grushenka 4

jaimefrafer

Pajillero
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Leo Kyrilovich Sokolov, el sobrino, dejó el palacio
ebrio de felicidad y de dicha. El, un teniente
insignificante, lleno de deudas, sometido a la
disciplina de su regimiento, privado de todo lo
hermoso que la vida puede ofrecer a un joven,
pasaba a ser repentinamente rico. SÃ*, era independiente,
dueño de cien mil, quizá hasta un millón
de almas. ¿Cómo podrÃ*a saber cuántas? Ahora
serÃ*a un hombre con un lugar en un consejo,
cortejado por las damas, gobernarÃ*a un extenso
patrimonio. Por supuesto, el poder de que disfrutaba
serÃ*a sólo temporal, sólo mientras el tÃ*o Alexei
estuviera en Europa occidental. Pero ¿quién
sabe? El viejo picaro podÃ*a morir pronto. En todo
caso ¡ el presente le era favorable, y habÃ*a que disfrutarlo
!
Las cosas pasaron con tanta rapidez aquel dÃ*a
para el joven, que resulta difÃ*cil relatarlas con detalle.
Paul, el asistente, fue besado por su joven
amo en las dos mejillas. La putilla fue sacada de
la cama por una pierna, mientras Leo reÃ*a como
un loco. Después de cubrirse con sus harapos, la
muchacha se dispuso a abandonar aquel cuarto
parcamente amueblado cuando sintió que algo caÃ*a
en el suelo. Con una blasfemia en los labios, se
agachó y lo recogió automáticamente: era una
bolsa llena de rublos; toda la riqueza de que disponÃ*a
Leo antes de que su tÃ*o lo sacara de la cama.
La prostituta salió corriendo del cuarto, apretando
sobre el estómago el sueldo inesperado, seguida
de la risa incontenible del joven.
El ayudante del regimiento, el capitán y el coronel
fueron informados sucesivamente de que
Leo se daba de baja. Invitó a algunos compañeros
a tomar una copa en el palacio aquella misma no-
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che. Sus escasas pertenencias fueron enviadas al
magnÃ*fico hogar de los Sokolov.
El nuevo amo se puso inmediatamente a estudiar
la organización de la casa, interrogando a
varios de los principales sirvientes. Pidió consejo
respecto a la administración de sus propiedades
por lo que convocó en reunión a abogados y funcionarios.
Hasta envió mensajeros a los administradores
de las provincias, en su mayorÃ*a siervos
de confianza, invitándolos a una conferencia en
fecha próxima. En resumen: se dedicó en cuerpo
y alma a la tarea de sus nuevas responsabilidades.
Durante el banquete de aquella noche se emborrachó
de tal manera, que cuatro hombres tuvieron
que llevarlo a la cama, donde quedó tendido,
inconsciente. Y el palacio habrÃ*a corrido gran
peligro de ser destrozado por sus amigos, igualmente
desmadrados, de no ser que uno de ellos
propusiera visitar un famoso prostÃ*bulo.
Cuando Leo despertó al dÃ*a siguiente por la tarde,
su asistente de confianza estaba a su lado para
cuidarlo y quitarle el dolor de cabeza con hielo y
arenque. En aquel momento, toda la riqueza del
mundo carecÃ*a de importancia para Leo, cuyo estómago
rebelde lo tenÃ*a encadenado a la cama.
Pero al dÃ*a siguiente, muy temprano, ya montaba
uno de los magnÃ*ficos caballos de su tÃ*o, para inspeccionar
sus tierras.
Mientras cabalgaba, Leo empezó a recobrar su
equilibrio mental. Toda la historia de su joven
tÃ*a y de su sustituÃ*a era el mejor golpe de suerte
que pudiera imaginar, no cabÃ*a la menor duda,
pero todavÃ*a no resultaba muy clara la forma en
que todo aquel lÃ*o se habÃ*a llevado a cabo. Por
lo tanto, en cuanto regresó al palacio, expresó el
deseo de cenar aquella noche a solas con Grushenka.
DebÃ*a ir vestida exactamente como lo habrÃ*a
estado su tÃ*a para una gran fiesta nocturna.
Grushenka, tras haber sido retirada de su silla
de clavos, habÃ*a sido atendida por las demás siervas.
Untaron con crema agria sus lastimadas nalgas,
le dieron de beber agua frÃ*a y la joven cayó
en un sopor febril que pronto se convirtió en sueño
normal y profundo. De hecho, cuando el nuevo
amo la mandó llamar, estaba saliendo de la
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cama, y sus nalgas, aunque cubiertas aún de arañazos
y pinchazos encarnados, ya no le dolÃ*an.
Se sentÃ*a bien, salvo la angustia de preguntarse
qué castigo le estarÃ*a esperando. Sintió mucho la
desgracia de Nelidova y Gustavus, asÃ* como la
partida del viejo prÃ*ncipe. El mensaje de su nuevo
amo y la descripción que de él le hicieron — un
joven apuesto con bigote negro retorcido, ojos vivaces
y cierta inclinación a la bebida — fueron los
únicos temas de conversación entre ella y las demás
doncellas.
Ya por la tarde empezaron a preparar a Grushenka,
poniéndole la camisa de seda más fina de la
princesa, pantalones de encajes, medias de seda,
zapatos dorados de tacón alto y un traje de noche
hecho de brocado azul claro y plata, que dejaba
los pechos descubiertos hasta los pezones. Con mucha
seriedad y cuidado, Boris le puso una peluca
blanca de ceremonia con muchos rizos. TenÃ*a las
uñas de las manos y los pies perfectamente cuidadas
y llevaba un discreto perfume. Todas las
doncellas hicieron lo posible para que Grushenka
estuviera tan hermosa como una novia preparada
para su noche de bodas.
Se hacÃ*an muchas conjeturas, pero nadie dudaba
de que el joven amo le hiciera el amor. Todas
las muchachas de la casa estaban deseosas de enterarse
y de convertirse un dÃ*a en compañeras de
cama del joven prÃ*ncipe.
Grushenka entró en el comedor sonrojada. Una
gran cantidad de cirios arrojaba una luz resplandeciente
desde los múltiples candelabros venecianos.
Cuatro sirvientes estaban de pie, firmes, como
soldados dispuestos para el servicio. El mayordomo,
en uniforme inmaculado, esperada al lado de
la puerta.
El nuevo amo llegó a paso rápido, por la simple
razón de que tenÃ*a hambre. Llevaba una camisa
suave, pantalones de estar por casa y zapatillas.
Pero se habÃ*a puesto la guerrera de su uniforme
de ceremonias, en el que habÃ*a enganchado
muchas medallas procedentes del cofre de su tÃ*o.
Tan ceremonioso como su uniforme era su estado
de ánimo. Se inclinó exagerada y respetuosamente
ante la muchacha, quien respondió con otra re-
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verencia. El le ofreció el brazo y la condujo a su
asiento con elegancia, pero observó, mientras empujaba
la silla levemente por debajo de ella:
— Tenéis unos pechos muy hermosos.
