grushenka 1

jaimefrafer

Pajillero
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Jun 23, 2008
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otro clasico de la literatura erotica Grushenka

Katerina caminaba con gran desazón por una
de las calles sin pavimentar del barrio norte de
Moscú. TenÃ*a muchos motivos para sentirse incómoda
y de mal humor. HabÃ*a llegado la primavera,
pronto la familia y su servidumbre marcharÃ*an
al campo, y todavÃ*a no habÃ*a logrado cumplir
la orden de su ama, la joven y caprichosa princesa
Nelidova Sokolov.
Al principio, la princesa Nelidova no lo habÃ*a
expresado más que como un deseo, como un capricho.
Pero últimamente lo habÃ*a pedido, más
aún lo habÃ*a exigido. La joven princesa se habÃ*a
vuelto muy irritable. Siempre estaba agitada, intranquila,
no podÃ*a siquiera formular un deseo
con serenidad. Y no le correspondÃ*a a Katerina
discutir las órdenes de su ama. Era la dama de
compañÃ*a, una sierva vieja y de toda confianza,
endurecida por los trabajos rudos, agobiada ahora
por el peso de dirigir los quehaceres de la casa.
La habÃ*an educado para obedecer órdenes y ejecutarlas
con rapidez. A Katerina no le preocupaba
el castigo. No temÃ*a el látigo. No, no era eso. Sencillamente
querÃ*a cumplir con su deber, y éste
consistÃ*a en satisfacer a su señora.
Lo que la princesa Nelidova deseaba era una
sierva que tuviera exactamente sus medidas, que
fuera como su doble. Puede parecer extraño que
Nelidova abrigara semejante deseo, pero no lo era.
En realidad, le destrozaba los nervios la tortura
—eso pensaba ella— de estar de pie, posando horas
y horas en el probador, mientras el sastre, el
modisto, el zapatero, el peluquero, y todos los demás
artesanos se afanaban alrededor de su cuerpo.
Por supuesto, a cualquier mujer le gusta adornarse,
escoger e inventar lo que mejor le sienta.
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Pero, de repente, Nelidova tenÃ*a prisa, prisa de
vivir, de disfrutar, de jugar a ser una gran dama,
de estar en todas partes, de que la vieran, y, finalmente
y ante todo, de ser admirada. Ser admirada
y envidiada por las mujeres significaba trajes y
más trajes. Y eso suponÃ*a estar de pie, quieras o
no, y sufrir que la tocaran las sucias manos de
las modistas. La princesa despreciaba a las modistas
como a toda persona que trabajara, y las
trataba con desdén e injusticia. No le gustaba
su olor, pero tenÃ*a que aguantarlas para parecer
bella y rica.
¡Rica! Esa era la palabra que siempre tintineaba
en los oÃ*dos de la princesa recién casada.
¡Rica! ¡Poderosa! ¡Una personalidad en la Corte
! ¡ Dueña de muchas almas! Por supuesto, habÃ*a
que pagar un tributo cuyas consecuencias adquirÃ*an
repugnantes matices. El precio consistÃ*a en
estar casada con Alexei Sokolov. Era odioso, pero
¿qué remedio? No podÃ*a confesarlo ni a sus más
Intimas amigas. Siempre tenÃ*a conciencia de porqué
tenÃ*a que soportarlo, pero no se le habÃ*a ocurrido
aún la forma de evitarlo.
Porque Nelidova habÃ*a sido terriblemente pobre.
Tan pobre que en el convento en que se habÃ*a
criado no le habÃ*an dado lo suficiente de comer.
Las monjas la empleaban de fregona y, en las
grandes fiestas en que las demás jóvenes aristócratas
ofrecÃ*an cirios a los santos, grandes como
leños, ella no podÃ*a comprar ni siquiera una vela.
Su padre habÃ*a sido un gran general y un brillante
aristócrata, su madre una princesa tártara.
Pero cuando su padre, en una de sus acostumbradas
borracheras, cayó al Volga, donde se ahogó,
la familia quedó sin un penique. Parientes malintencionados
repartieron su prole en instituciones
y fundaciones caritativas.
Al cumplir los veinte años, y sin el menor deseo
de hacerse monja, Nelidova fue adoptada por una
tÃ*a vieja, medio ciega, que vivÃ*a en un pueblo.
Allá se encontró atada a una inválida medio chiflada,
que le daba palizas de vez en cuando, como
era costumbre entonces con las chicas solteras,
aun cuando fueran jóvenes educadas. Por eso le
pareció casi un milagro la posibilidad de casarse
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con el poderoso Alexei Sokolov. Era un sueño en
el que no podÃ*a creer, y, cuando se convirtió en
realidad, Nelidova tuvo que pellizcarse más de
una vez para tener la seguridad de que estaba despierta.
Aquel matrimonio se habÃ*a concertado por correspondencia,
según era costumbre en la época.
En la pequeña ciudad en que vivÃ*a Nelidova, un
joven veleidoso, hijo del comandante militar del
distrito, se enamoró de tal forma de Nelidova que
declaró a su padre que se casarÃ*a con ella a pesar
de que era pobre y no tenÃ*a posición social. El padre,
como suele suceder, no quiso dar su consentimiento.
Por lo tanto, le pareció conveniente alejar
a la joven de su hijo casándola con otra persona.
Como era condiscÃ*pulo del poderoso prÃ*ncipe
Alexei Sokolov, y habÃ*a mantenido correspondencia
con él durante largos años, le escribió tales
alabanzas de la virtud y el encanto de Nelidova
que consiguió que aquel solterón se comprometiera
con la joven por correo.
No cabÃ*a la menor duda de que Nelidova no
dejarÃ*a escapar la ocasión. El ex-gobernador, prÃ*ncipe
Alexei Sokolov era conocido en toda la región
como uno de los terratenientes más ricos,
personaje polÃ*tico de la Corte y refinado anfitrión.
Era uno de los poderosos de su tiempo, y habÃ*a
heredado fortunas, que triplicó gracias a golpes
audaces cercanos al robo. A Nelidova no le preocupó
en absoluto que le llevara treinta y cinco
años. Todo aquello era para ella una suerte inesperada.
Pero que él aceptara casarse con ella la
sorprendÃ*a.
