grushenka 2

jaimefrafer

Pajillero
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Jun 23, 2008
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A la mañana siguiente, muy temprano, gritos
agudos despertaron a Grushenka; habÃ*a dormido
profundamente en la que le pareció la mejor cama
de toda su vida. Miró a su alrededor con ojos llenos
de asombro: un centenar de mujeres y chicas
animaban el dormitorio, bostezando, gritando,
charlando y riendo alborotadamente mientras se
lavaban, se vestÃ*an, bromeaban y recibÃ*an órdenes
de apresurarse. En realidad, sólo habÃ*a sesenta
y tres sirvientas alojadas allÃ*, y su edad variaba
entre los quince y los treinta y cinco años, más
o menos. Las mujeres más jóvenes y más viejas
no vivÃ*an en el palacio de la ciudad.
Las muchachas se vestÃ*an con toda clase de ropas,
según sus funciones; las fregonas llevaban
ropas oscuras de lana; las lenceras y las muchachas
encargadas de la plata, un uniforme blanco;
el equipo de costura, vestidos de telas floreadas.
Las camareras y doncellas de la princesa, unas
ocho o diez, y las favoritas del prÃ*ncipe, dormÃ*an
cerca de los aposentos de sus amos. Algunas mujeres
de edad, privilegiadas, y las cocineras, tenÃ*an
sus cuartos en el sótano.
Pronto estuvieron en el sótano, sentadas en largos
bancos en una sala contigua a la cocina, sorbiendo
grandes cantidades de sopa humeante y de
pan blanco. Katerina cuidaba siempre de que los
sirvientes comieran en abundancia; no porque
se preocupara por sus deseos y aficiones, sino porque
deseaba tenerlos contentos y saludables para
que pudieran cumplir debidamente con sus obligaciones.
Katerina era muy maniática al respecto,
y cualquier holgazán podÃ*a estar seguro de ser
azotado, o recibir un castigo peor aún.
Después del desayuno, ordenaron a Grushenka
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que fuera al cuarto de baño, pero no pudo imaginar
por qué. Nunca anteriormente se habÃ*a bañado
más de una vez al mes; el baño era caro,
porque suponÃ*a leña para el fuego. Pues bien, ahora
la estaban bañando y restregando otra vez con
gran esmero. Las encargadas del baño debÃ*an limpiarla
cada dÃ*a detenidamente, después del desayuno,
so pena de ser severamente castigadas.
Las bañeras no quisieron arriesgarse: la restregaron,
frotaron y limpiaron por todas partes. Acto
seguido le dijeron a Grushenka que llevara su
ropa colgada del brazo y que esperara a Katerina
en el probador. AllÃ* estaba ahora, sentada en un
arca de encina llena de sedas y valiosos bordados,
tiritando después del baño, agarrada a su ropa.
Muchas doncellas atravesaban de un lado para
otro la habitación; algunas le hacÃ*an un gesto
amistoso, las más ni se fijaban en ella.
Finalmente apareció Katerina y, al ver a Grushenka,
se aproximó a un armario, del cual sacó una
caja de polvos y una enorme borla. Le enseñó
cómo deberÃ*a empolvar todo su cuerpo, sin omitir
parte alguna. Recordó entonces, de repente, que
debÃ*a afeitarla: mandó a buscar a Boris, que no
tardó en llegar cargado con su equipo de navajas
y jabones.
—Ya oÃ*ste lo que dijo ayer su alteza —dijo, dirigiéndose
al peluquero—. AfeÃ*tale los pelos de las
axilas y de la entrepierna. Pero no vayas a cortarla,
hemos pagado mucho por esta perra.
Boris le ordenó a Grushenka que sostuviera los
brazos en alto, y le enjabonó y afeitó las axilas
muy limpia y rápidamente. Entonces levantó la
mirada para ver si Katerina estaba todavÃ*a allÃ*;
nunca habÃ*a afeitado a una muchacha entre las
piernas, y querÃ*a aprovecharse, pero Katerina seguÃ*a
allÃ*, firme, apoyada en un bastón de encina
mientras miraba severamente a Boris, quien desvió
su mirada.
A continuación, Grushenka fue tendida en una
mesa, con las piernas abiertas. Katerina pudo comprobar
que las marcas de las varas adquirÃ*an un
color violáceo.
—Tiene la piel más suave que ninguna —pensó
la vieja gobernanta, pero sin la menor piedad,
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más bien con la decisión de azotar más a menudo
a la muchacha, para acostumbrarla.
Grushenka temblaba nerviosamente mientras
Boris, con la tijera, cortaba los largos rizos de
su monte de Venus. Luego la enjabonó con la brocha
sin cuidar los labios de la deliciosa cueva, y
finalmente estiró la piel con dos dedos de su mano
izquierda. Después pasó la navaja suavemente,
cortando el vello junto a la piel blanca. Empezó a
meter los dedos entre la abertura como para tensar
mejor la piel, pero Katerina lo golpeó con su
bastón, y el hombre renunció. Después, le aplicó
una toalla húmeda y el trabajo quedó terminado.
El nido de amor de Grushenka permanecÃ*a
abierto. Los finos labios rojos estaban ligeramente
separados, labios más bien largos, con el orificio
de entrada muy bajo, cerca del orificio posterior,
que era pequeño y bien contraÃ*do. Boris tenÃ*a una
erección palpitante, y estaba loco por aprovechar
aquel precioso tesoro; hubiera querido besarlo un
poco, tocar con su lengua sus bordes desnudos,
pero Katerina lo despidió, y tuvo que solazarse
con algo menos tentador. Rondaban por allÃ* unas
cuantas mozas enamoradas de su fuerte verga, y
no tardó en encontrar un rincón oscuro y una
joven consentida.
Katerina llamó a un par de muchachas del cuarto
de costura contiguo y mandó que vistieran
a Grushenka con ropas de la princesa para comprobar
si realmente servirÃ*a de modelo para los
nuevos vestidos de verano. Le pusieron largas
medias de seda y una camisa con cintas doradas;
después, pantalones largos, ajustados por medio
de cintas a los tobillos, un corpino carmesÃ* sin
ballenas. (Las varillas de ballena se empleaban
en aquellos tiempos en Europa occidental, pero no
en Rusia, donde las elegantes preferÃ*an mostrar
los pechos con los pezones fuera del escote.) Una
túnica, que reemplazaba la blusa y la falda le fue
ajustada y abrochada, y sobre ella le colocaron un
abrigo largo y flexible, con los brazos desnudos
por debajo. Durante todo el proceso las muchachas
del departamento de sastrerÃ*a habÃ*an abandonado
sus tareas y contemplaban llenas de curiosidad.
