jaimefrafer
Pajillero
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Al oÃ*r el veredicto, Grushenka se sintió deprimida.
HabrÃ*a preferido que le dieran una buena
paliza y seguir trabajando en los baños de hombres.
Para empezar, le gustaban los hombres y las
mujeres no; y segundo, la Sra. Brenna era muy
estricta con las chicas. TenÃ*a sobre todo siervas
que trabajaban para ella, y las espaldas, nalgas y
muslos de éstas solÃ*an llevar señales de malos
tratos.
¿Qué iba a hacer Grushenka? ¿Marcharse?
Y si no, ¿qué?
Cedió, y al mediodÃ*a se presentó en los baños
de mujeres. El equipo de aquella sala de baños era
casi igual al de abajo, salvo que en el suelo y
los reservados habÃ*a alfombras. La Sra. Brenna se
encontraba detrás de un mostrador alto donde
vendÃ*a té y pastelitos, en vez de cerveza y vodka.
Pero no se quedaba detrás del bar como hacÃ*a
siempre su marido, corrÃ*a de un lado para otro
sin parar, cuidando de que los reservados quedaran
limpios después de la salida de una cliente,
charlando y chismorreando con las mujeres que
habÃ*a en las tinas y regañando sin parar a las chicas.
SolÃ*an acompañar sus órdenes un pellizco en
el brazo o en las nalgas.
Las muchachas se alineaban cerca de la puerta
en cuanto entraba una cliente. Cada una de ellas
trataba de conseguir el mayor número posible de
clientes por las propinas. Las parroquianas eran
de la de la misma clase que los hombres: mujeres
de todas las edades procedentes de la clase
media. Muchas sólo venÃ*an a darse un baño caliente
porque en las casas de la clase media de aquellos
tiempos no habÃ*a instalación sanitaria. Algunas
querÃ*an masaje y relax, y muchas, que no te-
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nÃ*an siervos en casa, deseaban algo más. Pero todas
ellas hacÃ*an uso de las celadoras como si fueran
su propiedad privada, sus siervas, alquiladas
por un rato, a las que podÃ*an someter a sus caprichos.
Grushenka lo comprendió con su primera cliente.
Aquella parroquiana era una joven cuyo padre
habÃ*a hecho dinero recientemente con un negocio
de alfarerÃ*a. Aun cuando aquel padre negaba a su
familia el derecho de tener una casa elegante
con sirvientes y las comodidades de la clase alta,
habÃ*a suficiente dinero a disposición de su hija
para portarse como una señora en cuanto salÃ*a de
sus cuatro paredes. Iba emperifollada con un
abrigo de tela bordada en oro, llevaba enormes
hebillas de plata en los zapatos, y parecÃ*a una
auténtica dama.
Cuando entró, contempló a las diez muchachas
que allÃ* estaban desnudas y sonrientes. Tomó los
impertinentes y se puso a examinarlas lenta y
cuidadosamente. Grushenka se sintió estremecer
cuando la mirada de la joven pasó de sus pechos
a su vientre y después a sus piernas. No sintió satisfacción
al ser elegida; no sabÃ*a por qué, pues
aquella joven tenÃ*a un rostro amistoso e inofensivo,
aun cuando alrededor de la boca tenÃ*a un rictus
de altanerÃ*a y amargura.
Grushenka condujo a su cliente a un reservado,
cerró la puerta y empezó a desnudarla con devoción.
La joven se quedó totalmente quieta y no
desató siquiera un lazo, ni se desabrochó una sola
prenda. A Grushenka le pareció conveniente alabar
en voz alta todas sus ropas, aun cuando no
obtuviera otra respuesta que un comentario acerca
de que todo aquello costaba mucho dinero y
de que Grushenka debÃ*a colocar cada una de las
prendas con mucho cuidado, o colgarlas debidamente.
La joven quiso que le soltaran y trenzaran
el pelo para evitar que se mojara. Mientras tanto
se quedó sentada delante del espejo estudiando
su rostro y su cuerpo que, decididamente, era muy
atractivo.
Una vez hubo recogido su pelo, Grushenka le
preguntó si deseaba un masaje y de qué forma.
Pero, en vez de contestar, la joven se puso a dar
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vueltas alrededor de Grushenka, estudiando su
cuerpo y sus facciones. Sintió envidia de los pechos
llenos y bien formados de Grushenka, de su
vientre plano y de sus piernas. De repente, metió
un dedo en el nido de amor de Grushenka y, hundiéndolo
entero, la atrajo hacia ella y le preguntó:
—Todos los hombres están locos por ti ¿verdad?
— ¡Oh, no! — respondió Grushenka instintivamente
—. ¡Oh, no! En general los hombres no se
fijan en mÃ*.
—¿Conque no? ¡Mentirosa! — exclamó la hermosa
cliente y, sacando el dedo de donde lo tenÃ*a
metido, le dio una fuerte palmada en el muslo.
Grushenka se alejó, llevándose las manos al lugar
doloroso y gimió:
— No, por favor. ¡No haga eso!
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo yo darte una
buena paliza si se me antoja? — contestó despreciativamente
la muchacha —. ¿No te he alquilado
para mi placer? ¿Desde cuándo no puedo hacer
con las chicas de la Sra. Brenna lo que me plazca?
¿Quieres que la llame y se lo pregunte?
— Por favor, no llame a la Sra. Brenna — contestó
tÃ*midamente Grushenka —. Haré lo que quiera,
pero por favor, no me haga daño. No me pague
si no quiere — agregó.
— Ya veremos eso después, pequeña sierva
— respondió la parroquiana —. Ahora, ven acá y
date la vuelta... inclÃ*nate, asÃ* está bien. Y no te
atrevas a apartarte porque, si lo haces, ya te enseñaré
yo.
En cuanto calló, empezó a pellizcarle el trasero
a Grushenka. Primero en el carrillo derecho; atrapándola
entre el Ã*ndice y el pulgar apretó con
firmeza la carne suave y giró la mano; Grushenka
se llevó la mano a la boca para no gritar. Se
inclinó hacia delante con piernas temblorosas. La
muchacha la contemplaba, complacida. El lugar
pellizcado se puso primero blanco como la nieve
y después se volvió rojo oscuro.
— Ahora estás asimétrica — observó —>, No podemos
consentirlo, ¿no crees? — y pellizcó el segundo
carrillo del mismo modo. Pero no se conformó
con eso, sino que lo repitió en distintos puntos,
por encima y debajo de la zona dolorida y se apar-
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tó un poco para admirar su obra riendo a carcajadas.
Grushenka sufrÃ*a con cada pellizco como si le
quemaran las nalgas con fuego. Entre pellizco y
pellizco la joven le metÃ*a la mano en la entrepierna
y le estiraba el pelo del pubis, no muy fuerte,
pero sÃ* lo suficiente para arrancarle alguna
queja.
Grushenka tenÃ*a ganas de orinar. Pero temÃ*a
hacerlo en la mano de la cliente... El látigo de la
Sra. Brenna la habrÃ*a castigado.
Entonces la muchacha se aburrió de sus fechorÃ*as.
— Lástima — dijo —, que no tenga un látigo o
una vara a mano, pues de lo contrario borrarÃ*a
el maravilloso dibujo que acabo de hacer en tu
trasero.
Grushenka se irguió y se alejó. Los ojos de la
joven estaban clavados en sus hermosos pechos.
— ¡Cuánto me gustarÃ*a azotarte los pechos con
la varita que tengo en casa para mi perrito faldero
— prosiguió —. SerÃ*a un placer ver tus pechos, que
llevas con tanto orgullo, lacerados por los golpes.
Verás, no me gusta pegar con las manos porque
me harÃ*a daño, y de todos modos no conseguirÃ*a
rasgar tu piel de puta.
Sin embargo, hizo que Grushenka se sostuviera
los pechos con las manos para que le diera un
par de golpes con las manos. Grushenka pudo
aguantarlo aunque le doliera bastante.
Luego la joven pidió su bolsa, de la que sacó un
falo artificial bastante grande. Se tumbó en la
mesa de masajes, abrió las piernas, ordenó que
Grushenka se quedara a su lado y le diera la pseudopolla.
Grushenka le abrió los labios del nido de
amor con la mano izquierda y, con la derecha, lo
introdujo cuidadosamente en el orificio anhelante.
La joven pareció entusiasmarse. Metió la mano
derecha entre los muslos de Grushenka, cerca de
la hendidura, y la aferró hundiendo las uñas en
su piel suave. Acariciaba a la vez con la mano izquierda
sus bien formados pechos y movÃ*a las nalgas
hacia la verga falsa con ritmo acelerado.
Grushenka intensificó el movimiento del instrumento
artificial en el nido de amor de la joven.
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Esta se agitaba mucho respirando fuerte, suspiraba
repitiendo el nombre de un amante imaginario
y movÃ*a siempre más las nalgas arqueándose
hasta que, cuando alcanzó el climax, no se
apoyaba más que en las plantas de los pies y los
hombros. Entonces cayó en la mesa y se quedó
inmóvil mientras Grushenka sacaba la verga artificial
y limpiaba a la muchacha con una toalla
húmeda.
Grushenka se alegraba porque creÃ*a que todo
habÃ*a terminado, pero se equivocaba. En cuanto
la muchacha volvió en sÃ*, tuvo otro antojo.
—Dame la polla — ordenó —. Agáchate y lámeme
el cono. Y no te detengas hasta que te lo diga
yo ¿entendido? No, asÃ* no. Saca bien la lengua,
estúpida. Más adentro. Eso es, asÃ*.
Grushenka metió la cabeza entre los muslos de
aquella nueva rica que se vengaba de su niñez pobre
y de las muchas palizas y humillaciones maltratando
a otra mujer. Grushenka habÃ*a practicado
el uso de la lengua por algún tiempo y, aun
cuando recordaba cómo se hacÃ*a, trabajaba con demasiada
rapidez y pegaba demasiado la boca al
orificio, de tal modo que pronto se quedó sin aliento
y le dolió la lengua.
La muchacha tenÃ*a las piernas cruzadas detrás
de la nuca de Grushenka y la apretaba estrechamente
contra sÃ*. No estaba excitada aún porque
acababa de correrse; con la polla falsa en las manos,
se acariciaba los pechos y lo besaba. Finalmente
se lo metió en la boca y lo chupó con deleite.
No se concentraba en las sensaciones de su
nido de amor, por agradable que fuera la lengua
de Grushenka.
Grushenka se interrumpió un momento para
tomar aliento y para descansar su lengua; mirando
hacia arriba vio que la verga falsa desaparecÃ*a
y reaparecÃ*a en la boca de la muchacha; pero la
hermosa cliente no querÃ*a dejarla descansar y le
golpeó la espalda con la planta de los pies. Grushenka
reanudó su tarea. Entonces mantuvo abierto
el orificio con la mano izquierda y, por debajo,
metió el Ã*ndice de la derecha en la cueva de amor,
dando masaje al conducto hasta que la matriz
secundara los esfuerzos de su lengua lubricándolo
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e hinchándolo. Al parecer, aquel método dio resultado,
pues las nalgas comenzaron a moverse,
lentamente al principio, aumentando el ritmo hasta
el punto de que a Grushenka le costó mucho
mantener la punta de su lengua exactamente en
el lugar deseado.
Pero su cliente deseaba prolongar el juego. Se
torció, se sacó de la boca la preciosa verga y ordenó
a Grushenka que se detuviera. Esta, sin embargo,
siguió: mantuvo la boca pegada al blanco y
le hizo el amor a la muchacha con todas sus fuerzas.
Finalmente, la muchacha renunció a luchar y
llegó al orgasmo. Se quedó rendida y jadeante,
mientras Grushenka tomaba una toalla suave y le
frotaba piernas, vientre, pecho y brazos, quitándole
el sudor y dándole al mismo tiempo un masaje
reparador.
Su cliente tenÃ*a los ojos, cerrados y parecÃ*a dormir.
Grushenka estaba a punto de salir cuando la
muchacha se levantó perezosamente, le echó una
mirada maliciosa y se dirigió a la puerta. Grushenka
pensó que habÃ*a quedado ya satisfecha y que
se dirigÃ*a a la tina, pero la muchacha abrió la
puerta e hizo señas a la Sra. Brenna quien, como
siempre, estaba atenta a todo y no tardó en acercarse
para saber qué ocurrÃ*a.
—Siempre pago bien, y ya sabe que nunca me
quejo — dijo la muchacha —, pero mire esta sierva.
Es tan perezosa que, cuando le digo que me bese
un poco, todo lo que hace es hablar. No me importa
lo que haga al respecto, pero ya sabe que hay
baños aristocráticos adonde podrÃ*a ir, en vez de
venir...
— ¿Es posible? — preguntó la Sra. Brenna con
una sonrisa, antes de mirar severamente a Grushenka
—. Voy a despertar a esa perra, si me lo
permite. Ven acá, Grushenka, y túmbate en esa
silla. SÃ*, con el trasero hacia arriba.
Grushenka hizo lo que le mandaron, con la cabeza
colgando y, llena de angustia, se agarraba
con las manos a las patas de la silla.
La Sra. Brenna cogió una toalla, la metió en el
agua hasta empaparla bien y colocó firmemente la
mano izquierda en la espalda de Grushenka. Vio
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las señales de los pellizcos y adivinó el resto de la
historia. Grushenka, temblando, llorando y protestando,
perdió totalmente el control de sÃ* misma.
No sólo le entraron ganas de orinar, sino que lo
hizo. Un enorme chorro de lÃ*quido amarillo salió
de su orificio y corrió por sus muslos hasta la alfombra.
La cliente soltó una carcajada: después de la
tristeza y el mal humor que siguieron a sus dos
orgasmos, ahora se sentÃ*a dicharachera. La Sra.
Brenna, sin embargo, se enfureció.
La toalla mojada resultó mucho más dolorosa
que la vara o el látigo de cuero. Mientras éste
hacÃ*a el tipo de corte que su sonido silbante sugerÃ*a,
la toalla mojada emitÃ*a un sonido sordo
al golpear, pero entumecÃ*a la carne y producÃ*a
el mismo efecto que una contusión. La Sra. Brenna
sabÃ*a perfectamente cómo manejar una toalla
mojada en las nalgas de una chica desobediente;
habÃ*a ido perfeccionándose, con los años, y el de
Grushenka era un trasero más.
— ¡Vaya cochina, echar a perder esta alfombra!
— gritó.
Pronto se puso Grushenka de un rojo púrpura
desde el trasero hasta los rÃ*ñones. Aullaba y chillaba
como un cerdo agonizante y se retorcÃ*a en
aquella postura incómoda. Sus ojos, llenos de lágrimas,
estaban fijos en sus rodillas que veÃ*a por
debajo de la silla. En su cuerpo, arqueado para
que las nalgas estuvieran en alto, los golpes llovÃ*an
con una fuerza creciente...
La Sra. Brenna no contaba los golpes. Grushenka
la habÃ*a irritado, y ya sabrÃ*a ella cuándo pararÃ*a.
La dienta lo miraba todo, divertida. Aun cuando
riera porque la sierva habÃ*a mojado la alfombra,
un destello de pasión perversa brillaba en sus
ojos, y por sus ingles corrÃ*a una sensación de
placer.
«¡ Oh, si sólo mi padre comprara a unas cuantas
siervas — pensaba —, las pegarÃ*a yo misma, pero
no con una toalla mojada, sino con un buen látigo
de cuero!»
