Una Joven Maestra y un Maduro Abuelo firme y autoritario

heranlu

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El hombre de 60 años, imponente y de andar firme, avanzaba a paso lento pero seguro por la vereda que llevaba al colegio de su nieta. Su cabello, cano y espeso, peinado hacia atrás con una precisión casi militar, enmarcaba un rostro de rasgos duros y muy marcados, propios de una vida de disciplina y rigor. Las líneas de su frente y alrededor de sus ojos, que solo acentuaban su masculinidad, daban fe de los años que había vivido, pero también de una fortaleza que seguía intacta.

Sus pómulos prominentes y una mandíbula firme, apenas sombreada por una barba canosa y perfectamente recortada, le conferían una expresión severa, casi impenetrable. Los ojos, profundos y serenos bajo sus cejas espesas, parecían siempre enfocados al frente, como si evaluaran el mundo desde una distancia prudente. Sin embargo, en ese momento, su mirada fija realmente se perdía en una reflexión constante, una especie de diálogo interno donde el mundo moderno siempre era tema de debate.

Sus manos, grandes y de dedos aún fuertes, sostenían la pequeña mochila rosa de la niña, que colgaba de su puño como si fuera un accesorio ridículo en comparación con su porte serio. Sofi saltaba a su lado, hablando sin parar de algo que él apenas escuchaba, asintiendo de vez en cuando, aunque solo captaba fragmentos como “unicornio brillante” y “polvo de estrellas”. Entre cada salto, se preguntaba cómo lograba hacer pausas para respirar

Había sido educado bajo la rígida disciplina de la milicia, donde todo tenía su orden, y aunque el paso de los años había suavizado un poco su carácter, la rutina y el rigor eran para él principios inquebrantables. Amaba a su nieta con cada fibra de su ser; desde la muerte de su esposa hacía diez años, la niña había sido la única chispa en su vida, y velar por ella le parecía una misión más que un deber. Al verla crecer en un ambiente tan liberal, sin normas claras, no podía evitar una mezcla de inquietud y escepticismo. "Los tiempos han cambiado", solía repetirse, aunque sin lograr aceptar del todo lo que eso significaba.

Justo en ese momento, al cruzar la esquina del edificio escolar, su mirada se topó con una figura que, por alguna razón, lo hizo detenerse en seco.

Ahí estaba ella, de pie junto a la entrada, conversando con un grupo de niños y desbordando una juventud que a Gabriel le resultaba casi inquietante. Su figura esbelta, perfectamente delineada, atraía miradas sin esfuerzo. El cabello, suelto y en suaves ondas castañas, caía despreocupado sobre sus hombros, mientras una blusa ligera con un delicado estampado floral dejaba entrever un toque de clavícula. La falda hasta la rodilla y las botas de cuero le daban un aire de frescura despreocupada que la hacía destacar en cualquier entorno.

Abu, ¡esa es mi profe! —dijo la nieta, señalándola con un dedo entusiasta.

Él asintió casi mecánicamente, sin dejar de observarla mientras la maestra reía despreocupada. Había algo en su manera de moverse, en esa risa tan natural que surgía sin contención, que lo hizo sentir un hormigueo incómodo en la nuca. Hacía mucho tiempo que no sentía esa clase de reacción. De inmediato se obligó a apartar la mirada y a recuperar la compostura, ignorando lo que, a todas luces, era una emoción innecesaria y fuera de lugar.

Sin embargo, la nieta se encargó de hacer el primer contacto:

¡Profe! —gritó con entusiasmo, corriendo hacia ella y dejándolo en una posición incómoda en la que tuvo que acercarse también.

La maestra se volvió hacia ellos con una sonrisa cálida que iluminó sus ojos marrones, llenos de una dulzura juvenil que contrarrestaba su propia seriedad.

¡Hola, Sofi! —respondió ella con su voz alegre, agachándose para abrazar a la niña antes de saludar al abuelo con una inclinación de cabeza. Su perfume, ligero pero dulce, lo envolvió por un instante, y no pudo evitar notar lo cerca que estaba de ella.

Usted debe ser don Gabriel, el abuelo de Sofi —dijo ella, estirando la mano.

Por un instante, sintió la firmeza de su mano cálida en la suya, y se descubrió sorprendido, casi incómodo, ante la seguridad con la que ella se plantaba frente a él. Había en su expresión una jovialidad casi desafiante, un brillo que se escapaba en su sonrisa y que, sin buscarlo, desafiaba su autoridad de una manera sutil. No era como las mujeres que había conocido; en ella, la suavidad de sus movimientos convivía con una firmeza discreta que despertaba en él una curiosidad inesperada, como si esa combinación de delicadeza y determinación lo retara a tomar el control y a descubrir hasta dónde estaba dispuesta a ceder.

Un placer, señorita… —murmuró él, tratando de no sonar demasiado formal.

Luz, pero puede llamarme Lu —respondió ella, guiñándole un ojo a la niña y luego mirándolo a él con una chispa divertida.

Mientras Luz y Sofi conversaban, Gabriel intentaba procesar lo que acababa de suceder. La voz de Luz, llena de frescura y alegría, resonaba en él como una brisa inesperada, sacudiendo de forma incómoda sus convicciones y abriendo una grieta en su habitual compostura. Apenas empezaba a reconocer ese leve pinchazo en el pecho, cuando Sofi, con una sonrisa pícara, lo miró fijamente y, en un arrebato de infantil irreverencia, exclamó:

¡Abu, estás rojo!