Cuando Grushenka estuvo lista y la mandaron
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pasear por la habitación dando vueltas y exhibiendo
el traje y a la modelo, las observadoras aplaudieron
y patearon.
—¡Es nuestra princesa! —exclamaron—. ¡Es
exacta que ella! ¿Cómo es posible?
Katerina oyó las exclamaciones y rebosó de satisfacción.
SÃ*, habÃ*a encontrado el maniquÃ* para
su ama.
Entonces se le informó a Grushenka que serÃ*a
empleada desde aquel momento como modelo de
su alteza. Se inició para ella un largo perÃ*odo de
espera y sueños, sueños y espera, hasta que algún
modisto llegara y le pusiera algo, dándole vueltas
y más vueltas, probando, admirando su habilidad,
o maldiciendo a las costureras que habÃ*an hecho
mal su trabajo.
Aquellas pruebas le resultaron al principio muy
desagradables a Grushenka, porque todos aquellos
artesanos, hombres y mujeres, algunos siervos,
otros libres, que se consideraban artistas, le tocaban
todo el cuerpo y se tomaban muchas libertades
con ella. Tanto más cuanto que era una copia
perfecta de su señora, ante quien aquellos hombres
se arrastraban. Por lo tanto, les resultaba una
broma encantadora sobarle los pechos, pellizcarle
los pezones y juguetear como querÃ*an con su nido
de amor.
Esto es lo que Grushenka odiaba más que nada,
y trataba de apartarlos, pero lo único que conseguÃ*a
era que le pincharan un alfiler en las nalgas
o el pecho. Por lo tanto acabó acostumbrándose,
sobre todo tras descubrir que, cuando se resistÃ*a,
la molestaban aún más y, cuando permanecÃ*a quieta,
los hombres no se mostraban tan pesados.
Por lo general las cosas ocurrÃ*an asÃ*: un ayudante
de sastrerÃ*a, que tenÃ*a órdenes de probarle
algo, metÃ*a los dedos en su nido de amor, diciendo
:
—Buenos dÃ*as, alteza. ¿Qué le pareció ayer noche
la polla del prÃ*ncipe?
Y riendo de su propio chiste, se ponÃ*a manos a
la obra.
AsÃ* pasaron meses y meses, al principio en el
palacio de Moscú, después en una de las grandes
propiedades en el campo; meses de espera y sue-
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ños. Mientras tanto, por supuesto, Grushenka llegó
a conocer perfectamente a todo el personal. OÃ*a
los chismes acerca del prÃ*ncipe, borracho y brutal,
a quien la princesa odiaba, aunque simulaba lo
contrario; del joven amante que habÃ*a tomado la
princesa; de cómo obligaba a su doncella a hacer
el amor con él para satisfacer su insaciable apetito.
Pero Grushenka oÃ*a todas aquellas historias
sin fijarse demasiado, y al parecer tampoco se fijaban
en ella los demás. Era difÃ*cil adivinar en
qué estarÃ*a pensando; quizá en las nubes que pasaban
sobre ella, o en el pájaro del árbol que asomaba
por la ventana.
Pero, un dÃ*a, cambió toda su vida. La princesa
habÃ*a salido a una fiesta que terminó mal. Hasta
su amante la habÃ*a descuidado y coqueteado descaradamente
con una de sus rivales. La princesa
habÃ*a bebido demasiado y peleado con otra dama.
Su esposo, el prÃ*ncipe, furioso por sus modales,
la habÃ*a abofeteado violentamente al traerla a
casa en coche.
Nelidova estaba hecha una fiera. Acusaba a
todos, menos a sÃ* misma. El látigo caÃ*a a placer
sobre las espaldas de las muchachas que la desvestÃ*an,
y a pesar de todo no consiguió apaciguar
su ira. Al ver en el suelo su vestido de brocado
con rayas plateadas, recordó de pronto que Grushenka
lo habÃ*a probado para que ella lo aprobara
la tarde anterior. En aquel estado de delirio, imaginó
que el vestido, y por lo tanto la muchacha
que lo habÃ*a llevado, eran responsables de todas
sus desgracias.
Eran las dos de la madrugada, y Grushenka estaba
profundamente dormida cuando la sacaron,
desnuda, de la cama. Ebria de sueño y consciente
de que no habÃ*a cometido falta alguna, la muchacha
compareció ante su ama. La princesa, acostada
ya, la acusó en los términos más rastreros
de haberla inducido a ponerse un vestido que no
la favorecÃ*a. Ordenó que una de sus camareras
azotara a Grushenka en la espalda con el látigo
de cuero que siempre tenÃ*a a mano encima del
tocador.
Otra doncella se colocó de espaldas delante de
Grushenka, cogiéndola por los brazos, y la levantó
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sobre sus hombros, arqueándose de tal modo que
los pies de Grushenka colgaban, dejándola indefensa,
la espalda expuesta. El castigo no tardó en
hacerse sentir.
Los golpes silbaban en el aire. Espaldas, hombros
y nalgas recibÃ*an una lluvia de latigazos.
Grushenka ignoraba que la muchacha que la azotaba
desplegaba toda su habilidad para hacer mucho
ruido con el látigo cuidando de no magullar
demasiado la carne, porque estaba furiosa con su
ama y compadecÃ*a a la vÃ*ctima inocente. A pesar
de todo, el castigo fue espantoso, y Grushenka gritó
y pateó en el aire todo lo que pudo. La princesa,
en la cama, descubrÃ*a los dientes en una expresión
de rabia y crispaba los dedos con sus
largas uñas en forma de garras, como si deseara
arrancar la piel de la muchacha.
Sin esperar órdenes, la muchacha dejó caer el
látigo, como si estuviera agotada; Nelidova no le
dijo que siguiera porque de pronto se encontró
indispuesta por todo el alcohol que habÃ*a ingerido.
Entonces bajaron a Grushenka, quien, llevándose
las manos a su espalda dolorida, salió del cuarto
caminando con las piernas abiertas.
En aquel momento los ojos de la princesa se fijaron
en el hermoso monte de Venus de Grushenka,
que, afeitado como de costumbre, estaba descubierto.
La princesa se quedó mirando porque
aquella parte era totalmente distinta de la suya,
y aun cuando se suponÃ*a que el cuerpo de la
joven era semejante al suyo, aquella hendidura
era indudablemente una excepción.
Nelidova no mencionó aquella diferencia, pero
siguió pensando en ella. Le habÃ*an dicho en una
ocasión que, al parecer, su hendidura no era normal
pero no recordaba por qué.
