Una Madura paga su Hipoteca 001

heranlu

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En la vida a veces las cuentas se saldan y a veces no. Siempre quedan agravios por compensar, deudas que cobrar y venganzas que satisfacer. Así era como Carlos creía que iban a quedar las cosas en relación al caso de Silvia, su exnovia, y su antiguo mejor amigo, Roberto, que tras haberle puesto los cuernos durante un tiempo indeterminado, decidieron irse a vivir juntos. NI que decir tiene que el hecho resultó bastante traumático para el bueno de Carlos. Y, aunque había ocurrido cuando todos rondaban los veinte años, y había pasado más de un lustro, era un espina que tenía clavada bien dentro.

Carlos perdió contacto con ambos, aunque sabía por amigos comunes que seguían juntos, viviendo en otra ciudad y parece que las cosas les iban bastante bien. Por su parte nuestro protagonista siguió con su vida tras el pertinente periodo depresivo tras el shock que supuso la humillante separación. Acabó la carrera y entró a trabajar en una oficina bancaria de su antiguo barrio, como segundo del director. En cuanto a su vida amorosa las cosas no iban tan bien como en el ámbito profesional. Había tenido alguna medio novia y salido, esporádicamente, con bastantes chicas. No tenía problemas para ligar en absoluto, pero la desconfianza lo reconcomía y siempre acababa malogrando sus relaciones por los celos y una actitud desconfiada que acababa cansando a sus parej

Así estaban las cosas, con Carlos trabajando en la oficina bancaria de su barrio, sin acabar de superar su lejana, pero aún traumática ruptura, cuando una mañana de verano, vio entrar en la sucursal a una mujer de unos cincuenta años con un buen tipo, pero de aspecto cansado y algo ojerosa aunque indudablemente guapa, empujando una silla de ruedas en la que había un hombre, que tenía sesenta años, aunque aparentaba algunos más, con aspecto desolado, grueso de cintura y torso, con sus delgadas piernas cubiertas por una tela oscura, innecesaria para el calor que hacía, aunque no en la sucursal, con el aire acondicionado a todo trapo, como de costumbre.

Carlos miró la pareja unos instantes antes de reconocerlos. Hacía años que no los veía, pero había estado en múltiples ocasiones en su casa y, de hecho, la mujer, aunque algo derrotada, seguramente por el estado de su esposo, seguía siendo la jaca atractiva que era años atrás, cuando hacía voltear las miradas de los hombres cuando salía a comprar por el barrio. Aunque, todo hay que decirlo, en aquella época, Carlos se abstuvo de contemplarla como la hembra apetecible que era. A fin de cuentas era la madre de Roberto, su mejor amigo, y las madres de los amigos son sagradas, ¿no? Por lo menos hasta entonces.

Carlos hizo una señal al cajero indicándole que él se encargaría de atender a la pareja, que ya había cogido número, dispuesta a esperar su turno. Intrigado por la visita, sentía curiosidad por saber qué les traía a la oficina y, en un flash, recordó la traición de Ricardo, pensando, acto seguido, que quizá podría vengarse de él por un flanco que no esperase. A fin de cuentas no sería más que un acto de justicia. Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía no estaba claro que se le estuviese brindando ninguna oportunidad.

Rosario y Jaime, que así se llamaba la pareja, enseguida reconocieron a Carlos como el antiguo amigo de su hijo Roberto. No sospecharon nada en absoluto de su impostada amabilidad cuando les acompañó a un despacho haciendo que se saltasen la cola que abarrotaba la oficina aquella mañana.

Tras una breve conversación de cortesía en la que Rosario se disculpó sucintamente por un hecho, la traición de Roberto años atrás, de la que no eran responsables, pero que les pesaba ciertamente. Al parecer ellos tampoco tenían mucho contacto con su hijo, que ahora vivía en la capital de otra provincia y veían sólo en las fiestas navideñas.

Mientras, su marido, que parecía un tanto apollardado, escuchó silencioso la conversación. Apalancado en la silla de ruedas tenía todo el aspecto de haber soltado las riendas del matrimonio a manos de su mujer.