Durante el primer servicio, Leo la estudió minuciosamente,
comparándola con su tÃ*a, a quien
sólo habÃ*a visto en pocas ocasiones. Realmente no
estaba seguro de si serÃ*a su tÃ*a o no, especialmente
al comprobar la distinción con la que Grushenka
manejaba el tenedor y el cuchillo. (Esta
tenÃ*a miedo de hacer un movimiento en falso, y
apenas podÃ*a comer, pero estaba instintivamente
de buen humor.)
Leo inició la conversación.
—¿Puedo preguntaros, princesa — dijo en un
tono nada burlón —, si habéis descansado la noche
pasada, y cómo os sentÃ*s hoy?
Grushenka levantó la mirada hacia él, y sus
grandes ojos azules expresaban una súplica.
— Que me perdone vuestra alteza — dijo — si
me tomo la libertad de comer en vuestra presencia
y en vuestra mesa, pero vuestras órdenes...
— y se detuvo.
Pero Leo no prestó la menor atención a sus palabras
y prosiguió con el mismo tono ceremonioso
:
—¿Ha paseado hoy mi amada princesa, y está
satisfecha con el servicio que le prestan? Si deseáis
algo, tened la bondad de decÃ*rmelo, por
favor.
— Mi único deseo es complacer a mi amo — fue
la respuesta de Grushenka.
— Pues bien, puedes hacerlo — dijo él —. Cuéntame
exactamente la historia de cómo tú y Nelidova
habéis engañado al viejo picaro. No he comprendido
aún cómo sucedió realmente. Por supuesto,
ya sabrás que la ciudad entera está disfrutando
inmensamente con la historia. Mi tÃ*o es
el viejo cerdo más ruin y astuto que haya existido
jamás. DeberÃ*a levantaros una estatua a vosotras
dos. ¡Bravo! — concluyó —.. Bebamos a la salud
del tÃ*o Alexei.
Leo levantó una copa de champán hacia Grushenka,
bebió hasta la última gota y la obligó a hacer
otro tanto. Grushenka, que nunca habÃ*a to-
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mado anteriormente una gota de vino o licor, empezó
muy pronto a sentirse feliz y alegre. Riendo
a cada momento, le contó toda la historia del fraude
en la cama, hasta que llegó al terrible final y
al castigo. Apenas habló de esto. Mientras tanto,
cenaron una verdadera cena rusa, desde el caviar
hasta el ganso, desde el ganso hasta la carne de
res asada, las tartas y las frutas. Comieron y bebieron
sin parar, mientras el prÃ*ncipe hacÃ*a las
preguntas más Ã*ntimas acerca de la ilustre verga
de su pariente y de cómo la utilizaba. Grushenka
le contó todos los detalles con una sinceridad absoluta;
no era vergonzosa ni reservada, y sus palabras
reflejaban la verdad.
Cuando hubieron terminado de cenar, Leo se la
llevó con toda ceremonia a la sala. La conversación
prosiguió estando ambos sentados en el amplio
salón, y por primera vez Leo se dio cuenta
de que ahora él era el amo y podÃ*a tomar a cualquiera
de aquellas muchachas y usarla como quisiera.
Se enteró de la forma en que Nelidova golpeaba
y pellizcaba a sus doncellas; de la existencia
de la sala de torturas, de los reglamentos de
la casa, de los chismes, de los deseos de sus siervos
y siervas y empezó a comprender su absoluta
sumisión. No se trataba de que el prÃ*ncipe Leo
no hubiera estado enterado ya de todas esas cosas,
sino de que no las habÃ*a conocido más que
de lejos. Ahora le llegaban directamente a través
de la charla de aquella sierva que estaba algo
achispada, pero no ebria.
Ella empezó a adormilarse; era hora de acostarse.
Leo la llevó nuevamente del brazo, pero hacia
el dormitorio de la princesa, donde se habÃ*an
concentrado las doncellas llevadas por la curiosidad
de que Grushenka les contara cómo habÃ*a
transcurrido la noche. Leo contempló con agrado
a todas aquellas criaturas jóvenes de las que podrÃ*a
hacer uso de ahora en adelante. Como sabÃ*a
que eran de su propiedad no se tomó la molestia
de examinarlas detenidamente. HabÃ*a oÃ*do hablar
tanto de su tÃ*a y de la semejanza tan absoluta entre
ella y Grushenka que le asaltó la curiosidad
por ver con sus propios ojos cómo era su tÃ*a. Por
lo tanto, se sentó en un rincón, sobre una pequeña
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silla y ordenó a las muchachas que Grushenka representara
el papel de Nelidova y se portara exactamente
igual que la princesa a la hora de irse a
la cama. También las muchachas deberÃ*an portarse
como de costumbre.
Las chicas rieron tontamente y dieron inicio a
la pequeña representación. Ayudaron a Grushenka
a quitarse el vestido delante del espejo. Ella
hizo movimientos graciosos con los brazos, se acarició
amorosamente los pechos, se frotó jugueto¬
namente entre las piernas con la palma de la
mano y exclamó en un arrullo: «¡Oh, Gustavus!
¡Si te tuviera aquÃ* ahora!», observación que Nelidova
habÃ*a dirigido con mucha frecuencia a su
nido de amor, y que, por lo general, era una señal
para que las doncellas sustituyeran con besos y
caricias la verga del amado ausente.
Grushenka se sentó. Una muchacha se arrodilló
delante de ella y le retiró suavemente los zapatos.
Otra le quitó la peluca, soltó la larga cabellera
negra y se dispuso a trenzarlos. Mientras tanto
Grushenka contaba lo ocurrido aquella noche en
un baile imaginario. DecÃ*a que ella habÃ*a sido la
más hermosa de todas las damas presentes, que
los hombres le dirigÃ*an miradas anhelantes, que
otros parecÃ*an tener un aparato muy notable oculto
en los pantalones... todo igual que Nelidova.
Hasta tomó el látigo y golpeó ligeramente a una
sirvienta en las piernas, quejándose de que la
muchacha le habÃ*a estirado el pelo. Finalmente
se levantó de la silla, llegó al centro de la habitación
y con gestos femeninos retiró la camisilla
que llevaba puesta. Frotando aún su cuerpo con
voluptuosidad, se dirigió hacia la cama.
Mientras tanto, el joven Leo se habÃ*a quedado
inmóvil, pero no su instrumento que poco a poco
levantaba la cabeza. La «princesa», medio desnuda,
sentada ante el tocador, era una buena presa
para aquel PrÃ*apo que consideraba que un poco
de ejercicio no le vendrÃ*a mal.
Leo brincó de su silla y detuvo a Grushenka.
La examinó detenidamente. Le mandó que diera
vueltas, y sus ojos, se deslizaron a lo largo de la
hermosa espalda, donde descubrió las señales rojas
en las nalgas. Esto le recordó el hecho de que
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era de su propiedad y estaba sometida a su capricho.
Le puso las manos encima, palpó todo su
cuerpo y comenzó a pensar en lo que podÃ*a hacer
con ella.
Su deseo crecÃ*a a medida que pasaban los segundos.
Le pellizcó los carrillos y, después, abriéndole
los labios del coño con los dedos, dijo:
—Pues bien, esto ha sido usado alternativamente
por mi asqueroso tÃ*o y mi infiel tÃ*a. Ahora, por
mucho que me guste joder, no voy a meter mi
pito donde otras personas han metido los suyos.
