Tras la cortina.

AlienHado

Virgen
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May 28, 2012
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Este es un relato que escribí hace ya tiempo y que he publicado en un par de sitios, pero me ha parecido el más adecuado para estrenarme en este foro ya que por lo que he visto hay muchos aficionados al tema del incesto, tema que también es de mis favoritos, y este relato en particular es uno de los que más me gusta de los que he escrito sobre relaciones madre-hijo.
Espero que os guste.
TRAS LA CORTINA.



Fue uno de los veranos más calurosos que se recuerdan en una ciudad donde todos los veranos son muy calurosos. Yo tenía diecinueve años, acababa de terminar el instituto (repetí algún que otro curso), aun vivía en casa de mis padres y mi ocupación principal era hacer el vago e ignorar las indirectas de mi padre para que me buscase algún trabajo estival.
Me levantaba tarde y hasta la hora de comer mataba el tiempo viendo la televisión o jugando a la videoconsola. Cuando mi madre, que era ama de casa y pasaba allí casi toda la mañana, salía al mercado, aprovechaba la soledad para hacerme una paja en mi habitación sin temor a ser interrumpido. Por aquel entonces muy poca gente tenía Internet, y yo ni siquiera tenía computadora, así que usaba para mis desahogos matinales alguno de mis ejemplares favoritos de Kiss Comix.
Cuando mamá volvía de la compra, empapada en sudor y quejándose del agobiante calor, yo estaba de nuevo en el sofá del salón como si nada hubiese pasado, disfrutando del aire acondicionado y haciendo que Super Mario rompiese ladrillos con la cabeza. Afortunadamente mi madre es una mujer chapada a la antigua, un ama de casa por elección y vocacional, y nunca me echaba en cara que no la ayudase en las tareas domésticas.
Después de ducharse, mamá se ponía una de esas camisetas holgadas y largas, hasta la mitad del muslo, debajo de la cual solo llevaba unas braguitas. Se recogía su brillante melena negra en una sencilla coleta e iba descalza. Por aquel entonces tenía cuarenta y tres años, y aunque no era una de esas maduras espectaculares a las que los obreros lanzan piropos desde su andamio, cada día me resultaba más difícil concentrarme en mis videojuegos, y cada vez que escuchaba el característico sonido de sus pies desnudos sobre el suelo volvía disimuladamente la cabeza para mirarla pasar… y Mario se caía por un precipicio.
No era la primera vez que sentía ese tipo de deseo por mi progenitora. Cuando tenía doce o trece años íbamos juntos a la piscina, y no pocas veces me recreaba contemplando su cuerpo mientras tomaba el sol. Cuando me pedía que le echase crema bronceadora en la espalda me excitaba de tal forma que cuando terminaba tenía que esperar un buen rato para poder levantarme sin lucir un delator bulto en mi bañador, y en muchas de mis primeras pajas su imagen aparecía irremediablemente entre mi catálogo de amantes imaginarias. Cuando fui al instituto comencé a fijarme más en las chicas de mi edad, y las fantasías incestuosas se diluyeron, pero aquel caluroso verano en el que pasaba las mañanas en casa, solo con ella, el deseo volvió más fuerte que nunca.
En el salón del piso donde vivíamos había una ventana, a pocos metros del sofá, que daba a un patio interior. Todos los días, casi a la misma hora, mamá y algunas de sus vecinas se asomaban para charlar un rato antes de ponerse a cocinar para sus respectivas familias. Las conversaciones giraban siempre en torno a los mismos temas y no me interesaban en absoluto, pero para mí aquel era el mejor momento de la mañana. Mamá abría un poco las cortinas, lo justo para asomarse, se inclinaba hacia adelante apoyando los codos en el alféizar, y desde mi posición yo tenía una vista inmejorable. En aquella postura la camiseta se le subía un poco, dejando a la vista la totalidad de sus muslos y a veces incluso el comienzo de las nalgas. Una de sus piernas se apoyaba firmemente en el suelo, mientras la otra permanecía algo flexionada y con el pie curvado, a veces hacia adelante y a veces hacia atrás. De vez en cuando cambiaba el peso de una pierna a otra, ignorando que yo no perdía detalle del breve contoneo de sus caderas mientras ella parloteaba animadamente con doña Emilia o con Chari, la del tercero.
