Una Madura paga su Hipoteca 002

heranlu

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Gradualmente, el ambiente se fue enrareciendo. Carlos se comportaba como el rey de la casa. Tal y cómo hemos contado, obligó a Rosario a vestir como una puta para recibirlo. Siempre con lencería y zapatos de tacón. También le hizo depilarse el coño y el ojete y le hizo tatuarse un tribal en el lomo, sobre el culo y un as de picas en el pubis, junto al coño. La buena mujer se dejaba hacer, cada vez más metida en su papel y, por qué negarlo, disfrutando cada día más del sexo. De hecho, cuando con el traje de fulana (es decir, sujetador de encaje, tanga, medias de rejilla y liguero) se sentaba en el sofá frente al televisor todas las tardes, junto a un deprimido Jaime, no podía evitar empezar a mojar el sofá con sus flujos en cuanto oía la llave de Carlos en la cerradura. La época en el que se ponía la bata para disimular su aspecto había pasado y, en cuanto se abría la puerta, corría a morrear a su amante, ajena a la presencia del pobre cornudo que trataba de disimular girando la silla para centrarse en el televisor.

Así y todo, Carlos no perdía la ocasión de humillarlo y, como tenían que pasar junto a él para dirigirse al dormitorio, le daba alguna cariñosa colleja al tiempo que le decía:

-¡Aaaay, Jaimito…! Escucha y aprende, pichafloja…

Jaime, se revolvía y se giraba mirando con rabia y odio contenido, pero sin atreverse a hacer nada al ver la mano de Carlos amenazante. Rosario, siempre al quite y deseosa de incrustarse el rabo en su chochete cuanto antes mejor, cogía la mano de su amante y lo arrastraba al dormitorio, diciendo:

-Déjalo, Carlos, pobrecito… Que se porta muy bien…

-¡Menudo esperpento…! Vaya cruz que tienes Rosario…-replicaba Carlos amasando el culo de la jamona y empujando la puerta en las narices del pobre Jaime.

Después venía un recital de gemidos y jadeos, gritos y susurros, que el pobre cornudo intentaba acallar subiendo el volumen del televisor. Pero no siempre era posible. A saber que debían pensar los vecinos. Aunque a ninguno de los amantes parecía importarle, a tenor de su escandaloso comportamiento.

En realidad, había algo en Jaime que hacía que Carlos se comportase con él con una cierta crueldad y de un modo tan despótico. Al principio ni él mismo podía entender por qué el pobre cornudo le despertaba el desprecio y la crueldad tan intensamente. Tras analizarlo, Carlos llegó a la conclusión de que el viejo se parecía bastante a, Roberto, su hijo. No ya sólo en el aspecto, sino también en el carácter. No el carácter apocado que tenía actualmente, confinado en la silla de ruedas, sino la seguridad en sí mismo y la prepotencia que Carlos recordaba de la época en la que era amigo de su hijo y que éste último también poseía; una cierta chulería. Y ahora, Carlos, ya que no podía hacer pagar su resentimiento (todavía) a su ex amigo Roberto, se explayaba follándose a su madre y no perdiendo la ocasión para humillar al pobre e indefenso cornudo del padre. En fin, cosas de la condición humana.



6​

A pesar de que Carlos estaba disfrutando como un animalucho de su dominio sobre los padres de su antiguo amigo, seguía insatisfecho. Quería dar un digno colofón a su venganza y se devanó a fondo los sesos para tratar de encontrar una forma adecuada para culminar su obra.

Finalmente, concibió un plan. Un poco absurdo, sí, pero estaba convencido de que un buen cebo serviría para atraer a su presa a la trampa y, una vez allí, conseguir su destrucción. No malinterpretemos las palabras, Carlos no tenía en absoluto la intención de acabar físicamente con nadie, ni de causar ningún daño de ese tipo. Lo que le interesaba era la destrucción moral y la humillación. Hacer sentir lo mismo que él había padecido años atrás a aquellos que le habían infligido tan dolorosa vergüenza. En fin, ésa era su perspectiva y a ello dedicó sus desvelos.

