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Alfonso y su Cincuentona Madrastra Marisa – Capítulo 001
Al poco de cumplir los setenta años, el señor Simón, un rico y prestigioso empresario, viudo desde hacía más de veinte años, decidió volver a contraer nupcias. Las cuatro hijas del matrimonio, ya casadas y emancipadas, además de Alfonso, el hijo menor, de veinticinco años, que todavía vivía en la mansión familiar, aplaudieron la decisión de su padre. Por muchas razones, desde el hecho de que era bueno para él haber vuelto a encontrar el amor, hasta la cuestión de que, viendo los achaques que empezaban a atosigarle por la edad (la falta de movilidad por la artrosis que le obligaba a usar bastón para ayudarse a caminar, la obesidad, la diabetes y otras enfermedades, todas leves, pero incómodas y desagradables) sería bueno para todos que hubiera una persona que se encargase de él a medida que su situación física fuera empeorando. Y, puestos a pedir, si era una buena mujer de la que además don Simón estaba enamorado, siempre sería mejor que tener que encargarse de ello las hijas o el hijo, por turnos o pagar cuidadoras para ayudarlo en casa.
En cuanto a la afortunada esposa, se trataba de Marisa, una mujer divorciada y con una hija de veintidós años que estudiaba en el extranjero. La mujer rondaba los cincuenta años. Hacía unos meses había empezado a trabajar como contable en una de las empresas de don Simón. Su carácter abierto, locuaz y alegre le habían ganado la simpatía tanto del jefe como de los compañeros. Poco a poco, fue conquistando, primero la amistad del hombre y, tras un par de cenas, su corazón. Hasta que don Simón, tras formalizar su relación, le pidió matrimonio en un arrebato romántico, lleno de timidez y temor al rechazo. El hombre, bastante aturullado, le preguntó a Marisa, si ella «se vería viviendo con un hombre como él, con un hombre tan mayor y achacoso». Evidentemente, Marisa no tuvo que pensar mucho la respuesta, don Simón era culto, educado, agradable y tenía buena conversación. Además, hay un factor que no era desdeñable en absoluto para una mujer como Marisa, que había pasado estrecheces toda su vida y que, además tenía a su hija estudiando en el extranjero: don Simón estaba literalmente forrado. Siempre le habían ido bien los negocios. Todo lo que tenía de cordero en la vida, lo tenía de halcón en el mundo de la empresa. La cuestión es que el factor económico y la posibilidad de verse en el futuro próximo viviendo en un mundo de comodidad y lujo, sin tener que preocuparse nunca más por el porvenir y las deudas, decantó la balanza hacia el sí más rotundo a la propuesta de don Simón.
Eran ciertamente una pareja muy descompensada. Algo que durante la ceremonia civil de la boda, que reunió a bastantes familiares y amigos e incluso a la prensa (a fin de cuentas don Simón era una celebridad, aunque fuera a escala local), quedó bastante claro. Simón, grueso y panzón, bastante calvo, no demasiado agraciado y al que sus setenta años parecían más próximos a los ochenta, siempre ayudado por el bastón y caminando despacio con pasitos cortos, se las vio y deseó para mantener el tipo durante la ceremonia y en el altar. A su lado, Marisa, con un vestido ceñido y casto, pero que no podía ocultar un cuerpo rotundo, bien proporcionado y bastante opulento. Alguien en la boda comentó que estaba despampanante, era una jaca a la que nadie echaría los años que tenía. Perfectamente peinada y maquillada, parecía la hija del novio, más que la esposa. Claro que, en aquellos momentos, la candidez y la bondad aparentes de Marisa, estaban por encima de todo y nadie en su sano juicio, viendo su comportamiento, hubiera podido dudar un solo instante de su honestidad.
Tan solo Alfonso, el hijo de don Simón, prestó de refilón oídos a algún comentario soez que oyó durante el banquete de bodas acerca de tan desigual matrimonio. «¡Joder, con don Simón…! Vaya jamona que se ha mercado… Como no espabile, en breve no podrá entrar por las puertas con la cornamenta, porque a la guarrilla esa se la van a rifar, je, je, je…», la frase, que resonó en los oídos de Alfonso mientras llenaba el plato del buffet, no podemos decir que le sorprendiera demasiado, pero le chocó por el descaro con que la dijo el tipo en cuestión, un invitado protocolario de su padre que no parecía ni educado, ni agradecido por ello. No negaremos que Alfonso, aunque no quisiera reconocérselo a sí mismo, también había pensado que Marisa era demasiada hembra para su padre, pero, a fin de cuentas era su elección, y, en apariencia, parecía una buena mujer en cierto sentido ajena a las veleidades de la carne (por así decirlo).
Haremos un inciso para comentar que en cuanto a la cuestión física, el matrimonio no parecía que fuese a ser un festival de sexo salvaje. Bueno, ni de sexo de ningún tipo. El pobre don Simón, que llevaba sin follar desde bastante antes de la muerte de su mujer, hacía más de veinte años, con la edad había desarrollado diabetes y alguna que otra molestia que le provocaban impotencia y falta de apetito sexual.
Durante el noviazgo, había intentado un par de veces acostarse con Marisa. La mujer, ante el temor a perder aquella imponente captura, se había esforzado de lo lindo por levantar el alicaído pajarito de su novio. A pesar de que físicamente el cuerpo de don Simón le causaba más asquito que otra cosa, la mujer, haciendo de tripas corazón, lo masajeó a base de bien e incluso se introdujo su fláccida picha en la bosa para tratar de levantar aquel pequeño colgajo. Pensó que si no conseguía la fuerza suficiente para una penetración, al menos podría hacerlo eyacular con la mamada. Algo es algo. Don Simón, emocionado por la suavidad de la boca de su novia, consiguió endurecer levemente su pequeño pene y, al instante, soltó una pequeña y aguada descarga en la boca de Marisa. Ella, educadamente, para no contrariar al viejo disimuló en el momento de escupir aquel líquido que le repugnó bastante. Claro que no hubiera hecho falta tanto disimulo, porque el hombre se quedó medio catatónico y con los ojos en blanco tras correrse. Marisa se asustó bastante hasta que, al cabo de un minuto, cuando se disponía a llamar a urgencias, Simón despertó y entre toses agradeció el gesto de la mujer.
