Un Regalo muy Especial

heranlu

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Ago 31, 2007
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El día de su boda, Carlos recibió un regalo muy, muy especial. Bueno, en realidad recibió muchos. La mayoría muy valiosos. Desde el viaje de novios a las Maldivas, pagado por la familia de su esposa, hasta la totalidad del mobiliario de su nueva casa, un gran chalet en las afueras, que se había pagado con las lista de bodas que habían puesto a disposición de los invitados. Fue una boda de alto copete. Tanto su familia, como la de su novia, estaban en un gran momento económico. Las dos pertenecían al mundo de la construcción y, al margen de un matrimonio, aquello tenía aires de alianza concertada, como los antiguos reinos medievales que emparentaban unos con otros.

Pero, bueno, no era eso lo que iba a contar. Se trata del regalo que más le impresionó y, por qué no decirlo, le gustó al joven Carlos. Se trataba de una nota que le entregó su madre. Decía escuetamente: «Felicidades, cariño, éste es el regalo mío y de tu tía. Que sepas que así nos tendrás siempre que quieras. O cómo tú gustes. Tú mandas», firmaban Lali (su madre) y Reme (su tía) que era la cuñada de Lali, estaba casada con el hermano de su marido. Bajo la nota estaba la dirección de un enlace a Internet.

Con todo el ajetreo de la boda, Carlos no tuvo tiempo de escapar para echar un vistazo en el móvil en qué consistía aquel enlace, pero, conociendo a aquella pareja, se pudo imaginar de qué iba el asunto.

Durante la fiesta que siguió a la ceremonia y el banquete, tuvo oportunidad de bailar tanto con su madre, como con la tía Reme. No pudo arrimarse demasiado, había muchas miradas pendientes de ellos, aunque sí hizo notar la dureza de su rabo a ambas, en algún que otro momento. Es curioso que las dos le hicieron la misma pregunta: «¿Has visto el regalo?». Ambas recibieron la misma compungida negativa, un sentido «lo siento» y la promesa de que, en cuanto tuviera un momento, le echaría un vistazo en el móvil para ver de qué se trataba.

Como suele suceder en estas ocasiones, la fiesta fue un desparrame absoluto. Gran parte de los invitados acabaron medio o completamente borrachos. Entre los más perjudicados estaban su padre y su tío, los dos hermanos Santos, célebres promotores inmobiliarios de la ciudad y dueños de varias lujosas urbanizaciones, más conocidos como Los Gordos, por su orondos aspecto. Eran calvos, redondos y dados a la buena mesa, al alcohol y a los buenos puros. Su hijo conocía el rumor de que también eran aficionados a las putas, pero aunque era voz populi que solían frecuentar los más lujosos burdeles de la ciudad y tenían alguna que otra querida, Carlos no lo había visto nunca, ni se había preocupado de indagar, por lo que sólo tenía la intuición de que el rumor era cierto. El joven se estaba más que satisfecho con disfrutar de los beneficios que las empresas de los viejos le proporcionaban y lo que hicieran con sus pollitas se la traía al pairo. No le parecía muy ético que les pusieran los cuernos a sus esposas, pero, bueno, la venganza es un plato que se sirve frío.

El caso es que los gordos, al final de la velada estaban para el arrastre, así que hubo que reclutar a parte del servicio del hotel en el que se celebraba el convite para que los remolcasen a sus respectivas habitaciones a dormir la mona.

Lali y Reme, por su parte, estaban frescas como lechugas, tan solo habían tomado algo de vino en la cena y un par de gin tonics. Lo justito para entonarse, algo que no pasó desapercibido a Carlos. Claro que hoy no era un día como para llevar a cabo según que incursiones. Le esperaba la noche de bodas.

Al final de la fiesta, Carlos entró en su habitación, la espectacular suite nupcial del hotel, la segunda mejor habitación (la mejor era la llamada Suite Real, que era un ático acristalado con vistas a la ciudad, pero que ya estaba reservada desde hacía semanas), llevando en brazos a su esposa, María, la atractiva joven con la que acababa de casarse.