Y en su retorcido plan acabó encontrando un aliado inesperado en Rosario. La guarrilla, a la que había convertido en adicta a su polla y tenía completamente sometida, resultó estar inmensamente resentida con su hijo (y por extensión con su nuera). A fin de cuentas, fue la falta de ayuda económica en aquellos momentos difíciles en los que el desahucio amenazaba seriamente al matrimonio, lo que la había abocado a ser infiel a su marido y a convertirse prácticamente en la concubina de un joven que podría ser su hijo. En su razonamiento, por lo demás impecable, omitía algunos hechos básicos, como que tampoco hubo que ponerle una pistola delante para que se amorrase al rabo de Carlos cómo si no hubiese un mañana, o el poco disimulado desprecio que, nada más empezar la relación con su amante, había empezado a manifestar hacía el pobre cornudo, con desplantes constantes, y haciendo sentir al pobre pichafloja perfecta conciencia de su escasa importancia.

Viendo el percal, Carlos le contó el plan a Rosario en una de las visitas a su piso. Fue en una pausa entre polvo y polvo, mientras saboreaban un par de cervezas en la penumbra de la habitación, levemente iluminada por el resplandor de la tele que se filtraba por la puerta mal cerrada. De perfil se veía el hierático rostro de Jaime que no separaba la vista de la pantalla para evitar cruzarla con el cuerpo desnudo de su mujer que se acurrucaba acariciando el pecho de Carlos, mientras el esperma recién derramado sobre sus tetas se resecaba lentamente.

Haciendo un breve resumen, el plan consistía en engatusar a Roberto y su chica para que acudiesen a la sucursal bancaria con la milonga de firmar un acta de reparto del fondo de pensiones del viejo, ya medio saqueado por la hipoteca. Rosario, resentida con la tacañería de su hijo, estaba segura de que Carlos acudiría al olor de la pasta tan rápido como se sacudió las pulgas cuando sus padres le pidieron ayuda para salvar el piso.

Evidentemente, era todo falso y la pretensión de Carlos era humillarlo mostrándole a él y a la guarra de su novia como había convertido a su puta madre en su sumisa y al cabrón de su padre en un guiñapo cornudo.

Y lo mejor de todo el asunto es que su madre estaba dispuesta a colaborar de buen grado en el ritual de humillación. En cuanto a Jaime (y su inseparable silla) ya era otra historia. No es que el hombre estuviese especialmente orgulloso del deplorable comportamiento de su hijo cuando más falta les hacía, pero claro, aparecer como el tonto de la película no es precisamente un plato de gusto.

El caso es que Rosario se encargó de camelarlo para que colaborase en la performance. Lo engatusó a base de hacerle caso unos días, darle un poco de cariño (el pobre viejo estaba bastante falto de afecto en los últimos tiempos) y tratar de subirle un poco la autoestima. Todo aderezado con mentiras de bulto como que a partir de ese día las cosas iban a cambiar y que Carlos le había prometido que iba a dejarla tranquila en cuanto les diese la lección a Roberto y Silvia.

Evidentemente, era todo un cuento chino, una sarta de mentiras piadosas para que el cornudo colaborase de buen grado y no les chafase el plan. Ni Carlos, ni mucho menos Rosario, tenían intención de acabar con sus maratonianas sesiones de intercambio de fluidos. Todavía no se habían cansado y aún quedaban temas por explorar... Pero tampoco se trataba de amargarle la vida al cornudo. Ya se iría dando cuenta de que su papel de cero a la izquierda seguía intacto. Pero eso sería más adelante.

De momento, mientras Rosario le subía la moral al cornudo, Carlos tenía unos preparativos urgentes. Era martes y había citado a la feliz pareja para la tarde de un viernes, justo después de cerrar la sucursal, para que nadie les incordiara. El tiempo corría.

Hubo que comprar con urgencia una mesa de escritorio más grande que la que usaba actualmente y de madera, opaca. Tenía que ser lo suficientemente amplia por debajo para que cupiese arrodillada la putilla y oculta a la vista de quien se sentase enfrente. Rosario no era muy grande, pero tenía que sentirse cómoda mientras, arrodillada, le comía el rabo a Carlos cuando éste atendiese a la visita. Costó bastante encontrarla y tuvieron que acudir ambos a varias tiendas, para probar si la jamona cabía bien y podía maniobrar. Más de un dependiente se quedó boquiabierto al observar las extrañas maniobras de la mujer, ante la atenta mirada de Carlos. Pero si hay algo que Carlos había aprendido de trabajar en un banco, es que el dinero todo lo puede y que del mismo modo que pagando San Pedro canta, pagando se acaban los chismes y comentarios.