Cuando sé que alguien ha tenido a una muchacha
antes que yo, no me la follo, y ya está. Podéis
preguntarles a mis amigos si no es cierto. Por
supuesto —agregó —, he follado con muchas putas,
y según recuerdo, nunca con una virgen. Pero
si no sé quién las ha tenido antes que yo, no me
importa. ¡Qué gracioso! ¿Verdad?
Ninguna de las muchachas que estaban en el
cuarto lo entendió, pero muchos hombres son asÃ*.
Sin embargo, Leo estaba algo molesto por su propia
peculiaridad, especialmente cuando cogió los
pechos llenos de Grushenka y jugó con ellos. Por
supuesto, no se detuvo ahÃ*. No tardó su dedo en
penetrar en su cueva y se excitó al sentir que
respondÃ*a y movÃ*a sus nalgas. Ella le rodeó el cuello
con sus brazos, se apretó a él, moviendo los
muslos entre los de él, y se sintió recompensada
al sentir su verga erguida. Pero, precisamente
porque parecÃ*a desearlo ella, Leo se enfrió y la
soltó con una orden seca:
— ¡A la cama!
No querÃ*a hacer el amor con la compañera de
cama de su tÃ*o, a quien odiaba. En cambio, escogerÃ*a
a una de las doncellas y lo pasarÃ*a lo mejor
posible.'
Grushenka se apartó de Leo y se fue a la cama;
en el momento de deslizarse entre las sábanas,
su mirada quedó fija en las nalgas desnudas que
se alejaban. De repente, tuvo una idea.
— ¡Quieta! — ordenó —. ArrodÃ*llate en la cama
e inclÃ*nate hacia delante.
Grushenka hizo como se le ordenaba, preguntándose
con temor por qué iban a azotarla ahora,
pues eso creÃ*a. Pero pronto comprendió que se
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trataba de otra cosa. Leo se acercó a ella, abrió
el pasaje trasero con dos dedos y le preguntó:
—¿Utilizó este pasaje mi tÃ*o? — pregunta a la
que la joven contestó con asombro:
— ¡No, oh, no! —pues jamás habÃ*a oÃ*do hablar
de semejante cosa.
Pero Leo sÃ* habÃ*a deseado hacerlo desde hacÃ*a
mucho tiempo. Las prostitutas baratas y las muchachas
que cobraban algo siempre se habÃ*an negado
a hacerlo, pero algunos de sus colegas oficiales
solÃ*an presumir de ello. TenÃ*a por fin la oportunidad.
Esa chica era suya y podÃ*a usarla como
querÃ*a.
— ¡MagnÃ*fico! — exclamó —. He aquÃ* otra virginidad
que se acaba. ¡Viva la puerta trasera!
Dicho lo cual, abrió sus pantalones y sacó su
verga, que sintió gran satisfacción, pues en los
últimos minutos habÃ*a estado deseando escapar
de la estrecha cárcel de los ajustados pantalones,
para gran satisfacción de las muchachas que miraban,
pues la polla de Leo era notable, larga y
gruesa. Sin duda serÃ*a el amo indicado para sus
cuevas hambrientas, aun cuando las asustaba de
sentirse penetradas por detrás con semejante aparato.
Lo cierto es que algunas de ellas se llevaron
rápidamente las manos a las nalgas, como para
protegerlas.
Grushenka estaba boca abajo, agachada sobre
manos y rodillas, como un perro, apretando los
muslos y temblando. Leo se acercó a ella y le
dijo que se apoyara en los codos. Cuando ella empezó
a estirarse, él le levantó el trasero y le apartó
las rodillas para que nada pudiera impedirle penetrarla
con facilidad.
— Muchachas, que una de vosotras me ayude a
meterla — ordenó el joven, quien se sentÃ*a muy
excitado ante aquella aventura erótica totalmente
nueva para él —, pero por detrás. De lo contrario,
¡ojo con el látigo!
Grushenka sintió que una mano le abrÃ*a los
bordes y que la punta del poderoso aparato rozaba
el blanco. Estaba inmóvil, pero contraÃ*a involuntariamente
los músculos de la entrada posterior.
Cuando el prÃ*ncipe empezó a empujar, no pudo
entrar. Trató en vano de lograrlo, mientras Grush-
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enka no hacÃ*a más que gritar y gemir de dolor.
Aun cuando todavÃ*a no le dolÃ*a, adivinaba que
muy pronto le dolerÃ*a. Todas en la habitación se
excitaron por aquella violación no acostumbrada,
y las chicas que presenciaban aquello se encontraban
en un estado de gran inquietud. El joven Leo
empezó a impacientarse.
— Esperad un minuto, alteza — dijo la muchacha
que habÃ*a tratado de ayudarle a enfundar el
arma —. Sé cómo hacerlo.
Se levantó rápidamente y cogió del tocador un
tarro de ungüento. El prÃ*ncipe, mirando hacia
abajo, pudo ver cómo la muchacha le untaba amorosamente
el instrumento con el ungüento blanco;
después vio cómo lo hacÃ*a con el orificio pequeño
y contraÃ*do de Grushenka, alrededor y por fuera;
luego, le introdujo cuidadosamente un dedo en el
tubo, entrando y saliendo, y untándolo regularmente
para suavizar el camino. El joven se sintió
terriblemente excitado al ver cómo el deseadÃ*simo
túnel era penetrado ante sus ojos; ya no
podÃ*a esperar más.
Grushenka sentÃ*a una extraña sensación. Aun
cuando el contacto con el dedo de la muchacha no
fuera precisamente agradable, sintió como un hormigueo
en su nido de amor, y como nadie se lo
acariciaba, metió el dedo y lo frotó al compás de
una melodÃ*a imaginaria, mientras la carne de sus
ingles y muslos temblaba de excitación. Aquella
extraña sensación fue sustituida muy pronto por
un dolor agudo; algo muy grueso la atravesaba y
le llenaba por completo las entrañas. Gracias al
ungüento, la dura y larga verga habÃ*a entrado sin
encontrar mucha resistencia.
Leo, una vez enfundado el sable, la embistió con
fuerza y, sin tomar en cuenta las reacciones de
Grushenka, siguió embistiendo. Sus manos la aferraron
vigorosamente por las caderas y atrajeron
su trasero hacia sus muslos, soltándola un
segundo, para volver a atraerla poco después.
En su arrojo, se habÃ*a ido olvidando de sÃ* mismo.
La posición de pie le resultaba ya incómoda, era
un esfuerzo demasiado grande para sus piernas,
por lo que arrojó todo el peso de su cuerpo sobre
ella, aplastándola boca abajo, y se tumbó a lo lar-
101
go de la espalda de Grushenka, oprimiéndole los
pechos. Los pies y la cabeza de ella colgaban a
ambos lados de la cama; como él se agitaba con
frenesÃ* encima de ella, la presión en el orificio de
ésta se hizo terrible. Los botones y las medallas
del uniforme le arañaban la espalda; la cabeza le
daba vueltas. Decidió ayudarle moviendo las nalgas
lo mejor posible, no por deseo, sino para terminar
con aquello cuanto antes.
Finalmente lo consiguió: el hombre lanzó a
chorro su descarga llenándola por dentro y gimiendo.
