Todos se Cogen a Mamá - Capítulo 04

heranlu

Veterano
Registrado
Ago 31, 2007
Mensajes
5,250
Likes Recibidos
2,360
Puntos
113
 
 
 
A partir de aquel día en el que leí cómo mamá copulaba desvergonzadamente con el profesor Hugo en un rincón olvidado de la escuela, hice lo posible por estar cerca de ella el mayor tiempo posible. Por suerte, no salía mucho de casa, quizás consciente de que cada vez que lo hacía, aumentaba la posibilidad de que su vida se convirtiera en una cosa que no pudiera controlar.

Revisaba la página de relatos eróticos todos los días. Me sorprendió notar que, pasada una semana, no había subido nada. Por un tiempo tuve la efímera esperanza de que había vuelto a la rígida abstinencia que se había impuesto algunos meses atrás, y que ya ni siquiera estaba poseída por esas fantasías amorales que la embargaban en los últimos tiempos, pero había algo que me sacaba de esa ilusión tan optimista: los síntomas que habían aparecido como consecuencia de no practicar sexo, ahora estaban ausentes. Ni insomnio, ni vómitos, ni mal humor. Nada. De hecho, se la veía con un excelente carácter, cosa que la hacía ver más joven y linda de lo que ya era.

Prestaba atención a cada movimiento que hacía en clase. Cuando Ricky la llamaba para preguntarle algo, yo me daba vuelta, con la excusa de comentarle una cosa cualquiera a Gonzalo, o a alguno de los del fondo, y miraba de reojo, a ver si sucedía algo raro. Pero las caricias a las piernas de mamá no se volvieron a repetir en esos aciagos días, quizás porque Ricardo se sentía repelido por mi constante vigilancia. Tampoco volvió a suceder eso de que ella se quedara en la escuela después de clases. Eso de alguna manera me aliviaba, ya que si era descubierta cogiendo con el profesor Hugo en su oficina, mamá caería en desgracia. La echarían, y seguramente no podría volver a dar clases en ninguna otra escuela. Pero por otra parte, me preguntaba cuándo era que satisfacía sus necesidades carnales.

El único momento en el que podría hacerlo, era por las mañanas en donde no tenía que dar clases, mientras que yo estaba en la escuela. Incluso insistí a los chicos de mi grupo de geografía para que los próximos encuentros fueran en mi casa, de esa manera estaba siempre ahí, salvo que fuera imprescindible salir. Por si fuera poco, en un par de ocasiones falté a clases, con la excusa de que no me sentía bien. En esas ocasiones mamá no había salido en ningún momento, y por supuesto, no había hecho entrar a ningún hombre.

Por otra parte, en clases, prestaba mucha atención a sus miradas subrepticias. En efecto, seguía buscando a Ricky, seguía meneando su trasero cada vez que le daba la espalada, seguía vistiendo de manera sugerente para ir a dar clases. Pero más allá de eso, no había nada raro. Sin embargo eso era justamente lo que me perturbaba, que no hubiera nada raro, porque me daba la impresión de que ocurrían muchas cosas a mis espaldas. Estaba seguro de que mamá se acostaba con alguien, si no fuera así, ya lo habría notado. Pero me quedaba la duda de en qué momento lo hacía. El profesor Hugo trabajaba en la escuela casi todos los días. Me sentía confundido.

Ricardo, por su parte, se mostraba indiferente a la sensual profesora, cosa que no me tragaba ni en sueños.

Y así pasaron días, semanas, hasta que conté un mes desde el último relato. En ese tiempo había bajado la guardia, pero aun así, no habían sucedido demasiados hechos sobresalientes en la vida de la profesora Cassini —ni en la mía—. En mi curso todos la querían, sobre todo las chicas, que veían en ella un ejemplo a seguir, ya que la consideraban no solo hermosa, sino muy inteligente y sofisticada, una combinación que difícilmente se daba en una misma persona.

La ausencia de relatos me llenaba de incertidumbre. No podía dejar de preguntarme en qué punto se encontraba mamá, con respecto al sexo. Los datos que tenía eran contradictorios: por un lado, la inexistencia de hechos sospechosos me daban esperanzas, pero su estado de ánimo me hacía pensar que había vuelto a las andadas.

— Hoy tengo que quedarme a una reunión de profesores —comentó mamá, cuando salíamos de aula.

Había terminado la sexta clase. Mis compañeros vaciaban el salón, y nosotros estábamos solos en el umbral de la puerta.

— Te espero —dije.

— No seas tonto —respondió, aparentemente fastidiada, aunque no enojada—. Esto puede tardar.

— No importa —dije—. Me quedo en la biblioteca estudiando.

Mamá puso la mano en mi cabeza, y me la frotó, en un tierno gesto que hacía mucho que no había tenido conmigo. De todas formas, me dio algo de vergüenza que lo hiciera justamente en la escuela, mientras un montón de alumnos pasaban a nuestro lado.

— Hacé lo que quieras. Pero no creo que salga hasta dentro de una hora, o un poco más —dijo. Metió la mano en su cartera, y sacó unos billetes—. Tomá, por si te da hambre.

— Gracias má.

