Todos se Cogen a Mamá - Capítulo 10

heranlu

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La inesperada aparición de Hugo había hecho que los chicos se pusieran más firmes en su idea de seguir el plan que habían trazado a rajatabla. Incluso Gonzalo, que parecía ser el más impaciente del grupo, había controlado su obstinación, y, a pesar de que parecía que aún veía a Lucio como a un pelele, por respeto a Ricky, se mantuvo calmado, y siguió con ese perverso juego, al igual que lo hicieron los otros siete (incluidos los tres chicos que en algún momento me dieron esperanzas).

Les había prometido que durante lo que quedara de clases haría lo que ellos me ordenaran que hiciera, pero también les aclaré que mi obediencia solo se debía a que estaban ejerciendo un chantaje sobre mí. Sin embargo, a ninguno de ellos pareció conmoverlo lo más mínimo la última aclaración. Tenían a su joven profesora totalmente sometida, y además, ya le había practicado sexo oral a uno de ellos, y me había dejado manosear por otros, así que supongo que era debido a eso que mantenían la misma actitud, incluso los tres chicos que se habían sumado a los extorsionadoras casi por casualidad.

Todos esperaban a que Lucio dijera cómo seguiría la cosa. El incidente anterior los sometió aún más a su voluntad, casi al punto de que todos ellos eran unas marionetas, al igual que yo, que se movían y hablaban al compás de lo que a ese niño perverso se le antojaba. Y ahora que todo parecía marchar bien para ellos, y que además no habían corrido ningún riesgo, parecía haberse ganado el respeto de casi todos (Gonzalo todavía se mostraba receloso por la incipiente autoridad obtenida por el marginal de la clase).

Yo estaba en el rincón. A pesar de que ya había tenido bastante acción, nadie que me viera en ese momento sospecharía que estaba teniendo sexo con mis alumnos. Mi pollera me llegaba hasta las rodillas y se mantenía prolija, con apenas algunas insignificantes arrugas. Y arriba tenía un chaleco de lana que no resultaba para nada sensual (aunque según el profesor Hugo me veía muy linda). Mi pelo recogido estaba intacto. Lucio no hubiera permitido que yo saliera del aula como si acabara de tener relaciones con ocho adolescentes. Él había tenido mucho cuidado para que todo lo que ocurriera entre esas cuatro paredes quedase ahí.

Miré con desprecio al chico de anteojos gruesos. Se veía nervioso, pero determinado. Sacó de su mochila una pequeña bolsa con un montón de papelitos hechos un bollo en su interior. Me imaginaba por dónde iba la cosa. Le seguí la corriente. Sin esperar a que me dijera qué tenía que hacer, me acerqué a su pupitre, para luego meter la mano en la bolsa, y sacar uno de los papelitos. Esos juegos solo servían para recordarme que estaba en las garras de un adolescente caprichoso. Aunque ahora que lo pienso, probablemente no tenía que ver tanto con su personalidad aún infantil, sino con una faceta fetichista.

Deshice el bollo en el que estaba convertido el papel, hasta que pude leer lo que tenía escrito.

—Juan Carlos —dije.

—Pero qué suerte tiene este hijo de puta —dijo Enzo.

—Él ya pasó. Que saque de nuevo —dijo Ricky.

Juan Carlos no se quejó. Saqué otro maldito papelito de la bolsa.

—Fabián.

Por lo que había entendido, habían pactado no cogerme debido al ruido que eso podría generar. Si bien Gonzalo ya había intentado hacerlo, supuse que de aquí en más todo esto sería para ganarse una mamada de su profesora de contabilidad. Volví al rincón, esa esquina alejada que evitaba que cualquiera pudiera verme desde afuera. Me agaché. Ese día iba a llegar a casa con las mandíbulas muy cansadas.

—No hace falta —dijo Lucio, a la vez que los demás soltaban risas odiosas, seguramente debido a lo dispuesta que estaba a hacerle una mamada a un alumno, aunque nadie me lo había pedido. Me puse de pie, sin sentir ninguna vergüenza por el error que acababa de cometer. En ese punto mi degradación era tal que esto último era una nimiedad.

Fabián se había puesto de pie, y se acercaba con una sonrisa de oreja a oreja. Se trataba de un lindo rubiecito de rulos. Un chico al que no le habría costado conseguir compañeras sexuales de su edad. De los chicos del fondo era el más civilizado, o al menos esa impresión me daba. Pero ahí estaba, dispuesto saciar su calentura conmigo.

Pero en lugar de ir a mi encuentro, fue primero al pupitre de Lucio. Este metió otra vez la mano en su mochila, que parecía no tener fondo. No tardé en descubrir lo que había adentro. Lucio le entregó a Fabián un consolador.

—Estuvo difícil conseguir uno que no fuera tan grande, profe —dijo el ideólogo de todo lo que me estaba pasando—. Se ve que a la gente le gusta jugar con juguetes grandes. Pero a nosotros no nos sería útil uno de veinte centímetros, que era de lo que más había en internet —explicó—. Pero bueno, con uno de dieciséis no creo que haya problema.

—Para esta puta eso debe ser algo pequeño —dijo Gonzalo, con saña.

Lo miré con desprecio, pero no podía hacer más que eso.

Era un dildo de silicona color piel. Fabián lo sostenía con la mano derecha, como escondiéndolo de cualquiera que pudiera andar por los pasillos y mirara hacia adentro, aunque ya estaba claro que eso sería improbable, pues de todas formas, el vidrio que estaba encima de la puerta era bastante alto. Esos chicos estaban siendo muy cuidadosos, y todo para concretar la fantasía que, según me doy cuenta recién ahora, es la fantasía de casi todos los chicos de su edad. Ser una profesora joven y linda, con alumnos que recién pasaban la pubertad, es garantía de que esos chicos tengan las fantasías sexuales más perversas con una. La única diferencia es que conmigo habían encontrado a alguien con quien podían concretar sus fantasías.

