grushenka 5

jaimefrafer

Pajillero
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Jun 23, 2008
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La historia de Marta puede narrarse brevemente.
Es una historia similar a muchas otras. Su
padre era un granjero rico e independiente; su
madre habÃ*a sido echada de su casa cuando estaba
encinta. Con el tiempo, Marta habÃ*a sido colocada
en casa de una modista, mademoiselle Laura
Cameron, que tenÃ*a una tienda de vestidos y de
sombreros en una de las pocas arterias elegantes
de Moscú. Marta no tenÃ*a todavÃ*a catorce años
de edad cuando se convirtió en sirvienta de aquella
mujer dulce, pero tremendamente egoÃ*sta a la
vez, que ejercÃ*a derechos maternales sobre la joven,
la explotaba con trabajos duros y la castigaba.
A cambio, le pagaba un parco salario que
Marta debÃ*a entregar a su madre; ésta recibÃ*a el
dinero y ponÃ*a tres cruces, a modo de firma, en
un trozo de papel; ni la madre ni la hija sabÃ*an
leer y escribir.
La madre de Marta rechazó algunas ofertas para
vender a la muchacha como sierva. HabÃ*a tomado
una habitación en el barrio más pobre y hacÃ*a
trabajos propios de su sexo que alcanzaban apenas
para mantenerlas a las dos. Agotada y minada
por la angustia, habÃ*a finalmente muerto, dejando
a su hija sola en el mundo.
Marta no se atrevió a decÃ*rselo a su patrona,
porque temÃ*a que la señora Laura la convirtiera
inmediatamente en una verdadera sierva, llevándosela
a su casa con otras jóvenes que ya tenÃ*a.
En cambio, siguió percibiendo su pobre salario
y firmando con las tres cruces, como si todavÃ*a
viviera su madre.
Le contó a Grushenka eso y mucho más, y ésta
le narró a su vez toda su historia. Les llevó varios
dÃ*as, o mejor dicho noches, pues Marta mar-
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chaba a su trabajo al amanecer y regresaba con
el crepúsculo. Mientras tanto, Grushenka permanecÃ*a
en la humilde habitación, dormÃ*a en la cama
y no salÃ*a a la calle por temor a que la recogiera
la policÃ*a o la encontraran los hombres de SofÃ*a.
Sin embargo, con las monedas de oro que Mijail
le habÃ*a regalado lo pasaban bastante bien, comiendo
y bebiendo lo que podÃ*an comprar con
aquel dinero.
Pero saltaba a la vista que esa vida no iba a
durar para siempre, por lo tanto decidieron que
Marta le dirÃ*a a su patrona que una prima suya
acababa de llegar a la ciudad y deseaba entrar a
su servicio. Intrigada por la descripción que Marta
le hizo, la señora Laura aceptó echar una mirada
a Grushenka; por lo tanto ambas jóvenes salieron
una buena mañana y se dirigieron a la tienda
de aquella dama algo arrogante. Marta habÃ*a comprado
algunas ropas para Grushenka, de las que
llevan las campesinas cuando van a la ciudad:
una blusa multicolor, una falda plisada, un pañuelo
para la cabeza, todo ello muy favorecedor para
Grushenka que, con el color saludable que le habÃ*a
dado la vida de campo en casa de los Sokolov,
estaba muy guapa.
Marta — robusta y pesada, con un rostro redondo
y bonachón, no guapa, pero joven y candorosa
— vaciló varias veces en el camino. Por supuesto,
habÃ*a dado a su amiga una buena descripción
de la señora Laura y de su tienda. Por otro
lado, Grushenka ya sabÃ*a lo que eran los malos
tratos, pues los habÃ*a conocido durante sus casi
veinte años de servidumbre; por lo tanto no esperaba
que la trataran con atención. Pero Marta temÃ*a
no haberle dado una descripción demasiado
acertada de lo que le esperaba. Para tranquilizar
su conciencia le dijo francamente que habÃ*a omitido
contarle muchas de las cosas desagradables
que suponÃ*a el trabajo con la señora Laura.
Sin embargo, Grushenka habÃ*a decidido aceptarlo.
¿Qué más podÃ*a hacer? No habÃ*a plazas
donde pudiera encontrar un empleo. En las empresas
pequeñas, el trabajo se llevaba a cabo entre
los miembros de una familia; las grandes adquirÃ*an
siervos. Algunas artesanÃ*as, que necesitaban
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a especialistas, como la carpinterÃ*a o la alfarerÃ*a,
alquilaban trabajadores, pero sólo a través de los
gremios.
Además, si Grushenka tenÃ*a realmente la suerte
de que la cogiera la señora Laura ¿no podrÃ*an
Marta y ella seguir viviendo juntas y proseguir
aquellas deliciosas veladas durante las cuales
Grushenka podÃ*a delirar hablando de su adorado
Mijail? ¿Trabajo y malos tratos? ¿No estaba
Grushenka acostumbrada a eso desde su primera
infancia?
Marta se santiguó, y ambas entraron en la casa
de la señora Laura. Por una puerta dorada, cubierta
de guirnaldas de flores frescas, entraron
a un enorme salón de ventas con el techo bajo
y muebles elegantes. Los ojos de Grushenka, entrenados
por su trabajo de maniquÃ* en casa de
la princesa, reconocieron con agrado en las estanterÃ*as
las telas caras y las buenas hechuras; aquello
era sin duda una tienda dedicada a gente adinerada.
Cruzaron la sala y entraron en otra, compuesta
de un pequeño vestÃ*bulo al que daban media docena
de cuartitos privados equipados de altos espejos,
sillas y sofás confortables. A aquella hora
aún no habÃ*a clientes, pero unas cuantas jóvenes
de buen tipo estaban limpiando y quitando el
polvo.
La tercera habitación de la planta baja era la
oficina privada de la señora Laura, y estaba suntuosamente
amueblada. La señora Laura no llegaba
antes de medio dÃ*a, y Grushenka acompañó
a Marta al cuarto de costura, en el primer piso.
Qumce o dieciséis muchachas estaban ya sentadas
trabajando, cosiendo, cortando y probando
sombreros, ropa interior y vestidos diseñados por
dos estilistas de cierta edad, que supervisaban el
trabajo. Marta se reunió con las trabajadoras
mientras Grushenka se quedaba sentada en un
rincón, observando, deseando tomar parte en aquel
trabajo, tan agradable a su femenino instinto de
la belleza. Finalmente, apareció una muchacha y
notificó a Marta y a Grushenka que la patrona las
llamaba.
La señora Laura recibió a las jóvenes con su
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más dulce sonrisa y las felicitó por ser dos primas
tan guapas. Examinó a Grushenka con ojos perspicaces,
preguntándole si habÃ*a aprendido a coser
con su «querida madre» y haciéndole muchas preguntas
respecto a la aldea de Marta y ella, pero
sin dar tiempo a recibir respuesta alguna.
Todo parecÃ*a terminar bien; las muchachas,
avergonzadas, balbuceaban unas cuantas palabras,
sin atreverse a cruzar sus miradas. Pero el agudo
sentido de la señora Laura en el trato con la gente,
que le habÃ*a proporcionado clientela y fortuna,
le hizo sospechar que algo andaba mal. Por ejemplo,
esa muchacha que se suponÃ*a acababa de llegar
del campo ¿dónde habÃ*a conseguido esas medias
de seda y esos zapatos? Entonces observó sus
manos suaves y bien cuidadas que, sin duda, no
eran las de una chica de aldea.
La señora Laura dio la vuelta a su escritorio
para sentarse en un sillón de cuero cuyos brazos
estaban adornados con tachuelas de cobre. Mandó
que Marta cerrara la puerta y que Grushenka
se colocara en plena luz, delante de ella. Concentró
tanto más su atención sobre aquella recién
llegada, cuanto que la joven parecÃ*a tener un
cuerpo insólitamente bello, carácter amable y podÃ*a
resultar un buen elemento, de ser bien llevado.
QuerÃ*a ver algo más de ella y exigió que
Grushenka se quitara la blusa y la pañoleta, bajo
el pretexto de averiguar si podÃ*a servir de modelo.
Grushenka hizo sin vacilar lo que se le exigÃ*a,
dando asÃ* una prueba más de que no era una torpe
campesina. Hizo más, se quitó también la falda
y los pantalones, y la señora Laura tuvo que reprimir
su total admiración: un tipo perfecto, piernas
rectas, carne suave pero firme; un auténtico
bocado para el más refinado de los hombres.
La señora Laura era conocedora; la alcahueterÃ*a
era su principal imán para atraerse clientela,
y hacÃ*a amplio uso de ella. ¿Quién serÃ*a aquella
muchacha? De repente, cambió de táctica, borró
su sonrisa y se enfrentó a Marta.
Para empezar, la señora Laura le ordenó bruscamente
que dijera la verdad. Pero la gorda Martita
se aferró a su historia aun cuando la señora
Laura, pellizcándole las nalgas, le hiciera gritar
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más de una vez ¡oh! y ¡ah! En la mano de la
señora Laura, Grushenka vislumbró, mientras se
encontraba indefensa en su desnudez, una larga
aguja.
Después, la señora Laura siguió con métodos
más fuertes; abrió la blusa de Marta, cogió el
pecho izquierdo de la joven y, sacándolo de la
camisa, lo apretó fuertemente y lo pinchó con la
aguja; como la chica seguÃ*a repitiendo lo mismo,
le fue introduciendo poco a poco el acero en la
carne.
Marta trató de reprimir un aullido cuando corrió
una espesa gota de sangre por aquel globo de
un blanco lechoso. Pero siguió en sus trece: tenÃ*a
el rostro desfigurado, las lágrimas le corrÃ*an por
las mejillas, pero no se atrevió a huir.
La señora Laura se levantó con impaciencia,
cogió de su escritorio un corto látigo de cuero y
exigió que la joven se agachara. Le bajó los pantalones
y, cuando las nalgas regordetas de Marta
estuvieron al descubierto, la conminó otra vez a
decir la verdad so pena de hendirle la carne hasta
el hueso.
