Todos se Cogen a Mamá - Capítulo 11

heranlu

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El último relato que había subido mamá terminó por convencerme de algo que, en el fondo, sabía desde hacía tiempo: yo no podía ayudarla. Después de todo, por algo la profesora Delfina Cassini había elegido como pseudónimo Mujerinsaciable.

Bien podría haber faltado a esa última clase. Pero su instinto autodestructivo la había hecho ir. Se había mentido a sí misma diciéndose que necesitaba estar frente a sus abusadores para poder reafirmarse como mujer. Pero estaba claro que al hacerlo corría un gran riesgo. En el fondo ella lo sabía, y aun así fue. Eso sí, he de reconocer que no se me hubiera pasado por la cabeza ese plan tan rebuscado pergeñado por Lucio. Un plan que pendía de un hilo, era cierto. Tanto así que se vio obligado a incluir a tres chicos que no estaban entre sus aliados originales. Pero de todas formas, fue algo muy osado y muy bien ejecutado. Además, el hecho de que había podido convencer a esos tres, aunque no eran chicos tan maliciosos como los otros, demostraba lo buen manipulador que era.

No me caben dudas de que para mamá también había sido una enorme sorpresa. Pero lo que no tendría que haberla sorprendido era el hecho de que le hubieran sacado fotos ese día que estuvieron en casa. Como tampoco me sorprendería enterarme de que también le habían tomado fotos mientras abusaban de ella en la propia escuela.

Ahora comprendía por qué mamá había llegado recién a las dos de la tarde ese día. Dos horas después de que la clase terminara. Había estado con su perverso alumno en el estacionamiento de un shopping, siendo cogida por este pendejo como si fuera una puta cualquiera, y esta vez por iniciativa propia, pues a pesar de que en principio había sido forzada, no pudo evitar disfrutar de la dominación a la que fue sometida, y necesitaba desesperadamente un orgasmo.

Coincidía en algo con ella: Lucio no la dejaría en paz. Quizás los otros intentarían aparecerse en casa y someterla nuevamente, pero si ella encontraba la manera de evitarlos (como por ejemplo no dejándolos pasar a la puta casa) no tardarían en cansarse. A diferencia de lo que pasaba con Lucio, las amenazas de ellos no eran tan convincentes. Pero Lucio era diferente. Lucio estaba obsesionado con mamá.

Al día siguiente, ella continuaba de un humor sombrío. Estaba estresada. Se notaba que tenía miedo de que, de repente, todo el mundo se enterara de sus encuentros sexuales con todos esos adolescentes. En realidad, no me cabían dudas de que en las próximas semanas se acrecentarían los rumores de la lascivia profesora de contabilidad. A alguno de los siete (no incluyo a Lucio) se les iría la boca.

Sin embargo, empezaron a pasar los días, las semanas, y los meses, y no me llegaban noticias de que algo fuera a ocurrir. Imaginé que quizás no le habían sacado más fotos, tal como lo había imaginado. Además, en esa época no era tan fácil compartir imágenes por el celular, y pasarlas a una computadora. Por lo visto Lucio era el único que contaba con esos conocimientos.

Pero antes de que el pasar del tiempo empezara a devolvernos el alma al cuerpo, hubo un día en el que mamá me sorprendió con una inusitada propuesta.

—¿Qué te parece si te vas a vivir un tiempo con la abuela? —me dijo—. Digo, hasta que empiece a acomodarme económicamente.

La abuela… Realmente la quería mucho. Había sido mi madre antes que la profesora Cassini, quien me había parido de muy joven y se había decidido a ocupar su rol cuando yo ya tenía unos cuantos años. No hubiese estado mal pasar un tiempo con ella mientras me acostumbraba a la nueva escuela. Realmente necesitaba un tiempo de paz. Pero por otra parte, mamá podría necesitarme. Estaba claro que esa propuesta nacía del convencimiento de que tendría que lidiar con Lucio por un tiempo más, y prefería mantenerme lo más alejado posible de esa vida caótica que estaba llevando.

—No te voy a dejar sola —le dije, apoyando mi mano en su hombro.

Ella la tomó y se la llevó a su mejilla. Luego nos abrazamos. No recuerdo cuándo había sido la última vez que lo habíamos hecho, pero realmente necesitábamos de ese abrazo. Desde hace tiempo tenía en claro que ella sabía que yo sabía, o por lo menos sospechaba, algo de lo que sucedía. Y la ternura con la que me trató en ese momento reflejaba un infinito agradecimiento.

Empecé en la nueva escuela. Una escuela incluso mucho más salvaje que la que estaba antes. Pero como dicen algunos, cuando se está en un lugar en donde no te conoce nadie, podés ser quien quieras ser, podés crearte una nueva personalidad. Yo no cambié mucho, pero me inventé una versión mucho más dura de mí. A la primera provocación devolvía el insulto con las palabras más ácidas que encontraba. Y si era necesario, me agarraba a piñas. Por suerte esto último no sucedió muchas veces, porque si bien demostraba tener mucho temperamento, también me las arreglé para mantener el perfil bajo, de manera de no ser un blanco para los abusadores de la escuela.