Cuando, tras una tediosa mañana recorriendo tiendas de muebles de oficina, encontraron la adecuada la encargaron con la máxima urgencia para que la colocasen en el despacho al día siguiente sin falta: más pasta a cuenta del fondo de pensiones del infeliz de Jaime.

Después, para hacer un extra, y rematar la jornada, Carlos le dejó escoger a Rosario la ropa interior que quería lucir el día de autos: o de Sex shop o lencería buena. La guarrilla se descubrió como un putón con pretensiones y aprovechó para sacarle al bolsillo de su amante la pasta para un conjunto bien caro de Victoria Secret capaz de levantarle el rabo a un muerto.

Tuvo suerte de pillarlo de buenas...

7​

Y, tras una semana frenética y estresante llegó el día de autos...

Carlos no había visto a Roberto ni a Silvia, su ex, desde que se descubrió el pastel de la infidelidad y se dio cuenta de que había sido engañado. Ambos pusieron pies en polvorosa y él intentó sobrellevar la situación como mejor pudo, con fingida indiferencia. No obstante, aquel viernes, cuando la secretaria abrió la puerta para hacerlos pasar a su despacho los vio igual que siempre, casi no habían cambiado, y las viejas heridas se abrieron en canal.

Carlos, acomodado tras la mesa, despidió a la secretaria indicándole que podía cerrar la oficina e irse a casa. Sin levantarse y, muy a su pesar, puso cara de alegría ante el reencuentro con el pasado:

-Hola, hola... Perdonad que no me levante, pero es que estoy fatal de la ciática... -murmuró con un falso gesto de dolor, que respondía más bien al suave mordisquito que Rosario acababa de darle en el capullo. Seguramente para recordarle, ¡cómo olvidarlo!, que estaba allí, arrodillada al pie del cañón, nunca mejor dicho.

Carlos alzó la mano para estrechar la de Ricardo y Silvia, desdeñando el beso que ésta pretendía con otro falso gesto de dolor, atribuible, cómo no, a la ciática.

Ambos seguían de pie muy cortados por la situación hasta que repararon en Jaime, sentado en su silla frente al escritorio. Se giraron hacia él y Roberto no pudo evitar un gesto de sorpresa al ver a su padre tan desmejorado.

Se lo comentó y Jaime lo atribuyó a la nueva medicación. Evidentemente, no le iba a contar a su hijo que estaba así por el peso de la cornamenta...

Fue Silvia la que reparó en la ausencia de Rosario y le preguntó por ella al bueno de Jaime que, cumpliendo con lo acordado, se limitó a decir:

-Luego aparecerá, antes de iros.

Ellos callaron esperando que el cornudo ampliarse la información. Pero éste se limitó a desviar la mirada y observar los esporádicos respingos de Carlos. La ciática, ya se sabe...

-Sentaos, sentaos... Vamos a ir empezando hasta que aparezca tu madre. –Dijo Carlos dando otro saltito. La polla engullida hasta los cojones. ¡Qué bien adiestrada, qué bien lo hacía y qué silenciosa era la jodía!

Roberto y Silvia, tomaron asiento. Seguían algo desconcertados, sin saber ni qué decir, ni qué hacer exactamente y fue ella la que rompió el hielo esbozando una disculpa:

-Verás, Carlos, Ricardo y yo lo hemos hablado mucho y queríamos disculparnos contigo porque creo que... lo que pasó…

Carlos, entre extraños y convulsivos espasmos, viendo por dónde iban los tiros, la interrumpió:

-No, Silvia, no te preocupes... Ya está todo olvidado. De verdad. Agua pasada no mueve molino. Además, yo creo firmemente en la ley de las compensaciones...-la última frase quedó en el aire como una críptica advertencia, pero ninguno de ellos pareció captar el significado.

Mientras hablaba, Carlos bajaba la mano ocasionalmente para dirigir bien la cabeza de la puerca. El gesto, pasó casi inadvertido para la pareja. No así para Jaime, sabedor de lo que se estaba viviendo bajo la mesa. Empezó a sudar a chorros: la medicación, ya se sabe...

Tras las presentaciones, Carlos inició una breve explicación de la situación financiera del matrimonio que Roberto y su novia escucharon con interés, aunque Carlos se perdía hablando de intereses compuestos, deuda y otras milongas sin sentido. La pareja sólo veía el momento de ver a cuanto ascendía la tajada que podían obtener.

