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Un Padre y su Hija son asaltados – Capítulo 001
Los golpes resonaron en mitad de la noche como explosiones en la puerta principal hasta que ésta se vino abajo. Después del estruendo, pareció como si una tromba de elefantes corriera por el pasillo de la casa. Antonio despertó bruscamente de su pesado sueño y se levantó de la cama de un salto con los ojos como platos y el corazón a punto de salirse del pecho.
—¿¡Qué ocurre!?, ¿Qué está pasando?, ¿Quién está ahí? —gritó hacia la algarabía del otro lado de la puerta de su dormitorio.
Las voces de varios hombres que elevaban el tono como si discutieran entre sí se callaron de súbito. Con las manos temblorosas buscó el interruptor de la luz de su mesita de noche hasta conseguir encenderla. Justo en ese momento vio como se abría de sopetón la puerta de su dormitorio, apareciendo a través de ella un hombretón con pasamontañas.
—¿Quién es usted, qué hace aquí?— le preguntó el intruso.
—Soy el dueño de esta casa. ¿Y ustedes quiénes son?
Tras el hombretón vestido completamente de negro había dos individuos más. Ambos a cara descubierta. Uno de ellos era pelirrojo con una cicatriz en la oreja. El otro, un hombre corpulento de tez oscura y cejas pobladas fue el siguiente en hablar.
—¿Qué cojones hace este tío aquí?
—Ésta es mi casa. —increpó Antonio lo más autoritario que pudo—. Hagan el favor de…
El tercer hombre, el más alto de todos que tenía la cicatriz en la oreja, encañonó a Antonio con una pistola más grande que su cabeza. Al verla, a Antonio, se le ahogaron las palabras.
—Espere, n…no dispare.
—¡No le mates! —Dijo el primero de los hombres que habían entrado en la habitación— No podemos cargar con otro fiambre más.
—Nos ha visto la cara a nosotros dos —dijo el hombre de la cicatriz—. Además, qué importa uno más. Sí nos descubre, se jodió todo —Amartilló la pistola.
—N…no, por favor… espere, ¡espere! —Balbuceó Antonio.
—¿Papá? —resonó una vocecilla detrás de los hombres que hizo que se giraran en redondo.
En el pasillo apareció la figura delgada de una adolescente. Era una muchacha de cabellera desaliñada y largas piernas vestida con una camiseta que le cubría hasta debajo del culo.
—¿Pero qué cojones es esto? ¿Cuánta gente hay aquí? —Esputó el hombre de las cejas pobladas que parecía ser el cabecilla— ¿No dijiste que esta casa estaba deshabitada?
—Y lo estaba, joder —contestó el primero de los intrusos que continuaba encapuchado—. Lleva vacía todo el año. Igual que el resto de casas que nos rodean. Son residencias de veraneo. Aquí no viene ni Dios en esta época. A ver, tú —dijo dirigiéndose a Antonio— ¿qué coño haces aquí y cuanta gente hay en la casa?
—Soy el dueño. Mi hija y yo vinimos ayer. Hemos adelantado las vacaciones aprovechando el puente y el buen tiempo. No hay nadie más hasta mañana que llegarán mi mujer y mi hijo.
—¡La madre que me parió! —blasfemó el que parecía el líder al encapuchado— Nos has metido en la única casa del barrio que tiene una familia dentro. Serás gilipollas.
—El gilipollas es ese —contestó señalando al pelirrojo—. Si no se hubiera liado a tiros disparando y matando a diestro y siniestro hubiéramos salido sin que nadie se diera cuenta y no hubiéramos acabado aquí con esta gente.
—Esto lo arreglo yo enseguida —cortó tajante el pelirrojo. Giró su arma hacia la muchacha y apuntó a su cabeza.
—NOOOOO —gritó su padre.
—Quieto, idiota —se apresuró a ordenar el líder mientras colocaba su mano sobre el antebrazo del pelirrojo—. ¿No te das cuenta de que es una cría?
Antonio se había abalanzado sobre el hombre del arma pero el encapuchado lo frenó con un golpe derribándolo al suelo. Su hija gritó al ver a su padre reducido y quiso acercarse a él. El que hacía de líder la sujetó del brazo y la lanzó contra la cama del dormitorio.
—Levántate —ordenó a Antonio—, siéntate junto a tu hija y estaos los dos quietitos y en silencio.
Después se dirigió a sus compañeros.
—Esto es una puta mierda, joder. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
El pelirrojo mostro la pistola con media sonrisa dejando claro cuáles eran sus intenciones. Su compañero encapuchado se enfadó con él.
—Deja ya de matar gente, gilipollas. Has convertido un atraco en un asesinato y ahora lo vas a trasformar en una matanza. Nos van a buscar todas las policías del mundo para matarnos a hostias.
—Solo si dejamos testigos y estos lo son. Dos balas y todo arreglado.
—Basta —dijo el líder—. No vamos a matar a nadie. Bastantes problemas tenemos ya.
—¿Y qué vamos a hacer, dejarlos aquí, llevárnoslos? —espetó el pelirrojo— Ni de coña.
—Los atamos y mañana para cuando llegue su mujer ya estaremos a tomar por culo de lejos —contestó el encapuchado.
—Ya, y nuestras fotografías estarán colgadas en todas las paredes del país una hora después—rebatió el líder—. Ahora no nos conoce nadie. Si los dejamos vivir, nuestro anonimato se acabó.
Antonio tragó saliva y abrazó a su hija. «Dios mío, nos van a matar». Su hija temblaba como una hoja aferrada al brazo de su padre.
El de la cicatriz sonrió ufano y acarició su arma triunfal. Se giró hacia los rehenes y se plantó ante ellos con los brazos en jarras.
