tarde, pero por el momento su «joven
esposa» vivÃ*a en plena felicidad.
En su inmensa dicha, Grushenka trataba a todas
las sirvientas con gran modestia y consideración.
Era buena con todos, visitaba a las campesinas
enfermas, llevaba comida a sus hijos, y el único
inconveniente que le encontraba su amado esposo
era el de que se mostrara demasiado indulgente
con todo el mundo.
En la cama, eran los dos insaciables. Ella abrazaba
su cuerpo musculoso y firme con todos sus
miembros. Se entregaba a él sin reticencias, conmoviéndolo
hasta la médula con su amor apasionado.
No besaba, con frecuencia, su siempre excitada
verga, por mucho que lo deseara, porque
no querÃ*a recordarle constantemente que lo sabÃ*a
todo acerca de ese tipo de amor. No se atrevÃ*a
tampoco a acariciársela; en cambio, en cuanto se
tumbaban en la cama, ella se deslizaba debajo de
él, y su verga encontraba por sÃ* sola el camino.
Entonces sÃ*, llevaba a la práctica su arte moviendo
las nalgas en cÃ*rculos suaves, prolongando los
momentos, obligándolo a permanecer quieto cuando
sentÃ*a que se aproximaba demasiado al final,
acariciando su espalda con las manos y besándole
el rostro, el cuello y la cabeza una y otra vez.
A veces, cuando él estaba ya en la cama esperándola
con impaciencia, ella jugaba a ocultar su
nido de amor y sus pechos con las manos, excitándolo
con el contoneo de sus caderas. Cuando
ella se acercaba demasiado, él la cogÃ*a y no perdÃ*a
tiempo hasta sentir su anhelante verga en la ardiente
cueva.
Grushenka aprendió a montar a caballo; ambos
galopaban por el campo en largos paseos durante
los que hablaban sin parar de todo. La admiración
que él sentÃ*a por su inteligencia, su juicio
certero y su espÃ*ritu alerta fue en aumento; juró
no separarse nunca de ella, y Grushenka se sentÃ*a
191
intensamente feliz al comprobar que su amor era
auténtico y duradero.
Evitaron visitar a los vecinos para no ofender
a los terratenientes con la presencia de ella. ParecÃ*an
de tal forma hechos el uno para el otro que
el porvenir se les aparecÃ*a tan prometedor como
el presente.
Nunca hablaron del pasado de Grushenka; Mijail
no querÃ*a saber dé dónde venÃ*a, ni lo que
habÃ*a hecho. Ella, por el contrario, deseaba saberlo
todo de él, y éste tuvo que contarle su vida,
desde su niñez.
Un dÃ*a, después de darle muchos besos de despedida,
Mijail la dejó para visitar a un vecino
con quien necesitaba discutir los precios del grano
y demás asuntos relacionados con la contabilidad
que debÃ*a presentar a su padre. Llevaba ausente
varias horas, cuando regresó el cochero con un
mensaje para Grushenka según el que ella debÃ*a
ir en coche a reunirse con él en cierto lugar al
que acudirÃ*a él a caballo.
Grushenka habÃ*a estado bordando debajo de un
nogal del jardÃ*n. Se metió en el coche con su traje
de tarde, sin tomarse la molestia de cambiarse,
ni tan sólo de ponerse un sombrero.
El lugar mencionado por el cochero se encontraba
dentro de los lÃ*mites de la propiedad y no
muy lejos. El coche avanzó velozmente por los caminos
rurales; el cochero volvió hacia ella la cabeza
varias veces, mirándola a los ojos con una
expresión bondadosa que ella sólo supo comprender
más tarde.
Tras recorrer unas cuantas millas, cruzaron una
pesada diligencia. El cochero se detuvo; de la
diligencia bajaron rápidamente dos hombres, se
apoderaron de Grushenka, la maniataron y se la
llevaron a toda prisa.
Grushenka estaba atónita; su propio cochero,
que deberÃ*a haber defendido a su ama, ni siquiera
habÃ*a vuelto la cabeza; no cabÃ*a la menor
duda, aquello era una conspiración.
Sus raptores le habÃ*an cubierto la cabeza con
una capucha, y toda resistencia era imposible. La
diligencia recorrió millas y millas. Cuando se detuvo,
la obligaron a salir, la hicieron subir unos
192
escalones, la ataron a una silla y le quitaron la
capucha.
Estaba sentada en una habitación bien amueblada.
ParecÃ*a la sala de una posada elegante.
Sus raptores se alejaron inmediatamente, y oyó
cómo, en la habitación contigua, informaban de
que la habÃ*an entregado sana y salva. Dos caballeros
de cierta edad, aristócratas bien vestidos,
uno con cabellos blancos, entraron y la miraron
son severidad, especialmente el mayor de los dos,
quien lo examinó con mirada dura y poco amable.
—¿Con que ésta es la zorra que lo ha hechizado?
— dijo, rompiendo el silencio —. Bien, vamos
a ocuparnos de ella — y habÃ*a tal ira en su
voz que el otro intervino.
— No sacaremos nada de ese modo — dijo —.
Dejádmela a mÃ*, y todo saldrá bien. — Entonces
se dirigió a Grushenka, que estaba sentada, asustada
y llena de ansiedad —. ¿Sois la esposa del
barón Mijail Stieven? ¿Cuándo y dónde os casasteis
con él?
— ¿Quién sois? — contestó Grushenka —. ¿Qué
derecho tenéis a interrogarme?... De todos modos,
no soy su esposa — añadió llena de temor.
—¿No sois su esposa? — repitió el hombre —.
Pero ¿acaso no vivÃ*s con él?
— Lo amo y me ama, y podemos hacer lo que
se nos antoje, ¿no?
— Vamos a ver, jovencita, esto es grave. Este
señor es el padre de Mijail. Habiendo llegado hasta
él rumores de que su hijo se habÃ*a casado en
secreto, le interesaba, por supuesto, saber quién
era la esposa. Fuimos informados por los siervos
de la propiedad. Debéis recordar que no es propiedad
de Mijail, sino de su padre, y por eso os
raptó hoy el cochero. También hemos investigado
vuestro pasado; no fue difÃ*cil, pues la condesa
sospechaba que os habÃ*ais fugado con Mijail... Las
muchachas nos contaron que Sergio os compró
por intermedio de la señora Laura, quien, a su
vez, nos puso en contacto con Marta. Ella lo sabÃ*a
todo; no sois más que una esclava fugitiva de la
propiedad de los Sokolov. Habéis engañado al inocente
Mijail, que no es más que un muchacho. No
habrÃ*a vivido con vos como su esposa de haber
19.1
sabido que erais solamente una sierva fugitiva
que debemos entregar a la policÃ*a. Ahora, confesad:
¿cuándo y dónde se casó con vos y qué
sacerdote llevó a cabo la ceremonia? Tenemos medios
para haceros hablar —-agregó en tono amenazador.
Grushenka sintió que se le entumecÃ*an las manos.
Se enderezó como pudo y contestó con dignidad.
Nunca habÃ*a engañado a su amado Mijail;
no se habÃ*a casado con él, ni siquiera habÃ*a pensado
en ello. El mismo la habÃ*a recogido en su
coche cuando ella se escapaba de la señora SofÃ*a.
Lo amaba con ternura y sabÃ*a perfectamente que
no podÃ*a pretender a él por su rango. Estaba dispuesta
a convertirse en sierva del padre de Mijail
por su propia voluntad, con tal de que la dejara
vivir cerca de su amante.
Sus palabras constituyeron una sorpresa para
aquellos señores. ParecÃ*an sinceras, y sus argumentos
tenÃ*an peso. Los dos hombres hablaron
largo y tendido en francés, idioma que Grushenka
no comprendÃ*a. El padre de Mijail aún estaba furioso,
pero el otro hombre parecÃ*a bien dispuesto
hacia ella y lo demostró cortando las cuerdas que
la ataban a la silla. Finalmente, el padre de Mijail
se dirigió a ella.
— Tengo otros planes para mi hijo, y no puedo
permitir que vuelvas a verlo. Esta es mi decisión
definitiva y él la aceptará porque hace lo que yo
le digo. Puedes elegir tu destino. Si estás dispuesta
a sacrificarte y alejarte de él, yo cuidaré de
ti. De lo contrario, te entregaré a las autoridades,
para ruina de Mijail y tuya, pues su amante será
azotada en la plaza pública, la marcarán con un
hierro candente y será enviada a Siberia, como
corresponde a una sierva que huye de su legÃ*timo
amo. Escoge.
Grushenka lloró, lloró por su amante. Los hombres
la dejaron sola y cerraron la puerta. Cuando
regresó el amigo del padre de Mijail para convencerla,
ella ya habÃ*a tomado una decisión.
Por supuesto, no podÃ*a echar a perder el porvenir
de Mijail. Estaba dispuesta a renunciar a él
y, cuando le dijeron que ni siquiera podrÃ*a despedirse
de él, también lo aceptó. Le permitieron que
194
escribiera una carta y, con su mala letra, expresó
todo el amor y los buenos deseos que abrigaba su
corazón, diciéndole al final que debÃ*a obedecer a
su padre. Nadie supo si aquella carta llegó a su
destino.
Los hombres cenaron con ella en su cuarto; no
podÃ*a comer, pero pudo acompañarlos y hasta
conversó un poco. La contemplaban ahora con ojos
distintos; les pareció bella y atractiva, y el amigo
del padre de Mijail observó que estaba castigando
severamente a su hijo al quitarle tan encantadora
compañera.
Pero el anciano se mantuvo firme y anunció
cuál serÃ*a el destino de Grushenka: tendrÃ*a que
salir inmediatamente de Rusia. Le proporcionarÃ*an
ropa de viaje y un pasaporte, y la acompañarÃ*an
hasta la frontera sirvientes de confianza. El
barón le aconsejó que abriera un salón de peinados
o de trajes con todo el dinero que iba a entregarle.
Y también le dijo que, si intentaba ponerse
otra vez en contacto con su hijo, perderÃ*a
la vida bajo los latigazos del knut.
