Una familia enferma CAPÍTULO II

sonyspeed

Virgen
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Sin habernos visto nunca en circunstancias ni iguales ni aun parecidas, es fácil comprender el tremendo debate que se forjó en el interior de Sebastián una vez pasada la calentura del momento. «Sólo ha sido una simple mamada», se decêa, tratando de llevar algo de tranquilidad a su atormentada conciencia; pero resultaba inútil, pues bien sabêa que ni aquello habêa sido una mamada tan simple ni, lo que era peor aún, la cosa habrêa de terminar ahê. Porque, si grande era el remordimiento, más grande era el deseo, por muy vergonzoso que pudiera resultar el admitirlo. Tras lo ocurrido, Carol ya habêa dejado de ser a sus ojos la Carol de siempre, para adquirir todo el encanto de la fruta prohibida. «Soy un desalmado —se recriminaba a sê mismo—. ¿Cómo he podido caer tan bajo?». Pero el verdadero problema no consistêa en lo bajo que habêa caêdo, sino en que, pese a todos sus escrúpulos, estaba convencido de que caerêa más bajo todavêa: una vez sumido en el abismo, a saber dónde estaba el fondo. Lo hecho, hecho estaba y no admitêa vuelta atrás; lo grave era lo que quedaba por hacer...
Pero he aquê que todo lo que preocupaba y martirizaba a Sebastián, constituêa por el contrario la felicidad de Carol. Lo que para él significaba hundirse en la tiniebla, para ella representaba un avance hacia la luz. La felación, según ella, sólo habêa sido el paso inicial; la constatación de que su padre era vulnerable y, de paso, la confirmación de que con él podêa aspirar a todo. El imaginario muro que se interponêa entre ellos, ya habêa sido dinamitado. Ahora no quedaba sino esperar a que las ocasiones propicias se presentasen, para que aquella relación, apenas iniciada, se acabase de consolidar.
Para que Carmela nada sospechase de lo que a sus espaldas se tejêa, ninguna cosa mejor que seguir manteniendo los mismos hábitos de siempre. Carol siguió, pues, acudiendo cada noche a la puntual cita con su padre, aunque ya eran otros bien distintos los temas de conversación y de nada servêa que Sebastián tratase de guardar las formas.
—¿Te arrepientes de lo que hicimos? —le preguntó Carol una noche en la que su padre se mostraba especialmente repulgoso.
—Creo que no debê permitirlo, pero no me arrepiento —se sinceró el hombre.
—¿Me quedaré sin recompensa?
—Si tú renunciaras a ella...
—No quiero renunciar.
—En tal caso, me veré obligado a cumplir lo prometido.
—¿En qué consiste la recompensa?
—Lo sabrás a su debido momento.
—¿Es lo que yo me pienso?
—Puede que sê y puede que no.
Carol tenêa la precaución de no apurar nunca hasta el lêmite los dictados de su curiosidad. Aunque cada dêa iba ganando en atrevimiento, no dudaba en recuperar su acostumbrada mesura cuando la situación comenzaba a mostrarse en exceso violenta. En unos cuantos dêas habêa aprendido a conocer a su padre mucho más que en los años precedentes y sabêa de la lucha interna que estaba librando en su afán de conciliar sus creencias de siempre con sus impulsos de ahora. Pero también ella andaba enzarzada en su propia pelea, aunque en su caso los antagonistas fueran otros bien distintos. En ella competêan su instintivo deseo de vivir todas las experiencias que debieran de conducirle a sentirse plenamente mujer y el siempre latente temor de avanzar con más premura de la debida. Pretendêa no aparecer ante su padre como una hembra ávida de sexo, pero tal avidez existêa; y mucho más ahora que el primer paso ya estaba dado. Congeniar ingenuidad y osadêa no era empresa simple.
El gran obstáculo, Carmela, tampoco facilitaba las cosas. Mujer hogareña, sus ausencias de casa eran por lo general tan espaciadas como breves. Mas, cuando se quiere y se busca con interés, todo problema tiene solución, y aquél no iba a ser la excepción que confirmara la regla.
—Mira, mamá, lo que anuncian en el periódico —dijo Carol sin poner demasiado énfasis—: un curso de peluquerêa para señoras. Lo patrocina el Ayuntamiento y es gratuito.
Y Carmela, que siempre habêa sentido gran debilidad por aquella profesión, al momento tomó el periódico y leyó a fondo todos los pormenores de la convocatoria.