A la pobre María, muy emocionada, sí que se le había ido la mano con el alcohol, no cómo a Carlos. Debía ser por los nervios o algo así, pero estaba bastante tocada. Se le trababa la lengua y parecía muy cansada. Eran las tres de la mañana y la noche anterior casi no pudo pegar ojo por la excitación previa al matrimonio, de modo que la chica parecía a punto de sucumbir a los brazos de Morfeo cuando Carlos la deposito en el tálamo nupcial.

Así y todo, Carlos la desnudó con delicadeza y le preguntó si quería follar. La joven, muy tradicional, asintió, pensando que una noche de boda sin polvo podría traer mala suerte o algo así. De modo que Carlos le echó un polvete mecánico y desganado, mientras ella luchaba por no quedarse dormida. Lo sorprendente es que la joven se excitó y acabó moviendo la pelvis para pegarla al pubis de Carlos, hasta que llegó a un inesperado orgasmo. Después, se quedó automáticamente frita, dejando la polla de Carlos tiesa como un palo sin haberse corrido.

Carlos la arropó y se fue al baño para buscar con el móvil el enlace que le habían mandado su tía y su madre.

Como ya suponía era un vídeo. Un vídeo de unos veinte minutos, muy bien realizado y editado en el que hasta imitaban el logo de una página web, All Anal o algo similar, en la que solían salir parejas de jovencitas a las que les petaban el culo.

Era una escena tremendamente excitante. En una habitación luminosa, con un sofá blanco al fondo, aparecían las dos jamonas, vestidas con una mínima ropa interior, una de color verde y la otra de fucsia claro. Un sujetador de esos que permitían ver sus pezones, sujetando las tremendas ubres de las puercas, un tanga diminuto, con una tira frontal que apenas tapaba el clítoris, dejando ver sus vulvas perfectamente depiladas y la tira trasera hundida en sus culazos jamoneros. Era una imagen tremendamente morbosa. Las dos cerdas, de 52 y 54 años, aparecían, maquilladas como putas, sobre taconazos de aguja que realzaban sus escasos metro y cincuenta y tantos, simulando ser un par de jovencitas como las que salían en aquellos vídeos. El rabo se le puso a Carlos tenso como la cuerda de un violín, empezando a soltar espontáneamente líquido preseminal. Y lo mejor era el esperpéntico diálogo que entablaban con el tipo que estaba filmando. Al principio se presentaban: «Hola, soy Reme/Lali, y tengo 52/54 años. Me encanta que me follen el culo. Sobre todo Carlos, mi macho… y comerme su polla después de que se haya corrido en mis entrañas». ¡Vamos, pura poesía!

Después, iban contestando a las preguntas que les hacía el tipo de la cámara. Sí, les gustaba tragar polla hasta los huevos; sí, les gustaba comerse la leche de su macho (y las de otros, claro…); sí, disfrutaban lamiendo ojetes; sí, no les importaba nada que les llenasen la jeta de lefa… El paradigma del porno guarro. Y, por supuesto, les encantaba enrollarse entre ellas.

El tipo les pidió que se girasen, se abriesen las nalgas para mostrar sus ojetes y ellas, obedientes, así lo hicieron. Después les fue metiendo el dedo en el culo de una y dándoselo a chupar a la otra, que lo lamía con delectación y una sonrisa. Con las mismas ganas, empezaron a continuación a comerse el culo una de la otra alternativamente.

Entonces intervino el tipo que estaba tras las cámaras y, polla en ristre, apareció un negro que parecía un armario ropero, tras dejar la cámara fija. El tipo, de un metro noventa, le sacaba un palmo a cada una y, tras cogerlas como un fardo y plantarlas culo en pompa en el sofá, empezó una enculada, alternando ojetes, que las puso a berrear, gimiendo como cerdas.

