Todos se Cogen a Mamá - Capítulo 03

heranlu

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No podía dejar de pensar en cuál era el motivo por el que mamá había aparecido de esa manera para dar la clase. Para mis compañeros probablemente no se trataba más que de un cambio de look, de una joven profesora, que el primer día de clases había exagerado con la sobriedad de su atuendo, y ahora se decidía a mostrarse tal cuál era. Después de todo, si bien el pantalón resultaba muy ajustado, y el color de los labios era un tanto exagerado, no se salía de lo normal. No era la apariencia ideal que debía tener una profesora, eso seguro, pero tampoco implicaba una grave falta.

No obstante, haber leído el último relato de mamá, me daba una perspectiva mucho más amplia, y me hacía pensar lo peor. Después de todo, ella misma había jurado que pretendía continuar con la abstinencia. Entonces ¿No era poco conveniente provocar a los hombres que la rodeaban? Si el profesor Hugo le había echado el ojo ya en la primera clase, no me quería imaginar lo baboso que se pondría cuando la viera así.

— Qué linda estás profe.

Respiré hondo. Por suerte, el halago no había salido de los revoltosos de la fila del fondo, ni siquiera de uno de los varones, sino que lo dijo Lorena, una chica con trenzas que parecía negarse a abandonar su niñez. Pero no podía cantar victoria antes de tiempo, Ricky y sus compinches podrían agarrarse de ese comentario para salir con alguna de sus payasadas.

— Gracias —contestó mamá, con una sincera sonrisa de agradecimiento—. Bueno, empecemos. Les había dejado unos asientos contables para resolver en casa. ¿Quién pasa al pizarrón?

Me pareció notar que miraba de nuevo hacia el fondo, por encima de mi hombro. Es decir, estaba viendo a Ricky, con una sonrisa sugerente, desafiante, o eso me pareció a mí. Se me pusieron los pelos de punta. Si el hijo de puta sabía lo vulnerable que estaba mamá en ese momento, sería el comienzo del fin.

La primera media hora pasó sin muchas novedades. Pasamos al pizarrón una decena de alumnos para hacer los asientos contables que había dejado de tarea. Después mamá se puso a explicar un tema nuevo: amortizaciones. A nadie le gustaba esa materia, pero la profesora Cassini se las ingeniaba para mantener la atención de los chicos. Explicaba todo de manera simple y concisa, y usaba palabras que todo el mundo entendía. Además, cada tanto citaba alguna frase conocida de la serie Los Simpson, cosa que me daba mucho cringe, pero que a los demás parecía divertirles.

Mamá usaba un suéter blanco que, al igual que su pantalón, se ceñía como guante a su esbelto cuerpo. Sus firmes pechos se marcaban de manera obscena debajo de esa prenda. Me preguntaba si Ricky le estaría mirando las tetas, al igual que lo había hecho la semana anterior, cuando ella lo hizo quedarse después de clase. Ciertamente eran tetas llamativas, totalmente erguidas. Pero en ese momento me di cuenta de que había algo más. ¡Sus pezones estaban marcados en el suéter! No era la primera vez que notaba ese detalle en mamá. Ahora me daba cuenta de que era una señal de que siempre andaba caliente.

Otra cosa incómoda de ver para un hijo era cuando se daba vuelta, mostrando a la comisión sus turgentes nalgas mientras escribía algo en el pizarrón. Además, las costuras de los bolsillos traseros del pantalón eran de hilo dorado, los cuales al contrastar con el color azul de la tela, hacía que quedara en evidencia no sólo su perfecta forma, sino su exacerbada profundidad. En cierto punto comprendía a Ricky —aunque no por eso iba a aceptar que se cogiera a mi mamá, obviamente—, ya que, si yo estuviera en su lugar, o mejor dicho, en el lugar de cualquiera de la comisión, también me sentiría sumamente atraído por la joven y atractiva profesora, que ahora, además, se mostraba sumamente sexy. Yo aún era virgen, y a pesar de que todas las señales apuntaban a que pasaría mucho tiempo hasta que dejara de serlo, no me faltaban las ganas de saber qué era lo que se sentía penetrar en una húmeda vagina, o sentir el goce de que te chupen la verga.

En ese momento, al igual que me sucedió con sus pezones, me di cuenta por primera vez de un detalle de su parte trasera. Y es que ambas nalgas daban la impresión de estar un poco más separadas de lo que deberían estar. Frustrado, me pregunté si los pajeros del curso también habían notado ese detalle. Había una teoría —incomprobable—, que decía que las mujeres que tenían las nalgas de esa manera, eran grandes asiduas a practicar sexo anal. Traté de quitarme esa idea de la cabeza. Pero me costó mucho hacerlo.