Después, se quedó tendido, quieto, preguntándose
si no habrÃ*a hecho el tonto. Pero cuando
retiró su instrumento del cálido abrazo y cayó
de espaldas en la cama, vio cómo una de las muchachas
le preparaba una bacinilla de agua para
lavarlo con devoción. Recordó que era el amo y
que podÃ*a utilizarlas a su antojo. Cansado y agotado,
aunque sonriendo con satisfacción, se incorporó
y se alejó de la cama. Dio a Grushenka una
buena palmada en las nalgas desnudas y se retiró
a sus aposentos diciendo:
— No has estado tan mal, al fin y al cabo.
Entonces las muchachas se pusieron a limpiar
a Grushenka sin parar de hablar del asunto. ¿De
modo que asÃ* iba a follarlas ahora? Se frotaban
el trasero, asustadas y excitadas porque la pasión
del nuevo prÃ*ncipe las habÃ*a impresionado. Grushenka
se estiró sobre la cama de la princesa y se
volvió de espaldas, tratando de dormir. Estaba
dolorida y se sentÃ*a vacÃ*a y frustrada. No dijo una
sola palabra. No querÃ*a oÃ*r una sola palabra.
Leo siguió enterándose de sus obligaciones, y
finalmente, decidió el asunto de las mujeres de su
casa. Las antiguas compañeras de cama del prÃ*ncipe
fueron enviadas a las distintas propiedades
de donde procedÃ*an. HabÃ*an sido las masajistas
privadas de la verga de su tÃ*o, y Leo odiaba tanto
al viejo que no tenÃ*a el menor deseo de ser su
sucesor en ese aspecto. Las doncellas de la princesa
pasaron a formar parte de su harén personal.
HabÃ*a visto aquella noche que todas habÃ*an sido
bien elegidas. Decidió probarlas una por una, guardar
las que le gustaran y reemplazar a las demás.
A la noche siguiente envió a su asistente a bus-
102
car una de ellas. El rudo cosaco entró en el cuarto
donde dormÃ*an las muchachas y despertó a la
primera, dándole golpecitos en un hombro. Esta
lo siguió, desnuda como estaba, pero, pensando con
desasosiego en su entrada posterior, se llevó el
ungüento blanco al pasar por el dormitorio de su
antigua ama. Era una rubia alta, cuya carne habÃ*a
incitado a Nelidova a pellizcarla. Sus brazos, sus
piernas y hasta su vientre estaban aún plagados
de señales azules y verdes. Se metió dócilmente
en la cama y se puso a acariciar y besar a Leo.
El tanteó su nido de amor y descubrió que era
suave y grande. Le pareció saludable, fresca, alegre
y llena de buena voluntad. Le gustó.
La montó y sació con hartura el hambriento
nido de amor que tantos meses habÃ*a anhelado
cobijar un pájaro como aquél. El asalto de Leo le
encantó y se entregó a él con entusiasmo. Repitieron
el ritual varias veces, y en honor a la verdad
debe decirse que el joven prÃ*ncipe jamás volvió
a hacer el amor por detrás.
Las doncellas eran felices con Leo y hablaban
de él con mucha frecuencia. Como no se habÃ*a encariñado
especialmente de ninguna de ellas, consiguió
un nutrido grupo de compañeras de cama
ansiosas de recibir sus favores. Le querÃ*an y hablaban
bien de él porque era buena persona y las
tenÃ*a satisfechas. Merece, no obstante, la pena destacarse
que no podÃ*a pasar al lado de una mujer
joven y guapa sin tocarla, deteniéndose especialmente
en su nido de amor. Pero puede justificarse
esa costumbre, puesto que durante tantos años
habÃ*a tenido que restringir ese impulso natural,
y no se le podÃ*a reprochar ahora por ello.
Grushenka habÃ*a sido una de las doncellas de
Nelidova, y por lo tanto se encontraba ahora al
servicio del prÃ*ncipe. AllÃ* permaneció durante
más de seis meses. El no volvió a tocarla, ni tan
sólo a hablarle. Ella intentó inducirlo varias veces
a que se fijara en ella, hasta se metió una noche
en su cuarto con el pretexto de que la habÃ*a mandado
buscar; pero él no quiso tener tratos con
ella.
Debemos señalar que Grushenka, durante ese
perÃ*odo de ocio, aprendió a leer y escribir. No se
103
les otorgaba ese privilegio a los siervos, de ahÃ* que
se esforzaran tanto, siempre que podÃ*an, por
aprender. Pronto pudo leer Grushenka cuentos
sencillos. En realidad, ella — y con ella las demás
muchachas — entraron por primera vez en contacto
con el resto del mundo sustrayéndole al prÃ*ncipe
Leo los periódicos y las revistas que recibÃ*a.
104
8
HabÃ*an pasado los dÃ*as cálidos de verano. Las
hojas de las grandes encinas y de los arces que
poblaban los prados de la casa campesina de los
Sokolov cambiaban del verde oscuro al amarillo.
Se aproximaba el otoño, y con él todos regresarÃ*an
a Moscú.
Todos los años, en aquella misma época, la señora
SofÃ*a Shukov hacÃ*a su aparición. Llegaba
en su pequeño coche de dos caballos seguido por
un enorme coche de alquiler vacÃ*o, arrastrado por
cuatro caballos. Aquel coche debÃ*a volver lleno.
La señora SofÃ*a compraba chicas en toda la región
para su célebre establecimiento de Moscú.
Aquel año necesitaba por lo menos seis muchachas,
y se detuvo primero en casa de Sokolov,
donde solÃ*a encontrar a la mayorÃ*a de ellas.
El negocio del alquiler de siervas a los prostÃ*bulos
se habÃ*a vuelto tan común, que se habÃ*an
creado leyes especiales para regular su comercio.
Por ejemplo: ¿qué hacer si una de las chicas contraÃ*a
sÃ*filis? En tal caso, ya no servirÃ*a ni a su
amo ni al prostÃ*bulo. Por lo tanto, la ley estipulaba
que serÃ*a enviada a Siberia y que el costo
del transporte correrÃ*a a cargo del amo y de la
madame. O, bien, ¿qué precio habrÃ*a que pagar
por una fugitiva? Las muchachas no eran vendidas,
sino alquiladas, y habÃ*a que pagar al amo
trimestralmente los abonos por su alquiler; el
precio era de cinco a treinta rublos y, al cabo de
un año o dos, la muchacha tenÃ*a que ser devuelta.
Madame SofÃ*a era una persona delgada y ágil
que no paraba de hablar, tanto, que sus clientes
escogÃ*an rápidamente a una chica para evitar su
parloteo. Era muy elegante; trataba a las mucha-
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chas con palabras suaves y fuertes palizas, y su
negocio prosperaba.
La visita de SofÃ*a al palacio de verano era todo
un acontecimiento sobre todo para Katerina, a
quien traÃ*a muchos regalitos, desde dulces franceses
hasta corsés vieneses, y a quien no abandonaba
un instante durante su visita. Katerina esperaba
con interés esos encuentros porque SofÃ*a
contaba todos los chismes de los elegantes de Moscú,
a quienes observaba durante su comercio con
las muchachas, y de los que sabÃ*a más acerca de
sus vidas que sus propias esposas.