Antes de que la señora Laura pudiera dar el
primer latigazo Grushenka se arrojó entre las dos
mujeres exclamando que dirÃ*a la verdad porque
no podÃ*a ver cómo sufrÃ*a su amiga por culpa suya.
Entonces contó toda su historia a la silenciosa señora
Laura, quien sabÃ*a que, esta vez, se encontraba
ante hechos auténticos. ¡Este era un buen
negocio para ella! Pero no dijo una sola palabra
de lo que habÃ*a tramado. Grushenka cayó finalmente
a sus pies y se entregó a su voluntad implorando
que la tomara a su servicio. Pero la señora
Laura se mostró furiosa, contestando que
aquella esclava fugitiva la ofendÃ*a al pretender
hacerla cómplice de su delito, y le recordó que
toda persona que diera alimentos o refugio a un
siervo podÃ*a ser enviada a Siberia.
Marta, que habÃ*a intentado detener a Grushenka
y que la habÃ*a suplicado de que la dejara recibir
su castigo, iba a ser castigada la primera.
Laura no deseaba dejar a la joven incapacitada
para el trabajo, por lo tanto le dio seis buenos azotes
en el trasero y la mandó a trabajar. Marta besó
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el borde del vestido de su ama y se fue llorando,
lanzando una última mirada lastimera a Grushenka,
que estaba tumbada en el suelo con expresión
sombrÃ*a.
La señora Laura le ordenó que se levantara,
aunque no sin darle unos cuantos azotes con el
látigo. Después, la llevó a uno de los vestidores
vacÃ*os y la encerró por fuera. Mientras Grushenka,
desnuda y llorando sin poder remediarlo, se
preguntaba por su destino incierto entre las cuatro
paredes del cuartito, la señora Laura escribÃ*a de
su propio puño y letra un falso mensaje galante
que entregó a una de sus muchachas recaderas.
(Sabremos algo más de este documento más adelante.)
Con el paso del tiempo, Grushenka dejó de llorar,
pues ya se habÃ*a resignado a su suerte. Probablemente
la marcarÃ*an con un hierro candente;
si la enviaban a Siberia, la marca serÃ*a en la frente,
pero si SofÃ*a decidÃ*a llevarla al prostÃ*bulo
la marcarÃ*an entre las piernas o en un omoplato
para no estropearle la cara. La azotarÃ*an, la pondrÃ*an
en el potro de tortura, le romperÃ*an quizás
los huesos... tenÃ*a que esperar. HabÃ*a obrado mal;
no deberÃ*a haberse fugado.
Estaba tendida, inmóvil, en el sofá. Oyó a través
de la delgada pared que el establecimiento de la
señora Laura habÃ*a empezado a animarse. Sin
ropa, se levantó lentamente del sofá y se puso a
caminar de un lado para otro en el cuartito oscuro.
Un poco de luz se filtraba por las rendijas de
las paredes, y pronto descubrió que procedÃ*an de
las cabinas contiguas a la suya. Miró por las rendijas
y descubrió que podÃ*a ver qué pasaba en los
probadores contiguos. Con el temor de presenciar
algo inesperado, empezó a seguir los acontecimientos
que se desarrollaban en ambos lados.
En el cuarto de la derecha estaba sentado un
señor anciano, vestido muy correctamente, con un
abrigo negro muy largo, jugando con su sombrero
de tres picos. Al parecer estaba esperando algo.
En las sortijas que llevaba relucÃ*an piedras preciosas.
Grushenka se acercó a la otra pared. Una anciana
estaba sentada inmóvil en una cómoda silla.
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VestÃ*a con colores chillones; encajes, lazos y plumas
colgaban a su alrededor, como un huevo de
Pascua. Se apoyaba en un bastón de encina, pero,
a pesar de su vejez, y de su vestir alocado, su actitud
era impresionante y autoritaria. A su lado,
estaba sentada una mujer de aspecto indefinido
que le hacÃ*a compañÃ*a, mientras la señora Laura
y una de sus modelos trataban de venderle un
sombrero.
La modelo y la señora Laura sacaron otros sombreros
de cajas blancas y marfileñas y describieron
su belleza con dulces sonrisas y vehementes
palabras, pero a la anciana no le gustaba ninguno.
Más aún, aquella arpÃ*a rechazaba lo que le ofrecÃ*an
con palabras tan groseras como las que podrÃ*a
oÃ*rse en boca de un sargento del ejército. La
señora Laura, a su vez, daba golpes a la modelo
en las costillas y la espalda y, aun cuando la muchacha
conservara su sonrisa, no cabÃ*a la menor
duda de que la mano de madame sostenÃ*a una
aguja para obligar a su vendedora a realizar todos
los esfuerzos posibles para que la anciana se decidiera
a comprar.
i No tuvo esa suerte! La vieja se levantó diciendo
que no encontraba nada que alegrara su vieja
cara arrugada y salió del cuartito. Después de
que la señora Laura hubo hecho una profunda reverencia
de despedida, se volvió y abofeteó ruidosamente
a la modelo, dejándola sola para que
volviera a recoger todos aquellos costosos sombreros.
La muchacha estaba acostumbrada al procedimiento;
se restregó la cara con el dorso de la
mano y prosiguió su trabajo lenta, pero obedientemente.
Grushenka se volvió hacia la rendija de la otra
pared y, tal como lo esperaba, descubrió a la señora
Laura y al caballero en animada conversación.
Al parecer, éste acababa de pagar una cuenta
a la señora. Laura, probablemente por ropas compradas
por su esposa, y tenÃ*a, además, otras intenciones.
Ella sabÃ*a muy bien de qué iba, pero hizo como
si nada y no quiso satisfacer sus deseos con demasiada
prontitud.
El caballero, apoyándose primero en un pie y
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luego en el otro, y atusándose los bigotes, dijo
finalmente que le gustarÃ*a ver algunos modelos,
si madame tenÃ*a algunas maniquÃ*es que pudieran
pasarle las últimas creaciones.
Madame le preguntó sonriendo si querÃ*a ver los
mismos que la última vez, y qué le parecerÃ*a ver
la nueva lÃ*nea de ropa interior.
El caballero contestó apresuradamente que las
modelos de la vez anterior eran preciosas, pero
que no le importarÃ*a ver a otras, todas muy amables
y encantadoras sin duda, puesto que trabajaban
para la célebre Laura, y que la ropa interior
le interesaba mucho.
La señora Laura contestó que iba a mostrarle
unas cuantas modelos, que deberÃ*a portarse como
Paris con las diosas griegas, pero... y la señora
Laura se miró las manos que jugueteaban con
unas cuantas monedas de oro.
El caballero sonrió, le aseguró que la delicadeza
con que trataba el asunto no podÃ*a ser superada
por la dama más refinada —cumplido que ella
aceptó con fruición— y le entregó discretamente
unos cuantos rublos más.
La señora Laura lo dejó entonces para ir en
busca de sus muchachas. El caballero se quitó el
largo abrigo, mostrando un chaleco con botones de
plata que hacÃ*an juego con las hebillas de los zapatos.
Sin duda aquel hombre era un dandy. Su
peluca blanca era inmaculada y sus pantalones
y medias eran de la más fina seda. Se sentó en el
sofá y desató el primer botón de sus pantalones
con el rostro resplandeciente del hombre que sabe
que pronto se le va a dar satisfacción.
En aquel instante entró la señora Laura encabezando
un rebaño de modelos, hermosas jóvenes
de toda clase de tipos, desde la rubia menudita
hasta la morena escultural. Las muchachas llevaban
toda clase de ropa interior; sin embargo, eran
iguales en un aspecto: no llevaban sostenes, sino
corpinos pequeños que apenas cubrÃ*an la parte
inferior de sus pechos, dejando los pezones al aire.
Llevaban camisas bordadas y largos pantalones
de encaje que les llegaban al tobillo. Mientras caminaban
en cÃ*rculo, por la rendija abierta de sus
pantalones podÃ*an adivinarse vellos rubios, cas-
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taños o morenos, un buen truco de la gran modista,
que sabÃ*a de exhibiciones.
Las jóvenes apenas si miraban al hombre; no
querÃ*an llamarle la atención porque sabÃ*an que
escogerÃ*a sólo a una de ellas. El dejó que dieran
varias vueltas en cÃ*rculo, relamiéndose los labios
y examinándolas cuidadosamente. Finalmente, señaló
a dos de ellas, muchachas pequeñas no muy
hermosas, por lo menos eso pensó Grushenka
mientras espiaba. La señora Laura despidió a todas
las demás que abandonaron el probador con
gran alivio y, llevándose a un rincón a las dos
restantes, les susurró una orden en tono enérgico.
Las muchachas la miraron ansiosamente,
pero por lo demás no parecieron sorprenderse de
lo que les acababa de decir.
Volviéndose entonces hacia el caballero, la señora
Laura le comentó que habÃ*a escogido a dos
muchachas complacientes, pero que, si tenÃ*a la menor
queja, ella disponÃ*a de un buen látigo de cuero
que harÃ*a cambiar de idea a cualquier mocosa
testaruda. Después, con una inclinación majestuosa
de la cabeza, salió.
Las muchachas se sentaron en el sofá, a ambos
lados del hombre, le pusieron los brazos alrededor
del cuerpo y se apretaron contra él con un «Hola,
tÃ*o» muy desganado. El, a su vez, las rodeó con sus
brazos, les agarró los pechos y se mostró satisfecho
de su conducta.
—Ahora, niñas — comenzó — antes que nada,
cerrad las rendijas de vuestros pantalones y no
dejéis que esos odiosos pelitos salgan por ahÃ*.
Claro, ahÃ* lleváis vuestros niditos pero, ¿a quién
le interesan esas cosas tan cochinas?
Las muchachas se ajustaron bien los pantalones,
cerrando las rendijas, y siguieron con su comedia.
Apretándolo y acariciándolo, la mano de una de
las niñas pasó por delante de sus pantalones; entonces
él la agarró y le indicó que debÃ*a abrÃ*rselos.
Luchando con los botones, las muchachas le
desabrocharon la bragueta y extrajeron su polla.
A Grushenka no le pareció muy tentadora; era
roja, medio tiesa y blanda.