La vi alejarse. Ese día vestía una falda blanca con lunares negros, bastante larga, pero que sin embargo tenía su cuota de sensualidad, ya que resaltaba la forma de sus caderas, y la tela fina, bajo determinada luz, dejaba entrever la braguita que llevaba puesta. Arriba una blusa negra, sin mangas. Se había recogido el pelo, lo que hacía resaltar las preciosas facciones de su rostro.

Fingí que me dirigía a la biblioteca, pero cuando me aseguré de que ya me había dejado atrás, me desvié al kiosko. Hice tiempo ahí, tomándome una botella de jugo, aunque tuve que dejar de hacerlo cuando sentí que mi estómago se revolvía. Estaba nervioso, ya que intuía que lo de la reunión de profesores había sido una mentira. Cuando pasaron quince minutos, me dirigí a la sala de profesores, para comprobar si existía o no tal reunión. No me sorprendió encontrar el lugar con apenas unos cuantos docentes, que acababan de terminar su jornada, y se tomaban un descanso.

— ¿Necesita algo? —dijo un profesor canoso con anteojos pequeños.

— No, nada —respondí.

El primer temor fue confirmado. Mamá me había mentido con lo de la reunión. Pero quería comprobar otra cosa antes de irme. Me dirigí al fondo de la escuela.

— ¡Mierda! —dije en voz alta.

Me encontraba en la playa de estacionamiento. El auto de mamá aún se encontraba ahí. Me dio pavor las implicancias que ese hecho tenía. Por un lado, me había mentido sobre la reunión, pero por otro, no se había marchado de la escuela. ¿Qué significaba eso? ¿Seguía cogiéndose al profesor Hugo en su oficina? Eso era demasiado arriesgado. Si continuaba haciéndolo, sería cuestión de tiempo para que la descubrieran. ¿No era más fácil irse a un hotel y hacer ahí todo lo que tenían ganas de hacer? Se me cruzó por la cabeza esperar al momento oportuno para cruzarme con el profesor y decirle: Mirá, está muy bien que te cojas a mi mamá, pero no seas idiota y cuidala. Pero eso lo dejaría para más adelante.

No me quedaba otra opción. Caminé hasta ese lugar que mamá había descrito en su último relato. No me costó mucho encontrar el pasillo largo que nacía del patio de entrenamiento. Era un pasillo en el que no había aulas, por lo que nunca me había molestado en visitar.

Miré a mí alrededor. Casi todos los alumnos ya se habían marchado, y faltaba bastante para que los del turno tarde empezaran a ingresar. Sólo había algunos profesores que atravesaban los corredores a gran velocidad, y un par de empleados de limpieza, que hacían su trabajo con la cabeza gacha, y con evidente desgana.

Me metí en ese oscuro pasillo, haciendo el menor ruido posible. Miraba a mis espaldas cada vez que oía un ruido que me llamaba la atención, pero nadie iba tras mis pasos, sólo era yo y mi temor.

La puerta estaba cerrada. Recordé lo que había escrito mamá. Si alguien estaba cerca mientras era penetrada, los gemidos que largaría no podrían pasar desapercibidos. Sin embargo, hasta el momento no escuchaba los sonidos del placer. Aunque sí pude confirmar que había alguien hablando. Era la voz de una mujer, aunque aún no podía estar seguro si se trataba de la profesora Cassini.

Y entonces escuché la voz del profesor Hugo.

— Dale, no pasa nada. Te va a gustar —decía el profesor.

La mujer le respondía algo, pero no se entendían sus palabras, aunque sí pude notar que había cierta irritación y contrariedad en su tono de voz. Probablemente ella estaba más alejada de la puerta, y por eso no podía captar sus palabras.

Ahora el hombre —quien seguramente era el profesor Hugo—dijo algo entre susurros. Y ya no escuché nada más por un rato.

No podía despegarme de la puerta. Era muy probable que en ese mismo instante se estuvieran cogiendo a mamá a apenas un par de metros de donde yo estaba. Debía estar ahí, para asegurarme de que nadie fuera a descubrirla. Debía protegerla. Además, era la primera vez que me encontraba un paso por delante de sus relatos. Eso tenía que ser bueno.

De repente, escuché el gemido del profesor. ¿Mamá le estaría dando una mamada? Era probable, pues ella había enmudecido, y en ningún momento se le había escapado un gemido.

— Vení acá —escuché que decía alguien.

Agucé mis oídos. Me había llamado mucho la atención esa voz masculina que había escuchado ahora, pues no parecía la del profesor Hugo ¿Estaba sucediendo lo que imaginaba que estaba sucediendo? — Que hermoso orto tiene, profe —dijo esa misma voz.

Ahora no me cabían dudas. Había un segundo hombre —como mínimo— en la oficina del profesor Hugo. No tenía idea de quién era. Pero resultaba evidente que mamá ya se estaba haciendo cierta fama en la escuela, al menos entre el plantel masculino. Hugo había decidido compartirla. Ahora entendía por qué esa voz parecía reflejar contrariedad en un principio. Quizás Hugo llevó a uno de sus amigos sin habérselo advertido antes, convencido de que era tan fácil hacer que se bajara la bombacha, que con unas simples palabras bastaría para convencerla.

