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Un Cuento de una Familia, La Puta Madura de Rosa – Capítulos 01 al 02
Un Cuento de una Familia, La Puta Madura de Rosa – Capítulo 01
A Miguel no le gustaba nada que le interrumpiesen en casa con temas de negocios. Y menos en sábado, menos aun cuando se trataba de chorradas que tendría que haber solucionado alguno de sus subordinados. Pero en la empresa, una cadena de gasolineras que atendía al rimbombante nombre de PESA (Petróleos Españoles S. A.), hacía muchos años que todos los problemas pasaban por él. Es lo que tiene ser un tipo controlador y obsesivo que, ante la menor incorrección y el más pequeño fallo, echaba broncas desproporcionadas y sancionaba al personal sin ton, ni son.
Así y todo, aquel sábado, al escuchar el teléfono, no pudo por menos que sentir una cierta sensación de poder al darse cuenta de que era el único que podía solucionar el problema de una de sus estaciones, aunque le llevase un par de horas y le fastidiase el partido de la tarde. Al menos, gracias a las nuevas tecnologías, se podía conectar con el servidor de la estación desde casa y reparar el bloqueo de uno de los surtidores que estaba impidiendo el servicio. No era cuestión de cerrar la estación un sábado por la tarde, con todos aquellos vehículos repostando de vuelta a casa desde la playa, y menos al precio al que estaba la gasolina. Si hay que forrarse, mejor uno mismo que la competencia, pensó.
El caso es que mientras el bueno de don Miguel, un sesentón, calvo, gordo e impotente (sí, sé que no viene al caso como elemento descriptivo del personaje, pero interesa para poner en contexto los acontecimientos que luego contaremos), se encerró en su despacho, una habitación en una esquina aislada del chalet, donde además tenía las maquetas de barcos que solía montar como hobby y un pequeño taller de bricolage. Era su guarida, cómo solía decir y allí estaba su equipo informático y podía juguetear con el programa de la empresa para arreglar el desaguisado que habían liado sus incompetentes empleados.
Mientras nuestro héroe arreglaba el mundo, en la otra punta del chalet empezó el show habitual de todos los sábados (en realidad de casi todos los días, pero el sábado era especialmente entrañable, por la cosa de la comida familiar previa y tal).
En esta ocasión, el espectáculo se había adelantado un par de horas. Normalmente comenzaba en cuanto el pobre cornudo se apalancaba a ver el partido de su equipo en la macropantalla del salón. Hoy había suerte para la guarra de su mujer y podía empezar a zorrear antes y con más ganas. Bueno, más no sé, no hacía falta, estaba sobrada de motivación para hacer crecer la cornamenta del pichafloja de su esposo. Ya iba para cinco años que se follaba a su amante varias veces a la semana y no perdía ni las ganas, ni el interés.
Rosa acababa de cumplir 55 años y lucía un tipo espléndido para su edad, dentro de la gama gordibuena del género femenino. No era muy guapa, pero tenía un rostro ciertamente morboso, con unos labios de mamadora de primera clase con los que practicaba una felaciones de alto voltaje. Caderona, tetuda, jamona y bajita. Con un tamaño perfecto para ser manejada por su macho, que estaba encantado con la predisposición y el buen talante de la zorra a la hora de satisfacerle. Una de las características más llamativas de Rosa, era su melena de leona —con coleta para facilitar el manejo de la cabeza cuando le follaban la boca—. La muy cachonda, era viciosa y retorcida; amante del riesgo, las emociones fuertes y, sobre todo, de mofarse de un esposo controlador, bruto y, bastante tonto, que nunca supo satisfacerla en la cama. Ni tan siquiera cuando su pequeña pollita se le ponía lo suficientemente dura como para penetrarla. Rosa solía vestir con minifaldas y leggins ajustados, a pesar de que al pobre Miguel no le hacía ni puñetera gracia. Le hubiera gustado al pobre hombre una ropa más clásica, adecuada para una madura ama de casa, pero la guarrilla se pasaba los consejos de su esposo por el coño. Un coño que, por cierto, llevaba completamente depilado por exigencias de su macho. Algo que el cornudo ignoraba, debía hacer años que no la veía desnuda y, tal y como iban las cosas, se iba a morir sin volver a verla en bolas.
Mientras Miguel se peleaba con el programa de los surtidores, Rosa, tras cerrar la habitación de invitados con cerrojo (tampoco había que tentar demasiado a la suerte), estaba arrodillada ante su macho, Javier, un joven de 25 años, fuerte, fibroso y alto, que permanecía cómodamente sentado en un sillón. Era una habitación espaciosa, tenía una mesa tipo secreter con un espejo sobre ella, dos sillones de masaje, muy cómodos, y una cama enorme de dos por dos metros, ideal para las acrobacias sexuales de la pareja. El enorme ventanal tenía las cortinas abiertas y desde la ventana se podía contemplar el bucólico paisaje del final de la primavera con el que la naturaleza nos deleitaba aquella tarde sabatina. El amplio jardín era interior, por lo que ninguna mirada indiscreta podía observar el lascivo espectáculo con el que se deleitaban los amantes. Nunca habían tenido problemas con intrusos o similar. Bueno, casi nunca.