— Bésame — dijo el caballero a la otra chica —
y mete tu bonita lengua en mi boca. —Entonces
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la besó, chupándola y pegando sus labios a los de
ella tan fuertemente, que la joven se quedó sin
aliento, poniéndose roja.
— ¡Anda! — dijo él, interrumpiendo el besu--
queo—. ¡Haz cositas con tu lengua, picarona!
Y Grushenka pudo ver cómo la rubia se esforzaba
por complacerlo, pero sin conseguirlo del
todo. El la soltó y empezó el mismo procedimiento
con la morenita, que tenÃ*a entre sus dedos su
verga.
— Veamos si lo haces mejor que ella.
AsÃ* fue. TenÃ*a la lengua más ancha y la frotó
lenta y firmemente contra la lengua y los dientes
de él; el hombre gimió de placer. Estaba despertando
su apetito sexual, pero no asÃ* su instrumento,
que permanecÃ*a en el mismo triste estado
de flaccidez. Ahora habrÃ*a que ocuparse de él, y
asÃ* lo dispuso.
Se levantó, encaminándose hacia el alto espejo
que cubrÃ*a una pared del probador, colocó ante sÃ*
un cojÃ*n y otro detrás; situado de perfil ante el
espejo, ordenó a las muchachas que se arrodillaran
en los cojines. Por supuesto, ya sabÃ*an qué
tenÃ*an que hacer; por lo tanto, en cuanto estuvieron
de rodillas, le bajaron los pantalones hasta los
tobillos, le subieron la camisa de seda gris por debajo
del chaleco y pusieron manos a la obra.
La rubita tenÃ*a el pito del viejo delante. Lo cogió
con la mano derecha, deslizó la izquierda por
debajo y empezó a lamerle la barriga, de arriba
abajo, la parte interna de los muslos, la polla y sus
dos compañeros (en aquella ocasión bastante desnutridos)
que le colgaban desanimados entre las
piernas. Finalmente, deslizó la punta del pito en
su boca y acarició con los labios de arriba abajo
la verga... que, por cierto, aún no se le habÃ*a
puesto tiesa.
La morenita habÃ*a abierto con los dedos los
carrillos de sus nalgas y, apretando firmemente
el rostro entre ambos, acariciaba el ojete con la
lengua. Grushenka admiró su talento; hasta frotó
un poco su nido de amor, imaginando que aquella
mujer experta se lo estaba haciendo a ella.
El caballero estaba de pie, con las piernas abiertas
y las manos en la cabeza de las muchachas,
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admirando el conjunto que formaban los tres en
el espejo. Pero no tardó en mostrarse descontento
de la rubia.
— AsÃ* no, so perra — le dijo —. Coge justo la
punta del pito entre tus labios y acaricÃ*ala con tu
lengua. — Y asÃ* se hizo.
Pasaron muchos minutos, las dos muchachas
respiraban con dificultad mientras realizaban su
tarea, pero el hombre no parecÃ*a experimentar
efecto alguno. La morenita se habÃ*a detenido ya
varias veces para descansar un poco la lengua;
de repente, el viejo dio media vuelta y le hizo
besar a ella su verga inactiva.
La rubia se quedó mirando un momento la cavidad
oscura y abierta que se le presentaba. Por
lo visto, jamás habÃ*a tenido a su disposición un
culo de hombre. Pero su rostro expresó resignación
como si pensara: «¿Qué remedio? De todos
modos hay que seguir adelante...».
Empezó por frotar el ano con los dedos para sacar
la humedad que habÃ*a dejado su amiga morena
y sacó la lengua como si fuera a descolgarla,
cosa que hizo tanta gracia a Grushenka que estuvo
a punto de reÃ*r. La muchacha metió entonces su
cara en la hendidura y por los movimientos del
cuello pudo comprobar Grushenka que estaba lamiendo;
inmediatamente exigió el caballero que
lo hiciera con más vigor.
Ella se inclinó un instante, echó una mirada al
espejo y pareció tener una idea. Lo agarró de
nuevo, pero parecÃ*a poner tanto empeño, que lo
desviaba de su posición, dejándolo casi de espaldas
al espejo. Por supuesto, él protestó y dijo que
tenÃ*a que enseñarle a hacer esas cosas y que hablarÃ*a
del asunto con Laura. Pero ella apretó su
rostro contra uno de sus carrillos, le abrió el orificio
con el dedo de la mano derecha y se puso a
frotarle el ano con la derecha, que previamente
habÃ*a mojado.
El resultado fue estupendo: el caballero empezó
a gemir, alabando su habilidad, felicitándola por
su lengua y consiguió animarse.
— Lame, lame, so perra. ¡Oh, ahora sÃ*! ¡Excelente!
¿Por qué no lo hiciste antes, zorrita...?
La rubia, con una mezcla de orgullo por estar
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engañándolo y el temor a ser descubierta, siguió
jugando con su dedo meñique en la entrada del
ano, hasta penetrarlo de vez en cuando un poco
por el conducto.
Mientras tanto, la morenita habÃ*a estado trabajando
sin parar, hasta que se dio cuenta de que
iba a lograr finalmente su propósito. No podÃ*a
decirse que el pito estaba tieso, pero los nervios
y los músculos de su aparato se retorcÃ*an y brincaban
y, finalmente, surgieron los lÃ*quidos... no
en chorro ardiente, sino en forma de unas cuantas
gotas.
No era la primera verga que la morenita habÃ*a
manipulado de esa forma. De hecho aquel tipo de
trato amoroso era la especialidad del establecimiento
de la señora Laura, y todas sus muchachas
eran expertas. Por lo tanto, a la morenita no le
importó beber aquel lÃ*quido, apretando al mismo
tiempo la verga y abrazándolo estrechamente entre
las piernas para limpiarlo del todo.
— Muy bien — murmuró, rechazando a la muchacha
—. Muy bien.
— No os mováis — le dijo la morenita. Trajo una
vasija con agua y una toalla, y lo limpió muy eficazmente,
por detrás y por delante; a Grushenka
le resultó una verdadera lección, pues nunca
habÃ*a llevado a cabo ese trabajo.
Entonces las muchachas le colocaron bien los
pantalones y hasta lo cepillaron — aun cuando no
habÃ*a la menor mota de polvo en su ropa —, le
ayudaron a ponerse el largo abrigo y, como buenas
sirvientas, le dieron su sombrero de tres picos con
las plumas. Habló con ellas con buenos modales,
regañó a la rubia por haberle hecho renegar al
principio y bromeó diciendo que deberÃ*a decÃ*rselo
a la señora Laura. Grushenka pudo darse
cuenta de que era un caballero muy satisfecho
el que dejó el vestidor caminando con arrogancia,
como correspondÃ*a a un anciano de su posición.
Antes de salir, dio algo de dinero a cada una de
las muchachas.
Apenas hubo salido, y aún se arreglaban las
muchachas delante del espejo, cuando entró la
señora Laura como un huracán.
— ¡Dadme el dinero! — gritó tendiendo la
130
mano —. ¡Y a trabajar otra vez, antes de que os
despida!
Con gran sorpresa de Grushenka las dos jóvenes
entregaron el dinero sin protestar. La señora
Laura lo contó cuidadosamente y quedó satisfecha,
pues su visitante era buen pagador. Pellizcó las
mejillas de las muchachas, y les dijo sonriendo:
— Qué pájaro más raro ¿verdad? No puede lograr
que se le ponga tiesa, pero todavÃ*a le sigue
gustando el asunto. Habéis terminado pronto con
él. La última vez las muchachas se las pasaron
moradas.
Y sacó a sus chicas del vestidor.
Toda la escena habÃ*a resultado una verdadera
revelación para Grushenka. Aparentemente, la señora
Laura tenÃ*a un negocio secundario que atraÃ*a
a muchos clientes y que llevaba abiertamente. Le
cruzó a Grushenka por la cabeza la posibilidad
de que Martita, la oronda muchacha de nariz respingada,
pudiera servir de amante a la gente de
postÃ*n. Por supuesto, Marta era sólo costurera.
El que se detuviera en la calle, antes de entrar
con Grushenka en la tienda de la señora Laura, se
debió seguramente a que temiera que emplearan
a Grushenka como «modelo».
De pronto, Grushenka tuvo plena conciencia del
peligro en que se encontraba. ¿MandarÃ*a la señora
Laura llamar a la policÃ*a? ¿La llevarÃ*an al burdel
de SofÃ*a? Pero justo en aquel instante oyó ruidos
en el compartimento vecino y regresó a su puesto
de observación.
Vio a una pareja que compraba un vestido de
noche; un vestido verde, largo y vaporoso, que
acababa de elegir. La mujer, que tenÃ*a el vestido
en la mano y estaba ordenando cambios a su antojo,
tendrÃ*a unos cuarenta años; era de constitución
menuda, pero más bien gorda. Sus brazos
y piernas, que parecÃ*an estar siempre en movimiento,
eran cortos, redondos y sin gracia; su voluminoso
busto, cuya parte superior salÃ*a del escote
de un magnÃ*fico vestido de tarde, era como
rojizo. TenÃ*a ojos negros, penetrantes y poco amables,
y sus labios, apretados en una sonrisa afectada,
trataban de disimular su verdadera naturaleza.
131
Iba acompañada por su marido, un tipo fornido
de su misma edad, de hombros anchos, callado y
totalmente dominado por su esposa. RepetÃ*a todo
lo que ella decÃ*a con una risa boba, caballuna, que
él mismo habÃ*a inventado, y no parecÃ*a tener
voluntad propia, cosa que sin duda no necesitaba,
dada la que manifestaba su esposa.
DiscutÃ*an con vehemencia. La señora Laura alababa
acaloradamente el vestido, mientras la mujer
pedÃ*a un descuento por ser la primera vez que
compraba en la célebre tienda de la señora Laura.
Cuando, finalmente, se pusieron de acuerdo sobre
la cantidad, la mujer echó una mirada a las modelos
y declaró que le gustarÃ*a que una de las modelos
llevara el vestido a su casa aquella misma
noche. La muchacha que señalaba era una morenita
alta y bien formada. Su cutis inusitadamente
blanco despertó la admiración de Grushenka.
