Una nueva vida III (Ana)

lalilulelo003

Pajillero
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Continuamos con la historia de Paz, de cómo su vida cambió por completo al conocer a un adorable grupo de chicas. Muchas gracias por los comentarios, no imagináis cuánto se agradecen. Espero que os guste. Un beso.

UNA NUEVA VIDA III (Ana)

Después de la grandiosa sesión de sexo que Desiré y yo habíamos tenido en las duchas, la tensión entre las dos se palpaba en el ambiente. Afortunadamente las chicas eran tan ingenuas que no se daban cuenta de las miradas y sonrisas que nos dedicábamos a diario. Desafortunadamente, nos fue imposible repetir en los días siguientes. Siempre había alguna de las niñas cerca, alguna se retrasaba de más en las duchas, o directamente Desiré era reclamada por sus amigas para ir a disfrutar de la piscina.

El caso es que los días pasaban y mis ansias de repetir con ella o de iniciar a alguna de las otras chicas iba en aumento. Me prometí que me reservaría para ellas y no me masturbaría en casa, pues encontraba un placer especial en la renuncia a tener un orgasmo a pesar de estar siempre pensando en el sexo; además quería que las sensaciones con ellas fueran especiales y que los orgasmos que me proporcionaran me mataran de gusto. Día a día mis entrañas se derretían en sus jugos sin encontrar ningún alivio. Esto me llevó a estar en un estado permanente de excitación que me hizo perder el control en varias ocasiones durante los entrenamientos, manoseando a alguna de las niñas a través del maillot.

Yo encontraba placer en mi abstinencia voluntaria; me encantaba estar excitada desde el amanecer hasta la noche; sentir el fuego en mis entrañas; notar las leves descargas de placer de mi clítoris sólo con apretar los muslos; despertarme a media noche empapada en sudor con las ingles anegadas de mis jugos por culpa de un sueño erótico con las niñas como protagonistas. La renuncia al orgasmo me tenía al borde de la locura hasta que un viernes pude descargar toda mi furia sexual acumulada.

Por algún motivo, ese día el grupo de chicos que conformaban la escuela veraniega de fútbol, vino a entrenar al hangar. La verdad es que había espacio de sobra en nuestro santuario, pues a nosotras nos bastaba con una de las dos pistas de balonmano que contenía la estructura, y ellos, que tampoco eran muchos, se las apañaban con la otra pista. Se trataba de un heterogéneo grupo de 10 chicos, también de diversas edades, entrenados por un fornido muchacho de unos 25 años con pinta de profesor de Educación Física. El entrenador, muy educadamente se acercó a mí y tras presentarse con una sonrisa muy agradable, pidió permiso para ocupar la otra pista. No tenía motivos para negarme, y hubiera sido de muy mala educación hacerlo, así que accedí. Colocamos una red de voleibol para dividir las dos zonas de entrenamiento y nos pusimos cada grupo a lo nuestro.

Por supuesto, fue el peor entrenamiento hasta la fecha. Las chicas se pasaron la mañana lanzando miraditas a los muchachos y cuchicheando entre ellas con pícaras sonrisas, totalmente desconcentradas. A juzgar por los gritos del entrenador, la cosa no era muy diferente al otro lado de la red. Los muchachos también miraban hacia nosotras. Se habían despojado de sus petos de entrenamiento, y sus torsos fibrados brillaban sudorosos. Tengo que reconocer que los 10 muchachos también eran muy atractivos: delgaditos y de musculatura incipiente, con pectorales y abdominales ya marcados a pesar de su edad. Cada uno a su manera se mantenía en esa difusa y adorable frontera entre la virilidad y la femineidad, pues no sólo podía una disfrutar de sus músculos juveniles, sino que sus facciones, extremadamente bellas y aniñadas, parecían esculpidas por un demonio de gustos inconfesables, y sus cuerpos y rostros presentaban una total ausencia de vello. En definitiva, algunos de aquellos cuerpos eran idénticos a los de alguna de mis niñas. De hecho uno de los muchachos era, a ciencia cierta, el hermano gemelo de María, la única niña que había confesado no haberse masturbado nunca, pues era exactamente igual que ella a excepción del pelo, algo más corto.