Mantuve a mamá oculta de mis nuevos conocidos todo lo que pude. En esos tiempos las redes sociales todavía no existían, por lo que no corría el riesgo de que la conocieran a través de alguna foto que publicara en ella. Tampoco llevaba jamás a mis compañeros a casa. La verdad es que en esos últimos meses de secundaria no hice ningún verdadero amigo, y todo debido a que tenía temor de que alguno se cogiera a mamá. No podía evitar pensar en que, tal como había sucedido con Ernesto, el solo hecho de encontrarse casualmente con mi madre durante algunos minutos bastaría para que ella se les entregara.

Recién para la entrega de diplomas me fue imposible hacer algo para que concurriera al colegio. No hace falta aclarar que la exprofesora Delfina Cassini sobresalía entre ese montón de madres rellenitas, de las cuales la gran mayoría ya habían pasado hacía rato los cuarenta. De todas formas, para ese entonces ya estaba saliendo con el doctor Equiza. Pero me estoy adelantando.

Durante los primeros tiempos después de cambiarme de escuela, hice un esfuerzo sobrehumano para no volver a leer los relatos de mamá. Esto me costó, como ya dije, muchísimo. Pero me di cuenta de que, a medida que pasaba el tiempo, la curiosidad era menor que antes, y esto a su vez me servía para aferrarme a la decisión de no meterme más en esa diabólica página de relatos eróticos. En ese punto me daba cuenta de que de nada me había servido conocer los detalles de las desventuras sexuales de mamá. Lo único que había logrado con ello fue trastornarme a mí mismo.

No obstante, no fueron pocas las veces en las que sentí que la tensión aumentaba exponencialmente en la casa. Esos días mamá se vestía de manera sensual, con pantalones ceñidos o faldas bien cortitas, y salía para luego volver en algunas horas. Otras veces esa tensión tenía el efecto opuesto. Ella se recluía en casa y no salía por nada del mundo. En esos momentos yo me quedaba a su lado, como un soldado, a la expectativa de la llegada indeseada de alguno de sus exalumnos.

Pero tenía en claro que no podía protegerla en todo momento. No sabía lo que hacía cuando se iba de casa, o cuando yo estaba en la escuela o en algún otro lado. Me imaginaba que se las podía arreglar para evitar a Ricky y sus compinches Enzo y Gonzalo. Por otra parte, dudaba de que Fabián intentase abusar de ella por su cuenta, y mucho menos Orlando, Juan Carlos y Leonardo. Pero Lucio… Lucio no se daría por vencido tan fácilmente.

Pero a los tres meses de nuestra huida de aquel establecimiento escolar, tuve una gran sorpresa. Después de todo, el Doctor Germán Equiza no quería a su nueva secretaria solo como un mero objeto sexual. Se puso de novio con ella. Y si bien en esa época no logré apreciarlo como se merecía, ahora me doy cuenta de que él la trataba muy bien, como debía tratarse a una dama. Y no digo que mamá no mereciera que la trataran así, al contrario. Pero ahora, ya siendo un adulto, me doy cuenta de que para los hombres en una situación económica superior al de su pareja, no les cuesta mucho abusar de la mujer que tienen al lado. Y dadas las características de mamá, me llamaba mucho la atención que el buen cirujano la tolerase. Porque si bien dudaba de que ella le contara todas sus anécdotas, estaba seguro de que un hombre de mundo como él, que además ya estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, se daría cuenta de que lo que tenía al lado era un volcán que en todo momento estaba a punto de hacer erupción.

Más adelante me enteraría de por qué hacían tan buena pareja, y cómo fue que él lograba aplacar la lujuria infinita de mamá. Pero para eso faltaban algunos años.

En el medio recompuse, al menos en parte, mi relación con Ernesto. En realidad, jamás habíamos sido realmente amigos. Él solo era el chico con el que mejor me llevaba en ese curso de casi desconocidos. Pero de todas formas, percatándome de que se había comportado de una manera totalmente diferente a los otros con quien mamá se había acostado, me pareció justo responderle los mensajes que cada tanto me enviaba, en los que me preguntaba que cómo me iba en la nueva escuela y esas cosas.

Con quien también mantuve el contacto fue con Celeste. La inesperada salida de mamá y la mía me habían envuelto en un halo de misterio que no pensaba desaprovechar. Me hacía el misterioso, para que ella se interesara en mí. Al final le expliqué que me había echado de la escuela después de la pelea, y que mi mamá simplemente había encontrado otro trabajo, porque la docencia no se le daba bien.

—Qué lástima, si era una excelente profesora —opinó Celeste al teléfono.

Ese día fue a visitarme a mi casa, e hicimos el amor. Desvirgarme con nada más y nada menos que la chica que me gustaba, fue algo que me ayudó más de lo que hubiera imaginado en reconstruir mi autoestima. Ahora la seguridad que antes fingía tener, era real. Estaba madurando, me estaba haciendo un hombre.

De todas formas, la linda rubiecita jamás se decidió a convertirse en mi novia. De hecho, estoy seguro de que empezó a verme con menos frecuencia debido a que se lo propuse. Después simplemente desapareció de mi vida. No obstante, el regalo de ese primer polvo reivindicador me hacía imposible guardarle algún tipo de rencor.

Cuando pasó masomenos un año de que mamá empezara a salir con el doctor Equiza (me cuesta decirle de otra manera, aunque siempre me cayó bien), nos fuimos a vivir a un departamento que él tenía en capital.