Fabián me puso contra la pared, empujándome con su pelvis. Su mano izquierda no tardó en posarse sobre mis tetas, para estrujarlas a través del chaleco. La otra mano fue por detrás, para frotar mi trasero con el dildo.

—Bueno. A lo nuestro —dijo después de unos cuantos minutos, cuando pareció levemente satisfecho—. Levántese la pollera —ordenó. Y después, mirándome arriba abajo, agregó—: No entiendo por qué justo hoy se tuvo que venir con una tan larga. Me gustaba más cuando se vestía como una puta.

—¿Eso pensabas de mí? ¿Que me vestía como una puta?

—Claro. ¿No era así? Digo… cuando elegía las falditas cortas y las blusas entallas, y los pantalones que le calzaban como guantes, y cuando se maquillaba y pintaba… Usted se daba cuenta de cómo lucía ¿No?

Levanté la pollera, hasta que mis muslos quedaron a la vista.

—Simplemente me vestía como una mujer joven y libre —respondí, aunque con desgana—. Que en tu casa te hayan enseñado a ser un machista no es mi culpa —dije, sin dejar de sostener la pollera.

—Bueno sí… pero esto es una escuela ¿Sabía? No puede andar calentando a chicos como nosotros, que solo pensamos en coger, y esperar a que no pase nada —retrucó él, y después agregó—: Más arriba esa pollerita profe. Más arriba, que los chicos quieren ver su parte más secreta. Eso, así está mejor. Miren a la profe —comentó después, mirando con orgullo a sus compañeros—. Esos labios parecen estar bastante separados. Uf, y el agujero parece un cráter. Lucio tenía razón, esto no le va a quedar grade —explicó a sus amigos, agitando el dildo—. Al contrario, va a entrar de lo más bien. Profe, usted no debió comerse a sus alumnos. Acá la única degenerada es usted. Se lo quería decir porque me sentí un poco culpable con lo que dijo antes. Pero después lo pensé un rato, y acá usted es la profe, usted es la adulta ¿verdad? Debería saber comportarse ¿Sabe? —dijo el rubiecito que a esas alturas ya empezaba a caerme mal—. Usted es la que no debería haberse enfiestado con sus tres alumnos en su propia casa. Usted es la que se dejó manosear la cola por Ricky. ¿Pensó que no lo sabíamos? Sus alumnos… Encima vemos todos los días a su hijo. Por culpa suya, mis amigos fueron heridos, y por culpa suya suspendieron a su hijo. ¿O por qué es que no viene hace días?

—Eso no es de tu incumbencia. Hacé lo que tenés que hacer y callate —dije.

—Yo solo digo, que si usted es tan fácil, no espere que nosotros no nos la queramos comer. Eso de querer hacernos sentirnos mal… me parece que se está equivocando profe.

—No les dijiste ¿No? —pregunté, dirigiéndome a Lucio—. No les contaste de mi padecimiento.

Fabián, con el dildo apuntando a mi sexo, se detuvo, y miró con curiosidad a Lucio.

—El único padecimiento que tiene usted es que le gusta demasiado la verga —contestó este, logrando que el resto riera a gusto—. Algunos doctores dicen que eso tiene un nombre y tiene que curarse. Pero yo digo que lo que tiene que hacer es coger todas las veces que quiera.

Cuando terminó de decir esto, sentí cómo ese falo de látex empezaba a meterse adentro de mi cuerpo. Fabián lo había hundido sin mucho cuidado, cosa que hizo que me retorciera en la pared y soltara un gemido.

—Despacio —dije.

—Oigan chicos, la profe está mojada —dijo este, sin prestar la menor atención a lo que le decía. Introdujo varios centímetros más el dildo, y arrimó su cara a mi sexo para olerlo—. Uf, qué olor. Así que así es como huele la concha eh. No es rico, pero dan ganas de olerlo igual—dijo, con la intención de abochornarme.

—Dejá ver cabrón —exigió Enzo, que se había vuelto a poner como guardián de la puerta.

Fabián se hizo a un costado, para que el alumnado presente tuviera una visión perfecta de su profesora. Yo estaba sosteniendo la falda a la altura de las caderas. Las piernas abiertas. La espalda pegada a la pared. Agitada y excitada por el estímulo que estaba recibiendo. Fabián me perforaba con el dildo, y después de unos segundos ya tenía el aparato incrustado en mi cavidad íntima por la mitad. Los chicos estaban extasiados viendo cómo el instrumento se iba metiendo más y más en mi sexo. Mi pelvis, con algo de vello, también estaba expuesta a la vista de esos mocosos, que no se perdían detalle, con la boca abierta, de lo que sucedía. Las paredes vaginales sentían la fricción, pero de todas formas, era penetrada con mucha facilidad, como de costumbre. Y lo que decía Lucio era cierto. Si bien era un dildo de un buen tamaño, yo me había metido cosas mucho más grandes, así que esto no sería mucho problema.

Entonces Fabián, sin dejar de perforarme, arrimó su rostro nuevamente, y le dio un lengüetazo a mi clítoris. Yo apreté los dientes para reprimir el gemido. pero el aire que salió por mi nariz, y el gesto que hice, evidenciaron mi excitación.

—Dale, seguí —dijo Gonzalo, entusiasmado.

—Sí, que siga, pero no griten, miren callados —dijo Nery, quien tiraba la espalda hacia atrás, como si estuviera en su casa mirando una película. Su potente erección se podía ver desde una buena distancia.