Carlos aceptó deportivamente las disculpas de Rosario aunque quitando importancia al pasado y afirmando, falsamente, que ya estaba todo olvidado y que “eso son cosas que pasan, ante las que no se puede hacer nada y bla, bla, bla…

Enseguida entraron en harina y Rosario que, como he dicho llevaba la voz cantante, le contó su angustioso caso. Casi un año atrás, Jaime, su esposo que trabajaba como capataz de una cuadrilla de albañiles en la construcción, había tenido un grave accidente laboral que le había dejado, parapléjico, en la silla de ruedas, jubilado a su pesar por invalidez.

Pero la cosa no se quedaba allí. En el accidente había muerto uno de los trabajadores de la cuadrilla de la que Jaime era responsable. Tras un larguísimo contencioso laboral y un decepcionante juicio, el Juzgado de Trabajo le había responsabilizado del accidente por negligencia en el ámbito de la seguridad laboral. Por lo tanto, la empresa se había lavado las manos y la indemnización había sido inexistente, además Jaime se vio obligado a pagar, a su vez, una indemnización a la familia del obrero fallecido, por lo que el Estado le embargaba cada mes la mayor parte de su pensión.

Postrado en una silla de ruedas, Jaime se encontraba profundamente deprimido por la triste situación personal y económica a la que había abocado a su sacrificada esposa, obligada a cuidarle en casa, cuando llegaba cansada de limpiar escaleras por la ciudad. Lo peor del asunto es que ni siquiera podía plantearse abandonar el trabajo porque la pensión que le había quedado al pobre Jaime, apenas si cubría los gastos de la hipoteca y estaban comiéndose los pocos ahorros que tenían disponibles.

Muy a su pesar decidieron pedir ayuda económica a su hijo, pensando que éste, ahora independiente y con un buen sueldo, no dudaría en pagar a su familia por todos los desvelos que ésta había tenido para favorecerle en su carrera. Pero Roberto resultó ser bastante más egoísta de lo que cabría esperar, y se limitaba a enviar cien euros de vez en cuando a sus padres que apenas si llegaban para nada.

Mientras Rosario iba contando el cúmulo de desgracias familiares, sentada bien tiesa en una silla frente a Carlos, su pusilánime marido asentía lloroso e iba afirmando con la cabeza con la sana intención de dar pena.

Carlos sonreía comprensivo ocasionalmente, aunque su mirada estaba abducida por el canalillo de Rosario, que dejaba entrever unos generosos pechos a través del fino vestido veraniego que llevaba. Para más inri los pezones se habían empitonado gracias a la refrigeración de la oficina que tenían, como de costumbre, a toda leche. Una pena para el planeta, pero un gustazo para la vista de Roberto que contemplaba hipnotizado las tetas de Rosario. Ésta, muy a su pesar, acabó percatándose de la mirada de Carlos, y enrojeció levemente al tiempo que se acomodaba levemente en la silla para tratar de acotar la panorámica ofrecida. Carlos puso cara de póker y procuró disimular un poco mejor.

Finalmente llegaron al meollo de la cuestión. Lo que quería el matrimonio era, o bien renegociar la hipoteca o bien poder disponer de un fondo de pensiones que tenían acumulado en el banco para cuando el marido cumpliese los 65 años.

Tras sopesar los pros y los contras, Carlos les dijo que la mejor opción sería no tocar el fondo, porque podrían penalizarles, aunque, no obstante, lo consultaría con el director. En cuanto a la hipoteca, tampoco veía factible la renegociación, porque el banco no estaba por la labor de prolongar la deuda hasta la eternidad. Así y todo, les dijo que insistiría con el director para valorar todas las opciones y que esa misma tarde iría a su casa para contarles lo que podía hacerse. En cualquier caso, para que no perdieran la esperanza les dijo que tenía una idea que proponerles.

Valió la pena el discurso, sólo por ver la cara de agradecimiento de Rosario y los lagrimones que surcaban la cara de Jaime. Ver humillada de esa manera a la familia de su enemigo le estaba resultando a Carlos mucho más placentero de lo que esperaba.

