Un Club Nocturno y mi Madre – Capítulos 01 a 02

heranlu

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Un Club Nocturno y mi Madre – Capítulo 01


Después del despido de la empresa me podría haber visto en una situación complicada si no llega a ser por Donato, un viejo amigo del instituto al que me encontré justamente cuando salía de arreglar los papeles del paro.

Rápidamente le puse al día de mi situación. Después de cinco años trabajando en un buen puesto en una empresa de inversión, me encontraba de patitas en la calle tras haberse descubierto un fraude de los directivos de la empresa. Algún listillo se había fugado con los activos de la empresa y, tras caer en bolsa, nos encontramos sin trabajo y sin indemnización por despido. Menos mal, que, por mi parte, tuve la suerte de haber ahorrado algo en los tiempos de vacas gordas y, además, tenía un par de años de paro que me permitían afrontar el futuro con una cierta tranquilidad. Aunque tampoco demasiada, tenía ya treinta años y la pensión para mi ex esposa y los dos niños que teníamos resultaban un lastre preocupante.

Por eso, cuando Donato me propuso unirme a él en aquel negocio le dije que me lo pensaría. Aunque, en cuanto me lo contó, la decisión estaba tomada.

Donato siempre se había movido por el lado oscuro de la vida. Llevaba metido en el mundo de la noche desde que salió del instituto. De modo que tampoco me sorprendió demasiado que su propuesta fuera participar, a medias, en el montaje de una especie de casa de putas. Conocía un local perfecto y un par de chicas interesadas en trabajar en él. Tan solo le faltaba aumentar la plantilla y prepararlo todo. Según él, follar siempre tenía salida. Era algo por lo que los tíos estaban dispuestos a aflojar la pasta casi en cualquier circunstancia, incluso si tenían que quedarse sin pagar la hipoteca o dejar a su familia sin comer. Era una exageración, claro, pero no tenía que ir muy lejos para saber de qué estaba hablando. Yo mismo me había visto perjudicado por una adicción al sexo que me había costado el divorcio y perder la custodia de mis hijos.

De modo que me lie la manta a la cabeza y acepté formar parte de su negocio poniendo la parte de mis ahorros de la que pude disponer. Aquella fue mi contribución a La linterna, el nombre que se le había ocurrido a Donato para el club.

Lo mejor vino cuando llegó la hora de poner un anuncio en los periódicos para solicitar personal (femenino, claro) para trabajar en nuestro local. Por uno de esos malentendidos que a veces pasan, olvidamos poner algún límite de edad a las chicas que se podían presentar para optar a los puestos de trabajo. Suponíamos, no obstante, que todas las candidatas serían jóvenes de cómo mucho unos treinta años. Pero nos llevamos una sorpresa mayúscula, cuando empezaron a aparecer en las entrevistas que íbamos haciendo, putas maduras de hasta cincuenta y tantos tacos y, lo que nos sorprendió aún más, mujeres de esa edad pero que nunca habían ejercido la prostitución. Eran señoras aficionadillas o no al sexo, a las que la crisis económica (o el amor al puterío, que de todo había) había empujado a buscarse la vida chupando pollas o poniendo el culo al mejor postor.

Había de todo, abundando, incluso, mujeres casadas que nos rogaron poder mantener el anonimato al máximo nivel posible, ya que, de puertas adentro, eran amas de casa intachables a las que, variadas circunstancias, habían empujado a dar este paso. No querían, en ningún caso, que su actitud trascendiera. Fuimos comprensivos ante la solicitud, como no podía ser menos.

Obviamente, a todas aquellas jamonas que fuimos entrevistando y que nos parecían apetecibles, nos las follábamos para comprobar si tenían madera para el negocio. Bastantes de ellas, a pesar de su poca pericia, demostraron tener un gran interés por aprender y un morbazo espectacular, lo que nos hizo dar un viraje al planteamiento que teníamos en mente. Nos dimos cuenta de que si orientábamos el negocio hacia este tipo de mujeres, podíamos conseguir una clientela fiel y abundante que andaba deseosa de probar algo distinto: guarras cachondas, morbosas y no profesionales, maduras o no, casadas o no, pero dispuestas a todo por un precio.

No nos equivocamos. La cosa fue un éxito tremendo y pronto se corrió la voz de que en La linterna había el mejor ganado de la ciudad. Un ganado en el que abundaban las mujeres casadas que hacían crecer la cornamenta de sus pusilánimes e ignorantes maridos que tenían que soportar (sin saberlo) cómo la que tenían por una fiel esposa era porculizada, día sí, día también, por jóvenes de la edad de su hijo… Eso si no había aparecido alguna que otra vez el propio hijo por el club. Porque, deben saber, ya que no lo he dicho antes, que la clientela del club estaba formada mayoritariamente por jóvenes de no más de veinticinco o treinta años que disfrutaban como posesos cepillándose a aquellas jamonas que despertaban sus más oscuros deseos.

Así estaban las cosas cuando me toco una tarde recibir a una de las nuevas chicas, mejor sería decir señoras, que teníamos que entrevistar. Era un día en el que Donato no podía estar y delegó en mí la tarea. Siempre solíamos hacer las entrevistas juntos y normalmente las terminábamos bien follados, más de una vez haciendo un sándwich con la jamona que nos tocase valorar.