Me di cuenta de que el placer no era disfrutado únicamente por el que se ganaba el turno de vejarme, sino por todos, que miraban con lujo de detalles todo lo que sucedía. Solo les faltaban los pochoclos y ya estaba. Parecían estar en un cine triple equis, aunque supongo que esto era mejor, porque veían todo en vivo y en directo, y además, todos podían interactuar a su debido momento. Noté también que más de uno ya había empezado a masturbarse, frotándose las vergas por encima del pantalón. Se mordían los labios, y me miraban fijamente, con los ojos embriagados de lujuria.

Imaginé que lo que había ganado Fabián cuando saqué su nombre de la bolsa, había sido únicamente poder penetrarme con ese consolador. Pero ahora todos parecían coincidir en que era una buena idea continuar con el sexo oral que me estaba haciendo. Mi semidesnudés y mi expresión mientras me comía la entrepierna los había entusiasmado.

Mientras mi sexo recibía los masajes linguales de ese rubiecito quinceañero, sentía cómo largaba más y más flujo. Estaba claro que no tenía la menor experiencia haciendo eso, pues frotaba su lengua torpemente con el clítoris, como si fuera un perro lamiendo el rostro de su dueño. Pero con haber localizado ese lugar tan placentero, y estimularlo con esa extremidad babosa, bastaba para que mi cuerpo se pusiera una vez más en mi contra. Ahora todas las aclaraciones que había hecho antes podrían parecer falsas, porque me encontraba gozando del sexo oral, sentía las piernas temblorosas, y apenas podía mantener el equilibrio, por lo que necesitaba aferrarme a la pared, dejando caer todo mi peso en la espalda.

—Que no vaya a entrar nadie —le dijo Lucio a Enzo, advirtiendo que la cosa empezaba a salirse de lo planeado, pero más aún, dándose cuenta de que cada vez le costaría más mantener a raya a los otros. Y es que ahora ni siquiera Ricky puso reparos en que su amigo me practicara sexo oral. Y nadie se había quejado al escucharme largar mis débiles gemidos, que reprimía a medias, y con mucho esfuerzo. Si seguía estimulando esa zona, no tardaría en perder el control yo misma. De hecho, sin darme cuenta, empecé a hacer movimientos pélvicos en la geta de Fabián, quien, entusiasmado por mi actitud, empezaba a comerme con más vehemencia.

Si lo que había pasado en mi casa parecía haber marcado el punto más bajo de mi degradación, esto ya no sé qué implicaba. Además de dejar que hicieran conmigo lo que quisieran, lo empezaba a disfrutar.

Miré a Ricky y a Lucio, quienes estaban igual de fascinados que el resto. Aunque Lucio tenía el ceño fruncido, seguramente preocupado, pues sabía de sobra la facilidad con que empezaba a gemir y a gritar mientras gozaba. Me tapé la boca, para evitar largar un gemido mucho más fuerte que los anteriores, que quedó ahogado en la palma de mi mano. Pero Fabián seguía devorándome como si fuera una rico postre, mientras el dildo ya estaba metido en su totalidad en mi orificio, cosa de la que ni siquiera me había percatado de que había sucedido.

Tuve que morderme la mano, para ahogar ya no solo los gemidos de placer, sino los gritos que suelo largar cuando estoy cerca de alcanzar el clímax. Y ya sentía la baba choreando por ella, mientras mi alumno se esmeraba ahí abajo. Al final cerré las piernas en su cara, con todas las fuerzas de mis muslos. Ya no pude aguantar más. Restregué mi sexo en la cara del pendejo, mientras sentía cómo el éxtasis recorría mi cuerpo con una increíble violencia.

Fabián se puso de pie. Estaba rojo. Los chicos se rieron de su aspecto. Salvo Lucio, que se veía molesto. Estaba claro que, si alguien lo viera en ese estado, con la cara colorada y despeinado, llamaría demasiado la atención. Aunque por otra parte, la postura de los chicos, que estaban demasiado cómodos en sus asientos, y algunos no dejaban de masajearse las vergas, mientras que a los otros se les notaba las erecciones, también era algo que nos podría exponer. Yo me di cuenta de que había dejado la marca de mis dientes en mi mano. Había mordido con mucha fuerza para reprimir los efectos que ese mocoso estaba causando en mi cuerpo. Evidentemente las cosas, de a poco, se estaban saliendo de control.

—No te lo quites —dijo Lucio, cuando me dispuse a quitar el dildo de mi sexo.

—¿Qué? —pregunté. A pesar de que lo había entendido, me sorprendió la orden.

—No te quites el dildo.

Fabián se dirigió al pupitre de Juan Carlos. Este último sacó mi braga de su bolsillo y se la entregó. Luego el rubiecito volvió a donde yo estaba. Se agachó frente a mí. Extendió la ropa interior. Comprendí que me ayudaría a ponérmela de nuevo. El dildo había quedado adentro de mi sexo. Calzaba justo, pero con el movimiento podría salirse. Lucio pretendía que me lo dejara durante toda la clase, y mi bombacha ayudaría a que no se saliera. Levanté un pie y lo metí en uno de los agujeros. Lugo hice lo mismo con el otro. Fabián subió la braga hasta que cubrió mis partes íntimas. Se quedó un rato con las manos adentro de la pollera y aprovechó para manosearme de nuevo. Luego me ayudó a acomodarme la pollera y volvió a su pupitre.