Cuando Rosario se levantó para despedirse aprovechó para dar un buen repaso al conjunto de su cuerpo. No, no estaba nada mal para los cincuenta años que tenía. Media melena castaña bien teñida, cara agraciada de labios gruesos, con alguna pequeña arruga que no le quedaban tampoco muy mal, tetas generosas con unos pezones no muy grandes, cintura proporcionada y muy poca barriga, un culazo firme y levantado, sin duda, lo mejor de su cuerpo, y unas piernas bien formadas y fuertes. Se nota que seguía trabajando duro y estaba en forma. Y más ahora, si tenía que cuidar del trasto del marido.

Carlos les acompañó gentilmente a la puerta y no dejó de observar las caderas y el culazo de Rosario mientras empujaba la silla, traqueteando hacia la calle.

Bien, bien, bien… Era el momento de perfilar un plan. No tenía la más mínima intención de comentarle nada al director. A fin de cuentas era un asunto casi personal y, si todo iba bien, lo podía arreglar él mismo.

2​

Carlos modificó el fondo de pensiones de Jaime para poder ir saqueándolo a su gusto. Ése era el dinero que pensaba utilizar para financiar al matrimonio, pero no era lo que pensaba decirles.

Esa tarde se presentó en el pequeño piso de Rosario y Jaime y, tras contarles una milonga de arduas negociaciones con el director del banco y otras mentiras, llegó a la conclusión que le interesaba. De momento, no deberían tocar el fondo de pensiones porque iban a perder mucha pasta y, si se apañaban con lo poco que les quedaba de la pensión y lo que ganaba Rosario con la limpieza de escaleras para la hipoteca, él podría ayudarles con algo de dinero para gastos: luz, agua, comida, etc. Lo básico, vamos.

En principio, ambos se negaron a aceptar dinero del bolsillo de Carlos, a pesar de que éste apelaba a su vieja amistad con Roberto, el hijo del matrimonio, y otras excusas igual de falsas para ayudarles. Su objetivo, como veremos, era otro.

La pareja planteó, como última carta, la solicitud de un préstamo personal para los gastos, pero Carlos les quitó la idea de la cabeza rápidamente. En primer lugar el director no lo iba autorizar, ¿cómo pretendían reembolsar el préstamo si apenas tenían ingresos? Y, por otra parte, si lo autorizase, los intereses iban a ser de usura.

Por el contrario, si aceptaban un préstamo del mismo, Carlos, al margen del banco, no pensaba cobrarles intereses y, como su situación económica era bastante buena, podía esperar a la jubilación de Jaime para que, con el dinero del fondo de pensiones, se lo reembolsase.

Después de una lenta labor de zapa, consiguió convencerlos y sacó la cartera. Soltó sobre la mesa seis billetes de cincuenta euros (que aquella misma mañana había transferido del fondo de pensiones a su cuenta), al tiempo que concluía:

-¿Os podéis apañar con esto, de momento?

Los rostros de ambos se iluminaron al instante y Rosario corrió a abrazarlo, apretándose contra su pecho. Carlos notó las blandas tetazas en su vientre y dejó que la mujer le bajase el cuello para besarlo repetidamente en la mejilla mientras lo abrazaba. “¡Qué efusiva!” pensó, “Está claro que ha visto el cielo abierto…” Notó el sabor salado de las lágrimas de la emocionada hembra y respondió al abrazo, apretando bien su polla dura contra el vientre de la jamona. Aunque supuso, acertadamente, que ella no sería en absoluto consciente de ello.

Carlos se dejó hacer y respondió a los besos con un suave repaso de las carnes de Rosario, aprovechando que ella estaba aturdida por la situación y era totalmente inconsciente de las lascivas intenciones del sobeteo del antiguo amigo de su hijo.

Tras unos minutos de perfecta comunión, Carlos arguyó una torpe excusa y se dirigió al baño para calmar su rígida erección. Cerró con el pestillo y rebuscó entre el cubo de la ropa sucia hasta que encontró unas bragas usadas por la jamona. Todavía estaban húmedas, seguramente se las había cambiado esa misma mañana. Eran grandes, de color carne y conservaban un fuerte olor a hembra en la zona que había estado en contacto con su coño y su ojete. El rabo se le tensó como un garrote. Se bajó los pantalones y, mientras las olfateaba, se hizo un pajote impresionante. Se corrió en segundos dejando perdido el lavabo. Usando las mismas bragas, limpió todas las manchas de leche dejándolo todo perdido y, tras dejarlas de nuevo en el cubo de la ropa, volvió al salón con una sonrisa radiante y unos planes perversos.