—Parece interesante —comentó. Y, dirigiéndose a su marido, le sondeó—: ¿Tú qué opinas?
Sebastián leyó también por encima las condiciones del curso y concluyó:
—Creo que es una buena oportunidad, si te apetece.
A Carmela le apetecêa y no se habló más del asunto. Y asê fue como, de lunes a viernes, de seis a ocho de la tarde, Carol se encontró con el campo despejado para abordar con mayor intensidad su tarea.
Carol tuvo la santa paciencia de aguantar dos dêas a ver si su padre se dignaba tomar la iniciativa y procedêa motu proprio a darle la prometida recompensa y Sebastián, por su parte, dándole mil vueltas al tema, no acababa de encontrar el modo de encarar el asunto de forma adecuada.
Pero al tercer dêa, Carol ya no se lo pensó más. Volvió a colocarse su provocativo vestidito sin nada más debajo y se fue a la búsqueda del autor de sus dêas, quien se habêa recluido en el dormitorio y, echado en pijama sobre la cama, rumiaba a solas su tragedia mientras simulaba estar absorto leyendo el primer volumen de las obras completas de un clásico, cuyo nombre no viene al caso.
—Vengo a por mi premio —se plantó Carol ante su padre, cruzada de brazos y con expresión contrariada.
Sebastián meneó nerviosamente el labio superior y miró de reojo a aquel monumento de mujer en que se habêa convertido su hija, quien en actitud taciturna esperaba pronta respuesta a su legêtima demanda.
—¿Tu premio? —pretendió hacerse el remolón, al tiempo que cerraba el libro que no leêa y lo depositaba sobre la mesita de noche—. Ah, sê, tu premio... ¿Y en qué crees que consiste tu premio?
—No lo sé; pero supongo que, sea lo que sea, se tratará de algo agradable.
—¿Como qué?
Carol puso una vez más la directa y se arrojó encima de su padre, dejando su turbadora boca a un centêmetro escaso de la de él.
—No te burles de mê, papá —murmuró con aquel tono de voz que solêa utilizar cuando querêa salirse con la suya—. Nadie mejor que tú sabe lo que puede gustarme más.
Y, dicho esto, comenzó a frotar su nariz contra la de él, embriagándole de paso con el fresco aroma de su aliento y de su joven cuerpo. Sebastián, que cuando quiso darse cuenta se vio a sê mismo estrechamente abrazado a su hija, notó pronto los grandes cambios que se estaban experimentando en aquella relación paterno-filial. Muchas veces habêa abrazado a su hija, pero esta vez todo era distinto. No sólo era la propia provocación de Carol, su total ofrecimiento como mujer. También, por su parte, entraban ahora en acción nuevos mecanismos y sentimientos contrapuestos a los que siempre habêa albergado, que aún seguêan beligerando entre sê, aunque ya se vislumbraba el claro vencedor. Ni su verga, que nunca se habêa alterado al contacto de lo que hasta entonces considerara carne de su carne, podêa ya mantener la calma y se enervaba ante la proximidad del virginal regazo que, voluntaria o involuntariamente, no cesaba de hostigarle.
Sebastián se sabêa en el filo de la navaja, hundido de lleno en esa situación de desespero en que se halla el boxeador que está siendo vapuleado por su adversario y sólo aspira a mantenerse en pie para evitar el ignominioso KO. Las lides entre cuerpo y alma, entre corazón y cerebro, son siempre penosas y provocan una sensación de angustia costosa de superar.
Carol no lo estaba pasando mejor, pero en su favor jugaba el factor determinación. Ella sabêa lo que querêa y estaba dispuesta a todo con tal de conseguirlo. Su único inconveniente era la inseguridad, fruto de su inexperiencia: cuantas veces pensó en aquel momento que ahora estaba viviendo, dio por sentado que serêa su padre y no ella quien marcarêa la pauta a seguir; sin embargo, la realidad estaba siendo totalmente opuesta a la imaginada.
Tal vez un beso en la boca podêa ser el detonante, pero ella nunca habêa dado a nadie aquella clase de besos y no tenêa ni la menor idea de cómo hacerlo. Mucho habêa oêdo hablar de las excelencias de un beso "profundo" y deducêa que no podêa consistir en un simple roce de labios...
—Enséñame a besar, papá —casi suplicó, terminando de salvar la escasa distancia que las separaba y uniendo su boca a la de él.