Lo decÃ*a un hombre que estaba en condiciones
de cumplirlo y cuya venganza serÃ*a sin duda temible
si se mostraba rebelde. Grushenka lo entendÃ*a
demasiado bien. El destino le habÃ*a quitado la felicidad.
HabÃ*a nacido sierva; los poderosos decidÃ*an
su destino, y sus lágrimas no eran arma suficiente
para poder luchar contra su voluntad.
195
14
El viaje de Grushenka por Europa es una historia
demasiado larga para ser relatada aquÃ*. Era
joven y hermosa, pero estaba triste. TenÃ*a mucho
dinero, o por lo menos asÃ* lo creÃ*a ella. ParecÃ*a
una de aquellas viejas rusas con fama, en aquellos
tiempos, de organizar orgÃ*as desenfrenadas. En
vez de instalarse en alguna parte, anduvo de un
lado para otro, hasta llegar a Roma. Aquella ciudad
la impresionó muchÃ*simo por su belleza y su
alegrÃ*a. Con la facilidad que tienen los rusos para
los idiomas, aprendió rápidamente a hablar italiano.
Conoció a toda clase de gente: artistas, estudiantes,
mantenidas y, de vez en cuando, hasta
gente de la buena sociedad.
Después de superar el golpe que la habÃ*a abatido,
protagonizó incontables intrigas amorosas.
Pero siempre estaba descontenta con los hombres
o mujeres con quienes se acostaba, porque su
fuerza y su vigor rusos superaban la capacidad y
los apetitos de sus amantes. TenÃ*a momentos de
un total sentimentalismo, para luego entregarse a
brutales orgÃ*as. Más de una vez, entró en conflicto
con la policÃ*a por despertar al vecindario con sus
borracheras, o por pegar a sus doncellas al estilo
ruso.
El látigo se usaba por aquel entonces en todo
el mundo civilizado, pero las doncellas italianas
que tenÃ*a a su servicio eran de constitución más
delicada que las campesinas rusas y se desmayaban
a menudo a consecuencia de sus despiadadas
torturas. Pero sus rublos la sacaron siempre de
todos los apuros, y muy pronto «la rusa salvaje»
fue un personaje conocido en las callejuelas de la
vieja Roma.
Pronto se agotó su bolsa de tanto beber, jugar
196
y malgastar. Entonces siguió el viejo camino que
todas las mujeres suelen seguir: pasó a ser una
mantenida, arruinando a sus amantes al cabo de
poco tiempo con sus imprudencias. Se puso a trabajar
para una alcahueta que abastecÃ*a a extranjeros
de la clase alta y entró nuevamente en conflicto
con las autoridades. A consecuencia de esto,
huyó a Nuremberg, que en aquellos tiempos tenÃ*a
una colonia italiana muy floreciente. Pero allá no
pudo hallar ni los clientes ni el dinero a los que
estaba acostumbrada en Roma. Por lo tanto se
casó con un panadero alemán, pero se escapó de
su lado sin divorciarse siquiera cuando su instrumento
quedó rendido después de la luna de miel.
Mientras tanto, su nostalgia por Rusia iba en
aumento y, al cumplir los veintisiete años, decidió
volver. Su aventura con Mijail, a quien llevaba
siempre en el corazón, habrÃ*a sido olvidada ya
para entonces tanto por él como por su padre.
Decidió que abrirÃ*a una tienda de modas en
Moscú, semejante a la de la señora Laura. Era lo
bastante aventurera como para no preocuparse del
dinero necesario para su empresa. Por lo tanto,
robó lo que pudo a su esposo alemán, se vistió
con un elegante atuendo de viaje y, con el aspecto
de una mujer de mundo, no tardó en atravesar
la frontera rusa. Para presentarse dignamente, llevaba
muchos baúles, aun cuando estuvieran llenos
sólo de piedras.
Cuando llegó a las puertas de Moscú en un
vehÃ*culo público, se apeó y besó los muros del
enorme umbral, tan feliz se sentÃ*a de sentirse
otra vez en casa.
197
15
El obeso posadero se inclinó varias veces mientras
conducÃ*a a Grushenka a «su mejor habitación
». Con frases de bienvenida, alabó la belleza
de madame, admiró su nuevo traje occidental de
viaje, y le expresó su honor por albergar a tan
distinguida dama.
Pero esa conversación iba mezclada de preguntas
veladas respecto de los asuntos privados de
su nueva inquilina. ¿Quiénes eran sus parientes y
familiares en la ciudad? ¿Cuál era su posición... o
su ocupación?
Las respuestas superficiales que obtuvo no le
parecieron satisfactorias. Su curiosidad no procedÃ*a
de una antipatÃ*a personal, ni de su ansiedad
por saber si podrÃ*a cobrar o no; se debÃ*a a un
ukase muy severo de la policÃ*a, que ordenaba vigilar
a las mujeres solas y denunciarlas inmediatamente
a las autoridades. Aquel ukase habÃ*a sido
creado por presión de la Iglesia, en una de esas
campañas de depuración que emprenden periódicamente
todas las instituciones que velan por la
moral pública.
Naturalmente, Grushenka no sabÃ*a nada al respecto.
Al dar su primer paseo por las calles elegantes
de Moscú y ser objeto de las miradas de los
caballeros, abrigó grandes esperanzas para su porvenir.
Mientras tanto, el posadero registraba su
cuarto y examinaba sus pertenencias con ojos entendidos.
Pronto le permitió un cerrajero tener
acceso a los baúles, y se santiguó suspirando; parecÃ*a
una dama encantadora, pero él no tenÃ*a la
menor intención de ser enviado a Siberia por su
culpa. ¿Dar posada a una aventurera? No, señor.
ValÃ*a más avisar a la policÃ*a, cosa que hizo a la
mañana siguiente.
198
Los corpulentos y sucios policÃ*as penetraron en
la habitación de Grushenka mientras dormÃ*a. No
escucharon sus protestas; la obligaron a vestirse
a toda prisa y, sin permitirle siquiera que se compusiera
con cuidado, se la llevaron a la comisarÃ*a.
Una matrona de seis pies de estatura y tan
«dura» como el diablo le sugirió que se quitara
«ese vestido tan limpio y tan mono» antes de entrar
en su sucia celda. Cogió las prendas con una
prisa sospechosa y dio un portazo. AllÃ* se quedó
Grushenka, sentada en un cubÃ*culo, en la semioscuridad,
escuchando los pasos en el pasillo y los
gritos y alaridos ocasionales de mujeres que protestaban.
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué la habrÃ*an
encerrado? ¿Qué habÃ*a hecho? Se estremeció dentro
de su corpino y sus enaguas y los cabellos despeinados
le cayeron sobre los hombros.
Al cabo de horas de espera, dos alguaciles la
llamaron, haciéndola comparecer ante el capitán
del distrito. Era un hombre bajito, de cara redonda
y ojos pequeños y penetrantes, que tenÃ*a prisa
de acabar con sus tareas. Apenas miró el pasaporte
y preguntó de qué se le acusaba.
— Es una puta — dijo uno de los esbirro — y
nada más.
Grushenka no se lo esperaba; no tenÃ*a ningún
argumento preparado para hacer frente a aquella
acusación y, como no podÃ*a responder, soltó un
torrente de palabras inconexas para refutar la acusación.
Le preguntó entonces el capitán de qué
vivÃ*a, y la respuesta fue: «De mi dinero». Pero
no pudo demostrar que lo tuviera. Al decir que
acababa de regresar del extranjero, las sospechas
aumentaron.
— Quizá sea algo más que una puta — dijo el capitán
—. Quizás sea una espÃ*a o un miembro de
una de esas sociedades secretas que quieren destronar
a nuestro amado zar. En todo caso, que
hable. Llevadla al potro; dentro de una hora nos
lo habrá contado todo.
Los policÃ*as la arrastraron, a pesar de sus gritos
y protestas, hacia el cuarto de torturas y la golpearon
y patearon con saña. Acabó pensando que
más valÃ*a dejarlos y estarse quieta.
199
— AsÃ* es mejor — dijo uno de ellos —. Pórtate
como un cordero y no te morderemos como lobos
— y ambos se rieron del chistecito a carcajadas.
Pero no quisieron correr ningún riesgo con ella.
Le quitaron el corpiño y el corsé y le arrancaron la
cinta de la enagua — que cayó al suelo — y le desgarraron
brutalmente los largos pantalones. Entonces,
atándole los brazos a la espalda con una
cuerda, se quedaron quietos contemplándola.
La silueta de Grushenka habÃ*a cambiado mucho
durante su estancia en el oeste de Europa. Su
cuerpo esbelto y grácil se habÃ*a hinchado, volviéndose
regordete y robusto. Sus pechos — que se erguÃ*an
desafiantes porque tenÃ*a los brazos hacia
atrás — seguÃ*an siendo de una extraordinaria firmeza;
la curva de la cintura se habÃ*a ensanchado,
el monte de Venus parecÃ*a mayor y estaba
cubierto de un espeso vello negro; las piernas un
poco más gruesas, seguÃ*an suaves.
Sin embargo, el cambio más notable se registraba
en el trasero; habÃ*a sido pequeño, pero ahora
era abundante y femenino y se ensanchaba a
partir de las caderas en dos florecientes nalgas.
Una mujer en su plenitud estaba allÃ*, frente a
los dos alguaciles, con sus largos cabellos negros
cayéndole sobre los hombros, los ojos azules oscilando,
llenos de ansiedad, de uno a otro, la boca
sensual suplicándoles que no le hicieran daño.
Uno de ellos, le agarró los pechos con mucha
calma y los manoseó; ella no podÃ*a protegerse
contra aquellas manos sucias porque estaba atada.
— Creo que voy a tirármela antes de azotarla
— dijo —. Es la más guapa de las que pasaron hoy
por aquÃ*.
— Adelante — dijo el otro —. Después me tiraré
a la rubita de la celda nueve. Me encanta cómo
chilla en cuanto la acorralo entre la litera y yo.
— No vamos a pelear por eso — fue la respuesta
—. A ti te gustan las jóvenes que no tienen todavÃ*a
pelos entre las piernas. A mÃ* me gustan más
las gorditas, como ésta... — y dio un manotazo a
Grushenka entre las piernas.