Días después, otra vez con miedo, don Simón le contó a Marisa que, tras consultar con su médico, éste le había dicho que por seguridad, era preferible descartar ese tipo de «intensa» actividad sexual por el riesgo cardiaco que suponía. Del mismo modo, descartaba el uso de viagra u otros estimulantes sexuales. Don Simón, tras contar el caso a Marisa, la miró con ojos casi llorosos esperando lo inevitable, que la mujer rompiera su compromiso. Ella, también entre lágrimas, le sorprendió aceptando el matrimonio, a pesar de la ausencia de sexo. Poco sabría don Simón que las lágrimas eran de satisfacción y alivio al librarse de aquel engorro que iba a suponer tener que follarse (o tratar de follarse) al decrépito viejo. En cuanto a la necesidad de sexo, ya se le ocurriría algo…
En realidad Marisa era bastante más fogosa de lo que ni don Simón (ni nadie) imaginaba, a fin de cuentas, su divorcio se debió a eso, a que su ex la pescó en la cama hecha un sándwich con dos tipos.
2.
De modo que, tras aquella boda de campanillas y un breve y lujoso viaje de novios a París (ciudad que le encantó a Marisa que nunca había estado), empezó la feliz e idílica vida conyugal de la pareja en una hermosa y grande casa señorial con jardín, piscina y un amplio equipo de servicio doméstico, situada a las afueras de la ciudad.
Don Simón, pese a la edad y los achaques, seguía acudiendo a su despacho en la central de sus empresas para atender los negocios. Era incapaz de delegar.
La vida de Marisa, por su parte, era lo que siempre había deseado. Tiempo libre para cuidarse y dedicarse a su hobby que, básicamente, era ella misma. Sus jornadas se repartían entre cuidar la casa (por delegación, claro, dando órdenes a la servidumbre), acudir a hacer deporte y cuidarse a sí misma (manicura, pedicura, depilación, esteticién, etc…) ¡Ah, y claro! A hacer compras en todas las tiendas de lujo (o no) de la ciudad. Sola o en compañía de sus amigas.
Claro que aquel matrimonio blanco empezó a pesarle a Marida a los pocos días de volver de la luna de miel. A pesar de haber hecho voto de fidelidad y castidad a su esposo y de mantener de cara a familiares y amigos una actitud de recato y decoro, el coño empezó a picarle una barbaridad y pronto no le bastó aliviarse a base de pajas y del par de consoladores tamaño king size que tenía guardados en la mesita de noche y que cada mañana, en cuanto don Simón salía para el trabajo, pasaban a penetrar su encharcado coño. Empezaba a necesitar una polla de verdad. De carne y, a ser posible, bien dura. Era un deseo que empezó a mutar en una necesidad. Pero Marisa no quería meter la pata y arriesgarse a perder todo lo conseguido. Aquel lujo en el que vivía y las posibilidades que estaba viendo en esa nueva vida, no merecían que las echase a perder por un mal polvo o un polvo mal planificado. No tendría que pasarle como en su anterior matrimonio, en el que, por un estúpido calentón, el tontorrón de su ex la pescó. Su vida se fue al carajo en aquel momento. Y eso que casi lo convence con el cuento de que era la primera vez que lo hacía y tal, y tal… Si no llega a encargar una investigación a un detective privado que descubrió un historial de infidelidades y un par de perfiles falsos en Tinder, seguramente la cosa habría colado… En fin, de nada servía lamentarse por el pasado. Ahora las circunstancias eran distintas y no cabe duda que mejores. De modo que se trataba de hacer las cosas bien y con vista. Podía aguantar a base de pajas y aquella polla de látex hecha con el molde de Rocco Siffriedi hasta que llegase su oportunidad.
3.
Y la oportunidad llegó del modo más inesperado y también con la persona más inesperada. Todo tuvo, además, un aroma clásico, de película porno clásica, queremos decir. Había llegado el verano y Marisa acostumbraba a tomar el sol en la piscina. Dado que el servicio de la casa eran una panda de soplones, no se atrevía a hacerlo como le habría gustado, en pelotas. Lo hacía con un pequeño biquini. La verdad es que, según como, era mucho más excitante ver sus carnes opulentas y bien formadas, emergiendo de aquel trocito de tela. Los cachetes del culo a la vista con la tela remetida hacia el ojete o las tetazas pugnando por emerger del sujetador.
Alfonso, el hijastro de Marisa, le había echado el ojo desde que entró en la casa. Claro que, al no conocer de qué pie calzaba su madrastra, no había intentado nada. Nada al margen de echarle miradas que no dejaban lugar a dudas acerca de sus intenciones. Ella, que de la naturaleza masculina algo sabía, se dio cuenta enseguida de que su nuevo hijo andaba loco por clavarle el rabo a la menor oportunidad. Pero no quería forzar las cosas. Era demasiado arriesgado y, por otra parte, después de haber visto la pichita del viejo, si había algo de herencia genética en el joven Alfonso y su pollita era como la de su padre, no merecía la pena arriesgar su posición por un polvo insatisfactorio.
Pero no era el caso. La tranca de Alfonso, sin ser como la del consolador de Rocco que tenía su madrastra, era bastante apreciable. Muy gruesa y de unos dieciocho centímetros en su pleno esplendor. Además, tenía el vigor de la juventud, algo que su pobre padre no había tenido nunca. Ni de joven.