Durante las comidas, SofÃ*a examinaba la cosecha
de siervas en el palacio. No elegÃ*a rápidamente,
seleccionaba su presa con ojos penetrantes y
las seguÃ*a unos dÃ*as antes de iniciar el regateo.
No era fácil convencer a Katerina de que entregara
a una muchacha, pero finalmente acababa
por sucumbir a las astutas razones de SofÃ*a.
Esta habÃ*a elegido ya a tres muchachas, cuando
por casualidad se encontró con Grushenka. No la
habÃ*a visto antes porque las compañeras de cama
del prÃ*ncipe tenÃ*an sus dormitorios y su comedor
aparte. SofÃ*a decidió que, costara lo que costara,
conseguirÃ*a a Grushenka, aun cuando tuviera que
arrastrarse de rodillas ante el joven prÃ*ncipe, que
estaba muy atareado con sus cacerÃ*as, sus cabalgatas
y los problemas con los siervos campesinos.
Habló del asunto con Katerina y se asombró al no
tropezar con resistencia alguna.
Katerina sabÃ*a muy bien que el prÃ*ncipe no empleaba
a Grushenka. Y Grushenka era una espina
en el corazón de Katerina. Por su culpa, el viejo
y legÃ*timo propietario del patrimonio habÃ*a tenido
que alejarse de la santa tierra de Rusia, y el inútil
de su sobrino ocupaba ahora su lugar. Por eso
prometió su ayuda y presentó el caso al prÃ*ncipe
Leo que, tras pensarlo un momento, accedió.
Cuando volviera su tÃ*o, ella podrÃ*a despertar en él
el desagradable recuerdo de la sustituta de su
antigua esposa. En la duda de si serÃ*a mejor vender
de una vez a Grushenka o alquilarla a un prostÃ*bulo
por un par de años, le pareció ésta una buena
solución.
Grushenka fue examinada de cerca por SofÃ*a,
106
quien alabó profusamente su belleza y se felicitó
en secreto de su hallazgo. ¡Vaya bocado para sus
clientes decirles que podrÃ*an hacer el amor con
la chica que habÃ*a suplantado a la princesa Sokolov!
Antes de que Grushenka supiera de qué
se trataba, se encontró sentada en el amplio coche
con otras tres muchachas, recorriendo caminos rurales
que, aparentemente, no conducÃ*an a ninguna
parte.
Después de muchas paradas nocturnas, las cuatro
muchachas fueron alojadas en una posada de
relevo de caballos de posta, mientras SofÃ*a visitaba
unos dÃ*as una propiedad cercana donde proseguirÃ*a
sus compras. Las muchachas quedaron
encomendadas al gigantesco cochero, un borracho
empedernido, que recibió órdenes de azotarlas si
no se portaran bien. A SofÃ*a no se le ocurrió siquiera
que pudieran escapar, pues les habÃ*a contado
miles de historias tentadoras acerca de los
maravillosos trajes que llevarÃ*an, de los muchos
amantes ricos que tendrÃ*an, de la comida que les
servirÃ*an en vajilla de plata, y cosas por el estilo.
Las demás muchachas la creÃ*an y se alegraban
de su suerte, pues podrÃ*an abandonar las duras
tareas de la casa y convertirse en «damas» por
cuenta propia. Grushenka no compartÃ*a esas ideas
porque sabÃ*a lo que les esperaba. HabÃ*a oÃ*do demasiadas
historias de mujeres vÃ*ctimas de malos
tratos, enfermedades y abusos en los prostÃ*bulos.
No le preocupaba el aspecto moral; para ella, era
perfectamente correcto que su amo empleara su
cuerpo para ganar dinero, pero como habÃ*a vivido
cómodamente en la casa Sokolov, abrigaba la idea
de escaparse. Por supuesto, sabÃ*a que, si la atrapaban,
la marcarÃ*an, y que eso no serÃ*a más que
lo menos penoso del castigo, pero no podÃ*a remediarlo,
seguÃ*a haciendo planes y reflexionando.
Las muchachas pasaron dos o tres dÃ*as en la
posada, quedándose por las mañanas en la cama
todo el tiempo que quisieran, paseando por el campo,
o conversando en la enorme sala que ofrecÃ*a
la casa a los viajeros. Por aquella posada pasaba
toda clase de gente: ganaderos con su ganado,
funcionarios en coches rápidos, traficantes y frailes.
Las muchachas los miraban con ojos indife-
107
rentes; no les interesaba entablar relaciones, ni
tener aventuras con ellos; pronto tendrÃ*an montones
de vergas que satisfacer y acariciar.
Una noche, cuando SofÃ*a no habÃ*a regresado
aún, un lujoso carruaje entró en el patio. Dos jóvenes
aristócratas iban sentados en los mullidos
asientos. No salieron del coche, sino que apremiaron
al cochero para que cambiara los caballos a
toda prisa porque deseaban llegar a otra posada
aquella misma noche. Grushenka se habÃ*a quedado
en el patio, evitando asÃ* la atmósfera de la sala
llena de gente. Se aproximó lentamente al carruaje.
Su rostro y su silueta, que no se destacaban
claramente a la luz crepuscular, ni bajo el reflejo
de las linternas del coche, intrigó a uno de los
hombres, el más bajo de los dos.
—¿No querrÃ*a la señora — le dijo — alegrar a
dos viajeros apresurados con un saludo amistoso?
— Y se llevó la mano al sombrero respetuosa y alegremente.
No estaba muy seguro de quién pudiera ser
Grushenka. Llevaba un bonito vestido, uno de los
trajes de viaje de Nelidova que Katerina le habÃ*a
dado, porque, de todos modos, las cosas de Nelidova
ya no servÃ*an, y tenÃ*a buen porte y compostura.
Pero, ¿por qué habÃ*a de permanecer de
noche una joven aristócrata en una posada de segunda
categorÃ*a? Era más bien extraño.
Grushenka avanzó despacio hacia el coche, se
inclinó hacia la ventanilla y miró con toda calma
a los dos hombres. El más bajo habló de nuevo,
con mayor entusiasmo ahora porque podÃ*a comprobar
la belleza de la joven.
— Si podemos hacer algo por vos, señora, que
vuestras palabras sean órdenes. Estad segura de
que mi amigo y yo haremos cualquier cosa por
una dama tan hermosa como vos.
Y dio un ligero codazo en las costillas a su amigo
para que le siguiera el juego.
Pero el amigo estaba absorto en sus pensamientos.
No habÃ*a prestado mucha atención y parecÃ*a
algo molesto de que su compañero intentara lanzarse
a una aventura. Llevaba, como su amigo, un
amplio abrigo de viaje. Su bufanda blanca de seda
fina brillaba a la luz vacilante del patio. TenÃ*a
108
facciones distinguidas, ojos azules, nariz aristocrática
y boca bien delineada, carnosa, sensual,
que indicaba un gran control de sÃ* mismo. Apenas
miró a Grushenka; sus ojos estaban fijos en los
movimientos de su cochero y de los estableros.
ParecÃ*a un conspirador que anhelaba llegar a
tiempo al lugar de la acción. A Grushenka le gustó
a primera vista; en realidad, se sintió tan atraÃ*da,
que le dolió la indiferencia que le mostraba.