Un día, con la esperanza de que esa relación con su jefe (ahora mamá ya no era su secretaria, pero aún trabajaba para él, llevando la parte contable de la clínica) la hubiera apartado de esa vida promiscua que llevaba, entré a la página de relatos eróticos.

Lo hice con mucha ansiedad, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba de un momento a otro. SI había más relatos de Mujerinsaciable, iba a afectar mi vida de nuevo. Y me había costado muchísimo volver a ser un adolescente masomenos normal. Pero aun así lo hice. Me prometí que solo echaría un vistazo a los títulos. No los leería. No necesitaba hacerlo. En esos textos perversos solo habría descripciones detalladas de cómo unos adolescentes vejaban a mi madre, y ella, sin poder evitarlo, a pesar de saberse coaccionada, lo disfrutaría. Pensándolo ahora me doy cuenta de que fui un iluso. Es obvio que si veía que mamá había publicado más relatos, no me iba a poder contener.

Y sin embargo, no había nada.

Y no solo eso. La cuenta de la usuaria Mujerinsaciable había sido dada de baja, y los nuevos relatos que había publicado habían tenido el mismo destino que los anteriores: fueron eliminados.

Ahora sí, después de tanto tiempo, sentía alivio. Era una sensación tan gratificante, que incluso me parecía que nunca antes me había sentido así. Aunque lo cierto era que simplemente había olvidado lo que era estar en paz.

La actitud de mamá también me reafirmaba en la idea de que estaba mejorando. Se la veía alegre. O mejor dicho, se la veía feliz. Estaba claro de que estaba enamorada. Y el Doctor Equiza también. No se me escapaba que por momentos él la usaba como una especie de novia trofeo, restregándole a sus colegas, en refinadas reuniones sociales, a esa joven y sensual mujer que tenía como amante. Pero fuera esos detalles, era un buen tipo. Además, yo daba por sentado que mi madre le era infiel (más adelante me daría cuenta de mi error), y eso me ayudaba a mirar con indulgencia sus errores.

Como cereza del pastel, en más de una ocasión la escuché decir, como al pasar, que había retomado la terapia.

Yo empecé la universidad. Al final, elegí la misma carrera que mamá. No porque amara la contabilidad, sino porque no encontraba nada que me apasionara, así que prefería hacer esa carrera mientras aparecía algo que de verdad me gustara. Además, tener a una contadora que me ayudara a entender algunas cosas, era una gran ventaja. A pesar de todo, no cambié de carrera. Me recibí en tiempo récord. Con veintidós años ya tenía un título universitario y un trabajo muy bien remunerado.

Había tenido varias parejas, pero a la primera señal de que se tratara de una infiel en potencia, o de que fuera de esas que necesitaban que los hombres la dominaran, me alejaba espantado. Tampoco solía elegir a las chicas bellas que todo el mundo deseaba. Adoraba a mamá, pero me mantenía alejado de las mujeres a las que les encontraba algún parecido con ella. Pero de todas formas, todas esas relaciones me sirvieron para darme cuenta de que mi capacidad de seducción era mucho mayor a la que jamás había imaginado.

En ese lapso de tiempo, cada tanto revisaba la página de relatos eróticos, a ver si la cuenta de Mujerinsaciable resucitaba. Pero eso jamás ocurría. También solía preguntarme si lo que sucedió con sus alumnos había llegado a los oídos de toda la escuela y del barrio. Pero si había pasado, a estas alturas más que una anécdota, se había convertido en un mito urbano. En todo caso, ya estábamos lejos, tanto geográficamente como temporalmente, y si hasta el momento mamá no había sido escrachada por sus infracciones, no lo iba a ser ahora.

Esta historia podría terminar acá. Una historia de sufrimiento. Sin revancha, sí. Pero de rehabilitación. Tanto yo como la exprofesora Cassini habíamos tomado las riendas de nuestras vidas. Los hechos de esos meses habían quedado como pesadillas de las que uno apenas recuerda de manera borrosa. Pesadillas que molestan, sí, pero que cuando uno se despereza, se da cuenta de que ahora la vida es otra, y de que eso quedó tan atrás como un sueño.

Pero no, no es el final de esta historia. Es, de alguna manera, el reinicio de ella.

Todo comenzó un día, dos años atrás, en el que, nuevamente, eché un vistazo a la página que tantos tormentos me había traído. Esta vez no alcancé a buscar el perfil de Mujerinsaciable, porque en la página de inicio había algo que me llamó mucho la atención. Se trataba de un relato. Un relato escrito por un tal Alumnoperverso2.0.

Más de cinco años después había reaparecido. Y no había lugar para creer que esta resurrección no tuviera nada que ver con mamá. Mucho menos leyendo el título del relato. Ahí estaba el mosquita muerta de Lucio de nuevo, pavoneándose de sus conquistas sexuales. Por fin había aprendido a escribir con cierta elocuencia, lo que, por algún motivo, me indignaba aún más.

El relato decía así:

Reencuentro con mi MILF favorita

Estaba hermosa la profe Cassini. Ya anda por los cuarenta, pero siempre tuvo esa virtud de parecer más joven, así que ni siquiera se veía de treinta y cinco. Habían pasado muchos años de que no la veía, aunque casi todos los días la recordaba. Todavía creo poder revivir cómo se sentía su piel suavecita en mis manos, su linda boquita metiéndose mi verga adentro (y las de tantos otros), y su amplia vagina recibiendo mis penetraciones.

