Una nueva vida

lalilulelo003

Pajillero
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Buenas amigos. Esto es sólo la introducción de la historia. Comenten si les gusta. Lo mejor está por llegar.


Después de ganar el juicio al cabrón de mi ex marido decidí que tenía que cambiar drásticamente de vida. A mis 28 años, y después de pasar los tres últimos en un infierno de maltrato psicológico, decidí cortar por lo sano después de la segunda paliza. Volvía a estar soltera pero, como era de suponer, tardaría mucho en volver a tener ganas de compartir mi vida con algún hombre.

Nunca había podido vivir de mis estudios, así que cuando una amiga me habló de la posibilidad de volver al pueblo a trabajar, me pareció perfecto. Alrededor del viejo pueblo, habían ido floreciendo varias urbanizaciones de chalets de lujo y mucha gente adinerada de la capital venía ahora a pasar las vacaciones, de manera que en los últimos años, los veranos en aquella localidad se habían vuelto mucho más entretenidos. Las terrazas de los bares y heladerías se llenaban cada noche de familias disfrutando de las benignas temperaturas de la montaña. Un par de años antes se había inaugurado un club deportivo que satisfacía las necesidades de ocio de los nuevos vecinos ricachones del pueblo. Tenía varias pistas de tenis y pádel, una de fútbol, dos piscinas recreativas, un gimnasio y un bar-restaurante.

Una vieja amiga del pueblo, me llamó diciéndome que en el club deportivo había equipo de gimnasia artística, y que la entrenadora los había dejado tirados de cara a los cursos de verano. Ella sabía que yo había practicado ese deporte durante varios años antes de empezar en la facultad, así que pensó en mí para el trabajo. Acepté la propuesta con ilusión y a mediados de junio me mudé al pueblo para instalarme en la vieja casa que heredé de mi madre cuando falleció 5 años antes. El sueldo era una mierda, pero me permitiría ir tirando mientras encontraba algo más estable, y me tendría la mente ocupada, algo que me sentaría muy bien.

La entrevista de trabajo fue un mero trámite. Necesitaban a alguien urgentemente y yo tenía el currículum suficiente para lo que ellos querían: alguien que entretuviese en las mañanas de verano a un grupo de jovencitas pijas mientras sus padres trabajaban o tomaban el sol junto a la piscina. El primer día de trabajo me puse mi viejo maillot y me miré al espejo. Lo había guardado en una vieja caja dentro del armario durante años, como recuerdo de una época feliz en la que me iba a comer el mundo. A pesar del tiempo transcurrido, la prenda me quedaba como un guante; quizá algo ceñida en la zona del pecho y el trasero, pero aún me estaba bien. Tengo suerte con mi genética, me es imposible engordar y debido a los largos años de entrenamiento durante mi pubertad y adolescencia, mi cuerpo se había cincelado de una vez y para siempre en formas esbeltas y gráciles. Mi cuello seguía siendo largo y elegante; mis hombros y mis caderas, armoniosos; mis piernas y brazos, delgados y tersos. Físicamente, estaba en mi mejor momento. Me recogí la melena castaña en una cola de caballo que apenas llegaba hasta mi nuca, y respirando profundamente salí de mi casa camino de mi nueva vida con una mochila al hombro.

El mismo hombre que me había hecho la entrevista de trabajo (el gerente del club) me enseñó las instalaciones. Junto a las pistas de pádel, había una construcción que desde fuera recordaba un hangar de un aeropuerto. Dentro había dos pistas de balonmano, y gradas plegables. Toda una montaña de aparatos de deporte (redes, pelotas, cuerdas) se amontonaban en una esquina. El hombre (al que sorprendí un par de veces echando miradas a mi trasero) se disculpó por el desorden y me indicó que aquel sería nuestro lugar de entrenamiento. Las chicas llegarían pronto, así que me ordenó que saliese a la puerta del club a recibirlas yo misma.

La entrada al recinto era un pequeño hervidero de niños, padres y coches en doble fila. El centro ofrecía otras actividades como tenis, pádel o fútbol. Poco a poco los niños se fueron agrupando con sus respectivos monitores, a los que ya conocían de antemano, y desfilaron rumbo a sus lugares de entrenamiento. No tardé en encontrarme a solas frente a un precioso ramillete de jovencitas cuyo aspecto evidenciaba que serían mis alumnas durante ese verano: maillots y moños adornaban los encantos de un grupo de 8 chicas de diversos tamaños y colores. Había tres morenas, dos rubias, una pelirroja, una negrita y una asiática (estas dos últimas, fruto evidente de la adopción humanitaria de familias sin apreturas económicas y buen corazón). Sólo tenían una cosa en común: cada una a su manera, eran todas deliciosas.