Luego ocurrió algo, que en ese momento me pareció apenas llamativo, pero que sin embargo atrajo lo suficiente mi atención como para reparar en ello. Mamá nos había puesto a hacer unos ejercicios relacionados con el tema nuevo. No era la gran cosa, con diez minutos bastaría para que los empezáramos a corregir. Ella empezó a caminar por los pasillos, entre las hileras de pupitres, como suelen hacer algunos profesores cuando estamos en examen. El sonido de sus zapatos pisando las baldosas se superponía a los murmullos, típicos en esos momentos, pues muchos aprovechaban para conversar sobre cualquier cosa que no fuera contabilidad.

No fueron pocos a los que pesqué infraganti, mirando el trasero de mamá cuando les daba la espalda, aunque justo es decir que ni su culo ni sus tetas eran lo único que llamaba la atención en ella. Tenía un rostro de facciones preciosas, y la piel blanca y tersa la hacían parecer incluso varios años más joven de lo que era. Su figura era elegante, no era alta, pero tampoco baja, y sus piernas eran largas y torneadas. Lucio fue uno de los más impúdicos mirones, ya que con sus enormes anteojos cuadrados había quedado unos cuantos segundos, totalmente idiotizado ante el bamboleante movimiento de caderas de la novel profesora. El pobre ni siquiera había atinado a disimular su lascivia. Se sentaba en un extremo, un poco más adelante que yo, por lo que me resultó fácil verlo de perfil. El degenerado tenía una erección. Ya estaba, ahora la profesora Cassini contaba con, al menos, dos admiradores en el curso.

Pero por Lucio no iba a preocuparme, ya que no sólo no era un macho alfa como muy a mi pesar debía reconocer que era Ricky, sino que era todo lo contrario: torpe, tímido, apocado, y para colmo, ni siquiera era tan inteligente como su apariencia de nerd lo indicaba. Como alumno no era malo, pero tampoco llegaba a sobresalir. Al igual que yo, aprobaba las materias con lo justo y necesario. Y en los deportes ya ni hablemos. Lo único en lo que llegaba a sobresalir era en los dibujos que hacía, aunque tampoco era que descollara. Un chico como ese, apenas se animaría a fantasear con una mujer como mamá, y dedicarle miles de pajas. Jamás se le ocurriría tirarle los galgos, como lo había hecho Ricardo la vez anterior. Incluso sentí pena por él, pues temía que alguien más notara su visible excitación.

De repente pareció darse cuenta de que estaba siendo observado por mí. Le sonreí, él se puso levemente colorado y desvió la mirada. Luego se levantó un poco el cinturón, como para acomodar su patética verga y ocultar en la medida de lo posible su dureza.

Mamá estuvo lejos de notarlo. La vi atravesando el pasillo donde yo estaba sentado. Cuando pasó al lado mío, me guiñó un ojo.

— Profe, le puedo preguntar algo del ejercicio —dijo Ricky a mis espaldas.

Como era de costumbre, cuando me ponía nervioso, me empezaron a arder las orejas.

— Claro Luna —dijo mamá, manteniendo cierto formalismo al llamarlo por el apellido, aunque no dejaba de inquietarme el hecho de que lo recordara.

Presté atención en cada palabra que decían, para ver si el pendejo de Ricardo se propasaba, al menos de manera sutil.

— No, esto va en el haber —decía mamá—. Así está bien.

— ¿Y este asiento lo hice bien? —preguntó Ricky.

— No, recordá que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte.

Esa fue toda la conversación que tuvieron ese día, cosa que me generó un enorme alivio.

Y luego ocurrió algo sumamente extraño. Después de hacer varios zigzag mientras caminaba, dejando la estela de un suave perfume en su camino, mamá caminó en línea recta hacia su escritorio, a través del último pasillo a la derecha. Mientras lo hacía, observaba lo que escribían mis compañeros en sus carpetas de hojas cuadriculadas. Cuando llegó al asiento de Lucio, se detuvo. Me pareció notar que el pobre detuvo su respiración durante un instante.

— Bien, eso está muy bien señor… —comentó mamá.

— Alagastino —dijo Lucio.

Y entonces mamá pareció notar algo llamativo, porque su seño se frunció, y enseguida preguntó:

— ¿Y esto?