Tan solo un día, los amantes olvidaron que el jardinero estaba de servicio y se lo encontraron babeando frente a la ventana mientras Javier se corría en la jeta de Rosa. Ésta se quedó boquiabierta mirando embobada, con la leche goteándole por la barbilla, al pobre viejo que estaba paralizado con las tijeras de podar en la mano. Javier, todo reflejos, se acercó a la ventana, con la polla todavía dura y la cartera en la mano y le dijo a Dámaso, el jardinero:
—A ver Dámaso, no has visto nada ¿no? —Al tiempo, le entregó un billete de 50 euros.
—Hombre, algo sí que he visto…
Ciento cincuenta euros después, la versión era:
—Lo único que desentona un poco en la fachada es esta enredadera que ahora mismo corto… —Y se perdió por el jardín 200 euros más rico.
—¡Qué cabrón el viejo! —dijo Rosa en cuanto lo perdió de vista.
—Tranquila, guarrilla, éste no dice ni pío. Además, tampoco tiene pruebas. Olvídate y vamos a por el segundo asalto.
Aquella fue la única ocasión en que tuvieron un contratiempo reseñable. Aquel picadero solo lo usaban los sábados por la tarde, cuando echaban el polvo para humillar al cornudo. Les gustaba follar sabiendo que estaba en casa. Les ponía muy verracos a los dos. El resto de la semana, cuando el viejo cabrón estaba currando, lo hacían cómodamente en la cama matrimonial, en otro lugar más discreto de la casa. Y aunque las chicas del servicio se debían oler la tostada (esas sábanas sucias todas las tardes con manchurrones sospechosos no eran normales, no), jamás se habrían atrevido a decir nada. El sueldo era bueno, estaban aseguradas y la señora Rosa era bastante puta, sí, pero por lo demás era un encanto, no como el cabrón déspota de Don Miguel, un gilipollas presuntuoso que no le caía bien a nadie.
El caso es que allí estaba la pareja, mientras Miguel atendía sus negocios, Rosa, arrodillada sobre un cojín (tampoco es plan de fastidiarse las rodillas, que ya tenemos una edad), con una lencería negra de puerca digna de la mejor película porno (tanguita mínimo, sujetador levanta-tetas, medias, liguero y zapatos de tacón de aguja), devoraba la polla de Javier. Era un felatriz cojonuda. Le gustaba lamer la polla (una barra de unos 20 cm., muy gruesa y siempre como una piedra) desde los huevos al capullo varias veces hasta ensalivarla bien, después engullía el glande y, forzando bastante la mandíbula (¡era una tranca muy gruesa, ya te digo!), trataba de engullirla al máximo, en plan garganta profunda. De momento, nunca había pasado de dos tercios de la polla, y eso que Javier le apretaba con ganas la cabeza hacia abajo para ver si entraba más, lo que provocaba arcadas y babeos de la cerda que aguantaba con estoicismo y los ojos muy abiertos y vidriosos los violentos arreones del chico.
Javier tenía toda una colección de fotos de su cara engullendo la polla, con los ojos como platos y las aletas de la nariz bien abiertas intentando aspirar oxígeno vivificante. Le gustaba compartirlas con algunos colegas a los que también le gustaban las puercas jamonas y maduras. Hay que decir que en el grupo de Whatsapp que tenían, sus fotos eran de las más exitosas.
A veces, Javier, sobre todo cuando tenía prisa y quería echar un rapidillo, le daba vidilla a la cerdita y le permitía hacerle una mamada normal y corriente, como en los viejos tiempos. Ella disfrutaba como loca, y meneando la cabeza arriba y abajo, dejaba la polla completamente ensalivada, manejando la lengua con destreza se ayudaba de su manita hasta conseguir el premio en forma de ración de leche condensada. Lo hacían sobre todo cuando no podían explayarse mucho y el cornudo estaba por la casa, pero se corría el riesgo de que apareciese, por lo que una mamada rápida en la cocina o el baño venía bien para vaciar los cojones del muchacho y satisfacer a la cerdita.
Aquel día no era el caso. Tenían tiempo de sobra y Javier pensaba recrearse con la puerca a base de bien.
—Muy bien, cerda, muy bien. ¡Qué manera de babear, cacho de guarra! ¿Has visto cómo estás dejando el suelo? —el reguero de saliva se acumulaba sobre los muslos de Rosa e iba chorreando por sus rodillas manchando el cojín. La pobre mujer solo atinó a balbucear:
—¡Uoooo… lo… agggg… lo sien… to!
-¿Lo sientes? ¿Lo sientes, pedazo de puta?
