grushenka 3

jaimefrafer

Pajillero
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Cuando Nelidova se acostó por vez primera con
Alexei Sokolov, comprendió de repente lo que habrÃ*a
de costarle su matrimonio. SabÃ*a que su alteza,
el ex-gobernador y su eminente esposo-prÃ*ncipe
era rico y que ella tendrÃ*a posición social y poder.
Pero ahÃ*, desparramado junto a ella como un orangután,
estaba el horripilante cuerpo del hombre
que ahora, por derecho y por ley, era su dueño
fÃ*sica y mentalmente.
Era calvo, pero tenÃ*a una gran mata de pelo
alrededor de la parte inferior de la cabeza que se
prolongaba en una barba larga y abundante que
le llegaba hasta el pecho, cubierto también de un
espeso vello negro. Su pecho era excesivamente
ancho, los brazos musculosos y cortos, con manos
anchas y también cortas; su vientre era enorme,
con bañas en la cintura. Su piel era oscura, los
muslos casi morenos. TenÃ*a ojos pequeños, penetrantes,
suspicaces y sensuales. Su aparato sexual
era corto y grueso, y sus «almacenes» revelaban
a primera vista que contenÃ*an suficientes
municiones y que estaban siempre dispuestos a
disparar.
Durante la boda, suntuosa y magnÃ*fica, con mil
rostros nuevos que la felicitaban, todo el mundo
inclinándose profundamente ante el prÃ*ncipe (que
estaba de excelente humor), Nelidova se habÃ*a
sentido encantada. Su novio hasta parecÃ*a guapo
en su deslumbrante uniforme azul, cubierto de
brillantes medallas y botones de oro macizo y
una peluca blanca con una coleta larga que se
movÃ*a con frivolidad sobre el cuello de oro de su
traje. Llevaba puestas botas altas de charol y anillos
con piedras preciosas. AsÃ* fue cómo la novia,
Nelidova, habÃ*a visto por vez primera a su futuro
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esposo. Se asustó cuando los cañones tronaron a
su llegada al palacio y se sintió conmovida hasta
el llanto cuando el arzobispo (un verdadero arzobispo,
cuando en su pueblo ni el fraile más insignificante
habÃ*a aceptado escuchar su confesión)
les dio la bendición. Lo habÃ*a relegado todo dentro
de sÃ*, cegada por el esplendor, y se habÃ*a hecho
toda clase de promesas. Se sentÃ*a como en un
trance hipnótico y les prometÃ*a a sus doncellas
el cielo en la tierra mientras la desnudaban aquella
noche y se encaminaba hacia su esposo (totalmente
desnuda, de acuerdo con las consignas) con
la sana intención de darle las gracias y decirle
que serÃ*a su esposa sumisa y fiel.
Pero, cuando se encontró tumbada a su lado
y se dio cuenta de que aquel prÃ*ncipe de uniforme
elegante se habÃ*a convertido en una bestia
odiosa, Nelidova no pudo decir una sola palabra.
El prÃ*ncipe Alexei Sokolov no esperaba palabra
alguna por parte de ella. Jamás habÃ*a considerado
a una mujer como a algo humano, sino como una
propiedad suya más. PoseÃ*a muchas y disponÃ*a
de docenas de siervas a cualquier hora cerca de
su dormitorio; lo acompañaban en sus viajes, y
siempre habÃ*a sido asÃ* desde que su padre le ordenó
que hiciera por vez primera el amor con una
muchacha, a los dieciséis años de edad. Nunca habÃ*a
tenido una aventura con una chica de la sociedad,
porque eran propiedad ajena. Aun cuando
hiciera cantidad de negocios sucios y se apoderara
de propiedades de hombres condenados por polÃ*tica
y otras razones durante sus dos años de gobernador,
las mujeres no podÃ*an tomarse ilegalmente.
Si le gustaba una hembra, podÃ*a comprarla;
tenÃ*a siempre un precio, por alto que fuera.
Durante sus viajes por Europa occidental, Alexei
se enteró de que habÃ*a prostitutas que podÃ*an
alquilarse por una hora o un dÃ*a. Hasta se llevó
consigo a Rusia mujeres que se portaban muy bien
en la cama. Pero aquello era como tirar el dinero
por la ventana, porque sus propias esclavas podÃ*an
hacerlo igual, y hasta mejor; eran más rudas,
no tenÃ*an momentos de mal humor y se las
podÃ*a castigar si no se portaban debidamente.
Alexei no tenÃ*a costumbres amorosas especiales.
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No sabÃ*a nada de los refinamientos de la cópula,
loúúnico que querÃ*a era quedar satisfecho. QuerÃ*a
joder a gusto, sin ocuparse del placer de su pareja,
y le gustaba que las nalgas de la muchacha
subieran y bajaran mientras él permanecÃ*a quieto,
moviendo sólo alternativamente los músculos de
sus enormes nalgas. También se las arreglaba para
mover su verga de adelante hacia atrás sin levantar
las nalgas de la cama, porque los músculos
que rodeaban sus órganos sexuales estaban bien
desarrollados.
No le explicó mucho de todo esto a su esposa.
Esta tenÃ*a un cuerpo que merecÃ*a realmente ser
contemplado, y el prÃ*ncipe estaba contento de haber
añadido aquel ejemplar a su surtido harén. No
se habÃ*a casado con ella por amor y, de no haberle
gustado, se habrÃ*a acostado con ella una o dos veces
(le gustaba desvirgar) y sin duda la habrÃ*a
olvidado después. Pero era un buen bocado, y estaba
dispuesto a hacer uso de él.
Se le acercó sin más preparativos; la tocó por
todos lados con sus gruesas manos, metiéndole rudamente
el dedo en el orificio virginal; se la puso
encima y le dio unas palmadas en las nalgas; en
resumen: tomó primero posesión de ella con las
manos.
Nelidova trató de suavizar un poco las cosas
besándole las mejillas (con los ojos cerrados), estrechándose
contra él (con gran repulsión) y renunciando
a luchar cuando sintió que su dedo la
penetraba. Entonces él, sosteniéndola por la cintura
con las manos, la colocó encima suyo.
Nelidova sabÃ*a muy bien de lo que se trataba;
se lo habÃ*a contado una amiga casada y por lo
tanto comprendió que ahora el señor Carajo, acosado
entre su monte de Venus y el muro escarpado
de aquella panza, tenÃ*a que entrar en su
jaula. Y sabÃ*a que iba a dolerle, pero no solamente
debÃ*a soportarlo, sino que tenÃ*a que llevarlo a cabo
ella misma; con su propio peso, iba a tener que
rasgar esa pantallita de piel que sólo se aprecia
en las doncellas.
No tuvo el valor de hacerlo. Se quedó mirando
con ojos fijos a la bestia que yacÃ*a debajo de ella
—el que pocas horas antes habÃ*a sido un perfec-
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to extraño, y que tenÃ*a ahora derecho a desflorarla—
y tembló.
—Mételo dentro, siéntate encima y muévete de
arriba abajo —gritó Alexei.
¡Pobre Nelidova! Agarró aquel tosco miembro
grueso, aunque no muy largo, entre sus delgados
dedos. Lo orientó hacia la entrada y con energÃ*a
lo acercó a su pelvis.