Aquel simple contacto hizo que a Sebastián le recorriera una especie de escalofrêo por todo el espinazo, desde el occipucio hasta la curcusilla, y que su polla alcanzara casi el máximo nivel de su apogeo, pidiendo a gritos ser destrabada de la prenda que la mantenêa prisionera. Sentêa cómo el cuerpo de Carol ardêa entre sus brazos bajo la fina tela del vestido que cada vez la cubrêa menos, subido como lo tenêa casi hasta la cintura. En gesto más reflejo que voluntario, las manos de él se deslizaron por la suave curva de la cintura hasta alcanzar las prominencias de unas nalgas prietas y macizas, pletóricas de juventud.
Primero con indecisión, Sebastián comenzó a acariciar con el ápice de su lengua aquellos labios que se apretaban a los suyos. Todavêa bullêan en él los últimos resquicios del inevitable pudor de padre, creêdo más para instruir y asesorar a una hija en prácticas bien distintas a aquellas que se le reclamaban. Pero cada vez cobraba mayor importancia el deseo y, como si de repente todo el universo se desintegrara y todos los credos y tabúes desaparecieran, Sebastián se dejó ya llevar por aquel torbellino de pasiones que le anegaba y dio libre salida a los más primitivos instintos. Besó aquella fresca boca con la fiereza del león y apretó entre sus manos los sólidos glúteos con la templanza del tigre ya seguro de su presa. La descomunal verga acabó encontrando por sê sola la puerta de salida entre la botonadura que le impedêa el paso y escapó de la cárcel de tela que la oprimêa para tocar a la puerta de aquella otra celda de palpitantes y humedecidos bordes que esperaba afanosa la entrada de su primer huésped.
—Hagamos bien las cosas —dispuso Sebastián, con la respiración aún entrecortada a causa del prolongado ósculo—. Quitémonos la ropa.
Carol tuvo que hacer poco esfuerzo para quedarse desnuda. Su padre, en parte por la agitación y en parte por el mayor número de prendas que llevaba encima, tardó algo más.
—Supongo que eres virgen, ¿verdad? —inquirió mientras se calaba un condón de tamaño XL.
—¿Acaso lo dudas? —replicó Carol haciendo un mohên de ofendida.
—Por supuesto que no; pero nunca está de más preguntar, para asegurarse... Y, siendo asê, te prevengo que, al ser la primera vez, es posible que la experiencia no te resulte tan grata... De todas formas —añadió al tiempo que terminaba de ajustar el preservativo a su generoso atributo—, trataré por todos los medios de que la cosa se desarrolle de la mejor manera posible.
Habêa pasado mucho tiempo desde que Sebastián viera a su hija en completa desnudez por última vez, y de aquê que no dejara de sorprenderle el desarrollo integral experimentado por aquel cuerpo que tantos y tantos ratos habêa tenido en su brazos. Entre los muchos e interesantes cambios a resaltar, hubo algo que le llamó muy particularmente la atención: el coñito que se disponêa a desvirgar. Aunque se habêa hecho mayor como todo lo demás, conservaba la misma tonalidad rosada e idénticas formas de siempre; y al tenerlo completamente rasurado, su aspecto general no podêa resultarle más familiar.
No lo pudo remediar: viendo el tamaño de su tranca y cotejando sus dimensiones con aquella vulva aún sin mancillar, cuyos apretados labios parecêan sellados a cal y canto, sintió temor y preocupación. En momento tan supremo, el instinto paternal le iba y le venêa como el brusco oleaje de un mar en tempestad, aunque el palo mayor se mantenêa firme en su sitio.
Algo le tembló la mano cuando la posó sobre aquel entrañable coño. Se hallaba ligeramente humedecido, pero no lo suficiente para dar cabida al soberbio visitante que aguardaba fuera. Con el dedo êndice comenzó a hurgar en la natural hendidura y con la yema del pulgar buscó el resalte clitoriano, que apenas abultaba lo que una mosca.
Carol, que habêa quedado tumbada boca arriba una vez desnuda, observó expectante las maniobras de que era objeto. Abrió y flexionó las piernas para facilitar la labor y Sebastián no pudo sustraerse por más tiempo a la tentación. Para no desmerecer del resto de su persona, el chocho de Carol era el más lindo que jamás contemplaran sus ojos. Dejando a un lado todo sentimentalismo paternal y centrándose en su condición de hombre, encajó su cabeza entre los muslos de ensueño que la flanqueaban y bebió con fruición de aquella fuente divina en la que ninguna otra boca antes habêa saciado su sed.