Javier sonrió y aprovechó su mirada para lanzarle un certero salivazo que le acertó en la ceja izquierda. El macho soltó la coleta con la que le marcaba el ritmo y extendió la saliva por la nariz.
—Qué pena, se te corre un poco el rímel… —comentó sarcástico.
Cada vez que la humillaba de ese modo, Javier notaba que su excitación crecía y la polla le pegaba un respingo. Por su parte, Rosa, aunque cansada de tener la tranca taladrándole la boca, también sufrió una especie de reflejo condicionado que le humedeció el coño. Era consciente de que en cuanto Javier se corriese por primera vez, vendría la segunda parte de la sesión en la que ella podría catar por sus otros orificios la virilidad del joven, garantía cierta de un par de orgasmos. Orgasmos de los que se había convertido en adicta absoluta.
Javier se recreó unos segundos más en los cada vez más esforzados y desacompasados movimientos de la cabeza de la jamona. Notando que llegaba su momento, decidió regalarle a la puerca su dosis de lefa.
Le estiró la coleta y el tirón le arrancó el rabo de la boca. Una larga hilera de espesas babas que unían la polla con los hinchados labios de la guarra chorreó en el suelo.
Rosa, jadeando por el esfuerzo, tomó aire y, sabedora de los gustos del chico, tras recuperar el aliento, agachó la cabeza de nuevo. Mientras con una mano empezaba a pajearlo, metió la cara entre las piernas de Javier, que ya las había levantado para darle acceso al ojete. Pegó su boca al agujero trasero del macho, empezando un profundo, baboso e intenso beso negro mientras lo pajeaba que preparó lo que prometía ser una copiosa eyaculación.
Mientras lamía, penetrando con la lengua en el ojete del chico, recordó la primera vez que éste la obligó a comérselo y cómo se había resistido con uñas y dientes a tan humillante práctica. Fue una tarde de invierno en la que, como hoy, Miguel tuvo que atender a la empresa. Con la salvedad de que, en aquella época, todavía no tenía instalado el kit de teletrabajo y tenía que acudir a las estaciones in situ. Rosa se quedó sola en casa, viendo un culebrón por la tele hasta que, apenas unos minutos después, apareció Javier, que había visto salir el coche del cornudo. Tras echar un polvete rápido convencional, le pidió (por favor, la educación que no falte) que le comiese el culo, una práctica que había probado hacía unos días con una guarrilla que se había ligado en una discoteca y le había puesto la polla como un burro.
Rosa, se tomó la propuesta a broma y respondió:
—Sí, hombre, y qué más…
Al chico la respuesta, aunque la dijo en tono de broma, le pareció insolente y fuera de lugar, a fin de cuentas la guarra no podía quejarse, todavía tenía reciente el orgasmo y la leche le salía del chocho a borbotones, así que, frío como un témpano, Javier contraatacó:
—Escucha, putilla, lo menos que puedes hacer es colaborar para levantar una polla que te está haciendo tan buen servicio. —Rosa le miró incrédula al notar el tono serio de la respuesta—. Por lo que, tú misma, o te pones a lamerme el ojete mientras me pajeas hasta que me pongas la tranca dura y te ganes tú premio, o aquí se termina lo nuestro. Cerdas como tú las hay a patadas.
Tras decir esas palabras, Javier se giró e hizo un amago de ir a recoger la ropa. Rosa entró en pánico y se acercó por detrás para retenerlo, musitando disculpas y abrazándolo. Javier se limitó a quitarse de encima las manos de la mujer que le aprisionaban el pecho y, tras inclinarse un poco hacia delante, se abrió los cachetes del culo y puso el ojete a disposición de la puerca. Ésta no necesitó más. Con bastante torpeza, pero mucha voluntad, Rosa empezó su primera comida de culo. Javier, al notar como la puerca madura movía, culebreando, su húmeda lengüecita por su agujero, se puso burro enseguida a pesar de la escasa pericia de la cerda. Empezó a pajearse y, en apenas unos minutos, se giró y envió una espesa dosis de semen a la boquiabierta Rosa que la recibió orgullosa de haber satisfecho las expectativas de su macho y contenta de haber alejado el fantasma de la ruptura.
Aquel mismo día, dos horas más tarde, tras redondear la sesión con su amante, la madura puerca, recibió muy modosita al cornudo que volvía a casa. Sentada en el sofá, sin bragas bajo la bata y notando todavía como algún residuo de esperma y fluidos salía de su lampiño coño y su caliente culo, ambos habían recibido un buen meneo como premio a su buen comportamiento, un alegre «Hola, cariño» sorprendió a Miguel, poco acostumbrado a las muestras de afecto de su esposa que, no obstante, le hizo una cobra de manual cuando se acercó a darle un beso. «No vaya a ser que note el olor a macho en mi aliento…», pensó nuestra chica.
Volviendo al presente, Rosa, con mucha práctica ya, notó que Javier estaba a punto y no tuvo que esperar sus indicaciones para dejar la comida de culo y apuntar el tieso rabo del joven a su cara que recibió una espesa carga de semen.