Pero habÃ*a que hacer las cosas con mayor vigor,
y Alexei estaba preparado para hacer frente a semejante
situación. No le agradaba tener que convencer
a una mujer de que hiciera esto o aquello,
ni tampoco perder el tiempo. HabÃ*a poseÃ*do a más
de una doncella desde que le habÃ*a crecido la barriga.
Esperaba aún mayor resistencia por parte
de su esposa y habÃ*a ordenado los consabidos
preparativos.
Tocó un pequeño gongo que tenÃ*a en la mesilla,
y tres sirvientas entraron en tropel. Antes de que
Nelidova se diera cuenta de lo que ocurrÃ*a, dos
de ellas la habÃ*an aferrado con manos expertas;
pasando las manos por debajo de las nalgas le
agarraron las piernas y las estiraron a los costados
del cuerpo del prÃ*ncipe; luego, la cogieron
por los hombros, la levantaron y la bajaron cuidadosamente.
Mientras tanto, la tercera muchacha
asió la cola del amo con una mano, abrió con dedos
hábiles el pasaje que aún no habÃ*a servido y
cuidó de que ambos miembros empalmaran debidamente
; entonces ordenó: ¡ Empujen!, y ambas
muchachas, sujetando a la princesa, la empujaron
con la fuerza necesaria. El embate fue satisfactorio
porque el señor Carajo habÃ*a penetrado y
perforado la fina membrana.
Nelidova aulló; el prÃ*ncipe movió las nalgas, las
muchachas soltaron las rodillas de la joven y la
cogieron por la cintura y los hombros para moverla
de arriba abajo. El prÃ*ncipe tardó unos cinco
minutos en lograr su propósito. La ceremonia
habÃ*a terminado. Lavaron acto seguido a la princesa
y al amo la sangre. Y ella tuvo que volver a
tumbarse al lado de su esposo.
—Ya aprenderás —le dijo—•. Ahora te enseñaremos
cómo debe llevarse a cabo la segunda parte.
Le agarró la cabeza y la apretó contra su pe-
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cho peludo, le colocó la mano sobre su aparato
y le dijo que se lo frotara cariñosamente. Mientras
lo hacÃ*a, él gruñÃ*a y roncaba, con la mano rechoncha
puesta en las finas nalgas de ella. Le gustaba
que tuviera las nalgas pequeñas, rectos y finos los
muslos; cuando las muchachas eran demasiado
carnosas le costaba hundir profundamente su pajarito
en el nido.
Al cabo de un rato, se le puso tiesa otra vez.
Resonó el gongo, y una sierva, siempre alerta, penetró
en el dormitorio. Ya sabÃ*a qué debÃ*a hacer.
Montó sobre el amo de cara a sus pies y de espaldas
a su enorme barriga. El colocó más almohadas
debajo de su cabeza para poder reclinarse y tocar
las nalgas de la chica que lo cabalgaba con movimientos
lentos y firmes de arriba abajo. El permanecÃ*a
perfectamente quieto y, tocando las carrillos
de la moza, encontró la entrada posterior de su
trasero y le metió el dedo en el preciso instante
en que alcanzaba el orgasmo. Después de lo cual
se quedó inmóvil, y lo limpiaron con una toalla
mojada.
Explicó a su esposa que la posición número uno
era frontal y la segunda al revés. Le dijo que
tendrÃ*a que visitarlo tres veces por semana, que
deberÃ*a aprender rápidamente la técnica, y que
ahora podÃ*a retirarse a sus aposentos porque él
tenÃ*a sueño. Ni buenas noches, ni caricias, ni tan
sólo una palabra cariñosa. Pero tampoco ninguna
desagradable. Estaba estableciendo una rutina
que se mantendrÃ*a a partir de aquel momento.
Esa rutina se seguÃ*a principalmente porque a
Alexei le gustaba Nelidova más que sus esclavas,
y ella aprendió muy pronto a complacerlo debidamente.
Debe recordarse también que pagaba más
por su mantenimiento que por el de las demás
mujeres.
A Nelidova le importaba un comino su polla;
sencillamente cerraba los ojos, trataba de excitarse
y lograr el climax. Lo que no podÃ*a soportar
era sentir sus manos cebosas sobre su cuerpo antes
de cada encuentro, especialmente entre la primera
y la segunda parte. En ese momento solÃ*a
hacerle daño. Jugueteaba con sus pechos, le pellizcaba
los pezones y se reÃ*a cuando ella trataba
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de apartarse. Cuando le tocaba el nido de amor
no empezaba con juegos suaves alrededor de la
entrada, calentando las partes para introducirse
después por el conducto, sino que metÃ*a toscamente
el dedo hasta donde le alcanzaba, lo doblaba y
frotaba. Siempre le causaba dolor, además de sobresalto.
Pero no se quejaba, y hasta le decÃ*a palabras
amables para expresar su satisfacción. Este
era el precio exigido, y ella lo pagaba.
El resto de sus relaciones personales también
se regÃ*an por normas. ComÃ*an cada uno por su
lado, salvo cuando tenÃ*an invitados. Iban juntos
a todos los actos sociales. A él le gustaba lucirla,
y para esas ocasiones le enviaba joyas de su, al
,parecer, inagotable caja-fuerte.
Le hablaba con cortesÃ*a, aunque poco, y nunca
le comentaba sus asuntos particulares. Por ejemplo,
ella ignoró que él tuviera extensas propiedades
en el sur, hasta que viajaron allÃ*. El habÃ*a
confiado sus asuntos a un viejo sirviente de confianza
y a muy pocos amigos. Era hombre de pocas
palabras, estaba acostumbrado a mandar y
hacÃ*a cumplir su voluntad con gran decisión.
Nelidova tuvo que hacer su vida con sus amigas.
Charlaba con sus doncellas y se divertÃ*a con
lo que estuviera a su alcance y fuera correcto y
bien visto en la esposa de un prÃ*ncipe. Jamás la
pegaba, como hacÃ*an muchos maridos con sus esposas,
y casi nunca se enfurecÃ*a. HabÃ*a recurrido
al látigo pocas veces en su vida, enviando el culpable
al capataz para que lo castigara. Sin embargo,
cuando estaba muy descontento, obligaba al
culpable a comparecer ante él y le daba algunas
bofetadas.
Alexei lo hacÃ*a alguna vez con su esposa al
enterarse de que sus tonterÃ*as habÃ*an despertado
la burla de sus conocidos. Cuando supo que
pegaba a sus sirvientas, o mandaba pegarlas, lo
discutió brevemente con ella. Dijo que tenÃ*a derecho
a hacerlo, pero que si una de las sirvientas
caÃ*a gravemente enferma, o morÃ*a, por causa de
esos castigos, le infligirÃ*a a ella el mismo tormento.
—-Son tanto de mi propiedad como tú misma
—agregó, y con eso quedó cerrado el incidente,
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porque el prÃ*ncipe recordó que también su madre
solÃ*a pegar a las esclavas.