Pero la vehemencia de su compañero abrió otras
posibilidades.
— No puedo imaginar, mademoiselle, que paséis
aquÃ* la noche por vuestra propia voluntad, cuando
a veinte verstas está el famoso albergue X...,
donde los viajeros disfrutan de todo el confort
posible. ¿Se ha estropeado vuestro carruaje, o
existe alguna otra razón por la cual no podáis seguir
er viaje?
Grushenka miró fijamente a su interlocutor. Si
aceptaba llevarla, estarÃ*a en Moscú antes de que
el tonto del cochero hubiera podido informar a
Madame SofÃ*a. Antes de eso no intentarÃ*an darle
alcance, estaba segura.
El joven bajito, al darse cuenta de que ella reflexionaba,
prosiguió en sus esfuerzos.
— Nos encantarÃ*a llevaros con nosotros hasta
Moscú, o hasta Petersburgo, adonde vamos, si
vos... — y calló.
Grushenka decidió su suerte. Lo harÃ*a. ¡Huir!
Se inclinó hacia el coche y susurró:
—¿Veis ese roble que está al borde del camino?
AllÃ* esperaré. Si vuestro coche se detiene, me alegrará
aceptar vuestra invitación, y no lo lamentaréis
— agregó con una ligera sonrisa. Después
de lo cual se dirigió al lugar indicado con paso
rápido, sin mirar hacia atrás. Estaba muy excitada.
¿La recogerÃ*an, o no?
El joven guapo se volvió hacia su compañero y
le recordó que tenÃ*an prisa, y de momento no les
interesaban las mujeres. El otro contestó que en
momento alguno debÃ*an menospreciar al sexo
débil.
Cuando llegaron al roble, el cochero detuvo el
coche. Grushenka se deslizó en su interior y se
sentó entre los dos jóvenes en el asiento trasero
109
del coche. El bajito hizo las presentaciones con
mucho protocolo.
— Me llamo Vladislav Shcherementov — dijo —.
El es Mijail Stieven. Viajamos por órdenes del
gobierno con un encargo del que no hablaremos.
Nos dirigimos a Petersburgo, como dije antes.
Grushenka asintió con la cabeza y se alegró de
que ya entonces Mijail se fijara en ella, haciendo
una corta inclinación y tratando de distinguir
sus rasgos a la luz de la luna. Ella respondió:
— También yo estoy haciendo un viaje cuyo objeto
no mencionaré. Voy a Moscú y estoy muy
agradecida de que los caballeros tengan la amabilidad
de llevarme. Me permitiréis que no os dé
mi verdadero nombre. Llamadme MarÃ*a, que es
uno de mis nombres. No puedo esperar que me
llevéis a Moscú gratuitamente y cumpliré con
ambos si asÃ* lo deseáis. Es más, tengo que pediros
que paguéis mi alojamiento y mi comida en el albergue;
quizás os resulte más barato si comparto
vuestra habitación. Me preguntaréis por qué hablo
tan claramente — dijo, y se volvió hacia Mijail
—. Pero veo que vuestros pensamientos están
muy lejos de aquÃ* y os ahorraré el trabajo de averiguar
mi historia y de cortejarme. Soy fácil de
convencer y estoy dispuesta a todo.
Tomó una mano de cada uno de sus compañeros
de viaje y se reclinó hacia atrás en el asiento,
proporcionando a ambos la cálida presión de
sus costados.
— En todo caso — dijo Mijail — tenéis manos
muy bonitas. —-El joven se habÃ*a sentido asombrado
por la insólita confesión —. No cabe duda
de que no sois una joven acostumbrada a trabajar.
No vamos a meternos en vuestros secretos y
nos ocuparemos de vuestro bienestar, aunque me
preocupa el hombrecillo que tenéis al otro lado,
que no es capaz de dejar tranquilas a las mujeres.
No se fÃ*e de él — agregó sonriendo.
— Entonces, ¡ por nuestra buena amistad! — respondió
la joven y, volviéndose hacia Vladislav,
le dio un beso amistoso. Hecho lo cual, se volvió
hacia Mijail, le puso la mano detrás de la cabeza
y, hasta donde lo permitÃ*a el movimiento del coche,
lo besó en los labios.
110
Durante ese beso sucedió algo que no ocurre
más que de tarde en tarde: Grushenka se enamoró
violentamente de Mijail. Pasó por su cuerpo
como una corriente eléctrica, y lo miró con ojos
vidriosos; no pudo dejar de sentir su cuerpo:
acariciándole el rostro, se estrechó contra él y se
sintió tan atraÃ*da, que viajó todo el camino como
en un trance. Se sentÃ*a ligera y feliz, como si de
repente se hubiera repuesto de una grave enfermedad.
Se portaba como una joven que ha sido
virtuosa contra su voluntad durante largos meses
y que, de repente, se encuentra cerca de un hombre
que la electriza.
Hizo que Mijail le pasara el brazo alrededor del
cuerpo, reclinó la cabeza sobre su pecho y miró
la luna nostálgicamente. Sus manos descansaban
sobre los muslos de él, pero no se atrevÃ*a a acercarse
a su verga que, estaba segura, no se negarÃ*a
a que la joven la acariciara. Al mismo tiempo no
olvidaba al compañero, cuya invitación la habÃ*a
llevado a aquella situación y a quien debÃ*a igual
trato. Por lo tanto, con su mano libre, jugueteaba
con su verga que fue despertando, lenta, pero firmemente.
Grushenka recordó durante el resto de sus dÃ*as
aquel viaje poético a la luz de la luna. Su primer
amor, su primera aventura, que habÃ*a llevado a
cabo por su propia voluntad. El movimiento cadencioso
del coche, el éxtasis de su mente enamorada,
el silencio del campo... Mijail se sentÃ*a
complacido, pero seguÃ*a abrigando sospechas en
cuanto al final de la aventura con la misteriosa
joven. Vladislav también estaba satisfecho, porque,
aun cuando sabÃ*a que no se comerÃ*a un rosco,
por lo menos lo habÃ*a logrado para su compañero
y superior, y eso era un buen punto en
su haber.
Aparecieron a lo lejos las luces del albergue.
HabÃ*an llegado a tiempo para pasar allÃ* la noche.
Mijail encargó un dormitorio privado y ordenó
al posadero, que se inclinaba profundamente, una
buena comida. Vladislav, al ver que Grushenka
estaba tan dedicada a su jefe, preguntó al posadero
si podÃ*a enviar a alguna muchacha para hacerle
compañÃ*a. El posadero, con una sonrisa ma-
111
liciosa, aseguró que tenÃ*a a mano una hermosÃ*sima
muchacha a la altura de sus huéspedes y que
la enviarÃ*a al instante.
La luz de las velas iluminaba débilmente los
comensales: los jóvenes aristocráticos, en mangas
de camisa, hambrientos, perfumados y totalmente
desinhibidos, como dos buenos compañeros; la
prostituta, rústica, saludable y regordeta, ansiosa
de sacarle todo el dinero que pudiera a su presa,
y Grushenka, elegante como una dama, con modales
refinados y aprovechando cualquier oportunidad
para complacer a Mijail, a quien lanzaba ardientes
miradas.