En aquella época, visitaba Moscú un español
aventurero que vivÃ*a de su ingenio, hidalgo sin
duda, pero de dudosa reputación, y busca-fortunas.
Lo admitÃ*an en la aristocracia porque representaba
la muy admirada cultura occidental, considerada
como superior; y también porque sabÃ*a contar
historias osadÃ*simas y toda clase de chismes
de alcoba de damas y caballeros muy conocidos
en ParÃ*s, Londres y Viena.
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Aquel tenorio de ojos brillantes y bigote corto
(no llevaba la barba larga como la mayorÃ*a de
los rusos) tenÃ*a la reputación de besar a las damas
en la entrepierna, cosa que un noble ruso jamás
harÃ*a, moda que habÃ*a sido importada últimamente
de Italia o ParÃ*s, o por lo menos asÃ* decÃ*an.
Nelidova se haba empeñado en conquistar a aquel
caballero con esta finalidad.
Una noche se las arregló para sentarse a su lado
ante la mesa de juego y colocó un montón de rublos
de oro entre ambos, empujándolo hacia él con
el codo. No reclamó el oro que habÃ*a dejado a su
lado. Por supuesto, el caballero aprovechó la oportunidad
y, más tarde, aquella misma noche, paseó
junto a ella por el parque, donde ambos se sentaron
en un banco.
Las palabras de aquel hombre fluÃ*an como un
rÃ*o romántico. Según decÃ*a, admiraba los hermosos
pies de la princesa, que despertaban su pasión
hasta el punto de que debÃ*a besarlos allÃ* mismo.
Empezó por los pies y subió tiernamente por las
pantorrillas y los muslos, que besó con fervor.
Nelidova, aparentemente subyugada por aquel ardor,
se habÃ*a inclinado hacia atrás abriendo ligeramente
y con aprensión sus bien formadas piernas,
de modo que la abertura de sus pantalones
permitiera cualquier deseada penetración.
El hidalgo abrió la rendija con dedos aristocráticos,
cubriendo de besos la parte inferior del vientre
y aproximándose poco a poco al blanco. Besando,
besando, alcanzó con los labios los bordes
de la entrada.
De repente, se detuvo. Dio un beso rápido al
orificio y se enderezó repentinamente sin hacer
lo que ella estaba tan dispuesta a aceptar.
Aquella noche, al volver a casa, Nelidova investigó
ante el espejo qué defecto tenÃ*a su cueva. SÃ*,
los labios eran gruesos y flaccidos y dejaban bien
abierta la entrada que deberÃ*an cerrar; pero todas
las mujeres casadas la tenÃ*an asÃ*. ¿Qué ocurrÃ*a,
pues, con la suya? En todo caso, aquella noche
Nelidova ordenó que una de sus camareras
le hiciera el amor durante horas, y cuando la muchacha
se cansó y dejó de frotarle el clÃ*toris con
la lengua con la suficiente rapidez y fuerza, la
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amenazó con azotarla, si no actuaba con mayor
eficacia.
¿Cómo podÃ*a Grushenka tener un nido de amor
más hermoso que el suyo? ¿Por qué no le pareció
atractivo a aquel bribón y bellaco aventurero español?
Una tarde en que Nelidova estaba tendida
en su sofá, decidió salir de dudas y mandó
buscar a Grushenka.
Ordenó a la muchacha que se desnudara y se
alegró al ver las marcas azules y violetas de los
azotes, especialmente en el lado del cuerpo donde
el látigo habÃ*a cortado la carne. Le dijo a Grushenka
que se acercara mucho a ella con las piernas
abiertas, para que pudiera examinarla.
SÃ*, su nido de amor estaba muy bien hecho;
la princesa tuvo que reconocerlo para sÃ*, a pesar
de la ira que sentÃ*a. Los labios eran delgados y
rosáceos, y cortaban el óvalo del monte de Venus
en una curva suave que no sobresalÃ*a, hinchada,
como la suya. Hizo que Grushenka mantuviera
abierto el orificio con sus dedos. El orificio era
hondo y de un rojo vivo, y el pasaje tenÃ*a su entrada
al lado de un agujerito en la parte inferior
del cuerpo, entre las piernas.
Con los ojos fijos en la bellÃ*sima cueva, pero
sin tocarla, Nelidova empezó a hacer preguntas.
—¿Cuándo te follaron la última vez? —empezó.
Pero Grushenka no entendió el significado de la
pregunta. La princesa tuvo que insistir:
—¿Cuánto tiempo hace que te la metieron?
Grushenka entendió por fin lo que le preguntaban,
y contestó con firmeza:
—Ningún hombre me ha tocado nunca, alteza.
Soy virgen.
—¡Oh! —pensó la princesa—. ¡Por supuesto!
Cuando estaba yo con las monjas, mi nido de amor
era sin duda igual al de ella. Pero desde que ese
viejo bastardo (naturalmente, estaba pensando en
el prÃ*ncipe) me metió su maldito aparato...
Pero dijo, en voz alta, riendo:
— ¡Yo te lo arreglo, criatura, y ahora mismo!
¡ Con que nunca te han follado! Sigues siendo una
flamante doncella ¿eh? Túmbate ahÃ* y verás qué
pronto te lo solucionamos.
Se levantó del sofá algo animada; disfrutaba
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imaginándolo. Era una idea espléndida y le ayudarÃ*a
a pasar el rato entretenida. ¿A quién llamarÃ*a
para la tarea? ¡Ah, sÃ*! al escudero, ese tipo
de hombros anchos, con el pelo revuelto. Su pelo
rubio contrastarÃ*a con el negro de Grushenka.
Nelidova habÃ*a contemplado a ese Iván alguna vez
con algo de deseo (llamaba Iván a todos los sirvientes)
y más de una vez habÃ*a examinado sus
brazos y sus piernas musculosos y fijado la mirada
en la bragueta de sus pantalones. Lo habrÃ*a probado,
pero no sentÃ*a el menor deseo por un amor
tan bestial como el de su marido. Sin embargo,
era el hombre adecuado para violar a la estúpida
masa inerte destartalada en el sofá.
Iván habÃ*a estado cargando heno. Al llegar con
sus pantalones de lino y la camisa abierta, todavÃ*a
llevaba briznas de heno enganchadas a la ropa
y al cabello y olÃ*a a establo. Entre tanto las cinco
o seis camareras que siempre andaban alrededor
de su ama no habÃ*an perdido el tiempo. Disfrutaban
por anticipado, como ella, del espectáculo
que se avecinaba. HabÃ*an colocado una almohada
debajo del trasero de Grushenka; con muchas risas
la habÃ*an untado con pomada metiendo los
dedos en su nido de amor y la compadecÃ*an burlonamente,
diciéndole que iban a desgarrarla.