Se despidió de la ilusionada pareja, que empezaba a ver la luz, prometiéndoles que volvería al día siguiente, más o menos a la misma hora, para ir concretando cómo iba a ayudarles.

Lo último que vio antes de salir fue la figura de Rosario, sus rotundas formas a través de la fina bata veraniega estampada de flores, diciéndole adiós desde el quicio de la puerta del diminuto salón y, tras ella, Jaime, recostado en el sillón, que agitaba la mano despidiéndolo.

3​

Al día siguiente, sobre las cinco y media de la tarde, nada más salir del trabajo, se presentó de nuevo en el modesto pisito, con cien euros más en la cartera y dispuesto a recibir algo a cambio de la ayuda que iba a proporcionar a la necesitada familia.

La recepción fue entusiástica, tal y como esperaba. Tras una media hora que se le hizo eterna en el salón, hablando de banalidades y tomando un café bastante malo, decidió entrar a matar y le dijo a Rosario, directamente y sin preámbulos:

-Rosario, si te parece, vamos a la habitación y te comentó lo de la ayuda para lo del piso y eso.

Ella le miró sorprendida, sin entender muy bien, por qué no podían hablar del tema allí. Pero al ver que Carlos le guiñaba un ojo, pensó que quería decirle algo en relación a su esposo o que no quería que éste oyese. Al fin y al cabo, ahora era ella la que llevaba las riendas del hogar. Aunque, evidentemente, nunca sospechó cual era la verdadera intención de su perverso benefactor.

Rosario entró primero en la pequeña habitación de matrimonio, ocupada casi por completo por una cama mediana, flanqueada por dos mesitas, una de ellas con una foto de la boda, y un pequeño armario con una puerta de espejo. La pared tenía también un cuadro horrible de un bodegón. Un papel pintado del año de Maricastaña completaba el tono hortera del habitáculo.

Carlos, que entró justo después de la mujer, cerró la puerta tras él, mientras contemplaba su culazo. Ella se giró a tiempo de observar como Carlos, tranquilamente y sin mostrar ninguna emoción se estaba desabrochando el pantalón, que ya estaba bastante abultado por la zona de la bragueta.

Rosario se quedó paralizada y, sin entender, preguntó un lacónico:

-Pe… pero, pero ¿qué haces, Carlos…?

-¡Pues que voy a hacer…! ¿No lo ves? Quitarme el pantalón

-Pero, pero ¿por qué…?

-A ver, Rosario, no pensarás que os voy a dar la pasta gratis… Algo tendrás que dar a cambio.

La mujer se quedó atónita. Muda y sin poder responder, observó cómo el chico, con toda la parsimonia del mundo, se bajaba los pantalones y tras doblarlos cuidadosamente, los colocaba sobre una silla que había junto a la puerta. A continuación se quitó la camisa y la camiseta, dejando para el final los calzoncillos que mostraban ya un bulto escandaloso.

Rosario, boquiabierta, no sabía qué hacer, ni qué decir y se limitaba a contemplar el número que estaba montando Carlos, confiando todavía, extrañamente, en que sólo fuese una broma de mal gusto.

Pero no era así. Cuando Carlos se quitó los calzoncillo, su polla, una gruesa barra de carne de unos quince centímetros se mostró en todo su esplendor. Rosario la contempló como si fuera la primera polla que veía, lo cual era más o menos cierto. Con Jaime, en la época en que todavía follaban, siempre lo hacían a oscuras, de un modo tradicional y casi clandestino.

Carlos, dando signos de una cierta impaciencia dijo:

-¡Venga, Rosario, joder, quítate la ropa…! ¡Que no tenemos todo el día! No ves que el viejo está esperando fuera…

Esto último fue definitivo para vencer toda la posible resistencia de la anonadada mujer. Se vio incapaz de pedir ayuda y de evitar la humillante situación que estaba viviendo. Aturdida, empezó a desvestirse, con una cierta torpeza.