Jaime, permanecía impasible, más atento a los temblores imprecisos del cuerpo de Carlos y al extraño ruido de chapoteo que a veces se sobreponía al hilo musical de la oficina, que a la aburrida perorata que éste iba solando con monótona languidez.

Bajo la mesa, Rosario estaba haciendo un trabajo fino, fino. Tiempo después, junto a Carlos, siempre la recordarían como una de sus mejores mamadas, sino la mejor. La polla tiesa que salía de la bragueta de su amante, recibió todo tipo de salivazos, lametones y chupadas, siempre con la intención de prolongar la excitación y no culminar la jugada hasta que Carlos le acariciase el cuello en la señal convenida para pajearle con furia y recibir en la jeta la lechada.

La verdad es que al bueno de Carlos le estaba costando Dios y ayuda contenerse y siguió con su estudiado discurso (un discurso repetido mil veces con otros clientes, pero que en este caso no tenía ni pies, ni cabeza. Ni falta que hacía, no era más que un pretexto).

Tras más de diez minutos de intenso trabajo bucal, y, cuando Roberto y Silvia empezaban a dar síntomas de notar que algo raro estaba sucediendo y no un simple ataque de ciática, Carlos decidió dar el suave toque convenido en el cuello de la furcia y ésta sacó la tranca de su garganta, con un reguero de baba impregnándolo todo. Después, apuntando el capullo hacia su ansiosa cara, procedió a iniciar un intenso meneo del rabo, favorecido por el abundante ensalivado del mismo.

Esta vez sí que el ruido fue escandaloso y Roberto y Silvia se miraron uno a otro intuyendo por donde iban los tiros. Jaime, sudando a mares y rojo como un tomate, completamente avergonzado por haberse prestado al paripé (aunque seguía creyendo, gracias al trabajo persuasivo de Rosario los días anteriores, que sería el fin de sus penurias), había agachado la cabeza y miraba al suelo sin decir ni pío.

Carlos, al mismo tiempo que empezaba a correrse, dando un gruñido, puso las cartas al fin sobre la mesa:

-¡Aaaaaah, joooder, qué buena es esta guarra…!

Roberto y Silvia le miraron boquiabiertos, a punto de empezar a levantarse, deduciendo ya que la visita a su antiguo amigo y novio, no había sido más que una pésima broma de mal gusto y que, lógicamente, no estaban allí para asistir al reparto de ningún fondo de inversiones, ni nada por el estilo.

-¡Buuuufffff! ¡Qué bueno…! –prosiguió Carlos.- Parece que ya os habéis dado cuenta de qué va esto, ¿no?

-¡Eres un cabrón, Carlos! –intervino Roberto.

-¿Un cabrón yo? ¡Anda ya…! Ahora te va a decir lo que eres tú, alguien que te conoce bien… -al mismo tiempo, cogió de los pelos a Rosario y la ayudó a salir trabajosamente de debajo de la mesa. –Te conoce cómo si te hubiese parido, ja, ja, ja…

Rosario se irguió con esfuerzo, tras llevar casi media hora incómodamente arrodillada en el estrecho espacio bajo la mesa, y mostró su cuerpo de jamona aupado en unos taconazos de vértigo que había insistido en que Carlos le comprase para la ocasión y que la elevaban casi al metro ochenta de su amante.

La lencería, color burdeos era espectacular, un sujetador de encaje que a duras penas podía contener sus enormes melones, un tanguita mínimo semitransparente que dejaba ver su húmedo y depilado coño y el tatuaje que Carlos le había pagado. Unas medias de rejilla y un liguero completaban el atuendo. Las rodillas enrojecidas delataban el esfuerzo realizado por la buena mujer. Pero lo mejor era su rostro congestionado y lleno de babas, lágrimas resecas y, sobre todo, una abundante ración de esperma esparcida por toda su cara, con gotas que colgando de su barbilla se derramaban hacia las tetas. En ese momento, Carlos dio por buenos los dos días de abstinencia que había padecido para ir recargando sus cojones de esperma. Había merecido la pena, la ración acumulada y que ahora regaba la jeta de Rosario era especialmente abundante. Un buen trabajo de lefada.

Junto a Rosario, Carlos, también de pie, mostraba su tranca, aún morcillona y húmeda, después del excelso trabajito bucal de la cada vez más experta felatriz.