No podemos decir si Sokolov habrÃ*a podido obtener
la mano de alguna de las ricas damas de
la Corte, pero lo cierto es que tenÃ*a sus buenas
razones para decidir de pronto casarse con la joven
desconocida. No tenÃ*an nada que ver con el
hecho de que ella fuera noble, e hija de uno de sus
antiguos amigos. No, la verdad era que Sokolov
querÃ*a fastidiar a sus parientes. Contaban ya con
su muerte, habÃ*an calculado lo que iban a heredar
de él, y en realidad les habrÃ*a encantado envenenarle.
¡Ahora, que padezcan! Se casarÃ*a con aquella
muchacha que era joven y saludable, y tendrÃ*a
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hijos. Y toda aquella corte de parientes tendrÃ*a
que alejarse con las manos vacÃ*as.
Una vez tuvo aquella idea luminosa, Sokolov
actuó con su habitual rapidez. Nadie debÃ*a
saberlo de antemano. Escribió simplemente una
carta a Nelidova, sin hacer referencia alguna a
su correspondencia anterior con el amigo que la
habÃ*a recomendado; en ella le incluÃ*a 5 000 rublos
de dote y una sortija que habÃ*a pertenecido
a su madre; además, le comunicaba que le enviaba
un carruaje y que la esperaba sin falta a su
regreso. Le aconsejaba un viaje por etapas con
el fin de que no se cansara demasiado antes de
la ceremonia que tendrÃ*a lugar en cuanto llegara
a Moscú.
Y allÃ* estaba el hermoso carruaje, conducido por
un enorme cochero y dos lacayos, delante de su
puerta. ¡Y 5 000 rublos!... Nunca en toda su vida
habÃ*a visto tanto dinero. AsÃ* se confirmaba la hipótesis
del comandante: todo habÃ*a sido obra suya.
Pues bien, Nelidova subió al coche y no viajó
«por etapas», sino tan aprisa que el cochero tuvo
que relevar varias veces los caballos. Nelidova no
sintió el menor cansancio, estaba tan excitada
que no sintió ni la falta de sueño ni de comida.
VivÃ*a como en un trance.
Tampoco abandonó ese estado al conocer al novio.
Ningún poeta habrÃ*a podido convertirlo en
un amante atractivo. TenÃ*a entre cincuenta y sesenta
años; era bajito, calvo y rudo, con una enorme
barriga debajo de un pecho velludo. Sólo cuando
Nelidova se encontró con él en la cama cayó
en la cuenta de la repugnante realidad... pero esa
parte de la historia se verá más adelante.
Una vez convertida en esposa de Sokolov, la
joven princesa se dedicó de cuerpo y alma a la
diversión y al desenfreno. TenÃ*a que recuperar
el tiempo perdido y sacar el máximo provecho de
aquel contrato. Por lo tanto, durante su vida en
Moscú, no omitió ocasión alguna de placer. Trataba
a sus sirvientes con cruel brutalidad; se volvió
nerviosa, irascible e inquieta. No dejaba de
pensar un solo instante en aquello que podrÃ*a serle
agradable. HabÃ*a decidido que no querÃ*a seguir
probándose vestidos, y tener sustituÃ*a. Y por eso
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ordenó a Katerina a que fuera a comprar a una
doble.
HacÃ*a tiempo que Katerina intentaba contentar
a su ama después de que ésta sufriera varias jaquecas
a consecuencia de las últimas sesiones de
prueba de los trajes de otoño. Pero hasta ahora
Katerina no habÃ*a tenido éxito. No porque la figura
de la princesa fuera extraordinaria, sino porque
aquellas campesinas esclavas tenÃ*an tipos miserables:
huesos muy gruesos, espaldas anchas,
caderas voluminosas, piernas y muslos carnosos.
Por otra parte, Nelidova tenÃ*a pechos abundantes,
ovalados y en punta, que sobresalÃ*an por encima
de una cintura muy esbelta. TenÃ*a piernas rectas,
bien formadas y manos y pies pequeños y aristocráticos.
Nadie conocÃ*a esos detalles mejor que la vieja
gobernanta, porque ella misma habÃ*a tomado las
medidas del cuerpo de Nelidova. La «madrecita»,
como la llamaban sus siervos, no se habÃ*a movido
mientras Katerina le medÃ*a la estatura, el busto,
la cintura, las caderas, las nalgas, los muslos, las
pantorrillas, y también el largo de los brazos y las
piernas. Nelidova se habÃ*a quedado muy quieta,
sonriendo, pensando que era la última vez que
tenÃ*a que probarse ella.
Katerina habÃ*a tomado las medidas a su aire.
No sabÃ*a leer ni escribir, ni podÃ*a emplear el centÃ*metro
con la misma habilidad que aquellos modistos
franceses de pedante lenguaje. Por lo tanto,
compró cintas de todos los colores, un color para
cada medida, y las cortó con precisión. (PodÃ*a
recordar sin equivocarse el color que representaba
cada cinta, por ejemplo, la muñeca o el tobillo,
porque aquella campesina ignorante, gorda y de
cabello algo gris, tenÃ*a una memoria muy superior
a la de los instruidos y cultos.) Aquellas cintas de
colores fueron luego cosidas cuidadosamente una
a otra, formando una única cinta larga, en el orden
en que Katerina habÃ*a tomado las medidas.
HabÃ*a constituido prácticamente un patrón de las
proporciones de Nelidova.
Pero, ¡cuántas veces habÃ*a tratado en vano Katerina
de encontrar a alguien que tuviera esas
medidas! Al principio habÃ*a visitado las casas de
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otros aristócratas, y, tras una charla amistosa con
el mayordomo o la gobernanta, habÃ*a pasado en
revista a las jóvenes siervas con el fin de adquirir
a alguna en el caso de que ya no hiciera falta en
aquella casa o si el amo ya no la quisiera como
amante. Pero ni siquiera entre las doncellas habÃ*a
encontrado una cuyas medidas se parecieran a las
de su ama. Entonces visitó los mercados de siervas,
que se organizaban de vez en cuando para
intercambiarlas entre las distintas casas de la aristocracia.
Después, visitó a los que podrÃ*amos llamar
«traficantes», personas que, en otros tiempos,
habÃ*an sido mayordomos y que, liberados por una
u otra razón, conseguÃ*an una pequeña renta comprando
y vendiendo siervos, en particular mujeres
hermosas que vendÃ*an a los prostÃ*bulos que habÃ*an
empezado a proliferar en aquellos tiempos
en Moscú, según la moda recientemente importada
de ParÃ*s. Katerina habÃ*a buscado durante todo
el invierno pero, aunque a veces tropezaba con alguna
joven que se aproximaba a los requisitos,
le habÃ*an ordenado encontrar a la que los cumpliera
exactamente. Pero, ¿cómo conseguirla?