Sin esperar que el chico le contestara, corrió la hoja en la que había hecho los asientos contables. No alcancé a ver qué era lo que había descubierto mamá, pues la hoja que había corrido había quedado a medio camino, sostenido por su mano, a noventa grados, por lo que impedía que yo o cualquier otro viera de qué se trataba. Sin embargo sí pude ver que ella se había quedado petrificada, sin siquiera poder pronunciar palabra. Lucio, por su parte, se puso increíblemente colorado, cosa que inmediatamente llamó la atención de todos, que ahora lo miraban haciendo que se pusiera más rojo, si es que eso cabía. Estaba claro que quería que la tierra lo tragara en ese mismo instante.

Y entonces, como por arte de magia, la profesora Delfina Cassini se recompuso, y dijo con total naturalidad:

— Le agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.

Todos rieron. Era sabido que a Lucio le gustaba pasar el rato dibujando, y solía aislarse en los recreos para hacer todo tipo de dibujos al estilo animé en sus cuadernos. Un profesor alguna vez le dijo que era muy hábil, pero por lo visto esa habilidad solo radicaba en su talento para copiar otros dibujos, quizás debería intentar hacer una obra original algún día, le había dicho.

— ¿Qué dibujaste, depravado? —preguntó Gonzalo, uno de los amigos de Ricky, a los gritos.

— Eso no es de su incumbencia, vuelva a lo suyo —lo cortó en seco mamá, aunque no logró sofocar las risas que se alzaron cuando Gonzalo pronunció esas palabras.

Pero a pesar de las risas, Lucio increíblemente pareció más aliviado que antes, y su rostro empezó a recuperar su color original.

Lo que me pareció raro fue que Ricky no haya sido la voz cantante a la hora de burlarse del débil Lucio. De hecho, pareció que sus amigotes habían hecho unos segundos de silencio, esperando que hiciera su gracia. Pero cuando se dieron cuenta de que no iba a pronunciar palabra, Gonzalo tomó el relevo. Ahora bien, el mutismo de Ricky no era algo que me hiciera sentir aliviado. El hecho de que se comportara de una manera tan diferente a como era siempre, me daba a pensar. ¿Acaso no estaría intentando mostrarse serio y maduro frente a la hermosa profesora Delfina Cassini? Debía tener mucho cuidado con él ya que, si bien tenía la misma edad que yo, contaba con mucha más experiencia gracias a que resultaba muy atractivo para las féminas de la escuela. De él se contaban miles de leyendas, y el propio Ricardo no se sonrojaba al contar a todo quien quisiera escuchar, con quién había cogido en el boliche el fin de semana.

Se hizo el mediodía, sin grandes sobresaltos. De hecho, hubo menos situaciones incómodas de las que esperaba, lo que debió haberme llamado la atención en ese momento.

Una cosa que sí noté fue que, cuando todos empezábamos a salir del aula, como si fuéramos una manada de animales corriendo de nuestros depredadores, Lucio se había quedado en su pupitre, guardando lentamente sus útiles escolares en la mochila. Al final, había quedado sólo.

— ¿Vamos má? —le pregunté a mamá, quien estaba terminando de borrar el pizarrón.

Se dio vuelta, y vio a Lucio que, con la cabeza gacha, parecía negarse a ponerse de pie.

— Vos hoy tenés que quedarte un rato más ¿No? —me preguntó ella, recordando que ese día me había comprometido con Ernesto y otros chicos a empezar a hacer un trabajo práctico de geografía. Usaríamos la biblioteca de la escuela. No obstante, deseaba ver que mamá se fuera tranquila a casa. Había muchos buitres revoloteándola, y no iba a estar tranquilo si no la veía subirse al auto. Pero en ese momento no se me ocurrió una excusa para quedarme hasta asegurarme que saliera de la escuela.

Vi afuera cómo Ricky y sus amigos se alejaban rápidamente, para librarse del tedio de la escuela. En la dirección opuesta, Ernesto me hacía señas. Estaba con Mariano y Celeste. Esta última era una rubiecita de ojos claros que últimamente estaba siendo la dueña de mis sueños húmedos. Tener la oportunidad de compartir algunas horas con ella, era algo que me agradaba mucho. Por último, pensé que de todas las personas en el mundo, Lucio era el menos peligroso. No intentaría nada con mamá ni aunque ella se desnudara en sus narices. Así que los dejé solos.