— ¡ Haré lo que queráis! — suplicó Grushenka —.
Cualquier cosa, pero por favor, no me hagáis daño,
no puedo soportarlo.
200
— Eso, ya lo veremos después — contestó el alguacil
—. Date la vuelta y échate hacia adelante.
Hizo lo que le ordenaban. El otro, para ayudar
a su compañero, se puso delante de ella, le cogió
la cabeza, la metió entre sus piernas y apretó los
muslos, sosteniéndola al mismo tiempo por las caderas.
El primer alguacil habÃ*a sacado su enorme verga
de los pantalones. Agarró las suaves nalgas
con las manos y las separó. No le costó trabajo
insertar su monstruoso aparato. La entrada, que
antaño fuera tan estrecha, se habÃ*a ensanchado
notablemente. La cueva estaba húmeda, pero ya
no tenÃ*a el encanto del misterio; demasiados la
habÃ*an visitado, y la propia naturaleza apasionada
de Grushenka habÃ*a contribuido sin querer a ensancharla.
El alguacil tomó su tiempo. No habÃ*a nada especialmente
excitante en tirarse a una prisionera,
en particular aquélla que, al parecer, era puta, y
los hombres charlaban mientras se llevaba a cabo
la operación.
— ¡Vaya bañera! — decÃ*a el que tenÃ*a la cabeza
de Grushenka entre los muslos —. ¡Ojalá no te
ahogues!
— Bah, siempre es mejor que un agujero en la
puerta — murmuró el hombre que se la tiraba.
—No te dejes ni un rinconcito, para que lo recuerde
por mucho tiempo.
— Lo recordará, no te preocupes. Ya no follará
allá donde la enviamos — y se referÃ*a al reformatorio
donde encerraban a las prostitutas.
— Al menos, si la dejas preñada, no la ahorcarán
— recordó el otro en relación con la antigua ley
según la cual no se podÃ*a ejecutar a una mujer
encinta.
Mientras oÃ*a éstos y otros comentarios, Grushenka
seguÃ*a con la cabeza metida entre las altas
botas del policÃ*a. El olor de la grasa y del cuero
la mareaba, el polvo se le enganchaba a las mejillas
y, en aquella posición, la sangre le bajaba
a la cabeza.
Esa fue la primera sesión amorosa a su regreso
a Rusia. ¡Cuan distinta de la que ella esperaba!
Quizá como amante de un aristócrata entre sába-
201
ñas de seda... o llevándose a un ruso cualquiera
a su propia cama. En cambio...
Un policÃ*a la tenÃ*a cogida por la cintura, mientras
otro se agarraba a sus caderas para embestirla
con mayor facilidad. De repente, recordó que
tenÃ*a que quedar bien con aquellos hombres y
empezó a responder a sus embates, a mover las
nalgas con movimientos expertos y a estrecharle
la verga. Trató de pegar su nido de amor a su verga,
pero él retiró su instrumento con toda naturalidad.
Ambos reconocieron que tenÃ*a nalgas hermosas
y bien acolchadas, más apropiadas para el látigo
de cuero que para el knut; le dieron unos cuantos
golpes con la mano y la soltaron.
Ella se levantó lentamente, con el rostro encarnado
y manchado de la cera de las botas. Volvió
a implorarles de que no le hicieran daño. Los hombres
no la escucharon; tenÃ*an que cumplir órdenes.
HabÃ*a que atarla al potro.
El potro era uno de los más antiguos instrumentos
de tortura. Inventado en los paÃ*ses de
Oriente, habÃ*a sido adoptado por la Inquisición y
se habÃ*a difundido por toda Europa, pues era uno
de los aparatos más baratos y efectivos para las
presas. ConsistÃ*a simplemente en una tabla colocada
de canto sobre cuatro patas altas.
Los policÃ*as la empujaron hacia él y la obligaron
a subir a una banqueta de madera con el fin
de que pudiera encaramarse a caballo en el borde
de la tabla. Mientras un hombre la sostenÃ*a por
detrás, aferrándola por la cintura, el otro encadenaba
sus pies y colgaba una pesa a los dos lados
de la cadera.
Grushenka se encontró sentada en el filo de la
tabla, con las pesas de hierro estirando su cuerpo
hacia abajo. Tal como estaba colocada, quedaba
sentada justo sobre la hendidura de sus nalgas;
el borde afilado de la tabla le cortaba pues las
partes sensibles.
Sus carceleros ataron además una cuerda que
colgaba del techo a la que le sujetaba los brazos
por la espalda, con lo cual le resultaba imposible
echarse hacia delante o hacia atrás y aliviar asÃ*
su dolor.
202
Cuando hubieron terminado, los hombres salieron
de la sala dando un portazo, sin escuchar sus
súplicas y sus promesas de contarlo todo.
Aquellos primeros momentos le hicieron un
daño atroz, aunque creÃ*a poder soportar el dolor.
Mas, de repente, un dolor agudo le atravesó las
ingles, y lanzó alaridos de agonÃ*a. Cerraba y abrÃ*a
los ojos desquiciados, juntaba las manos clavándose
las uñas en las palmas, trataba de encontrar
otra postura que aliviara la presión en su hendidura
dolorida, pero todo esfuerzo era vano: las
pesas de los pies y la cuerda de la que colgaba no
le permitÃ*an cambiar de postura, y como más se
movÃ*a, más profundamente se hundÃ*a el borde de
la tabla en su carne indefensa.
No supo cuánto tiempo permaneció en aquella
posición en la que se desgarraba. Sus alaridos
pasaron a gemidos, y acabó sollozando débilmente.
Estuvo a punto de perder el conocimiento,
pero el incontrolable dolor no se lo permitió.
Entró por fin el capitán de policÃ*a y, sin tener
en cuenta sus súplicas, cogió un látigo de cuero.
Los golpes cayeron sobre sus muslos, su vientre y
sus pechos. Creyó llegar al lÃ*mite del dolor; mientras
el policÃ*a la azotaba, ella retorcÃ*a el cuerpo,
aumentando asÃ* los horribles sufrimientos de su
entrepierna. SÃ*, estaba dispuesta a decirlo todo:
la verdad y nada más que la verdad.
El capitán le quitó las pesas de los pies, sin por
ello desencadenarla y, de una patada, le colocó la
banqueta debajo de los pies. Ella los apoyó, quedando
de pie, con la hendidura dolorida a pocos
centÃ*metros de la temible tabla. Con otra patada,
la banqueta caerÃ*a y volverÃ*a a encontrarse en la
posición anterior. Contó la historia de su vida,
sin olvidar un detalle.
El gordo capitán de policÃ*a se habÃ*a sentado en
una de las mesas de tortura y escuchaba. Se rascó
la cabeza; era un caso complicado. Por lo que ella
contaba, comprendió que habÃ*a sido liberada, que
era libre, pero, por otra parte, seguÃ*a siendo una
esclava fugitiva, propiedad de los Sokolov. ¿A
quién pertenecÃ*a ahora? ¿A los Sokolov, a madame
SofÃ*a, o seguÃ*a vigente su liberación? ¿DebÃ*a
considerarla libre?
203
No querÃ*a tomar una decisión precipitada. En
todo caso, de momento, pertenecÃ*a al Estado, o
mejor dicho, a él. Por lo tanto, se quedarÃ*a con
ella hasta que se aclarara la cuestión.
La dejó de pie en la banqueta y se fue. Al cabo
de un buen rato, apareció la enorme matrona de
la cárcel. Retiró las cadenas y se llevó a Grushenka
a rastras a su oscura celda. La mujer se
negó a devolverle sus finas prendas interiores y
la dejó completamente desnuda. Las protestas de
Grushenka carecÃ*an de toda energÃ*a; a pesar de
que sufrÃ*a menos, se sentÃ*a tan débil y dolorida
que apenas podÃ*a caminar.
Estuvo dÃ*as y dÃ*as en aquella sucia celda. La
incertidumbre era la que más la afectaba. El ruido
y los gritos que oÃ*a por los pasillos de la comisarÃ*a
desquiciaban sus nervios. Se fue cubriendo
de mugre.
Un dÃ*a, la matrona la sacó de allÃ*, le hizo una
limpieza rápida, la vistió con viejas ropas de presidio
y la entregó a un alguacil que estaba esperando
y que la condujo por un dédalo de pasillos
y vestÃ*bulos hasta el despacho privado del capitán
de policÃ*a. Sorprendida, se detuvo en el umbral.
Sentada en el borde de una mesa grande, situada
en el centro de la habitación, habÃ*a una joven
prostituta. No tendrÃ*a más de dieciocho años, pero
era evidente que se las sabÃ*a largas y que era
más dura que el cuero. En ropa interior, discutÃ*a
a voz en grito con el rechoncho jefe del poderoso
departamento de policÃ*a. El hombre no llevaba
camisa y parecÃ*a grotesco. Al parecer, estaba
tan complacido como molesto por la insolencia
de la chiquilla que lo trataba como si fuera el
polvo de sus zapatos.
— ¡Oye, tú! — gritó la zorrilla dirigiéndose a
Grushenka —. ¿Te das cuenta que ese animal pretende
ser quién sabe quién para besarme el coño,
mi coño tan mono? ¿Qué te parece? — y le abrió
la bragueta sosteniéndola descaradamente abierta
con ambas manos —. Le he dicho que no le daré
nada si no me lo lame como Dios manda. Te ha
mandado buscar porque dice que tú entiendes de
esto, a menos que le hayas mentido...
— ¡Está bien! — refunfuñó el capitán, ligera-
204
mente molesto—. Adelante, y haz lo que ella quiere.
Quizá con eso se quede tranquila, la muy zorra.
Pero no la dejes que se corra porque, de lo contrario,
os daré una paliza a las dos, no quiero joder
con un cadáver.
Grushenka se acercó y se ocupó de la joven.
Esta podÃ*a ser una oportunidad para decidir su
destino, y lo mejor era hacerse simpática.
HabÃ*a aprendido muy bien a hacer el amor a
mujeres. En Italia, habÃ*a invitado con frecuencia
a otras mujeres a su apartamento y habÃ*a disfrutado
mucho haciendo que se corrieran con su
lengua. A menudo, sus doncellas habÃ*an tenido que
sujetarlas por la fuerza porque se resistÃ*an...