Se quitó la bata y quedó con un sujetador grande y cómodo y unas bragas a juego que Carlos le indicó, con urgencia, que se quitase, mientras se sobaba la polla:

-¡Venga, acaba ya…!

Rosario se despojó con pesar de la ropa interior y mostró unas grandes y caídas tetas, con pezones tiesos por los nervios, muy apetecibles, y un coño bastante frondoso.

-Gírate, a ver el culo…

Rosario, tímidamente, se dio la vuelta y su Carlos la observó con ojos de depredador. El chico se recreó en el hermoso culo de la mujer. Muy firme y duro, torneado por el trabajo físico y con pocas trazas de celulitis.

-Estás muy buena, Rosario… Ahora lo único que tienes que hacer es ganarte los cien euros de hoy. Los del otro día te los regalo…

-Pero, pero, Carlos, podría ser tu madre…

-Ya, lo sé. Por eso me gusta más el asunto… -respondió cínicamente y con dureza Carlos. –Además, te aseguro que al final te va a gustar tanto como a mí. Ya verás…

Al tiempo que hablaba se acercó a ella y le estaba acariciando el culo y las tetas. Se recreó en los pezones que no pudieron evitar ponerse más tiesos todavía. Empezó a besarle el cuello, mientras ella aguantaba pasivamente la embestida.

No obstante, al cabo de unos minutos, tras haber trabajado el cuello y los pechos, su mano experta se dirigió hacia el coño, al tiempo que acercaba su boca a los labios de Rosario, que, al notar la mano acercándose a su chocho, había empezado involuntariamente a jadear.

Carlos, notó como flaqueaban las defensas de la jamona y entró a matar. Los labios se juntaron. Primero, ella se mostró reacia aunque, en cuanto Carlos empezó a frotar su coño, que, sin poder evitarlo, empezaba a chorrear, los labios de Rosario se abrieron y empezó a responder al morreo. Todavía con timidez, pero, algo es algo.

Se demoraron unos minutos besándose. Rosario notaba el duro pene apretando su barriga, al tiempo que la mano de Carlos la masturbaba cada vez más acertadamente y sus lenguas seguían jugando. Sin poder evitarlo, Rosario, empezó a jadear con más intensidad, presagiando un orgasmo inminente. Carlos, viendo su presa en la trampa, remató el trabajo y culminó, con eficiencia prusiana, la paja a la madura jamona, que no pudo evitar lanzar un gemido avergonzado, antes de esconder su cabeza entre los hombros del chico y musitar:

-Lo… lo siento… yo no quería…

-¿Qué no querías qué…?

-Esto no está bien…

-¡Déjate de chorradas…! Ya te dije que te iba a gustar más que a mí.

Al tiempo que hablaba, Carlos se había acomodado en la cama, medio reclinado y le indicó a Rosario que se colocase entre sus piernas, mirándole a él.

-Para ser el primer día, me conformaré con una buena mamada…

La mujer le miró avergonzada.

-Yo no…

-¿No has chupado ninguna polla…? –ella negó con la cabeza.-Tranquila hoy vas a tener tu primera lección.

En aquella ocasión, a pesar de su torpeza, consiguió que Carlos se corriese en un plis plas. Cómo era la primera vez, Carlos no quiso vaciarse en su boca, le avisó antes, aunque no con el suficiente tiempo como para que se alejase del todo, con lo que Rosario recibió algún disparo de leche en la cara. Pero poca cosa, ya vendrían días más intensos.

Después de correrse, Carlos contempló como Rosario, avergonzada, se vistió a toda prisa, mientras él se demoraba tranquilamente recuperándose en la cama del matrimonio, observando lo cutre que era todo, pero, también, lo limpio que estaba. No hay duda de que Rosario era una perfecta ama de casa. Ahora sólo faltaba ver si era capaz de hacer de ella una guarra igual de buena.