Así que los astros se alinearon. Aquella semana en la que Alfonso empezaba sus vacaciones pensaba pasarla en casa a la espera de que su novia empezase las suyas a la semana siguiente. Después tenían previsto irse de viaje a Cancún.
Ocioso y aburrido como estaba, aparte de observar a su madrastra, a la que había empezado a llamar mamá, con una cara de deseo más intensa de lo habitual, empezó a hacerse el encontradizo desde el desayuno, tocándole el culo, como sin querer, pero sin dejar lugar a dudas para Marisa, un lince para estas cosas. Un par de veces, al pasar detrás de ella sin necesidad, se giró frotando la polla semidura por las carnes de la jamona que, tras las dudas iniciales, se dejó hacer, más que nada, por juguetear y ver hasta donde era capaz de llegar el chico.
Tras el desayuno, Marisa tiró el anzuelo:
—Luego voy a la piscina, ¿quieres venir luego, Alfonso?
—Claro, mamá, luego me acerco y te puedo poner crema —respondió solícito el joven.
—Genial, hijo —cerró la conversación Marisa, subiendo las escaleras y contoneando el pandero bajo la bata, sabedora de que la mirada de Alfonso se estaba clavando en su tembloroso culazo.
Alfonso no sabía por qué, pero el hecho de llamar mamá a su madrastra y las respuestas con retintín de ella, llamándolo hijo, le ponían el rabo como una piedra. Es raro, pero la historia esa de tener la posibilidad de ponerle los cuernos a su padre (por el que no sentía ninguna admiración, ni afecto especial) le ponía súper cachondo.
Media hora más tarde, Alfonso estaba a horcajadas sobre la espalda de su madre, frotando los omoplatos de la jamona con crema solar mientras notaba como la polla se le ponía como una piedra y latía sobre los riñones de la mujer, algo de lo que ella se tenía que estar dando cuenta sin ninguna duda.
Y tanto que se estaba dando cuenta, Marisa no tardó en notar como el coño, perfectamente depilado, como le gustaba llevarlo, se le empezaba a humedecer a base de bien. Hacía mucho tiempo que no tenía contacto físico con un hombre. Con un hombre sexualmente activo, no como en el caso de don Simón.
Poco a poco, Alfonso, al que la tienda de campaña del bañador cada vez se le notaba más, iba bajando por las piernas, hasta que se encontró masajeando los gruesos y gelatinosos glúteos de la guarra de su madrastra, que, sin poder evitarlo, soltaba algún que otro gemidito.
Aunque la piscina estaba algo apartada, tenían, ambos, algo de temor ante la posibilidad de ser vistos por el personal de la casa y que luego fuera con el cante al viejo. Pero, por fortuna, una enorme sombrilla tapaba el campo de visión desde las terrazas y la ventanas de la mansión. Por lo tanto, si alguna mirada indiscreta aparecía, habría tiempo para recomponerse mientras oían llegar los pasos por el caminito de grava que conducía a la piscina.
Así que Alfonso, dadas las circunstancias y oyendo los jadeos de la puerca de Marisa, decidió dar un paso adelante.
—¿Te gusta, mamá?
—Sí, sí, me encanta, sigue, sigue…
Alfonso, remetió a fondo el bañador en el culo de la zorra y palpó de paso con la yema del dedo índice el apetecible ojete de la guarra, introduciéndolo un poco. Olió el dedo, lo chupó y, después, se sacó la polla, dura como una piedra, de la pernera del pantalón y la colocó horizontal entre las nalgas de la guarra. Luego, echó un chorro de bronceador para lubricar bien y apretó bien la polla entre la masa de su culazo, como para hacerse una especie de cubana con su culo. La puta soltó un gritito de gusto y Alfonso empezó un suave vaivén pajeándose con el culo materno.
Marisa, por su parte, había podido introducir la manita debajo de su cuerpo para pajearse al mismo ritmo en el que Alfonso se movía.
—¿Te gusta, guarra? —preguntó Alfonso acelerando el ritmo
—¡Sí, sigue, sigue, hijo de puta! —fue la alentadora y agradable respuesta de la cerda de Marisa, visiblemente excitada.
Alfonso mantuvo el ritmo acelerado. No pudo aguantar mucho más y la polla empezó a lanzar una intensa andanada de chorros que dejaron la espalda de su madrastra repleta de lefa. Algún goterón alcanzó sus cabellos.
Alfonso, derrotado, se dejó caer brevemente sobre Marisa y tras chupetear su cuello le dijo al oído.
—¡Qué puta eres, mamá!
Marisa, respondió con un fuerte jadeo, seguía masturbándose y en aquel preciso instante se estaba corriendo.
Poco después, Alfonso terminaba de extender el esperma, mezclado con bronceador sobre la espalda de su madre que ronroneaba alegre, recuperándose despacio de aquel extraño polvo mañanero. El futuro se presentaba brillante y húmedo para ambos.
—Me voy a duchar, mamá. Disfruta de la piscina.
—Gracias, hijo —Marisa se incorporó un poco girando la cara—, dame un besito, anda.
Alfonso bajo la cabeza y lo que iba a ser un beso en la mejilla, se convirtió en un intenso morreo en el que el joven aprovechó para sobar a base de bien las admirables tetazas de su madre.
Oyeron un ruido por el caminito que llevaba a la piscina.
—Me voy para dentro, mamá.
—Habrá que repetir, ¿no?
—Claro, mamita, pero corregido y aumentado —respondió Alfonso, sobándose la polla, de nuevo morcillona tras el morreo, mientras los pasos de la doncella se acercaban justo detrás de la sombrilla.
—Estoy de acuerdo, hijo, ¿cuándo te vas con tu novia de viaje?
—El próximo lunes.