Grushenka estaba inmóvil, cubriéndose el rostro
con las manos, incómoda e inquieta. HabÃ*a quizás
estado soñando con el amante a quien se habrÃ*a
de entregar. Quizás lo habÃ*a convertido en
un héroe romántico, un hombre de la luna. Y allÃ*
estaba, esperando ser seducida por un escudero.
•—Iván —dijo la princesa—. Te he hecho llamar
porque esta pobre muchacha se ha quejado de que
ningún hombre le ha hecho el amor y de que su
virginidad le estorba terriblemente. Te he elegido
para que la desvirgues de una vez. Anda, muchacho,
haz feliz a una pobre doncella anhelante. Saca
la polla y follatela.
Iván se quedó desconcertado, paseando la mirada
de su ama a la forma desnuda en el sofá, y de
ésta a aquélla. Movió los dedos como si tuviera
una gorra en la mano y le diera vueltas, pero se
quedó quieto. ¿SerÃ*a una trampa, o hablarÃ*a en
serio? La princesa empezaba a impacientarse.
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— ¡Bájate los pantalones y adelante! ¿No me
oyes? —le gritó.
Iván abrió sus pantalones, que cayeron automáticamente
a sus pies, y se levantó la camisa por
encima del ombligo. Los ojos de todas las muchachas,
menos los de Grushenka, se clavaron en
su fuerte y bronceado instrumento, que colgaba
indiferente, inapto para la tarea que se le encomendaba.
—Ahora, vé a dar un beso a tu novia -—prosiguió
la princesa, inclinándose sobre la mesa-tocador
y frotándose entre las piernas con la palma de
la mano, pues sentÃ*a que se excitaba.
Lentamente, Iván avanzó hacia el sofá. Entonces,
decidido a seguir adelante, retiró las manos
de Grushenka, que le cubrÃ*an la cara, se inclinó
y la besó en la boca. Las camareras aplaudieron.
Pero Grushenka yacÃ*a tan inerte que Iván volvió
a perder todo impulso; cambió de postura,
miró a la joven desnuda y a las demás y no hizo
nada, su verga seguÃ*a en el mismo estado de flaccidez.
La princesa fue quien tuvo que volver a levantar
los ánimos.
—Móntala, imbécil —le gritó—•. Y tú —señalando
a una de sus muchachas con el dedo— sóbalo
o bésalo, pero ¡que se le ponga tiesa de una
vez al muy cerdo!
Y se hizo según su deseo. Iván, con los movimientos
entorpecidos por los pantalones, que le
habÃ*an caÃ*do a los tobillos, se tumbó sobre Grushenka.
Una de las camareras, obedeciendo las órdenes
de Nelidova, le acarició la verga con dedos
hábiles. Otra muchacha, atraÃ*da por sus firmes
nalgas desnudas, se puso a apretujarlas un poco
y le metió un dedo por la entrada trasera, como
en broma.
Iván era un hombre robusto y rudo, por lo que
no es de extrañar que su vara empezara a hincharse
y crecer rápidamente con ese trato. Y, de repente,
se puso a disfrutar del trabajo que le habÃ*a
sido encomendado. Su vara se convirtió en dura
lanza, sus nalgas musculosas se pusieron en movimiento
y trató de frotar su voluminoso aparato
en el vientre de Grushenka, pero la camarera aún
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lo tenÃ*a en la mano y no parecÃ*a dispuesta a desprenderse
de tan lindo juguete.
Grushenka mantenÃ*a las piernas muy juntas y
apretaba con tanta fuerza las rodillas, que le dolÃ*an.
Pero Iván luchó por abrirse paso entre sus
muslos con su fuerte mano, y con un gesto brusco
le levantó la pierna derecha casi hasta el hombro.
AsÃ* llegó a introducir sus piernas entre las de
ella, con el arma firmemente dirigida hacia el
blanco. La resistencia de la muchacha lo habÃ*a
excitado^ pero lo que siguió por poco lo hace estallar.
En el momento en que la verga tocó a Grushenka,
la apatÃ*a de ésta desapareció. Con un grito
salvaje, inició su defensa. Iván la tenÃ*a rodeada
con sus brazos, el izquierdo sobre el hombro derecho
de ella, el derecho sobre el centro de su
espalda. El estrecho abrazo y el peso del hombre
impedÃ*an que la muchacha pudiera sacárselo de
encima, pero la dejaban mover nalgas y piernas,
y asÃ* lo hizo cuando la peligrosa verga rozó su
nido de amor. La princesa, que habrÃ*a matado a
un siervo que no cumpliera sus órdenes, estaba
encantada viendo aquella lucha, y se metió la
mano por el camisón para acariciar su palpitante
clÃ*toris con los dedos.
Iván trataba de abrirse paso; movió su mano
derecha bajo las nalgas de la agitada muchacha,
levantó las suyas y trató de encontrar la entrada
dando violentos golpes con la verga. Finalmente,
la muchacha que habÃ*a estado acariciando sus nalgas
acudió en su auxilio. Dio la vuelta al sofá y
agarró la otra rodilla de Grushenka, levantándola
hasta el hombro: de esa forma el orificio virginal
quedaba sin protección, bien abierto. La
otra muchacha cogió el instrumento de Iván y lo
enderezó hacia el orificio rosado.
— ¡Ahora! —gritaron todas las mironas; Iván,
dándose cuenta de que ya estaba en buena postura,
bajó con fuerza su arma. Apretando con su
mano derecha las nalgas de la muchacha y gracias
a un empujón firme y lento metió la verga
por el orificio hasta el glande.
Grushenka lanzó un grito terrible, tras lo cual
se quedó quieta, como un cadáver. Iván estuvo
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avanzando y retrocediendo unos momentos hasta
que, gimiendo con pasión, se dio cuenta de que
no podÃ*a resistir más, y descargó con arrebato,
llenándola de su ardiente fluido. Sus músculos se
aflojaron, y quedó tendido sobre ella, agotado y
embrutecido.
La princesa estaba furiosa; las camareras, frustradas.
HabÃ*an esperado presenciar un buen encuentro
amoroso y todo habÃ*a terminado casi antes
de empezar: sólo quedaban allÃ* dos cuerpos
inertes, uno encima de otro. Aquello no tenÃ*a nada
de divertido.
— ¡Fuera de aquÃ*, bestia! —ordenó la princesa—.
¡Vuelve a tu establo y no salgas más de allÃ*!
¡Estos siervos son demasiado estúpidos hasta para
joder!
(Pero contemplaba con interés su verga aún tiesa,
mientras él la sacaba rápidamente de su escondite,
cubierta de sangre.)