Carol alucinaba, y al asombro inicial sucedió un placer, de la misma naturaleza pero en nada parecido al que se autoprovocaba en sus solitarios pasatiempos, que se fue extendiendo por todo su cuerpo hasta hacerla estremecer. Cerró los ojos y emprendió el vuelo más maravilloso de su vida. A cada sensación de gozo, cuando le parecêa que era imposible que pudiera haber algo más grande, seguêa otra que la superaba o que, aun siendo igual, se unêa a la anterior y la hacêa más intensa. No era ya sólo la lengua de su padre la que estaba haciendo estragos en el centro de su feminidad, sino que también sus dedos, abriéndose camino en el conducto vaginal, le transmitêan impresiones nunca experimentadas.
Carol se sentêa como inmersa en un universo irreal que, si no lo era, nada tenêa que envidiar a cualquier paraêso prometido. Abrió los ojos de par en par y pellizcó sus erguidos pezones para cerciorarse de que aquello estaba sucediendo verdaderamente y no era un simple sueño. Hasta sus senos le parecêan más crecidos y duros y, allá donde posaba sus manos, advertêa cómo cada palmo de piel habêa adquirido tal receptividad, que cada mênimo roce se convertêa en sacudidas de placer inenarrable. Tanta delectación llegó a hacerla dudar de si no estarêa en un estado de orgasmo sostenido o se trataba del dulce preludio de una dicha aún más fuerte, que no sabêa si podrêa resistir.
Sebastián, hombre experimentado en la materia y consciente de los devastadores efectos que estaba produciendo en su hija, manejaba a su antojo cuantos resortes tenêa a su disposición para proporcionarle una experiencia inolvidable y, de paso, preparar el terreno para que fuera lo menos penoso posible el definitivo ataque a reducto tan frágil. Hubiera querido disponer de todo el tiempo del mundo para hacerla gozar hasta los lêmites del goce antes de someterla al difêcil trago de su desfloración. Seguêa preocupándole la desproporción entre su pene y la vasija que habêa de albergarlo, que presentaba, además, los inconvenientes propios de todo cuanto está por estrenar. Y aquella misma circunstancia, que no dejaba de ser un atractivo añadido, también suponêa una dificultad adicional. Aquello suponêa para él algo muy especial, pues no es vano se trataba de su adorada hija, condición que no podêa olvidar por mucho que lo pretendiera. Mas como era de todo punto inútil retrasar el acontecimiento, pues no por demorarlo más iba a alterarse el resultado, Sebastián, que llevaba largo rato manteniendo a Carol en el umbral del orgasmo, se incorporó, tomó posiciones y se dispuso a abordar el paso más complicado.
La pujanza de su verga no sólo no habêa cedido ni un milêmetro sino que, antes bien, se habêa superado a sê misma, de forma que tal vez fue un acierto el haberse colocado el preservativo con tanta antelación, pues posiblemente ahora, tal y como estaba el panorama, hubiera sido una tarea más ardua.
—Ha llegado el momento, cariño —dijo—. Procura relajarte al máximo.
Carol no llegó a captar muy bien la premisa; pero tampoco le hacêa falta, pues ya hacêa rato que, más que relajada, estaba desmadejada por completo, merced a las sabias artes del maestro que la estaba introduciendo en el cosmos del sexo total, expresión ésta que ella misma acuñara para diferenciar la relación en pareja de las prácticas individuales.
Sebastián no repitió su prevención. Mientras que con el pulgar de su mano izquierda continuaba frotando el ya mucho más notorio clêtoris de la joven, con la diestra tomó su falo y guió la punta hasta colocarla en la misma puerta del sagrado túnel que se disponêa a profanar, iniciando una lenta y costosa penetración que Carol parecêa encajar sin problemas aparentes. De hecho, ella seguêa con los ojos cerrados y amasando sus tetas, emitiendo de vez en vez unos ligeros sonidos de difusa interpretación. Parecêa estar, y de hecho lo estaba, en otra órbita.