Me preguntaba quién era ese segundo hombre. Lo más probable era que se tratara de otro profesor, o quizás algún empleado de mantenimiento o limpieza. Aunque estos últimos no solían ser tipos atractivos, ni siquiera bien aseados. Esperaba que mamá tuviera un mínimo de buen gusto. La otra opción era… no quería pensar en eso.

Se escuchó un gemido femenino. A esas alturas ya había dado por sentado que la mujer de ahí adentro era mamá. Recordé la falda larga que llevaba puesta. Aquel desconocido se la habría levantado, para luego correr su braga, y penetrarla desde atrás. Imaginé que la tenía contra la pared. Pero luego se me ocurrió que el profesor Hugo no estaría contento si lo excluían, además, no contaban con mucho tiempo, así que dudaba de que fueran a cogérsela por turnos. Así que quizás ella estaba en el suelo, en cuatro, mientras uno la penetraba y el otro le arrimaba la verga para que la mamara. Los gemidos de la mujer aparecían cada tanto, lo que podía indicar que, tal como lo había imaginado, tenía su boca muy ocupada.

Mierda, mamá era una verdadera puta. Ya había leído ese relato en el que los dos kioskeros le daban maza en el fondo del local, pero no había imaginado que repetiría un trío en la propia escuela. No por primera vez me pregunté quién era el tercer integrante de ese libidinoso grupo.

Me di cuenta de que yo también estaba expuesto. Había visto pasar, al final del pasillo, a varios profesores y preceptoras. Algunos parecieron reparar en mí, pero no me dieron importancia. Sin embargo, si volvían a pasar y yo continuaba en ese mismo lugar, se preguntarían qué estaba haciendo ahí, y lo más probable era que dedujeran que estaba a punto de hacer una travesura con otros alumnos. Eso indefectiblemente concluiría en que el docente exigiría saber qué era lo que estaba sucediendo detrás de esa puerta, cosa que no podía permitir que ocurriera.

Así que volví sobre mis propios pasos, hasta llegar de nuevo al campo de educación física, donde un grupo de alumnos ya se preparaba para empezar la clase. Al profesor Hugo no le quedaba mucho tiempo. Veinte minutos a lo sumo. Pero sabía que en veinte minutos se podían cumplir todo tipo de fantasías.

Me quedé por ahí, simulando que yo mismo esperaba a participar de la clase Si alguien se metía por el pasillo, lo seguiría, y le preguntaría cualquier cosa, para que aquellos tres pervertidos se dieran cuenta de que tenían que suspender su fantasía pornográfica. Era increíble lo que uno hacía por una madre.

Cuando se hizo la hora, di vuelta hasta llegar al otro lado del patio. Supuse que mamá ya no necesitaba que yo cuide de que nadie fuera para ese pasillo. Ellos habrían de saber que ya era hora de acabar —nunca mejor usada esa palabra— con esa fiestita. De todas formas, me di cuenta de que para la mayoría de los alumnos, aquel pasillo extenso parecía estar prohibido. Aunque más que prohibido, pareciera que era un sector para nada atractivo. Al meterme por ese lugar, pude notar que a la derecha no había más que algunos cuartos de máquinas y de luces, a los cuales seguramente sólo entraba el hombre de mantenimiento. Y luego, en el fondo, ya completamente oculto de la vista de quienes estaban en el patio, la ya afamada oficina del profesor Hugo. Además, todos habrían de creer que ese cuarto no era más que un depósito. Nadie osaría llamarlo oficina. Y mucho menos, nadie sospecharía que el profesor se tiraba a la docente más bella de la escuela en ese cuchitril. ¿Quién podía ser tan fantasioso como para sospechar que en ese mismo momento, Hugo estaba practicando un trío? Era verdad ese dicho que decía que “a veces la realidad supera a la fantasía”.

La única duda que tenía era por dónde saldría mamá, ya que sería por demás sospechoso que salieran los tres juntos. Supuse que la oficina tenía una puerta trasera. O quizás en aquellas salas de máquinas había otra salida.

Después de unos minutos, el profesor Hugo apareció en el patio con una enorme bolsa llena de pelotas. Tenía una inconfundible cara de satisfacción. A su lado había un hombre joven. Vestía un blazer marrón y pantalón de jean. Usaba anteojos, y tenía una barba prolijamente recortada.

— Un gusto verlo, profesor Sandoval —dijo Hugo, despidiéndose de él, estrechando su mano.

No necesitaba escucharlo de su boca para saber que el otro tipo que se había cogido a mamá, también era profesor. Su aspecto lo dejaba en evidencia. Aunque la verdad era que no lo había visto nunca. Parecía tener una gran intimidad con el profesor de educación física. Probablemente era un suplente al que había conocido en otra escuela. Era bastante joven, y estaba seguro de que todas sus alumnas tenían fantasías con él.

Seguí con la vista al profesor Sandoval. En efecto, entraba a un salón donde cursaba tercer año. Después de todo, parecía ser un suplente. Quizás la fama de mamá se mantuviera en secreto durante algún tiempo. Hugo la querría para él, y sólo la disfrutaría con alguien de afuera. Aunque la verdad era que estaba haciendo demasiadas suposiciones, y en realidad no tenía idea lo que tenía en la cabeza ese tipo.