Después de la desagradable experiencia de mi matrimonio, yo seguía sintiendo rechazo sexual hacia los varones, pero lo cierto es que aquella pandilla de efebos andróginos, con apolínea anatomía y hermosos rostros, me hizo preguntarme qué tesoros ocultarían aquellas finos shorts. Los largos días de abstinencia sexual no ayudaron a alejar de mi mente tales pensamientos, y pronto sentí que el calor en el hangar se hacía insoportable. El entrenador intentó entablar conversación en un par de ocasiones, pero su viril mandíbula cuadrada, sus antebrazos velludos y la barba de tres días le colocaban totalmente fuera de mi deseo sexual, así que me limité a ser diplomática con él y excusarme para seguir entrenando a mis niñas mientras lanzaba miradas oscuras y fugaces a aquellos cuerpos que habían encendido las ascuas ya vivas de mi líbido.

Cuando se acercó la hora de terminar el entrenamiento, mandé a las chicas al vestuario antes de tiempo, con el fin de no tener que coincidir con el entrenador de fútbol, pero el muy pelma volvió a hacer presa hablándome de cualquier tontería que no me interesaba en absoluto, y allí me tuvo, manteniendo las formas mientras los chicos seguían jugando su partidillo y las chicas se cambiaban en el vestuario. Cuando por fin pude deshacerme de él diplomáticamente, ya hacía al menos 15 minutos que había mandado a las chicas al vestuario, así que no tenía ya esperanza de encontrarme allí con ninguna de ellas. El entrenador dio por terminado el entrenamiento y los chicos se encaminaron a su vestuario, cuya puerta no estaba lejos del de las chicas.

Entré en el nuestro, y efectivamente allí no parecía haber nadie, pero algo llamó mi atención: uno de los bancos de listones de madera donde nos sentábamos a cambiarnos había desaparecido, y dos taquillas seguían abiertas. Los gritos y risotadas de los chicos en su vestuario llegaban nítidos a mis oídos, como si no hubiera pared de por medio, y en seguida comprobé por qué: me acerqué despacio a las duchas que habían sido testigos silenciosos de mi episodio con Desiré y me encontré allí con la propia Desi y con la rubita Ana, que desnudas, habían acercado el banco de madera a la pared que mediaba entre ambos vestuarios y de pie encima del mismo, se asomaban a una celosía de yeso en lo alto de la pared con formas de flores que permitía, con prudencia, observar el vestuario contiguo. Observé sus preciosas piernas y sus traseros desnudos, redondos y firmes, casi a la altura de mi cara. La piel de Ana, (al contrario de la de Desi, totalmente cubierta de pecas), era un canto a la tersura y la suavidad, sin un lunar en toda su piel. Las esbeltas espaldas y las piernas bien torneadas se contoneaban al buscar el mejor agujero posible mediante el cual espiar a los chicos. En realidad ellas sabían que yo llegaría tarde o temprano, y al notar mi presencia se volvieron hacia mí con una sonrisa, a la vez tímida y pícara. Me acerqué a ellas mientras dejaba caer mi maillot al suelo de las duchas hasta que las tres estuvimos como vinimos al mundo.

Ana parecía la hija de alguna diosa de la belleza nórdica, con su pelo lacio, amarillo como el oro, casi blanco, cayendo por sus hombros y sus diminutos pezoncitos decorando las líneas de su torso. Sus labios vaginales parecían hechos de la piel más suave pues eran tersos y se adivinaban blanditos y esponjosos.

Cuando estuve junto a ellas, sin subirme de pie al banco, alcancé sus cinturas con mis brazos y uní sus cuerpos para facilitar mi labor. Comencé por dar besitos en sus ombligos, que quedaban directamente a la altura de mi boca y noté como me acariciaban el pelo. Las miré, y para mi sorpresa, las dos niñas habían juntado sus labios y lenguas en un tórrido beso, lo que me hizo pensar que ya lo habían hecho antes. Mis besitos se fueron aventurando hacia el sur, camino de sus adorables montes de venus, evidentes en sus cuerpos flacuchos, y pronto me encontré saboreando la miel que aquellos dos surtidores pecaminosos me brindaban. Aquellas prácticas me hicieron humedecer como nunca antes pues notaba mis fluidos recorrer la parte interna de mis muslos casi hasta las rodillas.