—Por favor, señores. Les juro que no diremos nada a nadie —imploró Antonio mientras intentaba esconder tras de sí a su hija en un vano intento por ocultarla de la vista de los agresores—. Se lo juro.
—De eso estoy seguro —dijo apuntando con su arma.
Antonio se quedó sin aliento al ver que su vida y la de su hija tocaba a su fin en este mismo momento. Quiso articular palabra pero un fuerte temblor por todo el cuerpo le impedía reaccionar o mover músculo alguno. Podía ver el oscuro agujero del cañón que tenía frente a sus ojos llorosos como si fuera la boca de un oso.
—Tampoco les vamos a matar —zanjó el líder.
—¿Qué? ¿Y qué cojones vamos a hacer con ellos? —Bramó el pelirrojo con el arma todavía en alto.
—Todavía no lo sé pero vamos a tomarlo con calma, ¿vale? Ya pensaré en algo.
—No hay nada que pensar —insistió el pelirrojo—. Dos tiros, cogemos las cosas del sótano y se acabó el asunto. Mañana, para cuando llegue su putita, ya estaremos bien lejos y seguiremos sin tener testigos que hayan visto nuestras caras.
—Bien lejos y con dos cadáveres más, puto infanticida psicópata —riñó el encapuchado—. Que te den por culo. No le hagas ni caso a este descerebrado —dijo dirigiéndose a su jefe.
Tanto Antonio como su hija veían a unos y otros discutir sobre sus vidas que por lo visto, no valían ni la saliva que gastaban gritando entre sí. Su mejor aliado era el intruso cuyo rostro permanecía oculto bajo el pasamontañas pero sobre todo el buen juicio que pudiera hacer su jefe.
—No quiero morir—. La frase se la susurró su hija al oído. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. A Antonio se le encogió el corazón y la abrazó con fuerza. —Tranquila, no pasará nada. Todo va a salir bien.
Pero la cosa no iba nada bien. El hombre encapuchado y el pelirrojo discutían acaloradamente haciendo grandes aspavientos y forcejeando en ocasiones. Por lo que se apreciaba, el pelirrojo parecía estar consiguiendo convencer al líder porque éste, aunque cabizbajo y con la mirada perdida en la alfombra, parecía asentir a sus insistentes razonamientos y ruegos.
Los gritos del encapuchado protestando y discutiendo con su compañero se daban a pleno pulmón. Si hubiera habido vecinos cercanos habitando alguna de las casas, ya los hubieran oído. En ese caso, quizás y solamente quizás, alguno de ellos, alarmado por el griterío, alertaría a las autoridades. Pero la fortuna nunca se alía con gente como Antonio por lo que la soledad y el silencio de la noche eran los únicos vecinos con los que contaban él y su hija.
La batalla dialéctica parecía perdida para el encapuchado. Su jefe se había retirado a un rincón del dormitorio y ya no les prestaba atención ni intentaba aplacar a su secuaz más beligerante que continuaba con el arma en la mano dispuesto a utilizarla en cuanto sus compañeros le dejaran hacerlo.
Entonces el de la capucha vio la cartera de Antonio sobre la mesita de noche y la recogió con un rápido movimiento. La abrió mostrando la documentación de Antonio a sus compinches.
—Mirad, mirad todos. Aquí está la dirección de este hombre y de su familia —dijo señalando los rehenes—. Antonio Cortázar Abaroa. —Su jefe le prestó una vaga atención.
—Escúchame. Escuchadme bien los dos —dijo señalando con un dedo acusador a padre e hija—. Ahora sabemos quién eres, donde vives y hasta el nombre de tus padres. Si se te ocurre delatarnos o comentar con alguien que nos habéis visto os juro por Dios que aunque tardemos un año, diez o toda mi puta vida os encontraremos y os rajaremos a ti y a toda tu familia ¿entendido?
—S…sí señor, descuide. No lo haremos. Se lo juro —respondió Antonio.
El encapuchado levantó las manos como dando el asunto por zanjado después de haber encontrado una excelente solución al problema. Miró a sus compañeros buscando su aprobación pero ninguno de ambos parecía satisfecho. La cara de su jefe era de tristeza al ver acercarse lo inevitable. La de su belicoso compañero era de asco y desprecio.
—¿Y si decide cambiar de dirección? —preguntó mientras se acariciaba la cicatriz de la oreja con el cañón de su pistola— ¿Y si pide algún tipo de protección de testigos y se cambia de nombre? ¿Cómo vas a dar con él después de que haya perdido el culo para denunciar a unos ladrones asesinos que han asaltado su casa y la han utilizado de almacén y guarida? Y lo más importante. ¿Cómo vas a dar con él desde la cárcel donde estaremos cumpliendo la perpetua?
Su jefe parecía tener la misma opinión. Su cara y sus ojos corroboraban estar de acuerdo con los argumentos del pelirrojo. Negó con la cabeza mientras sostenía la mirada suplicante del encapuchado.
—A tomar por culo ya —sentenció el pelirrojo—. Se acabó perder el tiempo.
Levantó su pistola, apuntó a la cabeza de Antonio y disparó.
—NOOOO —gritó el encapuchado mientras se lanzaba al brazo del pelirrojo.
El padre, por acto reflejo, se volcó con rapidez sobre su hija intentando parapetarla con su cuerpo. Se escucharon dos disparos más mientras Antonio, que no sabía aún si había sido herido, se aferraba en un abrazo de oso sobre la chica que, histérica, había comenzado a chillar presa del pánico.
Los dos atracadores cayeron al suelo donde se propinaron una plétora de puñetazos y patadas de una manera más cómica que efectiva. Tras unos momentos de trifulca, el pelirrojo pareció recuperar el control de la situación y de la pistola. Se apartó de su compañero, le propino una patada desde el suelo en el estómago con el talón de su bota y le apuntó con su arma.
—Si me vuelves a tocar te mato, hijo de puta.