La señora Laura contempló a la muchacha un
instante y vaciló. Pero después, con una reverencia,
declaró que la chica estarÃ*a en su casa, y a su
servicio, aquella noche.
El marido pagó con una risa boba y un comentario
de su propia cosecha:
— Una mujer siempre tiene que salirse con la
suya.
La mirada llena de humildad de la joven alta
siguió a los clientes que se alejaban.
— ¿Estás bien, o sigues con la regla? — le preguntó
la señora Laura.
La muchacha levantó su vestido con un ¡Oh!
de indignación; después, abriendo sus pantalones,
metió el dedo en su nido de amor y sacó un pedazo
de algodón que parecÃ*a limpio.
Madame tomó un pedacito de tela blanca, envolvió
con ella su dedo y lo metió profundamente por
el orificio; al sacarlo, no tenÃ*a la menor mancha
de sangre.
— ¡Mentirosa! — gritó la señora Laura —. La
mitad del tiempo me dices que tienes el mes,
y la otra mitad que lo vas a tener. Te estás echando
atrás ¿eh? Y eres la más fuerte de todas. ¡Embustera!
¿Cuándo te di una paliza por última vez?
— La semana después de Pascua — contestó
mansamente la joven.
132'
— Bueno — contestó la patrona —. DeberÃ*as recibir
una buena tunda ahora mismo, por haberme
mentido. Pero irás a casa de esa gente esta noche
y harás lo que te manden — no sé qué será —, y si
esa señora se queda contenta contigo te dejaré por
esta vez. Pero, si me entero de que no te has portado
como Dios manda, no perderé ya mi tiempo
ni mis fuerzas con tus espaldas, de todos modos
son demasiado duras para mi látigo. Te enviaré
a la comisarÃ*a y mandaré que te den veinticinco
latigados de knut. Eso te curará de tu pereza, so
golfa.
(Debe explicarse aquÃ*, para que lo comprenda el
lector moderno, que en Rusia los sirvientes eran
enviados a la comisarÃ*a más cercana con un mensaje
y un dinero; allÃ* se les infligÃ*a el castigo
indicado, por lo general con el knut, en la espalda
o las nalgas. Luego, el sirviente volvÃ*a a casa de
su amo con un recibo por el dinero y el informe
del castigo dado. Esa costumbre siguió vigente
todavÃ*a en las grandes ciudades hacia finales del
siglo xix.)
—¿Para qué cree usted que esa pareja querrá
a una chica? — preguntó una de las jóvenes cuando
salÃ*an del vestidor; la pregunta quedó sin respuesta.
Grushenka deambuló en la semioscuridad de su
jaula. No se atrevÃ*a a pedir socorro. TenÃ*a hambre
y sed. Recordó que en el otro vestidor habÃ*a agua
en la mesa del rincón. Tanteó a su alrededor y encontró
una mesa igual y una jarra de plata con
agua, bebió largos sorbos y volvió al sofá.
Los minutos transcurrÃ*an lentamente. Oyó voces
y risas en los cubÃ*culos contiguos, pero ya no
le interesaba seguir mirando. Entonces, para alejar
sus pensamientos de su propia angustia, se levantó
y se acercó a una de las rendijas.
La escena merecÃ*a su atención. La cliente que
habÃ*a en el vestidor tenÃ*a un aspecto extraño. De
unos treinta años de edad, parecÃ*a más huesuda
que musculosa. Llevaba un traje de montar de lÃ*neas
sobrias, con cuello alto y gemelos en los puños.
Sus ojos delataban inteligencia, la lÃ*nea de la
boca era dura y no tenÃ*a color en las mejillas, cosa
que le daba un aspecto poco atractivo. HabÃ*a ob-
133
tenido de Laura a una hermosa modelo, más que
suficiente para entretenerla a ella.
La modelo era una rubia natural de mediana estatura,
con pechos grandes y mirada inocente. Era
muy femenina y, aun cuando ya habÃ*a cumplido
los veinte, tenÃ*a aspecto infantil.
La mujer se divertÃ*a quitándole el corpiño a
la chica. Tomó en sus manos huesudas los pechos
blandos y suaves de la joven y admiró los diminutos
pezones. Frotándolos contra su mejilla y besándolos
traviesamente, murmuró:
—Eres una buena chica ¿verdad? No permitirás
que esos bestias de hombres te toquen. ¿No
es cierto?
— ¡Oh, no, nunca! — contestó la muchacha —.
¡Nunca! Sólo voy con mujeres. La señora Laura
no permitirÃ*a jamás que un hombre me pusiera
los ojos encima.
—SÃ*, pechos tan suaves, pezones tan pequeños,
intactos, preciosa criatura •— prosiguió la cliente.
Abandonándose a la emoción, se arrodilló a los
pies de la muchacha, le desató los largos pantalones
y se los quitó con una dulzura que resultaba
insólita en una mujer con pies y manos tan grandes.
Entonces se puso a frotar sus mejillas contra
el monte de Venus, acariciando las caderas de la
joven con ternura.
La muchacha miraba el espejo sin ocuparse de
lo que la mujer estuviera haciendo con ella. Se
tocaba ligeramente el pecho, arreglaba algún bucle
en desorden y se mojaba los labios con la lengua
para humedecerlos. Abrió automáticamente
las piernas cuando la mujer metió el dedo Ã*ndice
de su mano derecha en su cueva y empezó a besarle
el vientre y el pelo rubio y rizado que rodeaba
la entrada del tentador orificio. Se dejó caer sin
ofrecer resistencia cuando la mujer la tumbó en el
sofá; se estiró y se puso un almohadón debajo de
la cabeza, dejando colgar una pierna al suelo y
colocándose de forma que su rendija abierta quedara
en el ángulo del sofá, dispuesta a aceptar lo
que viniera.
La mujer empezó a hacerle el amor sistemáticamente,
interrumpiéndose de vez en cuando, hurgando
con los labios el delicioso orificio con sus-
134
piros de placer, como si hubiera encontrado una
joya valiosa. Pero la joven no parecÃ*a muy impresionada.
Es más, cuando su cliente apretó con
ahÃ*nco su boca en aquel lugar y se puso a chupar
con más pasión — aferrando al mismo tiempo las
nalgas y empujándolas hacia delante, hacia su lengua
agitada —, la rubia se rascó la nariz y se arregló
el pelo, como si no fuera ella la beneficiarÃ*a de
aquel arrebato. Por supuesto, de vez en cuando le
hacÃ*a un poco caso y ponÃ*a la mano en la cabeza
de la lesbiana, movÃ*a las nalgas en cÃ*rculos, como
en lentas convulsiones y lanzaba débiles gemidos.
Pero como su propia conducta le resultaba aburrida,
pronto lo dejó correr.
Grushenka se sentÃ*a atónita ante tanta frialdad
— o mejor dicho, insensibilidad — por parte de la
rubia. Simpatizaba con la excitada mujer que ahora
apretaba sus rodillas, meneaba su trasero, se
ponÃ*a colorada y empezaba a sudar dentro de sus
ajustadas ropas. Finalmente gimió, y la rubia, interpretándolo
como señal de que se aproximaba
el orgasmo, hizo un último esfuerzo para ofrecerse
mejor a los labios ávidos, con suspiros de fingida
pasión.
La mujer se puso de pie, con todo el rostro mojado
— sin duda por su propia saliva — mientras
la rubia traÃ*a con indolencia una cubeta con agua
y limpiaba su rostro sudoroso. La cliente habÃ*a dejado
de considerarla como la encarnación de la
belleza.
— Bueno, ya está — dijo la mujer —. Golfa asquerosa,
túmbate de espaldas, que voy a pegarte.
Las tÃ*as como tú deberÃ*an ser azotadas una hora
diaria hasta que abandonaran esa vida disoluta
y se negaran a abrirse de piernas ante cualquiera.
Eres una zorra y no mereces el pan que te comes.
Bueno ¿para qué digo todo esto? Lo haces por dinero
y ahÃ* lo tienes. — Y metió algo de dinero
debajo de la almohada, al parecer lo más lejos
posible, para no tocar siquiera la piel de la mano
de la muchacha —. Toma, cochina —dijo y salió de
la habitación.
Las palabras habÃ*an afectado a la rubia y, mientras
secaba su nido, húmedo aún, miró detenidamente
su silueta en el espejo. En aquel momento
135
la señora Laura se precipitó en el vestidor, hurgó
bajo la almohada y recogió el dinero.
— ¡ Ah! — pensó Grushenka —. Sin duda también
espiaba al otro lado del probador.
Laura no se mostró muy contenta con la cantidad
que encontró.
— Realmente, te estás volviendo cada dÃ*a más
perezosa — exclamó, volviéndose hacia la muchacha
—. Tienes novio ¿verdad? Y probablemente te
folla con ganas. Por lo menos, podÃ*as fingir un
poco mejor. ¿Qué será de tu padre y de ti si dejo
de pagarle? No tendrÃ*ais una migaja de pan para
comer. Pero quizá te irÃ*a bien, porque estás engordando
demasiado. Ahora date prisa, ponte ropa
interior negra y el vestido de noche blanco escotado.
Hay unos clientes en el probador cuatro.
¡Anda, vete ya!
No habÃ*a nada más que ver en el otro probador.
Grushenka volvió a tumbarse en el sofá. Pasó el
tiempo y se quedó dormida hasta que alguien
abrió la puerta por fuera y la llamó. Era Marta
que venÃ*a a buscarla para llevarla al cuarto privado
de la señora Laura. Esta habÃ*a cambiado de
cara; sonreÃ*a y se mostraba afable.
— Querida — dijo sonriendo —, he pensado mucho
en tu caso y estoy de acuerdo; has tenido razón
de huir del servicio de Madame SofÃ*a. Te
ayudaré y tengo una gran sorpresa para ti. Te vestirás
y volverás a casa esta noche con tu querida
amiga Marta. Pero estarás aquÃ* mañana a las doce
en punto, y déjamelo a mÃ*, yo cuidaré de que tengas
un buen porvenir. Aun cuando no puedo permitirme
dar refugio a una fugitiva, tengo para ti
a partir de mañana un empleo magnÃ*fico del que
vivirás como una reina. Tendrás todo lo que puedas
esperar; eres tan bella...