Él bufó, apretando la mandíbula para disimular, mientras Luz, divertida, intentaba ahogar una risa que apenas podía contener.

Bueno, mejor vamos —dijo con su tono más neutral, y tomando de nuevo la mochila de Sofi, se despidió de Luz con un breve “hasta luego”, antes de girar rápidamente para marcharse, con el eco de aquella risa alegre aún resonando en sus oídos.

Pasaron algunos días, y en la siguiente entrega de boletines, Gabriel se encontró una vez más en la sala de espera del colegio. Aunque había jurado que no se dejaría afectar por la joven maestra, notó que el pensamiento de volver a verla lo había inquietado más de lo que estaba dispuesto a admitir. ¿Era la manera en que ella lo había saludado, o quizá ese aroma dulce que lo había rodeado por un instante demasiado breve?

Sin darse cuenta, su cuerpo se tensó al verla acercarse, y su semblante rígido contrastaba con el de ella, quien caminaba hacia él con una sonrisa amable, sujetando los boletines en la mano.

Don Gabriel, qué bueno verlo de nuevo —dijo Luz, con una mezcla de cordialidad y un entusiasmo que él no podía entender del todo.

Gabriel asintió, y mientras revisaba el informe de Sofi, la maestra se dedicó a hablarle sobre el progreso de la niña. Él trataba de enfocarse en los comentarios, pero notaba su propia distracción cada vez que su mirada se desviaba hacia los labios de Luz, que se movían con ligereza al hablar.

Al final, Luz, con un brillo pícaro en la mirada, comentó:

Parece que le preocupa mucho el progreso de Sofi. Es adorable que sea tan protector. Apuesto a que es muy buen abuelo, ¿no? —La frase resonó con un doble sentido sutil, y su sonrisa inocente, al igual que la suya propia, parecía escaparse de la formalidad estricta.

Gabriel la miró sin saber si esa chispa era algo que había imaginado o si realmente existía. Optó por la prudencia, apretando los labios antes de responder secamente:

Hago lo que puedo.

Luz rio una vez más, y se despidió dejándolo solo, mientras él se quedaba con la sensación de haber traspasado, sin querer, una línea invisible en su propia mente.

Gabriel se había resignado a verla solo de pasada; después de todo, ¿qué podía interesarle a una mujer tan joven y llena de vida en alguien como él? Pero aquella tarde, mientras esperaba a Sofi en la recepción, Luz apareció en el pasillo. Llevaba un vestido de lino ceñido que acentuaba cada curva de su silueta, y al cruzar su mirada con la de él, una chispa de reconocimiento iluminó sus ojos. Caminó hacia él con una sonrisa lenta, más sutil de lo habitual, cargada de una intención que él no alcanzaba a descifrar del todo. En ese breve instante, Gabriel sintió cómo sus convicciones se tambaleaban, sorprendido por la posibilidad de que aquel encuentro casual pudiera tener un significado distinto.

¿Por qué tan serio, don Gabriel? —preguntó ella en voz baja, como si sus palabras estuvieran destinadas solo para él.

Por alguna razón que no entendía, él se sintió expuesto. En la cercanía de su voz había algo que lo desarmaba, algo que hacía que la seguridad con la que siempre se conducía pareciera tambalear. Luz estaba tan cerca que podía ver la respiración pausada que levantaba su pecho, y en esa cercanía, algo de ella parecía decirle que detrás de su vitalidad y sonrisa alegre había algo roto, una sombra en sus ojos que desmentía la seguridad de su fachada.

¿Sucede algo? —preguntó él, sus palabras más ásperas de lo que pretendía, queriendo, quizás, forzar en ella una reacción diferente.

Ella bajó la mirada y luego, como quien decide arriesgarlo todo, se inclinó un poco más hacia él, con una sonrisa enigmática, casi suplicante.

Perdone si me atrevo a decirlo… pero usted me recuerda a alguien —confesó, su tono bajo y su mirada fija en la suya, una confesión cargada de una carga emocional que Gabriel no supo identificar de inmediato.

¿A quién? —preguntó, tratando de mantenerse inmutable, aunque el aire entre ellos parecía densificarse con cada segundo que pasaba.

A alguien que… hace tiempo dejé atrás —respondió con un atisbo de vulnerabilidad en su voz. La confesión parecía extraída de una profundidad que ella apenas podía controlar, y él, aún sin entenderlo del todo, sintió cómo algo en él respondía a ese llamado sutil, una súplica silenciosa.

Él asintió, intentando retomar el control de la situación. Pero ya no podía negar lo que sus sentidos percibían: una atracción que iba más allá de la mera curiosidad. La fragilidad oculta en ella parecía llamarlo desde un lugar oscuro y familiar, uno al que no quería, pero tampoco podía resistirse.

Días después, Gabriel regresó al colegio para recoger a su nieta y, al pasar frente a la biblioteca vacía, escuchó una voz familiar hablando en tono bajo. Se detuvo al ver a Luz organizando unos libros sobre un estante alto, su figura estirada de puntillas y con la falda subiendo ligeramente en sus piernas largas.