Tantos años que pasaron. La profe Cassini se había mudado, y ahora andaba con un tipo nariz parada según sabía. Yo siempre tuve la esperanza de volvérmela a encontrar solita y vulnerable, y así pasó el tiempo sin darme cuenta. Después le perdí el rastro, y ya no tuve manera de llegar a ella para intimarla a que se entregara otra vez.

Igual bien que me saqué las ganas con esa profe de piernas tan débiles como sus convicciones. No pasaban dos minutos de que se negaba rotundamente a que ya estaba arrodillada o con las piernas abiertas. Así era la profe.

Cuando fui creciendo, busqué mujeres como ella. Solo así me satisfacía de verdad cuando me echaba un polvo. Pero no digo mujeres como ella, en el sentido de que se parecieran físicamente a la profe. Bueno, si se le parecían, mejor, porque eso me hacía calentarme más fácilmente. Pero lo que más me gustaba eran esas mujeres fáciles, que se escondían detrás de una fachada de señora de familia respetable y feliz. Con el tiempo aprendí a identificarlas. MILFs desesperadas, con una vida aburrida, que necesitaban a toda costa una verga entre sus piernas, solo para que sus existencias monótonas dejaran de ser tan miserables.

De todas formas, ninguna de ellas le llegaba a los talones. Ninguna como la profe Delfina Cassini.

Miren que había intentado encontrar en dónde vivía muchas veces. Pero ni siquiera la encontraba en las redes sociales. Ni a ella, ni a su hijito. Pero si tanto esfuerzo detectivesco no me sirvió de nada, una simple casualidad me hizo reencontrarme con mi más deseada amante.

Casi no la reconocí de entrada. Llevaba un vestidito negro, bien cortito, que parecía costar más que toda la ropa que tengo en mi placard, zapatos de tacones altos, y anteojos negros para protegerse de los rayos del sol, que en ese momento estaban muy fuertes. Yo había ido al centro para hacer un trámite. Paré en un barcito para tomar algo, y la vi pasar por la vereda, a través del vidrio del local. Dejé la plata en la mesa, sin siquiera estar seguro de si era suficiente, o si estaba pagando el doble. Pero no podía esperar a que el mozo me trajera la cuenta. Cuando salí, la vi doblar la esquina. Pegué una corrida de cincuenta metros para acortar distancia. Cuando tuve que girar, la vi que encaminaba hacia la boca de subterráneos.

La verdad es que no estaba ciento por ciento seguro de que se trataba de ella. Solo la había visto de perfil por un instante. Pero igual, me metí en la estación de subte, siguiéndola. Me parecía raro que una mujer tan llamativa usara transporte público. Está bien que a esas horas las avenidas eran intransitables de tantos autos que había, por lo que terminaba siendo más práctico ir en subte. Pero es que la profe Delfina parecía una estrella de Hollywood metiéndose en un vagón lleno de gente apretujada. Ahí me di cuenta de que a la muy zorra seguramente le gustaba que la manoseen desconocidos. La profe siempre fue medio retorcida. Yo lo único que había hecho fue darle un empujoncito para que se sumergiera en ese desenfreno que a ella le era tan natural.

Mi primera idea fue aprovechar el amontonamiento para meter mano por debajo del vestido. Si era la misma profe que yo conocía, seguro que no iba a hacer ningún escándalo, y de seguro que iba a dejar que gozase de su trasero, como tantas veces lo había hecho. Pero la suerte no estuvo de mi favor en ese punto, ya que no logré acercármele. Es más, me costaba mucho no perderla de vista.

Al final, en la estación Diagonal Norte se bajó un montón de gente. Ahí recién ella se pudo sentar. Cruzó las hermosas piernas desnudas, ganándose la mirada libidinosa de todo el sector masculino del vagón (y de algunas mujeres también, jejeje). Yo me senté en el asiento de enfrente, pero no frente a ella, sino varios lugares más a la derecha. Así la miraba de reojo sin que ella me mirara a mí. De todas formas, yo sí que me veía muy diferente a los tiempos de la escuela. Ahora usaba lentes de contacto, me había dejado crecer la barba y hacía natación (que es el único deporte que me gusta practicar), por lo que era muy probable que no me reconociera a simple vista.

Traté de no mirarla tanto. Ahora que ya no tenía puestos los anteojos de sol estaba convencido de que se trataba de ella: Mi antigua profe de contabilidad, la mujer que me convirtió en hombre, la MILF que tantas veces se había convertido en mi juguete sexual.

Apenas hicimos una estación más y se puso de pie para bajarse. La imité. Traté de mantener cierta distancia, para que no se percatara de que estaba siendo acechada. Pero por culpa de eso casi la pierdo. Resulta que no se había bajado porque fuera su destino final, sino que tenía que hacer combinación (trasbordo) con otra línea de subte. Cuando me di cuenta de eso, ya sonaba la alarma que indicaba que el tren se disponía a marchar. Ella había llegado con lo justo, y yo llegaba tarde. Pero justo una puerta había quedado media abierta por otras personas que llegaban en el último momento, que la obstruían, por lo que el subte no podía arrancar. Así que aproveché e hice una pequeña carrera hasta meterme en ese vagón. Después, con carpa, me cambié al que ella estaba.