Alexei habÃ*a esperado tener un hijo con la
princesa; deseaba un heredero para fastidiar a sus
parientes. Pero ella permanecÃ*a estéril. Mandó
traer unas cuantas doncellas vÃ*rgenes de una de
sus propiedades, tuvo relaciones con ellas y las
mantuvo bajo severa vigilancia para que no pudieran
tener contacto con nadie más. De cuatro
muchachas, dos quedaron embarazadas. Por lo
tanto, la culpable era Nelidova, y no él. Pero decidió
que no tomarÃ*a otra esposa. No porque no
hubiera podido deshacerse de ella, ni porque la
amara, sino porque al fin y al cabo aquello no
tenÃ*a mucha importancia. AllÃ* estaba ella y allÃ*
podÃ*a quedarse.
Después del primer año de matrimonio, como
ya se sentÃ*a segura como princesa y esposa de un
hombre poderoso, Nelidova estaba en su punto
para tomar un amante. DebÃ*a ser muy distinto
de su esposo, algo exótico, quizá francés. Pero resultó
ser polaco. Dio a conocer su nombre como
Gustavus Swanderson; llegaba de Varsovia, donde
su padre tenÃ*a una cadena de prostÃ*bulos.
Gustavus, que por entonces se llamaba Boris,
se las arregló, durante una incursión por los establecimientos
de su padre, para hacerse con algún
oro que éste tenÃ*a oculto. AsÃ*, viajó a Suecia, cambió
de nombre, compró un tÃ*tulo oficial y se dedicó
a las damas. Era decididamente romántico,
con una espesa melena color castaño, movimientos
elegantes, carácter emprendedor y nada malvado.
SentÃ*a gran afición por el dibujo, y sus caricaturas
de la gente aristocrática eran muy buenas.
Empezó a estudiar arquitectura, primero para divertirse,
pero a la larga le interesó realmente y
participó en la edificación de algunos fuertes y estructuras
militares. Llegó a Rusia cuando Pedro
el Grande era ya viejo y le ofreció sus servicios
como constructor. Aun cuando Pedro no se sintió
muy impresionado por él, lo mandó a Moscú, donde
se estaba construyendo un gran puente, y allÃ*
empezó a lograr cierto éxito en su especialidad.
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Cuando conoció a Nelidova, Gustavus tendrÃ*a
unos treinta años de edad, diez más que ella. Era
distinto de los demás; tenÃ*a el cutis blanco, no era
velludo, y sus manos blancas eran casi femeninas
y tiernas. Estaba siempre limpio, correcto, y en
su risa se adivinaba cierta tristeza romántica. Nelidova
lo eligió, en cuanto le puso los ojos encima.
El hombre no tenÃ*a muchas posibilidades de elegir
entre acceder o no. TenÃ*a que conquistarla,
puesto que ella lo deseaba. ¡ Oh! lo arregló en forma
muy romántica: intercambiaban poemas, se
cruzaban palabras secretas, entendidas sólo por
los conspiradores. Nelidova representó maravillosamente
su papel con lágrimas, resistencias y desmayos
fingidos.
Lo conquistó y se sintió muy satisfecha. ¡Era
tan tierno, tan cariñoso, tan apasionado, tan romántico!
Y, cuando después de mucho besar y
juguetear, sentÃ*a finalmente su verga palpitante
penetrar en su hendidura hambrienta, se sentÃ*a
desvanecer de placer. Por supuesto, mientras él
edificaba preciosos castillos de naipes hablando de
una fuga y de la felicidad de vivir en ParÃ*s como
tórtolos, escuchaba como una niña feliz, pero ya
crecidita, que escucha un cuento de hadas bien
contado. Evitaba decir «no», pero no lo consideró
jamás como otra cosa que un amante. Era necesario
en la vida de una mujer, pero no debÃ*a mezclarse
con la realidad de una princesa.
Por otra parte, esa realidad la fastidiaba tres
veces por semana cuando caminaba con sus zapatillas
azules, completamente desnuda, hasta la
cama de la enorme bestia que ofendÃ*a su cuerpo
y para quien no representaba más que combustible
para su sediento aparato amoroso. No podÃ*a
fingir tener una jaqueca o encontrarse mal, porque,
de hacerlo, su esposo le enviarÃ*a un sirviente
con un mensaje lacónico diciendo que no jodia
con su cabeza sino con un orificio muy alejado de
la causa de su malestar. Mientras no tuviera la
regla, tenÃ*a que presentarse; no habÃ*a compasión
ni tolerancia, y no se aceptaban excusas.
Sobrevino otro incidente fastidioso. Gustavus
se enamoró de ella, y cuanto más duraban las relaciones,
más enamorado estaba. Se volvió celoso
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y asÃ* como el viejo prÃ*ncipe no tenÃ*a la menor
sospecha de que su esposa pudiera serle infiel,
Gustavus, en su debilidad y su ternura, se volvÃ*a
loco de celos.
Nelidova le habÃ*a explicado una vez en qué forma
hacÃ*an el amor con su esposo y, aun cuando
aquello fue al principio de su aventura, Gustavus
estaba dispuesto a asesinar a su rival. Últimamente
la habÃ*a estado presionando y rogando para
que se negara a representar el papel de obediente
esposa y, con palabras apasionadas, habÃ*a amenazado
con quitarle la vida al prÃ*ncipe y a ella. Nelidova
le contestó que harÃ*a lo que él quisiera y,
mintiendo, dijo que ya no tenÃ*a que visitar a su
esposo, pues éste estaba encaprichado con una de
sus sirvientas.
Gustavus no la creyó del todo y tuvieron varias
escenas. Ella no querÃ*a renunciar a su amante y
no podÃ*a alejarse de su amo. TendrÃ*a que pensar
algo para salir del apuro.
De pronto, una idea le cruzó la cabeza: ¿no decÃ*an
todos que Grushenka era igual que ella, no
sólo de cuerpo, sino también de cara? Se murmuraba
que eran como gemelas, que nadie sabÃ*a
quién era quién. De ser cierto, Grushenka podrÃ*a
ocupar su lugar en la cama de su esposo.
Esa idea era tan atrevida, tan excitante, que
Nelidova tuvo que llevarla inmediatamente a la
práctica. Ordenó que compareciera Grushenka,
que las vistieran a las dos con ropas idénticas y
las peinaran del mismo modo. Entonces mandó
llamar a unas cuantas sirvientas del sótano y una
de ellas preguntó cuál era la princesa. Las sirvientas
estaban inquietas, temÃ*an equivocarse; trataron
de evitar una respuesta directa y acabaron
señalando al azar, acertando tantas veces como se
equivocaban. ¡Era perfecto! Bastaba que la princesa
enseñara a Grushenka cómo debÃ*a portarse
con el amo.
Despidió a todas las sirvientas, incluyendo a sus
doncellas, y se encerró en su dormitorio con
Grushenka. La mandó arrodillarse y jurar solemnemente
que jamás la traicionarÃ*a. Le confió su
plan y ensayó hasta el último detalle las distintas
sesiones amorosas.
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Cuando se desnudó Grushenka, se reveló un
obstáculo: Grushenka estaba todavÃ*a afeitada; no
quedaba más que esperar hasta que el vello le
creciera. Por lo tanto, todo estaba decidido. Mientras
esperaba, Grushenka . pasó muchas tardes
aprendiendo cómo deberÃ*a portarse durante las
sesiones amorosas, y Nelidova aprovechó también
para fijarse detenidamente en todos los detalles
mientras estaba con su marido.