En esa pose de puntillas, parecía más una escultura viva que una persona. Su figura irradiaba una feminidad generosa y sinuosa, que desbordaba en cada línea y curva. La falda se ceñía a sus caderas amplias y firmes, delineando una silueta que parecía diseñada para atraer miradas, sin disimulos. La cintura estrecha daba paso a una caída que acentuaba la redondez de sus muslos, expuestos en un atrevimiento sutil mientras el tejido de la falda se elevaba apenas. Las piernas, largas y torneadas, parecían esculpidas en una perfección que vibraba con el esfuerzo contenido en su estiramiento.

La blusa blanca abrazaba su torso con una precisión que casi rozaba lo atrevido. El tejido se ajustaba sobre su busto lleno, marcando la curva de cada seno, tan prominente que los botones parecían a punto de ceder. Un par de mechones oscuros caían sobre su clavícula, mientras que su cuello, alargado y descubierto, dirigía la atención hacia su rostro. Los labios de Luz, llenos y perfectamente delineados se curvaron en una sonrisa lenta y sugerente cuando lo vio, como si hubiese estado esperando que él la observara así, en ese instante de intimidad silenciosa.

Sus brazos, levantados en ese esfuerzo grácil, dejaban ver la curva delicada de los hombros y la longitud de su cuello, esbelto y suave, que guiaba la vista hacia su rostro enmarcado por una melena espesa que caía en cascada hasta la mitad de su espalda. Cuando giró para mirarlo, sus labios carnosos se entreabrieron en una sonrisa que parecía hecha a la medida de la provocación, una curva sensual que parecía consciente del poder de cada facción y de cada movimiento de su cuerpo generoso y exuberante.

El efecto que su figura causaba era casi vertiginoso, una belleza y una presencia que lo envolvían y dejaban en claro que, más allá de su juventud, Luz era una mujer hecha para ser admirada, para dejar tras de sí el eco de su sensualidad con cada paso, cada gesto.

Al sentir su presencia, Luz giró el rostro hacia él, sorprendida, pero, en lugar de incomodarse, pareció sonreír con un deje de complicidad.

Don Gabriel —dijo en un susurro, casi como un secreto compartido—, no esperaba verlo aquí.

Él tragó saliva, su garganta seca bajo la presión del deseo contenido. Sus ojos no se apartaban de Luz, atrapados en el hechizo de aquella figura que, en el silencio de la biblioteca, parecía hecha de sombras y susurros. La luz de la tarde, filtrándose en líneas doradas a través de las persianas, envolvía su silueta en un brillo suave que delineaba cada curva con una precisión casi cruel, intensificando el peso de cada segundo que pasaba sin decir nada.

Dio un paso adelante, un gesto pequeño pero cargado de intención, y al instante notó cómo la tensión en el aire se hacía más espesa, casi palpable. Los ojos de Luz lo seguían, un poco sorprendidos, pero también expectantes. El rubor en sus mejillas se encendió en un tono sutil que no podía esconderse bajo su expresión tranquila. Ese enrojecimiento, tan natural y sin embargo tan provocador, le confirmó que ella no solo aceptaba la cercanía, sino que la anhelaba.

Luz permaneció en silencio, con los labios apenas entreabiertos, como si esa distancia corta y contenida fuera suficiente para entenderse sin palabras. En sus ojos brillaba una chispa que lo invitaba a romper el límite que él mismo había impuesto, a adentrarse en esa intimidad recién descubierta que ambos parecían estar saboreando con cautela.

Luz… no debería… —comenzó, la voz grave, como un intento torpe de retomar el control, pero ella, con una sonrisa que rozaba lo travieso, lo interrumpió.

¿Por qué no debería? —susurró, con una ligereza que contrastaba con la intensidad en su mirada, fija en la suya, mientras sus dedos rozaban apenas la estantería, tamborileando como si esperara su siguiente movimiento.

Durante los primeros encuentros, Luz no podía evitar la manera en que los ojos de Gabriel parecían verla. Había algo en él, en ese porte firme y en la intensidad de su mirada, que le causaba un cosquilleo en la piel. Sus gestos, calculados y seguros, la hacían sentir pequeña y vulnerable, pero también la atraían de una manera que nunca había experimentado. La fuerza contenida en sus manos, la seriedad en su voz… todo en él evocaba una autoridad a la que sentía una extraña necesidad de rendirse. Y, aunque en su mente se decía que era absurdo, que él no era alguien para ella, su cuerpo reaccionaba de otra forma cada vez que él estaba cerca.

Había en ella una necesidad oculta, algo que iba más allá del coqueteo. Gabriel lo percibió; era un deseo contenido y una atracción hacia algo sólido, algo que pareciera llenar un vacío. Él, acostumbrado a su dominio en todo aspecto de su vida, sintió una urgencia diferente en su interior. Sin dejar de mirarla, se acercó aún más, hasta que la distancia entre ellos se convirtió en un susurro. Podía sentir su respiración entrecortada, podía notar la leve curva en la comisura de sus labios, que parecían desafiarlo, incitarlo a dar el siguiente paso.

Finalmente, con un movimiento pausado pero firme, Gabriel levantó una mano y rozó su mejilla con los dedos, dejando que el roce se prolongara lo justo para sentir el calor que irradiaba de su piel. Luz, como en un acto reflejo, cerró los ojos y exhaló un suspiro leve, un gesto casi imperceptible, pero que dejaba entrever algo más profundo: una rendición silenciosa, un deseo contenido de entregarse a su control.