Iván recogió sus pantalones, dejó caer la cabeza
y salió de la habitación como un hombre derrotado.
No se atrevió a levantar la mirada hacia
Grushenka. Estaba tendida en el sofá, muy pálida,
como un cadáver, con la parte central de su
cuerpo arqueada aún por la almohada que tenÃ*a
debajo, la sangre brotando de su herida y deslizándose
por los muslos y la almohada. Se habÃ*a
desmayado, y saltaba a la vista que se encontraba
en muy mal estado. Desalentada, la princesa
mandó que la sacaran de su cuarto.
¿Qué clase de chica era aquélla, que no soportaba
siquiera un coito? Eso lo comentaba más tarde
Nelidova a una dama con quien tomaba el té
mientras le contaba la historia, y añadió: ¡Esos
campesinos son demasiado torpes! La dama no estaba
de acuerdo. Le contestó que solÃ*a organizar
fiestas para algunas de sus doncellas y siervos en
las que se producÃ*an espectáculos estupendos, que
admitÃ*an todas las formas de amar. Y prometió
que invitarÃ*a a Nelidova la próxima vez, en calidad
de espectadora, cosa que la princesa aceptó
con mucho agrado.
Mientras tanto Grushenka estaba en su cama, y
Katerina la atendÃ*a. Esta se mostraba aprensiva,
pues semejante episodio podÃ*a acarrear un emba-
55
razo, y, aun cuando conocÃ*a el modo de provocar
un aborto, sabÃ*a que la silueta de Grushenka podÃ*a
sufrir algún cambio, precisamente en el momento
en que la muchacha estaba resultando de
tan gran utilidad. Las escenas que solÃ*a provocar
la princesa después de sus pruebas habÃ*an desaparecido
desde que Grushenka la habÃ*a reemplazado
como maniquÃ*. Por lo tanto, Grushenka fue lavada,
limpiada y, a pesar de sus protestas, tuvo que
aguantar un lavado de agua caliente con unos polvos
disueltos. Después, le pusieron una toalla húmeda
entre las piernas, lo que no menguó el dolor
del orificio desgarrado. TendrÃ*a todavÃ*a que superar
el choque nervioso causado por la violación.
La dejaron en cama todo el dÃ*a siguiente, y la
vieja gobernanta se fue, mascullando:
— ¡Qué chica tan blanda! ¡Qué chica tan
blanda!
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4
Las semanas que transcurrieron después de su
violación fueron, quizá, las más felices de la juventud
de Grushenka. Estaba más guapa que nunca
y pasó a ser una auténtica belleza. HabÃ*a despertado;
sus dÃ*as de ensueño habÃ*an terminado
dejando lugar a una gran vivacidad y a un excelente
humor. SentÃ*a ganas de divertirse y con frecuencia
bromeaba con las demás muchachas y el
personal de la sastrerÃ*a; a veces la castigaban
aún y tenÃ*a que quedarse en un rincón oscuro,
o recibir algunos latigazos. No eran castigos severos.
La joven tenÃ*a tal aspecto de lozanÃ*a, alegrÃ*a
y felicidad, que nadie se enfadaba realmente con
ella.
Las razones de su cambio se debÃ*an a que pocos
dÃ*as después de perder su virginidad, habÃ*a ido
a presentar a su ama un traje nuevo —algo azul
y vaporoso, con muchos lazos y encajes. La princesa
se mostró complacida, y, como por casualidad,
le ordenó que le enseñara su hermoso nido
de amor; querÃ*a ver qué cambios habÃ*a sufrido
la linda ciudadela rosada como resultado del asalto
que le habÃ*an infligido.
Obediente, Grushenka levantó cuidadosamente
su vestido por delante; otra muchacha abrió la
rendija de los pantalones de la bella modelo, y la
princesa pudo mirar a gusto: no habÃ*a habido
cambio alguno. Nelidova pensó que un solo apareamiento
no podÃ*a causar grandes trastornos; en
cambio, si la florecilla rosada experimentaba con
mayor frecuencia el aguijón de la abeja, los delgados
labios rosados se volverÃ*an sin duda gruesos
y vulgares. Ordenó entonces a Katerina que a partir
de aquel momento Grushenka fuera poseÃ*da a
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diario, y que le facilitara cuantos machos quisiera,
con el fin de que se cumpliera su deseo.
A Katerina le disgustó mucho aquella orden, y
no podÃ*a comprender a qué se debÃ*a. Pero, ¿qué
podÃ*a hacer? Cambió la cama de Grushenka a un
cuarto del sótano y, después de la cena, dio instrucciones
a la muchacha. Le entregó una pomada
y le dijo que, diariamente después de la cena, deberÃ*a
untar con ella el valle donde habrÃ*a de librarse
la batalla. Aquella pomada eliminarÃ*a los
agentes de paternidad que pudieran abrirse paso
hasta su matriz. Las irrigaciones que se harÃ*a después
la preservarÃ*an aún más de toda posibilidad
de preñez.
Envió al cuarto de la muchacha a un establero,
un hombre pelirrojo, cubierto de pecas y de baja
estatura, que sonreÃ*a con deleite. Se controlaba el
ejercicio amoroso de los sirvientes, pero de vez en
cuando se les daba permiso. Les parecÃ*a más que
insuficiente y siempre andaban buscando alguna
oportunidad. Cuando se formaba una pareja de
siervos, se les permitÃ*a casarse; el amo les concedÃ*a
entonces una cabana y un poco de tierra que
habrÃ*an de labrar sin dejar por ello de trabajar
en la del amo. Cuando aparecÃ*a embarazada una
de las muchachas, el amo ordenaba que uno de
sus hombres se casara con ella.
Era como una fiesta cuando se les permitÃ*a hacer
el amor, y por lo general el encuentro se llevaba
a cabo en el heno de los establos, o en algún
rincón del campo. Pero ¡un buen asalto en una
cama, con la autorización de llegar al lÃ*mite, era
un auténtico placer! Cuando llegó la noticia al
establo, los hombres echaron suertes, y el pelirrojo
fue envidiado por todos.
Grushenka estaba sentada, muy molesta, en su
cama. Tapaba con una mano los pechos y con la
otra aplastaba su traje contra su cuerpo. Con voz
plañidera suplicó que no la poseyera, que la dejara
tranquila. Aún sentÃ*a la impresión que le habÃ*a
causado el trato de Iván.
Pero el pelirrojo opinaba lo contrario. Tiró los
zuecos al aire, se quitó la camisa y el pantalón y
aseguró a la asustada muchacha que todo serÃ*a
como en su noche de bodas y que no iba a necesi-
58
tar ayuda, como Iván. ¡Qué va! HarÃ*a la tarea él
solo, y a conciencia.