El tiempo que pasaba en la ventana solía oscilar entre los tres cuartos de hora y la hora y media (le encanta charlar) y yo a veces no lo resistía durante tanto tiempo. Me encerraba en el cuarto de baño, oyendo aun su voz resonando en el patio, me arrodillaba delante del váter con la imagen de su piel suave y bronceada en la retina, imaginando mis manos acariciando esas nalgas por debajo de la tela, y el semen salía a borbotones en cuestión de minutos.
Al cabo de unos días, me di cuenta de que no tenía por qué conformarme con imaginármela en el baño. Aunque casi todo su cuerpo estaba en casa, su cabeza estaba fuera, y su mente también, ajena a lo que ocurría en el salón. A no ser que sonase el teléfono o escuchase un ruido demasiado fuerte, mamá no abandonaba su puesto en la ventana hasta que no terminaba su sesión diaria de coloquio vecinal. Así que, después de mirarla durante unos minutos, cuando mi erección ya era manifiesta bajo los finos pantalones cortos que vestía para estar en casa, fui a mi habitación como si tal cosa. Una vez allí cogí un par de calcetines de deporte, me puse uno en la polla como si fuese un condón, me subí los pantalones y volví al sofá. Procurando no hacer mucho ruido metí la mano bajo los pantalones y me masturbé dentro del calcetín, mirando sobre todo sus piernas y su culo, pero lanzando también constantes miradas a su coleta, atento a los movimientos de la cabeza para que no me pillase si decidía dar por concluida la charla del día.
Pero tuve tiempo de sobra, e incluso me atreví a bajarme un poco los pantalones y sacar mi verga enfundada en algodón, para tener mayor libertad de movimientos. La corrida fue tan copiosa que me levanté de inmediato, pues empapó la tela del calcetín y manchar el sofá hubiese sido un auténtico desastre. Lo eché a la lavadora, junto con el limpio (un calcetín desparejado puede suscitar innecesarias preguntas en un ama de casa) y me di una ducha para recobrar la compostura y eliminar el sudor que, a pesar del aire acondicionado, cubría todo mi cuerpo.
Pensé que mi osadía había tocado techo y que la situación no iría a más, pero el domingo de esa misma semana pasó algo inesperado. Los domingos mi padre no trabajaba, y los sábados solía salir a ver el fútbol y a tomar algo con sus compañeros, por lo que se levantaba bastante tarde. Aquel domingo se levantó justo a la hora en que mamá estaba asomada a la ventana. Yo estaba en el sofá, fingiendo estar absorto en un programa de lucha libre, pero cuando mi padre pasó junto a ella pude ver perfectamente como agarraba una de sus nalgas con la mano durante un instante. Ella apenas giró la cabeza, consciente de que era su marido, satisfecha de que todavía la encontrase deseable y le dedicase aquel tipo de gestos, continuó hablando con las vecinas como si nada. Antes de que mi padre se girase hacia el sofá clavé de nuevo los ojos en la televisión, aunque mi mente calenturienta no prestaba atención a los luchadores sino que vislumbraba la forma de sacar provecho a lo que acababa de pasar.
Durante toda la semana siguiente una idea me rondó la cabeza, y cuando llegó el domingo la puse en práctica. Me levanté mucho antes que mi padre y me acomodé en el sofá hasta que mamá acudió a su ineludible reunión vecinal en la ventana. Fui sigilosamente hasta el dormitorio de mi padre para comprobar que aun roncaba. Volví al salón, fui hasta la ventana y cerré la abertura que quedaba entre las cortinas, para asegurarme de que las vecinas no pudiesen verme detrás de mi madre. Ella estaba tan absorta en la conversación que no se dio cuenta. Di un par de pasos hacia atrás y contemplé la estampa: las piernas y el culo turgente que surgían de la cortina, como si el resto del cuerpo estuviese en otra dimensión. Entonces llevé a cabo mi plan. Agarré una de las nalgas tal y como había hecho mi padre el domingo anterior, presionando con la punta de mis dedos la tan deseada carne, sintiendo en la palma de la mano el calor de su piel durante apenas dos segundos. Inmediatamente retrocedí hasta el sofá y observé. La cortina no se movió. El éxito del primer intento me animó, y me aproximé de nuevo a la ventana. Esta vez agarré las dos nalgas, apreté una contra la otra y luego las separé. Cuando ya estaba a punto de retirar las manos uno de los pies de mi madre se levantó bruscamente y me golpeó la pantorrilla con suavidad. Creí que el corazón se me había parado del sobresalto cuando llegué al sofá, tras retroceder como una exhalación. No había sido un gesto violento, más bien una especie de “déjame en paz” cariñoso dirigido a quien creía su marido. Decidí que ya había llegado demasiado lejos. Mi padre se levantaría de un momento a otro y no quería tentar mi suerte, así que me masturbé en el baño, sintiendo aun en mis manos el calor del magnífico culo.