De momento sentía cierto alivio al saber que mi mayor temor no se había materializado.

Quince minutos después, la profesora Cassini me envió un mensaje. “Ya estoy saliendo”, decía.

Le dije que la estaba esperando en el patio. Cuando la vi venir, noté que mamá disimulaba mejor que el profesor Hugo el hecho de que acababa de disfrutar del sexo. Pero sin embargo sus pezones estaban duros, y se marcaban obscenamente en la blusa. El profesor la saludó con una sonrisa cómplice. Cuando se dio cuenta de que yo era el hijo, también me saludó, aunque por un momento pareció desencajado. Quizás le había sorprendido el hecho de que haya hecho sus chanchadas cuando su propio hijo andaba por ahí.

— ¿Vamos? —dijo mamá.

Sentí olor a jabón en su piel. Era evidente que se había lavado hacía unos minutos apenas. Una vez en casa, entré una y otra vez a la página de relatos eróticos. Hacía más de treinta días que mujerinsaciable no subía ninguna experiencia. Pero supuse que algo como lo que había sucedido ese día merecía ser inmortalizado en palabras.

Recién para medianoche apareció el relato. Después de todo, mamá sí había vuelto a las andadas, y lo hacía de una manera sumamente peligrosa. “No puedo ser tan puta”, se llamaba su nueva obra. Un título explícito y denigrante, que reflejaba un pensamiento que muchas veces se me cruzaba por la cabeza. Me dispuse a leer el relato, para conocer, con lujo de detalles, cómo se la habían tirado mientras yo estaba al otro lado de la puerta. Me daba morbo el hecho de saber si yo había adivinado o no, las posiciones que habían usado.

No obstante, a medida que avanzaba en la lectura, me daba cuenta de lo terriblemente equivocado que estaba. Sentí miedo, mucho miedo, que luego fue reemplazado por la indignación, para después pasar por la ira, y finalmente por el desconsuelo.

— ¡Qué carajos! —exclamé, en medio de mi cuarto oscuro—. Nunca lo hubiera imaginado.

Esto era peor, muchísimo peor de lo que había imaginado. Había estado muy distraído. Dormido en mis laureles, como dice la abuela. A pesar de que sabía perfectamente que estaba lidiando con una situación tan peculiar como peligrosa, no había tomado los recaudos necesarios. Había desviado mi atención hacia los lugares en los que intuía peligro, pero sin embargo el golpe de gracia había llegado desde donde jamás me había imaginado que llegaría. Fui un torpe, sin dudas.

Había dado por sentado que me encontraría con el relato de lo que había sucedido ese mismo día, pero mamá tenía mucho que contar, y esto se retrotraía a casi un mes atrás. ¿Qué hiciste, mamá? Pensé para mí.

Pero todo había sido mi culpa. Había sido muy ingenuo. Que el profesor Hugo la mantendría a raya. Sí, claro. Ahora me rio de sólo pensarlo. Lo que hizo el profesor Hugo fue destapar una olla de agua hirviendo, cuyo vapor era tan caliente, que nadie podría volver a cerrarla.

El relato decía así:

No puedo ser tan puta

He de reconocer que no subí nada desde hace casi un mes, debido a que sentía algo de vergüenza. Pero viendo el apoyo que recibí de mis lectores, y la enorme cantidad de mensajes pidiendo que siguiera publicando mis historias y tal, aquí estoy de nuevo. También debo reconocer que esto es catártico. Compartir estas historias me alivia, aunque sea un poco.

El polvo que me eché con Hugo en aquel cuartucho de mala muerte, había sofocado mi incontrolable calentura… por un día.

A la madrugada me agarró un ataque de llanto, que tuve que reprimir todo lo posible para ocultárselo a mi hijo. Al final, opté por llamar a mi terapeuta.

— Lo hice —le dije, con la voz entrecortada—. Lo hice, y ahora no voy a poder dejar de hacerlo.

— Claro que va a poder —dijo la sabia psicóloga—. Esto es solo una recaída. Recuerde, debe dejar de considerar a su cuerpo como un mero objeto de satisfacción. Hasta que usted no lo haga (como lo venía haciendo estos meses), los demás tampoco lo harán.

— Es que quizás… quizás sí quiero hacerlo —le confesé.

— Usted lo que busca en realidad es llenar un vacío que cree que pude cubrir con el sexo. Pero ya sabe de sobra que no es así. Lo hablamos muchas veces.

— Pero ya está hecho. Ya no voy a poder parar —dije, y corté.

Hasta el momento no volví a terapia, ya que me parecía que sería una pérdida de tiempo.

Sabía que no tardaría en volver a recaer, y no solo eso, sino que la tolerancia empezaría a hacerse presente. Al igual que cualquier otra adicción, mi cuerpo necesitaría de mayor cantidad de dosis (de vergas) para alcanzar la plenitud. Y mientras más pasaba el tiempo, peor se pondría la cosa.

Pero realmente no tenía en mente hacer que suceda lo que ocurrió esa tarde del miércoles. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza. Digo, había tenido pensamientos moralmente cuestionables, eso es cierto, pero cuando pensaba seriamente en volver a mi vida promiscua, tenía en mente a Hugo, o a algún otro profesor. Incluso había pensado en Enrique, un vecino maduro que siempre se mostraba extremadamente amable conmigo.