Ella misma habÃ*a sido vÃ*ctima de la vara y el
cuero cuando su padre era todavÃ*a pobre y ella
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era criada de una rica, esposa de un comerciante.
¡Cuántas veces habÃ*a lacerado el látigo de cuero
sus pechos. Al recordarlo, acariciaba con ambas
manos sus rollizos pechos, tranquilizándose, pues
aquellos tiempos habÃ*an pasado.
Mientras tanto, la Sra. Brenna terminó su tarea
e indicó a su parroquiana que fuera a la tina.
Grushenka se dejó caer de la silla y, tendida boca
abajo, palpó sus nalgas doloridas con mucho cuidado.
Pero no pudo condolerse por mucho tiempo
porque la Sra. Brenna estuvo pronto de vuelta
y la obligó a limpiar el reservado. Tomándola
brutalmente del brazo, le secó la cara con un
pañuelo y la sujetó por el pelo.
— Ni un sollozo más — le dijo —, o vuelvo a empezar.
Contrólate y vete a tu trabajo. Ya ves —le
dijo maliciosamente —, eso te pasa por liarte con
el hombre con la mayor polla del vecindario, no
puedes ni aguantar la orina.
Grushenka logró dominar sus sollozos. Siguiendo
las órdenes de la Sra. Brenna, llenó de nuevo
las tinas de agua caliente, las limpió y siguió haciendo
otros quehaceres. Aun cuando las espaldas
le dolieran terriblemente, no tuvo tiempo para curarse
ni para lamentarse de su suerte.
Tuvo además que ocuparse de una cliente muy
distinta. La escogió una señora de edad madura y
tipo maternal; era una mujer de mirada amable
y cutis rojizo, más fuerte que gruesa, más voluminosa
que alta. Mientras Grushenka la desnudaba,
admiraba sus carnes firmes, sus pechos grandes y
duros, sus piernas musculosas. La mujer acarició
la cabeza de Grushenka, la llamó con muchos
nombres cariñosos, la felicitó por sus facciones y
su cuerpo y no pareció envidiar su belleza.
Después de quitarse la ropa, le pidió a Grushenka
que le lavara su nido de amor. Una vez hecho
lo cual, dijo:
— Ahora, cariñito, por favor, sé buena, y vuelve
a lavarme ahÃ*, pero ahora con la lengua. Verás,
mi marido lleva ya cinco años sin tocarme, no sé
si podrÃ*a volver a encontrar el camino si quisiera,
y yo no puedo remediarlo, pero tengo mis necesidades.
Verás, de vez en cuando me entra un comezón
y entonces vengo aquÃ* una vez por semana
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para que me satisfaga una lengüita tan capaz
como la tuya. Y recuerda que disfruto mucho más
cuando se trata de una chica bonita y de buena
voluntad como tú. — A continuación, con caricias
y mucho cuidado, acercó la cabeza de Grushenka
a su entrepierna.
Grushenka empezó a trabajar. TenÃ*a ante sÃ* un
campo de operaciones amplÃ*simo. La mujer abrió
las piernas; la parte baja del vientre, ambos lados
de la hendidura, el bien desarrollado monte de
Venus recibieron besos suaves y cariñosas lamidas,
mientras las manos bien formadas de Grushenka
le palpaban las nalgas.
Grushenka tomó alternativamente con la boca
los labios anchos y largos de la cueva y los acarició
con labios y lengua, mordiéndolos tiernamente
de vez en cuando. Entonces encaminó sus esfuerzos
al objeto principal, o sea al fruto de amor
ancho y jugoso que allÃ* estaba, dispuesto a dejarse
devorar.
La mujer estaba quieta, sólo sus dedos trataban
de acariciar las orejas de Grushenka, pero ésta
se los sacudió. Sin embargo, cuando la lengua se
puso a juguetear con el tallo blando de aquel fruto
y lo lamió y frotó más fuerte, la ramita comenzó a
enderezarse e inquietarse.
Entonces, la mujer empezó a agitarse y sacudirse
apasionadamente, y sus palabras de cariño se
convirtieron en maldiciones. Grushenka no podÃ*a
entender qué susurraba con tanta groserÃ*a, pero
en aquel monólogo se distinguÃ*an frases tales
como «quita esa maldita cosa», o, «condenado hijo
de puta».
Finalmente, cuando consiguió llegar al orgasmo,
la mujer cerró sus fuertes piernas detrás de
la cabeza de Grushenka en forma tal, que por
poco ahoga a la pobre muchacha. Soltándola, se
sentó en la mesa, se rascó el vientre sumida en
sus reflexiones, y murmuró, más para sÃ* que para
Grushenka:
— Es una vergüenza que una vieja, madre de
una hija ya mayor... pero ¿qué le voy a hacer?
Pronto estuvo sentada en su tina: una respetable
matrona con aspecto amable y conducta refinada.
Le dio una buena propina a Grushenka.
163
A su regreso, saludaron a Grushenka con comentarios
sarcásticos otras clientes y muchachas.
Su primera cliente habÃ*a contado que se habÃ*a
orinado en el suelo, y todas las mujeres se morÃ*an
de risa. La misma cliente la molestó y la ofendió
de nuevo cuando hubo terminado de bañarse. Después
de que Grushenka la hubo secado — operación
que no fue de su agrado y durante la cual
la pellizcó con las uñas en las axilas y en la carne
suave de los pechos (que tanto envidiaba)—, tuvo
otra de sus brillantes ideas.
— Tú, zorra — increpó a Grushenka —. ¿Sabes de
qué puedes servir? ¡ De orinal! Ven, siéntate en el
suelo, que orinaré en tu boca.
Grushenka no obedeció. Trajo un orinal de un
rincón y lo puso en el suelo. La muchacha la agarró
del vello del pubis y, levantando la mano derecha,
amenazó con golpearla. Pero Grushenka se
mantuvo firme.
— Llamaré a la Sra. Brenna — dijo, y no se dejó
atemorizar. La cliente vaciló.
— ¿Qué otra cosa haces todo el dÃ*a, sino limpiar
mujeres con esa lengua gorda e insolente que tienes?
— preguntó —. ¿A cuenta de qué te niegas
ahora a beber un poco de mi lÃ*quido?
Grushenka consiguió liberarse y se fue al otro
lado de la mesa de masaje.
— Señorita — dijo —, yo creo que otra muchacha
sabrá servirle mejor que yo. ¿Puedo llamar a
otra?
— ¡No! ¡No! —dijo la joven, encogiéndose de
hombros, y se dejó vestir sin más. Cuando estuvo
preparada para salir, sacó de la bolsa un rublo
en monedas. Grushenka tendió la mano, pero la
joven habÃ*a decidido dárselo de otro modo.
— Espera — dijo —. Túmbate en la mesa y abre
las piernas. Te las meteré dentro como un tapota.
para que tu cono ya no gotee.
Grushenka hizo lo que le pedÃ*a, esperando poder
librarse más pronto de su torturadora, y mantuvo
el orificio todo lo abierto que pudo para que
no le doliera cuando le metieran las monedas.
La joven, que ya tenÃ*a puestos los guantes,
abrió la rendija con dos dedos y durante un instante
contempló aquel nido de amor tan bien con-
164
figurado. Los labios eran ovalados y de color rosa,
la abertura estaba más abajo que la suya y su estrecha
vecindad con la entrada trasera se apreciaba
claramente. La funda parecÃ*a estrecha, y el
clitoris, muy cercano a la entrada, levantaba atrevidamente
la cabeza.
«¡Qué preciosidad! —pensó—. Realmente, nunca
le harÃ*a yo el amor a una mujer, pero a ésta...»
Grushenka se agitó; sus partes tiernas estaban
expuestas a la agresión de aquella cliente en quien
no podÃ*a confiar.
La muchacha fue metiendo las monedas; primero
las de plata, pequeñas, que tenÃ*an más valor
; después, las grandes de cobre, que sólo valÃ*an
uno o dos kopeks. Se divertÃ*a mucho cuando las
monedas no entraban fácilmente, y Grushenka
temblaba de ansiedad; no le dolÃ*a, pero estaba temerosa
de lo que pudiera venir después.
Una vez que hubo terminado, la muchacha golpeó
a Grushenka con su enguantada mano justo
en el orificio abierto. Grushenka juntó las piernas
y bajó de la mesa, mientras la muchacha se
reÃ*a y le gritaba desde la puerta:
— i Guárdalo ahÃ*, y nunca te faltará dinero!
Durante las muchas semanas que trabajó Grushenka
en los baños de mujeres, descubrió que
éstas son más crueles y mezquinas que los hombres.
CarecÃ*an de sentido del humor y no sabÃ*an
divertirse; sólo querÃ*an que las satisfacieran en
forma completa y egoÃ*sta. Se quejaban sin razón y,
como tenÃ*an poder sobre sus celadoras, las atormentaban
y ofendÃ*an sin motivo, a veces inesperadamente.
PodÃ*an ser muy amables y consideradas
y, de repente, pellizcaban, o llamaban a la Sra.
Brenna para que las castigara. No daban ni la
mitad de las propinas que los hombres y se jactaban
en voz muy alta cuando se desprendÃ*an de
unos cuantos kopeks. Ninguna de ellas la besó
nunca ni le hizo el amor, pero muchas exigÃ*an un
orgasmo para sus ancianos clÃ*toris.
A Grushenka no le importaba. Pronto aprendió
a trabajar con la lengua sobre cuerpos y nidos de
amor en forma rutinaria, sin reparar en lo que
estaba haciendo y fingiendo pasión y anhelo cuando
se daba cuenta de que su cliente estaba a punto
165
de gozar. Pero lo que más nerviosa la ponÃ*a era no
saber cuándo la Sra. Brenna la encontrarÃ*a en falta
y la castigarÃ*a.
Los castigos eran muy variados. La Sra. Brenna
le azotaba la planta de los pies con un látigo de
cuero si consideraba que no se movÃ*a con suficiente
rapidez; le golpeaba los pechos cuando
una parroquiana se quejaba de que habÃ*a estado
admirándose en el espejo; la azotaba con ortigas
en la parte interna de los muslos o en las nalgas
desnudas cuando le parecÃ*a que Grushenka estaba
cansada o adormilada.
Aun cuando ninguna de las mujeres le hacÃ*a el
amor, siempre les agradaba frotar su coño con
dedos torpes, no con cariño y suavidad, sino con
saña, como si hubieran querido ensanchar aquel
pasaje maravillosamente estrecho. Quizás, inconscientemente,
la envidiaban por tenerlo más estrecho
que ninguna.
Grushenka pensaba que la Sra. Brenna la perseguÃ*a
más a ella que a las demás porque todavÃ*a
estaba resentida por lo del marido. Era un error,
pero pronto su conciencia empezó a atormentarla,
y con razón.
Una noche, después de haber pasado varios dÃ*as
en los baños de mujeres, habÃ*a terminado sus tareas
y acababa de llegar a su cuarto, cuando entró
el señor Brenna. Como de costumbre, la tumbó en
la cama y le dio una de sus tremendas sesiones.
No se atrevió ella a luchar ni a pedir ayuda. Cedió,
jadeando. No disfrutó con el encuentro, pues estuvo
vigilando la puerta, asustada por la idea de
que pudieran descubrirlos.
Al dÃ*a siguiente, él volvió y, desde entonces, lo
hizo diariamente. Como todo pareció normalizarse,
ella dejó de preocuparse y se concentró en sus
encuentros que la hacÃ*an gozar ardientemente.
AsÃ* continuaron las cosas durante semanas, hasta
que, por supuesto, un buen dÃ*a, la Sra. Brenna
entró en el cuarto y se repitió la escena anterior.
Sólo que esta vez, después de golpear a su marido,
la Sra. Brenna echó una mirada asesina a Grushenka,
sacó a su marido del cuarto, se fue dando
un portazo y cerró con llave la puerta por fuera.
Por un instante Grushenka quedó aterrada. Se
166
sentó en el borde de la cama, paralizada, incapaz
de moverse ni de pensar. Entonces, cruzó por su
cabeza una idea, una idea que la incitó a una actividad
febril.
¡Huir! ¡Marcharse!
¡Cuanto antes! ¡Como un rayo!
Se vistió, juntó sus ropas en un atillo y metió
en su corpiño el pañuelo con el dinero.
¡Huir!
¿Cómo salir del cuarto? La puerta de roble no
se movÃ*a, pues la cerradura era de hierro.
¡Pero allÃ* estaba la ventana! Por la ventana,
pasó al alféizar y de ahÃ* a lo largo de la cornisa
de la casa hasta la ventana abierta del cuarto contiguo.
Como una exhalación atravesó el cuarto, corrió
escaleras abajo, fuera de la casa, a la calle,
dobló la primera esquina, la segunda, la siguiente.
Agotada, con el corazón palpitante, Grushenka
se apoyó en la pared de una casa. Nadie la habÃ*a
seguido. Sin recobrar aún el aliento, se obligó a
seguir adelante. El crepúsculo daba paso a la oscuridad.
Llegó a casa de Marta, y las dos jóvenes
se besaron tiernamente, llorando. Durante largo
tiempo, ninguna de las dos dijo una sola palabra.
167
12
Grushenka, no permaneció por mucho tiempo
en casa de Marta. El poco dinero que tenÃ*a desapareció
muy pronto, y no querÃ*a ser una carga
para su amiga, por lo que debÃ*a pensar en ganarse
la vida. Por Marta se enteró de que la señora
Laura habÃ*a tenido un plan para deshacerse de
ella, y decidió probar de nuevo. Sin decirle nada
a Marta, se presentó un dÃ*a al empezar la tarde
y pronto se encontró sentada en el despacho privado
de la señora Laura.
Ésta no perdió mucho tiempo en reprocharle su
escapada; le preguntó si estarÃ*a dispuesta esta vez
a aceptar lo que le propusieran, y Grushenka consintió
mansamente. Tras pensarlo bien, la señora
Laura envió otro mensaje galante, pero esta vez
a otro caballero.
Grushenka se quedó esperando, sentada en un
rincón. Más o menos una hora después, la señora
Laura regresó con un hombre de unos treinta
años de edad, vestido como un dandy, con pinta
de italiano; su bigote se erguÃ*a audazmente; parecÃ*a
brusco, vano, y con una falsa alegrÃ*a. TenÃ*a
las manos cubiertas de diamantes que deslumhraban.
—Es una modelo muy guapa — explicó la señora
Laura —. Una de mis siervas. Quiero deshacerme
de ella porque he prometido a una pariente
pobre darle su lugar. Si se tratara de una chica
normal no os habrÃ*a llamado, pero es una de las
criaturas más finas y hermosas que he visto. Como
sois conocedor de mujeres y estáis siempre buscando
bellezas especiales, pensé que convenÃ*a que
la vierais. — Y se quedó mirando al hombre con
ojos inquisitivos.
168
Éste se retorció el bigote con los dedos; apenas
si miró a Grushenka.
— Una más, una menos, ¿qué más da? — ParecÃ*a
aburrido.
— Ven aquÃ*, palomita — dijo la señora Laura, indicando
a Grushenka que se levantara y se acercara
—. Que te vea el caballero.
Grushenka se situó frente a él: la señora Laura
le acariciaba suavemente el cabello y la hacÃ*a girar.
El rostro del hombre no reflejaba la menor
expresión; cuando Grushenka estuvo de espaldas,
sintió que la señora Laura le levantaba el vestido
y las enaguas y que le aplastaba los pantalones
como pára mostrar sus nalgas. Entonces el caballero
pareció complacido.