Estaba segura de que todo saldrÃ*a bien. El dormitorio
del prÃ*ncipe sólo estaba alumbrado por
un cirio situado en un rincón de la cama y por
una vela delante del icono. Tan poca luz no le
permitirÃ*a detectar diferencias entre Nelidova y
Grushenka, aun cuando no hubieran sido tan parecidas.
Hay que señalar algo respecto a aquellos ensayos
confidenciales entre las dos jóvenes: empezaron
a sentir simpatÃ*a recÃ*proca. La princesa no
habÃ*a pensado nunca anteriormente en Grushenka
más que como en una sierva. Ahora, la necesitaba;
le habÃ*a ordenado que ocupara su lugar.
Pero Grushenka podÃ*a decirle la verdad al amo,
y la catástrofe habrÃ*a sido total. Por lo tanto, la
princesa se mostró amable con la muchacha, charló
con ella y trató de descubrir su carácter. Se
sintió cautivada por el encanto y la sencilla confianza
de Grushenka. Por otra parte, Grushenka
se enteró también de que la princesa era desgraciada,
que no tenÃ*a confianza en sÃ* misma, que
habÃ*a tenido una juventud muy difÃ*cil, que anhelaba
afecto y que su conducta brutal no se debÃ*a
a la maldad, sino a la ignorancia.
Grushenka se convirtió en doncella de su ama;
siempre estaba junto a ella, fue confidente de sus
asuntos amorosos y compañera de largas horas en
dÃ*as sin fin. No se le aplicaba nunca el látigo,
no la reñÃ*an y dormÃ*a al lado del cuarto de su
ama; se convirtió en algo asÃ* como una hermana
menor.
Una vez que hubo crecido el vello de Grushenka
(lo examinaban diariamente), llegó el dÃ*a en que
un sirviente anunció que su alteza esperaba la
visita de su esposa. Grushenka se calzó las zapatillas
azules, y ambas mujeres cruzaron las habi-
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taciones que las separaban del cuarto del amo.
Grushenka entró mientras Nelidova, con el alma
en vilo, miraba por una rendija de la puerta. El
prÃ*ncipe acababa de regresar de una partida de
cartas; habÃ*a bebido mucho y se sentÃ*a cansado y
poco lascivo.
Grushenka le cogió la verga con la mano, la manejó
con firmeza, montó a caballo y metió el aparato
en su conducto. Durante mucho rato el hombre
no pudo llegar al climax porque habÃ*a bebido
mucho, pero ella sÃ* lo consiguió dos o tres veces
(llevaba mucho tiempo sin contacto sexual); por
fin, él gimió, meneó las nalgas y acabó. Ya tenÃ*a
bastante para el resto de la noche y la mandó a
su cuarto con una palmada en las nalgas.
Nelidova se llevó a Grushenka a la cama. Estaba
excitada, alegremente excitada, pero Grushenka
estaba muy tranquila. HabÃ*a llevado la tarea
a cabo sin vacilar, pues querÃ*a ayudar a su ama.
Era su deber; en cuanto a lo demás, no era de
su incumbencia.
Nelidova abrazó y besó a la muchacha y, excitada
por el encuentro amoroso que acababa de
presenciar, llamó a dos doncellas para que las besaran
a ella y a su amiga (lo dijo por primera
vez) entre las piernas.
AsÃ* fue cómo Grushenka pasó a ser esposa del
amo en lo que a la cama se refiere. Las primeras
veces Nelidova la acompañó hasta la puerta y se
quedó mirando. Después, permaneció en la cama
hasta el regreso de Grushenka y, finalmente, dejó
de preocuparse por el asunto. Cuando llegaba el
sirviente para avisar que el instrumento del amo
estaba listo (éste era el mensaje), Nelidova anunciaba
que en seguida irÃ*a, y Grushenka, que estaba
tumbada en la cama del cuarto contiguo, se
levantaba, iba a ver al prÃ*ncipe, llevaba a cabo
su tarea, se lavaba y volvÃ*a a la cama.
Hasta entonces Nelidova habÃ*a satisfecho los caprichos
de su esposo a pesar de su repugnancia.
Ahora encontraba gran satisfacción con los moderados
embates de Gustavus, mientras Grushenka
tenÃ*a que contar con la vara corta pero gruesa
del amo.
Grushenka nunca habÃ*a conocido gente de la
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alta sociedad, por lo tanto la rudeza del prÃ*ncipe
no la escandalizaba. Por el contrario, su fuerza
brutal y su inmensa vitalidad la cautivaban y le
hacÃ*an olvidar la repulsión que podÃ*a haberle causado
su barriga. Le gustaba su cetro; no sólo le
daba masajes, sino que lo acarició, lo besó y acabó
metiéndoselo entero en la boca.
Alexei creyó al principio que querÃ*a algún regalo,
tal vez una de sus propiedades o un testamento
a favor suyo. Pero, al ver que no le pedÃ*a nada,
sintió el placer de tener una esposa tan llena de
pasión, refinada y amorosa.
Grushenka estaba mucho más a gusto con él
de lo que Nelidova lo estuvo jamás. La princesa
solÃ*a intentar siempre apartarse con agresividad
cuando tomaba posesión de su cuerpo con las manos.
Pero ahora la verga del prÃ*ncipe se ponÃ*a
tiesa antes de que Grushenka llegara a la cama,
y ella se sentaba encima de él antes de que pudiera
tocarla con las manos. Además, hacÃ*a el amor
con tanto apasionamiento, que no le importaba
que él le pellizcara los pezones mientras tenÃ*a su
aparato dentro de ella. Durante el intermedio, él
la felicitaba burlonamente por su temperamento
recién descubierto, pero apenas la tocaba, esperando
que volviera ella a apoderarse de su instrumento.
A veces, ella se tumbaba entre sus piernas, levantándole
las nalgas con una almohada, y besaba
con intenso ardor sus bolsas de amor. Su fuerte
olor y el de su fluido le hacÃ*an aletear la nariz. Se
estremecÃ*a entera, se excitaba mucho y disfrutaba
restregándose las piernas. Se resistÃ*a a subirse y
montarlo; querÃ*a llevarlo al climax con sus labios,
bebiéndose su lÃ*quido, pero él jamás lo permitió.
A veces, Nelidova observaba la escena por pura
curiosidad, celosa de ver que la muchacha disfrutaba
tanto. Después la pellizcaba y la regañaba
por algo, y entonces volvÃ*a a besar la boca de
la joven, le lamÃ*a los labios y los dientes porque
se contagiaba de la excitación sexual que se habÃ*a
apoderado de Grushenka. A veces, decidÃ*a que
ella misma irÃ*a con su esposo, pero a última hora
cambiaba de opinión y se iba con su amante. Si
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no lo tenÃ*a cerca, ordenaba que una de sus doncellas
satisfaciera su capricho.
Todo iba muy bien, salvo algunos pequeños incidentes.