Lucio extendió de nuevo la bolsa con los papelitos. Con un simple gesto logró que avanzara hasta donde él estaba. A ese punto había llegado su dominación. Ya casi parecía una perrita amaestrada. Mientras daba esos pocos pasos hasta él, sentí cierta incomodidad debido al dildo. Tuve que separar un poco las piernas, pero más allá de eso, pude caminar sin ningún dolor. Sentía mi bombacha empapada por los flujos que había largado, y a pesar de que habían pasado apenas unos minutos de eso, ya percibía cierta excitación en mi cuerpo. Sentía las tetas hinchadas debajo de la camisa, y si no fuera por el chaleco de lana, mis pezones erectos quedarían en evidencia, para el deleite de ese grupo de degenerados. Una vez que había decidido obedecer, la indignación por estar siendo sometida por esos pendejos se fue aplacando. Es decir, en mi consciencia seguía teniendo en claro que esos mocosos estaban abusando de mí (al igual que lo tengo ahora, mientras tecleo en mi notebook), pero ya mi cuerpo sediento de placer le había ganado a mi parte más racional.

Metí la mano en la bolsa y saqué un papelito.

—Enzo —dije.

—¡Al fin! Creí que no me iba a tocar nunca —Festejó el chico alto y corpulento, con la barriga prominente—. ¿Quién se queda acá? —preguntó después a sus compañeros, o mejor dicho, a sus cómplices.

—Voy yo, no hay problema —dijo Orlando, el chico musculoso de ojos verdes, dirigiéndose a la puerta, para relevar a Enzo.

Este último fue hasta el pupitre de Lucio. Me miró con una cara rebosante de lujuria. Lucio sacó una nueva bolsita transparente, que adentro tenía también un montón de papelitos convertidos en bolitas.

—Ojalá que me toque un pete. Ya no doy más de lo caliente que estoy —dijo después, agarrando su verga, la cual quedó en relieve. Parecía que tenía un envase de desodorante adentro del pantalón. Sacó un papelito y vio lo que decía. Una sonrisa retorcida se dibujó en su desagradable cara. Estuvo a punto de leerlo en voz alta, pero Lucio lo detuvo.

—Dáselo a ella. Que lo lea para la clase —dijo.

Enzo me entregó el papel. Cuando lo agarré, noté que su mano temblaba. Estaba más nervioso de lo que quería aparentar.

—Válido para comerle el culo a la profesora Cassini durante cinco minutos —dije en voz baja, pero hablando lo suficientemente claro como para que todos entendieran.

Un coro de uuuuuh se alzó en el aula. Todos parecían disfrutar del hecho de que yo les siguiera la corriente al punto tal de leer esas estúpidas notas.

—El sueño del pibe —dijo Fabián.

—Ande profe, vaya al rincón —dijo Enzo, dándome una nalgada.

Me puse de espaldas contra la pared. Apoyé ambas manos en ella, como si estuviera a punto de ser cacheada por un policía. Enzo levantó mi pollera, hasta dejar mi trasero a su merced. Se agachó. Mordió uno de mi glúteos. Fue más fuerte de lo conveniente. Probablemente me quedaría alguna marca. Pero no me molestó. De hecho, esperaba que lo hiciera de nuevo. Pero ahora optó por usar su lengua. Lamió mi otra nalga, frotando la lengua con intensidad. Sentí cómo mi piel se iba cubriendo de saliva.

—¡Comele el ojete, maricón! —lo instó Ricky.

—Obvio que se lo voy a comer. Pero primero quería probar un poco de carne —dijo el gordo estúpido.

Luego corrió la tela de la braga a un costado. Arrimó su rostro. Sentí cómo aspiraba sobre él. Seguramente lo estaba oliendo. Después la lengua babosa se frotó con obscenidad por la zanja de mi trasero, para luego concentrarse en el ano.

—¿Tiene el culo limpio la profe? —preguntó el imbécil de Gonzalo.

—De lujo, se podría comer encima de él—contestó Enzo, y luego, como dándose cuenta de lo estúpido que era perder el tiempo contestándole a los otros, agregó—. Forros. Dejen de hacerme perder mi valioso tiempo.

Los otros soltaron carcajadas. Si bien fueron algo escandalosas, no era nada anormal. De hecho, en el pasado, cuando dentro de esa aula de verdad cumplía el rol de profesora, cada tanto tiraba un chiste en medio de la clase, para distender un poco el ambiente, y el ruido que hacía todo el alumnado con sus risas era mucho mayor. Así que ni soñar con que alguien viniera a ver qué pasaba.

El cosquilleo de las lamidas de ese mocoso era muy agradable. No es que estuviera haciendo nada especial. Siempre me gustaron los besos negros, y era algo muy fácil de hacer para cualquier hombre. Sentí que me estaba lubricando de nuevo. En ese momento fue la primera vez en que deseé que los pendejos dejaran sus juegos y sus cuidados de lado, y me pegaran una buena cogida de una vez. Pero claro, cuando una está excitada, la prudencia va quedando de lado. Viéndolo ahora, no puedo negar que ese ultraje contenido que había ideado Lucio era la mejor opción para todos.

Como venía diciendo, a pesar de que ahora lo recuerdo con vergüenza, no pude evitar disfrutar esos minutos en los que estuve contra la pared, con los brazos levantados, como una vulgar ladrona, y con la pollera hasta la cintura, mientras mi alumno me lamía el culo con fruición, a la vista de todos sus lascivos secuaces.

—Tiempo —dijo Lucio.

Enzo, que parecía ser, junto con Ricky, el que más en serio se tomaba lo que habían pactado antes de que comenzara la clase, dejó de chuparme apenas escuchó las palabras del otro. Me acomodó la bombacha, y antes de bajarme la pollera, me dio otra nalgada.

—Qué bueno que estuvo eso. Esta profe es una maza —comentó, mientras volvía a su puesto.