Ahí la vi de nuevo. No le daba cabida a nadie, aunque estaba claro que sabía que era el centro de atención del lugar. No solo estaba vestida de manera elegante y sensual, sino que era increíblemente hermosa. Hasta me pareció sentir el rico aroma de su perfume, y eso que estaba a unos cuantos metros de ella.

Bajamos recién a la sexta estación. La profe me estaba haciendo ir lejos de casa. Y el viaje de vuelta se haría demasiado largo. Pero tenía la esperanza de que toda esa persecución valiera la pena. Con la profe, los esfuerzos siempre valían la pena.

Esta vez ella debía subir las escaleras para salir a la calle. Y yo, que iba varios escalones más abajo, tuve el placer de verla por debajo del vestido. Los cachetes de las nalgas se asomaron, y creí ver una tanguita negra. Pero el goce visual apenas había durado unos segundos. Igual no importaba, tenía que concentrarme en no perderla de vista. Salimos, y nos encontramos con una tarde calurosa. Me pregunté, otra vez, por qué una mujer con el estatus social que parecía tener ahora, andaba por el centro en hora pico, y sin vehículo. Se había ido a coger, pensé. Solo un buen polvo podría hacer que una hembra como ella se tomara todas esas molestias. Sentí cómo mi sangre hervía por la envidia.

La seguí, como una sombra, por las conglomeradas calles de Buenos Aires. Estábamos en un barrio muy paquete. Pensé en abordarla ahí mismo, en una placita que se extendía a mi derecha, y por cuyo sendero estábamos pasando. Pero no tenía mis armas a mano. Y aunque las tuviera, no estaba seguro de si causarían el mismo efecto que antes causaban en ella. De todas formas, siempre que me acuerdo de todo lo que había pasado en aquellos años escolares en donde me convertí en quién soy ahora, llego a la conclusión de que el principal motivo por el que pude domar a esa yegua no había sido por mis intimidaciones, ni por mis pruebas, sino por su propia naturaleza. Así que por esta vez preferí seguirla, para saber en dónde estaba viviendo, y así poder verla en otro momento, cuando por fin decidiera la manera de dominarla de nuevo. De solo pensarlo, sentía cómo mi verga empezaba a hincharse, y se me hacía agua la boca.

Tuvimos que caminar como cinco cuadras hasta llegar a un edificio que, comparado con los demás, parecía muy pequeño. Tomé nota mental de la dirección. En ese punto, mientras ella abrió la enorme puerta vidriada con una llave, ya estábamos casi uno al lado del otro. Yo debía fingir que seguía mi camino, y ella simplemente me consideraría uno más entre tantos babosos que se cruzaría todos los días y que le miraban el culo con deleite.

Pero en ese momento tuve una idea. No me gusta improvisar. Cada vez que llevo a cabo un plan de dominación lo pienso mucho antes de hacerlo. No solo basta con conocer los puntos débiles de la mujer a la que quiero doblegar, sino que el contexto tenía que serme favorable. Y ahora no tenía idea de cuál era el contexto en el que estaba. Podría encontrarme con el joven Luquitas ahí mismo. O quizás con el macho que la había sacado de la pobreza y que la había alejado de mí. O con ambos. Cualquiera de esos escenarios, no eran convenientes.

Pero por un impulso actué, mandando a la mierda toda mi filosofía de obstinada paciencia. Justo cuando la puerta vidriada estuvo a punto de cerrarse, apoyé mi mano y la empujé.

—Disculpá. No me había dado cuenta de que ibas a entrar —dijo la profe.

Escuchar su voz después de tanto tiempo, y que encima me mirara, me hizo temblar las piernas. Por lo que entendía ella pensó que yo también era un vecino del edificio.

—No pasa nada —dije.

Entré al ascensor junto a ella. El tonto del portero me miró con cierta duda, debido a que no tenía la llave de entrada en la mano, pero habría pensado que venía junto a ella, porque al final no me dijo nada. Ese era un buen dato a tener en cuenta en el futuro. La seguridad del edificio era bastante pobre.

Compartimos ese espacio reducido que era el ascensor, el cual no tardó en llenarse de ese olor a perfume importado que la profe tenía en su ropa y su piel.

—¿También vas al séptimo piso? —dijo, al notar que yo no había presionado ningún botón.

Yo asentí con la cabeza. Dudaba que me reconociera por la voz, pues a estas alturas había cambiado, pero por las dudas me dispuse a hablar lo menos posible. Ya sabía en qué edificio vivía y en qué piso. Si ahora descubría cuál era su departamento, tendría un dato con el que hacía mucho no contaba, y que resultaba muy útil para poner en práctica cualquier otro plan que idease en un futuro no muy lejano (más bien muy cercano).

—¿Sos el hijo de los Corti? —preguntó

Asentí de nuevo con la cabeza. Parecía que la profe se había dado cuenta de que había dejado pasar a alguien que no era del edificio. Era muy probable que cuando se metiera en su departamento llamara a portería para advertirlo. Bah, eso lo pienso ahora. Pero en ese momento no lo sabía. Lo cierto es que ella de repente se cruzó de brazos y pareció acurrucarse en un rincón. A lo mejor ahora se dio cuenta de quién soy, pensé. O a lo mejor solo se puso nerviosa por la manera lujuriosa con que la miraba sin poder evitarlo.