— ¡Ah — dijo—-, ya conocéis mis gustos! Siempre
dais a vuestros clientes lo que piden. Sabéis
muy bien que me gustan los traseros bien formados
y pequeños, no esos gordos con esos burletes
que siempre estorban el paso — y rió, con risa de
falsete.
Cuando se enteró de que sólo costaba cien rublos,
cogió un puñado de monedas de oro de su
bolsillo, arrojó sobre la mesa diez con un movimiento
que parecÃ*a indicar. «Cien rublos... ¡bah!...
¿qué son para mÃ*?». Grushenka habÃ*a sido vendida.
Inútil decir que la señora Laura hizo desaparecer
el dinero. Por supuesto, no lo hizo apresuradamente,
sino con la suficiente rapidez como
para asegurarse de que habÃ*a obtenido todo lo que
pedÃ*a.
En la puerta esperaba un coche principesco. El
hombre subió y mandó que Grushenka se sentara
a su lado en el asiento delantero. Grushenka se
preguntaba qué amo era aquél que viajaba en
coche por las calles de Moscú, sentado en el asiento
del conductor con una sierva a su lado.
No tardó en conocer la respuesta. Grushenka se
enteró de todo durante la comida. Sergio — tal era
su nombre — habÃ*a sido siervo. Ahora era mayordomo
del viejo prÃ*ncipe Asantcheiev... y no sólo
su mayordomo, sino su carcelero y torturador.
El viejo prÃ*ncipe estaba totalmente a su merced.
Prisionero en su propio lecho, no se le permitÃ*a
ver a sus parientes ni amigos, y vivÃ*a práctica-
169
mente incomunicado. Sergio se habÃ*a adueñado de
todo mediante trampas o a la fuerza, y erigido en
amo absoluto del patrimonio del viejo prÃ*ncipe.
Obligó a su amo a liberarlo y a otorgarle en sus
últimas voluntades una finca importante y algo de
dinero. No se habÃ*a atrevido a estipular un importe
demasiado elevado, por temor a que, después
de fallecido el prÃ*ncipe, los herederos y parientes
rechazaran el documento y se vengaran.
Por lo tanto, mantenÃ*a con vida al anciano para
poder robar todo el dinero posible del patrimonio
antes de su muerte.
Sergio era un excelente administrador. Por medio
de tributos e impuestos sabÃ*a la forma de sacarles
el último penique a los granjeros-siervos de
las propiedades.
Pero en la casa reinaba la desorganización, y
cada sirviente hacÃ*a prácticamente lo que le venÃ*a
en gana. La casa — un inmenso castillo — estaba
sucia, las sirvientas vestÃ*an harapos, los caballos
no eran atendidos ni debidamente alimentados;
toda la comunidad de cincuenta personas, o más,
vagaba de un lado para otro sin plan ni disciplina.
A Sergio le importaba un comino. Andaba siempre
maldiciendo y jurando, con un corto látigo de cuero
colgado del cinturón y siempre listo para azotar...
porque su comodidad personal era lo único
que le preocupaba.
—¿ Y qué hace con tantas chicas guapas? —preguntó
Grushenka.
— Bueno — le contestaron sonriendo con sorna
—, ya lo verás cuando llegue el momento.
Después de cenar y tomar un baño, Grushenka
pudo salvar sus ropas. No se las quemaron como
era costumbre, y ella se alegró mucho, pues las
habÃ*a comprado con su propio dinero. La anciana
gobernanta le dijo entonces que tendrÃ*a que darle
la paliza acostumbrada, pero Grushenka se las
compuso para salir de eso también sin perjuico,
adulándola, besando la vara y desanimándola de
usarla con ella. Pero ahora era sierva otra vez, y
el precio de su libertad estaba en los bolsillos de
la señora Laura.
Sergio se olvidó de Grushenka en cuanto llegó
a la casa, y ella se portó igual que las demás sier-
170
vas. Cuando oÃ*an que él se acercaba a una de las
habitaciones — y solÃ*a hacerlo gritando y berreando
—, se escapaban a toda prisa para que no las
viera.
No vio al prÃ*ncipe Asantcheiev. Sólo se permitÃ*a
entrar a su cuarto a dos ancianas en quienes Sergio
tenÃ*a plena confianza porque también ellas
estaban citadas en el testamento del prÃ*ncipe.
Un dÃ*a, Sergio echó de menos una de sus sortijas
y se enfureció. Al parecer, una de las mujeres
habÃ*a robado la joya (no tenÃ*a sirvientes varones
en la casa, y nunca recibÃ*a visitas). Ordenó que
todas ellas se presentaran en la sala más amplia
del sótano y gritó que si no le devolvÃ*an la sortija
las matarÃ*a a todas para estar seguro de no dejar
impune a la ladrona.
Una de las muchachas indicó que habÃ*a visto la
sortija en un armario de arriba, y unas cuantas
muchachas, entre ellas Grushenka, le acompañaron.
AllÃ* estaba la sortija.
Pero entre tanto Sergio se habÃ*a fijado en Grushenka,
que iba vestida con blusa y falda, sin enaguas
ni pantalones. TenÃ*a las piernas al aire, y
llevaba zuecos de madera. Era su ropa de trabajo.
Al mirarla, le brillaron los ojos a Sergio.
— Tú eres la chica de la señora Laura, ¿no?
— dijo, y le metió una mano por debajo de las
faldas para tocarle las nalgas; con la otra, le acarició
los muslos y el vientre, pero sin aproximarse
a la entrepierna —. Bueno, bueno; me habÃ*a olvidado
de ti. Pero no hay tiempo mejor que el momento
presente. ArrodÃ*llate en ese sillón con las
piernas abiertas y échate hacia delante, pollita.
Grushenka hizo lo que le ordenaban. Puso las
rodillas en los brazos del ancho sillón y se inclinó
un poco; esperaba que le metiera la verga.
Las demás muchachas observaban con risas maliciosas.
Pero a Sergio no le gustó la posición. La
agarró por el cuello y la inclinó más hacia delante
hasta que tocó con la cabeza el asiento del sillón,
doblándola al máximo. Una de las muchachas levantó
la falda de Grushenka y se la puso sobre la
espalda. Ésta podÃ*a ver por entre las piernas
abiertas que Sergio sacaba su voluminosa verga
de los sucios pantalones de lino.
171
Grushenka se llevó una mano hacia su nido de
amor y abrió los labios con un rápido movimiento
de los dedos, esperando el asalto.
— Un trasero lindo y limpio — observó Sergio —.
Siento haberlo olvidado tanto tiempo.
Avanzó, la asió por la cintura y, mirando hacia
abajo, se acercó a ella con la verga erguida. Grushenka
tendió la mano para cogerle el pito, pero él
le gritó que quitara la mano y empezó a empujar
en la entrada posterior.
Sergio era amante de traseros por convicción y
por tendencia. Ante todo, no querÃ*a que sus muchachas
quedaran embarazadas; además, encontraba
que la parte trasera era más pequeña y estrecha.
Finalmente, no querÃ*a satisfacer a las chicas;
querÃ*a todo el placer para sÃ* y prolongar su
diversión a su antojo sin ayuda de su pareja.
Por lo tanto, la cabeza de la verga de Sergio estaba
ahora bregando por penetrar en Grushenka...
por detrás. Empujaba, luchaba, se retorcÃ*a; a ella
le dolia, aunque no fuera la primera vez; el prÃ*ncipe
Leo habÃ*a inaugurado aquel orificio y más de
un dedo lo habÃ*a penetrado y frotado desde entonces.
Pero Sergio no empleaba ungüentos, ni dirigÃ*a
o ayudaba con la mano, mientras ella gemÃ*a
y gruñÃ*a bajo su ataque prolongado.
El hombre tenÃ*a práctica; sabÃ*a que el músculo
que cerraba aquella puerta estaba arriba y lo
ablandó con su presión; el músculo cedió y su
verga entró entera.
Al tenerla dentro, se detuvo un instante, se
puso cómodo y emprendió un movimiento lento de
adentro afuera. Grushenka, echando una mirada
por entre sus piernas hacia los muslos fuertes,
morenos y peludos y la punta de la verga que aparecÃ*a
y desaparecÃ*a, quiso ayudar un poco y movió
las nalgas. Pero Sergio la golpeó en un muslo y
le ordenó que se estuviera quieta.
Ella sintió que el instrumento aumentaba y
aumentaba; sentÃ*a como si fuera a defecar. Recorrió
sus ingles una extraña sensación a medida
que se prolongaban los minutos. Las demás muchachas
estaban sentadas alrededor, cuchicheando.
Finalmente Sergio llegó al orgasmo sin apresurar
sus movimientos; no sacó la verga al termi-
172
nar, sino que se quedó allÃ* parado, esperando, hasta
que el pito se achicó, se ablandó y salió solo.
Entonces abandonó el cuarto sin decir palabra. En
cuanto hubo salido, las mozas estallaron en comentarios
y risas. Se cruzaban comentarios de un
lado a otro de la habitación.
— Bueno, una virginidad más sin derramamiento
de sangre...
— Quiero ser madrina dentro de nueve meses.
— Siempre jugueteo con el dedo mientras él está
pegado a mi trasero.
— Conmigo no podrÃ*a, me sobresale demasiado
la chicha — dijo otra, mostrando nalgas gruesas
y musculosas con una hendidura tan apretada,
que no se veÃ*a la entrada posterior.
— Por lo general, pone en lÃ*nea a tres o cuatro,
nos hace agacharnos como tú antes, y va de una
a otra.
— Ten cuidado y no te muevas; cuando llega demasiado
pronto a su objetivo te da una paliza
hasta hacerte sangrar.
— Y no pongas ungüento en tu hendidura. Quiere
forzar la entrada y detesta entrar con facilidad.
—De ahora en adelante, estarás en su lista. Me
he dado cuenta de que tu culo le gusta.
— ¡Oh, si tuviera yo ahora una buena polla...
ahora mismo... para mÃ*...
— Haz que te manden al establo para una paliza.
Los muchachos no te harán daño, pero te harán
el amor; eso sÃ*.
— Puedo prestarte mi dedo si eso te ayuda.
—¿Y por qué no una vela?
Y de lo dicho al hecho. Después de ver el asalto
de Grushenka, las muchachas estaban excitadas.
Sergio nunca les permitÃ*a salir de casa, y les resultaba
casi imposible conseguir una buena jodienda.
La muchacha que dirigÃ*a el coro se tumbó en
el sofá; otra sacó una vela de uno de los candelabros
y llenó el nido de amor empujando con fuerza.
Lo habÃ*an hecho ya muchas veces; sabÃ*an cuál
de ellas tenÃ*a el canal más largo; habÃ*an hecho
una señal para cada una de ellas en la vela y se
habÃ*an entrenado para satisfacerse mutuamente
de ese modo.
173
Grushenka, que las observaba con interés mientras
se turnaban en el sofá, se sentÃ*a más bien
inquieta.
HabÃ*a una muchachita muy joven en el grupo;
no tendrÃ*a más de quince o dieciséis años de edad.
No dejaba que la tumbaran en el sofá, pero acariciaba
los rostros y los pechos de las chicas que
se complacÃ*an con la candela. Grushenka la rodeó
con su brazo y le susurró al oÃ*do:
— ¿ Quieres hacer por mÃ* todo lo que yo haga
por ti?... ¿Todo?
La muchacha asintió tÃ*midamente; Grushenka
entonces la tumbó en la alfombra, le levantó las
enaguas y se puso a besarle el vientre; la muchacha
era cosquillosa y se rió.
Grushenka le abrió las piernas y metió su cabeza
entre los muslos de la niña. El lindo montecilio
de Venus casi no tenÃ*a pelo aún; la muchacha
luchaba contra la intrusión y se movÃ*a un poco,
pero eso sólo servÃ*a para incitar más a Grushenka
a poner en práctica lo que habÃ*a aprendido durante
su estancia en el establecimiento de baños
de la señora Brenna.
La muchacha suspiró, arqueó su cuerpo, pegándose
a la boca de Grushenka cuando se produjo
el orgasmo. De hecho, la muchachita era virgen,
y era la primera vez que obtenÃ*a un orgasmo. Se
quedó rendida, sin moverse, con los labios ligeramente
entreabiertos, sonriente y agotada.
Grushenka la examinó con una extraña simpatÃ*a.
SabÃ*a que la niña no se lo harÃ*a a ella, y dejó
asÃ* las cosas. Su propio nido de amor sólo pudo
satisfacerse aquella noche, cuando ella misma se
lo frotó pensando en su amado Mijail.
Sergio no la inscribió en su lista especial. Estaba
demasiado ocupado tratando de hacer dinero
y de amontonarlo en su cofre privado. Le gustaba
beber y jugar con les mozos del establo y no
solÃ*a sentir muy a menudo deseos de desprenderse
de su esperma. Siempre que sentÃ*a el deseo de
hacerlo agarraba a unas cuantas de las muchachas
que habÃ*a por ahÃ*, descartaba a las que tenÃ*an
nalgas voluminosas y hacÃ*a el amor con las demás,
a su modo.
Pero pronto iba entrar Grushenka en contacto
174
con él en otra forma. Una tarde en que estaba
limpiando el comedor y llevaba una de las sillas
con la corona principesca repujada en el respaldo,
Sergio, que atravesaba rápidamente la sala, se dio
con la rodilla en la silla, se hizo daño y quiso castigar
al instante a la culpable.
Desprendió el látigo de cuero del cinturón, y
Grushenka se inclinó hacia delante poniendo ambas
manos sobre las rodillas. Luego se le ordenó
que apretara las rodillas una contra otra y no se
moviera. Le arrancó la blusa por encima de la
cabeza y con la mano izquierda la asió por el pelo,
enrollándolo alrededor de su muñeca; y dio comienzo
el castigo.
Levantó el látigo y lo hizo girar por encima de
su cabeza; el golpe cayó sobre los hombros desnudos,
y el dolor fue peor de lo que ella habÃ*a
previsto; le cortó la respiración y la hizo jadear.
Dio un gran grito, agitándose y retorciéndose en
agonÃ*a.
El siguió azotándola lentamente, de tal forma
que ella sentÃ*a el escozor de cada golpe. Era como
si le pusieran un hierro candente en la espalda
y los hombros. Se encogÃ*a y retorcÃ*a cada vez
que el cuero mordÃ*a su carne estremecida. Brincaba
alrededor de la habitación con las piernas
apretadas, pero de nada le servÃ*a, pues Sergio le
daba los golpes de tal forma que la punta del látigo
se enroscaba alrededor de su cuerpo y le mordÃ*a
los pechos, aumentando asÃ* su tortura.
Estaba a punto de desmayarse o de arrojarse
al suelo sin pensar más en las consecuencias, cuando
Sergio se detuvo. Le dio una patada en el trasero
y le advirtió que tuviera más cuidado la próxima
vez.
Cuando Grushenka, llorando y gimiendo, recobró
el sentido, las demás muchachas se habÃ*an
marchado. La verdad era que se habÃ*an escapado
de la habitación en cuanto Sergio se ensañó con
ella, pues a él no le importaba azotar a media docena
más de espaldas una vez que habÃ*a empezado.