El gruñido de Javier fue apoteósico, menos mal que, dada la distribución de la vivienda, era imposible que el pobre cabrón de Miguel, al que le crecía la cornamenta por momentos, hubiese oído algo.
Tras el bajón de la corrida, Rosa, orgullosa de su trabajo, miró sonriente a Javier que se recuperaba de la eyaculación, todavía jadeante.
La cara de la cerda era un poema, enrojecida, con el flequillo pegado a la frente por el sudor y los escupitajos del chico, los labios hinchados de chuparle la polla y la boca seca de tanto pasear la lengua arriba y abajo. Como guinda, la desigual capa de leche que le cubría la cara había dejado unos estéticos goterones estirados desde las mejillas y la barbilla que caían suavemente sobre sus tetazas.
—¡Joder, tía, eres la mejor puta que he conocido! Me has dejado seco.
La mujer sonrió orgullosa y no pudo evitar requerirle:
—Bueno, bueno, seco del todo no, ¿eh? Que todavía falta mi parte.
Javier le acarició la mejilla y la cara, recogiendo los restos de sudor, saliva y esperma que la cubrían. Después, acercó la palma a su boca y se la dio para lamer al tiempo que añadía:
—Tú tranquila, que hoy no te escapas ni con alas de un polvazo de campeonato.
—Eso quería yo oír— contestó por último la mujer al tiempo que se levantaba trabajosamente (demasiado tiempo de rodillas) y giraba su cuerpo jamonero para ir al baño.
Javier contempló aquel enorme culazo, que se bamboleaba camino del servicio, y notó como, a pesar de llevar ya cinco años follándosela, todavía tenía la virtud de levantarle el ánimo (entendiendo por ánimo aquello que cuelga entre las piernas de los hombres) como ninguna otra. No sabía si era el morbo de ser una mujer casada y poder ponerle los cuernos al cabrón del marido en su propia casa, de que todavía a su edad tuviera una figura envidiable (en los estándares que le gustaban a él: de MILF poderosa y opulenta) o que fuera su enorme entrega y dedicación, su puterío vocacional, lo que le hacían sentirse así, cada vez, como la primera ocasión en que se la folló. Seguramente era una combinación de todos los factores, pero qué duda cabe de que el asunto funcionaba de maravilla.
Cuando volvió Rosa, Javier ya estaba recostado en la cama, viendo la televisión y fumando un cigarrillo. Había puesto una sesión de vídeos porno de Porn Hub. Recopilaciones de maduras recibiendo faciales, un subgénero que le gustaba bastante y solía entonarle rápido, no iba mal como fondo mientras se follaba a su cerda.
Rosa entró en la habitación y tomó un largo trago de la botella de agua que estaba sobre la mesita. Estaba medio deshidratada. Normal, claro, con tanto trote. Se había quitado la ropa interior y el calzado. Así, sin tacones se notaba lo bajita que era. Las tetas, libres del sujetador, caían sobre su barriga. Podría parecer antiestético, pero a Javier le ponía cachondo. No tenía mucha tripa, lo justito para el gusto del chico, y el chochete, depilado, se veía espléndido y oferente, entre sus gruesos y firmes muslos. Cuando ponía la botella de nuevo en la mesita se giró brevemente y mostró una perfecta panorámica de su pandero, grande y con leves trazas de celulitis. Un morbazo total se apoderó de Javier, que seguía poniéndose cachondo al ver a aquella rotunda cincuentona tan desinhibida. Sobre el culo, en cursiva con las letras imitando a las de la Coca Cola, un tatuaje mostraba en dos líneas un texto explícito y claro: Rosa, la puta de Javier. Javier, el macho de Rosa. Parecía un haiku. A Javier no le hizo mucha gracia que se lo hiciese. Formalizar su relación de esa manera podría comprometer a la mujer. A fin de cuentas no dejaba de ser una mujer casada, pero ella insistió. No lo veía como una prueba de amor, sino de sumisión.
—¡Tachánnn…! —Gritó Rosa al girarse haciendo un movimiento de sus domingas. Éstas se menearon como badajos de campana e hicieron soltar una leve risa a Javier, que dio dos palmadas en la cama e indició a la jamona que se acomodase a su lado.
—¿Qué hacemos, Javi, quieres que te la chupe?
—No, mira, hoy te has ganado un premio. Te voy a comer el coño y luego, bueno, pues ya veremos.
Rosa se puso en posición, despatarrada y sujetándose las piernas dobladas. Javier metió la cara en el recién lavado perfumado coño de la puerca y empezó una sesión de lengüeteo que, combinada con algún lametazo al culo y los dedos penetrando alternativamente ambos agujeros, proporcionaron un orgasmo exprés que en cinco minutos dejó derrengada a la cachonda madura. No en vano, ya venía excitada de antes por lo que el trabajo precalentamiento ya estaba hecho.