Por ejemplo, el amo le decÃ*a a Grushenka
que deseaba se hiciera algo muy concreto al
dÃ*a siguiente, y ella, ignorando la gente o los hechos
en cuestión, las pasaba moradas para recordar
exactamente qué le habÃ*a dicho. A veces, la
princesa estaba dormida cuando ella regresaba
del lecho del amo, y entonces permanecÃ*a despierta
el resto de la noche por temor a olvidar. Otras
veces le salÃ*a a Grushenka una erupción en el
rostro, y a la princesa no; entonces temÃ*a ser
descubierta, a pesar de la escasa iluminación del
dormitorio.
Nelidova le contó a su amante la formidable broma
que le estaba gastando a su marido, y lo llevó
a su dormitorio para que pudiera observar el encuentro
amoroso de su marido con Grushenka.
Cuando llegó Gustavus, Nelidova lo presentó a
Grushenka e insistió en que las comparara para
ver si podÃ*a diferenciarlas. Con gran satisfacción
suya, el amante no vaciló un momento, a pesar de
que estaban desnudas. (La verdad es que sólo
Nelidova tomó la palabra, mientras Grushenka
sonreÃ*a calladamente, pues deseaba complacer a
Gustavus, de quien tanto habÃ*a oÃ*do hablar; experimentaba
un romántico afecto por él a través
de Nelidova.)
A Grushenka le gustó Gustavus en cuanto lo
vio. TenÃ*a movimientos graciosos, ademanes elegantes,
manos blancas, finas y cuidadas, que contrastaban
con las de los hombres rusos.
El se aplicó a señalar diferencias entre ambas
mujeres: un lunarcito bajo el omoplato, la forma
diferente del busto, el aroma del cabello. Por supuesto,
su «amor» era más hermosa. Aun cuando
eso la llenara de satisfacción, Nelidova tuvo que
mostrarle que ella era el ama y Grushenka la esclava.
Primero le explicó lo cochina que era Grushenka
por gustarle la verga del prÃ*ncipe y por besarla,
después la obligó a dar vueltas y más vueltas
para enseñarla por los cuatro costados. Finalmente
pellizcó a la muchacha y sugirió que mostrara
su arte besándole la verga a él, pero Gusta-
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vus estaba avergonzado de todo el juego y se
negó.
En aquel instante, llegó el mensaje del prÃ*ncipe.
Grushenka se pasó la mano por el busto y el
pecho como si acariciara su propia piel. Frotó
ligeramente su monte de Venus con los dedos y
abrió los labios unas cuantas veces para tenerlo
todo dispuesto. Después, se puso las zapatillas
azules y se dirigió al dormitorio del prÃ*ncipe.
Nelidova y Gustavus la siguieron. De puntillas,
se apostaron tras el resquicio de la puerta.
Grushenka sabÃ*a que allÃ* estaban los observadores,
y como se habÃ*a sentido humillada por Nelidova,
no siguió el comportamiento habitual. Los
amantes de la puerta podÃ*an ver al prÃ*ncipe en
la cama con sábanas de seda azul, tendido de
espaldas, con los dedos tamborileando el colchón
y los labios cerrados con sensualidad; era la imagen
del hombre que sabe que se le va a satisfacer
muy bien y sin demora. La puerta por la que
acechaban los amantes daba al pie de la cama, y
el monstruoso cuerpo peludo y la enorme barriga
estaban expuestos a la vista.
Grushenka se inclinó y tomó con la mano izquierda
aquellos tesoros deleitables que tanto placer
le causaban, acariciándolos al cogerlos por debajo
y jugando con el ojete. Mientras tanto, tenÃ*a
en la mano derecha el pajarito y lo meneaba.
Este estaba medio dormido, pero dispuesto a
despertar; aquel tratamiento suave lo arrancó
pronto de su sueño. Grushenka no lo besó; le enseñó
maliciosamente la lengua, se relamió los labios
pero no lo tomó en la boca, sino que montó
sobre el prÃ*ncipe.
Los amantes podÃ*an ver perfectamente cómo
cogÃ*a el instrumento entre los dedos de la mano
derecha, cómo abrÃ*a el nido de amor con la izquierda
y cómo PrÃ*apo metÃ*a pronto la nariz en
él nido.
Grushenka se inclinó hacia adelante y, ofreciendo
sus pechos espléndidos a las manos de Alexei,
hizo unos cuantos movimientos de arriba abajo,
con firmeza. De repente, se echó hacia atrás.
Abriendo los muslos todo lo que podÃ*a, sumiendo
el aparato de él profundamente en el nido de ella,
81
se recostó tanto hacia atrás, que los codos casi
le tocaban los talones.
Por supuesto, el amo obeso apenas podÃ*a tocar
parte alguna de su cuerpo en aquella postura.
Gruñendo de excitación, echó una maldición y le
ordenó que se inclinara hacia adelante. Masculló
todas las blasfemias que conocÃ*a, y sus brazos cortos
se agitaron inútilmente en el aire.
Era una estampa cómica: la muchacha cabalgaba
con decidido empeño, y el monstruo agarrotado
tenÃ*a que someterse a su propia excitación,
aunque tuviera unas ganas locas de tocarla. Era
tan gracioso que Nelidova y Gustavus no pudieron
refrenar su hilaridad. Hasta entonces se habÃ*an
mantenido muy juntos, Nelidova con el aparato
de él entre los dedos, mientras él le acariciaba
las partes. Cuando Grushenka absorbió el arma
del prÃ*ncipe, ambos se dieron cuenta de lo exci¬
tadÃ*simos que estaban.
El prÃ*ncipe se sobresaltó. ¿HabÃ*a alguien detrás
de la puerta? Se movió y estuvo a punto de arrojar
a su hermoso jinete para investigar. Grushenka
presintió el peligro y se inclinó hacia delante;
acorralándolo con su cuerpo contra las almohadas,
empezó a cubrir su rostro y su cabeza de caricias
y besos, y esto provocó su eyaculación.
El llegó al orgasmo con una fuerza inusitada y
no pudo hacer más que verter su lÃ*quido ardiente
dentro de ella. AsÃ* los amantes tuvieron tiempo
de escapar. Por supuesto, en la segunda parte,
cuando Grushenka cabalgaba al revés, Nelidova
ya estaba agitándose bajo la presión de su querido
«oficial», sin importarle nada más.
82
6
Cuando el prÃ*ncipe Sokolov viajaba a alguna
de sus propiedades, la princesa solÃ*a arreglárselas
para tener a Gustavus en la casa como invitado.
El prÃ*ncipe estaba siempre edificando y construyendo,
y Gustavus se habÃ*a convertido en su arquitecto.
Por lo tanto, no habÃ*a razón alguna para
malinterpretar su presencia. La princesa iba al
cuarto de su amante mientras Grushenka estaba
con su marido. Tomaban grandes precauciones,
por temor a ver su idilio destruido. Como en Moscú
resultaba muy peligroso introducir de noche a
Gustavus en el palacio, éste alquiló un apartamento
cerca de los Sokolov, y Nelidova se escapaba
de casa por la noche, pasando por una puer¬
tecita trasera, y lo visitaba. AsÃ* lo hizo la noche
de los dramáticos sucesos que pasamos a relatar.
El prÃ*ncipe y la princesa habÃ*an ido a un baile.