Una vez más pensé que no podía ir más allá, pero de nuevo me equivocaba. El siguiente sábado era la fiesta de jubilación de uno de los compañeros de trabajo de mi padre, por lo que el domingo se levantaría más tarde que de costumbre, dejándome más tiempo para explorar los límites de aquella extraña relación entre mi madre, las cortinas de la ventana y yo.
Me levanté a eso de las nueve, y lo primero que hice fue comprobar que mi padre dormía profundamente. Mientras mamá realizaba sus labores cotidianas yo fingía ver una interminable carrera de Fórmula 1, atento a el leve golpeteo de sus pies descalzos contra el suelo y a los movimientos fluidos y metódicos con que limpiaba el polvo o movía la escoba. Ese día llevaba una camiseta de color azul oscuro con lunares amarillos, algo más larga de lo habitual, que solo dejaba a la vista sus tersas y brillantes pantorrillas. Poco después de las once mi espera terminó; la voz de doña Emilia reverberó en el patio, pronunciando el nombre de mi madre.
En cuanto se apoyó en el alféizar de la ventana puse en marcha mi plan. Fui a mi habitación, me vestí a toda prisa, volví al salón y le toqué el hombro con un dedo.
-Me voy a dar una vuelta con Fredy.- dije cuando se dio la vuelta y me miró. Alfredo era mi mejor amigo, y aunque no solíamos quedar por la mañana, no le resultaría sospechoso.
-Vale. Pero si te quedas a comer en su casa llama para decírmelo.
Fui hasta el recibidor, abrí y cerré la puerta que daba a la calle pero no salí. Volví a mi habitación, dejé que pasaran algunos minutos, me descalcé, comprobé que mi padre continuaba roncando y con el sigilo de un ninja volví al salón. Parecía un plan perfecto: ella pensaría que yo no estaba en casa y que el cabeza de familia era quien la tocaba de forma furtiva. Coloqué las cortinas de la misma forma que el domingo anterior para ocultarme de miradas indiscretas, incluida la de mamá si giraba la cabeza, respiré hondo y durante unos segundos solamente me recreé mirando el cuerpo (su mitad inferior) que me había gestado diecinueve años atrás.
Consciente de que en aquella situación cada segundo era valioso pasé enseguida a la acción. Empecé sobándole el culo durante unos segundos. Ella hablaba sin parar con las vecinas, y su voz no se alteró lo más mínimo cuando bajé la mano y le acaricié la parte interior de los muslos, tan suave como había soñado. Le levanté la larga camiseta hasta la cintura, revelando las suculentas posaderas enmarcadas por unas bragas blancas con un ribete rosa. Las acaricié con calma, una calma forzada pues de un momento a otro mi padre podía aparecer en el salón, o podía sonar el teléfono, o podía darse la vuelta y apartar la cortina o… o podía bajarle las bragas y ver qué pasaba.
Si ha habido un momento en mi vida en el que mi lujuria se ha impuesto a mi raciocinio y me ha impulsado a actuar en contra de toda lógica fue en aquella mañana de domingo. Bajé las bragas lentamente, como quien abre un regalo de navidad, y cuando cayeron hasta sus tobillos empujé con suavidad los muslos hacia los lados, invitándola a separar un poco las piernas pero sin obligarla. Ella captó el mensaje y acató mi voluntad, mientras explicaba a la vecina del segundo-B una complicada receta de repostería, como si la mitad superior de su cuerpo fuese independiente de la inferior. Me humedecí los dedos con saliva y tanteé los carnosos pliegues de su coño, dejando que el vello, todavía más oscuro que su melena, me hiciese cosquillas en la palma de la mano. Cuando le introduje los dedos noté un intenso calor que hasta entonces no había notado en ninguna otra mujer, un calor que parecía brotar del centro mismo del planeta, el calor que me había engendrado y al que ansiaba volver de inmediato.