Pero aquella putilla barata le resultaba desagradable
y no disfrutó lamiendo su nido de amor,
que, a pesar de su juventud, parecÃ*a ya bastante
usado. Se agachó y abrió las piernas de la muchacha
para trabajar más a gusto. La descarada
jovencita inclinó su cuerpo en la mesa y lanzó
una mirada de triunfo a su robusto amante que
se paseaba por el cuarto.
La lengua de Grushenka empezó el juego; aquella
lengua se habÃ*a ensanchado, se habÃ*a vuelto
ágil y conocedora de todos los trucos posibles. El
nido de amor, al sentir que allÃ* habÃ*a una maestra,
se excitó en seguida muchÃ*simo. La rubia habÃ*a
iniciado aquella comedia sólo para molestar a su
amante, pero descubrÃ*a ahora, con gran sorpresa,
que le estaban preparando un festÃ*n; entonces
decidió abandonarse. Grushenka notó que el clÃ*toris,
antes hinchado y endurecido, se habÃ*a ablandado,
pero siguió el juego de su lengua para que
el capitán de policÃ*a no se enterara de que su
amante estaba haciendo lo que se le habÃ*a prohibido:
gozar antes de que él la penetrara.
— Ya basta de tonterÃ*a — dijo, interrumpiendo a
Grushenka y dándole un empujón —. Ahora se la
meteré, le guste o no. — Y procedió a introducir
su corta verga en el húmedo canal.
Grushenka dio una vuelta por el cuarto, encontró
un lavamanos y se limpió la cara. Entonces,
mirando a la pareja, decidió no salir de allÃ*
antes de aclarar su situación con el capitán. Vio
que estaba inclinado sobre la muchacha, con los
205
pantalones cayéndole por los tobillos, sus nalgas
musculósas atareadas dando empujones.
Se le ocurrió una idea: se arrodilló detrás de
él, le abrió el ojete y pegó su boca al orificio.
Jamás le habÃ*an hecho semejante cosa; sorprendido,
interrumpió los movimientos e, inmóvil frente
a su amante, se entregó a su deleite.
La muchacha, que no sabÃ*a qué ocurrÃ*a, le
gritó:
— ¡Oye, tú! ¿Qué te pasa? ¿Te estás volviendo
perezoso? FolÃ*ame, bastardo. —Y movió las nalgas
para obligarle a trabajar.
Le estiró con fuerza los pelos del monte de Venus
y le habló con tono tan imperioso que ella se
quedó asombrada.
— ¡Quieta cerda! No te muevas, o te doy una
paliza.
Grushenka lo acariciaba entre las piernas con
los dedos, le frotaba el orificio trasero con la lengua
y finalmente se la metió dentro. Al capitán
le temblaron las piernas, se dejó caer sobre los
muslos de la putilla, gimió y gozó frenéticamente.
Al levantarse para vestirse, la prostituta seguÃ*a
preguntándose qué habÃ*a sucedido, pero adivinó
lo sucedido en cuanto sorprendió a Grushenka limpiándose
los labios con una toalla mojada, mientras
el capitán se lavaba la entrepierna en la palangana.
Grushenka tuvo tiempo de rogarle que se ocupara
de ella. El capitán seguÃ*a temiendo comprometerse
; llamó a la matrona y, tras tomar una
decisión, que para Grushenka no tenÃ*a ningún
sentido, la devolvió a su celda.
Aquella misma noche la matrona le comunicó
la juiciosa decisión: puesto que actualmente no
pertenecÃ*a a nadie en particular y, al parecer, tampoco
era mujer libre, pertenecerÃ*a a partir de entonces
al Estado y pasarÃ*a a ser ayudante de la
matrona. Naturalmente, la verdad era que el capitán
la querÃ*a para él y no deseaba verla morir
en su asquerosa celda.
A la matrona no le gustaba en absoluto el giro
que habÃ*an tomado las cosas. Como pronto descubrió
Grushenka, era muy avara y temÃ*a que ella
pudiera obstaculizar sus asuntos. Pero tuvo que
206
obedecer; dio algo de ropa a Grushenka, un alojamiento
al lado del suyo y toda clase de ocupaciones.
Grushenka tuvo que preparar las comidas — una
sopa clara, cuyo contenido consistÃ*a en un mejunje
de dudosos orÃ*genes, vigilar a las presas
mientras limpiaban las celdas y, en general, ayudar
en todo un poco.
Pronto se enteró Grushenka de que existÃ*an cuatro
tipos de presas para la matrona. Primero: las
que tenÃ*an influencia fuera de la cárcel, que serÃ*an
pronto liberadas y a quienes no debÃ*an molestar.
Segundo: las que tenÃ*an dinero y podÃ*an conseguir
más del exterior. Tercero: las que tenÃ*an dinero
pero no soltaban un kopek; éstas eran vÃ*ctimas
de despiadadas torturas. Finalmente, estaban
las que no tenÃ*an dinero ni influencia y a las
que se dejaba pudrir en sus celdas.
No establecÃ*a diferencias de edad o de salud
entre las mujeres que tenÃ*a bajo su férula. No le
importaba en absoluto que fueran criminales, ladronas,
putas o envenenadoras, ni que fueran inocentes
y estuvieran presas por error o falsa denuncia.
No eran más que máquinas vivientes de
las que podÃ*a extraerse dinero y no vacilaba en
apretarles los tornillos sin compasión. En cuanto
las entregaban a su custodia, les quitaba todas sus
ropas, el dinero, las joyas y demás prendas de valor.
Si era una prostituta vieja, o una mujer que
habÃ*a estado previamente en la cárcel, no vacilaba
en registrarle las partes nobles en busca de
algún tesoro oculto. Entonces, las obligaba a enviar
mensajes pidiendo dinero a sus amigos del
exterior por medio de los policÃ*as. Si llegaba dinero,
la presa tenÃ*a algunos dÃ*as de tregua en
forma de alimentos, ropa y aire fresco; el policÃ*a
cobraba una propina y la matrona aumentaba su
botÃ*n. Pero, si el mensaje quedaba sin respuesta,
torturaba a la desdichada, y más de una vez tuvo
que ayudarla Grushenka a hacerlo.
La sala de torturas estaba allÃ* para eso, y asÃ*
fue en casi todos los paÃ*ses del mundo hasta mediados
del siglo XIX, aun cuando la tortura hubiera
sido abolida oficialmente en la mayorÃ*a de los
paÃ*ses a finales del siglo XVIII. Sin embargo, la
207
matrona recurrÃ*a a las torturas para que sus vÃ*ctimas
cedieran, y lo hacÃ*a ella misma, pues era
una tarea que, por lo visto, le proporcionaba un
extraordinario placer.
Por ejemplo, apareció un dÃ*a una mujer alta y
rubia, de unos treinta años, que parecÃ*a tener dinero,
a juzgar por sus ropas. La llevaron allÃ* acusada
de robo en una tienda, pero saltaba a la vista
de que era una falsa acusación, pues no compareció
siquiera ante el capitán para ser sentenciada.
HabÃ*a algo misterioso en aquella mujer. Se negó
a comunicarse con el mundo exterior y, sin embargo,
éste era en general el único deseo de las
presas. Estaba sentada en su celda, envuelta en
harapos sucios y no decÃ*a palabra. La matrona se
la llevó a rastras a la sala de torturas, le arrancó
los harapos del cuerpo y la ató a la tabla de
azotar.
La mujer tenÃ*a hermosas nalgas, una piel muy
clara y piernas bien formadas, que se convirtieron
al instante en campo abonado para los malos tratos
de su gigantesca torturadora. Grushenka, que
se suponÃ*a estaba allÃ* para ayudar a la matrona,
permanecÃ*a de pie junto a ella. La vieja y endurecida
carcelera no habÃ*a necesitado ayuda para
atar a su vÃ*ctima; sus brazos fuertes y musculosos,
y su pericia eran más que suficientes.
— Primero, te daré una paliza — le gritó a la
rubia — y después charlaremos un poco.
Y cumplió su palabra. Empezó por las rodillas
y azotó las piernas estiradas con un bastón de
caña manejado con habilidad. Subió por una pierna
hasta llegar a la hendidura, trató del mismo
modo la otra pierna y después descargó su ira en
las nalgas.
La mujer no era musculosa; era esbelta, bien
hecha y de carnes suaves. Daba alaridos de dolor
y movÃ*a desordenadamente los brazos, pero no podÃ*a
proteger sus nalgas de los golpes. Su cuerpo
se cubrió de morados; lloró y prometió que harÃ*a
todo lo que le dijeran. La enorme matrona se detuvo
pero metió sus fuertes dedos en la carne dolorida.
—¿Escribirás, sÃ* o no, una carta a un amigo o
208
familiar tuyo pidiéndole cien rublos que serán entregados
al portador?
La mujer accedió; la llevaron entonces de regreso
a su celda y le dieron tiempo para sollozar
a gusto hasta que Grushenka le llevó una pluma,
tinta y papel.
La carta fue enviada por medio de un policÃ*a,
pero éste regresó diciendo que en aquella dirección
no vivÃ*a nadie con el nombre señalado en la
carta. La matrona se enfureció; aquel dÃ*a no hizo
ni dijo nada. Pero, a la mañana siguiente, después
de terminar su trabajo de rutina, volvió a la carga.
Esta vez, Grushenka tuvo que ayudar a transportar
a la mujer hasta la cámara de torturas.
Luchaba como una tigresa y juró que le pesarÃ*a a
la matrona y que le darÃ*an una paliza en cuanto
fe soltaran.
Ni el defenderse, o amenazar le sirvieron de
nada; la matrona le ató las manos a la espalda y
la colgó de una cuerda atada a las muñecas. Esto
le dislocaba los hombros, y el peso del cuerpo, colgado
de los músculos retorcidos de los brazos, le
producÃ*a un dolor insoportable.
La mujer gritó que la estaban matando. Grushenka,
pese a haberse endurecido, sintió lástima.