Entonces volvieron y se dedicaron a ponerle
crema agria en las largas heridas rojas que
le cubrÃ*an la espalda, los hombros y uno de los
pechos. Pasaron dÃ*as antes de que Grushenka se
175
sintiera nuevamente bien y olvidara sus dolores;
las marcas tardaron varias semanas en desaparecer.
Transcurrió el tiempo, y un buen dÃ*a Grushenka
volvió a encontrarse con Sergio. Eso sucedió cuando
ordenó a la vieja y perezosa gobernanta que le
enviara a media docena de las muchachas que tuvieran
los mejores pechos; ellas no entendÃ*an qué
se proponÃ*a y estaban muy asustadas, pero era su
deber presentarse ante él.
Grushenka fue, por supuesto, una de las que,
vestidas sólo con enaguas y desnudas de la cintura
para arriba, llegaron a su cuarto y se quedaron
ante su puerta, esperando. Sergio estaba encantado
escribiendo números en un gran pliego y maldiciendo.
Finalmente, tiró la pluma, aspiró un
poco de rapé y miró a las chicas.
Todas tenÃ*an pechos grandes y duros, con piel
blanca o apiñonada y pezones rosados o morenos;
podÃ*a escoger. Se levantó, las tocó, les hizo
cosquillas, pesó los pechos y los pellizcó. Ellas se
agitaron un poco y rieron, pero estaban intranquilas.
Naturalmente escogió a Grushenka. TenÃ*a los
pechos más bonitos, de un blanco lechoso, llenos,
pero puntiagudos y con pezones anchos y rosados.
Le ordenó que se pusiera su mejor ropa, falda
y blusa, pero nada debajo. Grushenka salió
corriendo para cumplir sus órdenes.
Al regresar, se encontró con que estaba ocupado
con las muchachas. Estaban todas arrodilladas en
hilera sobre el sofá, con el trasero al aire; una
de ellas estaba siendo penetrada por Sergio, pero
sin duda todas habÃ*an recibido ya su saludo, pues
se frotaban la hendidura trasera con los dedos, o
se acariciaban la entrepierna.
Pronto sacó el aparato del orificio en que lo
tenÃ*a y pasó a la siguiente fisura. Grushenka se
mantuvo cuidadosamente callada y trató de pasar
desapercibida, quedándose en el umbral; no tenÃ*a
el menor deseo de verse agasajada de aquella
forma.
Después de que Sergio hubo concluido con la
chica de turno, dio a cada una de las chicas un
manotazo en las nalgas, las despidió, metió su ver-
176
ga tranquilamente en los pantalones, sin tomarse
la molestia de lavarla después de su paso por los
callejones traseros y se volvió hacia Grushenka.
Le abrió la blusa por delante, le sacó los pechos
y trató de arreglar la blusa de modo que asomaran.
Pero no pudo lograrlo; la blusa era ancha, con
muchos frunces, y de cualquier forma que la pusiera
le cubrÃ*a todo el pecho. Ordenó a la gobernanta
que compareciera y le exigió que confeccionara
un elegante traje de noche para Grushenka,
pero que fuera escotado por delante en forma
tal que pasara por debajo de los pechos. Sonrió
con aire entendido al dar la orden.
Un brocado azul claro, bordado con flores de
plata, apareció en uno de los muchos armarios;
fue cortado y cosido, convirtiéndose en un elegante
traje de noche. Grushenka ayudó y supervisó
el trabajo con mucho interés. SabÃ*a, por los
sastres de Nelidova, qué le sentaba mejor y cómo
debÃ*a hacerse un vestido. Al presentarse ante Sergio
unos dÃ*as después estaba deslumbrante.
Una lÃ*nea sutil de elegancia y estilo caracterizaba
la creación, que terminaba con una larga
cola que nacÃ*a de la cintura; la completaban anchas
mangas que colgaban hasta las rodillas, todo
ello coronado por los pechos desnudos que sobresalÃ*an
casi con descaro. Añadamos a todo esto que
Grushenka se habÃ*a pintado los pezones con alheña
(como habÃ*a visto hacer a Nelidova), que tenÃ*a
el cabello peinado según la lÃ*nea de mayor elegancia
en la época y que ostentaba su más encantadora
sonrisa.
Sergio, el rudo campesino y capataz de siervos,
no pudo por menos que admirarla y felicitarla.
Por supuesto, habÃ*a una diferencia muy grande
entre la Grushenka en blusa de trabajo, desaliñada
y medio desnuda y la Grushenka arreglada
como una gran dama. Más que satisfecho, Sergio
la tomó de la mano y se la llevó al cuarto del viejo
prÃ*ncipe.
El anciano se encogió y se puso a temblar de
miedo en cuanto ambos entraron en su cuarto;
estaba a punto de esconderse debajo de las almohadas
de su amplio lecho. TenÃ*a el cabello lar-
177
go, de un blanco nieve, y la barba blanca descuidada.
Sus ojillos estaban entrecerrados y los párpados
enrojecidos e inflamados. Su nariz era pequeña
y encogida y parecÃ*a un San Nicolás que
hubiera sufrido un accidente y yaciera, helado, en
la nieve.
— Bueno, te traigo algo hermoso — empezó diciendo
Sergio —, algo que te gustará para jugar.
Y si tratas de esconderte debajo de las almohadas
o de mirar a otro lado, te azotaré, bribón. ¿Acaso
no te gustaban las chicas con pechos grandes cuando
eras más joven, y tenÃ*a yo que limpiarte las
botas? Lástima que estés demasiado débil, porque
te harÃ*a limpiar las mÃ*as. ¿No tuve yo que mirar
miles de veces mientras tú metÃ*as tu polla de señorito
entre sus pechos... en aquellos dÃ*as en que
tenÃ*a yo que elegir para ti las que tenÃ*an los pechos
más grandes? Pues bien, ya ves qué bueno
soy; te traigo algo para que juegues. Vamos,
vamos, toca y juega un poco. Eso te aliviará, ¿no
crees?
La verdadera razón del cambio de conducta de
Sergio radicaba en que ya estaba harto del anciano.
QuerÃ*a que muriera, pero todavÃ*a no se animaba
a matarlo; habÃ*a planeado debilitarlo más
aún. Esperaba que el anciano, que no habÃ*a visto
a una mujer en tanto tiempo, se excitara y sufriera
un sÃ*ncope. Por eso empujaba a Grushenka
hacia la cama. El viejo prÃ*ncipe, tratando de apartarla,
no pudo menos que rozarle los pechos desnudos.
Como no le pareció suficiente, Sergio la
empujó hasta que uno de sus pechos se posara
en la cara del anciano.
Pero Sergio comprendió que, mientras él estuviera
allÃ*, el temor inhibirÃ*a al anciano, y los jóvenes
pechos de Grushenka no podrÃ*an excitarlo.
Contemplando a Grushenka, Sergio consideró que
no serÃ*a peligrosa y decidió dejarlos a solas. Ordenó
a Grushenka que acaricara el rostro del anciano
cada media hora con sus pezones, lo dejara
jugar con ella y hasta hacerle el amor, si asÃ* lo
deseaba.
— Después de tanta continencia en estos últimos
años, tiene derecho a un poco de placer —observó
y salió del cuarto.
178
Grushenka se sentó modestamente en el silla y
examinó al prÃ*ncipe: estaba tendido, quieto, mirando
a la nada, con ojos que reflejaban estupidez.
Al cabo de un rato, ella volvió la mirada, compadecida.
Sintió que era él, entonces, quien la examinaba
a su vez, y, antes de que él pudiera evitarlo,
sorprendió una mirada aguda y llena de
inteligencia; comprendió que estaba representando
un papel de tonto y que aún distaba mucho de
la locura. Finalmente, el anciano dijo en voz muy
baja:
— No va a matarme, ¿verdad?
— Voy a compadeceros y a ayudaros; odio a Sergio
— fue la respuesta de Grushenka.
Pero ambos se cuidaron de decir algo más;
quién sabe si el siervo que hacÃ*a de amo estaba
escuchando tras de la puerta.
Al cabo de un rato Grushenka se levantó e inclinándose
sobre él como para acariciarlo con sus
pechos, le susurró:
— Tengo que hacerlo; quizá esté mirando por la
cerradura.
El prÃ*ncipe representó su papel y le acarició un
poco el pecho.
Ella vio que habÃ*a unos libros sobre la mesa,
tomó uno entre sus manos y empezó a leer en voz
alta. El se quedó asombrado al ver que sabÃ*a leer
y escuchó la historia con interés. Pero éste se
convirtió en admiración cuando ella empezó a insertar
en su lectura frases que no estaban impresas
en el libro. Por ejemplo: «Tened mucho cuidado
», o «Tengo que volver a veros», o «Pensad
qué podemos hacer», o «Cuando regrese, comportaros
como si no quisierais volver a verme»... y
asÃ* durante su permanencia en el cuarto del anciano.
Cuando regresó Sergio en busca de Grushenka,
el viejo se quejó estúpidamente de que aquello le
habÃ*a provocado calor y fiebre, que no querÃ*a
volver a verla y que le habÃ*a molestado con su
lectura. Sergio quedó encantado y particularmente
complacido cuando Grushenka le dijo, al salir
de la habitación, que el prÃ*ncipe era un anciano
decrépito, que deliraba y que sin duda le faltaba
un tornillo.
179
Sergio le ordenó entonces que visitara diariamente
al prÃ*ncipe y que le molestara un poco más
cada dÃ*a.
— Sácale el pito — indicó —, o lo que de él quede,
y frótalo o bésalo. Que se excite un poquito antes
de irse de una vez al infierno; al fin y al cabo
eres su sierva, ¿no?
Sin embargo, Sergio quiso antes apaciguar su
propia excitación, y Grushenka le pareció demasiado
hermosa en su traje de noche para desperdiciarla.
En aquel mismo instante, la joven se vio
con la cabeza enterrada en los cojines de un sofá,
mientras un dolor agudo en los intestinos le indicaba
que Sergio era rápido en manejar su verga.
Cuando él, al levantar la larga cola del vestido,
se encontró con los pantalones, le ordenó que no
volviera a ponérselos. También decidió que, a partir
de aquel dÃ*a le harÃ*a el amor cuando saliera
del cuarto del prÃ*ncipe. El vestido elegante habÃ*a
estimulado en él sus instintos de hombre de baja
ralea; también ordenó que sus demás favoritas
llevaran vestidos elegantes siempre que las convocara
para su placer.
Mientras tanto, Grushenka tuvo que soportar el
embate de su deseo y lo hizo con la convicción
de que su venganza no tardarÃ*a en llegar. Sergio
hizo uso una y otra vez de su orificio posterior
y, aun cuando parezca extraño, Grushenka acabó
por descubrir que al fin y al cabo no era tan terrible.
Por el contrario, aprendió a aflojar los
músculos, a entregarse libremente y a disfrutar de
esta forma de excitación erótica. Su única objeción
a los encuentros con Sergio era que él exigÃ*a
que se mantuviera absolutamente quieta, por muy
excitada que se sintiera. ¡Cómo le habrÃ*a gustado
responder a sus embates moviendo ella también
el culo!
La liberación del anciano prÃ*ncipe Asantcheiev
y la caÃ*da de Sergio se produjeron mucho antes de
lo que la propia Grushenka habÃ*a supuesto. Llevó
a escondidas papel y lápiz al cuarto del anciano y,
mientras le leÃ*a en voz alta, sentada en forma tal
que un observador no pudiera verlo a él por el
agujero de la cerradura, él escribÃ*a una carta. Muchos
dÃ*as tardó el debilitado anciano en preparar-
180
la. Durante todo ese tiempo tuvo que esconder
bajo las sábanas las hojas sin terminar, temblando
de que lo descubrieran, pues eso habrÃ*a significado
su muerte violenta en manos de Sergio. Dirigió la
carta a un pariente lejano que tenÃ*a un castillo
en la ciudad.
Mientras Sergio estuvo en la casa, Grushenka,
quien no confiaba en nadie, no se atrevió a llevar
el mensaje personalmente a su destino. Pero un
dÃ*a que Sergio salió para asistir a las carreras,
se vistió a toda prisa, salió corriendo de la casa,
tomó un droshki y atravesó la ciudad.
El pariente no estaba en casa, pero sÃ* su esposa.
Grushenka se abrió paso a través de toda una cadena
de sirvientes, compareció ante la dueña, se
arrojó a sus pies, contó su historia con mucho
nerviosismo, entregándole a continuación la carta.
Al principio la dama no quiso escucharla. El
prÃ*ncipe les habÃ*a escrito cartas insultantes pocos
años antes, pidiéndoles que no volvieran a comunicarse
con él. Y aquel mayordomo sucio le habÃ*a
prohibido a su esposo la entrada a la casa, por
orden del anciano prÃ*ncipe. HabÃ*an sido apartados
por completo de su vida. ¿Cómo podÃ*a esperar que
ahora le ayudaran?
Pero Grushenka le suplicó tanto que acabó por
leer la carta. Empezó a meditar el caso y pidió" a
Grushenka que le repitiera la historia.
De repente, lo comprendió todo; le resultó evidente
que el prÃ*ncipe Asantcheiev era realmente
prisionero de su esclavo, quien lo dominaba con
amenazas de muerte, y decidió intervenir.
Pero, ¿cómo?
Se lamentó de que su esposo estuviera de viaje
y de no saber qué hacer.
Pero Grushenka tenÃ*a prisa; habÃ*a que actuar
antes del regreso de Sergio, porque estrangularÃ*a
al anciano si tenÃ*a la menor sospecha. Sugirió que
acudiera a conocidos, que llamara a la policÃ*a y...
Pero la dama recobró la calma y se hizo cargo
de todo. Escogió a media docena de sus más fuertes
estableros, y salieron en coche, a gran velocidad,
hacia el castillo del anciano prÃ*ncipe.
Sergio no habÃ*a regresado aún. Él anciano prÃ*ncipe
se puso histérico al ver a su pariente, alter-
181
nando los gritos de alegrÃ*a con alaridos de terror.
DecÃ*a que Sergio, a quien llamaba el demonio, los
matarÃ*a a todos. Su temor no se mitigó ni tan sólo
cuando se llevaron a Sergio encadenado y esposado.
Resultó tarea fácil. Cuando volvió, los seis hombres
se le echaron encima y lo dominaron en pocos
segundos. Mandaron buscar a la policÃ*a y, en
presencia del teniente, el anciano acusó a su siervo
y pidió que lo colgaran. AsÃ* se llevaron a
Sergio.
El capitán de policÃ*a decidió no ahorcarlo, sino
enviarlo a Siberia. Pero Sergio, que al principio
se habÃ*a quedado como atontado, tuvo una reacción
violenta aquella misma noche y trató de escapar.
En castigo, se le azotó con el knut, y el policÃ*a
que llevó a cabo el castigo lo trató tan mal
que le rompió la columna vertebral.
Sergio murió durante la noche; todo esto puede
comprobarse en los archivos de la antigua familia
Asantcheiev. También puede comprobarse que el
anciano prÃ*ncipe concedió a Grushenka la libertad
y una buena dote. Vivió muchos meses en paz y
felicidad, y Grushenka lo cuidó mientras vivió. Al
fallecer el prÃ*ncipe, la pariente que habÃ*a ayudado
a liberarlo recibió en herencia el castillo, donde
residió a partir de entonces; se llamaba condesa
Natalia Alexiejew. Grushenka se quedó con la
condesa Natalia hasta que..., bueno, eso lo veremos
en el próximo capÃ*tulo.