Cuando se quedó desnudo ante ella, con su aparato
dispuesto para el placer, Grushenka no supo
qué hacer. Se arrodilló a sus pies y le suplicó que
la dejara; él la cogió por los pelos y apretó su
cara contra su vara palpitante; rió a carcajadas
cuando ella intentó zafarse. Después la levantó
en vilo... y la arrojó sobre la cama.
—Si se tratara de un encuentro furtivo en el
bosque —explicó— lo harÃ*amos con la ropa puesta.
Pero te quiero desnuda, mi querida novia. Es
mucho mejor.
Empezó a desabrocharle la falda y a quitársela.
Grushenka se dio cuenta de que la resistencia serÃ*a
inútil, y que le romperÃ*a la ropa —y eso significaba
latigazos—, por lo tanto se quitó ella misma
la blusa y los pantalones, mientras su amantea-
la-fuerza agradecÃ*a su cambio de actitud.
Cuando estuvieron pecho contra pecho Grushenka
volvió a suplicar e implorar. Era muy hermosa,
y el pelirrojo no tenÃ*a por qué lastimarla.
Le prometió ser cuidadoso y le explicó que, como
era buen muchacho, no le harÃ*a ningún daño, que,
en realidad, le iba a gustar y que, si seguÃ*a sus
indicaciones, los dos podrÃ*an disfrutar de lo lindo.
La asustada muchacha prometió hacer lo que
él dijera y el hombre empezó con mucho cuidado.
Acarició un ratito su cueva rosada con la punta
de su verga. Luego, fue metiendo progresivamente
el arma, retirándola un poco para avanzar siempre
algo más, hasta que su vello quedó estrechamente
unido al bien afeitado monte de Venus de
ella. Entonces le preguntó si le dolÃ*a, y Grushenka
contestó con voz queda y algo incierta:
—Sólo un poquito. ¡Oh, ten cuidado!
Pero no le dolÃ*a nada. No era más que una curiosa
sensación no exactamente excitante, pero
casi agradable. El pelirrojo le indicó que moviera
las nalgas lentamente hacia arriba y hacia abajo,
cosa que hizo mientras él se quedaba rÃ*gido. De
pronto, él también empezó a moverse y a empujar,
olvidándolo todo, hasta el punto de buscar
frenéticamente su climax, sin pensar en la satisfacción
de su compañera.
59
Grushenka no respondió a sus embates. Aún tenÃ*a
miedo de que le doliera. Pero sostuvo sus brazos
alrededor de la espalda de él y, cuando él
llegó al punto máximo de su pasión, se apretó
contra su vientre y sintió algo parecido a la satisfacción
cuando su lÃ*quido caliente penetró en ella.
El pelirrojo no quedó satisfecho. Permaneció en
la cama jugueteando con Grushenka, tocándole los
pechos y el nido de amor, riéndose de verla afeitada
y pellizcándole el trasero con cariño. Ella
descubrió que se habÃ*a puesto nuevamente tieso,
y no luchó cuando volvió a meterle dentro la verga
: ya no era tan fuerte y terrible como antes.
Se le habÃ*a pasado el miedo. Se preguntaba ¿asÃ*
que a eso le llaman joder?, y pensó: «Realmente,
no es tan malo». Pero no sintió entusiasmo, aun
cuando resultara más bien agradable.
Esta vez el pelirrojo tuvo que luchar más para
escalar las cimas del éxtasis. Grushenka le ayudó
muy poco, aunque le acariciaba la espalda con la
mano, tÃ*midamente, y tratara de obstaculizar su
paso todo lo posible para que el aparato resbaladizo
sintiera toda la fricción posible.
Cuando él hubo terminado, empezó ella a agitarse;
ahora querÃ*a algo para sÃ*. Pero su compañero
retiró su agotada verga. Cansada, Grushenka
se quedó profundamente dormida, y costó mucho
trabajo despertarla a la mañana siguiente.
Todas las noches, después de cenar, un hombre
distinto llegaba y se acostaba con ella. A veces
eran de edad avanzada, auténticas bestias que no
se desnudaban, la tendÃ*an en la cama, le nacÃ*an
el amor y se marchaban después de darle una palmada
en las nalgas. A veces aparecÃ*an muchachos
tÃ*midos, y Grushenka se divertÃ*a mucho jugueteando
y excitándolos, seduciéndolos finalmente
tantas veces que salÃ*an del cuarto con las piernas
flaqueantes.
Grushenka aprendió a encontrarle el gusto. No
podÃ*a decir cuándo llegó por primera vez a la
cumbre del éxtasis que, según le habÃ*an dicho,
formaba parte del acto. Pero, cuando sucedió, logró
obtener el placer supremo con cada uno de
ellos, y hasta media docena de veces, si el compañero
le gustaba.
60
Aprendió a hacer el amor, y no tardó en convertirse
en amante apasionada. Los sirvientes de
la casa que la habÃ*an probado la alababan con
brillo en los ojos. ¡Qué muchacha! ¡Qué cuerpo!
¡Qué amante! ¡Un verdadero volcán!
Aquéllas fueron semanas felices, llenas de emoción,
semanas en que su cuerpo floreció y su mente
se aclaró; semanas sin sueños, llenas de realidad.
Miraba a las demás muchachas con curiosidad
inquisitiva; sabÃ*a por ellas que tenÃ*an aventuras
amorosas y estudiaba a su ama con miradas
calculadoras.
Se preguntaba si no podrÃ*a arreglárselas para
casarse con un buen muchacho, tener una casita
con un poco de tierra y muchos hijos. ¿Por qué
no? Se enteró de quién tenÃ*a influencia con sus
amos; hizo planes, se fijó en uno de los mejores
sirvientes del prÃ*ncipe y, aun cuando nunca habló
ni tuvo trato con él, creyó haberse enamorado.
Pero todo aquello acabó de repente, y fue otra
vez su ama la causante del cambio; aquélla que
por derecho y por ley era el destino de Grushenka.
Nelidova solÃ*a empezar muchas cosas, dar muchas
órdenes y olvidarse de todas. .Su mente divagaba.
Todo lo que no tuviera que ver con su
amante (de quien hablaremos más adelante) lo
hacÃ*a al azar. Pero Nelidova recordó una noche,
al volver del dormitorio de su marido, después de
una prolongada batalla amorosa, que Grushenka
le servirÃ*a para descubrir en qué forma un nido
amoroso podÃ*a cambiar después de repetidas visitas
de los pájaros del amor; por lo tanto, la hizo
llamar.