Continua
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Un Cuento de una Familia, La Puta Madura de Rosa – Capítulos 01 al 02
Un Cuento de una Familia, La Puta Madura de Rosa – Capítulo 01
A Miguel no le gustaba nada que le interrumpiesen en casa con temas de negocios. Y menos en sábado, menos aun cuando se trataba de chorradas que tendría que haber solucionado alguno de sus subordinados. Pero en la empresa, una cadena de gasolineras que atendía al rimbombante nombre de PESA (Petróleos Españoles S. A.), hacía muchos años que todos los problemas pasaban por él. Es lo que tiene ser un tipo controlador y obsesivo que, ante la menor incorrección y el más pequeño fallo, echaba broncas desproporcionadas y sancionaba al personal sin ton, ni son.
Así y todo, aquel sábado, al escuchar el teléfono, no pudo por menos que sentir una cierta sensación de poder al darse cuenta de que era el único que podía solucionar el problema de una de sus estaciones, aunque le llevase un par de horas y le fastidiase el partido de la tarde. Al menos, gracias a las nuevas tecnologías, se podía conectar con el servidor de la estación desde casa y reparar el bloqueo de uno de los surtidores que estaba impidiendo el servicio. No era cuestión de cerrar la estación un sábado por la tarde, con todos aquellos vehículos repostando de vuelta a casa desde la playa, y menos al precio al que estaba la gasolina. Si hay que forrarse, mejor uno mismo que la competencia, pensó.
El caso es que mientras el bueno de don Miguel, un sesentón, calvo, gordo e impotente (sí, sé que no viene al caso como elemento descriptivo del personaje, pero interesa para poner en contexto los acontecimientos que luego contaremos), se encerró en su despacho, una habitación en una esquina aislada del chalet, donde además tenía las maquetas de barcos que solía montar como hobby y un pequeño taller de bricolage. Era su guarida, cómo solía decir y allí estaba su equipo informático y podía juguetear con el programa de la empresa para arreglar el desaguisado que habían liado sus incompetentes empleados.
Mientras nuestro héroe arreglaba el mundo, en la otra punta del chalet empezó el show habitual de todos los sábados (en realidad de casi todos los días, pero el sábado era especialmente entrañable, por la cosa de la comida familiar previa y tal).
En esta ocasión, el espectáculo se había adelantado un par de horas. Normalmente comenzaba en cuanto el pobre cornudo se apalancaba a ver el partido de su equipo en la macropantalla del salón. Hoy había suerte para la guarra de su mujer y podía empezar a zorrear antes y con más ganas. Bueno, más no sé, no hacía falta, estaba sobrada de motivación para hacer crecer la cornamenta del pichafloja de su esposo. Ya iba para cinco años que se follaba a su amante varias veces a la semana y no perdía ni las ganas, ni el interés.
Rosa acababa de cumplir 55 años y lucía un tipo espléndido para su edad, dentro de la gama gordibuena del género femenino. No era muy guapa, pero tenía un rostro ciertamente morboso, con unos labios de mamadora de primera clase con los que practicaba una felaciones de alto voltaje. Caderona, tetuda, jamona y bajita. Con un tamaño perfecto para ser manejada por su macho, que estaba encantado con la predisposición y el buen talante de la zorra a la hora de satisfacerle. Una de las características más llamativas de Rosa, era su melena de leona —con coleta para facilitar el manejo de la cabeza cuando le follaban la boca—. La muy cachonda, era viciosa y retorcida; amante del riesgo, las emociones fuertes y, sobre todo, de mofarse de un esposo controlador, bruto y, bastante tonto, que nunca supo satisfacerla en la cama. Ni tan siquiera cuando su pequeña pollita se le ponía lo suficientemente dura como para penetrarla. Rosa solía vestir con minifaldas y leggins ajustados, a pesar de que al pobre Miguel no le hacía ni puñetera gracia. Le hubiera gustado al pobre hombre una ropa más clásica, adecuada para una madura ama de casa, pero la guarrilla se pasaba los consejos de su esposo por el coño. Un coño que, por cierto, llevaba completamente depilado por exigencias de su macho. Algo que el cornudo ignoraba, debía hacer años que no la veía desnuda y, tal y como iban las cosas, se iba a morir sin volver a verla en bolas.
Mientras Miguel se peleaba con el programa de los surtidores, Rosa, tras cerrar la habitación de invitados con cerrojo (tampoco había que tentar demasiado a la suerte), estaba arrodillada ante su macho, Javier, un joven de 25 años, fuerte, fibroso y alto, que permanecía cómodamente sentado en un sillón. Era una habitación espaciosa, tenía una mesa tipo secreter con un espejo sobre ella, dos sillones de masaje, muy cómodos, y una cama enorme de dos por dos metros, ideal para las acrobacias sexuales de la pareja. El enorme ventanal tenía las cortinas abiertas y desde la ventana se podía contemplar el bucólico paisaje del final de la primavera con el que la naturaleza nos deleitaba aquella tarde sabatina. El amplio jardín era interior, por lo que ninguna mirada indiscreta podía observar el lascivo espectáculo con el que se deleitaban los amantes. Nunca habían tenido problemas con intrusos o similar. Bueno, casi nunca.