Volvieron juntos a casa, ella charlando alegremente,
el prÃ*ncipe callado, como de costumbre,
pero, al llegar, éste le indicó que fuera a su cuarto
en cuanto pudiera. Al llegar a su dormitorio,
la princesa llamó a Grushenka y, mientras ella
cambiaba el vestido de baile por un traje de calle,
sin olvidar ponerse perfume en las axilas y la
entrepierna, la sierva se dirigió al dormitorio del
prÃ*ncipe. Poco después Nelidova abandonaba el
palacio.
El primer asalto entre Grushenka y el amo se
realizó como de costumbre. Grushenka estaba un
poco desganada y cansada aquel dÃ*a; habÃ*a estado
durmiendo antes de que la pareja regresara
al palacio, pero besó a Alexei entre las piernas,
como a él le gustaba y lo cabalgó vigorosamente
después; una cabalgata bastante prolongada porque
ambos parecÃ*an faltos de entusiasmo. Después
83
de haber cumplido con su misión, Grushenka se
tumbó ai lado del prÃ*ncipe y empezó a jugar automáticamente
con su miembro, preparándolo para
el segundo asalto.
Entonces el prÃ*ncipe empezó una conversación,
mascullando las palabras.
—¿Qué te pareció el collar de diamantes que
llevaba puesto esta noche la condesa de Kolpack?
—preguntó.
— ¡Espléndido! —replicó con indiferencia Grushenka.
—¿Piensas ir al té de la condesa Kolpack?
—prosiguió él.
—No lo sé - dijo Grushenka, tratando de imitar
el indolente hablar de su ama y dedicándose
con renovada intensidad a la verga de su amo.
Pero se sintió presa de pánico y horror cuando
el prÃ*ncipe se enderezó de repente, le puso la mano
en la garganta y con la otra la agarró por el pelo.
—¿Quién es la condesa Kolpack? — gritó —.
¿Quién es? ¿Quién es?
En realidad no existÃ*a la tal condesa.
— Pues... pues — fue lo único que logró articular
Grushenka. Se daba cuenta de que el juego habÃ*a
terminado, de que le habÃ*an tendido una trampa.
SabÃ*a que todo estaba perdido.
AsÃ* era. Uno de los sirvientes de Alexei se lo
habÃ*a contado todo. El prÃ*ncipe, que habÃ*a llevado
a cabo una investigación minuciosa y se habÃ*a
enterado de los detalles, sabÃ*a también que en
aquel mismo instante su infiel esposa estaba en
brazos de su amante, pero querÃ*a asegurarse, querÃ*a
saberlo todo de primera mano.
—¿Quién eres? ¡No mientas! — le gritó a Grushenka
aflojando la presión para permitir que contestara.
—¿Que quién soy yo?... —tartamudeó la espantada
sierva —. ¿Acaso no reconoces a tu propia
esposa? ¿Has perdido la cabeza? ¡Que Dios me
perdone! — y se santiguó llena de angustia.
Se oyó el gong. El sirviente, que ya estaba preparado,
entró en el cuarto. Sentaron a Grushenka
en una silla y le pusieron las «botas españolas».
Los bordes de madera de aquella tortura, inventada
durante la Inquisición, oprimieron dolorosa-
84
mente la carne y los huesos de sus pies descalzos,
aun antes de que el sirviente empezara a apretar
las clavijas.
El prÃ*ncipe le interrumpió. Se dirigió a Grushenka
casi en forma ponderada, pidiéndole de nuevo
que confesara quién era.
Ella siguió callada, mordiéndose los labios.
A una señal del prÃ*ncipe, el sirviente dio la primera
vuelta y los pies de Grushenka se entumecieron.
A la segunda vuelta el dolor le atravesó
todo el cuerpo. Gritando, se retorció en la silla
tratando de liberarse. Estaba loca de miedo y dolor,
a pesar de que la madera aún no le habÃ*a
cortado la piel.
Finalmente cedió. Prometió confesarlo todo. Se
aflojó el tornillo, y también su lengua. Entre raudales
de lágrimas, confesó. Al terminar, se arrojó
a los pies del prÃ*ncipe pidiendo misericordia,
no para sÃ* misma, sino para su pobre ama. Alexei
se limitó a fruncir el ceño al oÃ*r sus incoherentes
exclamaciones. Mandó a sus sirvientes que se la
llevaran.
Arrastraron a Grushenka, aullando y gritando,
hasta el cuarto de torturas del sótano. Se encendieron
antorchas, la sentaron en una silla sin respaldo,
pero con brazos. Le ataron los brazos, desde
la muñeca hasta el codo, a los de la silla y, con
una cinta de cuero, la afianzaron sobre el asiento.
Cuando los dos siervos hubieron terminado la
tarea, no supieron qué hacer. La manosearon, se
preguntaron si podÃ*an meterle las vergas en la
boca.
Mientras Grushenka estuvo al servicio de la
princesa, ocupando su lugar en el lecho del amo,
ninguno de los siervos se habÃ*a atrevido a tocarla.
Pero ahora, parecÃ*a estar ya condenada. ¿Por qué
no le iban a sacar algún provecho aquellos sirvientes
antes de romperle los huesos en el potro? Porque,
según ellos, eso era lo menos que podÃ*a hacer
el amo. Sin embargo, el asunto no estaba claro, y
decidieron echar una cabezada hasta que les dieran
nuevas órdenes; ambos se tumbaron en el
suelo, medio dormidos.
Grushenka miró a su alrededor. Tuvo todo el
tiempo necesario para estudiar aquella espantosa
85
sala. A su lado habÃ*a una silla semejante a la
suya. HabÃ*a todo tipo de manijas y maquinarias
debajo del asiento, pero no podÃ*a imaginar para
qué servÃ*an. En medio de la sala estaba el potro
de azotar, al que habÃ*a sido atada por Katerina,
y que era el instrumento de mayor uso: una especie
de silla de montar asentada en cuatro patas,
con anillas y cuerdas para atar al condenado en la
forma más conveniente y fijarlo en la posición
adecuada al castigo. Una de las paredes estaba cubierta
de toda clase de instrumentos de azotar:
látigos, knuts, cintas de cuero y cosas por el estilo.
En otra pared, estaban los bastidores; eran
estructuras en forma de escalera a los que se ataba
a la vÃ*ctima; alrededor habÃ*a palos finos y
gruesos para romper piernas y brazos. HabÃ*a cadenas
y vigas para que el hombre o la mujer que
iban a castigar colgara de tal modo que los brazos
le quedaran torcidos hacia atrás. Salas como
ésta existÃ*an en todas las casas de todos los amos
de aquella época.
Mientras Grushenka observaba aquellos horrores,
el prÃ*ncipe Sokolov ponÃ*a en ejecución el resto
de su plan. Se puso una blusa rusa y botas
altas. Mandó que sus sirvientes hicieran los baúles
y se dirigió a la puertecita trasera, por la cual
tenÃ*a que volver a casa Nelidova. Se sentó en un
taburete bajo observando la puerta; se quedó
allÃ* sentado muchas horas, inmóvil, contemplando
la puerta, sin pegar ojo, ni tan sólo parpadear.
Llegó el alba y con ella Nelidova. Entró caminando
ligeramente, con alegrÃ*a y satisfacción, después
de una espléndida sesión amorosa con Gustavus.