Resultarêa providencial que el condón constriñera y redujera el perêmetro natural del abultado glande que Sebastián gastaba, pues ello facilitó en gran medida el comienzo de la incursión en el territorio a conquistar. La lubricación, mejorada por la cantidad que de su propia saliva habêa ido dejando por todas partes, era perfecta y el avance se producêa con menos trabas de las previstas una vez salvada la resistencia inicial. Las paredes de la inmaculada vagina se ensanchaban o estrechaban sin mayores problemas, para adaptarse al perfil del invasor.
Y llegó el momento decisivo en que la tranquila progresión encontró la sutil y pertinaz barrera que separaba lo sacro de lo profano, el cancerbero que con formas de elástico cortinaje prevenêa el sancta sanctorum de la castidad. Sebastián tragó saliva e hizo un par de intentos, poniendo a prueba la resistencia del obstáculo, cuya contrastada solidez no le dio alas precisamente a su euforia. Recordó que con Carmela no se habêa andado con tantos miramientos; pero ahora discurrêan otros tiempos y se trataba de su propia hija, a la que querêa causar el menor daño posible.
Carol, mientras tanto, arrullada por la continua acción del pulgar paterno, seguêa sumida en su particular mundo de ensueño y fantasêa. Los recios temblores que asolaban su cuerpo, premonitorios de un éxtasis que cada vez se aproximaba más y más, la mantenêan en una especie de estado catártico en el que no quedaba sitio para otra cosa que no fuera el puro deleite. Y asê siguió hasta que una fuerte punzada en su zona más êntima la devolvió bruscamente al mundo terrenal y todo el placer se trocó de improviso en lacerante dolor.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue el exangüe rostro de su padre, que la miraba con honda preocupación. Entonces tomó conciencia de lo ocurrido y, sobreponiéndose a toda tribulación, se esforzó en esbozar una tranquilizadora sonrisa.
—¿Ya no soy virgen?
—Me temo que no, cariño —respondió Sebastián, aún no recuperado del susto y con la práctica totalidad de su verga sepultada ya en las entrañas de Carol.
Y terminó de proporcionar a su hija el orgasmo tan largamente acariciado, para a renglón seguido tomar debida posesión del territorio recién ocupado y culminar el más sacrificado, y en consecuencia el más satisfactorio, de cuantos polvos habêa echado en su vida. Luego la pasión dio paso a la ternura y Sebastián prodigó a su hija todo tipo de besos y caricias, explosión de afecto sin igual en el que quedaron reflejados indistintamente el padre y el hombre.
—¿Cómo te sientes, mi cielo? ¿Aún te duele?
—¿Dolerme? ¿Sabes cómo me he sentido?
—¿Cómo?
—Si es verdad que la gloria existe, yo he estado en ella.
Y para reafirmar aquella nueva relación establecida, padre e hija se fundieron en un ardoroso beso, en el que Carol puso de manifiesto sus primeros y prometedores avances.
—¿Cuándo repetiremos esto? —quiso saber ella.
—Esto ya es irrepetible. La próxima vez todo será mucho mejor.
—¿Será mañana?
—Podrêa ser mañana.
Y con un último beso, Carol recuperó su vestido y abandonó el dormitorio paterno, antes que la aprendiza de peluquera regresara y pudiera sorprenderles.
Mientras Sebastián purgaba sus últimos remordimientos en alguna otra parte de la casa, Carol, bien tranquila la conciencia y sereno el ánimo, permaneció recluida en su cuarto hasta la hora de la cena, haciendo su personal y más que positivo balance de cuanto habêa sucedido. Aún le parecêa sentir su sexo tupido y el ligero escozor en nada empalidecêa los hermosos momentos vividos.
La aventura no habêa hecho sino comenzar.
 

456qwe

Pajillero
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Una exelente continuación de este maravilloso relato. Muchas gracias. :clap: :clap: :clap: :thumbsup: :thumbsup: :thumbsup: :icon_cool: :icon_cool: :icon_cool:
 

kazaa

Virgen
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genial super lindas , kiero mas de estas te doy un 9
 

fredy27

Virgen
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buen relato.grax...hay continuacion?...saludos:thumbsup:
 

pericoloco

Pajillero
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esta super el relato no tarden en bajar el tercer capitulo
 
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