Pero la matrona no parecÃ*a oÃ*r, ni sentir la menor
compasión. Ató los tobillos de la mujer con una
cuerda tirante a unos aros que habÃ*a en el suelo,
produciéndole un dolor aún mayor en los hombros.
Grushenka contempló la silueta colgada; el rostro
deformado habÃ*a dejado de ser hermoso, pero
conservaba aún sus bellas facciones. Los pechos,
demasiado grandes y pesados, le colgaban, pero el
vientre era liso y no tenÃ*a grasa. Lo que mejor
tenÃ*a eran, sin duda, los muslos firmes y bien formados.
Grushenka no pudo evitar acercarse a la
mujer, examinarla y hasta tocar la hendidura,
abierta debido a la posición de las piernas. La
mujer habÃ*a sido colgada de tal forma que la entrada
de su orificio se encontraba justo a la altura
de la boca de Grushenka, y ésta no pudo evitar
una observación sarcástica. Mientras tanteaba con
los dedos, le dijo a la matrona:
— Apuesto a que abre tanto las piernas para
que la besen, ¿no lo cree?
209
Pero la matrona, que habÃ*a estado buscando un
knut, le dio un empujón:
—Ya verás lo que voy a darle, y puesto que me
llamas la atención sobre su coño, recojo la sugerencia.
La azotaré ahÃ*.
El knut, un corto mango de madera con ocho
o diez cortas tiras de cuero, silbó en el aire. De
pie y ligeramente ladeada, la matrona empezó a
golpearla lentamente y con precisión. Lanzaba el
extremo de las tiras de cuero contra el orificio
abierto y la carne que lo rodeaba en el interior de
los muslos. No contaba los azotes, no se apresuraba;
apuntaba bien, soltaba el brazo y, ¡zas!, el
knut caÃ*a sobre las partes más tiernas de la mujer,
que gritaba histéricamente. No fueron muchos
los golpes, sólo diez o doce, pues, de repente,
la mujer se puso pálida, y su cabeza cayó: se
habÃ*a desmayado.
La matrona la soltó con calma, se la echó al
hombro como si fuera un hato de ropa y la arrojó
sobre el catre de su celda. Cuando oyó llorar en el
interior, la matrona volvió a ocuparse de la prisionera.
La mujer aceptó escribir otra carta, pero el
resultado fue muy distinto al que esperaba la matrona:
el policÃ*a permaneció fuera mucho tiempo
y, cuando regresó, lo acompañaba un caballero
de aspecto distinguido que traÃ*a una orden de excarcelación
para la presa. En cuanto vio en qué
estado se encontraba la mujer, juró por el cielo
y el infierno que la matrona se las pagarÃ*a y se
alejó a toda prisa.
La matrona se encogió de hombros. Que se quejaran,
no conseguirÃ*an nada, aun cuando el zar
fuera primo suyo, y tenÃ*a razón.
Los castigos no solÃ*an ser extremadamente crueles,
a menos de que se tratara de obligar a una
prisionera a confesar. Sin embargo, ocurrÃ*a con
cierta frecuencia que el capitán, actuando como
juez y carcelero al mismo tiempo, ordenara una
paliza de acuerdo con las normas al uso, siempre
y cuando la mujer no permaneciera en la comisarÃ*a
más de unos cuantos dÃ*as por delitos menores.
Estas delincuentes no eran enviadas a la cárcel
del Estado, ni comparecÃ*an ante un tribunal, sino
210
que cumplÃ*an su tiempo, casi siempre inferior a
una semana, en la comisarÃ*a. Esos casos se manejaban
más o menos como el que pasamos a contar
y que fue confiado a Grushenka.
Dos jóvenes prostitutas, de apenas dieciséis años
de edad, habÃ*an sido recogidas cuando trataban
de conseguir clientes por la calle. Las mujeres
podÃ*an hacerlo, pero sólo a determinadas horas
de la noche, y en ciertas calles. Quizás aquellas
muchachas, que eran amigas, habÃ*an intentado
conseguir buenos clientes en las calles principales,
que estaban mejor iluminadas; en todo caso,
se habÃ*an convertido en presa de la ley, y cada
una de ellas fue sentenciada a cinco dÃ*as de calabozo
en la comisarÃ*a. Como castigo adicional tenÃ*an
que someterse todas las mañanas, durante
una hora, a doce azotes de vara.
Las muchachas no tenÃ*an dinero, y la matrona
las entregó a Grushenka. Al principio protestaron
mucho, pero al compartir una celda, empezaron a
hacer planes para el futuro antes de cumplir su
condena. SentÃ*an más curiosidad que miedo cuando
Grushenka las llevó al cuarto oscuro. Se quitaron
tÃ*midamente la ropa y se colocaron solas en
las tablas.
Grushenka no las ató más que de manos y pies,
cuidando de que las tablas no les dañara la piel.
Estaban sentadas ambas en el suelo, con las manos
y los pies atados al otro lado de las tablas. No
parecÃ*a importarles que sus nalgas desnudas quedaran
aplastadas en el suelo de piedra. Bromeaban
y se decÃ*an cosas la una a la otra mientras sus
traseros desnudos aguantaban todo el peso de sus
cuerpos. TenÃ*an pechitos redondos, y habÃ*a en
ellas algo de juventud y frescor.
Grushenka, que durante mucho tiempo no habÃ*a
tenido satisfacción sexual alguna, se excitó ligeramente.
Se inclinó y acarició los pezones de las
muchachas; sentÃ*a curiosidad por sus nidos, pero
ellas apretaron los muslos diciendo:
— No, señora: son cincuenta kopeks si quiere
que nos abramos de piernas, es nuestro precio.
Grushenka sugirió que la besaran un poco entre
las piernas, pero protestaron diciendo que eso
se lo hacÃ*an la una a la otra y que no podÃ*an
211
caer en semejante infidelidad. Pero si prometÃ*a
no golpearlas con las varas...
Grushenka dijo que tendrÃ*a que azotarlas un
poco para que les quedaran algunas señales, pues,
de lo contrario, la matrona intervendrÃ*a; llegaron
a un acuerdo. Entonces, Grushenka las soltó, se
sentó en la tabla de azotar, y una de las muchachas
le besó la entrepierna mientras ella agarró
a la otra; besándola en la boca con creciente pasión,
le lamió dientes y lengua y le acarició el
cuerpo.
Tras manosearles el trasero, Grushenka empezó
a tocar un poco el nido de amor, y la muchacha
no objetó. Pero, después, empezó a tantear la entrada
posterior con gran pasión, y eso la muchacha
no quiso aceptarlo. Apartó sus nalgas de las
manos de Grushenka, quien deseaba realmente
tocar el perverso orificio erótico. Pero Grushenka
obtuvo el orgasmo antes de poder lograrlo, aunque
no por eso renunció a ello.
Entonces mandó que las chicas se sujetaran, por
turno, las espaldas y dio seis azotes en las nalgas
de cada una, escociéndoles sólo un poco las
carnes. Cuando hubo terminado, las jóvenes rieron
diciendo que podÃ*an soportar más que eso.
A la mañana siguiente, Grushenka les ató también
la cabeza; esto obligaba a las presas a mantenerse
erguidas, con la cabeza y las manos aprisionadas
por encima de sus cabezas en las tablas.
Cuando las tuvo sujetas en esa forma, Grushenka
dio la vuelta a las tablas con toda la calma y empezó
a pellizcar y acariciar sus cuerpos desnudos.
Finalmente, metió un dedo de su mano izquierda
en el nido de amor de una de las muchachas y
se apoderó de su trasero con el Ã*ndice de la derecha.
La muchacha pateó, gritó y se agitó frenéticamente,
pero no pudo evitarlo.
— Tendrás que acostumbrarte algún dÃ*a — le
dijo Grushenka, sonriendo —. Muy pronto verás
cómo te meterán por allÃ* aparatos más gordos que
un dedo y cómo te lo dejarán... A algunos hombres
no les gusta más que eso.
Y la embistió con fuerza renovada mientras recordaba
a los múltiples italianos, que le habÃ*an
enseñado a correrse con la misma facilidad por
212
delante que por detrás. Pero a la chica no le gustó
nada aquello y juró no aceptar jamás semejante
barbaridad.
Cuando Grushenka le hizo lo mismo a la otra,
se quedó muy sorprendida, pues aquélla sÃ* parecÃ*a
conforme.
— Veréis — explicó la joven —, os contaré qué
me pasó. Al lado de la tienda de mi padre habÃ*a
un zapatero, quien me hizo por primera vez el
amor. Al principio, sólo tenÃ*a que masturbarlo,
pero después quiso más. TenÃ*a miedo de dejarme
embarazada porque yo tenÃ*a sólo quince años y no
se atrevÃ*a a meterme el pito en el coño. Por lo
tanto, me hizo el amor por detrás. Chillé un poco,
no demasiado, porque temÃ*a ser descubierta, y
acabé acostumbrándome. AsÃ* que me importa un
bledo.
Al oÃ*r esto Grushenka desistió del intento, naturalmente.
Mientras sucedÃ*an éstas y otras cosas, el capitán
empleaba a Grushenka con frecuencia para sus
propios fines. Siempre que aquella descarada
amante suya iba a verlo, obligaba a Grushenka a
lamerle el culo con su lengua de experta. Pero
no la dejó volver a hacerle el amor a su putilla, a
quien, en realidad, Grushenka molestaba con su
presencia.
Tras unas semanas, un buen dÃ*a, se rebeló y se
negó a dejarse poseer mientras Grushenka estuviera
presente. El capitán juró, maldijo y la pegó,
pero ella le respondió con insultos igualmente refinados
y le devolvió los golpes. Durante toda la
pelea, la verga del capitán permaneció tiesa.
Grushenka, al ver qué ocurrÃ*a, tuvo una inspiración
: se quitó la ropa, abrazó al capitán y cayó
agarrada a él en la alfombra. Antes de que el capitán
se enterara de qué iba, Grushenka lo habÃ*a
rodeado con sus muslos, metido su verga en su
nido de amor y le hacÃ*a el amor con movimientos
circulares de las caderas.