De todas formas ya estábamos ahí. Salimos del ascensor. La profe caminó rápido hasta una puerta que era la más cercana al pequeño hall del piso. Era el departamento A. Me di cuenta de que el piso contaba solo con departamentos, así que el edificio ya no me parecía tan insignificante como en un principio. A ella se la notaba nerviosa. Más cuando, luego de mirarme de reojo, se dio cuenta de que yo seguía cerca del ascensor, sin atinar a dirigirme a ningún otro departamento. Esa actitud de animalito asustado me excitó muchísimo. Di unos pasos en su dirección. Ella no podía meter la llave en la cerradura. Y de repente el manojo de llaves fue a caer al piso.

Se agachó para agarrarlas, a lo que aproveché para acercarme. Me miró por encima del hombro, como en las películas de terror se les mira al asesino sádico que persigue a las víctimas con increíble lentitud, pero que aun así siempre las alcanza.

—Yo te ayudo —le dije, mientras intentaba meter torpemente la llave de nuevo.

—No hace falta, yo…

Pero sin hacerle el menor caso, le quité el manojo de llaves de la mano. Ella se acurrucó contra la puerta, como lo había hecho en el ascensor. Fue ahí cuando me miró con los ojos como achinados, como si con eso me viera con mayor nitidez.

—¿Lucio? —dijo—. ¡¿Qué hacés acá?!

—Estuve un poco nostálgico estos últimos días, así que vine a ver a mi profesora preferida —le respondí.

—No podés… No podemos. ¿Por qué viniste? No vas a ganar nada con amenazarme como antes —dijo, aunque no sonaba nada convincente—. Además, mi marido está adentro —explicó después.

Esto último pareció más falso que lo primero. Y si de verdad el marido estaba ahí, tampoco me importaba mucho. Como mucho me iba a comer una paliza. Cuando decidí meterme en el edificio había dado por sentado ese riesgo. Por la profe valía la pena ponerme en peligro.

Me acerqué a ella. El hecho de que estuviera contra la puerta me venía bien, porque me paré bien firme frente a ella, y ya estábamos pegados. No tenía a dónde escapar.

—Este vestidito es muy corto ¿Así andaba por la calle y su marido esperándola en casa? —dije, provocándola.

Metí la mano por debajo del vestido. Acaricié sus muslos. La profe me detuvo el movimiento con la mano, pero lo único que logró fue que yo aplicara más fuerza, con la que la derroté fácilmente. Ahora mis dedos frotaban la vulva a través de la bombacha. Se sentía húmeda, aunque no estaba seguro de si eran flujos o transpiración.

—Usted siempre tan caliente profe —le dije de todas formas.

—¿Para qué viniste? ¿Por qué tuviste que venir justo ahora? —me preguntó.

Le corrí la tela de la bombacha a un costado. Ahora su sexo quedó expuesto. La profe no pudo evitar morderse los labios. Enterré un dedo. Sí, estaba empapada. El dedo se resbalaba con facilidad, y se sentía como si lo estuviera moviendo en una olla, ya que era muy amplio. Así que metí otro dedo a la vez. Los enterré por completo. Ahí la profe no pudo evitar largar un gemido. La profe nunca podía evitar largarlos.

—No. Esto no puede estar pasando. Dame la llave —me dijo, extendiendo la mano para que se la entregase.

Yo se la di. Me daba lo mismo. La estaba penetrando en la puerta de su casa y no oponía resistencia. Arrimé mi nariz a su cuello, para sentir el rico perfume que tenía encima. Le metí los dedos con violencia, hasta que mi puño chocó con su sexo. Besé su cuello. Sentí su respiración entrecortada. Retiré unos centímetros los dedos y se los enterré de nuevo. La profe estaba entregada. Había caído presa de su propio instinto.

Entonces escuchamos el ascensor. Por lo visto alguien venía al séptimo piso. Los Corti habían llegado a casa. La profe se dio vuelta para abrir la puerta. Ahora estaba más tranquila. Pudo embocarla en la cerradura. Resultó que no era un ladrón el que estaba esperando a que se metiera en la casa para asaltarla. No. Era yo, que la iba a asaltar de otra manera. De una manera que a ella no le gustaba, pero tampoco le daba tanto miedo. Yo no dejé de manosearla en ningún momento. Ahora acariciaba su suave orto mientras entraba detrás de ella.

Cerré la puerta. Ella se dio vuelta. La agarré de la cintura y le comí la boca de un beso. Un beso de novios. Un beso de amantes. La lengua de ella se metía en mi boca con brusquedad.

—¿Me extrañaste? —le pregunté, mientras le bajaba la tanga húmeda.

—Te extrañé como se extraña a algo que nunca quisiste, pero que igual estaba ahí, siendo parte de tu vida. El vacío queda, aunque sea algo indeseable —dijo ella, mientras levantaba los pies para que me deshiciera de su diminuta ropa interior—. No sé si es normal sentir eso. Pero supongo que no soy normal. Vos abusaste de mí. Te aprovechaste de mis debilidades…

—Pero me extrañaste —le dije.

—Estoy toda transpirada. Tengo el auto en el taller, y tuve que viajar en subte.