El pobre Jaime, completaba el cuadro dando el toque grotesco, o, más bien, esperpéntico. Sólo había levantado la vista una vez y le bastó ver el conjunto de su esposa en todo su esplendor, el tatuaje que no conocía y la cara llena de esperma, para volver a sumergirse en un mutismo avergonzado y fijar su mirada en las baldosas del suelo. No era, desde luego, un plato de gusto y, aunque hacía tiempo que era consciente de lo que ocurría entre Rosario y Carlos, no había tenido nunca una vista tan descarada y desinhibida de la entrega de su mujer. No, no era fácil de asumir, pero, al menos, según creía, a pies juntillas, era la última vez.

Todo aquel cuadro fue el acabose para la pareja que, boquiabierta, se quedó sin palabras, caminando torpemente hacia la puerta de salida. Fue entonces cuando Rosario, enardecida por su rol estelar en la representación que estaban llevando a cabo, decidió tomar la palabra, para dejar las cosas bien claras:

-¡Que te quede bien clara una cosa, Roberto! ¡Eres un auténtico hijo de la gran puta! –“Nunca mejor dicho”, pensó Carlos-. Todo esto es culpa tuya… Es tu responsabilidad… Si no hubieses hecho la cabronada de robarle la novia a tu amigo… Si nos hubieses ayudado cuando te lo pedimos… Nada de esto habría pasado…

Mientras Rosario hablaba gesticulando a voz en grito y siguiendo la pareja, que ya estaba tomando las de Villadiego, Carlos aprovechó para contemplar el culazo de la jamona, con el hilillo del tanga sumergido entre sus nalgas, al tiempo que los perseguía gritando hacia la puerta de salida. El pandero se bamboleaba como un flan por culpa de los inestables tacones de aguja. Carlos tuvo que acercarse a detenerla para que no la viese nadie que pasase por la calle. La sucursal, a diferencia del despacho, estaba totalmente acristalada.

Carlos todavía llevaba la picha fuera y el cuadro de la jamona, correteando por la recepción, mientras perseguía a la huidiza pareja camino de la salida, soltando pequeñas gotitas de esperma, se la fue poniendo a tono.

Así que, en cuanto la pareja se dio el piro para no volver nunca más, y tremendamente satisfecho por lo bien que habían salido las cosas, Carlos cogió por la cintura a Rosario y, tras pegarle un potente morreo de agradecimiento (que por suerte no contempló ningún transeúnte curioso), la agarró con fuerza de la cadera, amasando bien sus nalgas, y se la llevó al despacho contiguo al suyo, que era el del director, para tumbarla sobre la mesa, apartar el tanguita y follársela bien duro, como a ella le gustaba.

Jaime, gracias al penoso aislamiento acústico de los paneles que separaban los despachos, tuvo la suerte de ser testigo (auditivo) de excepción de un polvazo bastante escandaloso, como de costumbre, que esperaba que fuese el último que le hacía crecer la cornamenta. Intentó relativizar el asunto y pensó en que, ya se veía la luz del final del túnel. Pronto todo volvería a la normalidad y podrían reanudar su vida tranquila vida de antes, con sus paseos al parque, a comprar a Mercadona y a ver los programas del corazón de la tele o los partidos del Barça o el Madrid. En fin, lo que hacen todos los matrimonios de su edad…

Pero, desgraciadamente, las cosas no siempre van como esperamos y el destino del pobre infeliz se estaba decidiendo en la habitación de al lado, mientras la polla de Carlos, todavía dura, soltaba los últimos restos de esperma en el cálido chocho de Rosario y las bocas de ambos se entrelazaban en un cariñoso intercambio de saliva.

Fue Rosario la que, susurrando para no ser oída detrás del fino panel del cubículo, se decidió a abordar el tema, del que ya habían estado hablando en los últimos días:

-Bueno, Carlos, lo de Roberto y la puta de su novia ya está arreglado. A ese no le vamos a ver el pelo nunca más… Ahora nos falta ver cuando hacemos lo del cornudo…-A Carlos le seguía sorprendiendo la crudeza con la que había empezado a hablar de su marido. Aunque, desde luego, no podía quejarse, si alguien le había incitado a comportarse así había sido él.