Sintiendo esa sumisión implícita, bajó la mano lentamente, recorriendo el contorno suave de su rostro hasta llegar a su cuello, donde sus dedos descansaron un segundo más, ejerciendo una leve presión, apenas un toque que transmitía su voluntad sobre ella. La piel de Luz se estremeció bajo su contacto, y aunque no abrió los ojos, sus labios entreabiertos y su postura expectante decían todo; estaba esperando que él tomara la iniciativa, que avanzara. Aquel instante de tensión le bastó para confirmar que, en ese juego sutil de dominio, ella ya había decidido ceder.

El beso llegó de forma ineludible, un movimiento preciso y firme que Gabriel inició sin vacilación, marcando cada paso de ese encuentro con una autoridad casi instintiva. La tomó con una mano en la base de su nuca, sosteniéndola con una intensidad medida, controlando la cercanía y el ritmo con la misma precisión que siempre había aplicado en cada aspecto de su vida. Luz, en respuesta, se rindió completamente a ese beso, dejándose guiar, sin resistir, como si toda su vida hubiese estado esperando la llegada de alguien que supiera manejar sus deseos con tal dominio.

Sus cuerpos se rozaban en un vaivén pausado, cada movimiento de Gabriel tan calculado como envolvente. La presión de su mano se intensificó, y al sentir el tacto firme de sus dedos contra su piel, Luz se arqueó, entregándose más a su abrazo, siguiendo el ritmo que él imponía, con cada fibra de su cuerpo en sintonía con la fuerza contenida en el suyo. Gabriel disfrutaba del contacto, de la suavidad de su piel y la calidez que emanaba de ella, saboreando cada segundo de esa sumisión ansiosa y vibrante.

El encuentro subió de intensidad, envolviéndolos en la atmósfera clandestina de aquella biblioteca vacía, que parecía resonar con un eco de susurros y secretos prohibidos. Gabriel, sin soltar la nuca de Luz, deslizó su otra mano por el contorno de su espalda, firme y decidido, trazando un recorrido lento que acentuaba cada curva de su figura. El tacto de sus dedos, seguros y precisos, la hizo estremecer; él sentía su respiración acelerarse, su pecho subir y bajar en un ritmo que solo aumentaba su deseo de controlarla por completo.

Cada centímetro de distancia entre ellos fue desapareciendo mientras él la acercaba aún más, haciéndola girar hasta que quedó atrapada entre su cuerpo y la estantería. La fragancia de Luz lo envolvía, ese perfume suave que ella llevaba como una promesa de algo oculto, una invitación apenas disimulada que él estaba decidido a explorar. Ella levantó la cabeza para mirarlo con ojos que reflejaban una mezcla de deseo y entrega, como si en ese instante él fuera el único capaz de descubrir las partes más ocultas de su ser. Gabriel la miraba con una intensidad que no dejaba espacio para el cuestionamiento; su deseo se volvía tan tangible como el espacio entre sus cuerpos.

Tomó su rostro entre las manos y, sin apartar la mirada de sus ojos, la besó de nuevo, esta vez con una profundidad que exigía una entrega absoluta. Sus lenguas se encontraron en una batalla lenta y voraz, rozándose, enredándose y deslizándose una sobre la otra en un juego que él guiaba con precisión implacable. Gabriel la devoraba con cada movimiento, su lengua explorando sin prisa, pero sin concesiones, dominando cada rincón de su boca, probando cada respuesta que Luz le daba, como si cada centímetro le perteneciera.

Ella, rendida, se dejaba llevar en ese vaivén apasionado, siguiendo el ritmo que él imponía, su lengua cediendo a la presión de la suya, permitiendo que él marcara el pulso de cada gesto. Cada vez que él profundizaba el beso, ella respondía con una mezcla de urgencia y vulnerabilidad, enredándose más en él, dejándose conquistar en ese juego que se volvía cada vez más intenso y sin escapatoria. La conexión entre sus bocas, húmeda y ardiente, los envolvía en una sensación de posesión mutua, mientras el beso se transformaba en un acto de entrega total y de deseo desbordado.

Las manos de Gabriel, firmes y decididas descendieron hasta sus caderas, pero no se detuvieron allí. Con una lentitud calculada, sus dedos continuaron el recorrido hasta rodear las curvas de su trasero, sosteniéndolo con una presión deliberada y posesiva. Sintió la suavidad de su piel bajo la tela mientras sus manos la exploraban, deleitándose en cada contorno, como si ese contacto le revelara una parte de ella que solo él pudiera descubrir.

Cada movimiento suyo transmitía un deseo profundo de poseerla por completo; sus manos se movían con un dominio tranquilo, moldeando su cuerpo, atrayéndola hacia él hasta que sus cuerpos se fundieron en un roce ardiente. Luz, atrapada en su abrazo firme, no se resistía. Se entregaba a sus manos, dejándose llevar en ese juego donde él guiaba cada gesto, cada presión, en un descubrimiento que no solo reclamaba su piel, sino también su voluntad.