En todo eso iba pensando Katerina aquella tarde
de abril —serÃ*a probablemente en el año de
1728— mientras se dirigÃ*a a la casa de un traficante
privado que vivÃ*a en el barrio pobre, al norte
de Moscú. La prisa que de pronto se apoderó de
ella la impulsó a hacer algo que, en ella, resultaba
extraordinario. Llamó a un droshki estacionado
en una esquina, uno de esos coches de caballos
sin garantÃ*a alguna de llegar a su destino. El cochero,
algo borracho, se puso en marcha de mal
humor, tras haber regateado el precio hasta que
a ella le pareciera conveniente. No tardaron en
trabar una animada conversación; al cochero le
era tan imposible como a ella estar callado; se
rascaba la larga cabellera mientras su hambriento
y cansado caballo iba tropezando en los adoquines.
Como Katerina no estaba acostumbrada a guardar
nada para sÃ*, el cochero se enteró en seguida
de que estaba buscando una sierva para su ama.
Vio que se le presentaba una oportunidad y le
dijo a Katerina que una de sus primas, que habÃ*a
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conocido tiempos mejores, estaba a punto de vender
a dos de sus muchachas, jóvenes, fuertes, trabajadoras,
buenas y obedientes. Pero Katerina no
quiso escucharlo. Estaba decidida a llegar a su
destino, y allá fueron. Katerina pagó al cochero
que se fue cuando ésta lo despidió sin querer que
la esperara a que terminara sus recados.
En casa de Iván Drakeshkov esperaban a Katerina,
pues habÃ*a enviado previamente un mensaje
diciendo que querÃ*a ver a las muchachas que tenÃ*an,
antes de que las vendieran en subasta. La
saludaron con dignidad y casi con respeto, pues
un comprador adinerado siempre es bienvenido.
Iván Drakeshkov vivÃ*a en una casita de una sola
planta, rodeada por un jardincillo mal cuidado
donde unas cuantas gallinas picoteaban la tierra
después de la lluvia. Iván la habÃ*a comprado cuando
era un tallista de ébano muy apreciado. Se casó
entonces con la doncella de una gran duquesa,
quien la obsequió con dote y libertad. Pero Iván
habÃ*a empezado a perder la vista, estaba casi ciego,
y su esposa, quien en otros tiempos habÃ*a sido
alegre y generosa, se habÃ*a vuelto amargada, una
arpÃ*a que maltrataba sin piedad a su marido. En
realidad, ella fue quien empezó el negocio de los
siervos, y ganaba lo justo para comer y comprar
leña, pero jamás para la botella de vodka que
Iván tanto esperaba en vano. «El que no trabaja
no bebe» decÃ*a ella, y obligaba a su inútil esposo
a fregar los platos.
Ofrecieron un sillón amplio y confortable a Katerina,
con exagerada cortesÃ*a. La invitaron a tomar
el té que hervÃ*a en el samovar. La llevaron
a charlar acerca del zar y de su ama. Pero ella
tenÃ*a prisa; se sentÃ*a incómoda y deseaba ver a
las chicas. Madame Drakeshkov se dio cuenta de
que habÃ*a que hablar de negocios sin más rodeos.
—Verá usted —le dijo a Katerina—, tendré para
la subasta a más de veinte muchachas, pero aún
no están todas aquÃ*. Cuanto más tarde lleguen,
menos comida tendré que darles. Por eso, si no
encuentra lo que busca, siga en contacto conmigo
porque estoy segurÃ*sima de poder complacerla. Nadie
conoce tan bien a las esclavas de la ciudad.
(De momento sólo disponÃ*a de siete, y no iba a
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tener más para la subasta, cosa que Katerina sabÃ*a
perfectamente.)
Entonces, la señora Drakeshkov se levantó y
fue a otra habitación a buscar a las muchachas.
—Abre las cortinas para que entre algo de luz
en la habitación —le gritó a su esposo, que obedeció
dócilmente. Después, éste volvió hacia un
rincón oscuro, de cara a la pared; mantenÃ*a siempre
la habitación en penumbra debido a su ceguera.
Katerina miró a las siete jóvenes. Estaban quietas
en semicÃ*rculo; llevaban blusas rusas cortas
y faldas anchas de lana barata. Katerina despidió
a cuatro de ellas en cuanto las vio, a pesar de que
la señora Drakeshkov insistiera en la belleza y la
salud de todas ellas. Las cuatro, que eran demasiado
bajas o altas, volvieron de mala gana a la
otra habitación por orden de Madame, quien se
consoló al acto cuando Katerina pidió que se desnudaran
las tres restantes. (Por lo general los
compradores examinaban minuciosamente los
cuerpos desnudos antes de comprar.)
Estuvieron pronto desnudas. No tenÃ*an más que
desabrochar las blusas y soltar las faldas, pues no
llevaban nada más. Miraban fijamente a Katerina
porque podÃ*a convertirse en su ama, ya que, aun
cuando por sus ropas y modales saltaba a la vista
que no era más que una sierva, era evidente que
desempeñaba una importante función al responsabilizarse
de la compra de nuevas sirvientas.
Katerina contempló aquellos cuerpos desnudos.
Dos de las muchachas no cumplÃ*an a primera vista
los requisitos. Una de ellas tenÃ*a pechos pequeños,
casi como los de un muchacho, y caderas voluminosas,
como suele suceder entre campesinas.
La otra tenÃ*a los muslos tan gruesos y el trasero
tan grande como si ya hubiera tenido un par de
hijos. Katerina apartó de ellas la mirada, y, si se
quedaron en la habitación, fue porque a nadie se
le ocurrió decirles que se fueran.
Katerina hizo entonces señas a la última muchacha,
que estaba cerca de la ventana y, ante el
gran desconcierto de Madame Drakeshkov, sacó
la cinta multicolor a la que ya nos hemos referido.