Pero la vida a veces da sorpresas. Las cosas ocurrieron así:

Tengo como costumbre mandar a hacer las compras a mi hijo. Sobre todo cuando hay que traer muchas cosas. La idea es que yo pase el menor tiempo posible expuesta a situaciones peligrosas, por decirlo de alguna manera. Él no sabe nada de eso, claro está. La verdad es que ese día agradecí que mi chico tuviera la iniciativa de preguntarme qué hacía falta para la casa, e ir a comprarlas, porque si no lo hacía, era casi seguro que yo saldría e instintivamente buscaría a alguien que me alivie la creciente excitación que sentía cuando recordaba cómo Hugo me poseía en su oficina. Y es que me encontraba en esos días en los que necesitaba una verga con urgencia.

La verdad es que el del profesor de Educación física no había sido el mejor polvo de mi vida, ni de lejos. De hecho, viéndolo en retrospectiva, creo que fue bastante rápida la cosa. Pero yo estaba tan excitada, que hubiera logrado hacerme acabar con sólo usar sus manos. La adrenalina que me generaba el miedo a ser descubiertos era otro condimento interesante. Ahora Hugo se atribuía el goce que yo había alcanzado en ese momento. Se pavoneaba cada vez que me veía, como si yo fuera una groupie y él el cantante de una banda de rock. Eso sí, a la hora de la verdad, ponía excusas. Ya habían pasado dos días de aquello, y no me había propuesto una segunda cita en su oficina.

Pero en fin, la cuestión es que mi hijo se fue al supermercado, protegiéndome, sin saberlo, de mi adicción. O al menos eso creí en ese momento.

— En una hora vienen los chicos a hacer el trabajo práctico, pero seguro que yo ya voy a estar acá para entonces —dijo, antes de irse.

Creo que no pasó ni cinco minutos, que el timbre sonó. Me pareció extraño. No esperaba ningún paquete del correo y faltaba mucho para que los compañeros de mi hijo llegaran. Abrí la puerta, para encontrarme con un jovencito de rulos, con el bello rostro lleno de lunares, al que yo bien conocía. Era alto, y siempre se mostraba serio y respetuoso. Además, era uno de los mejores alumnos de la clase.

— Señor Ceballos —dije, al reconocer a Ernesto.

— Profesora Cassini. Hola. Perdón, creo que llegué demasiado temprano.

— No importa, podés esperar adentro —dije, haciéndolo pasar.

— Ah, entonces ¿Lucas no se encuentra?

Cuando hizo esa pregunta, me pareció notar un extraño brillo en sus ojos. La compostura y prolijidad que siempre mostraba, se trastocó por un instante. Mi hipersexualidad me hacía ver cada gesto de los hombres como una invitación sexual, o al menos, como una demostración de interés. Así que en ese momento no pude evitar pensar que ese chico serio y lleno de lunares, se vio sorprendido cuando escuchó que estaría con su profesora a solas.

Para echar más leña al fuego, agregué:

— Así es, y lamento informarte que se va a demorar un buen rato. Fue a hacer unas compras al supermercado del centro.

Ahora a Ernesto se le abrieron los ojos, y sus gruesos labios formaron una sonrisa. De repente me pregunté cómo me veía. Llevaba el pelo atado, vestía una falda bastante corta, color negra, y una remera celeste sin magas. Nunca había mostrado tanto las piernas en clases. Estaban depiladas, al igual que mis partes íntimas, ya que esperaba tener otro encuentro con Hugo, pero a él le estaba costando escaparse de su mujer, quien ya lo conocía muy bien y sabía que no lo podía dejar solo por mucho tiempo. Por otra parte, mi pelo estaba algo despeinado, y la remera no era muy nueva que digamos.

— Perdoná que te reciba tan desprolija —dije—. ¿querés tomar algo?

— Pero si estás perfecta, como siempre profe —dijo Ernesto, sin ruborizarse en lo más mínimo—. Y lo de tomar algo… Una cerveza estaría bien.

Me reí del chiste. Era un chico despierto. Pero también me daba cuenta de que todo lo que hacía y decía estaba perfectamente calculado.

— Justamente te iba a decir que me alegraba de que mi hijo tuviera de amigo a alguien tan responsable como vos. Pero quizás me equivoqué al juzgarte.

— Para nada, era solo una broma —explicó él, aunque era obvio que yo la había interpretado de esa manera.

Me senté en el sofá, y el simpático chico lo hizo frente a mí. Me crucé de piernas. Él mantuvo sus ojos en los míos, pero estaba segura de que, desde la distancia en la que estábamos, tenía una visión de mi cuerpo lo suficientemente amplia como para percatarse de que ahora mi muslo derecho se dejaba ver con mayor descaro, pues la tela se había levantado cuando coloqué una pierna encima de la otra.

— ¿Y por qué no tomás alcohol entonces? —dije, haciendo la pregunta obvia.

— Porque no me gusta perder el control de mis sentidos —contestó, con total seguridad. Una respuesta ensayada, como parecía que era todo lo que decía. Me perturbaba (y fascinaba) ver tanto aplomo en un muchacho tan joven, que según tenía entendido, apenas había cumplido los dieciocho.