El capitán estaba muy agitado y no tardó en
someterse a sus embates. AsÃ* se inició un encuentro
asombroso. La golfilla, quien, al principio, creyó
que Grushenka iba a ayudarla, se dio cuenta
de repente que le estaba robando a su amante ante
213
sus mismos ojos; entonces, se enfureció y trató
de separarlos. Los hizo rodar por la alfombra, los
pateó y los empujó, tiró de sus extremidades, les
pellizcó la espalda y les dio patadas en las nalgas.
Pero estaban tan ardientemente enlazados que siguieron
haciendo el amor a pesar de aquella agresión
fÃ*sica, y hasta les sirvió de estÃ*mulo. Gimieron
al tener el orgasmo. Fue un magnÃ*fico experimento.
El capitán se levantó primero, mientras Grushenka
se quedaba tendida en el suelo, exhausta.
Ahora, el hombre estaba realmente furioso con su
antigua amante; se lo demostró con palabras y
golpes y la expulsó, ordenándole que no volviera.
Grushenka se levantó despacio, abrazó muy coqueta
al hombre —cuya ira empezaba a aplacarse
— y lo besó tiernamente en las dos mejillas. El
gordo capitán, que no habÃ*a sido besado de aquel
modo durante años y que acababa de comprender
lo extraordinaria que debÃ*a ser Grushenka en la
cama, se acarameló en modo insólito en él.
—De nada sirve tenerte aquÃ* de guardia todo el
tiempo — murmure) —. Te diré lo que haremos: de
ahora en adelante, serás mi gobernanta.
El vivÃ*a en un alojamiento confortable en una
ala de la prisión, y Grushenka se trasladó a él.
Pasó a ser más esposa obediente que gobernanta
y amante. Limpiaba y guisaba para él, le hacÃ*a
la vida más cómoda y satisfacÃ*a prudentemente
sus apetitos sexuales; nunca lo agotaba y se las
arreglaba para que la deseara siempre. El, a su
vez, la trataba como a un ser humano. La llevaba
en coche, la presentó a sus amigos, nunca la pegó,
y se dejó dominar con placer.
Pasaron los meses y Grushenka no habÃ*a decidido
aún si le inducirÃ*a a casarse con ella. ¿Por
qué no? TenÃ*a muchÃ*simo dinero y cierta posición,
y con él disfrutarÃ*a de seguridad. Pero finalmente
abandonó la idea.
214
16
La razón por la que Grushenka no deseaba emparejarse
para el resto de su vida con el capitán
de policÃ*a radicaba, sin duda, en la repugnancia
fÃ*sica que el hombre le inspiraba. Era bajito y
gordo; los brazos, las nalgas y las piernas, realmente,
todo en él era repelente, y, por si fuera
poco, iba siempre satisfecho de sÃ* mismo. No era
un buen amante y, cuando una o dos veces por
semana le hacÃ*a el amor con su verga corta y
gruesa, no tenÃ*a para nada en cuenta los deseos
de ella y se sentÃ*a la mar de contento y despreocupado.
Roncaba, no veÃ*a la necesidad de lavarse
con frecuencia y escupÃ*a en el cuarto como podrÃ*a
hacerlo en una pocilga. CumplÃ*a brutalmente
con sus deberes y no tenÃ*a otro concepto de justicia
que el látigo. Hasta sus bromas eran pesadas.
Entonces ¿para qué seguir con él?
Para poder alejarse, Grushenka necesitaba dinero.
Pero el capitán tenÃ*a mucho. Por la noche,
siempre volvÃ*a con los bolsillos repletos de oro y
plata, y se marchaba a la mañana siguiente sin
un centavo. Las cantidades extraÃ*das mediante
soborno eran enormes, pero ¿qué hacÃ*a con el
dinero?
Grushenka no tardó mucho en descubrirlo: habÃ*a
en el suelo una caja fuerte de hierro, muy
grande; medÃ*a unos tres pies de alto y cinco de
largo. No tenÃ*a cerradura, y Grushenka no supo
abrirla. Observó al capitán y vio cómo- manejaba
una clavija en la parte trasera. A la mañana siguiente,
hizo funcionar la clavija y se quedó atónita:
la caja fuerte estaba llena casi hasta los
bordes de monedas, miles de monedas de oro,
plata y cobre. Las habÃ*a guardado descuidadamente,
tal y como caÃ*an.
215
Grushenka reflexionó y empezó a meter mano
sistemáticamente en el montón de dinero. Diariamente,
cuando el capitán se marchaba, se apoderaba
de cientos de rublos de oro, cambiaba una
o dos piezas en monedas de cobre o de plata y las
depositaba en la caja fuerte para no dejar huecos.
Lo demás se lo guardaba.
Pronto tuvo acumulados miles de rublos sin
que el montón de moneda hubiera disminuido. Un
buen dÃ*a, transfirió su tesoro a un banco; ya tenÃ*a
suficiente para empezar.
Lo único que le quedaba por hacer era alejarse
del capitán, y lo logró al cabo de semanas de cuidadosa
estrategia. Para empezar, se mostró malhumorada,
enfermiza, quejándose de su mala salud.
Después se negó a entregarse a él cuando
no tenÃ*a ganas de hacerlo. Por supuesto, él no
quiso admitirlo, y la montaba a pesar de sus protestas.
Mientras lo tenÃ*a encima se ponÃ*a a charlar
con él, fastidiándolo todo el tiempo. Le pedÃ*a
que llegara pronto al orgasmo, o, de repente, sin
que viniera a cuento — cuando estaba a punto de
lograrlo — le preguntaba qué querÃ*a comer al dÃ*a
siguiente.
Naturalmente, él, a su vez, tampoco la trataba
con mucha amabilidad; a menudo le daba una
bofetada, y eso le proporcionaba a ella otra buena
excusa para su mal humor. En una o dos ocasiones,
la agarró boca abajo y le dio una buena paliza
con sus propias manos.
Lo aguantó porque sabÃ*a que pronto estarÃ*a deseando
perderla de vista.
Se puso otra vez a hacer el amor con las presas,
como solÃ*a hacerlo siempre que no disponÃ*a de
una puta lo bastante excitante. Grushenka se enteraba
de sus infidelidades por supuesto, y le hacÃ*a
escenas.
Al mismo tiempo le hablaba de los burdeles
de Moscú, de lo excelente que era el negocio y de
lo pequeñas que eran las cantidades que obtenÃ*a
por dejarse sobornar. Luego, le propuso abiertamente
poner un prostÃ*bulo, darle toda su protección,
cerrar todos los demás, y encargarla a ella
de su funcionamiento.
El no le hizo mucho caso porque no le inte-
216
resaba aumentar su riqueza. Pero, cuando ella le
hizo ver hábilmente que asÃ* siempre tendrÃ*a a su
disposición jóvenes que le organizarÃ*an grandes
orgÃ*as, sucumbió a la idea y le dijo que podÃ*a hacer
lo que quisiera, pero que debÃ*a comprender
que él no tenÃ*a dinero y que ella debÃ*a espabilarse
por sus propios medios. Grushenka casi sintió afecto
por él y al instante puso manos a la obra.
Lo primero que hizo fue comprar una casa en
el mejor barrio de la ciudad, donde nadie se habrÃ*a
atrevido a abrir un establecimiento de este
tipo sin la protección del capitán. La casa, rodeada
de jardÃ*n, tenÃ*a tres pisos. Los de arriba tenÃ*an
más o menos doce cuartos cada uno, y la planta
baja consistÃ*a en un espléndido comedor y cuatro
o cinco salones espaciosos que se abrÃ*an todos al
vestÃ*bulo principal. Grushenka planeó toda la casa
de acuerdo con la distribución del mejor burdel
de Roma, al que habÃ*a visitado con frecuencia
siempre que deseaba que una joven le hiciera el
amor.
Decidió emplear únicamente a siervas, a las que
podrÃ*a adiestrar a su gusto sin tener que satisfacer
los de ellas. Lo preparó todo a escondidas del
capitán y tuvo que realizar más incursiones a la
caja-fuerte porque compraba lo mejor para su establecimiento.
DisponÃ*a ya de un coche vistoso y
cuatro caballos, varios estableros, una vieja gobernanta
y seis robustas doncellas campesinas, buenos
muebles y, naturalmente, una colección de camas
con baldaquino y sábanas de seda. Cuando
estuvo todo a punto, dejó al capitán, se estableció
en el caserón y se dedicó a comprar con toda la
calma a sus muchachas.
Ahora se la podÃ*a ver paseando en su propio
coche por todos los rincones de Moscú, examinando
rostros y tipos, del mismo modo que Katerina
lo habÃ*a hecho diez años antes, al comprarla a
ella para Nelidova. Pero a Grushenka le resultaba
más fácil que a Katerina porque no tenÃ*a que buscar
un tipo especial de mujer; necesitaba chicas
de todos los tipos y formas con el fin de satisfacer
a sus futuros clientes.
La miseria en los barrios más pobres de Moscú
estuvo en el origen de sus mejores hallazgos. No
217
sólo los padres polÃ*ticos, sino también los mismos
padres le llevaban a sus hijas. Las muchachas,
por su parte, estaban encantadas de entrar al servicio
de una dama tan bella y elegante, donde ya
no padecerÃ*an hambre,
Grushenka enviaba a su gobernanta a las calles
más pobres para que diera voces acerca de su intención
de adquirir chicas entre quince y veinte
años para su servicio particular. Entonces, le indicaban
dónde podrÃ*a examinar la mercancÃ*a, por
ejemplo en la trastienda de aquélla u otra posada.
Cuando su elegante coche corrÃ*a por la calle, se
producÃ*a un gran alboroto, las madres se arremolinaban
a su alrededor, le besaban el dobladillo
del vestido y le suplicaban que se llevara a sus
hijas.
Una vez pasado el tumulto que acompañaba a
su llegada, conducÃ*an a Grushenka a una sala
grande donde esperaban unas veinte o treinta muchachas
harapientas, sucias y malolientes. La
charla y los gritos de los padres deseosos de vender
no la dejaban escoger a gusto. Las primeras
veces se encontró tan indefensa ante todo aquello
que se retiró sin intentar siquiera examinar a las
muchachas. Arrojando al suelo monedas sobre las
que se abalanzaron los presentes, pudo retirarse
rápidamente.