Sin entusiasmo se puso a medir la estatura, que
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era correcta, el busto, al que le sobraban más de
dos dedos, y finalmente renunció, al ver que las
caderas medÃ*an más. Suspirando, metió de nuevo
la cinta en la bolsa y se dirigió sin decir palabra
hacia la puerta de salida. No hizo el menor caso
del aluvión de palabras que le dirigió, sorprendida,
Madame Drakeshkov quien parecÃ*a no haber
entendido nada. ¡Medir a una sirvienta! ¿Quién
habÃ*a oÃ*do hablar de semejante tonterÃ*a? Pero ya
estaba Katerina en la calle, indecisa, con la expresión
de un perro apaleado.
El cochero del droshki quien habÃ*a entrado entretanto
en una taberna vecina a tomar un trago,
la saludó efusivamente y trató de convencerla
de que siguiera contratando sus servicios. Le dijo
que deseaba que las cosas le hubiesen ido bien y
que podÃ*a llevarla de vuelta a casa a toda velocidad.
Katerina le informó de que habÃ*a fracasado
y que sintiéndolo mucho, tenÃ*a que renunciar. El
cochero recordó entonces que buscaba a mujeres
y volvió a insistirle que utilizara a las que tenÃ*a
su prima. PodÃ*a llevarla allá en poco tiempo...
Katerina miró al sol: era temprano todavÃ*a.
No perdÃ*a nada con intentarlo otra vez. Volvió
a subir al coche que resopló bajo su peso.
Poco después, Katerina subÃ*a, resoplando a su
vez, unas escaleras empinadas y crujientes que
conducÃ*an al ático de la prima, una solterona de
unos cincuenta años. Era dueña de un pequeño
taller de bordados en el que trabajaban dos obreras,
pero querÃ*a dejar el taller y Moscú para ir a
vivir con unos parientes suyos en el sur. Como
carecÃ*a de dinero para pagar el largo viaje, querÃ*a
vender a las dos obreras.
Katerina pasó al cuarto contiguo, una sala de
ático muy amplia y clara, sin más muebles que
una larga mesa cargada de telas. En un banco
frente a la mesa sobre la que se inclinaban, estaban
sentadas dos muchachas. La prima les ordenó
que se pusieran de pie, y Katerina dejó escapar
un grito de sorpresa: una de las muchachas era
el doble exacto de su princesa; por lo menos el
rostro y los rasgos eran tan parecidos a los de
Nelidova que, de entrada, Katerina temió ser vÃ*ctima
de una alucinación. Pero el rostro no impor-
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taba nada, lo esencial eran las medidas del cuerpo.
ParecÃ*a adecuarse de formas y estatura, y Katerina
pidió que la muchacha de cabello oscuro y
ojos azules brillantes se desnudara a toda prisa.
La otra muchacha era una criatura pequeña y
rechoncha por lo que Katerina no le prestó la menor
atención. Pero la prima declaró que de ninguna
manera venderÃ*a a una solamente: las dos o
ninguna. Katerina masculló que ya se arreglarÃ*an
pero que deseaba ver a la morena.
Las jóvenes, que no sospechaban que su patrona
querÃ*a deshacerse de ellas, se sonrojaron, se
miraron, volvieron la mirada hacia la prima y se
quedaron quietas, en mansa actitud. La prima le
dio un cachete a la morena, le preguntó si se habÃ*a
vuelto sorda y la conminó a quitarse la ropa.
Con dedos temblorosos, la joven se desabrochó la
blusa; apareció entonces un corpino de lino corriente,
cruzado y adornado con muchas cintas.
Finalmente, de una camisa áspera surgieron dos
pechos llenos y duros, con pezones grandes y rojos.
Katerina, que nunca sonreÃ*a, empezó a hacerlo
: era el busto que buscaba.
Después, la amplia falda de flores y tela barata
cayó al suelo, y aparecieron unos pantalones anchos
que bajaban hasta el tobillo. Un mechón de
pelos tupidos y negros asomaba por la rendija
abierta del pantalón. (Las mujeres de la época satisfacÃ*an
sus necesidades por la rendija del pantalón
que se abrÃ*a cuando se agachaban para hacer
lo que debÃ*an hacer.) Pronto se deshizo también
de los pantalones y de la falda, y Katerina contempló
su hallazgo con gran satisfacción. Dio vueltas
y vueltas alrededor de la muchacha desnuda.
La cintura era perfecta; las piernas eran llenas,
femeninas y esbeltas, la carne de las nalgas más
suave aún que las de su ama.
Katerina se acercó a la joven y la tocó. Estaba
satisfecha; no era el tipo de campesina corriente,
no era la tÃ*pica moza recia y ruda. TenÃ*a las formas
de una aristócrata, iguales a las de su «madrecita
».
Katerina sacó las cintas y empezó a cemparar.
La estatura era casi perfecta —un poco demasiado
alta, pero podÃ*a descontarse la diferencia—. El
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ancho de la espalda, los pechos, la cintura, el
contorno de los muslos eran iguales, o por lo menos
asÃ* parecÃ*an. Hasta los tobillos y las muñecas
eran semejantes. Resultó que las piernas, del pubis
al suelo, eran algo más largas de lo necesario,
pero Katerina habÃ*a decidido ya que comprarÃ*a
a la muchacha.
Cuando tomó la última ^medida, de las rodillas
al suelo, Katerina rozó con los dedos la abertura
de los pantalones y la muchacha retrocedió con
irritación. Pero, por lo general, se habÃ*a portado
muy bien, con esa carencia de vergüenza o con
esa timidez caracterÃ*stica de las siervas. (Aquellas
muchachas ignoraban la existencia del pudor.
Desde la adolescencia sus cuerpos estaban a disposición
de sus amos; sus partes más secretas no
lo eran más que sus manos o sus rostros.)
Empezó entonces el regateo. Katerina querÃ*a
comprar sólo a la muchacha morena, y no querÃ*a
pagar más de 50 rublos; no querÃ*a a la rubia; su
amo ya disponÃ*a de más de 100.000 almas y no
necesitaba más. La prima se puso a gritar que
no le venderÃ*a sólo a la morena. Mientras Katerina
defendÃ*a con celo el dinero de su amo, la
joven rubia se apoyó en la mesa, y la morena,
desnuda, se quedó inmóvil, con los brazos caÃ*dos,
en medio de la habitación, como si no se tratara
de ella. De vez en cuando el cochero intervenÃ*a
como moderador desde la puerta, desde donde
apreciaba la escena en espera de una buena comisión.