—¡Genial, tenemos toda la semana por delante!
—Sí, mamá. Además, me voy quince días, no para siempre —Alfonso le guiñó el ojo y volvió sobarse la polla.
—Anda, vete ya, que al final te van a ver. Luego retomamos el tema…
—Por supuesto —afirmó Alfonso empezando a caminar hacia la casa. No sabía si sería capaz de aguantar sin pajearse antes de volver a embestir a su madre, pero trataría de resistir. No estaba la cosa como para desperdiciar lefa por ahí, teniendo a una jamona de ese calibre tan cerca…
4.
Aquella tarde, el espectáculo continuó. A ambos les hubiera gustado poder estar un ratito a solas de nuevo, pero no hubo manera. Durante la comida familiar, el viejo, que ignoraba que acababa de estrenar cornamenta, se mostró contento y animado, contando anécdotas del trabajo e ignorante de las risas cómplices de su esposa e hijo que estaban más por la labor de juguetear con los pies por debajo de la mesa que de atender las chorradas habituales del pobre don Simón.
Después de comer, como solían hacer, fueron al salón a sentarse a sestear mientras miraban un rato la televisión. Normalmente, estaban allí hasta las cinco, cuando Marisa se iba a las clases de zumba y su marido, acudía al despacho que tenía en la casa para terminar tareas atrasadas. Alfonso no solía acompañarles ese tiempo de tele y siesta, pero hoy era un día distinto, claro. Marisa no tenía previsto alterar sus planes. Dejar la clase de zumba para echar una cana al aire con Alfonso le parecía algo prematuro, pero con lo cachonda que le había puesto su hijastro, no tenía muy claro que pudiera aguantar sin hacer nada hasta que volviera a surgir la oportunidad.
El viejo tenía un sillón ergonómico, de esos que dan masajes, que usaba habitualmente para ver Saber y ganar. Después, sin fallar un día, se quedaba frito contemplando los documentales de animalitos. Marisa, cuando le acompañaba, se aovillaba en el sofá y miraba el móvil sin sonido, a veces noticias del corazón, a veces vídeos porno, para ponerse cachonda antes de la pajita que solía hacerse justo antes de salir para la clase de zumba.
Ese día, las cosas eran distintas. La presencia de Alfonso había alterado algo la dinámica familiar. Su padre le ofreció usar el sillón ergonómico, pero Alfonso lo declinó, optando por la estrechez del sofá con su madre. La cosa tenía una ventaja indudable. El sofá estaba algo retrasado del sillón del viejo, por lo que éste, para verlos tenía que girar la cabeza, algo que no parecía que fuera a ser necesario. ¿Quién iba a sospechar de ellos? Así que, tanto Alfonso como la guarra de Marisa, hicieron palmas hasta con las orejas, ante la posibilidad de disfrutar de una buena sesión de mete mano con la que no habían contado. El salón estaba en penumbra para facilitar la modorra de la siesta y, salvo la luz azulada del televisor y el sonido monótono del documental de animalitos, el ambiente era perfecto para lo que sucedió después. En cuanto la banda sonora de la televisión se complementó con los ronquidos del pobre cornudo que empezó a cabecear, el sobeteó que había comenzado entre ambos minutos antes pasó a mayores.
Alfonso de entrada había metido la mano bajo los leggins de deporte que llevaba su madre alcanzando aquel chocho, liso y suave como el de una muñeca y húmedo, ansioso de una mano cariñosa que lo llevase al orgasmo. Empezó a masturbarla y ella, se mordía los labios para no gemir de placer hasta que empezó a besar, lamer y morder el cuello de su hijito querido.
Marisa se corrió como una puerca al mismo tiempo que el cornudo lanzaba un ronquido especialmente intenso que fue recibido por la pareja con una susurrante y burlona risita. Después le tocó el turno a Alfonso. Cuando Marisa empezó a masturbar la polla del chico que le impresionó, sobre todo comparándola con la de su padre, al instante se dio cuenta de que, si eyaculaba, podría hacer un desastre en el caro sofá de piel. De modo, que, encantada de hacerlo, agachó la cabeza y empezó una mamada de extraordinaria intensidad. Mamada que se vio acompañada por la mano dominante de su hijo que sujetaba con fuerza su cabeza y la violentaba arriba y abajo para mantener el ritmo. El ruido de los chapoteos y la saliva que escapaba de la garganta de la guarra que, entre arcadas, demostró un dominio experto del arte de la felación, empezaba a hacerse muy intenso.
Los leones de la sabana se dedicaban a cazar gacelas en la televisión, don Simón roncaba, ajeno a los cuernos que crecían cada vez más, y Marisa se tragaba por primera vez una densa ración de leche de su hijastro que no pudo evitar emitir un sonoro gemido que, por fortuna, no alteró los ronquidos de su cornudo padre.
Marisa se recompuso y, todavía con la boca cerrada, miró a su hijo. Cuando vio que este estaba recuperado del orgasmo le mostró el cargamento de lefa que retenía en la boca y, a continuación, se lo tragó sin pestañar mostrando luego la boca abierta y limpia y una sonrisa esplendorosa que volvió a provocar un respingo en la polla de Alfonso y un «gracias, mamá», en su boca.
Minutos más tarde, tras un sonoro bostezo, don Simón despertó. Tras levantarse pesadamente, miró al sofá y dijo:
—¿Ya se ha ido Alfonso?
—Sí, ha quedado con unos amigos, pero dice que vendrá a cenar.
—¡Vaya, que hogareño se ha vuelto!
Traqueteando, el pobre hombre se dirigió hacia el lavabo a vaciar su cargada vejiga, mientras Marisa contemplaba aquel cuerpo escombro con una cierta lástima, pero satisfecha de haber encontrado, de momento, lo que necesitaba en aquel hogar, dulce hogar.