En cuanto hubo cerrado la puerta, el prÃ*ncipe,
bajo, pero extraordinariamente fuerte, se
abalanzó sobre ella, la levantó y se la echó al
hombro, con la cabeza y la parte superior de su
cuerpo colgándole por la espalda. Ella dio un grito
agudo y luchó por liberarse, sin saber quién
la habÃ*a agarrado. El la llevó rápidamente a la
sala en que se encontraba sentada Grushenka.
—Arrancadle la ropa y amarradla a esa silla
—ordenó a los siervos, arrojándola hacia ellos.
El prÃ*ncipe se sentó en un banco de poca altura
y esperó a que se cumplieran sus órdenes. No
86
fue cosa fácil, pues Nelidova libró una tremenda
batalla. Maldijo a los sirvientes, los golpeó con los
puños, los mordió y pateó. Todo en vano. Le arrancaron
la ropa; un nombre le sujetaba las manos
detrás del cuerpo mientras el otro le quitaba prenda
por prenda. Primero la falda, después los pantalones
y las medias. En cuanto quedó desnuda
la parte inferior de su cuerpo, un esclavo metió
Ja cabeza entre sus piernas y, agarrándola de los
pies, se enderezó y se quedó parado, dejando que
ella colgara a lo largo de su espalda, su entrepierna
rodeándole el cuello. El otro hombre cogió un
cuchillo corto y le cortó las mangas desde la muñeca
hasta el hombro, haciendo igual con la blusa
y la camisa.
Cuando estuvo desnuda, la sujetaron a la silla
en la misma forma que a Grushenka, y uno de los
hombres se dirigió al prÃ*ncipe para comunicarle
que ya estaba todo listo. Entonces, éste ordenó a
todos que salieran de la sala.
Para entonces, Nelidova habÃ*a entendido ya perfectamente
la situación, pero exigió con altivez
que la liberara inmediatamente, gritando que Alexei
no tenÃ*a derecho a castigarla igual que a
aquella perra chismosa que tenÃ*a a su lado; que
era culpa suya si lo habÃ*a engañado, porque era
una bestia, un monstruo con quien ninguna mujer
decente querÃ*a acostarse. Le dijo que era repulsivo,
que lo despreciaba y que, de no haber encontrado
sustituÃ*a, hubiera tenido que abandonarlo
abiertamente, y siguió asÃ*. Ciega de rabia, hizo
una confesión total de su amor por Gustavus y declaró
que se casarÃ*a con él en cuanto se hubiera
desecho de su torturador.
El prÃ*ncipe no contestó; examinó a las mujeres
desnudas, asombrado por su semejanza. No sentÃ*a
piedad, ni por ellas ni por él. SabÃ*a todo lo que
estaba confesando Nelidova sin tener que escucharla.
¡Todo era cierto! Lo habÃ*a engañado. Todo
el mundo, excepto él, lo sabÃ*a hacÃ*a tiempo. Lo
habÃ*a desafiado doblemente; habÃ*a puesto a una
sierva en su lecho mientras ella se acostaba con
su amante. Una broma colosal a expensas suyas.
HabÃ*a que castigarla debidamente.
Primero se puso detrás de la silla de Grushenka.
87
Dio vuelta a una manija, y el asiento en que se
encontraba la muchacha bajó; por agujeros del
asiento salieron clavos de madera con las puntas
hacia arriba. Grushenka sintió que le perforaban
la carne de las nalgas. Al mismo tiempo, los brazos
de la silla cedieron al tratar ella, frenéticamente,
de apoyarse en ellos. Los brazos de la silla
se hundÃ*an y no aguantaban su peso; los pies
no le llegaban al suelo y por lo tanto se apoyaba
exclusivamente en los clavos, hundiéndolos en su
carne por su propio peso con creciente dolor.
El prÃ*ncipe se colocó entonces detrás de la silla
de su esposa y soltó los pasadores que sostenÃ*an
el asiento y los brazos. Después se acercó a la
pared y agarró un látigo corto de cuero, antes de
volverse hacia la princesa.
—DeberÃ*a quemar el orificio que me traicionó
y la boca que acaba de insultarme... con hierros
candentes para dejarte marcada por siempre —dijo
en voz baja —. No lo haré. No por que te ame o
te compadezca, sino porque comprendo que estás
marcada de por vida con un estigma más terrible
aún. Eres una criatura de baja ralea, no has nacido
para ser princesa. Fue error mÃ*o el haberte
tomado, y te ruego que me perdones. — Y se inclinó
profundamente mientras ella lo miraba despreciativamente
—. Pero deberás ser castigada para
que sepas quién es el amo. — Estas fueron las últimas
palabras que dirigió a su esposa.
Con sus brazos musculosos se puso a azotarla
con fuerza y firmeza. Empezó por la espalda, desde
los hombros hasta la parte más baja del cuerpo.
El látigo silbaba en el aire, Nelidova gritaba
y lloraba; no podÃ*a estarse quieta. Las puntas de
los clavos le desgarraban la carne a medida que
se retorcÃ*a bajo los golpes. Su espalda, por la que
tanto orgullo sentÃ*a, estaba cubierta de llagas.
Pero el prÃ*ncipe, aún no satisfecho, empezó entonces
con la parte anterior del cuerpo de Nelidova,
le azotó los pies y las piernas; se quedó parado
frente a ella, e inclinándose hacia un lado
la azotó a lo largo de los muslos. Luego pasó al
vientre y, sin ira ni prisa, terminó partiéndole los
pechos con el látigo. Sólo se detuvo cuando comprobó
que todo su cuerpo era una sola herida.
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Nelidova no paró de llorar y gritar, y Grushenka
mezclaba sus gritos a los de su ama, no sólo
porque los clavos le rasgaban la carne, sino también
por compasión. Esperaba recibir el mismo
trato, pero Sokolov procedió de otra forma. Tiró
el látigo, se acercó a ella, la miró a los ojos y le
dijo:
— Hiciste mal. Yo soy tu amo. DeberÃ*as habérmelo
dicho desde el principio.
Y le abofeteó la cara, como lo habrÃ*a hecho con
un sirviente que hubiera olvidado algo. Entonces
salió de la sala dando un portazo.
Las dos mujeres se quedaron allÃ*, sentadas en
los clavos, sin saber qué les reservaba el porvenir.
Nelidova maldecÃ*a a Grushenka y prometÃ*a asarla
hasta que muriera en cuanto pudiera ponerle
las manos encima. GemÃ*a de dolor y trataba de
desmayarse. Grushenka lloraba en silencio y evitaba
mover el cuerpo para aliviar el dolor que le
causaban los clavos. Las antorchas fueron consumiéndose,
y la sala quedó a oscuras. Los sollozos
y los gemidos llenaban el silencio.
El prÃ*ncipe pidió un coche y fue a casa de Gustavus;
estaba decidido a actuar. Despertó a un
sirviente adormilado, le dio un empujón para
abrirse paso, se metió en el dormitorio de Gustavus
donde ya penetraba la luz del amanecer y despertó
al dormido adonis con un puñetazo en la
cara. Gustavus saltó fuera de la cama.