Las manos de Gabriel no se conformaban; parecían tener vida propia, moviéndose con una seguridad implacable mientras exploraban cada rincón de su figura. Su boca, hambrienta pero controlada, descendió lentamente hacia el blanco cuello de Luz, dejándole un rastro de besos firmes y pausados, como si cada centímetro de su piel fuera un nuevo territorio que él reclamaba como suyo. Ella inclinó la cabeza, dejándole acceso, y un suspiro tembloroso escapó de sus labios, cediendo sin reservas a la intensidad de su contacto.

Mientras su boca recorría la curva de su cuello, sus manos se deslizaron desde sus caderas y comenzaron a ascender con una intención clara. Sus dedos subieron por la línea de su espalda, ajustando la distancia entre ellos, y luego descendieron de nuevo, esta vez tomando la orilla de la falda y comenzando a levantarla lentamente, en un gesto pausado y deliberado que aumentaba la tensión entre ambos.

Cada movimiento era una promesa no dicha; la tela subía apenas unos centímetros, pero el contacto de sus manos en la piel desnuda de sus muslos era suficiente para hacer que el aire entre ellos se cargara de deseo. Luz, completamente sumisa a su toque, no hizo más que rodearlo con sus brazos, permitiéndole explorar cada centímetro con la devoción de quien sabe que ha encontrado un placer prohibido que no desea detener.

Continuó subiendo la falda de Luz con movimientos firmes y deliberados, sin apartar la mirada de su rostro, observando cada reacción que su cuerpo reflejaba. La tela ascendió lentamente hasta enrollarse en su cintura, dejando al descubierto el contorno de sus caderas y la delicada tanga que se ajustaba a su piel, fina y apenas visible, como un toque de inocencia que contrastaba con la intensidad del momento.

Sin dudar, la giró con un solo movimiento hasta que quedó presionada contra uno de los libreros. Ella se sostuvo en los estantes, respirando entrecortadamente, su figura quedando al alcance de sus manos, su trasero delineado por el encaje que lo cubría de forma mínima, revelando su anatomía de forma angelical. Él se tomó un momento para observarla, para admirar la imagen de entrega y vulnerabilidad que ofrecía, cada detalle potenciado por la penumbra de la sala que convertía el instante en algo más que un impulso prohibido.

Gabriel, sintiendo el poder en cada movimiento, deslizó una mano por la curva de su espalda, siguiendo el arco natural de su figura hasta detenerse justo en sus blancas nalgas.

Con un movimiento decidido, Gabriel levantó la mano y, sin aviso, la dejó caer sobre el glúteo derecho en una cachetada firme que resonó en la sala silenciosa. La piel clara de ella respondió de inmediato al contacto, dejando una huella roja marcada, un contraste nítido que hablaba de su dominio y poder. Luz contuvo el aliento, sus manos aferradas al estante mientras el calor de esa caricia inesperada se esparcía por su cuerpo, cada fibra de su ser estremecida y receptiva.

La mirada de Gabriel se posó en aquella marca que ahora reclamaba su territorio en la piel de Luz, y sin apartar los ojos, sus dedos recorrieron con suavidad la huella que había dejado, calmando el ardor y apreciando la respuesta de su cuerpo.

Gabriel no se detuvo. Con una precisión implacable, alzó la mano de nuevo y dejó caer otra cachetada en el mismo punto, seguida de una tercera, cada una con la misma intensidad y exactitud, como si midiera el tiempo entre golpes con la disciplina de un relojero. La piel de Luz reaccionaba a cada impacto, tornándose de un tono más profundo, y la huella roja que iba dejando su mano se convertía en una marca vibrante de su control sobre ella.

Para Luz, cada golpe era un torbellino de sensaciones que se entrelazaban en un torpe y placentero revoltijo de dolor y deseo. Sentía el calor que se expandía en su piel en cada lugar que la mano de Gabriel reclamaba como suyo, y la ardiente sensación de sus golpes parecía despertar en ella algo más profundo, una entrega total que jamás había experimentado. El eco de cada impacto resonaba no solo en su cuerpo, sino también en su mente, despojándola de cualquier duda, como si ese dolor dulce y la fuerza de su toque le dieran permiso de ser completamente vulnerable.

Con cada cachetada, el ambiente de la biblioteca, ese lugar tan cargado de prohibiciones y silencios se tornaba más íntimo, casi como si los libros y el polvo atrapado en las repisas fueran testigos de su rendición. Sentía el estante frío contra sus manos, una superficie sólida a la que se aferraba mientras cada golpe aumentaba su deseo, diluyéndose en la certeza de que, allí, en la penumbra de la sala, estaba entregada a alguien que comprendía ese anhelo secreto de perder el control, de dejar que alguien más la guiara y marcara el ritmo.

La tensión entre el dominio absoluto de Gabriel y su propia entrega incondicional la embriagaba, convirtiendo el ambiente de la biblioteca en un refugio, un rincón apartado del mundo donde todo estaba permitido, donde la realidad se desdibujaba y ella podía olvidarse de sí misma y de sus temores. Luz sabía que en ese instante no existía nadie más que él, que cada marca en su piel y cada susurro de dolor y placer la ataban más a esa aventura que siempre había deseado en lo más oculto de su ser.