La prima era estricta y dura. Katerina querÃ*a
acabar de una vez con aquello y, al terminar la
batalla, la vieja gobernanta metió la mano en el
corpino que cubrÃ*a su enorme pecho y extrajo
una bolsa de cuero muy fea, de la cual sacó 90
rublos para pagar a la prima. HabÃ*a conseguido
una rebaja de diez rublos, pero tenÃ*a que llevarse
a las dos. No, no pensaba enviar un coche a
buscarlas, se las llevarÃ*a con lo puesto. TemÃ*a perder
su precioso hallazgo. Se irÃ*an inmediatamente;
las muchachas no tenÃ*an nada que preparar, pues
no tenÃ*an más que unos cuantos trapos de lana
que recogieron en un atillo a toda prisa.
Una vez que la morena estuvo nuevamente ves-
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tida, Katerina se despidió sin por ello dejar constancia
a la prima de que habÃ*a pagado un precio
exagerado. La prima bendijo a las que habÃ*an sido
sus siervas. Ellas le besaron el borde del vestido
en forma automática, sin sentimiento. No tardaron
mucho las tres mujeres en subir al coche. El
cochero las dejó a corta distancia de la casa de
Sokolov y recibió lo que habÃ*a pedido. No cabe la
menor duda de que, con aquel dinero y la comisión
de su prima, anduvo borracho como una
cuba durante varios dÃ*as.
Camino hacia el palacio, Katerina preguntó a
la muchacha morena su nombre. «Grushenka»
fue la rápida respuesta de la joven. Era la primera
palabra que pronunciaba desde que se habÃ*a
convertido en uno de los múltiples subditos del
prÃ*ncipe Alexei Sokolov. TodavÃ*a ignoraba el nombre
de su nuevo amo.
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Recordemos al lector que nuestra historia transcurre
poco después del fallecimiento de Pedro el
Grande, y que los cambios revolucionarios que habÃ*a
realizado durante su violenta dictadura estaban
empezando a dar fruto. Pedro el Grande habÃ*a
terminado con la reclusión de las mujeres que,
anteriormente vivÃ*an como en Oriente en harenes.
Las habÃ*a obligado a integrarse a la sociedad; al
principio, se habÃ*an sentido tan desorientadas que
hubo que emborracharlas para sacarlas de su atolondramiento.
HabÃ*a elevado a los boyardos, la
casta aristocrática, a una situación superior obligando
a la clase trabajadora a una servidumbre
y a una sumisión jamás vividas. Mediante las
más crueles torturas, en las que participaba personalmente,
habÃ*a edificado un orden social en
que el Poder era Dios, y el siervo un esclavo. Impuso
la cultura occidental a los boyardos y les
exigió que construyeran castillos y grandes mansiones.
Alexei Sokolov tenÃ*a sólo unos veinte años menos
que el gran dictador. Aun cuando anhelara
aprovechar las ventajas ofrecidas a su clase, era
lo suficiente astuto como para darse cuenta de
que era más prudente mantenerse alejado de la
Corte, donde los más destacados funcionarios y
generales no sabÃ*an si acabarÃ*an en el potro de
tortura, la rueda, o, incluso, decapitados. Por lo
tanto, Sokolov se habÃ*a establecido en Moscú, y
no en San Petersburgo, y allÃ* levantó el magnÃ*fico
palacio que todavÃ*a hoy puede admirarse.
Katerina despidió al droshki unas calles antes,
para que el resto de la servidumbre no la sorprendiera
haciendo uso de un coche público y
llevó a las dos desconcertadas siervas hacia la
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entrada principal, guardada por dos soldados con
mosquetes, aparatosos cascos y botas altas. No
prestaron la menor atención a las tres mujeres
que cruzaron el portal y pasaron al patio interior.
Flores, arbustos y césped cubrÃ*an el amplio patio.
HabÃ*a mesas, sillas y bancos en el más completo
desorden. Aquel patio solÃ*a ser un espacio
vacÃ*o, empedrado, pero la princesa habÃ*a dado
una fiesta la noche anterior y con tal motivo habÃ*an
traÃ*do del campo hierba y flores cultivadas
en invernaderos.
Katerina no concedió a las muchachas un solo
instante para mirar ni pensar. Se las llevó a través
del patio y escaleras abajo hasta un sótano poblado
de vestÃ*bulos, salas y cocinas. AllÃ*, Katerina
dejó a la rubia en manos de una mujer, que parecÃ*a
ser la superintendente de aquel laberinto
subterráneo, tomó de la mano a Grushenka y se
alejó con ella.
La condujo por una escalera de caracol que
terminaba en el segundo piso. Espesas alfombras
turcas cubrÃ*an el vestÃ*bulo y el pasillo, y ante
Grushenka se abrió una habitación que habrÃ*a de
conocer muy bien. Era el probador de la princesa,
amueblado con una enorme mesa de encina en
medio de la habitación, grandes armarios de nogal
y cómodas a lo largo de las paredes; en los
espacios libres, espejos de todos tipos y dimensiones.
Obedeciendo a una orden breve de Katerina, la
joven se desvistió y, totalmente desnuda, fue conducida
por la vieja gobernanta a través de otras
habitaciones suntuosamente adornadas con sedas
y brocados. Por la puerta entreabierta de las estancias
privadas de su ama, Katerina introdujo
a la doble sin esperar autorización alguna, llevada
de la excitación.
La princesa estaba sentada delante de un espejo,
en su tocador. Boris, el peluquero, estaba muy
ocupado peinándole los largos y morenos cabellos.
Una joven sierva sollozaba —sin duda acababa de
ser regañada— de rodillas en el suelo, mientras
pintaba las uñas de los pies de su señora. En un
rincón, cerca de la ventana, estaba sentada Freulein,
una solterona de cierta edad que habÃ*a sido
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institutriz de varias familias nobles y que leÃ*a en
voz alta, seca y monótona, un poema francés. La
princesa escuchaba con poco interés y parecÃ*a no
entender nada. El poeta francés habÃ*a introducido
en su fábula personajes de las mitologÃ*as griega y
latina, que nada significaban para la caprichosa
oyente. Pero la descripción de cómo penetró en la
gruta de Venus el asta enorme de Marte despertó,
de pronto, toda su atención.