El prÃ*ncipe apuntó con su pistola hacia la silueta
desnuda de su rival, y declaró:
— No son necesarias las palabras entre nosotros.
Si queréis decir una oración, os daré el tiempo
necesario.
Gustavus estaba ya bien despierto; era un adonis
más bien temeroso, pero, al comprobar que no
habÃ*a salvación, se mantuvo muy erguido, cruzó
los brazos sobre el pecho y se enfrentó al hombre
robusto que tenÃ*a delante. Su cuerpo blanco
y esbelto estaba inmóvil.
El prÃ*ncipe apuntó cuidadosamente y le disparó
al corazón. Al salir, arrojó una bolsa de oro
al espantado sirviente que se encogÃ*a de miedo
en el vestÃ*bulo.
— Toma — le gritó el prÃ*ncipe —, con ese dinero
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dale a tu amo un funeral decente. Los arlequines
de su clase no suelen dejar dinero ni para eso.
Se dirigió entonces a la comisarÃ*a de policÃ*a.
Despertó al adormilado teniente que estaba de
guardia y le informó secamente:
— Soy el prÃ*ncipe Alexei Sokolov. Acabo de matar
de un tiro a Gustavus Swanderson. Era amante
de mi mujer, la ciudad entera lo confirmará,
no tengo la menor duda. La policÃ*a no debe perseguirme,
pues de lo contrario, soltaré a mis perros.
Ya lo sabes. Informa de lo que te he dicho
al jefe de policÃ*a. Hoy me marcho a Francia. Espero
invitar al jefe de policÃ*a a mi regreso. Infórmale
de ello. Antes, visitaré al zar en Petersburgo
para que me autorice a ausentarme. (Entonces
la voz del prÃ*ncipe se hizo amenazadora y el teniente
lo entendió perfectamente.) Si el jefe de
policÃ*a quiere tomar medidas al respecto, que envÃ*e
un informe al zar.
Y salió de la comisarÃ*a.
A continuación, fue en coche hasta el apartamento
de su sobrino, teniente en un regimiento
de caballerÃ*a. El asistente no querÃ*a dejar entrar
al prÃ*ncipe en el apartamento de su superior, pero,
en cuanto Alexei dio su nombre, el soldado retrocedió
asustado.
Sokolov abrió las cortinas de la alcoba, y el sol
reveló al teniente dormido estrechamente abrazado
a una muchacha. Ella despertó primero, y
su aspecto resultó terrible. El maquillaje se le habÃ*a
corrido durante la sesión de amor nocturna,
el pecho se le caÃ*a y tenÃ*a las piernas arqueadas.
Era una putilla que dormÃ*a con el teniente a cambio
de unos cuantos kopecks. A él le gustaba hacer
el amor, pero no tenÃ*a con qué comprarse una
buena compañera de cama. Era un muchacho de
veinticinco años, alegre y algo tonto, de buen tipo
y guapo. Estaba agobiado por las deudas; su tÃ*o
rico nunca le habÃ*a dado un céntimo, ni le habÃ*a
ayudado con su influencia porque le resultaba antipático,
igual que el resto de su familia. Pero era
su pariente más próximo, y ahora éste iba a tratarlo
de otra forma.
Sin prestar la menor atención a la golfa que
estaba en la cama o a las preguntas y objeciones
90
del teniente recién despierto, el prÃ*ncipe le obligó
a vestirse y a acompañarlo mientras la muchacha
volvÃ*a a meterse en la cama con un bostezo. El
prÃ*ncipe se dirigió entonces en coche, acompañado
de su sobrino, a casa de su abogado, donde sonó
la campanilla y ordenó al adormilado sirviente
que subiera a decirle al abogado que se vistiera
y bajara inmediatamente.
Se quedaron sentados en el coche, esperando;
el tÃ*o, perfectamente tranquilo, tamborileando con
los dedos, el sobrino nervioso y aprensivo, tratando
en vano de enterarse de qué iba todo aquello.
Por fin el abogado se reunió con ellos y todos regresaron
al palacio. El prÃ*ncipe Sokolov se los
llevó a la biblioteca, puso tinta y papel ante el abogado
y otorgó plenos poderes a su sobrino, nombrándolo
dueño de todo su patrimonio hasta que
dichos poderes fueran anulados. Exigió que se
enviaran ciertas cantidades de dinero a su banquero
de ParÃ*s; añadió una cláusula a su testamento
dividiendo su patrimonio y dejando a su
sobrino la mayor parte. Este no creÃ*a lo que estaba
oyendo. Acto seguido, dictó al abogado el
sumario de una demanda de divorcio contra su
esposa, alegando infidelidad y repudiándola por
completo. Después, mandó traer vodka y té, caminó
con paso firme de un lado para otro de la
habitación, explicando a su atónito auditorio lo
que habÃ*a sucedido, con todos sus pormenores.
Le dijo a su sobrino que esperaba que en el
futuro no siguiera durmiendo con putas tan execrables,
especialmente porque encontrarÃ*a un estupendo
surtido de muchachas a su disposición
en sus propiedades y ya no iba a tener que manchar
su cuerpo con prostitutas baratas. Despachó
a los dos hombres, ordenando a su sobrino que se
diera de baja del regimiento, pusiera en orden sus
asuntos y regresara inmediatamente para hacerse
cargo de todo. Dijo que su patrimonio debÃ*a seguir
prosperando y que, si llegaba a descubrir a su
regreso que las cosas no eran de su agrado, desposeerÃ*a
de nuevo a su sobrino. Y se fue, mientras
el teniente se quedaba allÃ* parado, estupefacto,
sobrecogido aún de sorpresa y felicidad.
HabÃ*an preparado ya dos coches para el viaje.
91
El prÃ*ncipe bajó al sótano, donde se agolpaba una
multitud de mujeres murmurando agitadas. Todas
sabÃ*an lo sucedido. Grushenka se habÃ*a desmayado,
pero Nelidova seguÃ*a quejándose, colgada de
su silla, destrozada. El prÃ*ncipe ordenó a las doncellas
que soltaran a las dos mujeres y las llevaran
al cuarto de Nelidova. Despertaron a Grushenka
de su desmayo y la enviaron a su cama. El
prÃ*ncipe mandó vestir a la princesa; cuando trataron
de ponerle la camisa y los pantalones gritó
de dolor porque su cuerpo lacerado no podÃ*a soportar
el contacto de la tela. Pero la vistieron a
toda prisa, porque la mirada fija del prÃ*ncipe las
incitaba a apresurarse.
Cuando estuvo lista Nelidova, la llevaron a uno
de los coches. El prÃ*ncipe ordenó a tres de sus
hombres de mayor confianza que se metieran también
en el coche, que la llevaran a la casa de su
tÃ*a sin detenerse en el camino, y que le dieran de
comer sin apearse.
— Que ensucie sus pantalones — agregó —, pero
que no salga del coche ni un segundo. Es vuestra
prisionera, y si no obedecéis a mis órdenes os
mataré.
El coche se alejó. Nada más se supo de Nelidova,
ni del prÃ*ncipe, salvo que éste obtuvo el divorcio
y volvió más tarde a sus tierras, como lo
demuestran las actas de su divorcio.
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