Luz estaba ligeramente inclinada hacia adelante, apoyada con ambas manos en los estantes del librero frente a ella, los dedos tensos mientras se aferraban al borde de una de las repisas. Su espalda formaba una suave curva hacia abajo, arqueándose de manera que sus caderas sobresalían ligeramente, elevándose hacia él en una postura que denotaba tanto vulnerabilidad como entrega absoluta.

Sus piernas estaban separadas apenas lo suficiente para mantener el equilibrio, con los pies firmemente plantados en el suelo, dando estabilidad a su cuerpo, que respondía a cada contacto con Gabriel. La falda, enrollada en su cintura, dejaba al descubierto el contorno completo de sus muslos y glúteos, redondeados y tensos, mientras sus caderas mantenían una postura natural que seguía el compás de sus movimientos. La inclinación de su torso hacia adelante acentuaba la línea de su cuello y la curva de su espalda, una postura que evocaba sumisión.

Cada respiración de Luz era profunda y controlada, haciendo que sus costillas se expandieran ligeramente bajo la piel, mientras el resto de su cuerpo permanecía inmóvil, expectante y en perfecta sintonía con las manos de Gabriel, que recorrían cada línea de su figura con precisión y propósito.

Con un ansia casi primitiva, Gabriel llevó una mano hacia el pecho de Luz, donde sus senos se mantenían firmes bajo la tela ajustada de la blusa. Sin rastro de delicadeza, los apretó, llenando su mano con la plenitud de su forma, el calor de su piel traspasando el tejido y despertando en él una satisfacción cruda e instintiva.

Cada presión de sus dedos era decidida, como si quisiera adueñarse de cada centímetro de ella, sentir la suavidad y la resistencia de su cuerpo bajo su control absoluto. Luz, en respuesta, exhaló un suspiro entrecortado, dejando que la fuerza de su toque la invadiera y la sometiera. Atrapada entre el estante y la intensidad de su tacto, se arqueó ligeramente hacia él, entregándose sin reservas a ese contacto brusco que despojaba de sutilezas el deseo que ambos compartían en esa penumbra prohibida.

La mano de Gabriel se volvía más firme, y sus dedos se hundieron con decisión en la suavidad de sus pechos, apretándolos sin la menor consideración. A medida que sus manos se movían con más decisión, algunos botones de la blusa cedieron bajo la presión, desabrochándose sin vergüenza y dejando que el escote se abriera. La tela se deslizó hacia los lados, revelando el borde del sujetador que apenas contenía la plenitud de sus senos.

Con cada movimiento, Gabriel tiraba ligeramente del tejido, y las copas del sujetador comenzaron a ceder, exponiendo la piel desnuda que había estado oculta. Sus pezones, ya endurecidos por la mezcla de deseo y el roce implacable de su mano, quedaron expuestos bajo sus dedos, que no tardaron en encontrarlos.

Gabriel dejó que su pulgar se deslizara lentamente, rozando la piel suave de su pezón, un contacto que parecía multiplicarse en cada milímetro. La respuesta de su cuerpo, la súbita tensión bajo su toque provocó en él una satisfacción que no comprendía del todo, como si en ese instante poseyera algo que solo ella podía otorgarle. Era una rendición sutil, silenciosa, que lo atravesaba más allá de la piel, sus propios límites desdibujándose en la textura cálida que respondía a cada leve presión de su dedo. Sintió la vida palpitando bajo su tacto, y por un momento, el mundo se redujo a ese acto sencillo, íntimo y absoluto, que era a la vez un dominio y una entrega.

Con una intensidad casi maliciosa, atrapó los pezones de Luz entre sus dedos, apretándolos sin ninguna suavidad, como si quisiera imponer su dominio. Ella contuvo el aliento, sorprendida por la firmeza y el toque decidido que él aplicaba, un gesto que combinaba el placer y el dolor en una mezcla tan intensa que la hacía temblar.

Con cada presión de sus dedos, el ardor en su piel se intensificaba, y el ritmo preciso de Gabriel borraba cualquier pausa, llenando el momento de una intensidad que parecía implacable. La respiración de Luz se volvió más pesada, sintiendo cómo el aire fresco de la sala acariciaba su piel ahora descubierta. En el roce de sus manos, la posesividad de Gabriel se hacía aún más palpable, tomando lo que deseaba con una seguridad implacable mientras la dejaba sin aliento.

Tras entretenerse con sus pechos, Gabriel se dio cuenta de que le gustaban más de lo que jamás hubiera imaginado, una revelación que despertó en él un deseo casi primitivo, una necesidad de poseerla de manera absoluta. Aquel contacto, esa suavidad que respondía a cada uno de sus movimientos, lo encendió de un modo que superaba cualquier deseo pasajero; era una sensación intensa, animal, que lo impulsaba a ir más allá de cualquier límite.

El instinto de poseerla lo dominaba ahora por completo. Su toque, antes firme, pero contenido, se volvió más exigente, más decidido, como si ella fuera un territorio por explorar y reclamar a cada instante.

Al verla así, vulnerable y entregada a él, Gabriel sintió un impulso posesivo que lo sorprendió por su intensidad. La idea de que otros hombres, jóvenes e inexpertos, hubieran podido acercarse a ella sin realmente comprender la profundidad de su entrega le causaba una mezcla de celos y orgullo. “Ellos no sabrían qué hacer,” pensó, sintiendo cómo ese pensamiento encendía un deseo de posesión absoluta. En ese momento, Gabriel se dio cuenta de que no solo deseaba su cuerpo; quería que ella lo eligiera a él.