Mientras su compinche tosía medio ahogado en el suelo dolorido y sin aliento, él se levantó con dificultad apoyándose en la pared. Apuntó de nuevo con su arma a los rehenes y la amartilló.
—Espera, no lo hagas —interrumpió su jefe que ahora se encontraba de pie junto a él con la cartera de Antonio en la mano que acababa de recoger del suelo—. Tal vez al final encontremos una solución que no pase por añadir dos muertos más a nuestra condena.
Estuvo mirando fijamente a Antonio hasta que éste levantó la cabeza y cruzó la mirada con él. —Dile que se calle. Tranquiliza a tu hija— le ordeno.
Antonio, con calma y buenas palabras consiguió tranquilizar a su hija. Una vez recuperado parte de los ánimos, padre e hija volvían a estar sentados en el borde de la cama con un brazo de Antonio rodeando los hombros de su niña que miraba a los hombres con ojos de cordero degollado.
—Bien, esto es lo que ocurre —comenzó a explicar el jefe—. Tú tienes conocimiento de algo que puede dar con nuestros huevos en la cárcel. —Antonio asintió levemente—. Yo quiero lo mismo de ti. Algo que haga que, si nos cogen, tú también acabes con nosotros en la cárcel… o algo peor.
Antonio estaba intentando adivinar las intenciones del delincuente pero no llegaba a comprender hacia donde quería ir.
—¿Tienes teléfono móvil? —Preguntó su interlocutor.
—Sí, señor.
—¿Dónde está?
—En el pasillo. Sobre la mesita que está bajo el espejo.
—¿Y tú? —preguntó dirigiéndose a la muchacha.
—En mi habitación —contestó vacilante—. En la mesita.
—Tráelos —ordenó a uno de sus secuaces.
—¿Para qué? —Preguntó el pelirrojo que se había dado por aludido con la orden.
—¡Obedece y tráelos!
Cuando su secuaz salió de la habitación continuó hablando.
—Tienes una hija muy guapa. Tiene un cuerpo muy bonito y sus curvas indican que hace mucho que no es con muñecas con quien piensa en irse a dormir.
Antonio tragó saliva. Esto no pintaba bien. Una bonita adolescente en bragas frente a tres atracadores sin escrúpulos era como poner una gacela a servir copas en un bar de leones.
—Pero eso tú ya lo sabías. Con esas tetas que tiene no serás el primer padre que posa su vista en los melocotones de su hija cuando se aburren de los de su mujer.
Eso le dejó descolocado.
—Nos has visto la cara. Nos tienes cogidos por las pelotas y por eso no podemos dejaros vivir. ¿Entiendes?
—Ya, señor, pero…
—Vamos a empatar la situación. Necesito algo tuyo. Algo que jamás querrías que nadie supiera. —hizo una pausa melodramática—. Quiero que folléis juntos. Padre e hija. Y quiero grabarlo como prueba incriminatoria contra ti en caso de que, por alguna casualidad, algún policía llame a nuestra puerta en los próximos… cien años.
Antonio había dejado de escuchar en cuanto oyó “follar-padre-hija”.
—P…perdón ¿cómo dice?
—Eso es —exclamó el encapuchado chasqueando los dedos— de esa manera ya no hay riesgo de delación hacia nosotros.
—Perdón señor —insistió Antonio—, Apenas ha superado la mayoría de edad. Y yo… yo soy su padre. No puede… no podemos…
—O eso o no hay otra solución —contestó haciendo el signo de cortarse el cuello con el pulgar.
—¿Papá? —Gimoteó la muchacha a su padre.
—Pero, pero… ella es una niña, aún no ha conocido hombre, es virgen.
—Ese plan es una mierda —increpó el pelirrojo que acababa de entrar en la habitación provisto de los móviles.
—Cállate —interrumpió el encapuchado a su compañero—. La idea es buena. Si grabamos un video creíble de una relación entre él y una menor, rezará cada día para que ninguno de nosotros caiga ante la justicia con semejante documento en las manos. Será el primer interesado en que a nosotros nos vaya todo bien. —Y añadió escupiendo cada sílaba:— Y no habrá que matar a nadie.
—Escúcheme, señor. Esta chica… es mi hija. Es muy joven, mírela. Si todavía no le han salido casi ni las tetitas. Yo… yo… no puedo. Con ella no puedo.
—JODERRRRR. Basta ya de perder el tiempo —interrumpió el pelirrojo— dejadme hacer el trabajo. Yo cargaré con los muertos si tanta pena os da.
Una nueva discusión comenzó entre ellos. De nuevo el encapuchado y el pelirrojo estaban enzarzados el uno con el otro mientras su jefe hacía las veces de mediador. La muchacha susurró al oído de su padre con la voz quebrada por el pavor.
—¿Nos van a matar? —La angustiosa y lánguida mirada de su padre le respondió con meridiana claridad.
La adolescente no se podía creer que el final de su vida fuera a llegar en aquel momento y de aquella manera. Asesinada por tres desconocidos por una causa tan kafkiana y sin sentido. Hacía unos instantes dormía plácidamente en su casa de la playa en lo que parecía un puente de fin de semana idílico y ahora estaba a punto de morir. La crueldad de la vida cambia rápidamente el destino de las personas.
—Papá, no quiero morir —le susurró. A su padre se le encogió el corazón.
—P…por favor —interrumpió Antonio a los atracadores— Escuchen. Mi hija…
—Tu hija ¿qué? —increpó el pelirrojo que había dejado de discutir con sus compañeros para prestarle atención— ¿Qué nos vas a contar, que no folla?
—Es muy joven. Además, es… mi hija.
—Mi hija, mi madre, mi perra. Qué más da. Solo es un coño y dos tetas.