Ahora dentro de mi braga tenía un dildo incrustado hasta el fondo, flujos vaginales y un montón de saliva de aquel gordo libidinoso.

Saqué otro papelito. No pude evitar preguntarme quién sería el próximo en llevarme al rincón, y qué era lo que debía hacerle, o dejar que me hiciera. El que ganó el sorteo fue Leonardo, pero como ya había pasado antes, tuve que sacar otro papel.

—Mierda, lo que viene ahora seguro es más divertido que chuparle la oreja. Encima ese puto profesor nos interrumpió —se quejó el chico.

—No llores. Al final todos nos vamos a desahogar —dijo Ricky.

Comprendí que esos juegos eran una especie de calentamiento. Llegado el momento, todos gozarían conmigo de alguna u otra forma.

—Orlando —dije.

El chico musculoso de ojos verdes se puso de pie. Era, junto a Ricky, el único que se mostraba realmente seguro en esa situación. Y también compartía con Ricky el hecho de que era uno de los chicos que me cogería con gusto en otras circunstancias. Aunque, a decir verdad, lo mismo iba para Fabián y Ernesto, quien no estaba presente.

—¡Vamos, la puta madre! —dijo el chico, casi como si estuviera festejando un gol, cuando vio lo que decía el papelito que había sacado.

—¿Qué dice? —preguntó Fabián, quien se veía tan contento como el propio Orlando.

Este último me entregó el papel para que lo leyera yo.

—Vamos profe, haga su trabajo —me instó, cuando notó que yo no tenía mucho entusiasmo en hacerlo.

—Válido para que la profe de contabilidad te haga un pete.

—Qué hijo de puta —dijo Gonzalo, con envidia—. Al final estos dos que cayeron de puro pedo fueron los que se ganaron los primeros petes. No lo puedo creer —agregó, refiriéndose al hecho de que tanto Juan Carlos como Orlando, no pertenecían al grupo original y aún así se llevarían los mejores premios.

—Dejá de llorar. Ya sabés cómo va a terminar esto —dijo Ricky—. Solo tenés que esperar un poco. ¿Qué? ¿No podés aguantar?

—Claro que puedo —respondió Gonzalo.

Me fui al rincón nuevamente. Orlando se puso frente a mí. Quedamos ambos de costado, para que todos pudieran ver claramente cómo me comía su verga. Salvo Enzo, que, desde donde estaba, solo me vería a mí de espaldas, y a su compañero gimiendo mientras yo subía y bajaba la cabeza a la altura de su entrepierna.

A diferencia de Juan Carlos, Orlando tenía un pantalón jogging, por lo que no contaba con la ventaja de abrir su cremallera sin bajarse el pantalón. Así que agarró del elástico de la cintura y se lo bajó, procurando que su trasero no quedara al aire, aunque supuse que parte de él sí quedó al desnudo.

La verga que apareció ante mis ojos se asemejaba a su dueño. No era ni pequeña ni grande, pero sí gruesa. Y además, las venas en relieve que atravesaban todo el tronco, le daban un aspecto de fuerza, al igual que pasaba con la contextura física del chico, que tenía los músculos marcados y las venas de los brazos evidenciaban que hacía pesas.

Por suerte el tronco no tenía tantos vellos como sucedió con Juan Carlos. Pero en cuanto al líquido preseminal, estaba en las mismas condiciones que su amigo. La verga tenía demasiado olor a… verga. Y a pesar de lo inconveniente que resultaba siempre llevarse a la boca un falo en esas condiciones, la boca se me hizo agua. Y lo digo literalmente, porque de repente sentí cómo empezaba a producirse muchísima saliva dentro de mi boca.

Agarré del tronco. El pendejo acarició mi cabeza, pero sin imprimir mucha fuerza en su mano. Tenía en claro que no debía despeinarme. Empujó mi cabeza hacia él, y yo me dejé llevar por el movimiento, a la vez que abría la boca para recibir su verga.

Lamí la cabeza, y vi la reacción que generaba en él, con el placer que solía sentir cuando veía a un hombre que me gustaba gozar por lo que yo le estaba haciendo.

Ahora me doy cuenta. En ese punto ya estaba perdida. Los pendejos habían logrado que me calentara tanto como ellos. Con la mano libre, corrí mi braga a un costado, y empecé a meter y sacar el dildo mientras mamaba la verga de ese precoz alumno.

Escuché el jolgorio en el aula. No entendía qué decían, pero cada tanto captaba alguna palabra ultrajante que a esas alturas era algo que tomaba casi con naturalidad. Sin darme cuenta, habíamos cambiado de posición. Yo estaba sentada en el suelo, con la pollera levantada, masturbándome con el dildo, mientras Orlando me agarraba de la cabeza con ambas manos y metía y sacaba su instrumento, cogiéndome la boca.

La verga se frotaba con la parte interna de la mejilla, y luego salía, para enseguida meterse otra vez en mí. La abundante saliva se escapaba. Tenía el mentón llena de ella, y un hilo de baba cayó hasta perderse en mi chaleco.

—¿Quiere la leche profe? ¿La quiere? —preguntó el chico, ahora sacudiendo con fervor su instrumento en mi cara.

Sí, la quería. La quería como una obesa desea una porción de pastel de chocolate. Pero no le di el gusto de decírselo. Simplemente abrí la boca y saqué la lengua, moviéndola arriba abajo, como hacen la actrices porno, cosa que a los hombres enloquece.

Orlando largó su semen en mi boca. Dos chorros espesos saltaron hasta mi lengua. El pendejo se veía muy satisfecho. Se levantó el pantalón, guardando su verga babeada y con el semen todavía saliendo de ella.