Impulsado por ese sentimiento, su mano se alzó de nuevo y la castigo, esta vez con una intensidad mayor, el golpe resonando en la penumbra como una marca de su control sobre ella.

Los glúteos de Luz mostraban señales claras del castigo constante: la piel enrojecida, sensible al tacto, era testimonio de cada azote que él le había dado. Con cada nuevo golpe, una oleada de placer intenso e indescriptible la invadía, una mezcla de dolor punzante y deseo que solo encendía aún más sus sentidos, haciendo que sus percepciones se agudizaran.

El contraste entre el ardor en su piel y el placer que surgía de cada impacto la envolvía en un estado de entrega completa, una vulnerabilidad que la hacía temblar y, al mismo tiempo, la hacía desear más.

Sin poder contenerse, la boca de Luz la traicionó, y de sus labios escapó un quejido suave, una mezcla de dolor y placer que resonó en la sala. Antes de darse cuenta, susurró una súplica inesperada, un ruego apenas audible que pedía que no se detuviera, que continuara, a pesar del ardor que cada azote dejaba en su piel.

Ese susurro, tan cargado de entrega y rendición, desató algo más profundo en Gabriel. Sin detenerse a pensarlo, sus manos descendieron hasta la pequeña tela de la tanga y, con un movimiento firme, la arrancó sin cuidado. La fricción de la delicada prenda deslizándose por sus nalgas enrojecidas provocó un ardor que la hizo estremecer mientras él terminaba de dejarla completamente expuesta.

La mano de Gabriel se deslizó lentamente desde sus nalgas, bajando por la curva de sus muslos hasta el borde interno, donde su piel se volvía más suave y vulnerable. Su toque, firme y decidido, se adentró en ese espacio íntimo, acariciando con lentitud, como si explorara un tesoro oculto reservado solo para él. Los dedos de Gabriel, seguros y experimentados tantearon la humedad que encontraba, una prueba tangible de la entrega completa de Luz, que reaccionaba con un temblor apenas contenido.

Cada roce de sus dedos parecía un acto de posesión, y ella, atrapada en la intensidad de esa caricia, cerró los ojos, permitiéndose sentir cada segundo de su tacto decidido que la dejaba sin aliento.

Los dedos de Gabriel, el índice y el medio, iniciaron una exploración profunda y deliberada en aquella cueva húmeda, moviéndose con la misma precisión y control que él imponía en cada acto. Se desplazaban en un vaivén continuo, sin prisa, pero con exactitud, como si cada movimiento estuviera calculado para llevarla al límite de sus sentidos.

Poco a poco, sus dedos comenzaron a buscar a ciegas ese botón oculto, el punto exacto que desataría una explosión de placer en Luz, quien apenas podía contener los gemidos que escapaban de sus labios. Con una seguridad implacable, Gabriel aumentó la presión y la intensidad, moviéndose en el compás exacto que sabía la llevaría a ese abismo de sensaciones que solo él podía provocar.

El eco de los gemidos de Luz reavivó la imaginación de Gabriel, desatando una tormenta de celos y posesión. La idea de que otros hubieran tenido el privilegio de hacerla reaccionar de la misma manera lo enardecía, nublando su mente con un deseo de marcar su dominio sobre ella sin dejar dudas. Ese impulso lo llevó a intensificar el ritmo de su mano, moviendo sus dedos con mayor velocidad y firmeza, cada movimiento penetrando más profundo, con una precisión que hablaba tanto de su experiencia como de su deseo de despojarla de toda contención.

Luz, incapaz de resistir esa mezcla de placer avasallador y la intensidad de su toque, se abandonó por completo. El lugar ya no importaba; sus sentidos estaban a merced de las sensaciones que él provocaba, y sus gemidos se hicieron más fuertes, más libres, llenando el silencio de la sala.

Las piernas de Luz temblaban bajo el peso del placer; cada uno de sus músculos respondía a la intensidad de los dedos de Gabriel, que la llevaban al borde sin tregua. La humedad que brotaba de su interior comenzaba a marcar el contorno de sus muslos, deslizándose lentamente mientras su cuerpo se entregaba por completo al vaivén preciso que él mantenía, llevándola cada vez más lejos de cualquier control.

Sus pechos, ya expuestos y vulnerables, se movían al compás de sus respiraciones aceleradas, elevándose y descendiendo en perfecta sincronía con el ritmo que él imponía, cada roce de sus dedos arrancándole un gemido profundo. En medio de esta danza de dominio y entrega, Gabriel, enardecido y con un fuego incontrolable, tomó un puñado de su cabello y, con una fuerza, tiró de él, obligándola a levantar la cabeza.

Luz, sometida a ese gesto de posesión, cerró los ojos mientras el placer y el dolor se fusionaban en un estallido de sensaciones.

Gabriel bajó la mirada y notó el rubor en las mejillas de Luz, y por un segundo, el juego de dominio y sumisión se diluyó en una emoción más profunda y silenciosa. Había algo en esa expresión de vulnerabilidad que resonaba en él, un reconocimiento de que ambos habían cruzado una línea sin regreso. Luz le devolvió la mirada, su respiración aún temblorosa, y en ese instante compartieron una conexión que iba más allá de las palabras.