Según lo que leí en la solicitud que nos entregó la candidata, que esta vez no incluía foto de la cara, se trataba de una mujer de cincuenta y cuatro años, casada y con hijos ya emancipados, que acudía a pedir trabajo por los problemas económicos en casa. Su marido, parado de larga duración, estaba cobrando tan solo una ayuda familiar, bastante raquítica, y les llegaba justísimo para pagar los gastos de cada mes. Vamos, la historia lacrimógena de siempre que ya estaba harto de oír. No quiero decir que no fuera cierta, pero tan bien era cierto que, en bastantes ocasiones, descubría alguna puta que, con dificultades económicas o no, disfrutaba como una loca de chupar un buen rabo y que estoy seguro de que lo habría hecho hasta gratis… Pero, bueno, eso es otra historia.

La mujer, se había puesto de nombre Luci, seguramente un seudónimo, como la mayoría de nuestras empleadas y adjuntó a la solicitud, un par de fotos desnuda frente a un espejo de cuerpo entero, en la que se había difuminado la cara. Estaba bastante buenorra, muslos gruesos, algo de tripita y tetas contundentes, algo caídas, lógicamente, el coñete depilado, como solicitábamos en el anuncio. En una de las fotos se mostraba medio girada, mostrando un plano de un pandero poderoso y que pedía polla a gritos. No negaré que me gustó.

Lo que pasó después fue bastante esperpéntico, pero, pensándolo bien, entraba dentro de lo posible.

—¡Dios mío! —gritó Luci al abrir la puerta, tapándose la cara al instante.

—¡Mamá! —grité yo, sorprendido.

Mi sorpresa, así y todo, no evitó que catalogase el cuerpo de mi progenitora como candidato a un buen polvazo. Se había vestido acorde a la situación: muy putarrona. Unas medias de rejilla, minifalda de cuero marcando muslamen, una minifalda de esas que, en cuanto te sientas, enseñas completo el DNI, como pude comprobar después, una camisa blanca con los botones a reventar por el tetamen y, perfectamente visible a través de la camisa, un sujetador negro de encaje aguantando la pechuga. Muy pintada a lo guarra, con los labios bien rojos y el pelo perfectamente arreglado, recién salida de la peluquería. Era gracioso, siempre venían todas con el pelo perfecto de la peluquería, y después de la entrevista el peinado se había ido a tomar por el culo, después del polvo de bienvenida con tirones de pelo incluidos.

La cuestión es que la polla se me puso en alerta y, antes de que la guarrilla saliera corriendo, decidí detenerla en seco con un autoritario:

—¡Quieta ahí, ni te menees, mamá!

Ella, temblorosa, permaneció junto a la puerta sin saber exactamente qué hacer, había empezado a llorar y se le estaba corriendo el rímel, lo que añadía un componente grotesco al cuadro y me ponía más verraco todavía.

Aclararé en este punto que no mantenía una relación demasiado fluida con mis padres. Con el viejo hablaba poco o nunca y más después de mi aparatosa separación. Y su situación de miembro de las clases pasivas del estado (jubilado, dicho vulgarmente), incapaz de haber encontrado un mínimo empleo para completar su magra pensión, después de tantos años, suscitaba en mí, más desprecio que compasión. Con mi madre mantenía una relación básicamente telefónica. No nos veíamos casi nunca y se limitaba a preguntarme por sus nietas, algo para lo que no tenía un respuesta clara ya que tampoco yo veía demasiado a las niñas. Cosas del divorcio. Resumiendo, la relación con los viejos no era ni buena, ni mala, sino más bien inexistente.

Sobra decir que nunca contemple a mi madre como a una mujer, en el sentido carnal del término. Claro que, tras ver aquellas fotos que respondían al anuncio, sin saber de quién eran, mi polla reaccionó con interés ante aquel cuerpo. Por lo tanto, en cuanto aquella mujer anónima se presentó en el despacho y descubrí que era mi madre, el parentesco dejó de tener importancia y sólo contribuyó a aumentar mi excitación. Es más, si tenemos en cuenta la ojeriza que le había cogido al pusilánime de mi padre y su vida vegetativa de prejubilado medio depresivo incapaz de sacar a su familia adelante, el hecho de ponerle los cuernos de aquella manera y con aquella jaca en la que se había convertido la guarrilla de mi madre, me pusieron muy a tono.

De modo que, con la honorable excusa de consolar a mi atribulada progenitora, me acerqué y la abracé con fuerza. Mientras ella enterraba su llorosa cabeza en mi pecho, aproveché mi envergadura para apretar con fuerza de modo que notase la dureza de mi rabo, algo que no debía de pasarle en absoluto inadvertido. La mujer, hizo un leve amago de separarse, pero ya no era posible. La tenía en mis garras y, si había llegado hasta aquí, dispuesta a prostituirse para ganar unos cuartos, no creo que el hecho de que su hijo fuera el dueño de aquel negocio tuviera que impedirle cumplir sus sueños, ¿no?