Una vez hube saciado mis lujuriosos deseos, subí con ellas al banco y las besé para que se saborearan a sí mismas, pues mis labios habían quedado maravillosamente mancillados por aquel néctar de dioses. Me lenguetearon y besaron por toda la cara. Todo esto se realizó con expresiones de diversión y complicidad en nuestros rostros. Ningún hombre en mi vida me había hecho sentir jamás como aquellas muchachas. Pensé que era una pena que no tuvieran polla, aunque fuera pequeñita, lo que me hizo acordarme de los muchachos cuyos comentarios y gritos volvieron de repente a mis oídos, aunque siempre habían estado ahí.

Nos asomamos y pudimos comprobar que el vestuario masculino era exactamente igual que el femenino, dispuesto simétricamente. Cinco de los muchachos, increíblemente bellos con sus melenas mojadas y sus cuerpos brillantes por el agua, ocupaban las cinco duchas. De no ser por sus pequeños penes lampiños, habría sido imposible adivinar su verdadero sexo. ¿Qué me estaba pasando? ¿Cómo era posible que la visión de aquellos penes, muy lejos del tamaño que haría sentirse llena a una mujer durante la cópula, me estuviera turbando de aquella manera? ¿Por qué estaba deseando acunar esos pequeños apéndices con mi lengua? ¿Por qué me imaginaba a mi misma de rodillas en medio de los cinco chicos, recibiendo sobre mi cara y mi cuerpo cualquiera de los fluidos que ellos tuvieran a bien eyectarme con sus mangueritas?

Les hice una señal a las chicas para que intentarán no hacer ningún ruido. Bajé del banco y sentada, apoyando la espalda en la pared, me coloqué entre las piernas de Anita y lamí su raja mientras ella seguía espiando a los chicos. Su torso plano me permitía desde allí ser testigo de los gestos de placer de su adorable rostro, mordiéndose los labios para no emitir gemidos. Amasaba sus pequeñas y redondas nalgas separándolas, para que mi lengua también pudiera azotar su ano.

Entonces Desi bajó también del banco y arrodillándose en el suelo ante mí, separó mis muslos y hundió su boca en mi coño, repasando mis labios interiores y mi clítoris con su lengua a un ritmo cada vez más enervante. Yo notaba el temblor en las piernas de Anita, la cual no podía dejar de contonearse ante las caricias de mi experimentada lengua. Éramos los tres eslabones de una cadena infernal de lujuria y perversión. Pronto noté que el placer iba en aumento extendiéndose por todo el cuerpo con epicentro en mi clítoris. La exigencia de guardar silencio daba más morbo aún a nuestras sensaciones. Me sacudí yo también, mordiéndome los labios y dejándome vencer por el orgasmo más violento que había sentido en mi vida mientras mis fluidos, que salían de mi interior en una cantidad tal que parecía que estuviese orinando en la cara de Desi, empaparon el banco y el suelo. Las chicas se sentaron cada una a un lado, y apoyaron sus cabecitas preciosas en mis hombros. Cuando salí del estado de shock, me dí cuenta que incluso se me habían saltado las lágrimas mientras me corría.

Cada centímetro de nuestros cuerpos estaba a flor de piel, de manera que, al ducharnos las tres juntas, sentíamos que el agua nos masajeaba por doquier, y no podíamos evitar seguir acariciándonos y besándonos. Me sentía en comunión con aquellas chicas. Definitivamente, mis sentimientos hacia ellas empezaban a ser especiales.

Continuará
 

shyicurioso

Virgen
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Jul 17, 2018
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Gracias me facinan los relatos de mujeres me ponen al millón muchas gracias por los detalles
 
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