Y siguió hablando en este tono. Hasta preguntó
si tenÃ*an algo decente para cenar aquella noche y
si querÃ*an algo. Después de que las muchachas le
aseguraran que tenÃ*an lo necesario, regaló a Grushenka
un lazo bordado que hacÃ*a juego con el
vestido de campesina que llevaba.
Las muchachas hicieron una reverencia y abandonaron
la casa. Una vez en la calle, Grushenka
contó lo que habÃ*a visto, pero no le resultó nada
136
nuevo a Marta, que habÃ*a oÃ*do hablar de esas
cosas, aunque no podÃ*a comprender realmente lo
que significaban, ya que aún era virgen.
Pero Grushenka no pudo dormir y reflexionó
mucho toda la noche. Desconfiaba de la señora
Laura y decidió no volver a su casa. TendrÃ*a que
dejar también a Marta sin decirle adonde irÃ*a. Sin
duda la señora Laura la perseguirÃ*a, o avisarÃ*a a
SofÃ*a; por lo tanto, Grushenka deberÃ*a desaparecer
por completo.
No sabÃ*a que la señora Laura habÃ*a recibido
respuesta al mensaje galante y que un anciano le
habÃ*a contestado que le encantarÃ*a adquirir aquella
belleza, pero que no podÃ*a ir hasta el dÃ*a siguiente,
a las doce. Se sentirÃ*a defraudado al dÃ*a
siguiente, a las doce, y Marta explicarÃ*a que
Grushenka habÃ*a desaparecido y que sin duda la
policÃ*a la habÃ*a encontrado.
La señora Laura acabó creyéndoselo; por lo menos,
estaba segura de que Marta ignoraba el paradero
de Grushenka. Se sintió muy disgustada porque
podÃ*a haber obtenido buen precio por la venta
de la muchacha. Pero no quiso investigar demasiado,
porque más valÃ*a no mezclarse demasiado en
los asuntos de una esclava fugitiva.
137
10
Grushenka se estiró en la ancha cama de Marta.
Ésta le habÃ*a dado un beso al marcharse, recomendándole
que se personara en casa de la señora
Laura a las doce. Grushenka durmió y soñó despierta.
Se levantó perezosamente y se puso el
vestido de campesina, dejando su hermoso vestido
de viaje en el armario de Marta. Dejó todo su dinero,
menos un rublo, sobre la chimenea, unas
letras de despedida a su amiga, y abandonó la casa
despacio.
No querÃ*a pensar en el futuro. Caminó tranquilamente
hasta las afueras de la ciudad, cruzó la
puerta, donde unos cuantos cosacos pasaban el
rato, y siguió su camino hacia el Moscova. Se sentó
a orillas del rÃ*o, dejó vagar la mirada por la
ancha llanura y observó, sin prestarles mucha
atención, a los campesinos que recogÃ*an la cosecha.
Las aguas del ancho rÃ*o corrÃ*an rápidas. Más
allá, nadaban unos muchachos.
Grushenka estaba soñando como sólo puede hacerlo
un campesino ruso, un sueño sin pensamientos
ni palabras, uniéndose a la tierra y convirtiéndose
en parte de ella, perdiendo la noción del lugar
y del tiempo. Cuando el sol cayó sobre el horizonte,
se incorporó y regresó lentamente a la ciudad.
Se detuvo en una casa pública donde bebió un
tazón de sopa, algo de pan y queso. Los escasos
clientes y el posadero apenas se fijaron en la campesina
con el rostro oculto bajo una pañoleta.
De regreso nuevamente a la calle, sacudió la cabeza
enérgicamente y echó a andar con paso rápido
hacia la casa de baños de Ladislaus Brenna.
Nunca habÃ*a entrado en el lugar, pero conocÃ*a su
reputación.
Ladislaus Brenna tenÃ*a un célebre estableci-
138
miento de baños frecuentado por gente de la clase
media, y Grushenka habÃ*a decidido convertirse en
sirvienta de baños. Hubiera preferido conseguir
el empleo en una de las casas de baños nuevas y
elegantes, frecuentadas por la buena sociedad,
pero no se atrevÃ*a por temor a ser descubierta.
Nadie irÃ*a a buscarla en la de Brenna.
Al abrir la puerta, dio con una enorme sala de
baños para hombres. La sala ocupaba toda la planta
baja del edificio. En un entarimado de madera
blanca habÃ*a de cuarenta a cincuenta tinas de
baño colocadas sin orden ni concierto. En las tinas
se hallaban sentados los bañistas sobre banquitos
de madera, con el agua hasta el cuello. Unos cuantos
parroquianos se bañaban, otros leÃ*an, escribÃ*an
en tablitas colocadas sobre la tina, jugaban entre
sÃ* o simplemente charlaban.
El señor Brenna estaba sentado al otro lado de
la sala, detrás de un mostrador alto, con toda clase
de bebidas y refrescos. Grushenka no perdió tiempo;
se dirigió hacia él, mientras la seguÃ*an los
ojos de todos los bañistas y celadores. Le declaró
sin timidez que deseaba convertirse en una de sus
sirvientas.
Brenna la examinó con mirada escrutadora y le
dijo que esperara. ParecÃ*a una ballena, de unos
cuarenta y cinco años de edad. Su pecho peludo,
expuesto a las miradas, y su barba negra y descuidada
fomentaban la impresión de desaliño que
se desprendÃ*a de toda su persona.
Grushenka se sentó en un banco de madera y
miró a su alrededor con curiosidad. HabÃ*a oÃ*do hablar
con frecuencia del establecimiento de Brenna.
Era considerado como de los más divertidos
tanto para hombres como para mujeres, pero la
mayorÃ*a de las esposas miraban con muy malos
ojos el que sus esposos o hijos mayores lo frecuentaran.
La atención de Grushenka se dirigió primero
hacia las sirvientas, unas diez muchachas; algunas
estaban sentadas cerca del fuego, otras iban
de un lado para otro de la sala atendiendo a sus
ocupaciones. Todas ellas iban desnudas, salvo unos
zuecos de madera y a veces un delantalillo corto,
o una toalla alrededor de las caderas. Cualquier
139
vestido habrÃ*a resultado incómodo en aquel aire
cargado de vapor y humedad.
Las muchachas eran altas y más bien guapas;
todas parecÃ*an de buen humor y satisfechas. Llevaban
baldes con agua caliente a las tinas ocupadas
y vertÃ*an agua constantemente para que la
temperatura se mantuviera siempre igual. Llevaban
té, cerveza u otros refrescos a los hombres,
reÃ*an y bromeaban con ellos y no parecÃ*a importarles
cuando alguno les tocaba el pecho o la entrepierna.
Cuando uno de los clientes deseaba
salir de la tina, retiraban el lienzo colocado en la
parte superior, disponÃ*an un banquillo para los
pies y lo ayudaban a salir. Luego lo acompañaban
a uno de los muchos reservados dispuestos alrededor
de la sala. Las puertas de los reservados se
cerraban al entrar la parejas y, aun cuando Grushenka
no veÃ*a lo que pasaba dentro, lo imaginaba
perfectamente.
Cuando hubo salido el último parroquiano, empezaron
las muchachas a limpiarlo todo mientras
Brenna les recomendaba que tomaran su tiempo
y lo hicieran a conciencia. TenÃ*a la voz áspera,
pero por la entonación se notaba que no era mal
hombre. Finalmente se volvió hacia Grushenka y
le ordenó que lo siguiera. Subieron al tercer piso,
en el cual vivÃ*a Brenna con su familia, pasando
por los baños de mujeres en el segundo. Al llegar
a la buhardilla, Brenna abrió una puerta que
daba a un cuarto desocupado, amueblado con una
enorme cama de madera, un lavamanos y dos
sillas.
— Bueno — dijo —, quiero ver si eres suficientemente
fuerte para llevar agua y dar masajes.
PodrÃ*a emplear a una moza como tú, pero me
parece que eres demasiado débil. Veamos qué tal
estás.
Dicho lo cual se acercó a la ventanita y miró
hacia el exterior, bañado en luz crepuscular. Su
cuerpo voluminoso oscurecÃ*a el cuarto casi por
completo. Grushenka se quitó rápidamente la ropa,
esperando su juicio; ahora se sentÃ*a algo nerviosa:
¿qué serÃ*a de ella si no la contrataba?
Brenna siguió mirando un momento más hacia
el crepúsculo. Finalmente dio media vuelta, la
140
miró, se alejó de la ventana y colocó a la muchacha
de forma que la luz menguante la iluminara
directamente. Se quedó atónito ante su belleza;
le llamaron la atención sus pechos turgentes,
tanteó los músculos de sus brazos y le pellizcó las
nalgas y la carne por encima de las rodillas,
como quien examina a un caballo, mientras ella
contraÃ*a los músculos lo mejor posible para parecer
fuerte. Volvió a darle la vuelta, sin atreverse
a pensar que una joven de cintura tan fina pudiera
llevar a cabo aquel tipo de trabajo; entonces se
quedó mirando el monte de Venus. Grushenka era
una muchacha bien formada, más alta que lo normal,
pero ante aquel hombre gigantesco se sentÃ*a
pequeñita, precisamente cuando tenÃ*a que parecer
alta y fuerte.
Sin previo aviso la arrojó sobre la cama de modo
que cayó atravesada. El hombre se abrió los pantalones
de lino y sacó una verga fuerte y tiesa.
Apenas tuvo tiempo Krushenka de darse cuenta
de lo que iba a suceder cuando se inclinó sobre
ella, dejó descansar el peso de su cuerpo sobre
las manos, paralelo al cuerpo de ella y orientó su
arma hacia su centro.
Ella bajó las manos para meter la verga y se
asombró de sus dimensiones; apenas podÃ*a abarcarla
con la mano. Quiso meterla con cuidado,
pero, antes de conseguirlo, él mismo avanzó con
un poderoso esfuerzo. Grushenka gimió, no porque
le doliera realmente, sino porque se sentÃ*a a
tope, y su pasaje no estaba en condiciones.