Notando sus tetazas mullidas bien apretadas en mi barriga, bajé las zarpas para amasar su culo, algo que me resultó bastante fácil gracias a la mini que llevaba. Pude sobar sus gordas nalgas a placer, tan solo el tenue hilillo del tanga evitaba que me lanzase a tantear su ojete con el dedo. Opté por la prudencia y me límite a consolarla hipócritamente, mientras le besuqueaba el cuello y le daba un par de lametones en el lóbulo, diciendo:

—Tranquila, tranquila, mamá, no pasa nada… No llores, mujer. Al menos tienes la suerte de que estoy yo aquí.

—¡Qué vergüenza, hijo, qué vergüenza!

—Deja, deja, no llores —la cogí del cuello y le hice mirarme entre lágrimas. Aquellos labios de mamadora, me atraían como un imán. De modo que, ni corto, ni perezoso, le di un pico, que me devolvió con cierta reticencia, tratando de apartar la cara. Pero la tenía bien sujeta. Así que volví a poner su cara en posición y, esta vez sí, inicié un morreo en toda regla al que ella se resistió inicialmente. Bueno, una resistencia que debió durar unos tres segundos. Después, liberó sus instintos y empezamos un baboso intercambio de saliva, con las lenguas enredadas, mientras mi mano apartaba la tira del tanga para acercar el índice al ojete y darle un suave toquecito que le hizo dar un respingo.

Es que, a ver, en cuanto puse la zarpa en su culo no pude evitarlo. La mano se me fue entre las nalgas y un par de dedos fueron explorando en busca de su apretadito ojete. La guarrilla, cuyo chocho ya empezaba a babear, como pude comprobar a continuación, se hizo la estrecha y pegó un salto en cuanto noto a los intrusos llamando por la puerta trasera. Pero la tenía bien aprisionada y evité al instante el conato de rebeldía, aquel ridículo intentó de mostrarse digna y virginal. Vaya, cualquiera diría que era la misma jamona casada que acababa de entrar a buscar empleo de puta en un burdel. Por lo tanto, la dignidad quedaba descartada. En cuanto al tema virginal, bueno, ahí cabría decir que sí, que algo de cierto sí que había. Ya que enseguida me di cuenta, al presionar con el dedo en el ojete, que aquel orificio hasta el momento había sido solo de salida. Lo cual me animó bastante, me puso los dientes largos y la polla más dura aún. Ya tenía un objetivo de futuro.

Me detuve y, en una pausa del morreo, le dije:

—Venga, mamá, vamos a sentarnos y me cuentas como coño has acabado aquí.

La historia tenía su miga. Como ya he comentado, no iba mucho por casa, de modo que la mayor parte de la información que me aportó mi madre era nueva para mí. El nombre real de mi madre no era Luci, como puede deducirse, sino Merche, tenía 54 años en aquella época (esto si era cierto) y había sido toda su vida ama de casa. No tenía más oficio que el de las tareas del hogar. Por suerte, mi padre, Severo, de 58 años, tenía un buen empleo en un almacén de material de construcción. De hecho, se ganaba bien la vida y por eso mi madre pudo dedicarse a ser ama de casa a tiempo completo. Pero la cosa se había complicado en los últimos tiempos. Una multinacional había comprado la empresa y como medida inicial hizo un ajuste de plantilla. Un clásico: despidió a los mayores de la plantilla. Entre ellos, mi padre. Fue un despido bastante chungo, porque la indemnización se limitó al mínimo legal, más los dos años de paro. En aquella época mi padre tenía 52 años, pero todavía era optimista y pensaba que encontraría algún empleo. Mientras tanto, podían ir tirando del dinero ahorrado y de lo del paro. Pero las cosas no fueron bien, tras el paro, hubo que tirar de los ahorros y ahora, el único sustento de la familia era la ayuda familiar que les daba justo para comer. No me habían pedido dinero a mí porque conocían lo de mi separación y las pensiones que tenía que pasar, por lo que suponían que tampoco estaba como para repartir billetes.

Del mismo modo que fueron bajando los ingresos familiares, fue decayendo la relación entre ambos, que había sido modélica hasta aquella época. Las discusiones menudearon y, mi madre, acostumbrada a un tren de vida tirando a cómodo, no se resignaba a tener que vivir casi de la caridad y andar rebuscando en el mercadillo para poder comprarse unas míseras bragas. Entre los problemas del matrimonio, no era el menor la inexistente vida sexual de la pareja. No es que antes fuese algo extraordinario, pero cada sábado caía un polvete. Un polvete torpe y mediocre, pero que mantenía encendida la llama del amor, por decirlo cursimente. A mi madre le bastaba y mi padre no daba para más. Pero, desde el despido, al pobre hombre le vino una especie de depresión o tristeza generalizada que se manifestó, entre otras cosas, en una impotencia sexual que convertía sus erecciones en una reliquia del pasado. Todo lo más era una tranca medio blandurria y morcillona incapaz de mantener la rigidez mínima para una penetración. Mi madre, no es que fuese una fanática del sexo, pero intentó estimular a su marido, comprando ropa interior sexi y demás chorradillas de esas que hacen las marujas con poca imaginación. Creo que si se hubiera decidido a hacerle una buena mamada como las que me hizo a mí posteriormente quizá hubiera podido despertar el pajarito del viejo (o quizá no, quién sabe).