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Alfonso y su Cincuentona Madrastra Marisa – Capítulo 001
Al poco de cumplir los setenta años, el señor Simón, un rico y prestigioso empresario, viudo desde hacía más de veinte años, decidió volver a contraer nupcias. Las cuatro hijas del matrimonio, ya casadas y emancipadas, además de Alfonso, el hijo menor, de veinticinco años, que todavía vivía en la mansión familiar, aplaudieron la decisión de su padre. Por muchas razones, desde el hecho de que era bueno para él haber vuelto a encontrar el amor, hasta la cuestión de que, viendo los achaques que empezaban a atosigarle por la edad (la falta de movilidad por la artrosis que le obligaba a usar bastón para ayudarse a caminar, la obesidad, la diabetes y otras enfermedades, todas leves, pero incómodas y desagradables) sería bueno para todos que hubiera una persona que se encargase de él a medida que su situación física fuera empeorando. Y, puestos a pedir, si era una buena mujer de la que además don Simón estaba enamorado, siempre sería mejor que tener que encargarse de ello las hijas o el hijo, por turnos o pagar cuidadoras para ayudarlo en casa.
En cuanto a la afortunada esposa, se trataba de Marisa, una mujer divorciada y con una hija de veintidós años que estudiaba en el extranjero. La mujer rondaba los cincuenta años. Hacía unos meses había empezado a trabajar como contable en una de las empresas de don Simón. Su carácter abierto, locuaz y alegre le habían ganado la simpatía tanto del jefe como de los compañeros. Poco a poco, fue conquistando, primero la amistad del hombre y, tras un par de cenas, su corazón. Hasta que don Simón, tras formalizar su relación, le pidió matrimonio en un arrebato romántico, lleno de timidez y temor al rechazo. El hombre, bastante aturullado, le preguntó a Marisa, si ella «se vería viviendo con un hombre como él, con un hombre tan mayor y achacoso». Evidentemente, Marisa no tuvo que pensar mucho la respuesta, don Simón era culto, educado, agradable y tenía buena conversación. Además, hay un factor que no era desdeñable en absoluto para una mujer como Marisa, que había pasado estrecheces toda su vida y que, además tenía a su hija estudiando en el extranjero: don Simón estaba literalmente forrado. Siempre le habían ido bien los negocios. Todo lo que tenía de cordero en la vida, lo tenía de halcón en el mundo de la empresa. La cuestión es que el factor económico y la posibilidad de verse en el futuro próximo viviendo en un mundo de comodidad y lujo, sin tener que preocuparse nunca más por el porvenir y las deudas, decantó la balanza hacia el sí más rotundo a la propuesta de don Simón.
Eran ciertamente una pareja muy descompensada. Algo que durante la ceremonia civil de la boda, que reunió a bastantes familiares y amigos e incluso a la prensa (a fin de cuentas don Simón era una celebridad, aunque fuera a escala local), quedó bastante claro. Simón, grueso y panzón, bastante calvo, no demasiado agraciado y al que sus setenta años parecían más próximos a los ochenta, siempre ayudado por el bastón y caminando despacio con pasitos cortos, se las vio y deseó para mantener el tipo durante la ceremonia y en el altar. A su lado, Marisa, con un vestido ceñido y casto, pero que no podía ocultar un cuerpo rotundo, bien proporcionado y bastante opulento. Alguien en la boda comentó que estaba despampanante, era una jaca a la que nadie echaría los años que tenía. Perfectamente peinada y maquillada, parecía la hija del novio, más que la esposa. Claro que, en aquellos momentos, la candidez y la bondad aparentes de Marisa, estaban por encima de todo y nadie en su sano juicio, viendo su comportamiento, hubiera podido dudar un solo instante de su honestidad.
Tan solo Alfonso, el hijo de don Simón, prestó de refilón oídos a algún comentario soez que oyó durante el banquete de bodas acerca de tan desigual matrimonio. «¡Joder, con don Simón…! Vaya jamona que se ha mercado… Como no espabile, en breve no podrá entrar por las puertas con la cornamenta, porque a la guarrilla esa se la van a rifar, je, je, je…», la frase, que resonó en los oídos de Alfonso mientras llenaba el plato del buffet, no podemos decir que le sorprendiera demasiado, pero le chocó por el descaro con que la dijo el tipo en cuestión, un invitado protocolario de su padre que no parecía ni educado, ni agradecido por ello. No negaremos que Alfonso, aunque no quisiera reconocérselo a sí mismo, también había pensado que Marisa era demasiada hembra para su padre, pero, a fin de cuentas era su elección, y, en apariencia, parecía una buena mujer en cierto sentido ajena a las veleidades de la carne (por así decirlo).
Haremos un inciso para comentar que en cuanto a la cuestión física, el matrimonio no parecía que fuese a ser un festival de sexo salvaje. Bueno, ni de sexo de ningún tipo. El pobre don Simón, que llevaba sin follar desde bastante antes de la muerte de su mujer, hacía más de veinte años, con la edad había desarrollado diabetes y alguna que otra molestia que le provocaban impotencia y falta de apetito sexual.
Durante el noviazgo, había intentado un par de veces acostarse con Marisa. La mujer, ante el temor a perder aquella imponente captura, se había esforzado de lo lindo por levantar el alicaído pajarito de su novio. A pesar de que físicamente el cuerpo de don Simón le causaba más asquito que otra cosa, la mujer, haciendo de tripas corazón, lo masajeó a base de bien e incluso se introdujo su fláccida picha en la bosa para tratar de levantar aquel pequeño colgajo. Pensó que si no conseguía la fuerza suficiente para una penetración, al menos podría hacerlo eyacular con la mamada. Algo es algo. Don Simón, emocionado por la suavidad de la boca de su novia, consiguió endurecer levemente su pequeño pene y, al instante, soltó una pequeña y aguada descarga en la boca de Marisa. Ella, educadamente, para no contrariar al viejo disimuló en el momento de escupir aquel líquido que le repugnó bastante. Claro que no hubiera hecho falta tanto disimulo, porque el hombre se quedó medio catatónico y con los ojos en blanco tras correrse. Marisa se asustó bastante hasta que, al cabo de un minuto, cuando se disponía a llamar a urgencias, Simón despertó y entre toses agradeció el gesto de la mujer.