HabÃ*an pasado algunos dÃ*as desde su último encuentro
carnal, y las escenas que estuvo espiando
en casa de la señora Laura habÃ*an servido para
estimular su deseo, por lo que el inesperado ataque
le ocasionó una excitación febril. Levantó las
piernas, que aún colgaban hasta el suelo, sobre los
anchos hombros de él, se arrojó contra su instrumento
con todas sus fuerzas rodeándolo con toda
la fuerza de su nido de amor. Le hundió los dedos
en los músculos de los brazos y le hizo el amor
con todo el furor que sentÃ*a.
Cerró los ojos; toda clase de cuadros lascivos
le pasaron por la mente. Recordó la primera vez
que la habÃ*an azotado en el trasero desnudo cuan-
141
do tenÃ*a catorce años de edad, pensó en el campesino
que la habÃ*a desflorado y en los múltiples
hombres que le habÃ*an dado satisfacción; finalmente,
se desataron las facciones angelicales de su
Mijail mientras le decÃ*a con ternura cuánto la
amaba.
Entre tanto, seguÃ*a dando fuertes embates a su
pareja, mientras meneaba el trasero como suelen
hacerlo las bailarinas árabes. Poco a poco su cuerpo
empezó a contorsionarse; sólo los hombros reposaban
sobre la cama, pues buscaba la mejor postura
para lograr una mayor satisfacción para
ambos.
El cuerpo de ella estaba cubierto de sudor, se
le soltaron los cabellos y le cubrieron parcialmente
el rostro; se le torcÃ*a la boca, sus talones tamborileaban
sobre la espalda y las nalgas de él; finalmente,
con un grito llegó al éxtasis, entonces se
quedó inmóvil, respirando fuertemente, con todos
los músculos laxos. Sus nalgas cayeron sobre la
cama y el inmenso pájaro salió del nido.
Brenna, apoyado en sus manos, apenas se movÃ*a.
Estaba satisfecho con la vitalidad desplegada
por aquella joven; tan satisfecho que no estaba
dispuesto a dejar que se fuera, sobre todo cuando
aún su instrumento estaba tan hinchado y rojo
como antes.
— ¡Eh, putilla! — le dijo, interrumpiendo sus
ensoñaciones —. No te quedes quieta. Mi pito sigue
tieso y añorante.
Grushenka abrió los ojos y se encontró con un
rostro tosco, rodeado de cabellos negros despeinados.
Era una cara totalmente desconocida para
ella, con ojos negros, nariz ancha y corta y labios
llenos y lascivos. Pero en todo él habÃ*a algo que
denotaba sentido del humor y que hacÃ*a olvidar
lo desagradable de su tosquedad.
Le miró a la cara y recordó cuánto dependÃ*a
de que satisfaciera o no a aquel hombre. Gracias
a la pasión de que habÃ*a sido capaz le habÃ*a proporcionado
un buen rato; pero ahora se lo harÃ*a
mejor aún, gracias a su conocimiento profundo del
arte del amor.
Obedientemente, le rodeó otra vez la espalda
con las piernas, aún más arriba, de modo que casi
142
le tocaba los hombros con los talones... y su pito
se deslizó nuevamente hacia el interior, de motu
propio. Ella le agarró la cabeza con las manos y la
inclinó hacia abajo, él sintió que se le escurrÃ*an
los pies y pronto quedó completamente recostado
encima de ella, quien, por lo tanto, podÃ*a menear
mejor las nalgas por debajo de él. Entonces ella
se arqueó y, llevando hacia abajo su mano derecha,
cogió sus bolsas de néctar: empezó a acariciarlas
y sobarlas suavemente, haciéndole cosquillas
al mismo tiempo dentro de la oreja con el
meñique de su mano izquierda.
Brenna metió la mano derecha bajo las nalgas
de ella — tenÃ*a tan grande la mano que podÃ*a abarcar
ambas al mismo tiempo — y empezó a moverse
lentamente. Introdujo su cetro tan profundamente
que le llegó hasta la matriz, se retiró lentamente
y volvió a empujar; ella movÃ*a circularmente sus
nalgas con los ojos abiertos; tenÃ*a conciencia de
cada movimiento y eso le permitÃ*a prestar su más
amplia colaboración.
Cuando él se sintió realmente excitado, se olvidó
de todo; se puso de pie, cerca de la cama y le
levantó las nalgas de tal modo que la cabeza y los
hombros de ella apenas rozaban las sábanas. Sosteniéndola
por las caderas, no les unÃ*a más que
el contaco de PrÃ*apo con el monte de Venus, y le
hizo el amor con toda su fuerza.
Cuando el hombre llegó al orgasmo, sintió que
un chorro caliente se esparcÃ*a dentro de ella, y,
aun cuando resulte extraño, ella también gozó
otra vez.
La soltó tan inesperadamente como la habÃ*a tomado
; las nalgas de ella cayeron en la esquina de
la cama. Brenna metió tranquilamente su arma,
tiesa aún, en los pantalones, miró a la muchacha
otra vez y le gustó. Los pies de ella tocaban el
suelo, sus piernas estaban todavÃ*a entreabiertas;
una de sus manos descansaba sobre su monte de
Venus, cubierto de vello negro, y los labios coralinos
sobresalientes. TenÃ*a la boca entreabierta,
sus largas pestañas negras oscurecÃ*an sus ojos de
un azul acerino, y los cabellos caÃ*an alrededor del
rostro. La muchacha era tan bella que tuvo ganas
de volver a empezar; se inclinó y acarició de nue-
143
vo la carne de los muslos. Un poco débil, era cierto,
pero a sus clientes les gustarÃ*a aquella ramera.
— Lávate y prepárate para la cena — le dijo
cortante —. Te pondré a prueba; creo que servirás.
Abrió la puerta y llamó a Gargarina. La buhardilla
servÃ*a de alojamiento para todas las muchachas
que trabajaban en la casa, y ya habÃ*an subido
todas. Gargarina entró, y Brenna le ordenó que
adiestrara a la nueva en sus tareas; después, se
fue sin más explicaciones.
Gargarina era una muchacha de unos veinticinco
años, alta, rubia y robusta. TenÃ*a puesta una
camisa y estaba a punto de atar sus largos pantalones
de encaje. Se quedó mirando a Grushenka
con algo de curiosidad. Grushenka estaba sentada
al borde de la cama, débil, pero no agotada; se
acariciaba inconscientemente el vientre y los muslos.
Fue Gargarina quien inició la conversación.
—Bueno, ya te ha probado ¿no es asÃ*? No cabe
duda de que su pito es el mejor del vecindario, y
eso que nosotras estamos enteradas. Me imagino
cómo te sientes. Hace casi cuatro años que llegué
aquÃ*, y por poco me mata. Después me dijo que no
podÃ*a emplearme; eso pasa con casi todas las muchachas
que solicitan trabajo aquÃ*. A todas las
prueba. CreÃ*mos que te despacharÃ*a a ti también.
Sabes, me quedé tan pancha y me presenté a trabajar
a la mañana siguiente. Me dijo que me fuera,
pero ya sé qué pasa con los perros vagabundos.
No pudo librarse de mÃ*, y de eso hace ya cuatro
años.
— No sé qué habrÃ*a sido de mÃ*, porque tampoco
tengo adonde ir.
— Ya no te preocupes. AsÃ* pasa con la mayorÃ*a
de las chicas de aquÃ*, con excepción de las que las
han traÃ*do sus padres. Una de las chicas vino
porque su marido la trajo; lo habÃ*an llamado a
filas, y ¿adonde hubiera podido ir la pobre criatura
hasta que él cumpliera los siete años de servicio?
No sabÃ*a siquiera si volverÃ*a algún dÃ*a. Las
últimas noticias que ella tuvo de él venÃ*an de
Siberia; él no sabe escribir, y ella no sabe leer.
— ¡ Oh! —contestó Grushenka con un ligero movimiento
de orgullo —. Yo sé leer y escribir.
144
— ¡MagnÃ*fico! — contestó Gargarina —. Entonces
podrás leernos cuentos y escribir nuestras cartas
de amor. Con eso bastará para tenerte muy
ocupada. Pero ahora es mejor que te limpies •— y
se quedó mirando el lÃ*quido que salÃ*a del nido
de Grushenka mojándole las piernas —, porque
preñada no podrÃ*as servir en la sala de baños.
Gargarina trajo una vasija con agua y una toalla.
Grushenka se sentó en el suelo con la vasija,
se metió el dedo en el orificio — después de haberlo
envuelto en una toalla — y se frotó vaciando la
vejiga al mismo tiempo. El agua caliente y el masaje
la reconfortaron y se sintió a gusto.
Gargarina que la observaba, dijo:
—Mañana te enseñaré una manera mejor de limpiarte,
abajo, en la sala de baños. Pero ahora vÃ*stete
de prisa, la cena estará lista en seguida.
Cuando llegó Grushenka al piso inferior y entró
en el comedor, lamentó haber dejado su hermoso
vestido de viaje en casa de Marta. Todas las chicas
vestÃ*an con gran elegancia y su vestido de
campesina quedaba fuera de lugar.
HabÃ*a el doble de muchachas que las que habÃ*a
visto abajo, pues las nuevas procedÃ*an de los baños
de mujeres. Todas estaban sentadas alrededor
de una mesa muy grande. La señora Brenna presidÃ*a
en un extremo, y el señor Brenna en otro.
Ella era una mujer pequeñita y delgada; tenÃ*a
más de cuarenta años y una nariz aguda y protuberante
; parecÃ*a una solterona avara y amargada.
Pero, si lo era, no se le notaba en la forma de
alimentar a las chicas; dos robustas criadas sirvieron
una comida sabrosa, ni mucho peor ni menos
saludable que lo que Katerina solÃ*a servir a las
suyas. Las chicas comieron rápidamente, pues sólo
una o dos se quedaban en casa aquella noche; las
demás tenÃ*an citas o visitaban a sus parientes.
Para la identificación policÃ*aca cada una de las
muchachas llevaba un pase firmado por Brenna.