Cuando la mujer salió de la habitación para atender al pobre cornudo que seguía esperando fuera, completamente intrigado e ignorante de lo sucedido, Carlos se limpió la polla con parsimonia con la arrugada sábana y se vistió, repeinándose frente al espejo del armario, antes de salir y encontrar a una enrojecida Rosario. Abochornada por la situación, revoloteaba por el comedor diciéndole incoherencias a Jaime de documentos que acababa de firmar y otras paridas. Un completo absurdo cuando estaba clarísimo que ambos habían entrado y salido de la habitación sin ningún papel.

Carlos, contento como estaba, decidió sacar del apuro a la mujer y se apostilló a Jaime:

-No pasa nada, Jaime, que tenía que explicarle a tu mujer unos datos del fondo que tenía en el móvil y en la habitación hay mejor cobertura…

Jaime le miró extrañado, pero, poniendo buena voluntad, se tragó la trola, aunque preguntó:

-¿Veinte minutos?

-Sí, sí, claro… Eran unas tablas un poco complicadas. Bueno, me voy, que tengo cosas que hacer. Hala, pareja, ¿nos vemos mañana?

Jaime asintió con la cabeza y Rosario, que le acompañaba hasta la puerta, se limitó a preguntar, cuando estaban solos en el rellano:

-¿Otra vez mañana?

-¡Claro, jamona! Si tengo que hacer de ONG con vosotros, habrá que hacer un plan de choque, ¿no?

-No, no sé… -Rosario seguía en shock, ni siquiera sabía si era por el orgasmo, el primero en años, por haberse comido su primera polla, o por haber puesto los cuernos a su esposo (otra primera vez) y, además, de una forma tan descarada,

-Yo sí que sé, -respondió Carlos, dando una sonora palmada en el culo de Rosario- ¡mañana nos vemos, jamona!

4​

Rosario era una buena alumna. A los pocos días se ganaba la pasta con solvencia. De hecho, se llevó alguna propinilla más por su buen hacer. Vulgarmente podríamos decir que se las comía dobladas. Y, lo más sorprendente del asunto era que parecía que le estaba empezando a gustar aquello de tener la garganta llena. Había seguido fielmente las instrucciones de Carlos y utilizaba la Tablet que éste le había regalado para, tal y cómo el joven le había ordenado, repasar a fondo videos porno de mamadas y folladas de garganta. Estuvo estudiándolos como si de un tutorial se tratase. Y, practicando con zanahorias y alguna que otra hortaliza, había aprendido a superar las arcadas y comerse las pollas hasta la empuñadura. De hecho, en el momento en el que se tragaba la tranca de Carlos, llegaba a disfrutar al ver como éste gemía de placer con la pericia recién adquirida por la cachonda jamona.

Carlos no se cortaba lo más mínimo en gritar y jalear a la “puta puerca” cómo el solía llamarla. Le importaba bien poco que, a través de la delgada puerta, que ni siquiera cerraba bien, el malogrado Jaime, tristemente sentado en el sillón, pudiese oír el festival de jadeos, gritos y reveladores sonidos que salía del tálamo nupcial y que le estaban haciendo crecer la cornamenta por momentos.

No había pretexto, ni excusa. Rosario no se había preocupado de fingir ninguna absurda motivación ni de inventar nada qué decir a su pobre esposo cuando llegaba Carlos a casa y se encerraba con ella en la habitación, dejándolo tirado como un perro delante del televisor. Al principio, Carlos argumentaba memeces acerca de la cobertura del móvil u otras chorradas. Después, ya ni eso.

Carlos se limitaba a aparecer por el piso todas las tardes. Rosario, arreglada para la ocasión y con la lencería de puta que el joven le había comprado bajo una ligera bata, lo esperaba sentada en el minúsculo sofá mirando la televisión junto a su marido. Ambos callados. No había mucho de lo que hablar. Jaime mustio y cariacontecido, ella, a veces nerviosa y con una cierta impaciencia cuando Carlos se retrasaba. Esperaba su llegada con ganas, se había acostumbrado a la forma en que Carlos la trataba y, sobre todo, se había acostumbrado a sentir sus orificios llenos y a correrse como una perra.