Tan solo un día, los amantes olvidaron que el jardinero estaba de servicio y se lo encontraron babeando frente a la ventana mientras Javier se corría en la jeta de Rosa. Ésta se quedó boquiabierta mirando embobada, con la leche goteándole por la barbilla, al pobre viejo que estaba paralizado con las tijeras de podar en la mano. Javier, todo reflejos, se acercó a la ventana, con la polla todavía dura y la cartera en la mano y le dijo a Dámaso, el jardinero:
—A ver Dámaso, no has visto nada ¿no? —Al tiempo, le entregó un billete de 50 euros.
—Hombre, algo sí que he visto…
Ciento cincuenta euros después, la versión era:
—Lo único que desentona un poco en la fachada es esta enredadera que ahora mismo corto… —Y se perdió por el jardín 200 euros más rico.
—¡Qué cabrón el viejo! —dijo Rosa en cuanto lo perdió de vista.
—Tranquila, guarrilla, éste no dice ni pío. Además, tampoco tiene pruebas. Olvídate y vamos a por el segundo asalto.
Aquella fue la única ocasión en que tuvieron un contratiempo reseñable. Aquel picadero solo lo usaban los sábados por la tarde, cuando echaban el polvo para humillar al cornudo. Les gustaba follar sabiendo que estaba en casa. Les ponía muy verracos a los dos. El resto de la semana, cuando el viejo cabrón estaba currando, lo hacían cómodamente en la cama matrimonial, en otro lugar más discreto de la casa. Y aunque las chicas del servicio se debían oler la tostada (esas sábanas sucias todas las tardes con manchurrones sospechosos no eran normales, no), jamás se habrían atrevido a decir nada. El sueldo era bueno, estaban aseguradas y la señora Rosa era bastante puta, sí, pero por lo demás era un encanto, no como el cabrón déspota de Don Miguel, un gilipollas presuntuoso que no le caía bien a nadie.
El caso es que allí estaba la pareja, mientras Miguel atendía sus negocios, Rosa, arrodillada sobre un cojín (tampoco es plan de fastidiarse las rodillas, que ya tenemos una edad), con una lencería negra de puerca digna de la mejor película porno (tanguita mínimo, sujetador levanta-tetas, medias, liguero y zapatos de tacón de aguja), devoraba la polla de Javier. Era un felatriz cojonuda. Le gustaba lamer la polla (una barra de unos 20 cm., muy gruesa y siempre como una piedra) desde los huevos al capullo varias veces hasta ensalivarla bien, después engullía el glande y, forzando bastante la mandíbula (¡era una tranca muy gruesa, ya te digo!), trataba de engullirla al máximo, en plan garganta profunda. De momento, nunca había pasado de dos tercios de la polla, y eso que Javier le apretaba con ganas la cabeza hacia abajo para ver si entraba más, lo que provocaba arcadas y babeos de la cerda que aguantaba con estoicismo y los ojos muy abiertos y vidriosos los violentos arreones del chico.
Javier tenía toda una colección de fotos de su cara engullendo la polla, con los ojos como platos y las aletas de la nariz bien abiertas intentando aspirar oxígeno vivificante. Le gustaba compartirlas con algunos colegas a los que también le gustaban las puercas jamonas y maduras. Hay que decir que en el grupo de Whatsapp que tenían, sus fotos eran de las más exitosas.
A veces, Javier, sobre todo cuando tenía prisa y quería echar un rapidillo, le daba vidilla a la cerdita y le permitía hacerle una mamada normal y corriente, como en los viejos tiempos. Ella disfrutaba como loca, y meneando la cabeza arriba y abajo, dejaba la polla completamente ensalivada, manejando la lengua con destreza se ayudaba de su manita hasta conseguir el premio en forma de ración de leche condensada. Lo hacían sobre todo cuando no podían explayarse mucho y el cornudo estaba por la casa, pero se corría el riesgo de que apareciese, por lo que una mamada rápida en la cocina o el baño venía bien para vaciar los cojones del muchacho y satisfacer a la cerdita.
Aquel día no era el caso. Tenían tiempo de sobra y Javier pensaba recrearse con la puerca a base de bien.
—Muy bien, cerda, muy bien. ¡Qué manera de babear, cacho de guarra! ¿Has visto cómo estás dejando el suelo? —el reguero de saliva se acumulaba sobre los muslos de Rosa e iba chorreando por sus rodillas manchando el cojín. La pobre mujer solo atinó a balbucear:
—¡Uoooo… lo… agggg… lo sien… to!
-¿Lo sientes? ¿Lo sientes, pedazo de puta?