—¿Fuiste a coger con alguien que no es tu marido? —le pregunté, empujándola hasta un sofá que tenía toda la pinta de ser muy cómodo.

—Sí, pero vos no entendés…

—¿Que no te alcanza con una sola pija? Eso sí lo entiendo —respondí, empujándola sobre el sofá.

—No me refería a eso. Me refería a que… Germán sabe.

—¿Que le metés los cuernos? ¿Eso sabe? —dije yo, sin poder evitar soltar una carcajada.

—No le meto los cuernos. No lo traiciono.

—Entonces no le va a molestar que me coja a su mujer.

—No funciona así… Bueno, ¿me vas a coger o no?

Me puse en bolas en unos segundos. La profe se quedó con el vestido puesto, cosa que me encantó. Separó las piernas y me mostró su conchita depilada. Me tiré encima de ella. Tantos años viviendo de recuerdos, pero ahora por fin la tenía de nuevo, totalmente entregada. Levanté sus piernas. Puse sus talones en mis hombros y empecé a darle maza con todas mis energías. Ir a natación me servía para tener los músculos fuertes, y para durar bastante tiempo haciendo esos movimientos pélvicos intensos con los que la estaba poseyendo.

La profe gemía como si la estuvieran matando. Los Corti podrían escuchar sus escandalosos gritos. La profe era la misma puta de siempre. Eso me hacía muy feliz. Ver su cara de placer mientras se la metía me hacía muy feliz. Estrujarle las tetas mientras mis bolas chocaban con sus nalgas me hacía muy feliz. Hacerla gritar cuando se la metía hasta el fondo me hacía muy feliz…

Eyaculé sobre su pelvis. La profe quedó agitada y despeinada sobre el sofá, con el vestido levantado hasta la cintura, como si acabara de ser violada por una tribu africana.

—Creo que ahora sí es hora de que se dé un baño —le dije después de dejarla descansar un rato.

Le quité el vestido y la hice ponerse de pie. Le di una nalgada a ese culo respingón. Obviamente no tenía la firmeza de cuando estaba en sus treinta y pocos años, pero aún así se sentía muy bien. Se notaba que la profe hacía los ejercicios pertinentes para mantener todo en su lugar el mayor tiempo posible. Nos metimos en la ducha.

—Sos como una enfermedad ¿Sabías? —dijo ella, mientras el agua caía en su precioso cuerpo—. Como una enfermedad de la que una pensó que se curó, pero ahora vuelve a recaer.

—Recaiga profe, recaiga nomás —le dije yo, sin importarme su insulto. Si yo era una enfermedad, bien, la infectaría hasta la última célula de su cuerpo.

Agarré el jabón, y empecé a frotarle la espalda. Mi verga todavía necesitaba de unos minutos para recuperarse.

—Vos no entendés. No tenés idea de lo que me costó salir del infierno en el que vivía —explicó la profe—. Años de terapia entre otras cosas. Y por fin encuentro a un tipo que no le molesta que me coja a otros. Y no solo no le molesta, sino que le gusta, y que elige conmigo a mis chongos. Yo elijo ¿Entendés? Esa es la gran diferencia con lo que vos me proponés. Vos querés doblegarme. Me acechás, y aparecés de la nada, para aprovecharte de mí.

—Entonces elíjame profe. Elíjame a mí —le propuse.

Bajé la mano y empecé a enjabonar sus nalgas.

—No puedo. Vos no entendés. Vos pretendés cogerme cuando quieras, de la manera que quieras. Y querés que coja con quienes a vos se te ocurre, sin importarte mis deseos. Solo te importan tus retorcidas fantasías.

En eso la profe tenía razón, así que no le dije nada. Ahora apoyé el jabón en la raya del culo, y empecé a frotarlo a todo lo largo, subiendo y bajando una y otra vez. A la profe empezaba a gustarle ese masaje anal.

—No puedo volver a lo de antes —dijo.

Ahora me ensañé con su ano. Lo perforé como si lo que tenía en la mano fuera un taladro. Creo que parte del jabón llegó a meterse por él. Dejé que cayera el agua de la ducha para enjuagarlo. Después le metí un dedo. También en esa cavidad entró con mucha facilidad.

—¿Le gusta que le hagan el orto profe? —le pregunté.

Ella solo asintió con la cabeza. Entraba tan fácil el dedo en ese culo, que repetí lo que había hecho en la puerta del departamento: le metí otro. Ahora las dos extremidades encontraban cierta resistencia. Pero de todas formas entraban fácilmente. Tanto, que después de la tercera penetración ya se metieron casi por completo en el trasero de mi amada profesora de contabilidad. ¿Cuántas pijas habrían entrado en ese agujero? Y todas con la autorización del cornudo de su marido.

Y entonces empezó a gemir. Dio unos pasos, con mucho cuidado de no resbalarse, y se apoyó en la pared. Yo me puse en cuclillas, para estar más cómodo, y empecé a meterle y sacarle los dedos una y otra vez. Lo habré hecho cien veces. Entonces mi verga ya estaba lista para otro asalto.

Me paré. La posición en la que estaba antes hizo que mis piernas se sintieran cansadas, pero igual lo iba a hacer. Le iba a hacer el orto a la profe.