Después, lo normal, el show habitual de estos vídeos, con la polla entrando en un culo y la cara de la cerda sobre las nalgas de la afortunada atenta a que la polla calentita, recién salida del ojete se le ponga delante para mamarla como un delicioso caramelo. Un espectáculo muy edificante, vamos.

Ver a su madre y a su tía realizando un show de tales características para amenizar su noche de bodas no tenía precio para Carlos.

El vídeo no tuvo final sorpresa. La gruesa tranca del tipo se vació en el culo de Lali, su madre. Inmediatamente Reme se colocó bajo el ojete con la boca abierta mientras Lali esforzándose, roja como un tomate, expulsaba entre pedorretas, a borbotones, la leche calentita recién alojada en su culo.

A continuación, el clásico intercambio de esperma, con morreo incluido, hasta que, con una sonrisa de oreja a oreja, se tragaban la leche y después mandaban un beso a la cámara y se despedían agitando las manitas allí arrodilladas, como el buen par de putas que eran.
Todo empezó aquel día, no hacía tanto tiempo, en que, inesperadamente, tras enseñar unas parcelas a un cliente, decidió dejarse caer por casa para saludar a su madre. Sabía que su padre no estaba, porque había ido con su hermano a ver unas jornadas empresariales en el otra provincia. No tenía importancia, siempre le resultaba agradable pasar por casa para saludar a su madre. Tenían buena relación, a pesar de que no entendía cómo es que seguía viviendo con el viejo y aguantándolo, sabiendo lo cabroncete que era y que seguro que tenía rollos con otras. Lo atribuía a su educación conservadora y religiosa o a que, haciendo balance, le compensaban esas pequeñas menudencias por la libertad que le proporcionaba el dinero que ganaba. Aquel tren de vida que llevaba no iba a poder conservarlo en caso de divorcio.

Cuando se acercaba al chalet caminando, pues había aparcado algo lejos, le sorprendió cruzarse con un tipo de color, muy alto y fuerte que parecía venir de la casa. Quizá era un repartidor de Amazon o algo así, pensó. Le llamó la atención, pero no le dio importancia.

Carlos tenía llaves de la casa, de modo que evitó llamar al timbre, decidido a sorprender a su madre. Seguramente estaría en la cocina, o haciendo bici estática en la terraza. Al entrar, le sorprendió escuchar un fuerte ruido de música. De música disco, muy marchosa. Un tipo de música machacona que no le encajaba en la casa de sus padres. Además, venía de las habitaciones del piso de arriba.

Tras ver que ni en la cocina, ni en ningún lugar de la planta baja había nadie, llamó a su madre, pero la música estaba tan alta que seguramente no le iba a oír. De modo que, tranquilamente, fue subiendo las escaleras. Vio que la habitación de sus padres estaba con la puerta abierta y que la música procedía de allí. Extrañado, se fue acercando, sin miedo, pero con una cierta cautela.

El cuadro que encontró le dejó con el culo torcido y la boca abierta. Allí en el centro de una revuelta cama matrimonial, con el cuadro del matrimonio que su padre había encargado a un pintor local, un óleo bastante pretencioso en el que su padre parecía más alto y menos gordinflón de lo que era, estaban las dos cuñadas, Lali, su madre, y Reme, la mujer de su tío, haciendo un tremendo sesenta y nueve, mientras la música sonaba a toda castaña. Las sábanas estaban por los suelos, mezcladas con la ropa interior de las mujeres que alfombraba la habitación. Un par de botellas de licor medio consumidas y algunas latas de cerveza, así como bastantes colillas (no todas de tabaco) completaban el cuadro.

Carlos tuvo todo el tiempo del mundo para recrearse en la escena. De frente estaba el tremendo culazo de su madre, grande, vibrante, en el que estaba enterrada la carita de Reme, lamiendo, como haría la lengua de una vaca, desde el clítoris al ojete, mientras su madre le decía:

—¡Sigue, guarra, sigue…!