La impasividad y desdén del hombre le produjo a Antonio un escalofrío por todo el cuerpo. Individuos como ese no se detienen ante nada. Sádicos, sicópatas, egoístas. Miró a la adolescente con menosprecio.
—A ver, tú, muchacha, ¿vas a follar o no?
—Yo… yo… —miró a su padre y después a él— Yo… no sé…
—¿No sabes follar? ¿No sabes lo que es eso? ¿Nunca te han metido una polla por el coño? A mí no me engañas. Ya estás hecha una buena hembra para que te hayan follado bien follada.
Bajó la mirada avergonzada y se cubrió el cuerpo con los brazos. Su padre la abrazó para protegerla.
—¿Por qué nos hacen esto?
—Eso digo yo —dijo el pelirrojo dirigiéndose a sus compañeros— ¿Por qué cojones hacemos esto en lugar de limpiarlos de una puta vez?
—¡No! —gritó Antonio—. No, por favor.
Pero esta vez el líder del grupo parecía no estar tan en desacuerdo con su beligerante compañero a tenor de la actitud negativa de ambos rehenes. Sin su apoyo, a Antonio le inundó el pavor y la presión de la desesperación empezó a golpearle en el pecho. El otro atracador, el que era la némesis del pelirrojo, miraba hacia otro lado rehuyendo cruzar la vista con Antonio. Esperó a ver si decía algo en su defensa pero parecía haberse diluido. Como si no se atreviera a sostenerle la mirada. Como si no hubiera otra salida que la pistola de su compañero.
Su hija le observaba con ojos de gatito. Temblaba de miedo. En el fondo era una niña. Una inocente niña crecida. Crecida y desarrollada. Con curvas más provocadoras de lo normal para su edad y una sombra bajo sus bragas más oscura de lo deseable en ese momento. Y es que en el fondo, ya tenía edad para saber ciertas cosas relativas al sexo.
Antonio la escrutó con detenimiento. Cierto que estaba bien desarrollada. Y las chicas de hoy en día vienen más adelantadas que antes. Saben mucho más. Quizás si lo hacían con cuidado no sería tan duro. Él podría ir guiándola y ayudándola. Teniendo en cuenta la situación, era mejor dejarse follar por él que no por uno de esos atracadores si hubieran optado por violarla. O quizá los tres. Además, tarde o temprano tendría que hacerlo. Ya era una adolescente. Algún día se echaría un novio y follaría con él. O peor, con algún desconocido en la parte de atrás de un coche apestoso. Es ley de vida. Lo hacen todos los jóvenes. Bien visto, era mejor perder la virginidad aquí, sobre una cama en casa, que no en un descampado donde podría coger alguna infección o un embarazo no deseado. Y lo hacían por salvar sus vidas.
Tomó a la muchacha de la barbilla.
—Adela…
Nada más notar el gesto de su padre y ver su semblante apenado se le vino el mundo a los pies. Supo lo que significaba. Lo que su padre iba a proponerle. Puso los ojos como platos y apartó la mano de la cara.
—No.
—Adela…
—No.
Miró a los hombres de aquella habitación que la observaban pensando en la misma cosa, incluido su padre. Estaba sola.
—N...no puedo.
Nadie se movió. Ni su padre que había bajado la mirada por cobardía. Estaba acorralada. Sola. Quería irse de allí, llorar. ¿Por qué le pasaba esto a ella? Tenía que haber otra salida. Algo se podría hacer.
—L…le hago una paja —dijo al hombre que tenía más cerca—. Se la chupo. Se la chupo a los tres. Las veces que quieran. Pero por favor…
El pelirrojo mostró una sonrisa cómica al oír hablar a la zagala y le dirigió a su padre una mueca de triunfo. La muchacha no era tan inocente como el padre creía. La mirada que intercambió con él estaba llena de desprecio. Antonio, totalmente descolocado, la miraba confuso. Los otros dos hombres no se inmutaron demasiado.
—Tengo cien putas mejor que tú para menearme la polla —replicó el pelirrojo al fin—. Al que se la tienes que chupar es a tu padre, no a mí.
La muchacha miró a su progenitor pidiendo ayuda pero había dejado de tenerlo a su lado. Ahora su padre estaba al otro lado de la línea. Allí donde se encontraban aquellos cuya única salida era la humillación absoluta de su cuerpo. Su padre se había rendido. Estaba dispuesto a follarla frente a ellos. Hundió la cara entre las manos desconsolada y lloró.
Antonio se acercó y pegó su frente a la de ella.
—No tenemos más remedio, compréndelo —susurró—. Lo haremos muy despacio. Con cuidado.
Adela no contestó. Oírselo decir a él le produjo sensaciones encontradas. Ese tipo de frases no deben salir de los labios de un padre.
—¿Entonces? —dijo uno de ellos— ¿Folláis o no?
La muchacha no reaccionó de inmediato. Aun no había podido asimilarlo por completo. Dejarse follar por su propio padre en presencia de unos extraños si no quería que los mataran. Follar o morir. Esa era la cuestión. Su padre la miraba desconsolado. Podía sentir su dolor tanto como el suyo propio. Él se moría por ella de la misma forma que ella se moría por él.
Adela bajó la cabeza, se encogió de hombros y asintió levemente.
Antonio cerró los ojos y apretó la mandíbula. Era la última barrera al precipicio. El consentimiento explícito de su niña le rompía el corazón y constataba el descenso hacia el abismo inmundo del sexo más morboso y sucio.
—Perdóname Adela —se lamentó— perdona por lo que te voy a hacer.
—Es igual —contestó intentando quitar hierro al asunto—. Total, ya no soy virgen.
—¿Cómo? —preguntó atónito— ¡Pero si todavía eres una cría!
Notó la decepción de su padre y se atrevió a mirarle a la cara. Fijó la vista en sus manos que frotaba con nerviosismo, sintiéndose culpable de una sucia traición.