Grushenka habÃ*a tenido un coito breve y sin
interés con un hombre de cierta edad aquella misma
noche, y todavÃ*a estaba despierta cuando la
camarera de Nelidova fue a buscarla. Se envolvió
en una de las sábanas de la cama y caminó, desnuda
y descalza, hasta la alcoba de su alteza.
(Debe recordarse que todo el mundo, nobles y plebeyos,
dormÃ*a sin camisón en aquel tiempo, y se
cuenta que MarÃ*a Antonieta fue de las primeras
en imponer la moda en Occidente, cincuenta años
después.)
61
Nelidova acababa de lavarse y estaba sentada,
desnuda, delante del tocador, mientras una de sus
sirvientes le trenzaba los cabellos. Estaba de buen
humor y le dijo a Grushenka que esperara hasta
que estuviera peinada. Al cabo de unos minutos,
sentó a la muchacha desnuda en sus rodillas, le
preguntó si habÃ*a jodido a diario y con quiénes,
si las pollas habÃ*an sido grandes y largas, si habÃ*a
aprendido a hacer debidamente el amor y si le
gustaba. Grushenka contestó automáticamente que
sÃ* a cada pregunta. Entonces, Nelidova abrió las
piernas de la muchacha con suavidad y la examinó
detenidamente.
No encontró cambio alguno. El nidito de amor
era tierno e inocente, como si jamás hubiera recibido
un aparato varonil. Los labios estaban quizá
algo más colorados e hinchados, pero seguÃ*an
firmemente cerrados y finos.
La princesa los abrió y tocó a la muchacha que
se estremeció con sus caricias. La princesa la llevó
más hacia el extremo de sus rodillas, abrió sus
propias piernas y se preguntó acerca de su propio
nido de amor, muy abierto, con labios gruesos y
flaccidos. Al parecer no era el acto amoroso, sino
la mano de la naturaleza la que habÃ*a determinado
la diferencia.
Todo parecÃ*a haber terminado, y la princesa
estaba a punto de enviar a su alter ego a dormir
cuando, en la insatisfacción de una cópula imperfecta
con su esposo, se sintió tentada de seguir
jugando con el nido de amor de Grushenka. Su
dedo empezó a frotarla con mayor insistencia, desde
la entrada posterior hasta la puerta delantera.
Grushenka se inclinó sobre el hombro de su
ama, apoyó el brazo en su hombro y con su mano
libre acarició los pechos y los pezones de Nelidova.
Suspiró levemente y se preparó a gozar el éxtasis,
moviendo su trasero lo más posible, sentada
en las rodillas de su ama.
En el momento preciso en que Grushenka empezaba
a sentirse a gusto, la princesa se irritó al
ver que la muchacha estaba a punto de correrse
mientras ella sólo sentÃ*a un comezón en su nido
de amor. Con su antigua maldad, pellizcó a Grushenka
entre las piernas con sus largas uñas, ha-
62
ciéndole mucho daño en la parte interior y tierna
de los labios.
Sobresaltada, Grushenka saltó con un grito del
regazo de la mujer agarrando su parte dolorida
con las manos y alejándose instintivamente. A Nelidova
le molestaron los gritos de la muchacha, sus
nervios se desquiciaron y dijo que la culpable debÃ*a
ser castigada. Al coger una zapatilla de cuero,
tenÃ*a en los ojos una expresión horrible; insultó
a Grushenka y la mandó tumbarse de espaldas
sobre sus rodillas.
Cayeron ruidosos azotes sobre las nalgas y los
muslos de Grushenka. El dolor le recorrÃ*a todo el
cuerpo a cada golpe, pero la zapatilla seguÃ*a, despiadada.
Grushenka se retorcÃ*a, pateaba, chillaba
y gritaba hasta que empezó a sollozar. TenÃ*a las
nalgas y las piernas como si le hubieran aplicado
un hierro candente.
El trasero que se agitaba ante ella no dejó insensible
a la princesa; empezó a sentirse a gusto,
sentÃ*a que su nido de amor ardÃ*a y se puso a a c tuar
en consecuencia. Dejó caer a Grushenka al
suelo, le agarró la cabeza y la empujó entre sus
piernas abiertas. Una de sus sirvientas, al ver lo
que ocurrÃ*a, se colocó detrás de su ama, le abrazó
los pechos y, llevándola hacia atrás con los brazos,
la puso en situación de gozar.
Grushenka no sabÃ*a qué hacer. Por supuesto, ya
habÃ*a oÃ*do decir que a la princesa le gustaba que
sus doncellas la besaran entre las piernas, y sabÃ*a
que algunas muchachas hacÃ*an lo mismo entre sÃ*.
(El «amor entre damas» era algo más corriente
en aquella época que en la actualidad. Era un
arte que se practicaba con mucha delicadeza en
los harenes, y un hogar ruso se parecÃ*a todavÃ*a
mucho a un harén.) Pero Grushenka no sabÃ*a qué
esperaban de ella, nadie le habÃ*a explicado esas
cosas. Estaba medio sofocada por la presión apasionada
con que la princesa le sostenÃ*a la cabeza
contra el orificio. Besó, o trató de besar, los pelos
alrededor de la entrada, pero mantuvo la lengua
dentro de la boca; sólo sus labios frotaron y besaron
el campo de batalla.
Nelidova tomó aquello por un acto de obstinada
resistencia. Soltó a Grushenka y la empujó de
63
golpe con el pie descalzo. Una de sus doncellas
ocupó inmediatamente el lugar de Grushenka (le
explicó después que lo hizo para evitar un asesinato,
tan furiosos estaban los ojos de su ama)
y, con movimientos hábiles y expertos de la lengua,
consiguió que gozara la apasionada y joven
princesa. Nelidova llegó a su punto gimiendo y
gruñendo, maldiciendo y entremezclando expresiones
tiernas dirigidas a su amante. Finalmente
cerró los ojos y cayó exhausta entre los brazos
de la sierva que la sostenÃ*a. Las doncellas la llevaron
a la cama y la metieron suavemente entre
las sábanas. Grushenka salió de la habitación deseando
que al dÃ*a siguiente quedara todo olvidado.
Decidió mentalmente que preguntarÃ*a a una de las
muchachas en qué forma debÃ*a satisfacer a la
princesa si volvÃ*a a llamarla para esa tarea.
La tarde siguiente resultó evidente que Nelidova
no habÃ*a olvidado. Mandó llamar a Katerina y
a Grushenka. La princesa dio instrucciones con
brevedad y sin explicaciones:
—Dale a esa muchacha cincuenta latigazos con
el cuero y hazlo tú en persona. Y que de hoy en
adelante no vuelva a joder.