Lali, por su parte, realizaba una tarea similar, agachada sobre el chochete de su cuñada. Carlos, paralizado, se fijó en las nalgas enrojecidas de su madre, como si hubieran sido palmeadas y, en un breve instante en el que Reme bajó la cabeza para respirar y recuperar el resuello, pudo ver el abierto ojete materno, signo inequívoco de una reciente visita, y la ausencia de vello en una perfecta depilación de bajos.

Mientras su polla se iba endureciendo, Carlos dejó que las cerdas terminasen la tarea. En cuando notó que los cuerpos se tensaban, próximos al orgasmo, permitió que culminaran la jugada y la dejó recuperar el resuello: Reme con el coño de Lali sobre su cara y Lali con la cabeza hundida en el chocho de su amiga. Después, cuando tras reposar unos segundos, se acercó al equipo de música y la paró de golpe.

Ambas mujeres se enderezaron sorprendidas y miraron a la vez hacia él. Estaba claro que un «no es lo que parece» no iba a colar en absoluto, de modo que, tras separarse y cogiendo la sábana para taparse las enormes y caídas tetas que cargaban ambas se le quedaron mirando asustadas con la boca abierta por la sorpresa. Carlos se deleitó con la escena. La cara, próxima al terror de ambas, rojas de vergüenza, sudorosas, con los labios enrojecidos de chupar coño (y seguramente también polla), con restos de esperma reseco en sus caras y sus cabellos, eran un poema.

Carlos dejó que el silencio se fuera aposentando. No sabía muy bien cómo iba a encarar el problema. Pero la solución se la acabaron dando ellas mismas. En concreto su madre, que resultó ser la más puta, aunque la tía Reme fue la primera en hablar:

—Carlos, sobrino, sé que estás sorprendido, pero tiene una explicación… —empezó la jamona, con la que siempre se había llevado la mar de bien y que parecía ser la más miedosa de las dos.

—¡Buffffff! No sé yo… —respondió Carlos escéptico.

—No. Tienes razón, hijo —esta vez, Lali, su madre, tomó la batuta—. No hay explicación. Solo te podemos pedir una cosa. No lo cuentes. No se lo digas a tu padre o a tu tío. Es una súplica.

—Bueno, es que es muy fuerte. Ver a mi madre y a mi tía enrolladas como un par de tortilleras (y conste que no tengo nada contra las lesbianas, eh). No es fácil de asimilar.

—No, no somos lesbianas —intervino tímidamente la tía Reme.

—¡Joder, pues nadie lo diría!

—Bueno, hijo, en realidad estábamos con un hombre, pero se ha ido y, después, hemos continuado.

—No sería el negro ese que me he cruzado.

—Sí, supongo que sí. Es Wilson, un amigo.

—¡Vaya con Wilson! —silbó Carlos admirativamente.

—Mira, hijo, podemos llegar a un acuerdo —empezó Lali, mi madre. «Ahí quería yo llegar», pensó Carlos.

—¿Qué tipo de acuerdo? —Carlos pensó que su madre iba a hacer una oferta económica. Algo absurdo, por otra parte, porque el dinero le salía por las orejas, hablando en plata, su padre le había hecho socio de la empresa en igualdad de condiciones que su tío de cara a su inminente matrimonio. Pero lo que le ofreció la mujer fue algo mucho mejor.

Lali, que desde el principio se había dado cuenta de la enorme erección que se marcaba en los pantalones de su hijo, se levantó en la cama soltando la sábana. Carlos pudo apreciar las domingas de su progenitora, enrojecida y con algún que otro chupetón, seguramente de Wilson o de la guarra de su tía, también el vientre, no muy pronunciado y aquel coño juvenil (se lo había operado, como Carlos supo después), perfectamente depilado como el de una Barbie, con una rajita perfecta y tersa. La jamona se fue acercando a él y tras darle un piquito, se arrodilló y le bajó los pantalones y los calzoncillos de golpe. La polla del joven saltó tensa como un muelle, dándole un golpecito en la cara al que respondió con una risita, antes de empezar a devorarla.