El caso es que la situación del matrimonio era bastante desesperada y Merche, mi madre, visto lo visto, decidió buscar trabajo ella misma. No tan solo para currar, sino también para salir del asfixiante horno en el que se había convertido aquel piso triste y melancólico. Probó a hacer limpieza en escaleras y como cocinera en una empresa de platos preparados. Trabajos en los que se trabajaba mucho y se cobraba poco. Le gustaban, pero tuvo que ser el encuentro con Montse, una vecina que acababa de entrar a trabajar en el club, que le contó de qué iba lo nuestro, además de la calentura que llevaba encima la que acabó con ella sentada junto a mí en aquel sofá. Se había dado cuenta, en los pocos días laborales que llevaba, tanto en la escalera que limpiaba como en aquella cocina industrial, que seguía siendo una mujer deseable para según qué hombre y eso la estimuló a dar el paso que la llevó a intentar integrarse en nuestra plantilla.

Aunque había un pequeño problemilla: que sexualmente era una inepta. De modo que la buena de Montse tuvo que hacerle un cursillo acelerado para el que contó con un par de clientes del club que, gratis total, le hicieron una formación acelerada de puterío en el dormitorio de la vecina, aprovechando los ratos en los que el marido de Montse, comercial de farmacia, no estaba en casa.

Mamá aprovechó bien las clases, como pude comprobar poco después, aunque todavía le quedaba un buen margen de mejora.

—Es que no se qué decirte Ramón. Ahora que lo sabes todo, seguramente querrás que me vaya. Esto no es lo que hace una madre.

Nada más lejos de mi intención.

—No sé lo que harán las madres de los demás, pero tú ya puedes ponerte a chupar. Seré justo contigo, si eres buena tendrás un sitio aquí. Si no, igual te podemos enseñar algo.

Al mismo tiempo, me desabroché el pantalón y lo bajé, mostrando la polla en perfecto estado de revista. Mi madre, la miró asombrada y tras consultarme con la vista, agachó la cabeza y se puso al tema como una campeona.

Ver cómo, tras escupir copiosamente sobre mi polla, la sujetaba con la mano y, forzando a tope la mandíbula, se la encajaba para empezar un cálido y eficaz vaivén, me resultó tremendamente excitante. No porque fuera algo que no hubiera visto nunca, claro. Sobre todo, desde que trabajaba en este negocio había tenido la oportunidad de recibir mamadas de todo tipo y hechas por todo tipo de mujeres. Pero, en esta ocasión, ver que la zorra que te está comiendo la polla, como una auténtica profesional (y disfrutando a tope del asunto, como toda buena puta), era mi propia madre… ¡Vamos, eso era una sensación insuperable! En ese momento fue cuando tomé la decisión de emputecerla a base de bien. Pero eso sí, convirtiéndola en mi puta particular. Nada de ir zorreando por ahí a su puta bola. De eso nada. Aquí el que iba a cortar el bacalao y tutelar su vida sexual iba a ser el menda. A fin de cuentas, acababa de decidir ponerla en nómina. Así que la guarrilla ya sabría lo que le convenía si quería llevar un nivel de vida mínimamente decente.

Ella se había colocado arrodillada en el suelo, entre mis piernas. Era una posición cómoda y me permitía ver su carita de puta subiendo y bajando mientras engullía mi rabo. Pero pronto me entraron ganas de palpar mejor la mercancía. De modo que le pegué un buen tirón de pelo para arrancarle la polla de la boca. Lo había cogido con ganas, la zorrita.

—Ponte aquí al lado —le dije, golpeando el cojín del sofá a mi derecha.

Mamá entendió el tema enseguida y, antes de colocarse en posición, se quitó la faldita y la blusa, quedándose con el tanga, que apenas tapaba su depilado chochazo y un sujetador que a duras penas podía contener su melones. Bastó un gesto con la cabeza para darle a entender que aquello también iba fuera.

Así que, unos segundos más tarde, la tenía a mi lado dedicada a sacarme lustre al sable, con sus tetazas frotando mi muslo y el culo en pompa, preparado para ser analizado por mi experta zarpa.

La cabrona había cogido carrerilla y, no sé si es que había entrenado o había mamado bastantes más pollas de lo que pudiera imaginar, pero se comía mi rabo como una auténtica campeona. Me resultó sorprendente aquella forma de babear. Era algo que no había visto nunca. Siempre es normal que cuando una puta se traga una polla hasta la campanilla haya un flujo de babas que chorree desde la tranca en cuestión. Pero, en este caso, la saliva empapaba literalmente mis cojones llegando incluso al ojete. Lo que, bien mirado, tampoco estaba tan mal y le iba a facilitar el posterior beso negro al que pensaba invitarla.

Con una mano dirigía su cabeza, sujetando sus pelos con fuerza, como a mí me gusta, algo que no pareció que la contrariase excesivamente. Con la otra empecé a palmearle el culo y, con su desinteresada colaboración al abrir las nalgas con sus manitas, exploré su chocho y su ojete. Pegó un saltito cuando le metí el dedo en el culo. Calentito y apretado, parece que era virgen. Bueno, ya tenía un trabajillo para hacer, je, je…

Estaba a puntito de correrme y, la puta, muy consciente de la tensión de mi rabo, redobló sus movimientos. Al final, me relajé y la dejé hacer. Metí a fondo mi dedo en el ojete al tiempo que me tensé como un arco y empecé a soltar leche como una fuente mientras gruñía guturalmente de satisfacción.