182
Al oÃ*r el veredicto, Grushenka se sintió deprimida.
HabrÃ*a preferido que le dieran una buena
paliza y seguir trabajando en los baños de hombres.
Para empezar, le gustaban los hombres y las
mujeres no; y segundo, la Sra. Brenna era muy
estricta con las chicas. TenÃ*a sobre todo siervas
que trabajaban para ella, y las espaldas, nalgas y
muslos de éstas solÃ*an llevar señales de malos
tratos.
¿Qué iba a hacer Grushenka? ¿Marcharse?
Y si no, ¿qué?
Cedió, y al mediodÃ*a se presentó en los baños
de mujeres. El equipo de aquella sala de baños era
casi igual al de abajo, salvo que en el suelo y
los reservados habÃ*a alfombras. La Sra. Brenna se
encontraba detrás de un mostrador alto donde
vendÃ*a té y pastelitos, en vez de cerveza y vodka.
Pero no se quedaba detrás del bar como hacÃ*a
siempre su marido, corrÃ*a de un lado para otro
sin parar, cuidando de que los reservados quedaran
limpios después de la salida de una cliente,
charlando y chismorreando con las mujeres que
habÃ*a en las tinas y regañando sin parar a las chicas.
SolÃ*an acompañar sus órdenes un pellizco en
el brazo o en las nalgas.
Las muchachas se alineaban cerca de la puerta
en cuanto entraba una cliente. Cada una de ellas
trataba de conseguir el mayor número posible de
clientes por las propinas. Las parroquianas eran
de la de la misma clase que los hombres: mujeres
de todas las edades procedentes de la clase
media. Muchas sólo venÃ*an a darse un baño caliente
porque en las casas de la clase media de aquellos
tiempos no habÃ*a instalación sanitaria. Algunas
querÃ*an masaje y relax, y muchas, que no te-
155
nÃ*an siervos en casa, deseaban algo más. Pero todas
ellas hacÃ*an uso de las celadoras como si fueran
su propiedad privada, sus siervas, alquiladas
por un rato, a las que podÃ*an someter a sus caprichos.
Grushenka lo comprendió con su primera cliente.
Aquella parroquiana era una joven cuyo padre
habÃ*a hecho dinero recientemente con un negocio
de alfarerÃ*a. Aun cuando aquel padre negaba a su
familia el derecho de tener una casa elegante
con sirvientes y las comodidades de la clase alta,
habÃ*a suficiente dinero a disposición de su hija
para portarse como una señora en cuanto salÃ*a de
sus cuatro paredes. Iba emperifollada con un
abrigo de tela bordada en oro, llevaba enormes
hebillas de plata en los zapatos, y parecÃ*a una
auténtica dama.
Cuando entró, contempló a las diez muchachas
que allÃ* estaban desnudas y sonrientes. Tomó los
impertinentes y se puso a examinarlas lenta y
cuidadosamente. Grushenka se sintió estremecer
cuando la mirada de la joven pasó de sus pechos
a su vientre y después a sus piernas. No sintió satisfacción
al ser elegida; no sabÃ*a por qué, pues
aquella joven tenÃ*a un rostro amistoso e inofensivo,
aun cuando alrededor de la boca tenÃ*a un rictus
de altanerÃ*a y amargura.
Grushenka condujo a su cliente a un reservado,
cerró la puerta y empezó a desnudarla con devoción.
La joven se quedó totalmente quieta y no
desató siquiera un lazo, ni se desabrochó una sola
prenda. A Grushenka le pareció conveniente alabar
en voz alta todas sus ropas, aun cuando no
obtuviera otra respuesta que un comentario acerca
de que todo aquello costaba mucho dinero y
de que Grushenka debÃ*a colocar cada una de las
prendas con mucho cuidado, o colgarlas debidamente.
La joven quiso que le soltaran y trenzaran
el pelo para evitar que se mojara. Mientras tanto
se quedó sentada delante del espejo estudiando
su rostro y su cuerpo que, decididamente, era muy
atractivo.
Una vez hubo recogido su pelo, Grushenka le
preguntó si deseaba un masaje y de qué forma.
Pero, en vez de contestar, la joven se puso a dar
156
vueltas alrededor de Grushenka, estudiando su
cuerpo y sus facciones. Sintió envidia de los pechos
llenos y bien formados de Grushenka, de su
vientre plano y de sus piernas. De repente, metió
un dedo en el nido de amor de Grushenka y, hundiéndolo
entero, la atrajo hacia ella y le preguntó:
—Todos los hombres están locos por ti ¿verdad?
— ¡Oh, no! — respondió Grushenka instintivamente
—. ¡Oh, no! En general los hombres no se
fijan en mÃ*.
—¿Conque no? ¡Mentirosa! — exclamó la hermosa
cliente y, sacando el dedo de donde lo tenÃ*a
metido, le dio una fuerte palmada en el muslo.
Grushenka se alejó, llevándose las manos al lugar
doloroso y gimió:
— No, por favor. ¡No haga eso!
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo yo darte una
buena paliza si se me antoja? — contestó despreciativamente
la muchacha —. ¿No te he alquilado
para mi placer? ¿Desde cuándo no puedo hacer
con las chicas de la Sra. Brenna lo que me plazca?
¿Quieres que la llame y se lo pregunte?
— Por favor, no llame a la Sra. Brenna — contestó
tÃ*midamente Grushenka —. Haré lo que quiera,
pero por favor, no me haga daño. No me pague
si no quiere — agregó.
— Ya veremos eso después, pequeña sierva
— respondió la parroquiana —. Ahora, ven acá y
date la vuelta... inclÃ*nate, asÃ* está bien. Y no te
atrevas a apartarte porque, si lo haces, ya te enseñaré
yo.
En cuanto calló, empezó a pellizcarle el trasero
a Grushenka. Primero en el carrillo derecho; atrapándola
entre el Ã*ndice y el pulgar apretó con
firmeza la carne suave y giró la mano; Grushenka
se llevó la mano a la boca para no gritar. Se
inclinó hacia delante con piernas temblorosas. La
muchacha la contemplaba, complacida. El lugar
pellizcado se puso primero blanco como la nieve
y después se volvió rojo oscuro.
— Ahora estás asimétrica — observó —>, No podemos
consentirlo, ¿no crees? — y pellizcó el segundo
carrillo del mismo modo. Pero no se conformó
con eso, sino que lo repitió en distintos puntos,
por encima y debajo de la zona dolorida y se apar-
157
tó un poco para admirar su obra riendo a carcajadas.
Grushenka sufrÃ*a con cada pellizco como si le
quemaran las nalgas con fuego. Entre pellizco y
pellizco la joven le metÃ*a la mano en la entrepierna
y le estiraba el pelo del pubis, no muy fuerte,
pero sÃ* lo suficiente para arrancarle alguna
queja.
Grushenka tenÃ*a ganas de orinar. Pero temÃ*a
hacerlo en la mano de la cliente... El látigo de la
Sra. Brenna la habrÃ*a castigado.
Entonces la muchacha se aburrió de sus fechorÃ*as.
— Lástima — dijo —, que no tenga un látigo o
una vara a mano, pues de lo contrario borrarÃ*a
el maravilloso dibujo que acabo de hacer en tu
trasero.
Grushenka se irguió y se alejó. Los ojos de la
joven estaban clavados en sus hermosos pechos.
— ¡Cuánto me gustarÃ*a azotarte los pechos con
la varita que tengo en casa para mi perrito faldero
— prosiguió —. SerÃ*a un placer ver tus pechos, que
llevas con tanto orgullo, lacerados por los golpes.
Verás, no me gusta pegar con las manos porque
me harÃ*a daño, y de todos modos no conseguirÃ*a
rasgar tu piel de puta.
Sin embargo, hizo que Grushenka se sostuviera
los pechos con las manos para que le diera un
par de golpes con las manos. Grushenka pudo
aguantarlo aunque le doliera bastante.
Luego la joven pidió su bolsa, de la que sacó un
falo artificial bastante grande. Se tumbó en la
mesa de masajes, abrió las piernas, ordenó que
Grushenka se quedara a su lado y le diera la pseudopolla.
Grushenka le abrió los labios del nido de
amor con la mano izquierda y, con la derecha, lo
introdujo cuidadosamente en el orificio anhelante.
La joven pareció entusiasmarse. Metió la mano
derecha entre los muslos de Grushenka, cerca de
la hendidura, y la aferró hundiendo las uñas en
su piel suave. Acariciaba a la vez con la mano izquierda
sus bien formados pechos y movÃ*a las nalgas
hacia la verga falsa con ritmo acelerado.
Grushenka intensificó el movimiento del instrumento
artificial en el nido de amor de la joven.
158
Esta se agitaba mucho respirando fuerte, suspiraba
repitiendo el nombre de un amante imaginario
y movÃ*a siempre más las nalgas arqueándose
hasta que, cuando alcanzó el climax, no se
apoyaba más que en las plantas de los pies y los
hombros. Entonces cayó en la mesa y se quedó
inmóvil mientras Grushenka sacaba la verga artificial
y limpiaba a la muchacha con una toalla
húmeda.
Grushenka se alegraba porque creÃ*a que todo
habÃ*a terminado, pero se equivocaba. En cuanto
la muchacha volvió en sÃ*, tuvo otro antojo.
—Dame la polla — ordenó —. Agáchate y lámeme
el cono. Y no te detengas hasta que te lo diga
yo ¿entendido? No, asÃ* no. Saca bien la lengua,
estúpida. Más adentro. Eso es, asÃ*.
Grushenka metió la cabeza entre los muslos de
aquella nueva rica que se vengaba de su niñez pobre
y de las muchas palizas y humillaciones maltratando
a otra mujer. Grushenka habÃ*a practicado
el uso de la lengua por algún tiempo y, aun
cuando recordaba cómo se hacÃ*a, trabajaba con demasiada
rapidez y pegaba demasiado la boca al
orificio, de tal modo que pronto se quedó sin aliento
y le dolió la lengua.
La muchacha tenÃ*a las piernas cruzadas detrás
de la nuca de Grushenka y la apretaba estrechamente
contra sÃ*. No estaba excitada aún porque
acababa de correrse; con la polla falsa en las manos,
se acariciaba los pechos y lo besaba. Finalmente
se lo metió en la boca y lo chupó con deleite.
No se concentraba en las sensaciones de su
nido de amor, por agradable que fuera la lengua
de Grushenka.
Grushenka se interrumpió un momento para
tomar aliento y para descansar su lengua; mirando
hacia arriba vio que la verga falsa desaparecÃ*a
y reaparecÃ*a en la boca de la muchacha; pero la
hermosa cliente no querÃ*a dejarla descansar y le
golpeó la espalda con la planta de los pies. Grushenka
reanudó su tarea. Entonces mantuvo abierto
el orificio con la mano izquierda y, por debajo,
metió el Ã*ndice de la derecha en la cueva de amor,
dando masaje al conducto hasta que la matriz
secundara los esfuerzos de su lengua lubricándolo
159
e hinchándolo. Al parecer, aquel método dio resultado,
pues las nalgas comenzaron a moverse,
lentamente al principio, aumentando el ritmo hasta
el punto de que a Grushenka le costó mucho
mantener la punta de su lengua exactamente en
el lugar deseado.
Pero su cliente deseaba prolongar el juego. Se
torció, se sacó de la boca la preciosa verga y ordenó
a Grushenka que se detuviera. Esta, sin embargo,
siguió: mantuvo la boca pegada al blanco y
le hizo el amor a la muchacha con todas sus fuerzas.
Finalmente, la muchacha renunció a luchar y
llegó al orgasmo. Se quedó rendida y jadeante,
mientras Grushenka tomaba una toalla suave y le
frotaba piernas, vientre, pecho y brazos, quitándole
el sudor y dándole al mismo tiempo un masaje
reparador.
Su cliente tenÃ*a los ojos, cerrados y parecÃ*a dormir.
Grushenka estaba a punto de salir cuando la
muchacha se levantó perezosamente, le echó una
mirada maliciosa y se dirigió a la puerta. Grushenka
pensó que habÃ*a quedado ya satisfecha y que
se dirigÃ*a a la tina, pero la muchacha abrió la
puerta e hizo señas a la Sra. Brenna quien, como
siempre, estaba atenta a todo y no tardó en acercarse
para saber qué ocurrÃ*a.
—Siempre pago bien, y ya sabe que nunca me
quejo — dijo la muchacha —, pero mire esta sierva.
Es tan perezosa que, cuando le digo que me bese
un poco, todo lo que hace es hablar. No me importa
lo que haga al respecto, pero ya sabe que hay
baños aristocráticos adonde podrÃ*a ir, en vez de
venir...
— ¿Es posible? — preguntó la Sra. Brenna con
una sonrisa, antes de mirar severamente a Grushenka
—. Voy a despertar a esa perra, si me lo
permite. Ven acá, Grushenka, y túmbate en esa
silla. SÃ*, con el trasero hacia arriba.
Grushenka hizo lo que le mandaron, con la cabeza
colgando y, llena de angustia, se agarraba
con las manos a las patas de la silla.
La Sra. Brenna cogió una toalla, la metió en el
agua hasta empaparla bien y colocó firmemente la
mano izquierda en la espalda de Grushenka. Vio
160
las señales de los pellizcos y adivinó el resto de la
historia. Grushenka, temblando, llorando y protestando,
perdió totalmente el control de sÃ* misma.
No sólo le entraron ganas de orinar, sino que lo
hizo. Un enorme chorro de lÃ*quido amarillo salió
de su orificio y corrió por sus muslos hasta la alfombra.
La cliente soltó una carcajada: después de la
tristeza y el mal humor que siguieron a sus dos
orgasmos, ahora se sentÃ*a dicharachera. La Sra.
Brenna, sin embargo, se enfureció.
La toalla mojada resultó mucho más dolorosa
que la vara o el látigo de cuero. Mientras éste
hacÃ*a el tipo de corte que su sonido silbante sugerÃ*a,
la toalla mojada emitÃ*a un sonido sordo
al golpear, pero entumecÃ*a la carne y producÃ*a
el mismo efecto que una contusión. La Sra. Brenna
sabÃ*a perfectamente cómo manejar una toalla
mojada en las nalgas de una chica desobediente;
habÃ*a ido perfeccionándose, con los años, y el de
Grushenka era un trasero más.
— ¡Vaya cochina, echar a perder esta alfombra!
— gritó.
Pronto se puso Grushenka de un rojo púrpura
desde el trasero hasta los rÃ*ñones. Aullaba y chillaba
como un cerdo agonizante y se retorcÃ*a en
aquella postura incómoda. Sus ojos, llenos de lágrimas,
estaban fijos en sus rodillas que veÃ*a por
debajo de la silla. En su cuerpo, arqueado para
que las nalgas estuvieran en alto, los golpes llovÃ*an
con una fuerza creciente...
La Sra. Brenna no contaba los golpes. Grushenka
la habÃ*a irritado, y ya sabrÃ*a ella cuándo pararÃ*a.
La dienta lo miraba todo, divertida. Aun cuando
riera porque la sierva habÃ*a mojado la alfombra,
un destello de pasión perversa brillaba en sus
ojos, y por sus ingles corrÃ*a una sensación de
placer.
«¡ Oh, si sólo mi padre comprara a unas cuantas
siervas — pensaba —, las pegarÃ*a yo misma, pero
no con una toalla mojada, sino con un buen látigo
de cuero!»