Los dos hombres le prodigaban sus atenciones,
tratando con displicencia a la putilla. Esta no entendÃ*a
nada. Sintió verdadera envidia de Grushenka,
que parecÃ*a alejar a los dos hombres de
ella, y a quien no sabÃ*a cómo catalogar. HacÃ*a
todo lo posible para atraer a los dos hombres.
En otras circunstancias quizás Grushenka se
hubiera estado quieta y dejado que las cosas siguieran
su curso, pero como se sentÃ*a tan feliz
por haber huido de la servidumbre, al menos de
momento, y por estar cerca del hombre que parecÃ*a
ser el amante ideal, mostró gran animación,
y eso fue causa de una batalla silenciosa entre las
dos mujeres.
Mientras tanto, los dos hombres comÃ*an con
gran apetito, y Vladislav alentaba a Grushenka,
siempre que se presentaba la oportunidad. Pero
Mijail mantenÃ*a una actitud reservada, sobre todo
después de la cena, cuando Grushenka se sentó
en sus rodillas y empezó a cubrirlo de besos. Se
apoderó de él, y a pesar de que le complacÃ*an sus
atenciones, le pareció que se volvÃ*a «pegajosa»,
demasiado acaparadora. Antes ya de iniciar el
verdadero acto amoroso, se preguntaba cómo se
las arreglarÃ*a para deshacerse de ella con elegancia.
Vladislav se quedó en la habitación, manteniendo
a la prostituta campesina a distancia; acabó
pidiendo un cuarto contiguo para pasar un momento
con ella y dormir después. TenÃ*an por delante
un largo viaje a la mañana siguiente, y se
estaba haciendo tarde. Pero tenÃ*a los ojos fijos en
112
Grushenka, y eso no se le escapó a la putilla. Se
dio cuenta de que no podÃ*a vencer a su rival sino
pasando directamente a la acción. Sin decir palabra
se quitó la blusa, soltó los lazos de su camisa
y, volviéndose hacia los dos hombres, exhibió dos
pechos grandes y bien formados, con pezones llenos
y rojos.
— Esta es — dijo — la razón por la cual me visitan
los hombres, y ningún viajero que pasa por
este albergue olvida llamarme. Que esa joven
descolorida (y señaló a Grushenka) demuestre que
tiene algo mejor. Apuesto a que sus pobres tetas
se le caen hasta la barriga, pues de lo contrario
no las ocultarÃ*a tan cuidadosamente. — Y giró orgullosamente
sobre sus caderas.
Vladislav se enfadó, y estaba a punto de regañar
a la moza por su repentina agresividad contra
Grushenka, cuando intervino Mijail en una forma
que Vladislav no pudo entender.
— Bien, cariño —dijo tranquilamente, dirigiéndose
a Grunshenka, que le estaba revolviendo el
pelo con malicia —, ¡a ver cómo contestas a ese
reto!
Por un momento Grushenka lo miró con ojos
inquisitivos. Entonces se incorporó y, con movimientos
lentos, se quitó toda la ropa como si su
antigua ama se lo hubiera ordenado. Cruzó las
manos detrás de la nuca y se quedó de pie ante
los dos hombres con reposada dignidad. No habÃ*a
en ella ni un movimiento o pensamiento lascivo,
y la belleza cautivadora de su cuerpo hizo que
los hombres se la quedaran mirando con admiración.
Los cuatro permanecieron silenciosos hasta
que la prostituta intervino airadamente.
— Mirad su cono — gritó —. Apuesto a que cientos
de hombres...
Pero no pudo terminar la frase, Vladislav se
precipitó hacia ella y le tapó la boca con la mano.
— ¡Sal de aquÃ*! — le gritó —. Sal y quédate
fuera.
Y al decirlo la empujó hacia fuera, medio desnuda,
como estaba. Arrojó tras ella la blusa y sus
demás pertenencias y concluyó con un rublo de
plata que ella agarró al vuelo mientras sus palabras
insultantes resonaban en el vestÃ*bulo. Vla-
113
dislav sonrió encantado, pues le gustaban las putas
mal habladas.
Se dirigió a su cuarto dando las buenas noches a
los otros dos, si bien sus ojos ansiosos siguieron
fijos en Grushenka quien, mientras tanto, se habÃ*a
subido a la cama.
— fia sido un trato hecho con ambos — le dijo
Mijail —. Esta joven irá a verte muy pronto, te
lo aseguro. No te duermas en seguida.
Lo que planeaba Mijail era que, compartiendo
a la joven con su amigo, se salvarÃ*a de toda obligación
y no temerÃ*a que aquella criatura le viniera
después con exigencias. Se acercó lentamente
a la cama, hurgando en su bolsa de viaje, como
si no tuviera ninguna prisa. Grushenka estaba
tumbada en la cama con los ojos cerrados y se decÃ*a
las palabras de amor más ardientes que conocÃ*a,
pero sin mover los labios. No serÃ*a de extrañar
que mezclara silenciosas oraciones con el
ansia que por él sentÃ*a.
Mijail llegó finalmente a la cama. Se tumbó
junto a ella, la rodeó con sus brazos, y todos sus
movimientos parecÃ*an querer decir: «Bueno, pasemos
al asunto».
Esperaba que ella lo acariciara y besara; no
sehabrÃ*a sorprendido de que ella misma tomara la
iniciativa, pero sucedió todo lo contrario: apenas
se movió. Por supuesto, se quedó pegada a él, su
cuerpo rozando el suyo, pero nada más.
Se volvió hacia ella, frotó su verga contra su
cuerpo, y se le puso tiesa, lo cual era natural en
cualquier joven al contacto de una criatura tan
hermosa; la montó y empezó a moverse.
Ella lo estrechó entre sus brazos, muy cariñosa.
Lo rodeó con sus piernas y levantó tan alto
los muslos que sus talones descansaron en las
nalgas de él.
¡Pero no respondió a su asalto amoroso! Estaba
como en un trance y no podÃ*a moverse; se habÃ*a
apoderado de ella un enajenamiento pasivo,
pero él nada sabÃ*a de eso. No obtuvo el menor
placer y se sintió decepcionado al llegar al orgasmo.
¡Qué chica tan sosa! Primero actúa como
una gata enamorada y luego, cuando llega el momento,
resulta insensible. Bueno, ya verÃ*a Vladis-
114
lav qué mala compañera de cama habÃ*a recogido
por el camino.
Cuando hubo terminado, Mijail la conminó tajantemente
a que fuera a la alcoba de su amigo.
Grushenka se levantó como una sonámbula, se detuvo
en un rincón del cuarto ante una cubeta, se
lavó, vació su vejiga y desapareció tras la puerta
del cuarto de Vladislav.
Este querÃ*a explicarle que, puesto que amaba a
su amigo, era demasiado caballero para tocarla
si ella no lo deseaba. Pero ella adivinó fácilmente
que querÃ*a poseerla con vehemencia; además,
Grushenka planeaba hablar con Vladislav de su
amigo, querÃ*a saberlo todo de él. Pero aún habÃ*a
demasiado de la sierva en ella para que sus pensamientos
llegaran hasta su boca. Le habÃ*an ordenado
que aliviara de su pasión al joven, y asÃ* lo
hizo; recordó cómo lo hacÃ*a con el prÃ*ncipe Sokolov
y repitió con él el mismo ritual.