Carlos había cerrado los ojos y sujetaba la cabeza de su madre. Al abrirlos, pudo ver como la tía se acercaba, algo más tímida, para unirse a la fiesta. «¡Genial, hay para todas!», se dijo el joven.

Fue la primera mamada a dos que le hicieron y ni que decir tiene que disfrutó como un cabrón. El resto de la mañana estuvo follándose a las dos guarras de todas las formas posibles. Probó sus coños, sus culos y las obligó a comerle el ojete a una de ellas, mientras las otra le comía la polla. Algo que siempre había querido hacer.

Fueron cuatro polvos y todavía se fue con la polla morcillona, cuando estaba haciéndose de noche.

Aquel fue el comienzo.

Carlos no fue testigo de la breve conversación posterior entre Lali y Reme en la que la primera, triunfante y contenta, le dijo a su cuñada:

—Esto es fantástico, ¿para qué buscar fuera lo que podemos tener en casa, no?

Carlos tenía prevista su boda en un par de meses. Antes había programado hacer reformas en su vivienda, instigado por su novia ansiosa por darle un toque personal al hogar que iban a compartir.

El joven había previsto dejar las reformas para los últimos días antes de la boda, pero dada la sorprendente aparición de aquellas guarras jamonas que tenía tan próximas, cambió de planes. Y, ni corto, ni perezoso, Carlos aprovechó para instalarse en el chalet de sus padres, en su antigua habitación, mientras los albañiles y decoradores arreglaban su futura casa.

Levantarse cada mañana con una profunda e intensa mamada no era algo que estuviera al alcance de cualquiera. Y cuando la boca que te succiona el rabo y se traga tu tranca hasta la campanilla, con su barbilla tocando tus cojones y su lengua hambrienta saliendo con esfuerzo y mucha voluntad a lamer tus huevos, es la de una puerca opulenta y cachonda madura hambrienta de sexo, siempre con un plug en el ojete y el coño chorreando, la sensación de estar en el cielo no puede ser mayor. Y si esa cerda es tu puta madre… «¡Buffff, eso no se puede pagar con dinero!», pensaba el bueno de Carlos mientras apretaba con fuerza la cabeza de la guarra y, sujetando sus cabellos, la obligaba, entre arcadas, a tragarse su nutritivo desayuno.

En fin, la buena de Lali, había pensado que, de perdidos al río y, agradecida por su nueva circunstancia, aprovechaba para despertar cariñosamente a su hijo durante los madrugones del gordo cornudo de su marido en los que salía a hacer su poco efectivo paseo matinal (poco efectivo, porque después se zampaba unos huevos con bacon, salchichas y tres o cuatro cruasanes que recuperaban con creces las pocas calorías que hubiera podido perder con el ejercicio).

En el chalet, a nadie del servicio parecía llamarle la atención que la señora, saliera vestida con una lencería provocativa y unas batitas casi transparentes, desde la habitación de matrimonio hacia el otro lado del pasillo, donde estaba la habitación de Carlos y se encerrase con él durante la media hora aproximada en la que el cornudo estaba caminando como un paquidermo despistado por el parque de la urbanización.

Solía coincidir en el pasillo con una de las chicas del servicio que pasaba el plumero por los cuadros y estanterías del pasillo a esa hora (era un poco pronto para el aspirador). La joven, el primer día se la quedó mirando sorprendida. Sobre todo cuando se inclinó levemente para abrir el picaporte de la puerta de Carlos y pudo ver un atisbo del brillo del cabezal en forma de corazón del plug que llevaba incrustado en el ojete, que se divisaba a través de la fina tira del tanga.