No obstante, de todos los alumnos de mi curso, era el que se comportaba de manera más madura. Siempre con las palabras justas, y sabiendo callar cuando era necesario hacerlo. Lo opuesto al pobre de Lucio, pero también, en cierto sentido, opuesto a Ricky, que sólo sabía llamar la atención con su prepotencia y sus fanfarronadas.

— Bueno, está muy bien que un chico de tu edad piense de esa manera. Pero quizás cuando seas más grande cambies de parecer. Perder el control puede ser muy divertido —dije, esperando la reacción de él, quien más allá de verse algo divertido, se mostró impasible.

Estaba claro que mi hipersexualidad estaba haciendo de las suyas, ya que en otras circunstancias jamás se me hubiera pasado por la cabeza soltarle tales palabras a un chico de su edad.

— Y de qué manera pierde usted el control, profe —quiso saber.

Cada vez me gustaba más ese muchacho. Usaba mis propias palabras para sacarme información que si intentara obtener de una manera más directa, terminaría quedando como un impertinente. Sin embargo, no podía decirle que perdía el control entregándome a montones de tipos que quisieran cogerme, que perdía el control ante una babeante verga arrimándose a mi rostro, o a una erección oculta en los pantalones de un desconocido.

— Eso no se lo puedo decir a un alumno —dije, enigmática.

— Ya veo, pero algo me dice que no es el alcohol su vicio —dijo él, con una certeza que me hizo estremecer.

— No, no es alcohol —respondí, poniéndome de pie— ¿Me harías un favor?

— El que quieras —contestó, tuteándome por primera vez, mientras me observaba con una mirada que parecía ver en mi interior, y así descubría mis secretos más lujuriosos.

Cada cosa que decía Ernesto era interpretada por mí como un intento de seducirme. Con cada mirada parecía querer desnudarme. Era probable que fuese cierto, pero era difícil saberlo con certeza, quizás simplemente era mi trastorno compulsivo jugándome una mala pasada. Sentía cómo mis pezones se endurecían, y me pareció que su mirada se desviaba a ellos. Mi entrepierna era un volcán. Mi cuerpo estaba tenso.

Si pudiera hablarle a la Delfina de ese momento, le diría: No seas estúpida. Es apenas un nene. Es amigo de tu hijo. Hay miles de hombres que con gusto te darían sus vergas cuantas veces quisieras. ¡Dejá de meterte en problemas!

Pero lo cierto es que en ese momento no tenía a nadie a quien llamar. Estaba sola, con ese chico inteligente y bello, que incluso con esa impasividad que siempre mostraba, no podía disimular la atracción que sentía por su profesora.

Habían pasado aproximadamente diez minutos desde que entró. Quedarían otros cuarenta hasta que llegaran los otros chicos…

— Vení —dije.

Me puse de pie, y caminé hacia la cocina. Me aseguré de que cada paso que diera fuera sensual. Que él, desde atrás, viera cómo se movían mis caderas, que viera el ágil andar de mis piernas, el terso culo moviéndose dentro de la pollera, la diminuta tanga que llevaba puesta y que se marcaba en la fina tela…

Estaba pensando en qué tontería le pediría que hiciera. Debía ser algo que lo obligue a ponerse cerca de mí, y no mantener esa distancia que nos imponía la sala de estar. A lo mejor le diría que bajara algo de la parte más alta de la alacena, tampoco estaría mal buscar la excusa para inclinarme en una pose sensual. Pero de repente empecé a dudar, y a ponerme nerviosa. Todo eso funcionaría con la mayoría de los hombres, ya que solían ser muy básicos, pero este chico era diferente. No sólo se caracterizaba por su seriedad y su imperturbabilidad, sino que se me antojaba indescifrable.

Y entonces sentí que me agarraba con brusquedad del codo, y me empujaba contra la pared de la cocina.

— ¡¿Qué hacés?! —dije, asustada, y con verdadera sorpresa, ya que había actuado de manera mucho más precipitada de lo que esperaba.

— Hago una locura. Pierdo el control —dijo Ernesto, mientras metía la mano adentro de la pollera.

— Pero vos no sos así —dije—. Soltame ahora mismo, y te perdono.

Estaba arrinconada, entre la pared y el cuerpo inamovible del chico. Era alto, me sacaba más de una cabeza, y en ese momento me di cuenta de que era mucho más fuerte de lo que parecía a simple vista. Ernesto deslizó lentamente la mano por mi pierna desnuda, haciéndome estremecer.

— ¿Qué te hizo pensar que podés hacer esto? —pregunté, zafándome de él, y saliendo, con mucho esfuerzo, a un costado.

Pero el chico no se rendía. Vi que tenía una potente erección que anunciaba una verga de un excelente tamaño. Me agarró del rostro con violencia, y me hizo mirarlo a la cara.

— Hay algo en vos profe. Algo que me calienta mucho, y que me hace perder la cabeza.

Y entonces me comió la boca. Su lengua se metió adentro y se frotó con la mía con violencia. Mientras tanto, sentí cómo sus manos bajaban, hasta llegar a mis nalgas, para apretarlas con ímpetu.