Durante los siguientes días fui conociéndolas mejor. Eran todas encantadoras, de educación exquisita, y cuanto más trato tenía con ellas, más quedaba prendada de su forma de ser. Risueñas, optimistas, ingenuas… Desde luego era la mejor compañía que podía desear después de los últimos meses de infierno que había pasado. No me apetecía para nada tener contacto con ningún hombre, y mi pequeño grupo de ninfas me ofrecía todo lo contrario: bondad y delicadeza femenina y despreocupación juvenil. No tardé mucho en cogerles un gran afecto, y ellas a mí también. Pasábamos juntas dos horas cada mañana, de 9 a 11, en aquel viejo hangar, ejercitando la flexibilidad y la agilidad. Ellas realizaban las coreografías con desigual destreza: las mayores algo mejor, las menores algo peor, y a las 11 en punto salían disparadas a almorzar y a bañarse en la piscina con el resto de chicos que por allí había. Cuando me quedaba sola recogiendo los cacharros en aquel gran hangar, me embargaba una tremenda sensación de desamparo y soledad, y de inmediato quedaba deseando que fuera ya el día siguiente para volver a estar con ellas.


Más allá de algunos experimentos en mi adolescencia, yo nunca había sentido especial inclinación homosexual. Sabía reconocer la belleza de una chica, e incluso era capaz de admirarla, pero mi vida íntima siempre había estado marcada por la heterosexualidad. Por eso me cuesta tanto explicar la transformación que se produjo en mi mente con el paso de los días. Por supuesto, los encantos físicos de las niñas eran más que evidentes. Sólo había que tener ojos en la cara para darte cuenta de la belleza y perfección de todas ellas. Cuerpos esbeltos, armoniosos y gráciles; piernecitas modeladas a golpe de gimnasia, cinturas de avispa y pechos planos o en primera formación. Naricillas respingonas con pequitas, ojitos expresivos de todos los colores y dentaduras grandes y perfectas tras jugosos labios. Con el tiempo, empecé a sorprenderme a mí misma admirando alguno de estos encantos. A veces, para corregir alguna postura, me veía obligada a sujetar a alguna de las chicas por las ingles o la cintura. Supongo que estas prácticas consiguieron que el siguiente paso de mi mente hacia su sexualización fuese mucho más pequeño y fácil de dar. El caso es que no tardé en imaginar cómo sería acariciar sexualmente aquellos muslos y aquellos pezones que se marcaban en los maillots sudados. Y una vez que aparecieron esos pensamientos en mí, ya no pude echarlos de allí. Era como cuando alguien te dice que no pienses en un oso polar: ya es imposible no hacerlo. A veces me sentía sucia por tener ese tipo de pensamientos, pero pronto dejé de sentirme incómoda con ellos. No hacía daño a nadie, y había descubierto una nueva y placentera diversión: observar aquellos pequeños torsos contorsionándose, aquellas turgentes piernas abriéndose hasta el límite.

Al final de la clase, siempre dejaba un tiempo a las muchachas para que fueran al vestuario a cambiar sus maillots por bikinis antes de irse a la piscina. Normalmente las dejaba a su aire, pero un día me armé de valor y decidí entrar por sorpresa. Con toda la naturalidad del mundo avancé entre un grupo de preciosos cuerpos desnudos y me dispuse a desnudarme yo misma con la excusa de ducharme, pero con la intención de exhibirme ante ellas. Las niñas miraban de reojo mis senos pesados y mi vello púbico, y yo lanzaba miradas secretas a sus pechos planos y sus chochitos lampiños. Tenía que luchar por no quedar hipnotizada ante la visión de aquellas rajitas. Sus maravillosas anatomías se veían interrumpidas por las líneas de bronceado, dibujando bikinis de piel blanca sobre sus genitales y pechos. El calor de la pasión me hizo transpirar aún más ante tan morbosa situación. Ocho chicas risueñas desnudándose en presencia de su perversa monitora. El agua fría de la ducha consiguió rebajar un poco mi excitación, y cuando salí ya se habían ido todas. Esa noche crucé otra barrera y me masturbé durante una hora recordando sus cuerpos desnudos. Ya no había marcha atrás.

En los siguientes días convertí mi presencia en el vestuario en algo normal. Charlábamos y reíamos allí todas juntas desnudas o semidesnudas. Ellas no podían imaginar lo dichosa que me hacían sentir en su compañía joven y refrescante, rodeada de aquellos cuerpos celestiales. Era como darse un chute de vitalidad y morbo todos los días. Al principio se podía sentir cierto pudor por su parte, pero pronto naturalizaron la situación y no mostraron reparo alguno. Sólo las más pequeñas se ruborizaban cuando eran sorprendidas mirando mi vello púbico. En la soledad de mi cuarto, mi fantasía volaba y me imaginaba a mi misma sentada en un banco del vestuario, rodeada por todas partes de mis ocho ángeles sin ropa, siendo besada y lamida por todas ellas a la vez. La cosa empezó a volverse una obsesión.

Continuará...
 

shyicurioso

Virgen
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Jul 17, 2018
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Gracias gracias gracias nos teletransportarse al paraiso y nos haces sentir que somos muchísimos con gustos similares me encantan los relatos entre mujeres y niñas y como dices tu una ves que entramos a este mundo desde los pensamientos ya no ahí ningún paso para atrás felicidades...💙
 
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