—¿Quiere la botella? —preguntó Lucio.

Ciertamente, no quería tragarme otra vez el semen de estos nenes. Le dije que sí con la cabeza. Lucio sacó de la mochila esa botella verde que tenía el pico mucho más ancho de lo normal. Era como esas botellas viejas de leche, solo que esta no era de vidrio, sino de plástico. Me causa gracia la ironía. De alguna manera, esta también resultó ser una botella de leche.

Lucio la sostuvo frente a mí, mientras Orlando, satisfecho, volvía a su lugar. Hice mi boca un pico y la arrimé hasta la abertura. Luego escupí el semen ahí, junto con mucho de mi saliva. Lucio guardó la botella en la mochila. Luego me dio un pañuelo de tela para que me limpiara la barbilla, que estaba toda baboseada por mi propia saliva.

—Tenga más cuidado. La idea es que salga de acá igual a como vino —dijo el chico.

No podía negar que tenía razón. Al final, la más descuidada de todos terminé siendo yo. Por suerte, la baba que se me había caído sobre el chaleco no había dejado rastro, ya que la gruesa tela la había absorbido, y el color no permitía ver la marca de humedad que había quedado.

Lo que sí me preocupaba un poco era el olor que había en mi cuerpo. Flujos, saliva, semen… Si alguna profesora se acercaba a hablarme, como lo había hecho Hugo hacía un rato, podría percibir algo de eso.

— Ya falta poco para que se cumpla la primera hora. Deberíamos empezar, ¿no? —comentó Fabián.

— Hay tiempo para un sorteo más —dijo Lucio.

Ni siquiera habíamos llegado a la mitad de la clase. En esa hora y pico que quedaban, podrían hacerme muchas cosas. Faltaba mucho tiempo, y ocho adolescentes que sabían de sexo solo gracias a lo que habían visto en películas pornográficas me tenían a su merced. Pero lo peor era que ya ni siquiera me sentía molesta por las vejaciones que me estaban haciendo pasar.

Lucio metió de nuevo la mano en la mochila, y sacó una venda negra. Era de esas que se usan para dormir. Escuché un coro de risas reprimidas a medias recorriendo todo el salón. Se puso de pie y colocó la silla que yo usaba en el escritorio, en el rincón en donde se desarrollaban todos sus abusos. Me indicó que me sentara en ella. Después me colocó la venda con mucho cuidado.

— Si pasa algo, yo le voy a avisar. Usted se quita la venda rápido y hace de cuenta que estamos en clase —explicó el pequeño engendro—. Vas muy bien profe —me dijo después, casi con cariño—. El juego es muy fácil. Los chicos van a pasar uno por uno. Y usted tiene que adivinar de quién se trata —terminó de decir.

No pasaron muchos segundos hasta que uno de ellos fue acercándose al rincón en el que esperaba, sumisa. Por el sonido de los pasos podía deducir que era uno de los del fondo, que estaba vez se habían sentado varios pupitres más adelante. Podría tratarse de Ricky, o de Gonzalo, o nuevamente Fabián.

Fuera quien fuera, se colocó detrás de mí, y empezó a masajear mis tetas. Sentí un cosquilleo en mi cuello, que me obligó sonreír, cuando aquel alumno respiró sobre él. Luego me dio un tierno beso. Sus manos se metieron por adentro del chaleco, y ahora apresaban a mis senos con mayor violencia. Sentí un aroma que me pareció familiar. Aunque no estaba segura de en qué momento lo había sentido. ¿Había sido en esa misma aula? Si fuera así, no era un dato muy útil que digamos, porque en ese salón iban todos los jueves montones de chicos y chicas, y los olores se mezclaban. O quizás… había sido en mi casa. Ahora el chico me daba un chupón. Un beso en el cuello que me hacía volar de excitación. A diferencia de la mayoría de los que hasta ahora me habían poseído, el que ahora me manoseaba y besaba lo hacía con mucha habilidad, como si con esas manos hubiera acariciado centenares de senos.

—Ricky —dije—. Es Ricky.

—A la primera, que hijo de puta —escuché decir a Gonzalo.

—Se nota que te conoce muy bien la profe —largó Enzo, entre risas.

Ricky me sacó la venda. Estaba claro que el hecho de haber acertado no representaba ningún premio para mí, sino para él. Y como ya tenía en claro cuál era el premio más anhelado en esos juegos, no esperé a que nadie me dijera nada.

Él se puso frente a mí. Separó sus piernas y avanzó, flanqueando con ellas la silla en donde estaba sentada. Extendí la mano y palpé la erección a través del pantalón de jean.

—La querés ¿eh? No podés esperar a que te de la pija —dijo, justo cuando puse la mano en la cremallera.

No dije nada. Si se la tenía que chupar lo iba a hacer y listo. Pero Ricky me agarró del mentón con fuerza. Y me hizo mirarlo.

—Deciles. Deciles que te gusta.

Lo miré, fastidiada. ¿No le bastaba con que se la chupe delante de todos? Pero todavía me apretaba el mentón con fuerza, y no iba a sacármelo de encima muy pronto. Y pensar que ese pendejo dominante alguna vez había llamado mi atención.

—Me gusta. ¿Eso quieren oír? —dije. Ricky me soltó, y yo me dirigí al grupo en general—. Me gusta, sí. Pero me gusta como a un drogadicto le gusta la cocaína; o como a un alcohólico le gusta el vino; o como a un ludópata le gusta el póker. Me gusta la verga, sí. ¿Contentos?