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Un Padre y su Hija son asaltados – Capítulo 001
Los golpes resonaron en mitad de la noche como explosiones en la puerta principal hasta que ésta se vino abajo. Después del estruendo, pareció como si una tromba de elefantes corriera por el pasillo de la casa. Antonio despertó bruscamente de su pesado sueño y se levantó de la cama de un salto con los ojos como platos y el corazón a punto de salirse del pecho.
—¿¡Qué ocurre!?, ¿Qué está pasando?, ¿Quién está ahí? —gritó hacia la algarabía del otro lado de la puerta de su dormitorio.
Las voces de varios hombres que elevaban el tono como si discutieran entre sí se callaron de súbito. Con las manos temblorosas buscó el interruptor de la luz de su mesita de noche hasta conseguir encenderla. Justo en ese momento vio como se abría de sopetón la puerta de su dormitorio, apareciendo a través de ella un hombretón con pasamontañas.
—¿Quién es usted, qué hace aquí?— le preguntó el intruso.
—Soy el dueño de esta casa. ¿Y ustedes quiénes son?
Tras el hombretón vestido completamente de negro había dos individuos más. Ambos a cara descubierta. Uno de ellos era pelirrojo con una cicatriz en la oreja. El otro, un hombre corpulento de tez oscura y cejas pobladas fue el siguiente en hablar.
—¿Qué cojones hace este tío aquí?
—Ésta es mi casa. —increpó Antonio lo más autoritario que pudo—. Hagan el favor de…
El tercer hombre, el más alto de todos que tenía la cicatriz en la oreja, encañonó a Antonio con una pistola más grande que su cabeza. Al verla, a Antonio, se le ahogaron las palabras.
—Espere, n…no dispare.
—¡No le mates! —Dijo el primero de los hombres que habían entrado en la habitación— No podemos cargar con otro fiambre más.
—Nos ha visto la cara a nosotros dos —dijo el hombre de la cicatriz—. Además, qué importa uno más. Sí nos descubre, se jodió todo —Amartilló la pistola.
—N…no, por favor… espere, ¡espere! —Balbuceó Antonio.
—¿Papá? —resonó una vocecilla detrás de los hombres que hizo que se giraran en redondo.
En el pasillo apareció la figura delgada de una adolescente. Era una muchacha de cabellera desaliñada y largas piernas vestida con una camiseta que le cubría hasta debajo del culo.
—¿Pero qué cojones es esto? ¿Cuánta gente hay aquí? —Esputó el hombre de las cejas pobladas que parecía ser el cabecilla— ¿No dijiste que esta casa estaba deshabitada?
—Y lo estaba, joder —contestó el primero de los intrusos que continuaba encapuchado—. Lleva vacía todo el año. Igual que el resto de casas que nos rodean. Son residencias de veraneo. Aquí no viene ni Dios en esta época. A ver, tú —dijo dirigiéndose a Antonio— ¿qué coño haces aquí y cuanta gente hay en la casa?
—Soy el dueño. Mi hija y yo vinimos ayer. Hemos adelantado las vacaciones aprovechando el puente y el buen tiempo. No hay nadie más hasta mañana que llegarán mi mujer y mi hijo.
—¡La madre que me parió! —blasfemó el que parecía el líder al encapuchado— Nos has metido en la única casa del barrio que tiene una familia dentro. Serás gilipollas.
—El gilipollas es ese —contestó señalando al pelirrojo—. Si no se hubiera liado a tiros disparando y matando a diestro y siniestro hubiéramos salido sin que nadie se diera cuenta y no hubiéramos acabado aquí con esta gente.
—Esto lo arreglo yo enseguida —cortó tajante el pelirrojo. Giró su arma hacia la muchacha y apuntó a su cabeza.
—NOOOOO —gritó su padre.
—Quieto, idiota —se apresuró a ordenar el líder mientras colocaba su mano sobre el antebrazo del pelirrojo—. ¿No te das cuenta de que es una cría?
Antonio se había abalanzado sobre el hombre del arma pero el encapuchado lo frenó con un golpe derribándolo al suelo. Su hija gritó al ver a su padre reducido y quiso acercarse a él. El que hacía de líder la sujetó del brazo y la lanzó contra la cama del dormitorio.
—Levántate —ordenó a Antonio—, siéntate junto a tu hija y estaos los dos quietitos y en silencio.
Después se dirigió a sus compañeros.
—Esto es una puta mierda, joder. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
El pelirrojo mostro la pistola con media sonrisa dejando claro cuáles eran sus intenciones. Su compañero encapuchado se enfadó con él.
—Deja ya de matar gente, gilipollas. Has convertido un atraco en un asesinato y ahora lo vas a trasformar en una matanza. Nos van a buscar todas las policías del mundo para matarnos a hostias.
—Solo si dejamos testigos y estos lo son. Dos balas y todo arreglado.
—Basta —dijo el líder—. No vamos a matar a nadie. Bastantes problemas tenemos ya.
—¿Y qué vamos a hacer, dejarlos aquí, llevárnoslos? —espetó el pelirrojo— Ni de coña.
—Los atamos y mañana para cuando llegue su mujer ya estaremos a tomar por culo de lejos —contestó el encapuchado.
—Ya, y nuestras fotografías estarán colgadas en todas las paredes del país una hora después—rebatió el líder—. Ahora no nos conoce nadie. Si los dejamos vivir, nuestro anonimato se acabó.
Antonio tragó saliva y abrazó a su hija. «Dios mío, nos van a matar». Su hija temblaba como una hoja aferrada al brazo de su padre.
El de la cicatriz sonrió ufano y acarició su arma triunfal. Se giró hacia los rehenes y se plantó ante ellos con los brazos en jarras.