La agarré de una nalga y la separé de la otra. El agujero oscuro ya estaba muy dilatado después de lo que le había hecho con mis dedos. Acerqué mi pija y empujé. El orto absorbió la cabeza al toque. La agarré de las caderas, y empecé con el movimiento de mete y saca. La muy puta ni se inmutaba mientras se la metía cada vez más y más. Eso sí, gemía y gemía. Y cada vez que mi verga desaparecía otros tantos centímetros en su ojete, sus gemidos eran intensos. Entonces, viendo que ese culo tenía mucho más aguante del que hubiera imaginado, me la empecé a coger con violencia. Aumenté la velocidad de mis embestidas muchísimo, sin importarme que después de semejante ejercicio me iba a costar mucho caminar. Ahora la profe quedó completamente pegada contra la pared, y yo, sin piedad, no dejaba de perforarla. Se sentía muy rico la leve presión que ejercía el anillo de su ojete en mi verga. Era una presión que no tardaba en rendirse ante la inminente entrada de mi poronga. La agarré de la cara, y la apreté con fuerza.

—Usted es mía profe. Usted siempre va a ser mía —le dije al oído.

Y después de eso acabé. Toda la leche fue a parar adentro de su trasero. Quedé totalmente exhausto. Me tuve que sentar sobre el divisor de la ducha y el baño. Mis piernas ya no me respondían. Pero estaba satisfecho. Me había echado tremendo polvazo a costas del ojete de mi querida profe. Cuanta nostalgia, cuanta calentura, cuanto placer. Y ella… ella como siempre, dispuesta a caer en mis manos depravadas. Qué fácil era dominar a la profe. Ojalá y todas las mujeres fueran así.

Entonces hizo algo que no me vi venir. Se sentó en cuclillas, sin llegar a apoyar el trasero en el piso, como si estuviera a punto de cagar. Entonces vi cómo mi leche salía de su orto para luego ser llevada por el agua hasta la rejilla del desagüe.

—¿Ya estás contento? Ahora andate —me dijo.

Me paré, con bastante dificultad. Y le arrimé mi verga a la cara.

—¿Sos idiota? No te la pienso chupar. La acabás de meter en mi culo.

—Vamos profe, lávela —le dije.

La verdad es que mi verga estaba totalmente fláccida, y dudaba de que, después de esos dos polvos (sobre todo después del segundo), se empinara pronto por tercera vez. Pero me daba mucho morbo que ella me la lavara.

La profe dio un paso atrás, dejándome espacio para que pusiera mi miembro debajo de la ducha. Le entregué el jabón. Ella, ofendida pero sumisa (como siempre) dejó caer el agua sobre el jabón, hasta que sus manos se llenaron de espuma. Después dejó el jabón a un lado, y empezó a masajear mi verga, que, a su vez, enseguida se cubrió de espuma.

Seguro que pensaba que me la iba a tener que chupar de nuevo, porque la lavó con mucho esmero. Se aseguró de correr la piel hacia atrás, y frotó sobre todo el glande. Como era de esperar, tanto masaje me puso al palo de nuevo. Pero esta vez no tuve que decirle que se la llevara a la boca.

—Te hago acabar una vez más y te vas de acá —me dijo.

Y entonces ahí me hizo tremendo pete. Su lengua se movía con mucha gula. Nadie diría que no tenía ganas de mamármela. Hasta parecía que se la quería devorar por completo. Se le metí entera y ella siguió peteando como si nada. Así de experta era la profesora chupando vergas. Obviamente le hice tomar toda la leche. Pero eso no es nada original, así que no me voy a poner detallista con esa parte de la historia. Lo importante es que estuve con ella de nuevo. Y que se la metí por todos sus orificios.

—Y dónde está el cornudo de tu marido —le dije, cuando ya estábamos secos, poniéndonos nuestras ropas.

—Qué te importa —me respondió la muy insolente.

—Bueno, ya veo que no puedo hacerte preguntas. Tampoco te voy a preguntar cuándo nos vamos a ver de nuevo, porque ya me imagino la respuesta.

—Cuando bajes, si el portero te pregunta en qué departamento estuviste, le decís que en el mío, y que sos un sobrino. No le digas nada más.

—Ese gordo no va a preguntar nada. Ni se preocupa por la seguridad. Deja pasar a cualquiera. Pero bueno, gracias a él me eché tres polvos con mi querida profesora.

—No te hagas ilusiones. Mañana mismo voy a avisar que mi sobrino es un drogadicto que me robó para poder abastecerse de estupefacientes. Les voy a dar una foto tuya, y les voy a decir que no te dejen entrar por nada del mundo.

—Bueno, supongo que tendré que buscar otra manera de verla.

—Vos no entendés ¿no?

—No, no entiendo. Además ¿qué le va a decir a su marido? ¿A él también le va a mostrar mi foto? Seguro va a sospechar algo. Encima que es un cornudo exquisito. Si se entera que se cogió a alguien sin su permiso…

—No me cojo a nadie con su permiso, sino que lo hago con su consentimiento, que es muy diferente. ¿Te suena esa palabra? CONSENTIMIENTO.

—Bueno, hoy estuvo con mucho consentimiento —le dije.

Bueno, ahí me fui de su casa, saciado como nunca antes. Y ahora no veo la hora de volver a ver a mi antigua profesora de contabilidad. Ya les haré saber de mis andadas, queridos lectores.


Continuará

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