Ella, sin inmutarse, encajó la eyaculación en la boca como una campeona y esperó pacientemente mientras le apretaba con fuerza la cabeza para que no se sacase el rabo. Tras un minutillo de cortesía, decidí liberar a mi serpiente y ella, jadeando, me miró tímida, temerosa, con la boca hinchada y rezumando babas mezcladas con leche, la frente sudada con el pelo pegado, esperando mi veredicto.

Por un momento parecía a punto de ponerse a llorar, pero mi sonrisa de aprobación la relajó completamente y un gesto de alivio se dibujó en su cara. Momento que aproveché para sacar el dedo del culo, olfatearlo y dárselo a probar. Algo que ella asumió como lo más normal del mundo. Me encantó ver como chupeteaba sus flujos anales como si del mejor manjar del mundo se tratase.

—¡Joder, mamá, estás hecha una buena puerca!

—¡Gra… gracias, hijo!

—De nada, bonita —repliqué acariciándole el sudoroso cabello. ¡Lástima de peluquería!

—Entonces… ¿me darás el trabajo…? —preguntó con timidez.

—Ni de coña —respondí malévolo. Un gesto de decepción se dibujó en su rostro—. Que sea un hijo de puta no quiere decir que lo tenga que saber todo el mundo —mi madre me miró rumiando lo que de humillante tenía la frase, pero sin atreverse a replicar. Que era una puta no era dudoso en absoluto, visto lo visto. Otra cosa es que yo fuera un auténtico cabroncete al que no le importaba nada que su madre se la chupase o follársela, como pensaba hacer después—. El caso es que eres demasiado buena en esto como para compartirte. De modo que creo que lo mejor será tenerte para mí solito. Digamos que vas a ser una ayudante especial. Especial porque entre tus funciones va a estar, claro, hacer este tipo de cerdadas y otras que se me ocurran conmigo. Aunque no descarto compartirte en caso de necesidad. ¿Estás de acuerdo?

Mi madre asintió temblorosa y con poco convencimiento.

—Te voy a pagar, claro —sus ojos se iluminaron. Vaya, si que estaba necesitada, la mujer.

A partir de aquel día, se convirtió en mi mano derecha en el local.

Continua


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Un Club Nocturno y mi Madre – Capítulo 02


Semanas más tarde tuvimos una noche muy ajetreada. Era viernes y habían coincidido varias cenas de empresa y un par de despedidas de soltero que pusieron el club a reventar de clientes.
Las jamonas estuvieron muy ocupadas, incluso tuvimos que llamar a un par a las que habíamos dado el día libre para que hicieran horas extras. He de decir que eran unas putas tan cumplidora y comprometidas con su oficio que acudieron sin rechistar y salvaron el culo a la empresa ante tal avalancha de clientes, a pesar de tener que sacrificar el suyo. Sacrificio que, dicho sea de paso, no les supo nada mal. Los anales tenían mejor tarifa y a todas les venía bien un dinerillo extra, tal y cómo se está poniendo la cesta de la compra.

Incluso mamá se ofreció a apechugar con algún servicio, algún polvete rápido o una mamada, cuando nos vio tan ocupados. Fue un gesto noble y que me hizo sentir orgulloso de su motivación, pero pronto le quité la idea de la cabeza. No es que yo fuese un moro especialmente celoso, pero prefería reservarla como lo que era, mi puta particular. No sé si con la idea de que estuviera siempre algo deseosa, cachonda y chorreante no le dejaba follar con nadie. El caso es que me funcionaba. Y ella me compensaba con creces. Aunque a veces babease un poco por alguno de los jóvenes clientes.

De modo que, al final de tan intensa jornada, sin haber podido echar un mísero polvo con ella por el lío de clientela que tuvimos, la acompañé a casa con el coche.

Por el camino, la cerdita me sobó un poco la polla y se ofreció, generosamente a hacerme una mamada mientras conducía. Era de noche y no se veía un alma por las calles. Decliné la altruista oferta, por cuestiones de seguridad, más que nada.

El caso es que, mientras le daba el besito de despedida, la pobre que parece que tenía más ganas que yo, va y me dice:

—Oye, por qué no subes. Podemos echar un casquete rápido.

—¿Y el viejo? —como creo que ya he dicho, la relación con mi padre era casi inexistente.

—Estará sobando. No dormimos juntos, lo eché de la habitación cuando empecé a trabajar en el club. La relación era pura inercia. Siempre está vagueando y quejándose, pero no ha hecho gran cosa por cambiar su suerte. Ahora está instalado en tu antiguo cuarto.

—Pero, ¿y si nos oye? —no es que su opinión me importase demasiado, pero siempre he preferido guardar las formas... (A no ser que tenga la polla a punto de estallar, claro, como aquel viernes de marras)

—¡Anda ya! Si es una puta marmota. No se entera de nada, duerme como un tronco y ronca como un gorrino. Además, con lo que bebe, se queda lobotomizado. Seguro que está durmiendo la mona —la muy cabrona ya se encargaba siempre de tener la nevera bien llena de cerveza y el mueble bar abastecido de licores, prefería tenerlo amodorrado por el alcohol que dando la brasa con sus lloriqueos.

—Bueno, como quieras. Un polvo y me largo, menuda putilla estás hecha.