Nadie dijo nada. Las palabras me salieron por inercia, sin muchas expectativas, pero ahora tengo la esperanza de que alguno de ellos haya recapacitado, y se haya dado cuenta de mi condición psicológica. Pero si lo hacían, si recapacitaban y enderezaban su camino, no lo harían ese día, en esa clase, en esa aula.

Ricky arrimó su verga a mis labios, y ejerció presión en ellos, hasta que los separé, para recibir su falo. Hizo un movimiento pélvico, con el que casi me lo mete hasta la garganta. Fue gracias a mi vasta experiencia como petera que pude controlar la situación. Tiré mi cuerpo contra el respaldo de la silla, y apoyé mi mano en su abdomen, para frenar su avance.

Me costó darle una mamada, porque me hincaba la verga con ímpetu, como si fuera una lanza con la que quisiera lastimarme. Si tuviera algunos años menos, hubiese caído rendida ante ese machito prepotente. Pero ahora me daba cuenta de que no era más que un niño que necesitaba demostrarles a sus amigos que era todo un hombre.

La mamada fue una lucha sin cuartel. Lo que más me indignaba, era que él lo hacía a propósito. Contaba con la experiencia y la habilidad necesarias para hacerme pasar un buen rato, pero ahí estaba, metiéndome la verga con violencia. Mis ojos lagrimeaban. Me preguntaba si Lucio estaba de acuerdo con esa brusquedad. No lo digo porque crea que podría tener compasión de mí, sino porque, además de lagrimear, sentía mi cara roja, y se suponía que debía conservar el aspecto de una profesora normal, pero este no me la estaba haciendo fácil.

Después de eternos minutos, me liberó de su miembro. Un denso hilo de baba unía aun mi boca de su glande. Tosí encima de él. Ricky me agarró del brazo y me hizo ponerme de pie. Me puso contra la pared, y me levantó la pollera.

—¿Qué hacés? —dije, asombrada. Vi a donde estaba Lucio, pero él permanecía impertérrito—. No íbamos a hacer eso hoy. No puedo…

Durante unos segundos estuve convencida de que me quitaría el consolador y metería su propio instrumento en mi sexo. Si lo hacía, no iba a haber manera de que no empezara a gemir alocadamente. Ya mi cuerpo me pedía con urgencia una pija de carne y hueso. No iba a poder controlarme, no.

Pero mi rebelde alumno no me liberó del dildo. Simplemente me corrió la bombacha a un costado, y empezó a pajearse, a centímetros de mis nalgas, cosa que, en cierta medida, me decepcionó.

—Quédese quietita —decía, jadeante—. Quédese quietita profe.

Escuché los chasquidos de la pija a la que frotaba frenéticamente. Luego un gemido ahogado, que se asemejó a un poderoso ronquido. La leche saltó con mucha presión. Tres chorros de líquido tibio y pegajoso cayeron sobre mi trasero. Ricky se quedó un rato, teniéndome contra la pared, recuperándose de la eyaculación, como si se estuviera recuperando de una maratón. Me acomodó la ropa interior, sobre la cual se adhirió la mayor parte del semen, aunque no fue absorbida por la tela, ya que era muy fina para algo tan espeso. Sentí por el muslo deslizarse lentamente un hilo de semen, pero cuando llegó a la parte inferior de la falda, fue absorbida por ella.

—Increíble —dijo Fabián.

—Va a volver a la casa con leche en la bombachita —se ufanó Gonzalo.

Me di cuenta de que esa eyaculación dentro de mi pollera había estado prevista por Lucio, quien no la habría considerado muy arriesgada, cosa bastante dudosa desde mi punto de vista. Ya me parecía raro que todo se redujera a unas mamadas. Lo del dildo y esta última acabada eran premios a los que todos aspiraban con igual entusiasmo. La idea de que yo anduviera por ahí con el semen de ese chico en mi ropa y en mi piel, lo haría sentirse especial.

—Bueno, reconozco que estuvo divertido, pero creo que ya es hora de que nos dejen disfrutar a los que aún no hicimos nada —dijo Gonzalo, buscando por primera vez complicidad con Lucio.

En realidad el único que no había pasado al rincón era el propio Lucio, pero no parecía importarle en lo más mínimo. Él disfrutaba de ser el que dirigiera todo ese espectáculo pornográfico. Eso lo excitaba tanto como coger.

Lo que siguió durante la última hora de clases fue más previsible que lo anterior. Vinieron uno a uno, para que les hiciera una mamada. Dejaron que los primeros fueran Leonardo y Gonzalo, que no habían tenido mucha suerte la vez anterior.

La verga de Gonzalo estaba repleta de semen, al igual que sus vellos púbicos. El pendejo no había aguantado al final de cuentas. Había acabado mientras veía cómo sus amigos eran llevados al orgasmo por mí. Eso explicaba su continua exasperación, al menos en parte. Pero ahora su verga ya estaba tiesa de nuevo. Estaba muy olorosa y pegajosa. Pero quería terminar con eso de una vez por todas. Era mi última clase. Mi último esfuerzo.

Una a una, me fui llevando a la boca esas pijas de todo tipo de tamaño y grosor. Escupía el semen en la botella que me entregaba Lucio cada vez que uno de los chicos acababa. Al final Lucio guardó la botella en su mochila, quizá como una especie de trofeo de esa tarde tan atípica.

A pesar de haber mantenido relaciones con tantos adolescentes, mi aspecto se veía casi normal. Mi rostro había vuelto a su tonalidad habitual, y el pelo y la ropa se mantenían, dentro de todo, bastante prolijos.

—Recuerden. Esto no pasó nunca. Y no va a volver a pasar —les dije, en una frase contradictoria, que sin embargo reflejaba lo que pensaba.

—Tranqui profe. Nunca la hubiéramos jodido —dijo Enzo—. Solo nos queríamos quitar las ganas.