Javier sonrió y aprovechó su mirada para lanzarle un certero salivazo que le acertó en la ceja izquierda. El macho soltó la coleta con la que le marcaba el ritmo y extendió la saliva por la nariz.
—Qué pena, se te corre un poco el rímel… —comentó sarcástico.
Cada vez que la humillaba de ese modo, Javier notaba que su excitación crecía y la polla le pegaba un respingo. Por su parte, Rosa, aunque cansada de tener la tranca taladrándole la boca, también sufrió una especie de reflejo condicionado que le humedeció el coño. Era consciente de que en cuanto Javier se corriese por primera vez, vendría la segunda parte de la sesión en la que ella podría catar por sus otros orificios la virilidad del joven, garantía cierta de un par de orgasmos. Orgasmos de los que se había convertido en adicta absoluta.
Javier se recreó unos segundos más en los cada vez más esforzados y desacompasados movimientos de la cabeza de la jamona. Notando que llegaba su momento, decidió regalarle a la puerca su dosis de lefa.
Le estiró la coleta y el tirón le arrancó el rabo de la boca. Una larga hilera de espesas babas que unían la polla con los hinchados labios de la guarra chorreó en el suelo.
Rosa, jadeando por el esfuerzo, tomó aire y, sabedora de los gustos del chico, tras recuperar el aliento, agachó la cabeza de nuevo. Mientras con una mano empezaba a pajearlo, metió la cara entre las piernas de Javier, que ya las había levantado para darle acceso al ojete. Pegó su boca al agujero trasero del macho, empezando un profundo, baboso e intenso beso negro mientras lo pajeaba que preparó lo que prometía ser una copiosa eyaculación.
Mientras lamía, penetrando con la lengua en el ojete del chico, recordó la primera vez que éste la obligó a comérselo y cómo se había resistido con uñas y dientes a tan humillante práctica. Fue una tarde de invierno en la que, como hoy, Miguel tuvo que atender a la empresa. Con la salvedad de que, en aquella época, todavía no tenía instalado el kit de teletrabajo y tenía que acudir a las estaciones in situ. Rosa se quedó sola en casa, viendo un culebrón por la tele hasta que, apenas unos minutos después, apareció Javier, que había visto salir el coche del cornudo. Tras echar un polvete rápido convencional, le pidió (por favor, la educación que no falte) que le comiese el culo, una práctica que había probado hacía unos días con una guarrilla que se había ligado en una discoteca y le había puesto la polla como un burro.
Rosa, se tomó la propuesta a broma y respondió:
—Sí, hombre, y qué más…
Al chico la respuesta, aunque la dijo en tono de broma, le pareció insolente y fuera de lugar, a fin de cuentas la guarra no podía quejarse, todavía tenía reciente el orgasmo y la leche le salía del chocho a borbotones, así que, frío como un témpano, Javier contraatacó:
—Escucha, putilla, lo menos que puedes hacer es colaborar para levantar una polla que te está haciendo tan buen servicio. —Rosa le miró incrédula al notar el tono serio de la respuesta—. Por lo que, tú misma, o te pones a lamerme el ojete mientras me pajeas hasta que me pongas la tranca dura y te ganes tú premio, o aquí se termina lo nuestro. Cerdas como tú las hay a patadas.
Tras decir esas palabras, Javier se giró e hizo un amago de ir a recoger la ropa. Rosa entró en pánico y se acercó por detrás para retenerlo, musitando disculpas y abrazándolo. Javier se limitó a quitarse de encima las manos de la mujer que le aprisionaban el pecho y, tras inclinarse un poco hacia delante, se abrió los cachetes del culo y puso el ojete a disposición de la puerca. Ésta no necesitó más. Con bastante torpeza, pero mucha voluntad, Rosa empezó su primera comida de culo. Javier, al notar como la puerca madura movía, culebreando, su húmeda lengüecita por su agujero, se puso burro enseguida a pesar de la escasa pericia de la cerda. Empezó a pajearse y, en apenas unos minutos, se giró y envió una espesa dosis de semen a la boquiabierta Rosa que la recibió orgullosa de haber satisfecho las expectativas de su macho y contenta de haber alejado el fantasma de la ruptura.
Aquel mismo día, dos horas más tarde, tras redondear la sesión con su amante, la madura puerca, recibió muy modosita al cornudo que volvía a casa. Sentada en el sofá, sin bragas bajo la bata y notando todavía como algún residuo de esperma y fluidos salía de su lampiño coño y su caliente culo, ambos habían recibido un buen meneo como premio a su buen comportamiento, un alegre «Hola, cariño» sorprendió a Miguel, poco acostumbrado a las muestras de afecto de su esposa que, no obstante, le hizo una cobra de manual cuando se acercó a darle un beso. «No vaya a ser que note el olor a macho en mi aliento…», pensó nuestra chica.
Volviendo al presente, Rosa, con mucha práctica ya, notó que Javier estaba a punto y no tuvo que esperar sus indicaciones para dejar la comida de culo y apuntar el tieso rabo del joven a su cara que recibió una espesa carga de semen.