Por mucho que lo intentamos fue inevitable hacer algo de ruido. Sobre todo la puta de mi madre a la que le encanta berrear como la cerda que es. Dio un auténtico recital cuando me coloqué sus piernas sobre los hombros y la ensarté a lo bruto. Además, como no hay nada que le estimule más que una buena tanda de insultos y escupitajos, terminé por entrar en su juego de griterío sin preocuparme demasiado por el cornudo de la habitación de al lado. Me había creído su versión de que no se despertaba ni con un bombardeo.

Me lo estaba pasando bomba. A fin de cuentas, era la primera vez que profanaba el lecho conyugal de mis padres y la cosa me ponía bastante cachondo. Aquella habitación anticuada y hortera, con una colcha de colorines, cortinas rosa con flecos, un cuadro horrendo de un arlequín en Venecia y la foto familiar de estudio de los viejos que se hicieron en las bodas de plata en la que aparecían ambos sonrientes y felices, la jamona con las tetas rebosando por el escote y el pobre infeliz desconocedor de la avalancha de cuernos que le iba a caer encima…

De modo que decidí echar un segundo asalto en lugar de darme el piro, tal y como sería aconsejable. Por lo tanto, tras regar el chocho de la golfa, descansé unos minutos, recobrando ambos el resuello.

Me estaba meando, pero antes de ir al lavabo, le ordene a la puta que se pusiera en posición para la inevitable enculada. Siempre me gustaba despedirme de ella dejándola con el culo bien abierto y, a ser posible, con una buena dosis de lefa dentro.

—Es que aquí no tengo lubricante —me sorprendió con su respuesta. «Vaya, con doña sí a todo, que excusa más tonta», pensé.

—¿Tienes mantequilla? —le pregunté.

—Margarina, creo. En la nevera.

—Pues nada, con eso nos apañaremos. Haremos como Marlon Brando en «El último tango...» Y, si no, seguro que tienes aceite de oliva virgen extra, especial para putas... Y si tampoco tienes, pues saliva...

—Ya, ya lo pillo...

—Hala, relájate y disfruta con la anticipación. Ya traigo yo la margarina, después de mear.

—Bueno, pues te espero —concluyó la guarra mientras, tras chuparse bien índice, empezaba a hacerse un dedillo en el culo, para ir preparando el terreno.

Dejé la puerta de la habitación abierta. La luz de la lámpara de la mesita de noche, que teníamos puesta, me bastó para iluminar el camino hacia el lavabo. Tras vaciar la vejiga, fui a la cocina y encontré el tarro de margarina, colocado en la puerta de la nevera. Todavía tenía la polla morcillona, de modo que cogí un poco de margarina fresquita y la embadurné bien. La polla relucía pringosa a la luz del fluorescente de la nevera. Después, me encaminé a la habitación con la polla en ristre, cual caballero medieval con la lanza preparada.

Así iba, desnudo, caminando descalzo, con la polla bamboleándose y emocionado ante la fiesta que se avecinaba, cuando, desde el fondo del pasillo, contemplé una escena que me impactó.

Como he comentado, dejé la puerta abierta y tenía una perfecta panorámica de la habitación de matrimonio de mis padres, donde se estaba consumando el adulterio de mamá. Sobre la cama, en el centro, se veía a mi madre a cuatro patas ofreciendo el culo. Estaba doblada con la cabeza apoyada en la almohada, el culo bien abierto con las nalgas sujetadas por las manitas para abrirlas bien y mostrar su sonrosado y depilado agujerito anal. Por el lateral de su cuerpo, se desparramaban sus tetazas, la cara girada, miraba al espejo del armario para no perderse nada de la tremenda enculada que le esperaba, supono. La luz dorada de la lamparita iluminaba perfectamente la escena. La puerca estaba esperando mi llegada, que le colocase la dosis de margarina en el ojete y la notar la polla entrando a matar. Una escena de un morbo extraordinario.

Aunque eso no fue lo más sorprendente. Lo peor fue que en el umbral de la puerta, medio oculto por las sombras, estaba el pobre cornudo en pijama, contemplando el cuerpo de puta de su mujer como nunca debía haberlo visto. Es difícil imaginar una humillación mayor. O tal vez, sí.

Me quedé paralizado por un instante. Seguramente nos debió oír con la escandalera que estábamos montando. Quizá la puta de mi madre quiso forzar la situación para aclarar las cosas en su decadente matrimonio, aunque esto no lo pensé en ese momento, sino después. En cualquier caso, el pobre tipo estaba allí mirando el culo ofrecido de su mujer, a un amante que no había visto, pero que sí había oído. Si alguna vez tuvo sospechas en los últimos tiempos, por el nuevo aspecto de su mujer, sus tardanzas, sus silencios y su extraño y frío comportamiento, ahora se confirmaban sus peores temores.

Dudé unos instantes, pero, en cuanto el viejo se giró y empezó a alejarse del pasillo en dirección a su habitación era inevitable que se cruzase conmigo, de modo que no tenía sentido quedarme allí parado.

Cuando el viejo llegó a mi altura y, asombrado, me reconoció, se quedó sin habla. El aspecto lo decía todo. Y, para más inri, mi polla, en lugar de quedarse mustia y con perfil bajo, se puso más tiesa aún. ¡Qué desastre! Mi cuerpo no entendía de cortapisas morales.