Katerina apretó fuertemente los labios. Si obedecÃ*a
las órdenes de su ama, la muchacha habrÃ*a
muerto al atardecer. No podrÃ*a soportarlo. HabÃ*an
muerto hombres con muchos menos latigazos.
Se llevó a la temblorosa muchacha, que sollozaba
ruidosamente, hasta una habitación alejada,
perfectamente equipada con instrumentos de tortura
para el castigo de los siervos. Katerina la
llevó al potro de los azotes, y Grushenka, con los
ojos llenos de lágrimas, se desnudó y se tendió
sobre el centro del potro, que tenÃ*a forma de
silla de montar. Katerina la encadenó de manos
y pies. Interrogó a la asustada muchacha, y Grushenka,
con la cabeza colgando hasta el suelo, le relató
lo ocurrido la noche anterior.
Katerina pensaba a toda prisa mientras buscaba
entre los distintos látigos el más liviano. Vio
el cuerpo blanco, desnudo para el castigo... Entonces
miró el látigo y lo tiró.
— ¡Escucha! —dijo—. No se puede confiar en
una puta como tú, pero te salvaré si eres capaz
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de no decir nada. Ahora, irás a la cama, te quedarás
allÃ* dos dÃ*as y te harás la enferma; dirás
a todo el mundo que te he envuelto en un lienzo
húmedo para que no se te rompiera la piel. Si haces
lo que te digo saldrás con bien de la aventura,
porque no sabÃ*as qué hacer y no fue culpa tuya.
Después de hablar, Katerina le dio varias palmadas
en las nalgas, cosa que no le dolió menos
que la zapatilla de la noche anterior.
—Algo más. Aprenderás a hacer el amor perfectamente
con una mujer, para que no suceda lo
mismo la próxima vez. ¿Entendido?
Katerina tenÃ*a algo entre ceja y ceja mientras
tomaba su decisión: Nelidova se cansaba de sus
doncellas muy rápidamente, y Katerina tenÃ*a
siempre que llevarle otras nuevas. La princesa,
por muy cruel y bestial que fuera (como ocurre
con mucha gente que de la nada pasa a tenerlo
todo), era también cariñosa y de buen corazón
cuando estaba de buen humor. Ninguna de sus
doncellas personales duraba con ella por mucho
tiempo. El pequeño látigo con mango de oro siempre
estaba demasiado cerca, y el humor de su dueña
cambiaba con demasiada frecuencia. El único
medio de alejarse de ella era casarse. A veces, las
chicas se lo pedÃ*an directamente y lograban satisfacer
su deseo, incluso con el hombre que habÃ*an
escogido. A veces hacÃ*an lo imposible por quedar
embarazadas, y entonces su ama las regañaba o las
recluÃ*a en un cuarto oscuro, a pan y agua. Nunca
las castigaba con mucha severidad (las mujeres
orientales sienten un respeto casi religioso por
una mujer embarazada) y finalmente les buscaba
un marido. Entonces le tocaba a Katerina encontrar
otra sirvienta: guapa, con buen tipo, bien
entrenada para bañar y vestir a la señora, activa,
astuta, y algo lesbiana.
Las sirvientas de la princesa vivÃ*an en un cuarto
muy grande, donde esperaban a que ella las
llamara cuando no tenÃ*a nada que hacer. Pasaban
el tiempo contándose cuentos obscenos, jugando
unas con otras y entregándose a juegos amorosos.
Estaban siempre dispuestas para el amor porque
llevaban ligeras blusas rusas, cuyo escote ancho
dejaba a la vista la mitad del pecho y amplias
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faldas sin nada debajo. Si se agachaban y se levantaban
la falda estaban listas para unos azotes.
Con acostarse y levantarse las faldas ya estaban
a punto para un jugueteo de lengua.
Después de que Grushenka hubo pasado dos dÃ*as
solitarios en la cama, fue enviada a una instructora
eficaz en el arte del manejo de la lengua. Tres
o cuatro muchachitas, que no tendrÃ*an más de
diecisiete años, estaban siendo instruidas por
aquella mujer que tenÃ*a a su cargo a más de treinta
y conocÃ*a bien su trabajo. Las muchachas tenÃ*an
que lamerse unas a otras y mostrar su habilidad
a la maestra haciéndoselo a ella. De no haber
sido por el hecho de que aquella maestra tenÃ*a
siempre una vara en la mano, y que la empleaba
cuando no quedaba satisfecha, Grushenka se habrÃ*a
divertido con las clases.
Cuando la colocaron delante del nido de amor
de una joven rubia y le dijeron que empezara lamiendo
alrededor de los labios, penetrara después
en el orificio y, finalmente, se concentrara en la
ramita que sobresalÃ*a en la parte de arriba, le gustó
y hasta se sintió excitada por los movimientos
de su lengua. Quizá se debiera a que la muchacha
respondÃ*a muy bien, estremeciéndose con deleite
y pasión al sentir la lengua tierna de Grushenka.
Grushenka disfrutó también muchÃ*simo cuando
una de las muchachas se apoderó de su hambriento
orificio y respondió con tanto deleite que
la maestra interrumpió el fuego antes de que llegara
al final. A Grushenka no le importó. Cuando
le tocó mostrar su reciente habilidad haciéndole
el amor a la instructora, metió un dedo en su propia
hendidura sin que se dieran cuenta y, mientras
se frotaba hasta lograr el climax deseado,
hizo el amor a la mujer con tanta destreza que la
bruja vaticinó que Grushenka se convertirÃ*a en
una amante famosa. La mayorÃ*a de las campesinas
aprendÃ*a con el tiempo a satisfacer a una dama
refinada, pero lo hacÃ*an automáticamente, sin vigor
y sin ese abandono que no puede describirse.
Grushenka no volverÃ*a a ser tocada por un hombre.
La corta diversión que consistió en aprender
a convertirse en amante de señora también terminó
muy pronto. No sabÃ*a qué hacer para sa-
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tisfacer la pasión que se habÃ*a despertado en ella.
¿TomarÃ*a un amante en secreto, como lo hacÃ*an
muchas otras chicas? CorrÃ*a el peligro de ser descubierta
y de que la castigaran rompiéndole los
huesos en el potro de tortura. ¿DeberÃ*a iniciar una
aventura con otra muchacha? Eso también era
motivo de castigo. Probó con su dedo y hasta robó
una vela para jugar consigo misma en la cama.
Pero de nada sirvió: se sintió infeliz al dÃ*a siguiente
y lloró sin razón. Pero si hasta entonces
su vida habÃ*a sido como la de las demás muchachas,
un nuevo y excitante capÃ*tulo de su vida
estaba a punto de empezar.
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