Ella misma habÃ*a sido vÃ*ctima de la vara y el
cuero cuando su padre era todavÃ*a pobre y ella
161
era criada de una rica, esposa de un comerciante.
¡Cuántas veces habÃ*a lacerado el látigo de cuero
sus pechos. Al recordarlo, acariciaba con ambas
manos sus rollizos pechos, tranquilizándose, pues
aquellos tiempos habÃ*an pasado.
Mientras tanto, la Sra. Brenna terminó su tarea
e indicó a su parroquiana que fuera a la tina.
Grushenka se dejó caer de la silla y, tendida boca
abajo, palpó sus nalgas doloridas con mucho cuidado.
Pero no pudo condolerse por mucho tiempo
porque la Sra. Brenna estuvo pronto de vuelta
y la obligó a limpiar el reservado. Tomándola
brutalmente del brazo, le secó la cara con un
pañuelo y la sujetó por el pelo.
— Ni un sollozo más — le dijo —, o vuelvo a empezar.
Contrólate y vete a tu trabajo. Ya ves —le
dijo maliciosamente —, eso te pasa por liarte con
el hombre con la mayor polla del vecindario, no
puedes ni aguantar la orina.
Grushenka logró dominar sus sollozos. Siguiendo
las órdenes de la Sra. Brenna, llenó de nuevo
las tinas de agua caliente, las limpió y siguió haciendo
otros quehaceres. Aun cuando las espaldas
le dolieran terriblemente, no tuvo tiempo para curarse
ni para lamentarse de su suerte.
Tuvo además que ocuparse de una cliente muy
distinta. La escogió una señora de edad madura y
tipo maternal; era una mujer de mirada amable
y cutis rojizo, más fuerte que gruesa, más voluminosa
que alta. Mientras Grushenka la desnudaba,
admiraba sus carnes firmes, sus pechos grandes y
duros, sus piernas musculosas. La mujer acarició
la cabeza de Grushenka, la llamó con muchos
nombres cariñosos, la felicitó por sus facciones y
su cuerpo y no pareció envidiar su belleza.
Después de quitarse la ropa, le pidió a Grushenka
que le lavara su nido de amor. Una vez hecho
lo cual, dijo:
— Ahora, cariñito, por favor, sé buena, y vuelve
a lavarme ahÃ*, pero ahora con la lengua. Verás,
mi marido lleva ya cinco años sin tocarme, no sé
si podrÃ*a volver a encontrar el camino si quisiera,
y yo no puedo remediarlo, pero tengo mis necesidades.
Verás, de vez en cuando me entra un comezón
y entonces vengo aquÃ* una vez por semana
162
para que me satisfaga una lengüita tan capaz
como la tuya. Y recuerda que disfruto mucho más
cuando se trata de una chica bonita y de buena
voluntad como tú. — A continuación, con caricias
y mucho cuidado, acercó la cabeza de Grushenka
a su entrepierna.
Grushenka empezó a trabajar. TenÃ*a ante sÃ* un
campo de operaciones amplÃ*simo. La mujer abrió
las piernas; la parte baja del vientre, ambos lados
de la hendidura, el bien desarrollado monte de
Venus recibieron besos suaves y cariñosas lamidas,
mientras las manos bien formadas de Grushenka
le palpaban las nalgas.
Grushenka tomó alternativamente con la boca
los labios anchos y largos de la cueva y los acarició
con labios y lengua, mordiéndolos tiernamente
de vez en cuando. Entonces encaminó sus esfuerzos
al objeto principal, o sea al fruto de amor
ancho y jugoso que allÃ* estaba, dispuesto a dejarse
devorar.
La mujer estaba quieta, sólo sus dedos trataban
de acariciar las orejas de Grushenka, pero ésta
se los sacudió. Sin embargo, cuando la lengua se
puso a juguetear con el tallo blando de aquel fruto
y lo lamió y frotó más fuerte, la ramita comenzó a
enderezarse e inquietarse.
Entonces, la mujer empezó a agitarse y sacudirse
apasionadamente, y sus palabras de cariño se
convirtieron en maldiciones. Grushenka no podÃ*a
entender qué susurraba con tanta groserÃ*a, pero
en aquel monólogo se distinguÃ*an frases tales
como «quita esa maldita cosa», o, «condenado hijo
de puta».
Finalmente, cuando consiguió llegar al orgasmo,
la mujer cerró sus fuertes piernas detrás de
la cabeza de Grushenka en forma tal, que por
poco ahoga a la pobre muchacha. Soltándola, se
sentó en la mesa, se rascó el vientre sumida en
sus reflexiones, y murmuró, más para sÃ* que para
Grushenka:
— Es una vergüenza que una vieja, madre de
una hija ya mayor... pero ¿qué le voy a hacer?
Pronto estuvo sentada en su tina: una respetable
matrona con aspecto amable y conducta refinada.
Le dio una buena propina a Grushenka.
163
A su regreso, saludaron a Grushenka con comentarios
sarcásticos otras clientes y muchachas.
Su primera cliente habÃ*a contado que se habÃ*a
orinado en el suelo, y todas las mujeres se morÃ*an
de risa. La misma cliente la molestó y la ofendió
de nuevo cuando hubo terminado de bañarse. Después
de que Grushenka la hubo secado — operación
que no fue de su agrado y durante la cual
la pellizcó con las uñas en las axilas y en la carne
suave de los pechos (que tanto envidiaba)—, tuvo
otra de sus brillantes ideas.
— Tú, zorra — increpó a Grushenka —. ¿Sabes de
qué puedes servir? ¡ De orinal! Ven, siéntate en el
suelo, que orinaré en tu boca.
Grushenka no obedeció. Trajo un orinal de un
rincón y lo puso en el suelo. La muchacha la agarró
del vello del pubis y, levantando la mano derecha,
amenazó con golpearla. Pero Grushenka se
mantuvo firme.
— Llamaré a la Sra. Brenna — dijo, y no se dejó
atemorizar. La cliente vaciló.
— ¿Qué otra cosa haces todo el dÃ*a, sino limpiar
mujeres con esa lengua gorda e insolente que tienes?
— preguntó —. ¿A cuenta de qué te niegas
ahora a beber un poco de mi lÃ*quido?
Grushenka consiguió liberarse y se fue al otro
lado de la mesa de masaje.
— Señorita — dijo —, yo creo que otra muchacha
sabrá servirle mejor que yo. ¿Puedo llamar a
otra?
— ¡No! ¡No! —dijo la joven, encogiéndose de
hombros, y se dejó vestir sin más. Cuando estuvo
preparada para salir, sacó de la bolsa un rublo
en monedas. Grushenka tendió la mano, pero la
joven habÃ*a decidido dárselo de otro modo.
— Espera — dijo —. Túmbate en la mesa y abre
las piernas. Te las meteré dentro como un tapota.
para que tu cono ya no gotee.
Grushenka hizo lo que le pedÃ*a, esperando poder
librarse más pronto de su torturadora, y mantuvo
el orificio todo lo abierto que pudo para que
no le doliera cuando le metieran las monedas.
La joven, que ya tenÃ*a puestos los guantes,
abrió la rendija con dos dedos y durante un instante
contempló aquel nido de amor tan bien con-
164
figurado. Los labios eran ovalados y de color rosa,
la abertura estaba más abajo que la suya y su estrecha
vecindad con la entrada trasera se apreciaba
claramente. La funda parecÃ*a estrecha, y el
clitoris, muy cercano a la entrada, levantaba atrevidamente
la cabeza.
«¡Qué preciosidad! —pensó—. Realmente, nunca
le harÃ*a yo el amor a una mujer, pero a ésta...»
Grushenka se agitó; sus partes tiernas estaban
expuestas a la agresión de aquella cliente en quien
no podÃ*a confiar.
La muchacha fue metiendo las monedas; primero
las de plata, pequeñas, que tenÃ*an más valor
; después, las grandes de cobre, que sólo valÃ*an
uno o dos kopeks. Se divertÃ*a mucho cuando las
monedas no entraban fácilmente, y Grushenka
temblaba de ansiedad; no le dolÃ*a, pero estaba temerosa
de lo que pudiera venir después.
Una vez que hubo terminado, la muchacha golpeó
a Grushenka con su enguantada mano justo
en el orificio abierto. Grushenka juntó las piernas
y bajó de la mesa, mientras la muchacha se
reÃ*a y le gritaba desde la puerta:
— i Guárdalo ahÃ*, y nunca te faltará dinero!
Durante las muchas semanas que trabajó Grushenka
en los baños de mujeres, descubrió que
éstas son más crueles y mezquinas que los hombres.
CarecÃ*an de sentido del humor y no sabÃ*an
divertirse; sólo querÃ*an que las satisfacieran en
forma completa y egoÃ*sta. Se quejaban sin razón y,
como tenÃ*an poder sobre sus celadoras, las atormentaban
y ofendÃ*an sin motivo, a veces inesperadamente.
PodÃ*an ser muy amables y consideradas
y, de repente, pellizcaban, o llamaban a la Sra.
Brenna para que las castigara. No daban ni la
mitad de las propinas que los hombres y se jactaban
en voz muy alta cuando se desprendÃ*an de
unos cuantos kopeks. Ninguna de ellas la besó
nunca ni le hizo el amor, pero muchas exigÃ*an un
orgasmo para sus ancianos clÃ*toris.
A Grushenka no le importaba. Pronto aprendió
a trabajar con la lengua sobre cuerpos y nidos de
amor en forma rutinaria, sin reparar en lo que
estaba haciendo y fingiendo pasión y anhelo cuando
se daba cuenta de que su cliente estaba a punto
165
de gozar. Pero lo que más nerviosa la ponÃ*a era no
saber cuándo la Sra. Brenna la encontrarÃ*a en falta
y la castigarÃ*a.
Los castigos eran muy variados. La Sra. Brenna
le azotaba la planta de los pies con un látigo de
cuero si consideraba que no se movÃ*a con suficiente
rapidez; le golpeaba los pechos cuando
una parroquiana se quejaba de que habÃ*a estado
admirándose en el espejo; la azotaba con ortigas
en la parte interna de los muslos o en las nalgas
desnudas cuando le parecÃ*a que Grushenka estaba
cansada o adormilada.
Aun cuando ninguna de las mujeres le hacÃ*a el
amor, siempre les agradaba frotar su coño con
dedos torpes, no con cariño y suavidad, sino con
saña, como si hubieran querido ensanchar aquel
pasaje maravillosamente estrecho. Quizás, inconscientemente,
la envidiaban por tenerlo más estrecho
que ninguna.
Grushenka pensaba que la Sra. Brenna la perseguÃ*a
más a ella que a las demás porque todavÃ*a
estaba resentida por lo del marido. Era un error,
pero pronto su conciencia empezó a atormentarla,
y con razón.
Una noche, después de haber pasado varios dÃ*as
en los baños de mujeres, habÃ*a terminado sus tareas
y acababa de llegar a su cuarto, cuando entró
el señor Brenna. Como de costumbre, la tumbó en
la cama y le dio una de sus tremendas sesiones.
No se atrevió ella a luchar ni a pedir ayuda. Cedió,
jadeando. No disfrutó con el encuentro, pues estuvo
vigilando la puerta, asustada por la idea de
que pudieran descubrirlos.
Al dÃ*a siguiente, él volvió y, desde entonces, lo
hizo diariamente. Como todo pareció normalizarse,
ella dejó de preocuparse y se concentró en sus
encuentros que la hacÃ*an gozar ardientemente.
AsÃ* continuaron las cosas durante semanas, hasta
que, por supuesto, un buen dÃ*a, la Sra. Brenna
entró en el cuarto y se repitió la escena anterior.
Sólo que esta vez, después de golpear a su marido,
la Sra. Brenna echó una mirada asesina a Grushenka,
sacó a su marido del cuarto, se fue dando
un portazo y cerró con llave la puerta por fuera.
Por un instante Grushenka quedó aterrada. Se
166
sentó en el borde de la cama, paralizada, incapaz
de moverse ni de pensar. Entonces, cruzó por su
cabeza una idea, una idea que la incitó a una actividad
febril.
¡Huir! ¡Marcharse!
¡Cuanto antes! ¡Como un rayo!
Se vistió, juntó sus ropas en un atillo y metió
en su corpiño el pañuelo con el dinero.
¡Huir!
¿Cómo salir del cuarto? La puerta de roble no
se movÃ*a, pues la cerradura era de hierro.
¡Pero allÃ* estaba la ventana! Por la ventana,
pasó al alféizar y de ahÃ* a lo largo de la cornisa
de la casa hasta la ventana abierta del cuarto contiguo.
Como una exhalación atravesó el cuarto, corrió
escaleras abajo, fuera de la casa, a la calle,
dobló la primera esquina, la segunda, la siguiente.
Agotada, con el corazón palpitante, Grushenka
se apoyó en la pared de una casa. Nadie la habÃ*a
seguido. Sin recobrar aún el aliento, se obligó a
seguir adelante. El crepúsculo daba paso a la oscuridad.
Llegó a casa de Marta, y las dos jóvenes
se besaron tiernamente, llorando. Durante largo
tiempo, ninguna de las dos dijo una sola palabra.
167
12
Grushenka, no permaneció por mucho tiempo
en casa de Marta. El poco dinero que tenÃ*a desapareció
muy pronto, y no querÃ*a ser una carga
para su amiga, por lo que debÃ*a pensar en ganarse
la vida. Por Marta se enteró de que la señora
Laura habÃ*a tenido un plan para deshacerse de
ella, y decidió probar de nuevo. Sin decirle nada
a Marta, se presentó un dÃ*a al empezar la tarde
y pronto se encontró sentada en el despacho privado
de la señora Laura.
Ésta no perdió mucho tiempo en reprocharle su
escapada; le preguntó si estarÃ*a dispuesta esta vez
a aceptar lo que le propusieran, y Grushenka consintió
mansamente. Tras pensarlo bien, la señora
Laura envió otro mensaje galante, pero esta vez
a otro caballero.
Grushenka se quedó esperando, sentada en un
rincón. Más o menos una hora después, la señora
Laura regresó con un hombre de unos treinta
años de edad, vestido como un dandy, con pinta
de italiano; su bigote se erguÃ*a audazmente; parecÃ*a
brusco, vano, y con una falsa alegrÃ*a. TenÃ*a
las manos cubiertas de diamantes que deslumhraban.
—Es una modelo muy guapa — explicó la señora
Laura —. Una de mis siervas. Quiero deshacerme
de ella porque he prometido a una pariente
pobre darle su lugar. Si se tratara de una chica
normal no os habrÃ*a llamado, pero es una de las
criaturas más finas y hermosas que he visto. Como
sois conocedor de mujeres y estáis siempre buscando
bellezas especiales, pensé que convenÃ*a que
la vierais. — Y se quedó mirando al hombre con
ojos inquisitivos.
168
Éste se retorció el bigote con los dedos; apenas
si miró a Grushenka.
— Una más, una menos, ¿qué más da? — ParecÃ*a
aburrido.
— Ven aquÃ*, palomita — dijo la señora Laura, indicando
a Grushenka que se levantara y se acercara
—. Que te vea el caballero.
Grushenka se situó frente a él: la señora Laura
le acariciaba suavemente el cabello y la hacÃ*a girar.
El rostro del hombre no reflejaba la menor
expresión; cuando Grushenka estuvo de espaldas,
sintió que la señora Laura le levantaba el vestido
y las enaguas y que le aplastaba los pantalones
como pára mostrar sus nalgas. Entonces el caballero
pareció complacido.