La princesa Nelidova habÃ*a visto aparecer en
el espejo a Katerina con Grushenka. Hizo una señal
con la mano para indicar que no la molestaran,
y asÃ* tuvo Grushenka la oportunidad de apreciar
al grupo de personas que se encontraba allÃ*
reunido. La princesa no llevaba más que una
bata de batista que apenas cubrÃ*a su cuerpo; no
le importaba que Boris, con el uniforme de la casa
Sokolov y la coleta colgando, pudiera ver su desnudez,
porque no era más que un siervo. HabÃ*a
sido enviado a Dresde años atrás para aprender
el arte del peinado con un famosÃ*simo maestro de
la capital sajona. Sokolov habÃ*a tenido la intención
de alquilarlo a una de las peluquerÃ*as para
señoras recientemente inauguradas en Moscú, pero
la princesa lo habÃ*a tomado a su servicio personal.
Se encargaba de peinar la caprichosa cabellera
de su ama durante el dÃ*a y las pelucas empolvadas,
adornadas de piedras preciosas, por la noche.
Cuando cesó la lectura del poema, Katerina no
pudo dominarse por más tiempo.
— ¡La tengo, la tengo! —gritó y arrastró a
Grushenka a los pies de la princesa—. He encontrado
a una doble que se ajusta perfectamente.
¡Ya es nuestra!
—Ya sé que podrÃ*as haberla encontrado antes
—le dijo maliciosamente Nelidova—. Pero te perdonaré
porque la has encontrado al fin. Vamos,
enséñame. ¿Tiene realmente mis medidas? ¿No
me estarás engañando?
Se levantó repentinamente del taburete y el pobre
Boris estuvo a punto de quemarla con sus
tenacillas.
—Es tal como la querÃ*a —respondió Katerina—.
Se lo demostraré.
Y sacó sus cintas de colores, pero a Nelidova no
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le interesaba aquello: con mirada penetrante pasó
en revista el cuerpo de Grushenka y no se sintió
defraudada.
— ¡Conque asÃ* soy yo! Un buen par de pechos
llenos y duros ¿no? ¡Pero los mÃ*os están mejor!
—y, sacando sus propios pechos de la camisa, los
acercó a los de Grushenka para compararlos de
cerca—. Los mÃ*os son ovalados, y eso no es frecuente;
en cambio los de esta cerda son redondos.
¡Y mira sus pezones! ¡Qué grandes y vulgares!
—y con sus pezones rozó los de la muchacha.
HabÃ*a alguna diferencia, pero era insignificante.
Nelidova rodeó la cintura de Grushenka y no la
trató con demasiada ternura.
—.Siempre he dicho —prosiguió—, que mi cintura
es inigualable y aquÃ* está la prueba. Entre
todas las damas de la Corte, ninguna puede compararse
conmigo.
No se le ocurrió pensar que no se referÃ*a a su
propia cintura sino a la de su sierva. Siguió palpando
los muslos, pellizcándolos, sorprendida de
la suavidad de la piel de Grushenka.
—-Mis piernas —comentó, exponiendo sus propios
muslos y apretándolos un poco—, son más
firmes que las de esta perra, pero ya le quitaremos
el exceso de suavidad. —Y con risa burlona
ordenó a Grushenka que se pusiera de espaldas.
Tanto Nelidova como Grushenka tenÃ*an una espalda
notablemente bien hecha: hombros femeninos,
redondos, lÃ*neas suaves y amplias hasta el
trasero, caderas pequeñas y bien redondeadas.
Pero las nalgas de Grushenka eran demasiado pequeñas
—casi como las de un muchacho— y también
rectas y lisas hasta los muslos. TenÃ*a pies y
piernas normales, rectas, podÃ*an haber servido de
modelo a un artista.
—-¡Vaya! —exclamó riendo la princesa—. Es
la primera vez que veo mi espalda, y la verdad
es que me gusta. ¿Acaso no es maravilloso que esa
inútil tenga la misma espalda que yo? La próxima
vez que mi confesor me castigue con latigazos en
la espalda, la reemplazaré por la suya y no escatimaré
los golpes.
Para llevar a la práctica una idea tan luminosa,
pellizcó sin reparos a Grushenka debajo del omó-
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plato derecho. Grushenka torció un poco la boca,
pero permaneció inmóvil sin queja alguna. Estaba
aturdida por lo que le sucedÃ*a y habrÃ*a aguantado
mucho más sin un solo gesto.
Los testigos de la escena, en especial Katerina,
estaban asombrados por la semejanza entre ambas
mujeres, al verlas asÃ*, una al lado de otra. Les
sorprendÃ*a que no sólo el cuerpo, sino también
los rasgos de ambas fueran tan similares hasta
el punto de que pasaran por hermanas gemelas.
La naturaleza tiene a veces esos caprichos. Grushenka
era más joven; tenÃ*a la piel más blanca y,
como le ardÃ*an las mejillas, parecÃ*a más fresca.
También su piel era más suave y algo más femenina;
su tÃ*mida actitud la hacÃ*a más dulce que
la princesa. Pero, por lo demás, eran extrañamente
parecidas, aun cuando nadie se habrÃ*a atrevido
a decÃ*rselo a la princesa.
—Estoy contenta contigo —dijo finalmente la
princesa. Y agregó, dirigiéndose a Katerina—:
Voy a regalarte mi nuevo libro de oraciones con
los grabados que admirabas el otro dÃ*a. Es tuyo.
Vé a buscarlo.
Katerina, con una gran reverencia, besó la
mano de su ama. Estaba rebosante de satisfacción
por haberla al fin complacido. SalÃ*a de la habitación
con la muchacha cuando la detuvo una última
llamada de su ama, quien miraba alejarse a
la forma desnuda.
—A propósito, Katerina. Córtale todo el vello de
las axilas y de la entrepierna, que no vaya a infectar
mis trajes. Lávala lo mejor posible, ya sabes
lo sucias que son esas cerdas.
Katerina le aseguró que se ocuparÃ*a de que la
joven fuera atendida, y se llevó a Grushenka; le
hizo recoger su ropa, y bajaron juntas al sótano.
SabÃ*a que las dos muchachas tenÃ*an que ingresar
como siervas, y se ocupó de los trámites con su
eficacia habitual.
Poco después, Grushenka y la otra joven estaban
bien aseadas, sentadas ante una larga mesa.
Pronto se amontonaron frente a ellas manjares
servidos por otras siervas. Un nuevo siervo era
siempre espléndidamente alimentado por el nuevo
amo, y las muchachas apenas si podÃ*an hacer ho-
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ñor a los méritos de la cocina del prÃ*ncipe Sokolov.