Además, estaba aprendiendo un montón. Carlos la fue adiestrando para satisfacer sus gustos y, al margen de las mamadas, que incluían un buen repaso de los cojones y el ojete del macho, y los polvos convencionales, le desvirgó el culo y consiguió convertirla en una auténtica adicta al sexo anal. Un placer que Rosario disfrutaba con deleite, combinándolo con un buen dedillo o usando el dildo de plástico que Carlos le había regalado para disfrutar de una buena doble penetración.

El cornudo, permanecía silencioso a escasos metros, separado de la pareja por un delgado tabique y una endeble puerta, reconcomiéndose en sus celos. Consciente de qué es lo que estaba pasando, pero sin atreverse a verbalizarlo, ni a hacer ningún reproche a su esposa, de la que dependía para casi todo, y mucho menos a Carlos que prácticamente no le dirigía la palabra. A lo sumo, le lanzaba alguna mirada de desprecio cuando entraba en el piso como un macho dominante o cuando salía de la habitación de matrimonio terminando de vestirse, sin preocuparse lo más mínimo por dejar la puerta abierta de par en par, aunque la guarra de Rosario estuviese todavía a medio vestir o, como ocurrió en más de una ocasión, despatarrada en la cama con restos de semen sobre su cuerpo, recuperándose aún de un reciente orgasmo.

Jaime se esforzaba en apartar la mirada y fijar la vista en el televisor, sin evitar enrojecer hasta las orejas y sentirse profundamente humillado. Trataba de mostrarse indiferente a la sonrisa sardónica y de suficiencia de Carlos y al paseo inevitable de su mujer, con su cuerpo desnudo someramente cubierto por la bata, cruzando por el centro de la habitación camino del baño, también avergonzada y roja como un tomate. Sintiéndose culpable por el placer obtenido minutos antes y responsable de la morbosa situación que estaba viviéndose en su antaño dulce hogar.

Y Carlos, consciente de todo, y de la profunda división que había creado entre ellos, disfrutaba como nunca habría imaginado de una puta tan complaciente y sumisa y de un cornudo tan timorato. Ni en sus más oscuros sueños húmedos habría podido intuir una situación tan excitante y morbosa.

Teniendo en cuenta que no estaba nada mal de pasta, con el saqueo al que estaba sometiendo el fondo de pensiones, Carlos aprovechó para tarifar, por así decirlo, los servicios de Rosario. Dependiendo del día y de lo que le apeteciese hacer, le abonaba 50, 100 ó 150 euros, si practicaba sexo oral, normal o una buena enculada, respectivamente. Aunque casi siempre acababa soltando la tarifa completa.

Le encantaba petar el estrecho culito de Rosario, que, por supuesto, había estrenado él mismo, y observar sus gestos de esfuerzo en el espejo del armario, mientras, a cuatro patas sobre la cama, iba incrustando lentamente la tranca en su ajustado ojete. Y eso que una parte importante del presupuesto de la compra de la buena Rosario se debía ir en lubricante anal, un producto que ahora ya nunca faltaba en el hogar del matrimonio.

Solía, además, follarle el culo con fuerza y, cuando estaba a punto de correrse, sacar la polla, que sonaba al salir como cuando se descorcha una botella, para, agarrando con fuerza del cabello de Rosario, apuntar hacia su jeta de puerca y lecharla a base de bien.

Luego, con la cara sudorosa de la puerca chorreando esperma, le pedía amablemente que le hiciese una buena limpieza de sable para que saborease bien los efluvios de su propio culo. Rosario, obediente, procedía a cumplir con su deber, sujetando firmemente la tranca morcillona con una mano y saboreándola gustosa, al tiempo que con la mano libre seguía trabajándose el clítoris si todavía no se había corrido.

Tanta dedicación no dejaba indiferente a Carlos, que empezó a sentir una profunda admiración por la ninfomanía de la cachonda madre de su amigo. Se arrepintió del tiempo perdido y de no haber iniciado su ofensiva años atrás. De haber sabido lo puta que era... Porque, viéndola relamerse de esa manera, mamando la polla de un chico que podría ser su propio hijo, con el pusilánime se su esposo a escasos metros mesándose la cornamenta, estaba clarísimo que la excusa de la coacción perdía fuerza por todas partes. A Rosario le iban las pollas más que a un tonto un lápiz, estaba clarísimo.
 
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