— ¡Ah — dijo—-, ya conocéis mis gustos! Siempre
dais a vuestros clientes lo que piden. Sabéis
muy bien que me gustan los traseros bien formados
y pequeños, no esos gordos con esos burletes
que siempre estorban el paso — y rió, con risa de
falsete.
Cuando se enteró de que sólo costaba cien rublos,
cogió un puñado de monedas de oro de su
bolsillo, arrojó sobre la mesa diez con un movimiento
que parecÃ*a indicar. «Cien rublos... ¡bah!...
¿qué son para mÃ*?». Grushenka habÃ*a sido vendida.
Inútil decir que la señora Laura hizo desaparecer
el dinero. Por supuesto, no lo hizo apresuradamente,
sino con la suficiente rapidez como
para asegurarse de que habÃ*a obtenido todo lo que
pedÃ*a.
En la puerta esperaba un coche principesco. El
hombre subió y mandó que Grushenka se sentara
a su lado en el asiento delantero. Grushenka se
preguntaba qué amo era aquél que viajaba en
coche por las calles de Moscú, sentado en el asiento
del conductor con una sierva a su lado.
No tardó en conocer la respuesta. Grushenka se
enteró de todo durante la comida. Sergio — tal era
su nombre — habÃ*a sido siervo. Ahora era mayordomo
del viejo prÃ*ncipe Asantcheiev... y no sólo
su mayordomo, sino su carcelero y torturador.
El viejo prÃ*ncipe estaba totalmente a su merced.
Prisionero en su propio lecho, no se le permitÃ*a
ver a sus parientes ni amigos, y vivÃ*a práctica-
169
mente incomunicado. Sergio se habÃ*a adueñado de
todo mediante trampas o a la fuerza, y erigido en
amo absoluto del patrimonio del viejo prÃ*ncipe.
Obligó a su amo a liberarlo y a otorgarle en sus
últimas voluntades una finca importante y algo de
dinero. No se habÃ*a atrevido a estipular un importe
demasiado elevado, por temor a que, después
de fallecido el prÃ*ncipe, los herederos y parientes
rechazaran el documento y se vengaran.
Por lo tanto, mantenÃ*a con vida al anciano para
poder robar todo el dinero posible del patrimonio
antes de su muerte.
Sergio era un excelente administrador. Por medio
de tributos e impuestos sabÃ*a la forma de sacarles
el último penique a los granjeros-siervos de
las propiedades.
Pero en la casa reinaba la desorganización, y
cada sirviente hacÃ*a prácticamente lo que le venÃ*a
en gana. La casa — un inmenso castillo — estaba
sucia, las sirvientas vestÃ*an harapos, los caballos
no eran atendidos ni debidamente alimentados;
toda la comunidad de cincuenta personas, o más,
vagaba de un lado para otro sin plan ni disciplina.
A Sergio le importaba un comino. Andaba siempre
maldiciendo y jurando, con un corto látigo de cuero
colgado del cinturón y siempre listo para azotar...
porque su comodidad personal era lo único
que le preocupaba.
—¿ Y qué hace con tantas chicas guapas? —preguntó
Grushenka.
— Bueno — le contestaron sonriendo con sorna
—, ya lo verás cuando llegue el momento.
Después de cenar y tomar un baño, Grushenka
pudo salvar sus ropas. No se las quemaron como
era costumbre, y ella se alegró mucho, pues las
habÃ*a comprado con su propio dinero. La anciana
gobernanta le dijo entonces que tendrÃ*a que darle
la paliza acostumbrada, pero Grushenka se las
compuso para salir de eso también sin perjuico,
adulándola, besando la vara y desanimándola de
usarla con ella. Pero ahora era sierva otra vez, y
el precio de su libertad estaba en los bolsillos de
la señora Laura.
Sergio se olvidó de Grushenka en cuanto llegó
a la casa, y ella se portó igual que las demás sier-
170
vas. Cuando oÃ*an que él se acercaba a una de las
habitaciones — y solÃ*a hacerlo gritando y berreando
—, se escapaban a toda prisa para que no las
viera.
No vio al prÃ*ncipe Asantcheiev. Sólo se permitÃ*a
entrar a su cuarto a dos ancianas en quienes Sergio
tenÃ*a plena confianza porque también ellas
estaban citadas en el testamento del prÃ*ncipe.
Un dÃ*a, Sergio echó de menos una de sus sortijas
y se enfureció. Al parecer, una de las mujeres
habÃ*a robado la joya (no tenÃ*a sirvientes varones
en la casa, y nunca recibÃ*a visitas). Ordenó que
todas ellas se presentaran en la sala más amplia
del sótano y gritó que si no le devolvÃ*an la sortija
las matarÃ*a a todas para estar seguro de no dejar
impune a la ladrona.
Una de las muchachas indicó que habÃ*a visto la
sortija en un armario de arriba, y unas cuantas
muchachas, entre ellas Grushenka, le acompañaron.
AllÃ* estaba la sortija.
Pero entre tanto Sergio se habÃ*a fijado en Grushenka,
que iba vestida con blusa y falda, sin enaguas
ni pantalones. TenÃ*a las piernas al aire, y
llevaba zuecos de madera. Era su ropa de trabajo.
Al mirarla, le brillaron los ojos a Sergio.
— Tú eres la chica de la señora Laura, ¿no?
— dijo, y le metió una mano por debajo de las
faldas para tocarle las nalgas; con la otra, le acarició
los muslos y el vientre, pero sin aproximarse
a la entrepierna —. Bueno, bueno; me habÃ*a olvidado
de ti. Pero no hay tiempo mejor que el momento
presente. ArrodÃ*llate en ese sillón con las
piernas abiertas y échate hacia delante, pollita.
Grushenka hizo lo que le ordenaban. Puso las
rodillas en los brazos del ancho sillón y se inclinó
un poco; esperaba que le metiera la verga.
Las demás muchachas observaban con risas maliciosas.
Pero a Sergio no le gustó la posición. La
agarró por el cuello y la inclinó más hacia delante
hasta que tocó con la cabeza el asiento del sillón,
doblándola al máximo. Una de las muchachas levantó
la falda de Grushenka y se la puso sobre la
espalda. Ésta podÃ*a ver por entre las piernas
abiertas que Sergio sacaba su voluminosa verga
de los sucios pantalones de lino.
171
Grushenka se llevó una mano hacia su nido de
amor y abrió los labios con un rápido movimiento
de los dedos, esperando el asalto.
— Un trasero lindo y limpio — observó Sergio —.
Siento haberlo olvidado tanto tiempo.
Avanzó, la asió por la cintura y, mirando hacia
abajo, se acercó a ella con la verga erguida. Grushenka
tendió la mano para cogerle el pito, pero él
le gritó que quitara la mano y empezó a empujar
en la entrada posterior.
Sergio era amante de traseros por convicción y
por tendencia. Ante todo, no querÃ*a que sus muchachas
quedaran embarazadas; además, encontraba
que la parte trasera era más pequeña y estrecha.
Finalmente, no querÃ*a satisfacer a las chicas;
querÃ*a todo el placer para sÃ* y prolongar su
diversión a su antojo sin ayuda de su pareja.
Por lo tanto, la cabeza de la verga de Sergio estaba
ahora bregando por penetrar en Grushenka...
por detrás. Empujaba, luchaba, se retorcÃ*a; a ella
le dolia, aunque no fuera la primera vez; el prÃ*ncipe
Leo habÃ*a inaugurado aquel orificio y más de
un dedo lo habÃ*a penetrado y frotado desde entonces.
Pero Sergio no empleaba ungüentos, ni dirigÃ*a
o ayudaba con la mano, mientras ella gemÃ*a
y gruñÃ*a bajo su ataque prolongado.
El hombre tenÃ*a práctica; sabÃ*a que el músculo
que cerraba aquella puerta estaba arriba y lo
ablandó con su presión; el músculo cedió y su
verga entró entera.
Al tenerla dentro, se detuvo un instante, se
puso cómodo y emprendió un movimiento lento de
adentro afuera. Grushenka, echando una mirada
por entre sus piernas hacia los muslos fuertes,
morenos y peludos y la punta de la verga que aparecÃ*a
y desaparecÃ*a, quiso ayudar un poco y movió
las nalgas. Pero Sergio la golpeó en un muslo y
le ordenó que se estuviera quieta.
Ella sintió que el instrumento aumentaba y
aumentaba; sentÃ*a como si fuera a defecar. Recorrió
sus ingles una extraña sensación a medida
que se prolongaban los minutos. Las demás muchachas
estaban sentadas alrededor, cuchicheando.
Finalmente Sergio llegó al orgasmo sin apresurar
sus movimientos; no sacó la verga al termi-
172
nar, sino que se quedó allÃ* parado, esperando, hasta
que el pito se achicó, se ablandó y salió solo.
Entonces abandonó el cuarto sin decir palabra. En
cuanto hubo salido, las mozas estallaron en comentarios
y risas. Se cruzaban comentarios de un
lado a otro de la habitación.
— Bueno, una virginidad más sin derramamiento
de sangre...
— Quiero ser madrina dentro de nueve meses.
— Siempre jugueteo con el dedo mientras él está
pegado a mi trasero.
— Conmigo no podrÃ*a, me sobresale demasiado
la chicha — dijo otra, mostrando nalgas gruesas
y musculosas con una hendidura tan apretada,
que no se veÃ*a la entrada posterior.
— Por lo general, pone en lÃ*nea a tres o cuatro,
nos hace agacharnos como tú antes, y va de una
a otra.
— Ten cuidado y no te muevas; cuando llega demasiado
pronto a su objetivo te da una paliza
hasta hacerte sangrar.
— Y no pongas ungüento en tu hendidura. Quiere
forzar la entrada y detesta entrar con facilidad.
—De ahora en adelante, estarás en su lista. Me
he dado cuenta de que tu culo le gusta.
— ¡Oh, si tuviera yo ahora una buena polla...
ahora mismo... para mÃ*...
— Haz que te manden al establo para una paliza.
Los muchachos no te harán daño, pero te harán
el amor; eso sÃ*.
— Puedo prestarte mi dedo si eso te ayuda.
—¿Y por qué no una vela?
Y de lo dicho al hecho. Después de ver el asalto
de Grushenka, las muchachas estaban excitadas.
Sergio nunca les permitÃ*a salir de casa, y les resultaba
casi imposible conseguir una buena jodienda.
La muchacha que dirigÃ*a el coro se tumbó en
el sofá; otra sacó una vela de uno de los candelabros
y llenó el nido de amor empujando con fuerza.
Lo habÃ*an hecho ya muchas veces; sabÃ*an cuál
de ellas tenÃ*a el canal más largo; habÃ*an hecho
una señal para cada una de ellas en la vela y se
habÃ*an entrenado para satisfacerse mutuamente
de ese modo.
173
Grushenka, que las observaba con interés mientras
se turnaban en el sofá, se sentÃ*a más bien
inquieta.
HabÃ*a una muchachita muy joven en el grupo;
no tendrÃ*a más de quince o dieciséis años de edad.
No dejaba que la tumbaran en el sofá, pero acariciaba
los rostros y los pechos de las chicas que
se complacÃ*an con la candela. Grushenka la rodeó
con su brazo y le susurró al oÃ*do:
— ¿ Quieres hacer por mÃ* todo lo que yo haga
por ti?... ¿Todo?
La muchacha asintió tÃ*midamente; Grushenka
entonces la tumbó en la alfombra, le levantó las
enaguas y se puso a besarle el vientre; la muchacha
era cosquillosa y se rió.
Grushenka le abrió las piernas y metió su cabeza
entre los muslos de la niña. El lindo montecilio
de Venus casi no tenÃ*a pelo aún; la muchacha
luchaba contra la intrusión y se movÃ*a un poco,
pero eso sólo servÃ*a para incitar más a Grushenka
a poner en práctica lo que habÃ*a aprendido durante
su estancia en el establecimiento de baños
de la señora Brenna.
La muchacha suspiró, arqueó su cuerpo, pegándose
a la boca de Grushenka cuando se produjo
el orgasmo. De hecho, la muchachita era virgen,
y era la primera vez que obtenÃ*a un orgasmo. Se
quedó rendida, sin moverse, con los labios ligeramente
entreabiertos, sonriente y agotada.
Grushenka la examinó con una extraña simpatÃ*a.
SabÃ*a que la niña no se lo harÃ*a a ella, y dejó
asÃ* las cosas. Su propio nido de amor sólo pudo
satisfacerse aquella noche, cuando ella misma se
lo frotó pensando en su amado Mijail.
Sergio no la inscribió en su lista especial. Estaba
demasiado ocupado tratando de hacer dinero
y de amontonarlo en su cofre privado. Le gustaba
beber y jugar con les mozos del establo y no
solÃ*a sentir muy a menudo deseos de desprenderse
de su esperma. Siempre que sentÃ*a el deseo de
hacerlo agarraba a unas cuantas de las muchachas
que habÃ*a por ahÃ*, descartaba a las que tenÃ*an
nalgas voluminosas y hacÃ*a el amor con las demás,
a su modo.
Pero pronto iba entrar Grushenka en contacto
174
con él en otra forma. Una tarde en que estaba
limpiando el comedor y llevaba una de las sillas
con la corona principesca repujada en el respaldo,
Sergio, que atravesaba rápidamente la sala, se dio
con la rodilla en la silla, se hizo daño y quiso castigar
al instante a la culpable.
Desprendió el látigo de cuero del cinturón, y
Grushenka se inclinó hacia delante poniendo ambas
manos sobre las rodillas. Luego se le ordenó
que apretara las rodillas una contra otra y no se
moviera. Le arrancó la blusa por encima de la
cabeza y con la mano izquierda la asió por el pelo,
enrollándolo alrededor de su muñeca; y dio comienzo
el castigo.
Levantó el látigo y lo hizo girar por encima de
su cabeza; el golpe cayó sobre los hombros desnudos,
y el dolor fue peor de lo que ella habÃ*a
previsto; le cortó la respiración y la hizo jadear.
Dio un gran grito, agitándose y retorciéndose en
agonÃ*a.
El siguió azotándola lentamente, de tal forma
que ella sentÃ*a el escozor de cada golpe. Era como
si le pusieran un hierro candente en la espalda
y los hombros. Se encogÃ*a y retorcÃ*a cada vez
que el cuero mordÃ*a su carne estremecida. Brincaba
alrededor de la habitación con las piernas
apretadas, pero de nada le servÃ*a, pues Sergio le
daba los golpes de tal forma que la punta del látigo
se enroscaba alrededor de su cuerpo y le mordÃ*a
los pechos, aumentando asÃ* su tortura.
Estaba a punto de desmayarse o de arrojarse
al suelo sin pensar más en las consecuencias, cuando
Sergio se detuvo. Le dio una patada en el trasero
y le advirtió que tuviera más cuidado la próxima
vez.
Cuando Grushenka, llorando y gimiendo, recobró
el sentido, las demás muchachas se habÃ*an
marchado. La verdad era que se habÃ*an escapado
de la habitación en cuanto Sergio se ensañó con
ella, pues a él no le importaba azotar a media docena
más de espaldas una vez que habÃ*a empezado.