Su dieta anterior, en casa de la avara prima,
solÃ*a consistir de pan duro, cebollas y arroz, y
muchos de los platos que ahora les servÃ*an les
eran totalmente desconocidos. Comieron cuanto
les fue posible, pero tuvieron que renunciar a un
voluminoso pastel de manzana.
Grushenka habÃ*a permanecido desnuda durante
toda la comida. Después de comer, obligaron a
la rubia a que también se quitara la ropa. La
mujer encargada del sótano les ordenó que tiraran
sus trapos en la enorme estufa de la cocina, donde
se consumieron en seguida. Un amo digno no
podÃ*a permitir que una sirvienta llevara ropas de
otro amo entre otros motivos porque era sabido
que las ropas solÃ*an transmitir gérmenes de enfermedades.
Asolaban la peste y la viruela, y no se
podÃ*a prescindir de las precauciones necesarias
contra las calamidades de la época.
Acto seguido, las jóvenes fueron conducidas al
baño de los sirvientes, donde unas jóvenes especializadas
en baños las atendieron. Las enjabonaron
de pies a cabeza y las sumergieron en dos
tinas de agua tan caliente que la piel se les puso
roja como langostas cocidas. A continuación las
enviaron a un baño de vapor a cuyo cargo habÃ*a
un inválido, manco, antiguo soldado y guardia
personal del prÃ*ncipe. No miró a las muchachas,
tosió y masculló malhumoradamente palabras soeces,
porque también tenÃ*a la mente trastornada.
Grushenka se sentó en la desnuda habitación,
con paredes de ladrillo chorreando agua y calderas
humeantes, y por primera vez recordó las
últimas horas que habÃ*a vivido. Desde la vivienda
miserable de la delgada y amargada prima la habÃ*an
transportado al palacio de cuento de hadas
de un prÃ*ncipe. No alcanzaba a comprender para
qué. Y mientras secaba las perlas de agua que se
condensaban en su pecho y su vientre, susurró
a su compañera.
—¿Qué quieren de mÃ*? ¿Qué crees tú que quieren?
La rubia le susurró que, pasara lo que pasara,
aquello serÃ*a siempre diez mil veces mejor que lo
de antes, y que el prÃ*ncipe Sokolov —se habÃ*a
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enterado de quién era por las muchachas que las
habÃ*an servido— tenÃ*a tantos miles de siervos que,
si se portaban debidamente, iban a pasarlo de lo
lindo. De momento, todo resultaba mucho mejor
de lo que podÃ*an imaginar: una cena abundante,
un baño de verdad, como los que toman sólo las
personas elegantes ¡y hasta un cuarto de vapor
para sirvientas! ¿Quién lo hubiera soñado?
En aquel momento las llamaron y aún con la
piel humeante las metieron debajo de una ducha
de agua limpia y helada. Se estremecieron y gritaron
tratando de evitar los chorros, pero no duró
mucho, y las frotaron con espesas toallas y las
secaron bien.
Entonces volvió Katerina y las llevó a sus habitaciones.
Los sirvientes vivÃ*an en los establos, o
encima de ellos, y las mujeres dormÃ*an en la buhardilla
de la casa principal, bajo la vigilancia
de una sierva de avanzada edad. Respirando con
dificultad, Katerina abrÃ*a el paso por las escaleras
de servicio, reprochándose interiormente el
subir tan pocas veces escaleras. (Ella tenÃ*a un
cuarto en el sótano.) Sus viejas rodillas se resentÃ*an
de aquellos cien escalones.
El piso superior del palacio se subdividÃ*a en
habitaciones y amplias salas en las que se habÃ*an
acomodado, en fila, camas de madera y armarios
de tablas. La encargada salió de su somnolencia
para recibir la visita inesperada de Katerina, señaló
a las muchachas dos camas desocupadas en el
extremo de una de las salas y se alejó en busca de
ropa para las recién llegadas. Cuando pudo recobrar
el aliento, Katerina se volvió hacia las muchachas.
—No te he mirado antes de comprarte —explicó
a la muchacha rubia—. Era mi deber, pero espero
que estés limpia y no traigas enfermedades a la
casa. Déjame mirarte ahora.
La rubia sonrió, pues sabÃ*a que era tan saludable
como un oso y que su piel sonrosada no se
infectaba fácilmente. Katerina inició la inspección
con naturalidad. Abrió la boca de la muchacha y
le miró los dientes, tan puntiagudos como los de
un animal. Tanteó los pechos pequeños. (La muchacha
no tenÃ*a más de diecisiete años.) Miró el
vientre, las piernas, la espalda, las axilas y, finalmente,
mandó que la muchacha se acostara en la
cama con las piernas abiertas. Entonces abrió los
labios de la tierna cueva y buscó con el dedo la
membrana virginal, que todavÃ*a estaba intacta.
Katerina entendÃ*a de esas cosas. HabÃ*a ayudado
a muchas mujeres a dar a luz y hacÃ*a de comadrona
cuando parÃ*a alguna de las mujeres de la
casa. No descuidó el recto, que podÃ*a indicar alguna
enfermedad del tubo digestivo, pero la muchacha
estaba en buenas condiciones y soportó todo
el examen con la sumisión obstinada del siervo
ruso.
Katerina se dirigió entonces a las muchachas
para soltarles un pequeño discurso, como solÃ*a hacerse
en aquellas circunstancias. Les indicó que
comerÃ*an siempre igual que aquel dÃ*a, que serÃ*an
vestidas y alojadas espléndidamente y que debÃ*an
sentirse orgullosas de servir en casa del noble
prÃ*ncipe Sokolov. Se les exigÃ*a a cambio que fueran
obedientes y activas y que hicieran todo lo posible
por su nuevo amo. Si fallaban, serÃ*an castigadas
con severidad; por lo tanto, les convenÃ*a someterse
a las órdenes y a los reglamentos.
Para que todo quedara bien claro, y para celebrar
su ingreso en la casa, les darÃ*a un castigo
amistoso y liviano, con la esperanza de que jamás
tuviera que repetirlo. Ordenó a Grushenka, a
quien iba dirigida ante todo la alocución, que se
tumbara en la cama para ser azotada. Mientras
tanto, la mujer habÃ*a regresado con sábanas y
ropa; al oÃ*r las palabras de Katerina, trajo del
centro de la sala dos cubos de agua salada, donde
estaban en remojo unas varas verdes.