En esa posición, sin soltar el agarre firme en su cabello, Gabriel se inclinó hacia su oído, tan cerca que su aliento cálido rozó la piel sensible de Luz, haciéndola estremecer aún más. Con una voz clara, profunda, cargada de mando, le susurró en un tono que no admitía réplica:

Desde ahora, serás mía.

Al mismo tiempo, sus dedos encontraron con precisión ese punto exacto, el centro de su placer, y comenzó a jugar con él, moviéndose en círculos firmes y seguros, llevándola al límite. Luz, completamente a merced de su toque experto y del dominio absoluto de sus palabras, sintió cómo su cuerpo cedía ante la promesa de posesión, sus sentidos explotando en un placer tan intenso que la hizo ver estrellas, perdiéndose en una oleada de sensaciones incontrolables.

Sintiendo que había llegado el momento exacto para que ella se rindiera por completo, Gabriel detuvo sus movimientos apenas un segundo, lo suficiente para inclinarse aún más cerca de su oído, y con un susurro firme le exigió una respuesta. Quería escucharla decirlo, oír de sus labios esa afirmación tácita que sellaría su entrega sin dejar lugar a dudas.

Luz, temblando bajo su control, abrió los labios para responder, su respiración entrecortada y su voz apenas un susurro de rendición. Pero, en ese instante, el sonido de unos pasos se filtró desde el pasillo exterior, interrumpiendo el momento. Los pasos eran firmes, acercándose cada vez más a la puerta, y el eco de cada pisada los devolvió de golpe a la realidad, obligándolos a contener el aliento.

La dulce voz de Sofi resonó en el pasillo, llamando a su maestra y a su abuelo con la inocencia propia de una niña. Sus palabras, cargadas de despreocupación, los hicieron contener el aliento, congelando sus movimientos mientras el eco se desvanecía. Gabriel y Luz intercambiaron una mirada, sus ojos aún cargados de una intensidad que no podía ignorarse tan fácilmente. Durante un segundo, ambos quedaron atrapados en el momento, debatiéndose entre lo que acababan de compartir y la realidad que los rodeaba.

Con un último suspiro controlado, Gabriel retiró su mano, dejándola suavemente, como quien se obliga a despertar de un sueño prohibido. La tensión, rota pero latente, los acompañó mientras, uno a uno, recobraban la compostura, sus cuerpos aun vibrando con la electricidad que la presencia de Sofi había interrumpido.

Luz, por su parte, intentó arreglar su blusa apresuradamente, sus manos temblando mientras luchaba por abotonar de nuevo la tela desordenada, su rostro aún encendido y sus ojos evitando los de él. El rubor en su rostro no solo reflejaba el deseo inacabado, sino también la vergüenza y la confusión que se enredaban en su mente. “¿Qué estoy haciendo?”, pensó, con las manos temblorosas al ajustar su blusa desordenada. Y, sin embargo, cuando sus ojos se cruzaron con los de Gabriel, la duda se desvaneció, y una chispa de ese deseo reprimido volvió a encenderse en su interior.

Una respuesta había quedado en el aire, suspendida en el silencio cargado de excitación que aún los envolvía. Gabriel, en un gesto de control absoluto, levantó la mano y puso los dedos frente a los labios de Luz, exigiendo una última muestra de su entrega. Luz, sin dudar y con una agilidad que denotaba su deseo contenido, atrapó sus dedos dentro de su boca. Su lengua los recorrió lentamente, con una suavidad y una devoción silenciosa que hicieron que el pulso de Gabriel volviera a acelerarse, sintiendo el calor húmedo de su boca en cada rincón de su piel.

Mientras capturaba los dedos de Gabriel entre sus labios, saboreó con deleite la mezcla de su propia esencia en ellos. El toque de su lengua sobre su piel no solo era una muestra de obediencia y deseo, sino también una exploración de sí misma, de la intensidad que él le había provocado y que aún podía saborear en cada roce. Disfrutó ese sabor propio, ese rastro de su entrega, y cerró los ojos, alargando el momento como una confesión silenciosa de placer compartido.

Esa noche, ya en la tranquilidad de su habitación, Luz se dejó caer sobre la cama, su cuerpo aun recordando el toque de Gabriel como si sus manos hubieran quedado grabadas en su piel. Cerró los ojos, y las imágenes de ese encuentro se mezclaron en su mente con la velocidad de un pulso acelerado, cada escena avivando la mezcla de deseo y dudas que la habían invadido. Se llevó una mano al rostro, intentando contener la oleada de sensaciones que la arropaban y, sin darse cuenta, se encontró murmurando su nombre, incapaz de arrancarlo de su mente. “¿Por qué me siento así?” se preguntó, la fuerza de sus propios sentimientos revelándose como algo nuevo e incontrolable.

Nunca había estado con alguien como Gabriel, alguien que le hiciera perder el control de una manera tan abrumadora. Había un peligro en ello, una amenaza silenciosa de entregar una parte de sí misma que siempre había mantenido bajo resguardo. “No es lo que me conviene,” pensaba, aunque su piel aún recordaba el toque firme de sus manos. Pero la verdad, reconoció para sus adentros, era que una parte de ella anhelaba ese peligro, necesitaba la intensidad que él le provocaba.
 
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