Pero en la biblioteca me resultó imposible concentrarme. Me daba miedo el simple hecho de saber que mamá se cruzaría con quién sabía cuántos hombres al marcharse. Cualquier verga era un peligro inminente que atentaría con la apacible vida que intentaba llevar en esos tiempos.

De todas formas, no era más que el primer encuentro con mis compañeros, en donde definiríamos quién haría qué cosa, por lo que no era imprescindible que estuviera ahí. Pero por esta vez las hormonas obraron en mi contra. Celeste se había sentado a mi lado, y su sonrisa dulce me sacaba, cada tanto, de la oscuridad que estaba atravesando en esa extraña época, en donde la sexualidad de mamá me preocupaba más que mi propia sexualidad.

Cuando volví a casa, ocurrió algo que me hizo dar mucho miedo. Mamá no estaba. Lo que dejaba la clara pregunta: ¿Dónde mierda se encontraba? Le mandé un mensaje, pero no contestó. La llamé, pero el teléfono se limitó a sonar hasta que saltó la voz mecánica de una operadora. Estuve con el corazón en la boca durante todo ese tiempo. Ni siquiera pude comer bocado.

Volvió recién unas cuantas horas después.

— ¡¿Qué pasó?! —quise saber. Me costó mucho ocultar mi aflicción

La miré de arriba abajo, tratando de descubrir si en su aspecto había algo que me indicara que por fin había roto con la abstinencia. Pero a simple vista no pude notar nada. Salvo… ¿Acaso su cabello no estaba impecablemente prolijo? Era como si se lo hubiera vuelto a peinar.

Pero pensé que quizás eran ideas mías. Así que opté por seguir la rutina que últimamente se había acoplado a mi vida con una naturalidad perturbadora: revisé la página en donde la profesora Delfina Cassini narraba sus andanzas sexuales. No había nada, cosa que no terminó de tranquilizarme. Después de un par de horas, y de haber revisado la página decenas de veces, pude conciliar el sueño.

Al despertarme, antes de ir a la escuela, ya casi por inercia, abrí la página nuevamente.

— ¡La reputísima madre que me parió! —exclamé.

En efecto, probablemente mientras yo intentaba dormirme, mamá había estado escribiendo. Ahí estaba el relato, y el título no podía ser más humillante para un hijo adolescente que estaba haciendo todo lo posible por sacar a su madre de ese camino de perdición. “mis alumnos me hacen romper la abstinencia”, decía.

Estuve a punto de tirar el teléfono contra la pared. Por primera vez, me sentía extremadamente enojado con mamá, a pesar de que tenía en claro que ella no era más que una víctima de su padecimiento. Por último, quise ir corriendo hasta la escuela para partirle la cara a Ricky. Aunque… ¿Por qué decía “mis alumnos” en plural? Me pregunté. La cosa pintaba mucho peor de lo que había imaginado. Miré la hora. Tenía quince minutos. En todo caso, llegaría tarde a clases si era necesario.

Sintiéndome totalmente derrotado, me dispuse a leer el relato

Mis alumnos me hacen romper la abstinencia

Tres meses. Mi sabia terapeuta se había negado a confirmármelo, pero entre los profesionales que habían sido consultados en distintos canales de YouTube parecía haber un consenso generalizado. Tres meses era lo que, en promedio, una persona que padece de hipersexualidad y que se encuentra en tratamiento, sufre la primera recaída.

Yo ya había pasado los tres meses hacía un par de semanas, así que creo que debería sentirme victoriosa. Aunque por supuesto, no es así.

El ajetreo de la escuela era tal, que me había resignado a que, tarde o temprano, volvería a las andadas. Cuando llegó el día de dar clases al curso de mi hijo, sentí una creciente incomodidad que no estaba segura de a qué se trataba.

Cuando estuve a punto de vestirme, no pude evitar recordar al pendejo maleducado de Ricardo, quien la semana anterior había intentado ponerme incómoda, y que, incluso cuando quise reprenderlo, me había dejado descolocada. ¿Qué yo no era linda? Me costaba admitirlo, pero mi ego había sido lastimado. Era obvio, por la forma en la que me miraba, que sí le parecía atractiva. Seguramente solo me lo había dicho para molestarme. Sin pensarlo mucho, cambié de idea. Descaché la ropa sobria que ya tenía separada y planchada para ese día. ¿Quién decía que no podía vestirme de una manera un poco más llamativa? Por lo que había visto, mis colegas se vestían como les daba la gana. Incluso había un profesor de música a quien vi con un pulóver deshilachado. Yo no iba a verme tan mal como él, eso seguro.