Más tarde encontró un sistema más apropiado;
sacaba de la sala a todos los padres y, cerrando la
puerta por dentro, se dedicaba a la tarea con la
frialdad de un comerciante. Las muchachas tenÃ*an
que despojarse de sus harapos. Grushenka eliminaba
a las que no le gustaban y se quedaba con
las tres o cuatro que le parecÃ*an convenientes. SometÃ*a
a éstas al examen más riguroso: los cabellos
largos, los rasgos finos, los dientes perfectos, los
pechos bien moldeados y los nidos de amor pequeños
y bien formados no eran los únicos requisitos;
ella querÃ*a muchachas con vitalidad y resistencia.
Las sentaba en sus rodillas, las obligaba a abrir
las piernas, jugueteaba con sus clÃ*toris y observaba
la reacción. Les pellizcaba con sus largas
uñas el interior de los muslos y, cuando se mostraban
blandas, les daba un par de monedas y
218
las despachaba. Regateaba con obstinación por las
que escogÃ*a, las vestÃ*a con ropas que habÃ*a traÃ*do
para el objeto y se las llevaba.
Después de bañarlas y darles de comer en su
mansión, les administraba personalmente la primera
paliza y lo hacÃ*a muy en serio. Era una
prueba más para saber si la muchacha servirÃ*a o
no. No las llevaba al cuarto oscuro que habÃ*a encontrado
en la casa del aristócrata al que la habÃ*a
comprado, ni tampoco las ataba. Las tumbaba en
la elegante cama que habrÃ*a de ser la suya para
sus encuentros y, amenazándolas con devolverlas
a sus casas, las obligaba a descubrir las partes de
sus cuerpos a los que deseaba azotar.
Todas las muchachas habÃ*an recibido palizas
anteriormente, pero casi nunca habÃ*an pasado de
golpes y patadas, y sólo unas cuantas habÃ*an probado
ya una paliza bien dada con el látigo de
cuero. Tras azotarles con dureza las nalgas y la
parte interna de sus muslos, Grushenka ordenaba
que se levantaran, se quedaran muy erguidas y
se sostuvieran los pechos por debajo para recibir
otro castigo.
Las que aceptaban no eran castigadas, pero las
que no estaban dispuestas a obedecer sentÃ*an una
y otra vez el látigo en sus espaldas hasta que aceptaran
someterse por completo. Grushenka habÃ*a
dejado de ser blanda, habÃ*a olvidado el miedo y
el terror de su propia juventud; por eso triunfaba.
Cuando hubo encontrado de ese modo aproximadamente
a quince mozas, empezó a instruirlas
cuidadosamente respecto a la forma de conservar
el cuerpo limpio y las uñas en perfecto estado; a
sonreÃ*r, caminar, comer y charlar. Pronto lo consiguió,
especialmente porque ordenó que sus chicas
vistieran siempre magnÃ*ficas prendas especialmente
diseñadas; la ropa elegante provoca en
cualquier mujer una conducta refinada.
Cumplida esta primera etapa, emprendió su instrucción
sexual y les enseñó cómo manejar y satisfacer
a los hombres. Estas instrucciones podrÃ*an
ser motivo de un capÃ*tulo más de esta obra.
Se dirigÃ*a a jóvenes atentas, pero asombradas.
OÃ*an las palabras, pero no entendÃ*an totalmente
219
su significado, pues la tercera parte de aquellas
mozas era todavÃ*a virgen. Las que habÃ*an sido ya
desfloradas, no habÃ*an hecho otra cosa que tumbarse
y estarse quietas mientras los rudos hombres
de sus barrios se apoderaban de ellas. No
comprendÃ*an aún que pudiera existir una gran
diferencia entre una cortesana experta y una campesina
que sólo sabe quedarse con las piernas
abiertas. Pronto aprenderÃ*an.
Cuando Grushenka creyó estar ya preparada,
organizó la inauguración de su establecimiento
con gran pompa y ruido. De acuerdo con el uso
de los tiempos, mandó imprimir una invitación
que era como un cartel, perfectamente impreso y
adornado de viñetas que representaban escenas
amorosas. AllÃ* podÃ*a leerse que la célebre madame
Grushenka Pawlovsk, de regreso de un largo viaje
por toda Europa en busca de experiencias sexuales
jamás soñadas, invitaba a los honorables duques,
condes y barones a la inauguración de su establecimiento.
En cuanto cruzara el umbral, el cliente
se verÃ*a sumido en un océano de placer. SeguÃ*a
una invitación que asombró a toda la ciudad: para
el banquete de gala con motivo de la inauguración
no se cobraba nada. Aquella noche, cada una de
sus célebres bellezas satisfarÃ*a todos los caprichos
sin cobrar y habrÃ*a una loterÃ*a cuyo premio consistÃ*a
en cinco vÃ*rgenes que los ganadores habrÃ*an
de violar.
De acuerdo con el estilo de la época, también
se estipulaba que los ganadores podrÃ*an desflorar
a las chicas en cuartos privados o en público.
Debe recordarse que la mayorÃ*a de los matrimonios
de la época se iniciaban con la desfloración
de la recién casada en público, lo cual significaba
que el novio debÃ*a hacer el amor en presencia de
todos los parientes próximos, a menudo ante los
invitados a la boda, con el fin de demostrar que
el matrimonio habÃ*a sido consumado. Esta costumbre
prevaleció en las familias de las casas reinantes
de Rusia durante la mayor parte del siglo
XIX.
La fiesta resultó ser una tumultuosa bacanal.
Duró más de tres dÃ*as con sus noches, hasta que
puso fin a la fiesta la intervención silenciosa j
220
discreta de la policÃ*a. Grushenka recibió a los invitados
con un vestido espléndido y muy audaz,
como correspondÃ*a a la ocasión. De la cintura
para abajo llevaba una falda de brocado púrpura
con una larga cola que le daba dignidad al andar.
De la cintura para arriba llevaba sólo un ligero
velo plateado que dejaba sus magnÃ*ficos pechos
y su espalda bien redondeaba a la vista de los admiradores.
Iba con una enorme peluca blanca con
muchos rizos que, como aún no tenÃ*a diamantes,
iban adornados de rosas rojas. Sus muchachas lucÃ*an
elegantes trajes de noche que dejaban los pezones
al descubierto y que se ceñÃ*an a la cintura
para dejar mayor amplitud a la cadera y las nalgas.
No llevaban ropa interior de ninguna clase y,
mientras los hombres cenaban, Grushenka las presentó
en una plataforma, una detrás de otra, levantándoles
los vestidos por delante y por detrás,
revelando sus partes desde todos los ángulos.
Grushenka esperaba unos setenta visitantes,
pero se presentaron más de doscientos. Dos reses
fueron abatidas y asadas en el jardÃ*n, sobre un
fuego al aire libre, pero pronto hubo que enviar
a buscar más comida. La cantidad de botellas de
vino y de vodka que se bebieron durante aquellos
dÃ*as seguirá siendo una incógnita; un pequeño
ejército de lacayos se afanaba descorchando botellas
y amontonando las vacÃ*as en sus cajas apiladas
en un rincón.
Terminada la cena, empezó la función con la
rifa de las vÃ*rgenes. Después de prolongados discursos,
más obscenos que ingeniosos, los hombres
decidieron entre sÃ* que el que no aceptara joder en
público serÃ*a excluido de la rifa. Los hombres
pertenecÃ*an todos a la clase aristocrática, en su
mayor parte terratenientes o hijos de terratenientes,
oficiales del ejército, funcionarios del gobierno,
etc. Estaban borrachos y les pareció que aquélla
era la ocasión para derribar las barrreras del
convencionalismo.
Dejaron libre un espacio en medio del gran
comedor y reunieron a las cinco jóvenes en el centro,
donde permanecieron quietas y avergonzadas.
Les colgaron números del cuello, y cada uno de
los hombres recibió una tarjeta numerada; los
221
ganadores serÃ*an aquéllos que tuvieron los números
correspondientes a los de las muchachas.
Las chicas recibieron órdenes de quitarse sus
vestidos, mientras los ganadores se colocaban orgullosamente
a su lado. Los demás participantes
estaban tendidos, o sentados, o de pie en forma de
cÃ*rculo en la sala; algunos se habÃ*an subido a las
ventanas para verlo mejor.
Las muchachas se sentÃ*an asustadas y se pusieron
a llorar; la multitud acalló aquel llanto con
aplausos y abucheo.
Grushenka penetró en el cÃ*rculo y reunió a sus
doncellas. Les habló con tranquila resolución, pero
las amenazó en el caso de que no obedecieran de
buena gana. Las jóvenes se despojaron de sus vestidos
y se tumbaron tÃ*midamente en la alfombra,
cerrando los ojos y tapando con una mano sus
nidos de amor.
Pero sus conquistadores también se encontraron
en apuros; lo cierto es que dos de ellos descubrieron
hermosas y duras vergas al abrir sus pantalones,
pero los otros tres no sabÃ*an cómo enderezarlas
en medio de aquella multitud aullante.
Se sacaron las levitas, se abrieron los pantalones
y se tumbaron sobre sus muchachas; muy bien,
pero sus buenas intenciones no bastaban para consumar
el acto.
Madame Grushenka entró entonces en acción.
Prestó sus servicios a los que ya tenÃ*an los cañones
listos para disparar. Muy pronto, se oyó el grito
agudo de una de las muchachas, y el movimiento
de sus nalgas anunció que, con sus dedos expertos,
Madame Grushenka habÃ*a metido la verga
del primer cliente en un nido de amor.
El segundo grito llegó poco después. Con el tercero
— un joven teniente de caballerÃ*a —, encontró
mayores dificultades; mientras con su mano
izquierda Grushenka le tocaba la hendidura, su
mano derecha de acariciaba el sable con tanta habilidad
que no tardó en insertarlo en la vaina.