Eso quizás lo pensaba él. Pero Lucio, y según suponía Ricky y Gonzalo, no dudarían en arruinar mi vida con tal de cumplir con sus caprichos. Pero a partir de ahí en más saldría de sus radares. No volvería a cometer el error de darles la oportunidad de ponerme en esa situación de nuevo.

Sonó el timbre. Las puertas de las otras aulas se abrieron, y los alumnos empezaron a salir a raudales. Un empleado de limpieza abrió la puerta, pensando que ya no había nadie.

—Disculpe, profesora —dijo educadamente. Pero no tardó en devorarme con los ojos, como si mi ropa sobria fuera un vestido ceñido y escotado.

—Chau profe, hasta la próxima —dijo Ricky.

Los otros también me saludaron con normalidad, y se fueron a mezclar con el montón de alumnos que todavía andaba por los pasillos, totalmente ajenos a lo que había sucedido en nuestra división. Lucio fue el último en irse. Me miró desde el umbral de la puerta, mientras yo fingía que ordenaba mis carpetas.

Fui al baño a quitarme el dildo. Lo tuve que guardar en la cartera, porque si ese objeto era encontrado en la escuela, sería un escándalo. Esperé al menos quince minutos hasta que el movimiento en la escuela se redujo considerablemente, y salí de ahí. Lo curioso era que aunque ya no tuviera el juguete sexual en mi vagina, sentía como si aún estuviera ahí, cosa que me hacía caminar con cierta incomodidad. Cuando me dispuse a entrar a mi auto, alguien me habló.

—Profe. ¿Me lleva a mi casa? —me dijo Lucio.

—Pero si tu casa queda en la dirección opuesta a la mía —le dije yo.

—Era solo una broma —dijo—. Imagino que cuando llegue a su casa se va a bañar y se va a cambiar de ropa.

Miré a todos lados, a ver si alguien nos veía juntos. Pero no tardé de darme cuenta de que si alguien nos veía, simplemente interpretarían que se trataba de una profesora y su alumno, quienes se habían encontrado casualmente a la salida de la escuela.

—Subí —le dije.

Se acomodó en el asiento de acompañante. No me preguntó a dónde lo estaba llevando. Los primeros minutos del viaje fueron en silencio.

—No me vas a dejar en paz nunca ¿No? —le pregunté al fin.

Él se río, con una risa aniñada que me hizo sentirme muy poca cosa, porque me hizo recordar a lo que me había dicho Fabián hacía un rato. Yo era la profesora, yo era la adulta. De alguna manera, yo estaba abusando de ellos, que si bien todos contaban con dieciocho años, eran mucho más jóvenes que yo.

—Hizo mal en mandarlos a que me pegaran —dijo Lucio, con tristeza—. Casi no zafo. Pero cuando les dije que si iban a su casa se la iban a poder coger… bueno, al principio no me creyeron pero…

—Pero les mostraste pruebas.

—Sí. Pero no los relatos. Sino algunas fotos de ese día.

Suspiré, fastidiada. Malditos celulares modernos. Todos tenían cámaras de fotos y una no se daba cuenta cuando le sacaban una.

—Pero bueno, usted fue el que los metió, y ahora mire cómo le fue.

—Todo porque vos les diste ideas —dije.

—Es que yo tengo muchas ideas.

—Me voy a ir de la escuela. No me van a ver más. Si me mandan mensajes con exigencias, no los voy a leer. Que hagan lo que quieran.

—Qué lástima, pero me lo imaginé, por lo que venía escribiendo en la página de relatos.

No podía creer que estuviera teniendo esa conversación.

—¿Pensás que son capaces de difundir las fotos?

—Sí, pero no por las amenazas que hicimos, sino porque son medio estúpidos. Si no fuera por mí, ya estarían diciendo a todo el mundo lo que pasó la otra vez, y no hubieran podido pasar esta linda clase. Algunos no se dan cuenta cuando tienen algo importante en sus manos. Igual… las mejores fotos, esas en donde sale con la cara descubierta, las borré cuando les pedí los celulares para pasarlas a la notebook.

—Entonces sos mi héroe —dije con ironía, aunque de verdad estaba sorprendida.

—Siempre fui su héroe —dijo el niño.

Llegamos al estacionamiento de un shopping. Era una playa enorme, en donde había centenares de autos. Algunos vacíos, que pertenecían a las personas que andaban paseando adentro del edificio, y otros tantos que entraban y salían.

—¿Por qué no me hiciste nada ahí en el aula? —le pregunté, mientras estacionaba en un lugar de donde acababa de salir otro vehículo.

—Tenía ganas de mirar —dijo Lucio.

—No puedo creer que ninguno de los ocho me haya cogido —le recriminé.

—Era lo mejor. No hace falta coger para acabar. ¿Va a contar lo de hoy en la página?

—No lo sé —respondí.

—Si lo hace, hagámoslo juntos —propuso Lucio.

—¿Un relato en conjunto? Qué locura —dije, riendo por lo demencial que se estaba poniendo todo—. Bueno, todo esto es una locura —dije al final.

—¿De verdad se va a ir? —me preguntó.

—Claro ¿Cómo pensás que puedo quedarme con todo lo que pasó?

—Usted metió a los otros. Si solo fuéramos nosotros dos…

—Si fuéramos solo nosotros dos ¿Qué? —quise saber.

—Sería más fácil.

—Bueno. ¿Me vas a coger o no? —le pregunté.

Lucio no se sorprendió por la pregunta. Nos fuimos al asiento de atrás. Pero eso es para otro relato. Ahora necesito descansar, y pensar qué va a ser de mi vida.
 
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