Me desvestí, y me miré al espejo. Mi amiga Luciana siempre bromeaba conmigo, diciéndome que no conocía a nadie que anduviera siempre con los pezones duros, como me pasaba a mí. Bueno, al menos a la mañana (y ahora mientras escribo) los tenía duros. El recuerdo de Luciana me entristeció, ya que nuestra amistad se vino abajo cuando el imbécil de su novio decidió cogerme. Pero bueno, como siempre digo, eso es para otro relato.

Me costó ponerme el pantalón, porque era muy ajustado y mis carnosas nalgas hacían complicada la tarea. Pero una vez que lo subí hasta la cintura, me quedó perfecto. Elegí un lindo suéter, que era más para una cita que para ir al trabajo, zapatos de tacones altos, que hacían que mi trasero pareciera más respingón de lo que era (como si eso hiciera falta), me maquillé y me pinté el labio de rojo. “Parecés una hermosa puta de lujo”, me hubiera dicho Eduardo si me viera así. Estuve a punto de cambiarme de nuevo, pero ya no tenía tiempo. Siendo la clase de apenas dos horas, no podía darme el lujo de llegar tarde.

Mi hijo ya se había ido a la escuela un par de horas antes. Me aliviaba saber que no estaba por ahí. Últimamente se mostraba muy celoso. Me seguía a sol y a sombra, y siempre miraba con el ceño fruncido cuando cruzaba dos palabras con algún hombre. Reconozco que me gusta que me cuide, pero no puede estar conmigo las veinticuatro horas del día, así como de hecho no estaba en ese momento.

Esperaba a que alguno de mis alumnos dijera algo desubicado. Lo pondría en su lugar sin dudarlo. Pero sólo hubo una alumna que hizo mención a mi aspecto. Una linda chica trigueña, de ojos rasgados, que me dijo que estaba muy linda.

Ricardo se mostraba indiferente. O mejor dicho, fingía estar indiferente, porque cada tanto lo pescaba comiéndome con los ojos. Los puse a hacer unos ejercicios, y caminé de un lado a otro. ¿Ves?, esto es lo que nunca vas a poder tener, pensaba yo, mientras me aseguraba de mostrarme desde todos los ángulos. En ese momento deseaba hacerlo excitar, para luego poder tener el placer de decirle que jamás estaría con un niño como él.

Pero a quién engañaba, si yo misma sentía, no por primera vez entre esas cuatro paredes, que mi sexo ya estaba húmedo.

— Profe, le puedo preguntar algo del ejercicio —me llamó Ricky.

— Claro, Luna.

Me acerqué con el semblante serio, imperturbable, como queriendo mostrar seguridad y distanciamiento. Me incliné, para ver lo que había escrito. Mi cabello cayó a un costado. Me lo puse detrás de la oreja. Quería que él me viera de perfil. Que viera mi rostro, ese que tantas veces me habían alabado, porque mantenía cierto aire infantil que me hacía ver mucho más joven de lo que era. “Cara de nena puta”, me decía Eduardo, cuando yo, desnuda y en sus brazos, le contaba esa anécdota.

— No, esto va en el haber —le expliqué.

Ricky tachó lo que había hecho, y escribió un nuevo asiento contable. Cuando terminó de usar la regla, le quedó el brazo izquierdo libre. Y entonces pasó algo que me hizo estremecer. Apenas me rozó. Pero sus dedos se frotaron en mi muslo. Pareció un movimiento involuntario, ya que solo duró unos instantes. Lo miré de reojo. Él tenía su mirada clavada en mí, con una intensidad que tiraba a la basura las palabras orgullosas que me había dicho la clase anterior. Ese descubrimiento, por estúpido que parezca, me alegró. Me gustaba tener a ese mocoso engreído comiendo de mi mano.

— Así está bien —le dije, una vez que comprobé que había hecho bien el asiento.

Estuve a punto de erguirme y marcharme de ahí, pero él me detuvo.

— ¿Y este asiento lo hice bien? —quiso saber.