— No, no puedo hacer esto —dije, separando mis labios de los suyos.

El beso apenas había durado unos instantes, así que todavía tenía oportunidad de salvarme. Pero Ernesto seguía manoseando mi trasero, y sentía su respiración agitada en mi oído.

— ¿Por qué estás haciendo esto? —pregunté, aunque no me molesté en sacar sus manos de mi trasero, ya que se aferraban a ellos como si sus dedos fueran tenazas, mientras que su pelvis se frotaba en mi cuerpo, haciéndome sentir su erecto falo—. Voy a tener que reportarlo en la escuela. Todavía estás a tiempo de detenerte y pedirme disculpas. Si hacés eso, te juro que voy a hacer de cuenta que no pasó nada.

— ¿Ese va a ser mi castigo? ¿Ser reportado? —preguntó el chico.

— Si no te detenés inmediatamente, sí —contesté, con la respiración agitada—. De seguro te van a expulsar.

— Si ese es el precio por estar con vos…

Ernesto me empujó con su cuerpo, sin quitar las manos de donde estaban, hasta ponerme contra la mesada de la cocina. Arrimó sus labios gruesos a los míos, y me besó otra vez.

Esta vez fue un beso prolongado, hambriento, lleno de pasión, pero sobre todo, fue recíproco. Ahora yo también lo besaba. Lo abracé, a la vez que sentía cómo sus manos se metían nuevamente adentro de la pollera, para ahora sentir la carne desnuda.

Me preguntaba si era virgen. Lo más probable era que sí, ya que si bien se mostraba muy pasional, me manoseaba con torpeza y brusquedad.

Corrí la cara nuevamente, sus labios húmedos quedaron pegados a mi mejilla, y luego bajaron lentamente hasta mi cuello. Sentir su lengua saboreándolo, fue la gota que rebalsó el vaso.

— Esperá —dije—. Vamos a mi cuarto.

Ernesto, por primera vez, se mostró sorprendido. Parecía que en su imaginación realmente estaba decidido a tomarme por la fuerza. Me quitó las manos de encima, cosa que pareció costarle mucho hacer, y me siguió hasta mi habitación.

Saqué un paquete de preservativos de un cajón, y me senté en la orilla de la cama. El chico se paró frente a mí. Su entrepierna estaba a la altura de mi cabeza. Se desabrochó el pantalón, y lo dejó caer hasta los tobillos. Yo agarré el elástico de su ropa interior, con la ansiedad de una niña que está a punto de abrir un paquete de regalo. Se lo bajé hasta las rodillas. Un poderoso instrumento apareció ante mi vista.

— Qué grande —dije, sabiendo que era uno de los mejores cumplidos que se le podía hacer a un hombre, aunque no por eso dejaba de ser sincera.

Agarré el tronco. Era increíblemente rígido, de una dureza que difícilmente tenían los hombres con los que solía acostarme, que normalmente pasaban los treinta. Metí mi otra mano en mi boca, y llené mis dedos de saliva, para luego frotar con ellos el glande. Ernesto se estremeció de placer.

— Se siente increíble —dijo.

— Y ya verás cómo se siente esto —comenté yo.

Arrimé mi boca, y me llevé el falo adentro. Sentía la mano de mi alumno acariciando mi cabeza con ternura (esa ternura que los hombres suelen mostrar cuando reciben una buena mamada), y escuchaba los gemidos de placer cuando mi lengua jugaba con su verga.

Dejé de hacerlo. Lo miré desde abajo, con una sonrisa traviesa. Él me acarició el rostro.

— No pares, por favor —suplicó.

— Voy a parar —dije. Él se mostró terriblemente decepcionado. Parecía que al estar en la intimidad conmigo, todas sus defensas se bajaban, y ahora era muy fácil interpretar cada gesto que hacía—. Voy a parar, porque quiero que me cojas.

Como para que se contente, lamí su verga un rato más, dejándola llena de saliva, para dejar de hacerlo cuando empecé a sentir el sabor del viscoso presemen. Luego le entregué el preservativo. Él agarró el paquete, mordió el plástico que lo envolvía, y sacó el profiláctico de adentro. Se quedó mirándolo. Me dio la impresión de que dudaba de qué lado debía ponérselo. Lo colocó en el glande y empezó a desenrollarlo. Pero le estaba costando hacerlo. No pude evitar soltar una risita.

— Dejame a mí —dije, y ayudé a ponérselo. Me subí a la cama. Me levanté la pollera, y me quité la tanga—. Es tu primera vez ¿No? —pregunté.

— Sí —reconoció él, sin ningún problema.

— No te preocupes. Lo único que tenés que hacer es meter esa cosa acá —dije, soltando una risa, mientras señalaba mi sexo.

Él lo miró, boquiabierto. Me encontraba sin un solo vello, y estaba empapada.

Ernesto dejó el pantalón y el calzoncillo en el piso. Se colocó encima de mí. Agarró su instrumento y apuntó a esa enorme hendidura. Empujó tímidamente, como si tuviera miedo de lastimarme. Una vez que se aseguró de estar adentro de mí, dejó caer su cuerpo sobre el mío. Ahora estábamos pegados, como si fuéramos uno solo. Lo abracé. Él me besó el cuello, mientras empujaba de nuevo, y de a poco, me penetraba más y más.