Días después, otra vez con miedo, don Simón le contó a Marisa que, tras consultar con su médico, éste le había dicho que por seguridad, era preferible descartar ese tipo de «intensa» actividad sexual por el riesgo cardiaco que suponía. Del mismo modo, descartaba el uso de viagra u otros estimulantes sexuales. Don Simón, tras contar el caso a Marisa, la miró con ojos casi llorosos esperando lo inevitable, que la mujer rompiera su compromiso. Ella, también entre lágrimas, le sorprendió aceptando el matrimonio, a pesar de la ausencia de sexo. Poco sabría don Simón que las lágrimas eran de satisfacción y alivio al librarse de aquel engorro que iba a suponer tener que follarse (o tratar de follarse) al decrépito viejo. En cuanto a la necesidad de sexo, ya se le ocurriría algo…
En realidad Marisa era bastante más fogosa de lo que ni don Simón (ni nadie) imaginaba, a fin de cuentas, su divorcio se debió a eso, a que su ex la pescó en la cama hecha un sándwich con dos tipos.
2.
De modo que, tras aquella boda de campanillas y un breve y lujoso viaje de novios a París (ciudad que le encantó a Marisa que nunca había estado), empezó la feliz e idílica vida conyugal de la pareja en una hermosa y grande casa señorial con jardín, piscina y un amplio equipo de servicio doméstico, situada a las afueras de la ciudad.
Don Simón, pese a la edad y los achaques, seguía acudiendo a su despacho en la central de sus empresas para atender los negocios. Era incapaz de delegar.
La vida de Marisa, por su parte, era lo que siempre había deseado. Tiempo libre para cuidarse y dedicarse a su hobby que, básicamente, era ella misma. Sus jornadas se repartían entre cuidar la casa (por delegación, claro, dando órdenes a la servidumbre), acudir a hacer deporte y cuidarse a sí misma (manicura, pedicura, depilación, esteticién, etc…) ¡Ah, y claro! A hacer compras en todas las tiendas de lujo (o no) de la ciudad. Sola o en compañía de sus amigas.
Claro que aquel matrimonio blanco empezó a pesarle a Marida a los pocos días de volver de la luna de miel. A pesar de haber hecho voto de fidelidad y castidad a su esposo y de mantener de cara a familiares y amigos una actitud de recato y decoro, el coño empezó a picarle una barbaridad y pronto no le bastó aliviarse a base de pajas y del par de consoladores tamaño king size que tenía guardados en la mesita de noche y que cada mañana, en cuanto don Simón salía para el trabajo, pasaban a penetrar su encharcado coño. Empezaba a necesitar una polla de verdad. De carne y, a ser posible, bien dura. Era un deseo que empezó a mutar en una necesidad. Pero Marisa no quería meter la pata y arriesgarse a perder todo lo conseguido. Aquel lujo en el que vivía y las posibilidades que estaba viendo en esa nueva vida, no merecían que las echase a perder por un mal polvo o un polvo mal planificado. No tendría que pasarle como en su anterior matrimonio, en el que, por un estúpido calentón, el tontorrón de su ex la pescó. Su vida se fue al carajo en aquel momento. Y eso que casi lo convence con el cuento de que era la primera vez que lo hacía y tal, y tal… Si no llega a encargar una investigación a un detective privado que descubrió un historial de infidelidades y un par de perfiles falsos en Tinder, seguramente la cosa habría colado… En fin, de nada servía lamentarse por el pasado. Ahora las circunstancias eran distintas y no cabe duda que mejores. De modo que se trataba de hacer las cosas bien y con vista. Podía aguantar a base de pajas y aquella polla de látex hecha con el molde de Rocco Siffriedi hasta que llegase su oportunidad.
3.
Y la oportunidad llegó del modo más inesperado y también con la persona más inesperada. Todo tuvo, además, un aroma clásico, de película porno clásica, queremos decir. Había llegado el verano y Marisa acostumbraba a tomar el sol en la piscina. Dado que el servicio de la casa eran una panda de soplones, no se atrevía a hacerlo como le habría gustado, en pelotas. Lo hacía con un pequeño biquini. La verdad es que, según como, era mucho más excitante ver sus carnes opulentas y bien formadas, emergiendo de aquel trocito de tela. Los cachetes del culo a la vista con la tela remetida hacia el ojete o las tetazas pugnando por emerger del sujetador.
Alfonso, el hijastro de Marisa, le había echado el ojo desde que entró en la casa. Claro que, al no conocer de qué pie calzaba su madrastra, no había intentado nada. Nada al margen de echarle miradas que no dejaban lugar a dudas acerca de sus intenciones. Ella, que de la naturaleza masculina algo sabía, se dio cuenta enseguida de que su nuevo hijo andaba loco por clavarle el rabo a la menor oportunidad. Pero no quería forzar las cosas. Era demasiado arriesgado y, por otra parte, después de haber visto la pichita del viejo, si había algo de herencia genética en el joven Alfonso y su pollita era como la de su padre, no merecía la pena arriesgar su posición por un polvo insatisfactorio.
Pero no era el caso. La tranca de Alfonso, sin ser como la del consolador de Rocco que tenía su madrastra, era bastante apreciable. Muy gruesa y de unos dieciocho centímetros en su pleno esplendor. Además, tenía el vigor de la juventud, algo que su pobre padre no había tenido nunca. Ni de joven.