El cuarto fue un fracaso. El caballero en cuestión
estaba demasiado anhelante, con la verga
llena, pero caÃ*da. En cuanto la tocó Grushenka,
chorreó sobre el peludo montecillo de Venus de la
doncella que yacÃ*a debajo. Al levantarse, colorado
222
y avergonzado de su desdicha, la multitud no entendió
qué habÃ*a ocurrido, pero, cuando se percató
de lo que habÃ*a pasado, se armó un gran alboroto.
Por supuesto, pronto se encontró a un sustituto,
y las doncellas de los números cuatro y cinco quedaron
debidamente desvirgadas.
Por un momento, los hombres a medio vestir se
quedaron resoplando encima de las formas blancas
y desnudas de las mujeres que cubrÃ*an. El aire
de la sala era asfixiante; cada uno de ellos, después
del orgasmo, se enderezó y mostró orgullosamente
su verga palpitante cubierta de sangre.
A Grushenka le costó muchÃ*simo trabajo sacar
de la sala a las muchachas desfloradas, pero sanas
y salvas. Tuvo que abrirse paso entre la multitud
de hombres que agarraban y manoseaban a las
niñas espantadas, por cuyos muslos corrÃ*a la sangre
de la violación. Grushenka las entregó a la
vieja gobernanta que se ocupó de ellas en un cuarto
del tercer piso.
Cuando volvió Grushenka, se vio metida en otro
lÃ*o con aquellos hombres excitados: querÃ*an que
también se subastaran las demás muchachas. Una
sugerencia llegó desde un rincón exigiendo otro
tipo de virginidad, o sea la del culo.
Grushenka no querÃ*a saber nada de aquello, y
trató de disuadir a sus invitados a fuerza de bromas.
Comenzaron a manosearla y, cuando estaba
a punto de salir de la sala, le arrebataron el velo
transparente y su amplia falda, dejándola sólo con
sus pantalones de encaje. Todos se abalanzaron sobre
ella, medio en broma, medio amenazadores;
Grushenka se asustó y prometió hacer lo que quisieran.
Llegó con las diez muchachas restantes que esperaban
en un cuarto de arriba. HabÃ*a decidido
meterlas a todas en un coche y sacarlas de la casa,
dejando que los borrachos se despabilaran y se
fueran. Pero lo pensó mejor y recordó cuánto dependÃ*a
su vida del éxito de aquella fiesta; cuando
hubo gastado sus últimos kopeks, habÃ*a hipotecado
la casa para comprar comida y vinos. Además,
quizá fuera conveniente que las chicas sufrieran
malos tratos desde el principio; después, no serÃ*a
peor.
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Les ordenó que se quitaran sus vestidos antes
de llevárselas a la sala, donde esperaban los hombres
con impaciencia. No se preocupó por tener
torcida la peluca, ni por no llevar más que los
pantalones. Ahora era la personificación de la
energÃ*a, decidida a jugar y a jugar fuerte.
Los hombres se portaron bien cuando llevó a las
chicas desnudas. HabÃ*an colocado diez sillas en
medio de la sala y organizado una rifa que tardó
un poco. Mientras tanto, contemplaban a las diez
bellezas desnudas. Más de un comentario o un
chiste obsceno cruzó el aire. Las muchachas, a su
vez, incitadas por Madame e ignorantes de lo que
les esperaba, contestaban a los hombres con observaciones
no menos alegres y lanzaban besos,
tocándose los labios, los senos o los nidos de amor,
a los hombres que más les gustaban.
Una vez reconocidos los ganadores, Grushenka
escogió para cada pareja dos ayudantes que estarÃ*an
a su lado y colaborarÃ*an. Se ordenó a las
muchachas que se arrodillaran en las sillas y levantaran
el culo, listas para la agresión. Lo hicieron
riendo y abrieron las rodillas, pues naturalmente
pensaban que iban a ser penetradas por
su nido de amor.
El haber seleccionado a los ayudantes fue una
hábil maniobra por parte de Madame. Ahora estaban
a ambos lados de cada pareja, mantenÃ*an agachada
la cabeza de la muchacha, jugueteabn con
sus- pezones y hasta se aventuraban en sus partes
nobles. Fue una suerte, porque, en cuanto cada
una de aquellas muchachas sencillas sintió una
verga abriéndose paso por su puerta trasera, se
pusieron a aullar y a tratar de escapar. Brincaban
en las sillas, rodaban por la alfombra, pateaban y
se mostraban muy dispuestas a ofrecer toda la
resistencia posible.
¡Y cómo disfrutó la multitud de mirones! Se
cruzaron apuestas respecto a quién serÃ*a el primero
en acertar y cuál serÃ*a la última muchacha desflorada.
Ninguno de los hombres habÃ*a presenciado
jamás semejante espectáculo, y la fiesta se convirtió
en un gran éxito. Los gladiadores tomaron
sus armas en la mano y las frotaron descaradamente.
Las inhibiciones y la vergüenza se habÃ*an
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acabado ya por completo. La propia Grushenka,
de pie en medio del cÃ*rculo, se sintió contagiada
por el ambiente y, si los hombres le hubieran
pedido que las mozas fueran azotadas primero,
habrÃ*a accedido de buena gana, tanto por su propio
gusto como por el de sus invitados.
Las muchachas fueron asaltadas en diferentes
posiciones: algunas tendidas boca abajo en la alfombra,
otras con la cabeza entre las piernas de
un ayudante inclinado sobre ellas, otras sentadas
en las rodillas de los hombres, cogidas por dos
ayudantes que le aguantaban en el aire las piernas
para que pudieran ser penetradas.
Sólo una mujer seguÃ*a luchando en el suelo;
era una muchacha pequeña y joven, muy rubia,
con largos cabellos sueltos y enmarañados sobre
los hombros y los senos. Grushenka intervino y
arregló ella misma el asunto. Hizo señas de que
se apartara el hombre que la moza se habÃ*a quitado
de encima con gran destreza, en el momento
preciso en que él creÃ*a que iba a penetrarla. Ordenó
a la joven que se pusiera de pie y la agarró
de los pelos de la entrepierna y de un pecho.
Hipnotizándola con toda la fuerza de su personalidad,
le dio unas cuantas órdenes, dominándola
por completo. Hizo que se arrodillara en la silla y
se inclinara hacia delante; en esa postura le abrió
la hendidura y manoseó hábilmente el estrecho
pasaje durante unos momentos.
Sólo entonces invitó al premiado a que se acercara
a tomar lo que era suyo. La muchacha no se
movió ni se atrevió a dar un solo grito al sentir
que su entrada trasera se llenaba con la enorme
verga. Fue la única muchacha que desfloraron de
rodillas sobre una silla, en la forma prevista y
según todos los hombres habrÃ*an querido hacerlo.
Pero, a pesar de todo, cada una de ellas fue enculada.
Cuando terminó este espectáculo, Grushenka
ordenó que cada una de las jóvenes se retirara
a su cuarto y esperara a sus visitantes. Cuando
las muchachas hubieron desaparecido, invitó a
los hombres a que fueran a las habitaciones y lo
pasaran a gusto con las chicas. Calculó que cada
una de ellas tendrÃ*a que ocuparse de unos diez
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individuos, cosa que podÃ*an hacer en poco tiempo.
Los hombres no esperaron a que se les repitiera
y no se fueron de uno en uno, sino por grupos,
juntos amigos y desconocidos. Durante las siguientes
horas, ocuparon todos los cuartos de las muchachas.
Mientras uno hacÃ*a el amor con una de
las chicas, quienes se movÃ*an a toda prisa para
terminar cuanto antes, los demás esperaban su
turno.
Si los hombres se hubieran marchado después,
como lo habÃ*a planeado Grushenka, todo habrÃ*a
ido muy bien. Pero, después de lograr lo que se
proponÃ*an, volvieron al piso de abajo y se tumbaron
o sentaron por los salones, bebiendo. El
aire se llenó de canciones, se vaciaron los vasos,
se devoró comida y se contaron chistes. Algunos
dormitaron un buen rato antes de despertar, listos
para volver a empezar. Tras descansar y pasar un
buen rato abajo, se pusieron a explorar otra vez
la casa mirando cómo otros hacÃ*an el amor, o
tomando parte en las juergas.
Muchas escenas de lujuria y depravación se llevaron
a cabo en los cuartos de las mujeres. Por
ejemplo, un grupo de hombres recordó a las chicas
desfloradas; entonces, se abalanzaron a sus
cuartos y obligaron a algunas a dejarse desflorar
por detrás, a pesar de sus lágrimas y protestas.
Grushenka estaba en todas partes, al principio
animada y alegre, después cansada y abatida. Dormitaba
en un sillón, tomaba una copa o dos, consolaba
a sus muchachas o quitaba del paso a los
borrachos. Finalmente envió un lacayo en busca
de su capitán quien, con mucho tacto, consiguió
sacar de allÃ* a los invitados borrachos. La mansión
era un caos de desorden y suciedad. Las prostitutas
y su Madame, agotadas, quedaron sumidas en
un sueño mortal durante cuarenta y ocho horas.
Pero el esfuerzo, el costo y el cansancio agotadores
no fueron en balde. Madame Grushenka Pawlovsk
habÃ*a conseguido llamar la atención sobre
su establecimiento y lo administró con un ánimo
muy beneficioso para su bolsillo. Se hizo rica y
famosa, tanto que después de su muerte y mucho
después de que se cerrara su famoso salón, cualquier
moscovita podÃ*a señalar su casa, del mismo
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modo que señalaban en ParÃ*s el famoso establecimiento
de Madame Gourdan, conocida en toda
Europa hace ciento cincuenta años como la mejor
Madame del mundo, con el apodo de la «La
Condesita».
Cómo terminó Madame Grushenka su vida amorosa
es algo que se ignora. Quizás haya encontrado
satisfacción en las lenguas amistosas de sus
muchachas; quizás se haya casado con un hombre
joven y formal, del que se haya enamorado sin
que nadie lo supiera.
Se supo de ella por última vez con ocasión del
documento oficial de la policÃ*a que citamos al
principio de la historia, en el cual la describen
como una «dama distinguida, en la flor de la edad,
hermosa y refinada, con ojos azules atrevidos y
una boca grande y sonriente, capaz de hablar con
habilidad sin salirse del tema». Deseamos que asÃ*
haya permanecido hasta su FIN.
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