Me sentía en el paraíso. El cálido y fuerte cuerpo de mi alumno se estremecía de placer mientras embestía con las energías que solo se tenían a su edad. Pasados unos minutos, ya se había dado cuenta de que podía resistir sus arremetidas sin problemas, así que empezó a hacerlo con mayor potencia.

Luego agarró mis piernas y las puso en sus hombros. Sus manos fueron a mis tetas, que aún estaban cubiertas por la remera. Ernesto las frotó con fruición, y pellizcó los pezones, mientras su verga se enterraba una y otra vez, cada vez con mayor ímpetu. Me miraba a los ojos mientras lo hacía, con una mirada intensa, que jamás le había visto. Era como si quisiera grabar en su memoria mi rostro, cuyo gesto reflejaba el gozo que sentía en ese momento.

Mis gemidos parecían excitarlo muchísimo. No necesitaba simularlos. El hermoso instrumento del muchacho me generaba un placer indescriptible, que sólo podía ser retribuido con jadeos, estremecimientos y finalmente, con mi propio orgasmo.

Sólo en ese momento detuvo el movimiento de su pelvis, aunque seguía adentro, claro está. Pero pareció sorprendido (y fascinado) cuando vio lo que había logrado. Yo, agitada, mojada, despeinada, media desnuda, me revolcaba de un lado para otro, como si estuviera sufriendo de convulsiones, mientras sentía el orgasmo en cada una de mis células.

Quedé agotada, inmóvil, con la respiración entrecortada, y sobre todo, satisfecha. Ernesto se vino unos segundos después, probablemente no aguantó más cuando me vio en esa condición.

Quedamos abrazados, él todavía adentro mío, acariciándonos como si fuéramos dos viejos amantes, reacios a despegarnos.

— ¿Te gustó? —le pregunté.

— Me encantó —dijo él— Salvo que… me hubiera gustado que me la siguieras chupando. Pero de todas formas, esto se sintió increíble.

— Si me prometés que vas a guardar este secreto, quizás la próxima vez… —prometí. Estaba claro que en ese momento no estaba pensando en las consecuencias de mis actos. Tanto así que hasta pensaba en volver a repetir lo de hacía un rato.

— Claro. No voy a decir nunca nada. Este va a ser nuestro secreto —aseguró el chico, para luego darme un beso muy tierno.

Lo cierto era que si se la mamaba hasta hacerlo acabar, como él pretendía, no iba a tener tiempo de que me echara otro polvo, y yo lo que quería era venirme de una buena vez.

Se salió de la cama, y se colocó el pantalón. Yo no me puse la tanga. Tenía que limpiarme, ya que era probable que el olor de mis flujos se percibiera. Ernesto había dejado el preservativo usado sobre la cama. Lo agarré y fui a tirarlo al inodoro. Cuando volví al cuarto me agarró de la cintura y me besó.

— Ahora a disimular —dije.

Diez minutos después, los otros dos compañeros de mi hijo tocaron el timbre, y en un lapso de tiempo similar, llegó él.

Fui varias veces al comedor, donde estaban haciendo el trabajo práctico. Ernesto disimulaba a la perfección, manteniendo su aplomo. Ni siquiera me miró de reojo, cosa que de hecho hirió mi ego. Nadie sospecharía que acabábamos de tener sexo.

Y ahora tenía que volver a complacerlo. Debía controlarlo, asegurarme de que mantuviera el secreto, y para eso, tenía que tenerlo contento.

Hubo una frase que me acompañó durante todo el día: “No puedo ser tan puta”, me decía, una y otra vez.

Mujerinsaciable

………………………………………………….

Quedé temblando, atravesado por un montón de emociones. Ernesto. Nunca había pensado en él. Jamás se me hubiera ocurrido que fuera capaz de propasarse con mamá. De lo que sí estaba seguro era de que ni en sus sueños más atrevidos se había imaginado que las cosas le saldrían tan bien.

Recordé el día en que fue a casa, junto con Mariano y Celeste. Cuando llegué del supermercado, ellos ya estaban esperándome. No me había molestado en preguntar si habían llegado todos juntos. ¿Y por qué iba a hacerlo? Además, estaba muy distraído con Celeste. Esa rubiecita me gustaba mucho.

Mamá y Ernesto, me decía una y otra vez, sin terminar de decidir qué tan grave era la situación. Mamá y un alumno. Un alumno al que pensaba volver a cogerse. Y a mamársela, no nos olvidemos de la mamada prometida.

Traté de conciliar el sueño, pero como era de esperar, no pude hacerlo.

No se me pasaba el hecho de que de eso había pasado casi un mes. Demasiado tiempo. ¿Qué había ocurrido mientras tanto? Supuse que pronto me enteraría.

Y de repente me acordé de algo. Ernesto había faltado a clases dos días seguidos, supuestamente porque estaba enfermo.

Por primera vez me embargó el absoluto pesimismo. Todo parecía indicar que no había nada que pudiera hacer para detener la decadencia de mamá. Sólo podía observar todo de cerca, y ver cómo nuestras vidas se desmoronaban.

Continuará



-I
 
Arriba Pie