Así que los astros se alinearon. Aquella semana en la que Alfonso empezaba sus vacaciones pensaba pasarla en casa a la espera de que su novia empezase las suyas a la semana siguiente. Después tenían previsto irse de viaje a Cancún.
Ocioso y aburrido como estaba, aparte de observar a su madrastra, a la que había empezado a llamar mamá, con una cara de deseo más intensa de lo habitual, empezó a hacerse el encontradizo desde el desayuno, tocándole el culo, como sin querer, pero sin dejar lugar a dudas para Marisa, un lince para estas cosas. Un par de veces, al pasar detrás de ella sin necesidad, se giró frotando la polla semidura por las carnes de la jamona que, tras las dudas iniciales, se dejó hacer, más que nada, por juguetear y ver hasta donde era capaz de llegar el chico.
Tras el desayuno, Marisa tiró el anzuelo:
—Luego voy a la piscina, ¿quieres venir luego, Alfonso?
—Claro, mamá, luego me acerco y te puedo poner crema —respondió solícito el joven.
—Genial, hijo —cerró la conversación Marisa, subiendo las escaleras y contoneando el pandero bajo la bata, sabedora de que la mirada de Alfonso se estaba clavando en su tembloroso culazo.
Alfonso no sabía por qué, pero el hecho de llamar mamá a su madrastra y las respuestas con retintín de ella, llamándolo hijo, le ponían el rabo como una piedra. Es raro, pero la historia esa de tener la posibilidad de ponerle los cuernos a su padre (por el que no sentía ninguna admiración, ni afecto especial) le ponía súper cachondo.
Media hora más tarde, Alfonso estaba a horcajadas sobre la espalda de su madre, frotando los omoplatos de la jamona con crema solar mientras notaba como la polla se le ponía como una piedra y latía sobre los riñones de la mujer, algo de lo que ella se tenía que estar dando cuenta sin ninguna duda.
Y tanto que se estaba dando cuenta, Marisa no tardó en notar como el coño, perfectamente depilado, como le gustaba llevarlo, se le empezaba a humedecer a base de bien. Hacía mucho tiempo que no tenía contacto físico con un hombre. Con un hombre sexualmente activo, no como en el caso de don Simón.
Poco a poco, Alfonso, al que la tienda de campaña del bañador cada vez se le notaba más, iba bajando por las piernas, hasta que se encontró masajeando los gruesos y gelatinosos glúteos de la guarra de su madrastra, que, sin poder evitarlo, soltaba algún que otro gemidito.
Aunque la piscina estaba algo apartada, tenían, ambos, algo de temor ante la posibilidad de ser vistos por el personal de la casa y que luego fuera con el cante al viejo. Pero, por fortuna, una enorme sombrilla tapaba el campo de visión desde las terrazas y la ventanas de la mansión. Por lo tanto, si alguna mirada indiscreta aparecía, habría tiempo para recomponerse mientras oían llegar los pasos por el caminito de grava que conducía a la piscina.
Así que Alfonso, dadas las circunstancias y oyendo los jadeos de la puerca de Marisa, decidió dar un paso adelante.
—¿Te gusta, mamá?
—Sí, sí, me encanta, sigue, sigue…
Alfonso, remetió a fondo el bañador en el culo de la zorra y palpó de paso con la yema del dedo índice el apetecible ojete de la guarra, introduciéndolo un poco. Olió el dedo, lo chupó y, después, se sacó la polla, dura como una piedra, de la pernera del pantalón y la colocó horizontal entre las nalgas de la guarra. Luego, echó un chorro de bronceador para lubricar bien y apretó bien la polla entre la masa de su culazo, como para hacerse una especie de cubana con su culo. La puta soltó un gritito de gusto y Alfonso empezó un suave vaivén pajeándose con el culo materno.
Marisa, por su parte, había podido introducir la manita debajo de su cuerpo para pajearse al mismo ritmo en el que Alfonso se movía.
—¿Te gusta, guarra? —preguntó Alfonso acelerando el ritmo
—¡Sí, sigue, sigue, hijo de puta! —fue la alentadora y agradable respuesta de la cerda de Marisa, visiblemente excitada.
Alfonso mantuvo el ritmo acelerado. No pudo aguantar mucho más y la polla empezó a lanzar una intensa andanada de chorros que dejaron la espalda de su madrastra repleta de lefa. Algún goterón alcanzó sus cabellos.
Alfonso, derrotado, se dejó caer brevemente sobre Marisa y tras chupetear su cuello le dijo al oído.
—¡Qué puta eres, mamá!
Marisa, respondió con un fuerte jadeo, seguía masturbándose y en aquel preciso instante se estaba corriendo.
Poco después, Alfonso terminaba de extender el esperma, mezclado con bronceador sobre la espalda de su madre que ronroneaba alegre, recuperándose despacio de aquel extraño polvo mañanero. El futuro se presentaba brillante y húmedo para ambos.
—Me voy a duchar, mamá. Disfruta de la piscina.
—Gracias, hijo —Marisa se incorporó un poco girando la cara—, dame un besito, anda.
Alfonso bajo la cabeza y lo que iba a ser un beso en la mejilla, se convirtió en un intenso morreo en el que el joven aprovechó para sobar a base de bien las admirables tetazas de su madre.
Oyeron un ruido por el caminito que llevaba a la piscina.
—Me voy para dentro, mamá.
—Habrá que repetir, ¿no?
—Claro, mamita, pero corregido y aumentado —respondió Alfonso, sobándose la polla, de nuevo morcillona tras el morreo, mientras los pasos de la doncella se acercaban justo detrás de la sombrilla.
—Estoy de acuerdo, hijo, ¿cuándo te vas con tu novia de viaje?
—El próximo lunes.