Grushenka se quedó charlando con las que permanecieron
en la buhardilla. Se enteró de que lo
único que Brenna pagaba por sus servicios era el
cuarto y la comida, pero que obtenÃ*an muchas propinas,
y a veces muy buenas. Todas estaban satisfechas
y, pese a ser mal habladas y algo vul-
145
gares, parecÃ*an llevarse muy bien. Grushenka se
acostó temprano y oyó que las demás volvÃ*an a
casa bien entrada la noche.
A la mañana siguiente se levantó mucho antes
de que llamaran al desayuno. El establecimiento
de Brenna abrÃ*a después de las doce, y los primeros
parroquianos se presentaban después de las
dos o a las tres; a las siete de la noche todo habÃ*a
terminado.
Un muchachito, en la entrada, anunciaba la llegada
de los clientes; también se ocupaba del buen
funcionamiento de la caldera del sótano que proporcionaba
el agua caliente, la calefacción en invierno
y el vapor. Golpeaba con un palo la puerta
; si lo hacÃ*a varias veces, significaba un hombre
rico que daba buenas propinas. Todos los hombres
eran ya más o menos conocidos.
Grushenka, imitando a Gargarina, se puso en
fila junto a las demás muchachas, cerca de la entrada
y empezó a solicitar a los hombres que llegaban.
Eso significaba propinas, y cuanto mayor
el número de clientes que pudiera atender una
Joven, mejor para ella. A veces se peleaban entre
ellas por los clientes; pero era lo único que Brenna
no permitÃ*a: era capaz de pegarlas despiadadamente
a puñetazo limpio, y las muchachas lo temÃ*an
mucho porque se enfadaba tanto que no
miraba dónde pegaba.
El primero en llegar parecÃ*a poeta. TenÃ*a una
corbata larga y ancha y era joven y rubio. Gargarina
le dijo a Grushenka que no tratara de llamarle
la atención porque ya tenÃ*a una muchacha fija,
una criatura regordeta, de cabellos negros y pechos
grandes y blandos. Aquella muchacha lo
tomó de la mano y se lo llevó a uno de los reservados,
donde permanecieron largo rato. Gargarina
le explicó a Grushenka que aquel hombre escribÃ*a
en una revista y que iba allÃ* todas las tardes para
salvar el alma de la chica morena; sin embargo,
sus sermones siempre terminaban en jodienda.
Detrás de él llegó un cochero rico que tenÃ*a muchos
coches y daba buenas propinas. Todas las
muchachas lo sitiaron, pero Gargarina y Grushenka
no tuvieron suerte.
Entonces entró un maestro panadero, que era
146
cliente fijo de Gargarina. Las dos muchachas entraron
con él en un reservado. Gargarina explicó
que tenÃ*a que adiestrar a la «nueva».
El panadero era un hombre robusto y bajito,
con cabellos de un blanco nieve, pero gruesos y
descuidados. En cuanto se cerró la puerta, Gargarina
se puso a hacerle el amor, pero él no quiso.
Las muchachas lo desnudaron despacio, quitándole
el abrigo, el chaleco, los pantalones y los zapatos.
No llevaba medias, sino una especie de prenda
interior hecha de algodón barato, que él mismo
se sacó. Mientras tanto les decÃ*a que estaba «condenadamente
rendido». Después del trabajo, que
empezaba a las nueve de la noche y terminaba a
las tres de la mañana, su «vieja» lo habÃ*a despertado
y le habÃ*a obligado a follar tres veces.
Su verga atestiguaba los servicios prestados,
pues colgaba tristemente. A pesar de sus protestas,
Gargarina insistió en darle un masaje, y el
hombre se tumbó boca abajo de mala gana, en la
tabla de masaje. Gargarina tomó un puñado de
jabón lÃ*quido y empezó a amasarle la carne. Le
dijo a Grushenka que hiciera lo mismo y, mientras
ella se ocupaba de un lado de la espalda y de
las piernas, Grushenka se puso tÃ*midamente manos
a la obra con la otra mitad. Al ver cuánto
se esforzaba su maestra, puso mucho esmero en su
tarea y no tardó en sudar. Una vez terminada la
espalda, y estando ya el hombre tendido boca
arriba, evitó tocarle la entrepierna. Eso divirtió a
Gargarina quien, tomando el arma flaccida en las
manos, le preguntó, entre bromas y chistes a Grushenka
si no querÃ*a besarlo.
El panadero no prestaba atención a la charla.
Se levantó de la tabla antes de que hubieran terminado
con él y se dirigió a una tina que llenaron
de agua caliente. Lo cubrieron con el lienzo, se
recostó y no tardó en roncar aparatosamente.
Siguieron echando durante horas, tras retirar cada
vez un cubo lleno, agua caliente en la tina sin
despertarlo.
Llegaron otros hombres, pero las demás muchachas
se ocuparon de ellos. De pronto, entró un
hombre alto y delgado, al que ninguna de las
muchachas querÃ*a; Grushenka se quedó atrás, ins-
147
tintivamente, pero la mala suerte quiso que la escogiera
a ella. Gargarina se puso de pie explicando
que la nueva celadora estaba bajo su supervisión,
y los tres entraron juntos en un reservado mientras
Gargarina murmuraba al oÃ*do de Grushenka
que aquel cliente era una lata.
Se portó muy convenientemente mientras lo
desnudaban; explicó a Grushenka que era el escribano
del nuevo juez, y que llegaba de Petersburgo,
donde la última moda entre las damas era
pintarse los pezones de rojo vivo. Una vez desnudo,
abrazó a Grushenka, la estrechó contra su
cuerpo delgado y, pasándole los dedos largos de
arriba abajo por la espalda, le dijo que era muy
hermosa y que tenÃ*a una piel muy suave. Mientras
tanto deslizaba uno de sus muslos entre los
de ella y frotaba su verga contra la carne tierna
de su pierna; no tardó su aparato en ponerse tieso,
y Grushenka sintió que era delgado y largo.
Luego, el cliente le metió un dedo en el nido de
amor y empezó a moverlo regularmente de adentro
afuera.
Mientras tanto Gargarina se habÃ*a colocado detrás
suyo y lo abrazaba frotándole los pechos en
su espalda y la pelvis en sus nalgas. Descansó
por detrás la cabeza en el hombro de él, mientras
Grushenka lo hacÃ*a por delante, y las dos muchachas
se encontraron casi boca a boca. Gargarina
le hacÃ*a muecas para indicarle que convenÃ*a apresurarse,
pero al principio no le importó a Grushenka
que jugara el hombre con ella; tenÃ*a dedos
hábiles y siempre se las arreglaba para tocar
el punto sensible; a medida que se excitaba, se
humedecÃ*a su nido de amor; poco a poco, sus nalgas
empezaron a oscilar.
El hombre agarraba con la otra mano las nalgas
de Grushenka y en aquel momento se le ocurrió
otra idea; le pidió que lo abrazara por la
cintura y, liberando la otra mano, se puso a sobar
también el nido de amor de Gargarina. Ésta, que
ya lo conocÃ*a, aceptó su dedo y fingió una gran
excitación.
Finalmente, se cansó de aquel juego y quiso
otra cosa.
—Ahora acostaros las dos en la mesa de masaje,
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una al lado de la otra con el trasero al aire. Os
daré un masaje.
Las muchachas obedecieron, y él se puso a frotar
y acariciar sus nalgas, estableciendo comparaciones
entre las fuertes y maternales de Gargarina
y las de Grushenka, casi masculinas. Luego, colocándose
al pie de la mesa, empezó a urgar el orificio
trasero de las muchachas con el dedo Ã*ndice.
— Déjalo —-murmuró Gargarina colocando un
brazo alrededor de Grushenka y cogiéndole un
pecho con la mano —, no te hará daño.
Gargarina sabÃ*a que les esperaba una larga
fricción con el dedo en su entrada posterior. En
cuanto oyó la advertencia, Grushenka sintió que
le insertaba el largo Ã*ndice por el ano y se ponÃ*a a
frotar de arriba abajo una y otra vez, y se quedó
quieta. No le dolÃ*a, experimentaba la misma sensación
que cuando el prÃ*ncipe Leo le habÃ*a hecho
el amor por atrás.
Gargarina empezó a moverse, levantando el trasero,
y Grushenka, que poco a poco iba excitándose,
se puso a hacer lo mismo. El flaco escribano
estaba en cueros con su larga verga al aire. Con
placer creciente contempló los hermosos traseros
en movimiento, sus dedos que aparecÃ*an y desaparecÃ*an,
las rendijas ligeramente separadas y los
labios bien abiertos de las cavernas que se adivinaban
debajo.
Gargarina se movÃ*a gimiendo, pero tuvo de repente
un arrebato como si hubiera alcanzado el orgasmo
y volvió a caer inmóvil. Grushenka repitió
el engaño, aun cuando sentÃ*a que podÃ*a haber
gozado de verdad de haber esperado un poco más.
El cliente retiró sus dedos y las chicas se sentaron
al borde de la mesa, contentas de poder enderezarse
y no soportar más la dureza de las tablas. Él
estaba de pie delante de ellas, sonriendo, con los
dedos sucios extendidos ante él.
— Ahora — les dijo —, me chuparéis los dedos
y los limpiaréis con vuestros labios húmedos, os
daré un rublo a cada una.
— ¡Ni soñando! — exclamó Gargarina —. Cinco
rublos a cada una y por adelantado. Después, se le
olvidarÃ*a.
Entonces, empezó un prolongado regateo entre
149
ambos, él protestando que bastaba con un rublo
para vivir una semana (lo cual era cierto) y Gargarina
insistiendo que limpiar dedos no era su
trabajo. Finalmente, llegaron a un acuerdo por
tres rublos a cada una, y le permitieron que volviera
a jugar con sus traseros.
Mientras sacaba el dinero de sus pantalones,
Gargarina se apoderó de unas toallas y murmuró
a su amiga que estuviera preparada. Cuando él
hubo pagado, las dos se sentaron en el borde de la
mesa, abrieron las piernas descansando los pies en
los extremos de la mesa. Por debajo, él volvió a
meterles el dedo en sus entradas traseras y se entregó
otra vez al juego, con gran satisfacción de su
verga larga y delgada, que habÃ*a mostrado tendencia
a ablandarse durante el regateo, pero que
ahora volvÃ*a a levantar gallardamente la cabeza.