—Por favor, señores. Les juro que no diremos nada a nadie —imploró Antonio mientras intentaba esconder tras de sí a su hija en un vano intento por ocultarla de la vista de los agresores—. Se lo juro.
—De eso estoy seguro —dijo apuntando con su arma.
Antonio se quedó sin aliento al ver que su vida y la de su hija tocaba a su fin en este mismo momento. Quiso articular palabra pero un fuerte temblor por todo el cuerpo le impedía reaccionar o mover músculo alguno. Podía ver el oscuro agujero del cañón que tenía frente a sus ojos llorosos como si fuera la boca de un oso.
—Tampoco les vamos a matar —zanjó el líder.
—¿Qué? ¿Y qué cojones vamos a hacer con ellos? —Bramó el pelirrojo con el arma todavía en alto.
—Todavía no lo sé pero vamos a tomarlo con calma, ¿vale? Ya pensaré en algo.
—No hay nada que pensar —insistió el pelirrojo—. Dos tiros, cogemos las cosas del sótano y se acabó el asunto. Mañana, para cuando llegue su putita, ya estaremos bien lejos y seguiremos sin tener testigos que hayan visto nuestras caras.
—Bien lejos y con dos cadáveres más, puto infanticida psicópata —riñó el encapuchado—. Que te den por culo. No le hagas ni caso a este descerebrado —dijo dirigiéndose a su jefe.
Tanto Antonio como su hija veían a unos y otros discutir sobre sus vidas que por lo visto, no valían ni la saliva que gastaban gritando entre sí. Su mejor aliado era el intruso cuyo rostro permanecía oculto bajo el pasamontañas pero sobre todo el buen juicio que pudiera hacer su jefe.
—No quiero morir—. La frase se la susurró su hija al oído. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. A Antonio se le encogió el corazón y la abrazó con fuerza. —Tranquila, no pasará nada. Todo va a salir bien.
Pero la cosa no iba nada bien. El hombre encapuchado y el pelirrojo discutían acaloradamente haciendo grandes aspavientos y forcejeando en ocasiones. Por lo que se apreciaba, el pelirrojo parecía estar consiguiendo convencer al líder porque éste, aunque cabizbajo y con la mirada perdida en la alfombra, parecía asentir a sus insistentes razonamientos y ruegos.
Los gritos del encapuchado protestando y discutiendo con su compañero se daban a pleno pulmón. Si hubiera habido vecinos cercanos habitando alguna de las casas, ya los hubieran oído. En ese caso, quizás y solamente quizás, alguno de ellos, alarmado por el griterío, alertaría a las autoridades. Pero la fortuna nunca se alía con gente como Antonio por lo que la soledad y el silencio de la noche eran los únicos vecinos con los que contaban él y su hija.
La batalla dialéctica parecía perdida para el encapuchado. Su jefe se había retirado a un rincón del dormitorio y ya no les prestaba atención ni intentaba aplacar a su secuaz más beligerante que continuaba con el arma en la mano dispuesto a utilizarla en cuanto sus compañeros le dejaran hacerlo.
Entonces el de la capucha vio la cartera de Antonio sobre la mesita de noche y la recogió con un rápido movimiento. La abrió mostrando la documentación de Antonio a sus compinches.
—Mirad, mirad todos. Aquí está la dirección de este hombre y de su familia —dijo señalando los rehenes—. Antonio Cortázar Abaroa. —Su jefe le prestó una vaga atención.
—Escúchame. Escuchadme bien los dos —dijo señalando con un dedo acusador a padre e hija—. Ahora sabemos quién eres, donde vives y hasta el nombre de tus padres. Si se te ocurre delatarnos o comentar con alguien que nos habéis visto os juro por Dios que aunque tardemos un año, diez o toda mi puta vida os encontraremos y os rajaremos a ti y a toda tu familia ¿entendido?
—S…sí señor, descuide. No lo haremos. Se lo juro —respondió Antonio.
El encapuchado levantó las manos como dando el asunto por zanjado después de haber encontrado una excelente solución al problema. Miró a sus compañeros buscando su aprobación pero ninguno de ambos parecía satisfecho. La cara de su jefe era de tristeza al ver acercarse lo inevitable. La de su belicoso compañero era de asco y desprecio.
—¿Y si decide cambiar de dirección? —preguntó mientras se acariciaba la cicatriz de la oreja con el cañón de su pistola— ¿Y si pide algún tipo de protección de testigos y se cambia de nombre? ¿Cómo vas a dar con él después de que haya perdido el culo para denunciar a unos ladrones asesinos que han asaltado su casa y la han utilizado de almacén y guarida? Y lo más importante. ¿Cómo vas a dar con él desde la cárcel donde estaremos cumpliendo la perpetua?
Su jefe parecía tener la misma opinión. Su cara y sus ojos corroboraban estar de acuerdo con los argumentos del pelirrojo. Negó con la cabeza mientras sostenía la mirada suplicante del encapuchado.
—A tomar por culo ya —sentenció el pelirrojo—. Se acabó perder el tiempo.
Levantó su pistola, apuntó a la cabeza de Antonio y disparó.
—NOOOO —gritó el encapuchado mientras se lanzaba al brazo del pelirrojo.
El padre, por acto reflejo, se volcó con rapidez sobre su hija intentando parapetarla con su cuerpo. Se escucharon dos disparos más mientras Antonio, que no sabía aún si había sido herido, se aferraba en un abrazo de oso sobre la chica que, histérica, había comenzado a chillar presa del pánico.
Los dos atracadores cayeron al suelo donde se propinaron una plétora de puñetazos y patadas de una manera más cómica que efectiva. Tras unos momentos de trifulca, el pelirrojo pareció recuperar el control de la situación y de la pistola. Se apartó de su compañero, le propino una patada desde el suelo en el estómago con el talón de su bota y le apuntó con su arma.
—Si me vuelves a tocar te mato, hijo de puta.