El gruñido de Javier fue apoteósico, menos mal que, dada la distribución de la vivienda, era imposible que el pobre cabrón de Miguel, al que le crecía la cornamenta por momentos, hubiese oído algo.
Tras el bajón de la corrida, Rosa, orgullosa de su trabajo, miró sonriente a Javier que se recuperaba de la eyaculación, todavía jadeante.
La cara de la cerda era un poema, enrojecida, con el flequillo pegado a la frente por el sudor y los escupitajos del chico, los labios hinchados de chuparle la polla y la boca seca de tanto pasear la lengua arriba y abajo. Como guinda, la desigual capa de leche que le cubría la cara había dejado unos estéticos goterones estirados desde las mejillas y la barbilla que caían suavemente sobre sus tetazas.
—¡Joder, tía, eres la mejor puta que he conocido! Me has dejado seco.
La mujer sonrió orgullosa y no pudo evitar requerirle:
—Bueno, bueno, seco del todo no, ¿eh? Que todavía falta mi parte.
Javier le acarició la mejilla y la cara, recogiendo los restos de sudor, saliva y esperma que la cubrían. Después, acercó la palma a su boca y se la dio para lamer al tiempo que añadía:
—Tú tranquila, que hoy no te escapas ni con alas de un polvazo de campeonato.
—Eso quería yo oír— contestó por último la mujer al tiempo que se levantaba trabajosamente (demasiado tiempo de rodillas) y giraba su cuerpo jamonero para ir al baño.
Javier contempló aquel enorme culazo, que se bamboleaba camino del servicio, y notó como, a pesar de llevar ya cinco años follándosela, todavía tenía la virtud de levantarle el ánimo (entendiendo por ánimo aquello que cuelga entre las piernas de los hombres) como ninguna otra. No sabía si era el morbo de ser una mujer casada y poder ponerle los cuernos al cabrón del marido en su propia casa, de que todavía a su edad tuviera una figura envidiable (en los estándares que le gustaban a él: de MILF poderosa y opulenta) o que fuera su enorme entrega y dedicación, su puterío vocacional, lo que le hacían sentirse así, cada vez, como la primera ocasión en que se la folló. Seguramente era una combinación de todos los factores, pero qué duda cabe de que el asunto funcionaba de maravilla.
Cuando volvió Rosa, Javier ya estaba recostado en la cama, viendo la televisión y fumando un cigarrillo. Había puesto una sesión de vídeos porno de Porn Hub. Recopilaciones de maduras recibiendo faciales, un subgénero que le gustaba bastante y solía entonarle rápido, no iba mal como fondo mientras se follaba a su cerda.
Rosa entró en la habitación y tomó un largo trago de la botella de agua que estaba sobre la mesita. Estaba medio deshidratada. Normal, claro, con tanto trote. Se había quitado la ropa interior y el calzado. Así, sin tacones se notaba lo bajita que era. Las tetas, libres del sujetador, caían sobre su barriga. Podría parecer antiestético, pero a Javier le ponía cachondo. No tenía mucha tripa, lo justito para el gusto del chico, y el chochete, depilado, se veía espléndido y oferente, entre sus gruesos y firmes muslos. Cuando ponía la botella de nuevo en la mesita se giró brevemente y mostró una perfecta panorámica de su pandero, grande y con leves trazas de celulitis. Un morbazo total se apoderó de Javier, que seguía poniéndose cachondo al ver a aquella rotunda cincuentona tan desinhibida. Sobre el culo, en cursiva con las letras imitando a las de la Coca Cola, un tatuaje mostraba en dos líneas un texto explícito y claro: Rosa, la puta de Javier. Javier, el macho de Rosa. Parecía un haiku. A Javier no le hizo mucha gracia que se lo hiciese. Formalizar su relación de esa manera podría comprometer a la mujer. A fin de cuentas no dejaba de ser una mujer casada, pero ella insistió. No lo veía como una prueba de amor, sino de sumisión.
—¡Tachánnn…! —Gritó Rosa al girarse haciendo un movimiento de sus domingas. Éstas se menearon como badajos de campana e hicieron soltar una leve risa a Javier, que dio dos palmadas en la cama e indició a la jamona que se acomodase a su lado.
—¿Qué hacemos, Javi, quieres que te la chupe?
—No, mira, hoy te has ganado un premio. Te voy a comer el coño y luego, bueno, pues ya veremos.
Rosa se puso en posición, despatarrada y sujetándose las piernas dobladas. Javier metió la cara en el recién lavado perfumado coño de la puerca y empezó una sesión de lengüeteo que, combinada con algún lametazo al culo y los dedos penetrando alternativamente ambos agujeros, proporcionaron un orgasmo exprés que en cinco minutos dejó derrengada a la cachonda madura. No en vano, ya venía excitada de antes por lo que el trabajo precalentamiento ya estaba hecho.
Continua
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