La jovencita se sorprendió y, ruborizada, lo comentó después en la cocina con sus compañeros. Éstos, más bregados en los intríngulis de la casa y conocedores de la familia, se limitaron a sonreír con condescendencia y la tranquilizaron entre risas, comentándole que seguro que había ido a tomar su biberón. «Sobre todo ahora que ya no va a poder ver a su amigo el negro…» Estaba claro que el servicio de la casa estaba al tanto de lo guarra que era la señora, pero, tal y cómo le comentaron a la joven doncella, dado lo bien que pagaba y se portaba con ellos: «ni se te ocurra decir ni pío». Ni que decir tiene que la chica siguió el consejo sin vacilar. A partir de aquel día, se limitó a saludar con un alegre «¡Buenos días!» a la señora cada vez que pasaba por el pasillo a las siete y media de la mañana, camino de su chupito matutino de esperma.

El resto de la jornada transcurría con los dos hombres de la casa, padre e hijo, en la empresa, mientras Lali se dedicaba a «sus labores», que consistían básicamente en repasarse la depilación, el maquillaje, hacer algo de ejercicio y (a partir de cuando convenció a Carlos de que sería bueno recuperar a su amante negro) realizar un par de escapadas semanales a un hotel del centro de la ciudad para compartir la polla del negro con su cuñada, que, ella sí que no tenía cortapisas para disfrutarlo.

Cuando volvían los hombres de la casa, dependía de si venían ambos o sólo Carlos. Lo que solía suceder cuando el viejo tenía alguna comida de negocios o, lo que era más común, aunque lo disimulase también como negocios, alguna cita con una guarrilla o vista a un puti club. El hombre era bastante putero, que le vamos a hacer. No sabía apreciar lo que tenía en casa.

Si volvía solo Carlos, comían juntos, madre e hijo, y después se dedicaban a follar toda la tarde tranquilamente en la habitación de matrimonio. Así se comportaban, como un matrimonio, aunque bastante lascivo, todo sea dicho. Normalmente, Carlos avisaba por Whatsapp a su madre cuando venía él solo y la guarra ya iba preparando el terreno, por así decirlo. Se vestía de un modo provocativo, bien maquillada, con sus zapatitos de tacón y recibía al joven con un rotundo morreo. Si estaba bien cachonda, le hacía una mamada en el mismo recibidor. Sin cortarse un pelo, hubiera personal del servicio doméstico cerca o no. Al principio, a Carlos le resultaba chocante la situación, pero cuando supo que solía hacer lo mismo cuando venía Wilson, su tía Reme o todos juntos, perdió los escrúpulos. Así y todo, que se portase de ese modo con su propio hijo, no es que fuese muy normal. Pero, estaba claro que una familia muy normal no eran, no. Por lo menos de puertas adentro…

Después, la pareja culminaba la tarde con un polvo (o dos) en la habitación. Polvos cañeros y contundentes que dejaban el cuarto hecho un asco, con un olor a coño y esperma que tiraba para atrás. Sobre las siete de la tarde, cuando terminaban el show, entraba la brigada de limpieza en pleno para cambiar las sábanas y adecentar el dormitorio, mientras los amantes se duchaban.

Las pocas veces en que el cornudo volvía con su hijo, la cosa no podía ser tan evidente. Procuraban no desmadrarse tanto, pero siempre conseguían encontrar un hueco para alguna mamada furtiva de la guarra de Lali, o una enculada rápida mientras el gordo miraba la tele después de comer. En esas ocasiones, Carlos, acostumbrado como estaba a vaciar el cargador a sus anchas, solía citarse más tarde con su tía Reme en algún hotelito para «mantener viva la llama», como le gustaba decir poniéndose en plan poético.

En esa tesitura estaban las cosas cuando llegó el día de la boda y se encontró aquel bonito regalo en su móvil.