Mientras su compinche tosía medio ahogado en el suelo dolorido y sin aliento, él se levantó con dificultad apoyándose en la pared. Apuntó de nuevo con su arma a los rehenes y la amartilló.
—Espera, no lo hagas —interrumpió su jefe que ahora se encontraba de pie junto a él con la cartera de Antonio en la mano que acababa de recoger del suelo—. Tal vez al final encontremos una solución que no pase por añadir dos muertos más a nuestra condena.
Estuvo mirando fijamente a Antonio hasta que éste levantó la cabeza y cruzó la mirada con él. —Dile que se calle. Tranquiliza a tu hija— le ordeno.
Antonio, con calma y buenas palabras consiguió tranquilizar a su hija. Una vez recuperado parte de los ánimos, padre e hija volvían a estar sentados en el borde de la cama con un brazo de Antonio rodeando los hombros de su niña que miraba a los hombres con ojos de cordero degollado.
—Bien, esto es lo que ocurre —comenzó a explicar el jefe—. Tú tienes conocimiento de algo que puede dar con nuestros huevos en la cárcel. —Antonio asintió levemente—. Yo quiero lo mismo de ti. Algo que haga que, si nos cogen, tú también acabes con nosotros en la cárcel… o algo peor.
Antonio estaba intentando adivinar las intenciones del delincuente pero no llegaba a comprender hacia donde quería ir.
—¿Tienes teléfono móvil? —Preguntó su interlocutor.
—Sí, señor.
—¿Dónde está?
—En el pasillo. Sobre la mesita que está bajo el espejo.
—¿Y tú? —preguntó dirigiéndose a la muchacha.
—En mi habitación —contestó vacilante—. En la mesita.
—Tráelos —ordenó a uno de sus secuaces.
—¿Para qué? —Preguntó el pelirrojo que se había dado por aludido con la orden.
—¡Obedece y tráelos!
Cuando su secuaz salió de la habitación continuó hablando.
—Tienes una hija muy guapa. Tiene un cuerpo muy bonito y sus curvas indican que hace mucho que no es con muñecas con quien piensa en irse a dormir.
Antonio tragó saliva. Esto no pintaba bien. Una bonita adolescente en bragas frente a tres atracadores sin escrúpulos era como poner una gacela a servir copas en un bar de leones.
—Pero eso tú ya lo sabías. Con esas tetas que tiene no serás el primer padre que posa su vista en los melocotones de su hija cuando se aburren de los de su mujer.
Eso le dejó descolocado.
—Nos has visto la cara. Nos tienes cogidos por las pelotas y por eso no podemos dejaros vivir. ¿Entiendes?
—Ya, señor, pero…
—Vamos a empatar la situación. Necesito algo tuyo. Algo que jamás querrías que nadie supiera. —hizo una pausa melodramática—. Quiero que folléis juntos. Padre e hija. Y quiero grabarlo como prueba incriminatoria contra ti en caso de que, por alguna casualidad, algún policía llame a nuestra puerta en los próximos… cien años.
Antonio había dejado de escuchar en cuanto oyó “follar-padre-hija”.
—P…perdón ¿cómo dice?
—Eso es —exclamó el encapuchado chasqueando los dedos— de esa manera ya no hay riesgo de delación hacia nosotros.
—Perdón señor —insistió Antonio—, Apenas ha superado la mayoría de edad. Y yo… yo soy su padre. No puede… no podemos…
—O eso o no hay otra solución —contestó haciendo el signo de cortarse el cuello con el pulgar.
—¿Papá? —Gimoteó la muchacha a su padre.
—Pero, pero… ella es una niña, aún no ha conocido hombre, es virgen.
—Ese plan es una mierda —increpó el pelirrojo que acababa de entrar en la habitación provisto de los móviles.
—Cállate —interrumpió el encapuchado a su compañero—. La idea es buena. Si grabamos un video creíble de una relación entre él y una menor, rezará cada día para que ninguno de nosotros caiga ante la justicia con semejante documento en las manos. Será el primer interesado en que a nosotros nos vaya todo bien. —Y añadió escupiendo cada sílaba:— Y no habrá que matar a nadie.
—Escúcheme, señor. Esta chica… es mi hija. Es muy joven, mírela. Si todavía no le han salido casi ni las tetitas. Yo… yo… no puedo. Con ella no puedo.
—JODERRRRR. Basta ya de perder el tiempo —interrumpió el pelirrojo— dejadme hacer el trabajo. Yo cargaré con los muertos si tanta pena os da.
Una nueva discusión comenzó entre ellos. De nuevo el encapuchado y el pelirrojo estaban enzarzados el uno con el otro mientras su jefe hacía las veces de mediador. La muchacha susurró al oído de su padre con la voz quebrada por el pavor.
—¿Nos van a matar? —La angustiosa y lánguida mirada de su padre le respondió con meridiana claridad.
La adolescente no se podía creer que el final de su vida fuera a llegar en aquel momento y de aquella manera. Asesinada por tres desconocidos por una causa tan kafkiana y sin sentido. Hacía unos instantes dormía plácidamente en su casa de la playa en lo que parecía un puente de fin de semana idílico y ahora estaba a punto de morir. La crueldad de la vida cambia rápidamente el destino de las personas.
—Papá, no quiero morir —le susurró. A su padre se le encogió el corazón.
—P…por favor —interrumpió Antonio a los atracadores— Escuchen. Mi hija…
—Tu hija ¿qué? —increpó el pelirrojo que había dejado de discutir con sus compañeros para prestarle atención— ¿Qué nos vas a contar, que no folla?
—Es muy joven. Además, es… mi hija.
—Mi hija, mi madre, mi perra. Qué más da. Solo es un coño y dos tetas.