—¡Genial, tenemos toda la semana por delante!
—Sí, mamá. Además, me voy quince días, no para siempre —Alfonso le guiñó el ojo y volvió sobarse la polla.
—Anda, vete ya, que al final te van a ver. Luego retomamos el tema…
—Por supuesto —afirmó Alfonso empezando a caminar hacia la casa. No sabía si sería capaz de aguantar sin pajearse antes de volver a embestir a su madre, pero trataría de resistir. No estaba la cosa como para desperdiciar lefa por ahí, teniendo a una jamona de ese calibre tan cerca…
4.
Aquella tarde, el espectáculo continuó. A ambos les hubiera gustado poder estar un ratito a solas de nuevo, pero no hubo manera. Durante la comida familiar, el viejo, que ignoraba que acababa de estrenar cornamenta, se mostró contento y animado, contando anécdotas del trabajo e ignorante de las risas cómplices de su esposa e hijo que estaban más por la labor de juguetear con los pies por debajo de la mesa que de atender las chorradas habituales del pobre don Simón.
Después de comer, como solían hacer, fueron al salón a sentarse a sestear mientras miraban un rato la televisión. Normalmente, estaban allí hasta las cinco, cuando Marisa se iba a las clases de zumba y su marido, acudía al despacho que tenía en la casa para terminar tareas atrasadas. Alfonso no solía acompañarles ese tiempo de tele y siesta, pero hoy era un día distinto, claro. Marisa no tenía previsto alterar sus planes. Dejar la clase de zumba para echar una cana al aire con Alfonso le parecía algo prematuro, pero con lo cachonda que le había puesto su hijastro, no tenía muy claro que pudiera aguantar sin hacer nada hasta que volviera a surgir la oportunidad.
El viejo tenía un sillón ergonómico, de esos que dan masajes, que usaba habitualmente para ver Saber y ganar. Después, sin fallar un día, se quedaba frito contemplando los documentales de animalitos. Marisa, cuando le acompañaba, se aovillaba en el sofá y miraba el móvil sin sonido, a veces noticias del corazón, a veces vídeos porno, para ponerse cachonda antes de la pajita que solía hacerse justo antes de salir para la clase de zumba.
Ese día, las cosas eran distintas. La presencia de Alfonso había alterado algo la dinámica familiar. Su padre le ofreció usar el sillón ergonómico, pero Alfonso lo declinó, optando por la estrechez del sofá con su madre. La cosa tenía una ventaja indudable. El sofá estaba algo retrasado del sillón del viejo, por lo que éste, para verlos tenía que girar la cabeza, algo que no parecía que fuera a ser necesario. ¿Quién iba a sospechar de ellos? Así que, tanto Alfonso como la guarra de Marisa, hicieron palmas hasta con las orejas, ante la posibilidad de disfrutar de una buena sesión de mete mano con la que no habían contado. El salón estaba en penumbra para facilitar la modorra de la siesta y, salvo la luz azulada del televisor y el sonido monótono del documental de animalitos, el ambiente era perfecto para lo que sucedió después. En cuanto la banda sonora de la televisión se complementó con los ronquidos del pobre cornudo que empezó a cabecear, el sobeteó que había comenzado entre ambos minutos antes pasó a mayores.
Alfonso de entrada había metido la mano bajo los leggins de deporte que llevaba su madre alcanzando aquel chocho, liso y suave como el de una muñeca y húmedo, ansioso de una mano cariñosa que lo llevase al orgasmo. Empezó a masturbarla y ella, se mordía los labios para no gemir de placer hasta que empezó a besar, lamer y morder el cuello de su hijito querido.
Marisa se corrió como una puerca al mismo tiempo que el cornudo lanzaba un ronquido especialmente intenso que fue recibido por la pareja con una susurrante y burlona risita. Después le tocó el turno a Alfonso. Cuando Marisa empezó a masturbar la polla del chico que le impresionó, sobre todo comparándola con la de su padre, al instante se dio cuenta de que, si eyaculaba, podría hacer un desastre en el caro sofá de piel. De modo, que, encantada de hacerlo, agachó la cabeza y empezó una mamada de extraordinaria intensidad. Mamada que se vio acompañada por la mano dominante de su hijo que sujetaba con fuerza su cabeza y la violentaba arriba y abajo para mantener el ritmo. El ruido de los chapoteos y la saliva que escapaba de la garganta de la guarra que, entre arcadas, demostró un dominio experto del arte de la felación, empezaba a hacerse muy intenso.
Los leones de la sabana se dedicaban a cazar gacelas en la televisión, don Simón roncaba, ajeno a los cuernos que crecían cada vez más, y Marisa se tragaba por primera vez una densa ración de leche de su hijastro que no pudo evitar emitir un sonoro gemido que, por fortuna, no alteró los ronquidos de su cornudo padre.
Marisa se recompuso y, todavía con la boca cerrada, miró a su hijo. Cuando vio que este estaba recuperado del orgasmo le mostró el cargamento de lefa que retenía en la boca y, a continuación, se lo tragó sin pestañar mostrando luego la boca abierta y limpia y una sonrisa esplendorosa que volvió a provocar un respingo en la polla de Alfonso y un «gracias, mamá», en su boca.
Minutos más tarde, tras un sonoro bostezo, don Simón despertó. Tras levantarse pesadamente, miró al sofá y dijo:
—¿Ya se ha ido Alfonso?
—Sí, ha quedado con unos amigos, pero dice que vendrá a cenar.
—¡Vaya, que hogareño se ha vuelto!
Traqueteando, el pobre hombre se dirigió hacia el lavabo a vaciar su cargada vejiga, mientras Marisa contemplaba aquel cuerpo escombro con una cierta lástima, pero satisfecha de haber encontrado, de momento, lo que necesitaba en aquel hogar, dulce hogar.
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