—Pe… pero… —empezó a balbucear el pobre cabrón.

—Hola, papá, perdona —empecé a improvisar de la manera más absurda— Lo siento si te hemos despertado… Es que, resulta que me encontré a mamá esta tarde cuando salía del trabajo —al parecer el pobre hombre desconocía de qué iba el club en el que trabajaba su mujer, debía pensar que era un club de petanca, aunque con aquellos horarios…—. Luego fuimos a comer algo y me ofrecía a traerla —el viejo, impávido, con la boca abierta y casi babeando, daba la impresión de estar incubando un infarto, pero se tragaba la trola sin pestañear —. Luego me dijo que tenía un dolor de espalda y que a ver si podía darle un masaje. Es que he hecho un curso de fisioterapia, ¿sabes? —El pobre viejo, con lo ojos vidriosos escuchaba mis explicaciones sin hablar. Nada debía cuadrar en su abotargada mente. Lo de que su mujer le pusiera los cuernos casi lo daba por descontado, pero, por lo menos, se comportaba con una cierta discreción. Hasta ese día. Claro que si el que se follaba a su mujer era su propio hijo… Era todo bastante turbio y difícil de asimilar. El hombre, además, no es que fuera un genio de las acrobacias sexuales, pero aquel olor a sudor, sexo y margarina, aquella polla pringosa y las incoherencias que escuchaba de su propio hjo, parado en el pasillo con su madre esperado a unos metros con el culo abierto esperando ser empitonada…

De modo que, viendo la parálisis física y mental del viejo, decidí zanjar el asunto y culminar la noche de la mejor de las maneras posibles.

—Bueno, papá, ve a descansar. Procuraremos no hacer ruido. A ver si se le quita el pinchazo ese de las lumbares a la mamá —pinchazo el que le iba a dar en breve yo mismo, con mi mecanismo… —Buenas noches.

—Bu… buenas, noches —respondió tartamudeando.

Allí dejé al pobre cornudo, parado en el pasillo.

La cachonda seguía con el culo en pompa, los dientes apretados y las nalgas bien abiertas. Contemplé extasiado sus muslos jamoneros, era una imagen tan impactante, me dejó tan embobado, que ni tan siquiera me preocupé de cerrar la puerta.

—¿Qué coño haces? ¿Has estado plantando un pino o te has perdido por ahí? —preguntó mi vieja al notar mi presencia. Su tono, algo irritado, denotaba su impaciencia.

—Ni una cosa, ni la otra… Tan solo he tenido un encontronazo en el pasillo.

—¿Qué…? —preguntó mi madre, haciendo ademán de levantarse.

—Nadie, guarra, luego te cuento —una sonora palmada en el culo y la forma en que le sujeté las caderas para mantener su posición, además de notar mi polla dura en las nalgas, la convenció de que debía contener su curiosidad. Ahora había algo más apremiante.

Abrí la tarrina de la margarina y tras coger un buen pegote le froté el ojete y le introduje una buena cantidad con los dedos para lubricar bien el túnel. Los ronroneos de placer de la cerda me confirmaron que estaba encantada con la acción. No esperé demasiado para empezar a invadir su puerta trasera con el capullo. Tenía la polla como un garrote, la excitación era brutal y la cerda lo notó enseguida.

—¡Joder, hijo, vas como una moto!

—¡Ya te digo, cabrona! —respondí metiendo de golpe la polla hasta la mitad. Lo que fue contestado por un alarido de la jamona, totalmente rendida a mis encantos, por así decirlo.

Estaba claro que el encuentro con el cornudo en el pasillo no sólo no me había amilanado, sino que, al contrario había aumentado exponencialmente mi excitación. El morbo de la situación me puso como una moto y la cachonda lo notó enseguida. Empezó a colaborar con la enculada moviendo el culo y tratando de que la polla entrase hasta el fondo, hasta que los cojones rebotasen en su chorreante vulva.

Cuando la tuve toda dentro, empecé a follarla a buen ritmo, con violentos movimientos de pelvis en los que sacaba la polla hasta dejar tan solo el capullo dentro y la volvía a meter hasta el fondo. Eran golpes violentos, pero con una cadencia lenta, para saborear el momento. Ella respondía a cada empujón con un «¡Ay!» muy suave que fue ganando intensidad poco a poco. El olor de la margarina lo impregnaba todo, dando un ambiente un tanto curioso al polvo. Mamá, dejó de sujetar las nalgas, ansiosa por masajearse el coño y empezó a pajearse furiosamente, mientras su cabeza se movía violentamente sobre la cama, a cada empujón. Por mi parte, sujetaba sus caderas con fuerza, dejando las marcas de mis dedos en sus carnes. De vez en cuando le daba fuertes palmadas en el culo, insultándola a gritos, sin importarme ya lo que pudieran pensar ni los vecinos, ni el pobre cornudo.

Estaba a punto de correrme, pero no quería hacerlo sin mirar la cara de mi puta. De modo que se imponía un cambio de postura. Saqué la polla del ojete, lo que hizo que mamá diese un gritito de decepción. Aunque enseguida, al ver como manejaba su cuerpo y la colocaba al revés, con las piernas de nuevo sobre mis hombros, y el culo bien levantado, trocó su decepción por entusiasmo. Y más cuando notó que, en lugar del coño, seguía follándole el culo. Parece mentira lo que le gustaba que le petasen el ojete a la muy guarra.