La impasividad y desdén del hombre le produjo a Antonio un escalofrío por todo el cuerpo. Individuos como ese no se detienen ante nada. Sádicos, sicópatas, egoístas. Miró a la adolescente con menosprecio.
—A ver, tú, muchacha, ¿vas a follar o no?
—Yo… yo… —miró a su padre y después a él— Yo… no sé…
—¿No sabes follar? ¿No sabes lo que es eso? ¿Nunca te han metido una polla por el coño? A mí no me engañas. Ya estás hecha una buena hembra para que te hayan follado bien follada.
Bajó la mirada avergonzada y se cubrió el cuerpo con los brazos. Su padre la abrazó para protegerla.
—¿Por qué nos hacen esto?
—Eso digo yo —dijo el pelirrojo dirigiéndose a sus compañeros— ¿Por qué cojones hacemos esto en lugar de limpiarlos de una puta vez?
—¡No! —gritó Antonio—. No, por favor.
Pero esta vez el líder del grupo parecía no estar tan en desacuerdo con su beligerante compañero a tenor de la actitud negativa de ambos rehenes. Sin su apoyo, a Antonio le inundó el pavor y la presión de la desesperación empezó a golpearle en el pecho. El otro atracador, el que era la némesis del pelirrojo, miraba hacia otro lado rehuyendo cruzar la vista con Antonio. Esperó a ver si decía algo en su defensa pero parecía haberse diluido. Como si no se atreviera a sostenerle la mirada. Como si no hubiera otra salida que la pistola de su compañero.
Su hija le observaba con ojos de gatito. Temblaba de miedo. En el fondo era una niña. Una inocente niña crecida. Crecida y desarrollada. Con curvas más provocadoras de lo normal para su edad y una sombra bajo sus bragas más oscura de lo deseable en ese momento. Y es que en el fondo, ya tenía edad para saber ciertas cosas relativas al sexo.
Antonio la escrutó con detenimiento. Cierto que estaba bien desarrollada. Y las chicas de hoy en día vienen más adelantadas que antes. Saben mucho más. Quizás si lo hacían con cuidado no sería tan duro. Él podría ir guiándola y ayudándola. Teniendo en cuenta la situación, era mejor dejarse follar por él que no por uno de esos atracadores si hubieran optado por violarla. O quizá los tres. Además, tarde o temprano tendría que hacerlo. Ya era una adolescente. Algún día se echaría un novio y follaría con él. O peor, con algún desconocido en la parte de atrás de un coche apestoso. Es ley de vida. Lo hacen todos los jóvenes. Bien visto, era mejor perder la virginidad aquí, sobre una cama en casa, que no en un descampado donde podría coger alguna infección o un embarazo no deseado. Y lo hacían por salvar sus vidas.
Tomó a la muchacha de la barbilla.
—Adela…
Nada más notar el gesto de su padre y ver su semblante apenado se le vino el mundo a los pies. Supo lo que significaba. Lo que su padre iba a proponerle. Puso los ojos como platos y apartó la mano de la cara.
—No.
—Adela…
—No.
Miró a los hombres de aquella habitación que la observaban pensando en la misma cosa, incluido su padre. Estaba sola.
—N...no puedo.
Nadie se movió. Ni su padre que había bajado la mirada por cobardía. Estaba acorralada. Sola. Quería irse de allí, llorar. ¿Por qué le pasaba esto a ella? Tenía que haber otra salida. Algo se podría hacer.
—L…le hago una paja —dijo al hombre que tenía más cerca—. Se la chupo. Se la chupo a los tres. Las veces que quieran. Pero por favor…
El pelirrojo mostró una sonrisa cómica al oír hablar a la zagala y le dirigió a su padre una mueca de triunfo. La muchacha no era tan inocente como el padre creía. La mirada que intercambió con él estaba llena de desprecio. Antonio, totalmente descolocado, la miraba confuso. Los otros dos hombres no se inmutaron demasiado.
—Tengo cien putas mejor que tú para menearme la polla —replicó el pelirrojo al fin—. Al que se la tienes que chupar es a tu padre, no a mí.
La muchacha miró a su progenitor pidiendo ayuda pero había dejado de tenerlo a su lado. Ahora su padre estaba al otro lado de la línea. Allí donde se encontraban aquellos cuya única salida era la humillación absoluta de su cuerpo. Su padre se había rendido. Estaba dispuesto a follarla frente a ellos. Hundió la cara entre las manos desconsolada y lloró.
Antonio se acercó y pegó su frente a la de ella.
—No tenemos más remedio, compréndelo —susurró—. Lo haremos muy despacio. Con cuidado.
Adela no contestó. Oírselo decir a él le produjo sensaciones encontradas. Ese tipo de frases no deben salir de los labios de un padre.
—¿Entonces? —dijo uno de ellos— ¿Folláis o no?
La muchacha no reaccionó de inmediato. Aun no había podido asimilarlo por completo. Dejarse follar por su propio padre en presencia de unos extraños si no quería que los mataran. Follar o morir. Esa era la cuestión. Su padre la miraba desconsolado. Podía sentir su dolor tanto como el suyo propio. Él se moría por ella de la misma forma que ella se moría por él.
Adela bajó la cabeza, se encogió de hombros y asintió levemente.
Antonio cerró los ojos y apretó la mandíbula. Era la última barrera al precipicio. El consentimiento explícito de su niña le rompía el corazón y constataba el descenso hacia el abismo inmundo del sexo más morboso y sucio.
—Perdóname Adela —se lamentó— perdona por lo que te voy a hacer.
—Es igual —contestó intentando quitar hierro al asunto—. Total, ya no soy virgen.
—¿Cómo? —preguntó atónito— ¡Pero si todavía eres una cría!
Notó la decepción de su padre y se atrevió a mirarle a la cara. Fijó la vista en sus manos que frotaba con nerviosismo, sintiéndose culpable de una sucia traición.
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