Sin más remilgos, apartó las sábanas del cuerpo
del joven viajero, se inclinó sobre él y empezó
a acariciar y besar su verga. El estaba tendido de
espaldas, moviendo de vez en cuando sus nalgas,
hasta que se sintió muy excitado. Entonces ella
se encaramó encima de él, insertó su miembro con
habilidad dentro de ella y lo cabalgó con pericia.
Ella misma empezó a excitarse. Las ingles de él
se estremecieron, ella se inclinó para sentir las
manos de él en sus pechos y contrajo hábilmente
sus músculos, estrechando su abertura alrededor
de su arma lo mejor que sabÃ*a. Le proporcionó asÃ*
una de aquellas extraordinarias experiencias que
tanto habÃ*a admirado el viejo Sokolov. Cuando,
sintió que él estaba a punto de eyacular, le mordió
el hombro y, jadeando, se abandonó al mismo
tiempo que él. Pero sólo permaneció unos cuantos
minutos sobre el pecho de él; se marchó, despidiéndose
con un ligero movimiento de su cuerpo
grácil.
— ¡Qué criatura! ¡Qué maravilla! — pensaba
Vladislav antes de quedarse dormido. ¡Menuda
felicitación le iba a dar su amigo a la mañana siguiente!
Y Morfeo visitó a un joven muy satisfecho
al cabo de pocos minutos.
Mijail ya se habÃ*a dormido cuando Grushenka
115
regresó. Apenas se atrevió la joven a trepar a
la cama a su lado, pero no lo despertó; ni siquiera
se movió.
El sueño no llegó a los ojos de Grushenka; se
quedó tendida en la oscuridad del cuarto, contemplando
al hombre que estaba a su lado: su amado,
el único. No lloró porque el destino se lo arrebatarÃ*a
al dÃ*a siguiente, sólo rezó por él; estaba
dispuesta a sacrificarle su vida, lo adoraba, y se
sintió muy feliz hasta que con el amanecer le llegó
también el sueño proporcionándole un corto descanso.
Era una mañana gris, bañada por una lluvia persistente,
y los tres estaban cansados y de mal humor.
Apenas hablaban. Los caballos se apresuraban
para llegar a la siguiente estación de relevo
mientras el cochero maldecÃ*a en voz baja y no
se tomaba siquiera la molestia de secar las gotas
de lluvia que le cubrÃ*an el rostro. Comieron apresuradamente
a la orilla del camino; el espÃ*ritu de
aventura y los sentimientos de la noche pasada se
habÃ*an esfumado por completo.
Cuando Grushenka se separó de ellos unos minutos
en una posada, Vladislav quiso recoger los
laureles por lo de la noche anterior. Haciendo un
guiño hacia la muchacha que se alejaba, comentó
sus notables cualidades de amante; le sorprendió
la respuesta de su amigo, y no pudo entenderlo,
como tampoco aquél pudo entenderlo a él.
— ¡Un fracaso! — observó Mijail —•. ¡Simplemente
un fracaso! Agarra un leño, hazle un agujero
y te lo pasas mejor. ¿Cómo te fue a ti?
Y los dos quedaron asombrados, sobre todo porque
Vladislav aseguró que desde aquella sueca en
Estocolmo — de quien tanto le habÃ*a hablado —,
no lo habÃ*a pasado con nadie tan bien como con
Grushenka.
A lo cual Mijail respondió solamente: «Pfft», y
abandonaron el tema.
La noche sin dormir, la separación inminente
de su Ã*dolo — sin duda para siempre — y la incertidumbre
de su porvenir entristecÃ*an a Grushenka,
y la enmudecÃ*an. Llegaron después del anochecer
a las torres de Moscú y atravesaron las puertas
sin molestia alguna, una vez que Mijail hubo
116
presentado su pase. El coche traqueteante pasó
por las calles mal alumbradas de los barrios pobres.
Entonces pidió Grushenka permiso para bajar.
Los hombres se preguntaban qué harÃ*a aquella
belleza bien vestida en semejante barrio, pero
detuvieron el carruaje, asegurándole que estaban
a sus órdenes para lo que se le ofreciera.
Mijail salió primero del coche y la ayudó a bajar,
ahora con gran cortesÃ*a, pues comprendÃ*a que
no iba a ser molestia alguna para él. Grushenka
se inclinó profundamente sobre su mano y la besó,
pero él la retiró como si la hubieran quemado con
un hierro candente; besó a la joven en ambas
mejillas y experimentó un repentino afecto por
aquella misteriosa belleza. Grushenka estrechó la
mano de Vladislav con efusión y, antes de separarse
definitivamente de ellos, sintió que Mijail
le deslizaba algo en la mano:
— ¡Un pase para las puertas del cielo y el infierno!
—le gritó alegremente, mientras el coche
reiniciaba su marcha a toda prisa.
Grushenka se quedó parada en la banqueta.
TenÃ*a en la mano unas cuantas monedas de oro;
al ver lo que era empezó a llorar quedamente.
¡La habÃ*a pagado! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desastre!
Pero no siguió su primer impulso de arrojar
el dinero al arroyo. No, lo pensó mejor y lo apretó
en la mano. SerÃ*a una tabla de salvación, una
verdadera tabla de salvación.
Reaccionó rápidamente; si la encontraban allÃ*,
en medio de la calle, un gendarme, o el sereno que
todas las horas hacÃ*a su ronda, se la llevarÃ*an a la
primera comisarÃ*a, y ¡ adiós la aventura!... Una
mujer sola por la noche no estaba permitido, a
menos que tuviera un pase de su amo, o una buena
excusa. Ella conocÃ*a bastante bien el barrio
y echó a correr por las calles, manteniéndose a
la sombra, atravesando jardines y callejuelas laterales
hasta llegar a una casa de dos pisos, vieja y
derruida. La enorme puerta principal estaba cerrada,
y no se tomó la molestia de tocar la campanilla
ni de llamar al portero: se encaminó hacia
la puerta trasera, que estaba abierta, y subió
por unas escaleras crujientes, que estaban parcamente
alumbradas por lamparillas de aceite.
117
Se detuvo en el último piso y golpeó con los
nudillos una de las muchas puertas que daban al
descansillo. Al principio lo hizo suavemente, pero
después fue golpeando siempre más fuerte, con
el temor de que su única amiga, Marta, pudiera
haberse cambiado de casa. No habÃ*a vuelto a ver
a Marta desde que entró en casa de los Sokolov;
de hecho, nunca habÃ*a tenido la oportunidad de
contarle su cambio de vida. ¿Qué serÃ*a de ella
si no podÃ*a refugiarse en casa de Marta?
Finalmente se oyó un ruido leve al otro lado
de la puerta, y una vocecilla aterrorizada preguntó
quién llamaba.
— Grushenka — respondió la muchacha con el
corazón palpitante de ansiedad.
— ¡ Grushenka! ¡ Palomita!
Y muy pronto estaban las dos muchachas abrazadas,
besándose las mejillas y llorando para celebrar
el encuentro.
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