De modo que Carlos, tras haber visto aquella breve muestra de amor de su madre y su tía en la pequeña pantallita, con la polla como un palo otra vez tras el fugaz e incompleto polvo con su reciente esposa, regresó al dormitorio. Comprobó que su mujer estaba roncando como un tronco. De modo que, ni corto ni perezoso, mandó un mensaje al grupo que tenía con las dos puercas para ver si tenían ganas de guerra.

La respuesta no tardó ni dos segundos en llegar con el número de la Suite Real, la habitación del ático del hotel que, al parecer, habían alquilado las dos guarras para celebrar la noche de bodas de su hijo y sobrino, después de haber dejado convenientemente noqueados a sus respectivos gordinflones, durmiendo la mona en la cama. Por cierto, la Suite Real fue un detalle deslumbrante pagado con la Visa Oro de los cornudos.

Carlos se puso las zapatillas de deporte y el chándal por si al volver encontraba despierta a su esposa poder decirle que había acudido al gimnasio del hotel (a fin de cuentas iba a hacer ejercicio, ¿no?). Después recorrió el pasillo hacia el ascensor y pulsó la tecla del último piso, en el que sólo estaba aquella enorme habitación.

Encontró la puerta entreabierta y una imagen imborrable. En aquella habitación con paredes y techo de cristal y unas vistas inmejorables de la ciudad, con todas las luces encendidas y una enorme cama de dos por dos metros en el centro, encontró a las dos puercas colocadas a cuatro patas, con las cabezas agachadas pendientes de su entrada en la suite. Tan solo vestían unas medias de rejilla, su madre de color rojo y Reme negras. Con sus manitas sujetaban sus gruesas y temblorosas nalgas abriéndolas bien para mostrar su ofrenda al macho. Ambas tenían incrustado en el ojete un plug anal, a juego con el color de sus medias y Carlos comprobó que se habían hecho un tatuaje en el culo que ponía Puta Guarra con una palabra en cada nalga escritas en cursiva, con una caligrafía parecida a la de la Coca Cola. Carlos pensó que era un regalo conmovedor, pero esperaba que no les enseñasen el culo a sus maridos porque podría resultar difícil explicar un detalle decorativo así con ese texto y en ese lugar. Más tarde, Lali le diría a su hijo que no tenía nada de qué preocuparse, el único que gozaba de su culo aparte de él mismo era Wilson. Los cornudos hacía años que habían perdido el interés por sus esposas. Cada vez que Carlos escuchaba una frase similar acerca de su padre y de su tío, alucinaba, sobre todo después de haber visto el altruista comportamiento y la entrega en la cama que ofrecían ambas mujeres. Claro que era una entrega que probablemente nunca habían ofertado a sus esposos a los que despreciaban (salvo por su dinero, claro).

Tras extraer con delicadeza los plugs de los ojetes de las cerdas, los olfateó y se los entregó a chupar, a cada una el de la otra, antes de empezar a encularlas alternativamente a lo bruto mientras ellas saboreaban sus chupetes hasta dejarlos bien limpitos y empezar a morrearse.

Explicar el resto de la noche podría resultar reiterativo. Tan sólo cabría confirmar que ambas recibieron descargas en el coño y el ojete, que se repartieron la leche que pudieron rebañar de sus orificios como buenas cuñadas y que disfrutaron como gorrinas, hasta que el sol del amanecer empezaba a salir por el horizonte. Carlos se despidió de ellas con sendas sonoras palmadas en los culazos y las dejó acarameladas en la cama antes de salir de la suite.

Antes de volver a su habitación bajó al bar de hotel que ya estaba abierto y encargó un desayuno completo que subió a su habitación para sorprender gratamente a su esposa. Era consciente de que esos son los detalles que sostienen un matrimonio. Esos y poder mojar el churro con asiduidad, claro. En casa mejor, pero si no… Bueno, él ya tenía solucionado el asunto, por partida doble, además.


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