Entonces volvieron y se dedicaron a ponerle
crema agria en las largas heridas rojas que
le cubrÃ*an la espalda, los hombros y uno de los
pechos. Pasaron dÃ*as antes de que Grushenka se
175
sintiera nuevamente bien y olvidara sus dolores;
las marcas tardaron varias semanas en desaparecer.
Transcurrió el tiempo, y un buen dÃ*a Grushenka
volvió a encontrarse con Sergio. Eso sucedió cuando
ordenó a la vieja y perezosa gobernanta que le
enviara a media docena de las muchachas que tuvieran
los mejores pechos; ellas no entendÃ*an qué
se proponÃ*a y estaban muy asustadas, pero era su
deber presentarse ante él.
Grushenka fue, por supuesto, una de las que,
vestidas sólo con enaguas y desnudas de la cintura
para arriba, llegaron a su cuarto y se quedaron
ante su puerta, esperando. Sergio estaba encantado
escribiendo números en un gran pliego y maldiciendo.
Finalmente, tiró la pluma, aspiró un
poco de rapé y miró a las chicas.
Todas tenÃ*an pechos grandes y duros, con piel
blanca o apiñonada y pezones rosados o morenos;
podÃ*a escoger. Se levantó, las tocó, les hizo
cosquillas, pesó los pechos y los pellizcó. Ellas se
agitaron un poco y rieron, pero estaban intranquilas.
Naturalmente escogió a Grushenka. TenÃ*a los
pechos más bonitos, de un blanco lechoso, llenos,
pero puntiagudos y con pezones anchos y rosados.
Le ordenó que se pusiera su mejor ropa, falda
y blusa, pero nada debajo. Grushenka salió
corriendo para cumplir sus órdenes.
Al regresar, se encontró con que estaba ocupado
con las muchachas. Estaban todas arrodilladas en
hilera sobre el sofá, con el trasero al aire; una
de ellas estaba siendo penetrada por Sergio, pero
sin duda todas habÃ*an recibido ya su saludo, pues
se frotaban la hendidura trasera con los dedos, o
se acariciaban la entrepierna.
Pronto sacó el aparato del orificio en que lo
tenÃ*a y pasó a la siguiente fisura. Grushenka se
mantuvo cuidadosamente callada y trató de pasar
desapercibida, quedándose en el umbral; no tenÃ*a
el menor deseo de verse agasajada de aquella
forma.
Después de que Sergio hubo concluido con la
chica de turno, dio a cada una de las chicas un
manotazo en las nalgas, las despidió, metió su ver-
176
ga tranquilamente en los pantalones, sin tomarse
la molestia de lavarla después de su paso por los
callejones traseros y se volvió hacia Grushenka.
Le abrió la blusa por delante, le sacó los pechos
y trató de arreglar la blusa de modo que asomaran.
Pero no pudo lograrlo; la blusa era ancha, con
muchos frunces, y de cualquier forma que la pusiera
le cubrÃ*a todo el pecho. Ordenó a la gobernanta
que compareciera y le exigió que confeccionara
un elegante traje de noche para Grushenka,
pero que fuera escotado por delante en forma
tal que pasara por debajo de los pechos. Sonrió
con aire entendido al dar la orden.
Un brocado azul claro, bordado con flores de
plata, apareció en uno de los muchos armarios;
fue cortado y cosido, convirtiéndose en un elegante
traje de noche. Grushenka ayudó y supervisó
el trabajo con mucho interés. SabÃ*a, por los
sastres de Nelidova, qué le sentaba mejor y cómo
debÃ*a hacerse un vestido. Al presentarse ante Sergio
unos dÃ*as después estaba deslumbrante.
Una lÃ*nea sutil de elegancia y estilo caracterizaba
la creación, que terminaba con una larga
cola que nacÃ*a de la cintura; la completaban anchas
mangas que colgaban hasta las rodillas, todo
ello coronado por los pechos desnudos que sobresalÃ*an
casi con descaro. Añadamos a todo esto que
Grushenka se habÃ*a pintado los pezones con alheña
(como habÃ*a visto hacer a Nelidova), que tenÃ*a
el cabello peinado según la lÃ*nea de mayor elegancia
en la época y que ostentaba su más encantadora
sonrisa.
Sergio, el rudo campesino y capataz de siervos,
no pudo por menos que admirarla y felicitarla.
Por supuesto, habÃ*a una diferencia muy grande
entre la Grushenka en blusa de trabajo, desaliñada
y medio desnuda y la Grushenka arreglada
como una gran dama. Más que satisfecho, Sergio
la tomó de la mano y se la llevó al cuarto del viejo
prÃ*ncipe.
El anciano se encogió y se puso a temblar de
miedo en cuanto ambos entraron en su cuarto;
estaba a punto de esconderse debajo de las almohadas
de su amplio lecho. TenÃ*a el cabello lar-
177
go, de un blanco nieve, y la barba blanca descuidada.
Sus ojillos estaban entrecerrados y los párpados
enrojecidos e inflamados. Su nariz era pequeña
y encogida y parecÃ*a un San Nicolás que
hubiera sufrido un accidente y yaciera, helado, en
la nieve.
— Bueno, te traigo algo hermoso — empezó diciendo
Sergio —, algo que te gustará para jugar.
Y si tratas de esconderte debajo de las almohadas
o de mirar a otro lado, te azotaré, bribón. ¿Acaso
no te gustaban las chicas con pechos grandes cuando
eras más joven, y tenÃ*a yo que limpiarte las
botas? Lástima que estés demasiado débil, porque
te harÃ*a limpiar las mÃ*as. ¿No tuve yo que mirar
miles de veces mientras tú metÃ*as tu polla de señorito
entre sus pechos... en aquellos dÃ*as en que
tenÃ*a yo que elegir para ti las que tenÃ*an los pechos
más grandes? Pues bien, ya ves qué bueno
soy; te traigo algo para que juegues. Vamos,
vamos, toca y juega un poco. Eso te aliviará, ¿no
crees?
La verdadera razón del cambio de conducta de
Sergio radicaba en que ya estaba harto del anciano.
QuerÃ*a que muriera, pero todavÃ*a no se animaba
a matarlo; habÃ*a planeado debilitarlo más
aún. Esperaba que el anciano, que no habÃ*a visto
a una mujer en tanto tiempo, se excitara y sufriera
un sÃ*ncope. Por eso empujaba a Grushenka
hacia la cama. El viejo prÃ*ncipe, tratando de apartarla,
no pudo menos que rozarle los pechos desnudos.
Como no le pareció suficiente, Sergio la
empujó hasta que uno de sus pechos se posara
en la cara del anciano.
Pero Sergio comprendió que, mientras él estuviera
allÃ*, el temor inhibirÃ*a al anciano, y los jóvenes
pechos de Grushenka no podrÃ*an excitarlo.
Contemplando a Grushenka, Sergio consideró que
no serÃ*a peligrosa y decidió dejarlos a solas. Ordenó
a Grushenka que acaricara el rostro del anciano
cada media hora con sus pezones, lo dejara
jugar con ella y hasta hacerle el amor, si asÃ* lo
deseaba.
— Después de tanta continencia en estos últimos
años, tiene derecho a un poco de placer —observó
y salió del cuarto.
178
Grushenka se sentó modestamente en el silla y
examinó al prÃ*ncipe: estaba tendido, quieto, mirando
a la nada, con ojos que reflejaban estupidez.
Al cabo de un rato, ella volvió la mirada, compadecida.
Sintió que era él, entonces, quien la examinaba
a su vez, y, antes de que él pudiera evitarlo,
sorprendió una mirada aguda y llena de
inteligencia; comprendió que estaba representando
un papel de tonto y que aún distaba mucho de
la locura. Finalmente, el anciano dijo en voz muy
baja:
— No va a matarme, ¿verdad?
— Voy a compadeceros y a ayudaros; odio a Sergio
— fue la respuesta de Grushenka.
Pero ambos se cuidaron de decir algo más;
quién sabe si el siervo que hacÃ*a de amo estaba
escuchando tras de la puerta.
Al cabo de un rato Grushenka se levantó e inclinándose
sobre él como para acariciarlo con sus
pechos, le susurró:
— Tengo que hacerlo; quizá esté mirando por la
cerradura.
El prÃ*ncipe representó su papel y le acarició un
poco el pecho.
Ella vio que habÃ*a unos libros sobre la mesa,
tomó uno entre sus manos y empezó a leer en voz
alta. El se quedó asombrado al ver que sabÃ*a leer
y escuchó la historia con interés. Pero éste se
convirtió en admiración cuando ella empezó a insertar
en su lectura frases que no estaban impresas
en el libro. Por ejemplo: «Tened mucho cuidado
», o «Tengo que volver a veros», o «Pensad
qué podemos hacer», o «Cuando regrese, comportaros
como si no quisierais volver a verme»... y
asÃ* durante su permanencia en el cuarto del anciano.
Cuando regresó Sergio en busca de Grushenka,
el viejo se quejó estúpidamente de que aquello le
habÃ*a provocado calor y fiebre, que no querÃ*a
volver a verla y que le habÃ*a molestado con su
lectura. Sergio quedó encantado y particularmente
complacido cuando Grushenka le dijo, al salir
de la habitación, que el prÃ*ncipe era un anciano
decrépito, que deliraba y que sin duda le faltaba
un tornillo.
179
Sergio le ordenó entonces que visitara diariamente
al prÃ*ncipe y que le molestara un poco más
cada dÃ*a.
— Sácale el pito — indicó —, o lo que de él quede,
y frótalo o bésalo. Que se excite un poquito antes
de irse de una vez al infierno; al fin y al cabo
eres su sierva, ¿no?
Sin embargo, Sergio quiso antes apaciguar su
propia excitación, y Grushenka le pareció demasiado
hermosa en su traje de noche para desperdiciarla.
En aquel mismo instante, la joven se vio
con la cabeza enterrada en los cojines de un sofá,
mientras un dolor agudo en los intestinos le indicaba
que Sergio era rápido en manejar su verga.
Cuando él, al levantar la larga cola del vestido,
se encontró con los pantalones, le ordenó que no
volviera a ponérselos. También decidió que, a partir
de aquel dÃ*a le harÃ*a el amor cuando saliera
del cuarto del prÃ*ncipe. El vestido elegante habÃ*a
estimulado en él sus instintos de hombre de baja
ralea; también ordenó que sus demás favoritas
llevaran vestidos elegantes siempre que las convocara
para su placer.
Mientras tanto, Grushenka tuvo que soportar el
embate de su deseo y lo hizo con la convicción
de que su venganza no tardarÃ*a en llegar. Sergio
hizo uso una y otra vez de su orificio posterior
y, aun cuando parezca extraño, Grushenka acabó
por descubrir que al fin y al cabo no era tan terrible.
Por el contrario, aprendió a aflojar los
músculos, a entregarse libremente y a disfrutar de
esta forma de excitación erótica. Su única objeción
a los encuentros con Sergio era que él exigÃ*a
que se mantuviera absolutamente quieta, por muy
excitada que se sintiera. ¡Cómo le habrÃ*a gustado
responder a sus embates moviendo ella también
el culo!
La liberación del anciano prÃ*ncipe Asantcheiev
y la caÃ*da de Sergio se produjeron mucho antes de
lo que la propia Grushenka habÃ*a supuesto. Llevó
a escondidas papel y lápiz al cuarto del anciano y,
mientras le leÃ*a en voz alta, sentada en forma tal
que un observador no pudiera verlo a él por el
agujero de la cerradura, él escribÃ*a una carta. Muchos
dÃ*as tardó el debilitado anciano en preparar-
180
la. Durante todo ese tiempo tuvo que esconder
bajo las sábanas las hojas sin terminar, temblando
de que lo descubrieran, pues eso habrÃ*a significado
su muerte violenta en manos de Sergio. Dirigió la
carta a un pariente lejano que tenÃ*a un castillo
en la ciudad.
Mientras Sergio estuvo en la casa, Grushenka,
quien no confiaba en nadie, no se atrevió a llevar
el mensaje personalmente a su destino. Pero un
dÃ*a que Sergio salió para asistir a las carreras,
se vistió a toda prisa, salió corriendo de la casa,
tomó un droshki y atravesó la ciudad.
El pariente no estaba en casa, pero sÃ* su esposa.
Grushenka se abrió paso a través de toda una cadena
de sirvientes, compareció ante la dueña, se
arrojó a sus pies, contó su historia con mucho
nerviosismo, entregándole a continuación la carta.
Al principio la dama no quiso escucharla. El
prÃ*ncipe les habÃ*a escrito cartas insultantes pocos
años antes, pidiéndoles que no volvieran a comunicarse
con él. Y aquel mayordomo sucio le habÃ*a
prohibido a su esposo la entrada a la casa, por
orden del anciano prÃ*ncipe. HabÃ*an sido apartados
por completo de su vida. ¿Cómo podÃ*a esperar que
ahora le ayudaran?
Pero Grushenka le suplicó tanto que acabó por
leer la carta. Empezó a meditar el caso y pidió" a
Grushenka que le repitiera la historia.
De repente, lo comprendió todo; le resultó evidente
que el prÃ*ncipe Asantcheiev era realmente
prisionero de su esclavo, quien lo dominaba con
amenazas de muerte, y decidió intervenir.
Pero, ¿cómo?
Se lamentó de que su esposo estuviera de viaje
y de no saber qué hacer.
Pero Grushenka tenÃ*a prisa; habÃ*a que actuar
antes del regreso de Sergio, porque estrangularÃ*a
al anciano si tenÃ*a la menor sospecha. Sugirió que
acudiera a conocidos, que llamara a la policÃ*a y...
Pero la dama recobró la calma y se hizo cargo
de todo. Escogió a media docena de sus más fuertes
estableros, y salieron en coche, a gran velocidad,
hacia el castillo del anciano prÃ*ncipe.
Sergio no habÃ*a regresado aún. Él anciano prÃ*ncipe
se puso histérico al ver a su pariente, alter-
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nando los gritos de alegrÃ*a con alaridos de terror.
DecÃ*a que Sergio, a quien llamaba el demonio, los
matarÃ*a a todos. Su temor no se mitigó ni tan sólo
cuando se llevaron a Sergio encadenado y esposado.
Resultó tarea fácil. Cuando volvió, los seis hombres
se le echaron encima y lo dominaron en pocos
segundos. Mandaron buscar a la policÃ*a y, en
presencia del teniente, el anciano acusó a su siervo
y pidió que lo colgaran. AsÃ* se llevaron a
Sergio.
El capitán de policÃ*a decidió no ahorcarlo, sino
enviarlo a Siberia. Pero Sergio, que al principio
se habÃ*a quedado como atontado, tuvo una reacción
violenta aquella misma noche y trató de escapar.
En castigo, se le azotó con el knut, y el policÃ*a
que llevó a cabo el castigo lo trató tan mal
que le rompió la columna vertebral.
Sergio murió durante la noche; todo esto puede
comprobarse en los archivos de la antigua familia
Asantcheiev. También puede comprobarse que el
anciano prÃ*ncipe concedió a Grushenka la libertad
y una buena dote. Vivió muchos meses en paz y
felicidad, y Grushenka lo cuidó mientras vivió. Al
fallecer el prÃ*ncipe, la pariente que habÃ*a ayudado
a liberarlo recibió en herencia el castillo, donde
residió a partir de entonces; se llamaba condesa
Natalia Alexiejew. Grushenka se quedó con la
condesa Natalia hasta que..., bueno, eso lo veremos
en el próximo capÃ*tulo.
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