-Si quieres le damos vidilla un par de días más… -comenzó Carlos, al tiempo que se iba abrochando el pantalón. –A fin de cuentas el hombre tiene la ilusión de que las cosas van a volver a ser cómo antes… Es lo que le has estado contando durante toda la semana ¿no?

-Sí, eso es verdad. De alguna manera tenía que convencerlo. Si no, seguro que nos habría reventado el show. Pero, a decir verdad, ahora mismo me importa un pimiento. No le veo sentido a prolongar más la situación. Total, si no lo hacemos ya, habrá que hacerlo de aquí a una semana o así… Más vale que sea de golpe.

-¿Hoy?

-Hoy. Ya lo tengo preparado.

Cuando Jaime, lloroso y visiblemente afectado aún por los nervios de la situación que llevaba padeciendo y, sobre todo, por lo vivido en las últimas horas, vio entrar a su mujer y a Carlos abrazados en la oficina en la que lo habían dejado tirado como una colilla, cayó al fin en la cuenta de jamás iba a recuperar a Rosario. La remota llama de esperanza que su mujer se había encargado de avivar durante toda la semana, parecía a punto de apagarse.

Ésta, siguiendo con el recital de mentiras, le acarició la calva con un gesto aparentemente cariñoso, pero era como el cariño que se reserva a las mascotas, no a las personas. Después, le soltó a bocajarro:

-Lo has hecho muy bien, Jaime, ha estado genial. El capullo de Roberto se lo merecía. Ha sido él el que nos ha metido en este follón. Ahora lo que vamos a hacer es enviarte, Carlos y yo, a un centro especializado durante unos meses para ver si recuperas la movilidad. ¡Bieeeen!

Carlos, risueño, contemplaba la escena desde detrás de la mesa de su despacho, ordenando unos papeles y ultimando un contrato de alquiler.

Jaime, completamente callado, lloraba en silencio, sin entender cómo diablos había acabado así.

-¿No estás contento, Jaime? –insistió su mujer. –Tendrías que estarlo, además Carlos, que es un trozo de pan –“pero con una polla bien dura”, pensó-, se ha ofrecido a organizar el pago del centro y todo eso… Vamos a alquilar el piso y eso servirá para pagarlo.

Jaime, despertó de su letargo sólo para musitar, quedamente:

-Y tú… ¿dónde… dónde vas a…?

-¡Ah, por eso no te preocupes! –Respondió Rosario frívolamente.- Yo seguramente me instalaré provisionalmente en casa de Carlos hasta que vuelvas y busquemos algo cuando podamos usar el dinero del fondo…

Jaime, ya completamente hundido, asumió su derrota y se dejó arrastrar a la salida, oyendo, cómo en la distancia, las risas de la pareja. Carlos, no pudo evitar hacer un último comentario, acompañado de una colleja:

-¡Venga Jaimito, anímate, ya verás cómo dentro de nada estás correteando por el campo!



8​

Tres horas después, un vehículo de una residencia para rehabilitación de discapacitados, acudía al pisito de Rosario para recoger a Jaime. Rosario recibió a los chicos que venían a por su marido, obviamente, con un traje más casto y modesto que el que lucía horas antes en la sucursal.

Tras despedir a su esposo con un recatado beso en la frente en la puerta de casa, desestimando la oferta de los chicos de la Residencia de acompañarlo a instalarse. Desde la ventana, se permitió una última mirada a la calle mientras veía cómo los dos robustos jóvenes, colocaban a su marido en una silla de la furgoneta y después introducían la silla en la parte trasera. Dio un resoplido de indiferencia pensando que, con suerte, era la última vez que lo veía. Había pagado por una residencia permanente y no tenía ninguna intención de acudir a visitarlo. Ya habían compartido demasiados y aburridos años.

Después, recogió cuatro cosas del piso, en especial todo el conjunto de lencería guarra que Carlos le había ido comprando en los últimos tiempos, el cepillo de dientes y un par de barras de labios, lo metió en una pequeña maleta. Se cambió de ropa, poniéndose unos ajustadísimos leggins color azul eléctrico, de esos bien marcacoños, y una camiseta bien ajustada. Pegó un portazo y se largó para siempre del pisito.

Dejó dentro todo lo demás, tal cual, fotos y recuerdos incluidos. Se estaba haciendo de noche y tenía prisa por llegar al piso de Carlos. La velada se presentaba estupenda, pizza, una peli y un par de polvos. Empezaba una nueva vida. Nunca es tarde.
 
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