De modo que así estábamos. Ella tumbada y con su piernas bien levantadas, yo sobre ella, mirando su cara desde arriba mientras le taladraba el ojete esta vez a toda velocidad y notaba como la leche se colocaba en mis cojones a punto de salir a borbotones dentro de su culo. Veía sus tetas moveré como flanes, desparramadas a los lados, su cara congestionada y sudorosa y sus manitas que se movían al vaivén tratando de acariciar el clítoris, pero con mucha dificultad por las violentas arremetidas a las que la estaba sometiendo. Estaba colocado con el cabecero de la cama a mis espaldas y tenía la puerta de la habitación abierta frente a mí.

Cuando llegó el orgasmo me quedé en blanco. Noté como salía el primer chorro de leche y, al instante, cambié de idea y decidí, en lugar de regar los intestinos de la puerca, echar el resto de la dosis de lefa sobre su jeta de puerca. Así que sujetando bien el capullo para no perder nada, tras sacar el nabo del culo, le apunté a la cara y empecé a regarla tratando de apuntar a los ojos, la nariz y la boca. Quería que disfrutase plenamente del momento, algo que hizo abriendo bien la boca para atrapar los goterones de lefa que pudiese. Y todo sin dejar de masajearse el coño, en busca de un merecido orgasmo.

Me quedé medio catatónico tras correrme, cerré los ojos y, tras abrirlos, miré la cara de la puta con espesos manchurrones de leche perfectamente repartidos y una concentración absoluta en su semblante que parecía a punto, también, de conseguir el premio gordo, tal y como atestiguaban los rápidos movimientos de sus manitas.

Fue en aquel momento, cuando los jadeos de mamá se hicieron más intensos, cuando alcé un momento la mirada y lo vi allí en el pasillo, escondido en la oscuridad. Debió darse cuenta de que lo había visto, porque al instante, se ocultó en las sombras. El pobre cabrón debía haber contemplado todo el espectáculo. Me resultaba muy difícil entender ese tipo de comportamiento. ¿Qué morboso afán podía llevarle a querer contemplar cómo su mujer le ponía los cuernos? ¿Qué quería experimentar? Quizá era masoquista y disfrutaba con la humillación o, tal vez, tal y como pensaba su mujer no era más que un gilipollas pusilánime que había tirado su vida por el retrete sin darse ni cuenta. Daba un poco lo mismo, lo único es que, mi sensación era de completa indiferencia. No me regodeaba en su derrota, ni nada parecido. No representaba para mí más que parte del paisaje. No tenía una animadversión hacia él, más de lo que pudiera representar para dificultarme el que me follase a su mujer. Y me parece que eso no iba a pasar. No iba a tener huevos a interferir en nuestra relación después de haber visto la entrega y el entusiasmo de la guarra.

Después del polvo estuvimos hablando y echamos a suertes quién de los dos le daba la noticia. Ganó ella. No me quedé a dormir, de modo que me lo perdí. Aunque tengo la versión de mi madre.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, sin hacer ni caso de la cara larga y tristona del viejo, la jamona, vestida con una bata ligera, casi transparente al trasluz, que dejaba ver su chocho depilado y sus tetas colgonas, le sirvió el café al pobre cornudo y, con una sonrisa de oreja a oreja, le dijo:

—Mira, Severo, tengo una buena noticia. A partir de mañana, Ramón va a volver a instalarse en casa —mi pobre padre se atragantó con el café y tras toser repetidamente, con algunos golpecitos de mi madre para aliviarle el trance, no pudo evitar como se le empañaban los ojos mientras Merche (o Luci, como era su nombre de guerra), continuaba con su discurso —. A ver, te explico. Resulta que ayer, cuando me lo encontré, me contó que con lo de la pensión a su ex y la manutención de los críos, anda bastante tieso de pasta y a veces no tiene ni para el alquiler —mentira inmensa, con el club me iba la mar de bien, pero mi pobre padre se la tragó sin rechistar, tratando de asimilar lo que estaba escuchando —. Así que le he ofrecido que se venga aquí con nosotros. Nos podrá hacer compañía y, para ti genial, así tienes alguien para ver el fútbol. Verás que bien.

Severo, incapaz de articular palabra, sabía que su mujer era consciente de que él había observado el espectáculo de la noche anterior. Y ella sabía que él lo sabía. Pero ambos, por una cuestión de vergüenza (más por parte de Severo que de Merche) y de cortesía mal entendida, callaron al respecto. Como si la noche anterior nada hubiera sucedido.

—Ah, y no te preocupes con lo de la habitación —continuó Merche —. Puedes seguir usando la de Ramón, ya que estás instalado allí con tus cosas, es un trastorno mover tu ropa y demás de un sitio a otro — ¡menuda gilipollez de argumento!, pero el viejo tragó, ¿qué iba a hacer el pobre, a dónde iba a ir sino? —. Y Ramón se puede instalar conmigo en el dormitorio, la cama es grande y cabemos los dos. Total, somos familia y hay confianza, ¿no?

El pobre Severo se limitó a asentir. No pudo ni articular palabra. Tan solo pensó que luego le pediría algo de suelto a su mujer para comprar tapones para los oídos.


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