Grushenka sintió que su nido de amor se humedecÃ*a
y, viendo el juego de los fuertes muslos de
Gargarina, se dio cuenta de que también la maestra
estaba entrando en calor. Mientras tanto, la
boca del escribano se llenaba de saliva e iba murmurando
obscenidades acerca de cómo sus bellos
labios habrÃ*an de limpiar los dedos que ahora hurgaban
en sus sucios culos. Cuando terminó, sacó
los dedos y los acercó a los labios de las muchachas.
Rápida como el rayo, Gargarina le cogió la
mano y le limpió los dedos con la toalla, a pesar
de sus protestas. Por supuesto, Grushenka fue
igualmente rápida en seguir su ejemplo. Mientras
el hombre maldecÃ*a, le pusieron los dedos en la
boca y se los chuparon.
Al principio Grushenka sintió náuseas, y jamás
lo hubiera hecho de no haberle dado Gargarina el
ejemplo. Pero, cosa extraña, cuando el dedo empezó
a moverse en la boca de adentro afuera, sintió
la misma impresión de añoranza y deseo que
habÃ*a sentido antes en el trasero.
El rostro del escribano se puso rojo, y Grushenka,
volviéndose hacia la verga, vio cómo Gargarina
la habÃ*a aprisionado hábilmente con los pies
y la frotaba con suavidad. Poco después el hombre
logró repentinamente un climax, arrojando varias
veces un chorro blanco. Inmediatamente sacó los
dedos de la boca de las muchachas, cogió su verga
150
y terminó el trabajo dejando completamente agotadas
sus bolsas.
En cuanto terminó, volvió a hablar del dinero,
pidiendo que se lo devolvieran y amenazando con
informar al señor Brenna de que le habÃ*an robado.
Pero el dinero habÃ*a desaparecido, y Gargarina
se burló de él. (Lo habÃ*a escondido en el pelo, de
donde lo sacó más tarde, con gran asombro de
Grushenka, para darle su parte, tal como le correspondÃ*a
por su trabajo.)
Lo tumbaron en la mesa para darle un buen
masaje. Él luchaba y gritaba bajo sus manos...
era una pequeña venganza por parte de ellas.
Cuando se sentó finalmente en la tina, se puso a
leer un enorme manustrito de asuntos jurÃ*dicos,
dándose grandes Ã*nfulas. Entonces, las dos chicas
regresaron al banco al lado de la estufa y se pusieron
a esperar a otro cliente.
Gargarina explicó a su nueva compañera que el
escribano era el peor parroquiano de la casa. Era
difÃ*cil tratarlo, pero ¿no le habÃ*an sacado diez
veces más dinero de lo que nadie solÃ*a pagar y
no era eso lo importante? Al ver que Grushenka
se frotaba entre las piernas con la palma de la
mano, se rió y le dijo que sin duda tendrÃ*a más
de un buen encuentro antes de terminar el dÃ*a,
porque la mayorÃ*a de los hombres que iban allÃ*
buscaban eso precisamente.
TenÃ*a razón. El siguiente fue un joven albañil,
y poco después sentÃ*a Grushenka las duras tablas
de la mesa de masaje en los hombros y las espaldas,
mientras una joven verga la penetraba. Gargarina
contemplaba la escena de buen humor, manoseándole
los pechos y las nalgas con sus dedos
expertos.
Después del albañil tuvieron a un posadero de
edad madura que deseaba simplemente joder; la
mitad del trabajo lo hizo Gargarina mientras él
chupaba los pezones de Grushenka; ésta llevó a
cabo la otra mitad con su propio nido de amor,
que cumplió perfectamente en recuerdo de los
ejercicios sobre la gruesa verga de Sokolov. Resultó
ser buen pagador, pero tenÃ*a una mala costumbre:
les azotaba las nalgas alegremente con
sus manos pesadas, y cuando Grushenka intentó
151
evitarlo le dio una palmada que calificó de «bofetada
de amor».
Recibieron a otros hombres... todos muy intrigados
por Grushenka porque era «nueva». Pero,
pocas semanas después, Grushenka no fue más que
otra de las celadoras del Sr. Brenna, y, aun siendo
hermosa y buena folladora, a veces cuidaba a los
hombres sin hacer el amor con ellos; otras veces,
por supuesto, tenÃ*a que prestar servicio varias veces.
No le importaba.
Sin embargo, tenÃ*a diariamente un curioso encuentro
sexual, que cabe destacar aquÃ*. Diariamente,
desde que empezó a trabajar para el señor
Brenna, en cuanto se habÃ*an marchado los clientes,
éste se encaminaba hacia el cuarto de Grushenka
y le hacÃ*a el amor exactamente igual que
la primera vez. En realidad, estaba enamorado de
ella. La observaba constantemente mientras trabajaba
en los baños, hasta el punto de que, a veces,
ella se sentÃ*a incómoda al sentir aquellos ojos ardientes
fijos en su cono.
Nunca antes habÃ*a tenido Brenna una favorita
entre sus chicas, y pasó a ser comidilla de todo el
establecimiento el que estuviera loco por ella. Él
no interferÃ*a en sus asuntos, pocas veces le dirigÃ*a
la palabra, dejaba que cuidara a los parroquianos,
que saliera por las noches, pero siempre, antes de
la cena, la seguÃ*a al piso superior y le hacÃ*a el
amor con su enorme instrumento.
Ella le ofrecÃ*a lo mejor que tenÃ*a; cuidaba a los
clientes de un modo más o menos rutinario, pero
se aferraba al maravilloso pájaro de Brenna con
toda la vitalidad y la resignación de su nido de
amor.
En aquella época, también pasó noches divertidas.
Las chicas la llevaban a fiestas, por lo general
con chicos jóvenes: marineros, estudiantes y otros
por el estilo. Se sentaban en los parques públicos
a oscuras, en escalinatas y a veces en las habitaciones
de los chicos donde bebÃ*an mucho vodka,
charlaban con entusiasmo del futuro, o sencillamente
hacÃ*an el amor.
Un joven estudiante, hijo de padres pobres, se
enamoró de Grushenka, y ella se sintió muy halagada
porque él era instruido. Él le hablaba de sus
152
estudios y de cómo se casarÃ*a con ella en cuanto
tuviera dinero y pudiera establecerse. Por parte
de ella no habÃ*a amor porque seguÃ*a soñando exclusivamente
con Mijail. Pero resultaba agradable
ser amada por un muchacho tan decente.
Eso fue más o menos lo único que Grushenka
sacó de aquel adolescente, porque tenÃ*a manos
grandes y coloradas, era torpe y tÃ*mido y ni siquiera
se atrevÃ*a a besarla. Una vez que ella lo
besó, se sintió tan aterrado que la evitó durante
dÃ*as y después le soltó un largo discurso explicándole
que sólo marido y mujer, debidamente casados,
podÃ*an besarse. ¡Si hubiera sabido a qué se
dedicaba y cuál habÃ*a sido su vida hasta entonces!
Grushenka se sentÃ*a extrañamente feliz, al olvidar
su temor de ser descubierta por Madame SofÃ*a.
HabÃ*a ahorrado algo de dinero, que guardaba
atado en un pañuelo. Compró buenas telas y se
hizo vestidos, abrigos y faldas. Se llevaba bien con
las demás chicas y no carecÃ*a de nada. Pero una
noche, una vez más, todo cambió de pronto.
Como de costumbre estaba tumbada atravesada
en la cama, el señor Brenna tenÃ*a su enorme
pito en su debido lugar, y ambos se esforzaban lo
mejor que podÃ*an cuando se abrió la puerta y
entró la Sra. Brenna. Observó la escena un momento
en silencio. Luego, se abalanzó gritando y
chillando y empezó a golpear la enorme espalda
de su esposo infiel a puñetazo limpio.
Por supuesto, Brenna soltó a Grushenka y se
volvió con su enorme verga erguida. Pero la delgada
y pequeña Sra. Brenna no habÃ*a terminado
aún con él; roja de ira, lo cubrió de golpes, mordiéndole
las manos, que él ponÃ*a por delante para
protegerse, le arañó el rostro y le desgarró la ropa.
PodÃ*a haberla tirado al suelo con un solo empujón,
pero estaba tan asustado ante su esposa
que lo aceptó todo sin protestar. Finalmente, ella
lo sacó por la puerta, dándole patadas mientras
bajaba las escaleras y diciéndole que no aguantarÃ*a
que diera a otra mujer lo que a ella le correspondÃ*a.
Una vez que ambos estuvieron fuera, Grushenka
se quedó en la cama, sumida en una especie de
asombro. ¿Qué iba a pasarle? ¿La matarÃ*a aquella
153
mujer? ¿Le pegarÃ*a sin piedad? ¿VolverÃ*a a encontrarse
en la calle? Se preguntaba estas cosas
una y otra vez, y no se atrevió a vestirse para la
cena.
Finalmente oyó pasos a su puerta y, cuando se
sentó en la cama, entró la Sra. Brenna. Estaba ya
muy tranquila y se mostró casi amistosa.
— No fue culpa tuya — empezó la Sra. Brenna —.
¿Qué ibas a hacer? TenÃ*as que aceptarlo, lo comprendo.
Cuando su padre me empleó aquÃ* hace
unos veinte años, y él se metió conmigo, tampoco
pude evitarlo. Entonces se casó conmigo. ¡Qué
bestia! Pero que no vuelva a suceder. ¿Me lo prometes
? ¡ Júramelo!
Y Grushenka juró.
— Bien; si vuelve a intentarlo, echas a correr
y bajas a verme. Ya le ajustaré yo las cuentas.
¿Comprendido? No seguirás trabajando para él
en los baños. Mañana empezarás en los de las mujeres...
y no te acerques a él. Si no, la próxima
vez te romperé los huesos.
Y con un gesto que significaba que la harÃ*a pedazos,
la Sra. Brenna salió del cuarto con paso
firme. TenÃ*a más energÃ*a de la que hubiera sospechado
Grushenka al verla tan delgada y pequeñita.
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