Mientras movía los dedos dentro de ella me bajé los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas, olvidando cualquier clase de prudencia, me escupí en la mano y embadurné mi polla, que se aproximó dura y reluciente hacia la tierna grieta. La penetré lentamente, recreándome en cada centímetro de mí que desaparecía dentro de su cuerpo. Cuando mi pubis y sus nalgas se apretaron el uno contra las otras noté que todos los músculos de sus piernas se tensaban y se ponía de puntillas, y en ese momento su voz tembló un poco, aunque las vecinas no lo notaron. De pronto pensé que mi padre y yo debíamos de tenerla más o menos del mismo tamaño, ya que la tenía toda dentro y no había notado la diferencia. La mantuve dentro durante un rato, moviéndome a los lados con suavidad y empujando al tiempo que la agarraba por las caderas, para que la sintiese moverse dentro de ella.
A pesar de la poca sangre que me llegaba al cerebro era consciente de que aquello no podía durar mucho, así que comencé a entrar y salir con ímpetu, haciendo vibrar nalgas y muslos con cada acometida. Me pregunté si las vecinas que hablaban con mamá notarían algo, si estarían viendo sus pechos temblar como flanes, o su coleta balancearse, o si se estaría mordiendo el labio para reprimir gestos sospechosos o gemidos de placer. Noté que llevaba varios minutos sin participar en la conversación, señal de que estaba disfrutando, o de lo contrario me hubiese dado una coz y se hubiese girado hecha una furia (furia que se habría centuplicado al ver que era su hijo quien la importunaba). Tardé menos de cinco minutos en correrme, segundos después de que su cuerpo se sacudiese con las oleadas de un discreto orgasmo. Sabía que tomaba anticonceptivos desde hacía años, así que descargué dentro de ella, intentando por todos los medios no emitir ningún sonido que pudiese delatar mi identidad. Cuando terminé le subí las bragas, para que mi semen no gotease hasta el suelo recién fregado, y me largué a toda prisa.
Una vez en mi habitación, me abroché los pantalones y me puse las deportivas. Pude oír, a través de la ventana, que mamá había retomado su conversación como si nada hubiese pasado. Salí a la calle sin hacer ruido (mi padre aun dormía) y fui a casa de Fredy, donde estuve hasta la hora de comer, perdiendo una partida tras otra de dardos.
La comida de aquel caluroso domingo no fue diferente de la de cualquier otro. No noté nada extraño en mamá, quien sirvió la comida y habló de esto y aquello con su habitual jovialidad. Mi padre escuchaba las noticias, comentando alguna de cuando en cuando, y yo como de costumbre engullía sin hablar casi nada. En apariencia nada había cambiado, aunque a mí me costaba levantar la vista del plato más de lo habitual.
Por la noche reflexioné en la cama. Me dije a mí mismo que había llegado demasiado lejos, que lo de aquella mañana había sido una locura y que al día siguiente saldría a buscar trabajo e intentaría conocer a alguna chica con la que no me uniese ningún parentesco.
El lunes me levanté casi a las doce (había reflexionado hasta muy tarde). Mi padre estaba en el trabajo y mi madre realizando sus labores domesticas. Me serví un café y me senté en mi querido sofá. Entonces la voz de doña Emilia resonó en el patio, y mi madre se dirigió hacia la ventana. Pero esta vez se paró a medio camino, en mitad del salón, giró la cabeza y me miró con una sonrisa pícara mientras se levantaba la camiseta hasta las caderas, mostrándome su hermoso trasero.
-Hoy no llevo bragas.- dijo en voz muy baja mientras me guiñaba un ojo.
Durante el resto del verano doña Emilia, Chari la del tercero y el resto de las vecinas notaron a mamá algo rara. Hablaba menos que de costumbre, suspiraba mucho y a veces parecía temblar un poco, pero no parecía estar enferma ni deprimida. Al contrario, su rostro rebosaba felicidad.
 

crisanto

Virgen
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muy bueno este relato, hace tiempo no leía un relato tan excitante.
 

leon77

Virgen
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:icon_surprised:Muy bueno el post me encanto XD k se repitan más d este estilo
 
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