Grushenka se tendió en la cama boca abajo y
escondió la cara en sus manos. Por muy frecuentes
que habÃ*an sido los castigos recibidos en su
vida, no podÃ*a soportarlos. Temblaba, y apretó las
piernas, presa de una gran tensión nerviosa.
Aquello no le gustó a Katerina, que lo consideró
un acto de rebeldÃ*a. Separó con brutalidad las
piernas de la muchacha ordenándole que aflojara
los músculos y se quedara quieta, pues de lo contrario
le aplicarÃ*a el látigo de cuero, que dolÃ*a
mucho más.
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—¿No oÃ*ste lo que dijo la princesa? •—agregó—.
Vamos a quitarte esa piel suave, perra cobarde.
Y empezó a disponer el espléndido trasero para
el castigo, apretando reciamente la carne llena y
estirando los pelos del monte de Venus que sobresalÃ*an
entre las piernas.
Ahora Katerina tenÃ*a los ojos llenos de maldad:
apretaba con fuerza los labios, y las aletas de la
nariz se le estremecÃ*an. Aqulla picara, una simple
sierva, con tantos remilgos porque iban a azotarla...
Grushenka gimió y trató de no temblar, pero
estaba tan asustada que apenas podÃ*a controlarse.
Katerina cogió una de las varas y ordenó a la rubia,
que contemplaba la ceremonia sin la menor
emoción, que contara en voz alta hasta veinticinco.
El primer azote cayó en la parte derecha del
trasero; fue un golpe muy duro, porque Katerina
estaba irritada y era una campesina musculosa.
Grushenka chilló y tensó el cuerpo como si fuera
a levantarse, pero volvió a su posición. El segundo
azote, asÃ* como los siguientes, cayeron sobre el
mismo muslo, donde apareció una marca carmesÃ*
que contrastaba con la blancura del resto del
cuerpo. Katerina pasó entonces al otro muslo, que
tenÃ*a más cerca, y lo azotó sin reparos.
Grushenka gritaba y se retorcÃ*a, pero siempre
volvÃ*a a su posición, sin apartarse. HabÃ*a recibido
casi veinticinco golpes. Katerina tuvo que cambiar
varias veces de vara porque se rompÃ*an.
Cuando Katerina asestó los últimos golpes en
el interior de las piernas, que aún no habÃ*a tocado,
Grushenka no pudo soportarlo. Rodó hasta
la pared y aplicó sus dos manos sobre su trasero,
pidiendo clemencia y gritando que no podÃ*a
aguantarlo.
Pero Katerina no iba a dejar que una sierva
joven y obstinada se saliera con la suya. Por lo
tanto, con una energÃ*a y una brutalidad insospechadas
en una mujer corpulenta y ya canosa,
obligó a Grushenka a volver al centro de la cama,
la tendió de espaldas con los brazos doblados debajo
de la cabeza, y abrió con fuerza las piernas
de la muchacha.
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— i Si por atrás no lo aguantas —gritó a la asustada
muchacha—, tendrás que aguantarlo por delante...!
¡Y no te atrevas a moverte porque traeré
a los mozos del establo para que te pongan en
el potro y te peguen ellos. Veremos si eso te
gusta.
Empezó a azotarla en la parte interior y delantera
de los muslos. Grushenka estaba tan paralizada
y aterrada que no se atrevió a cerrar las
piernas ni a protegerse con las manos, aun cuando
instintivamente estuvo a punto de nacerlo. Recibió
asÃ* unos diez golpes y, a pesar de que Katerina
evitó golpear el punto más vulnerable, le pareció
a Grushenka una agonÃ*a sin fin.
Finalmente se acabó. Los ojos de Katerina seguÃ*an
fijos en el mechón de pelos del pubis; se
le habÃ*a olvidado comprobar si aquella muchacha
era virgen o no, y se inclinó sin más remilgos para
cerciorarse.
En cuanto sintió que la tocaban, Grushenka
volvió a agitarse convulsivamente, en parte porque
esperaba que siguieran castigándola, en parte
porque era muy sensible en aquel punto. Katerina
la empujó y metió el dedo en el orificio,
donde encontró la resistencia de la membrana.
Grushenka seguÃ*a siendo virgen y, según la
advertencia de Katerina, deberÃ*a seguir asÃ*. La
vieja habÃ*a olvidado su propia juventud, y como
se habÃ*a fosilizado, mantenÃ*a a sus muchachas estrechamente
vigiladas.
Ya habÃ*a acabado con Grushenka. Ordenó que
se levantara y miró despreciativamente su rostro
en lágrimas y agitado. ¡Qué muchacha más blanda!
¡No resistÃ*a ni un pequeño castigo!
Sin mucho entusiasmo se volvió entonces hacia
la rubia. Le mandó tumbarse en la cama, de espaldas,
y ponerse de tal forma que los pies le tocaran
los hombros. La rubia obedeció sin vacilar;
tenÃ*a la piel dura, y unos cuantos azotes no tenÃ*an
mucha importancia en su joven vida. Katerina
sintió la carne firme de las nalgas que, en aquella
postura, estaban a su entera disposición. No podÃ*a
pellizcar el trasero porque la carne era demasiado
dura y no cedÃ*a a la presión.
Dio a la muchacha unos veinte varazos, no tan
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fuertes como los que acababa de administrar a
Grushenka, y la rubia los contó en voz algo apagada,
pero clara. Fue^una de esas palizas rápidas
y sin emoción que no significaban nada, porque
a la que pegaba no le interesaba lo que hacÃ*a, y la
que recibÃ*a estaba más aburrida que dolida. Cuando
terminó el castigo, la rubia se frotó el trasero
y nada más.
Katerina obligó a las dos jóvenes a besar el
extremo de la vara que tenÃ*a en las manos, tras
lo cual dejó que se acostaran hasta que las llamaran
a la mañana siguiente para sus respectivas
tareas. La rubia se unirÃ*a al equipo de costura,
porque después de su educación en casa de la
prima, sabÃ*a manejar bien la aguja. Katerina se
ocuparÃ*a de Grushenka.
Las dos jóvenes se deslizaron entre sus sábanas
con poca animación; Grushenka sollozaba, la otra
estaba tan fresca.
—¿Qué quieren de mÃ*? —sollozaba Grushenka—.
¿Qué pueden querer...? —hasta que se quedó
dormida.
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