Y entonces sentí la mano de nuevo. Ricky me tocaba apenas, con la cara externa de sus dedos. Pero esta vez el contacto no duró unos instantes, sino que bajó y subió esa impetuosa mano, tres o cuatro veces. Me di cuenta de que lo que hacía era meterla en el bolsillo, como si quisiera sacar el celular para ver algo en él, pero sin terminar de hacerlo, lo que hacía que el movimiento quedara medianamente disimulado. Miré a los lados. Los compañeros de él parecían estar metidos en sus carpetas, sin darse cuenta de lo que pasaba. Además, Ricky se sienta en el fondo, pero su silla está incluso más atrás que las otras que había en esa fila. Me preguntaba si él creía que yo no me daba cuenta de que me estaba manoseando a propósito. Apenas lo sentía, pero ahí estaba esa mano acariciando mi pierna. De repente sentí que ahora la mano subía. Pronto llegaría a la cadera, y ahí a la vuelta estaba esa parte que a los hombres tanto les gusta tocar.

— No, recordá que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte —le contesté.

Me erguí, y lo dejé solo. Me pregunté si le había provocado una erección. A esa edad se les paraba con increíble facilidad. Pensar en eso me produjo calor. Pero no me di vuelta a mirarlo. Le di la espalda, y me encaré hacia el otro pasillo, convencida de que me estaría mirando.

Pero Ricardo no resultó ser el único pendejo precoz con el que debería lidiar en esa comisión. Cuando volvía a mi escritorio vi algo que me llamó la atención. Me había detenido en el pupitre de Lucio, un chico triste a quien todos parecían ignorar, salvo cuando necesitaban un chivo expiatorio de quién burlarse. Algunas de las hojas de su carpeta estaban rotas en la parte que debería estar ajustada al gancho. Esto generaba que algunas de ellas sobresalieran. Vi en una hoja, algo que no tenía nada que ver con lo que les había mandado a hacer. Era un dibujo. Me pareció ver una pierna.

— ¿Y esto? —pregunté. Pero sin esperar respuesta, corrí la hoja con los cálculos contables, para ver lo que había en la otra.

Quedé sin palabras. Inmediatamente después me arrepentí de haber descubierto eso. Hay cosas que es mejor no saber.

Se trataba de un dibujo a medio hacer. En él había una mujer joven con una falda corta y una camisa, con pechos erguidos y grandes. Tenía el pelo recogido. Estaba diseñado de manera tal, que era evidente que había una tremenda sexualización en esa obra. La camisa tenía varios botones desabrochados, las proporciones de las piernas y caderas eran exageradas, y por si fuera poco, la animación tenía la braga a la altura de los tobillos. El gesto era de vicio, como si aquella chica quisiera ser poseída de la manera más humillante. Y todavía no dije lo peor, aunque algunos de los lectores más sagaces ya se habrán dado cuenta. ¡Aquella caricatura se asemejaba perturbadoramente a mí!

Vi al chico, más con asombro que con enojo. Me di cuenta de que estaba temblando, y se lo notaba a punto de llorar. Recordé que parecía ser el típico chico al que molestaban los tipos como Ricky. Si lo exponía frente a toda la clase, le arruinaría los meses que quedaban de clases. Convertiría su vida en un infierno. Así que me hice la tonta y le dije:

— Le agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.

Algunos chicos se rieron, y hubo quien quiso humillarlo, pero lo puse en su lugar enseguida.

Seguí con la clase, notando que Lucio, si bien seguía amedrentado, tenía un brillo de alivio en los ojos. Por otra parte Ricky, en este caso, se comportó mucho mejor que en la clase anterior. Por momentos me miraba con curiosidad, como si se preguntara si yo realmente me había dejado acariciar por él, o solo eran imaginaciones suyas. Me preguntaba hasta dónde sería capaz de llevar su mano si en otra oportunidad me colocaba en la misma posición que lo había hecho hoy.

Demasiados pensamientos perversos tratándose de que era su profesora. Aunque en mi defensa puedo decir que mis alumnos no me la estaban haciendo fácil.

Cuando terminó la clase, Lucio se quedó hasta el final. Pensé que quizás quería agradecerme, o pedirme disculpas por lo sucedido, o tal vez pretendía asegurarse de que de verdad dejaría pasar su falta. El hecho de que un chico tan tímido como él se dispusiera a hablarme, era algo que no me había visto venir. Más bien imaginé que el pobre se escabulliría apenas tocara la campana. Le dije a mi hijo que se fuera tranquilo, que yo me quedaría unos minutos en el aula.

— Bien, señor Alagastino, ¿Va a venir o no? —le pregunté, ya que no se movía de su asiento manteniendo la cabeza gacha.

Se puso de pie, y se acercó a mí. El pobre necesitaba sentir más seguridad en sí mismo. Me di cuenta de que, detrás de esa apariencia de chico nerd, exageradamente retraído, había un adolescente más atractivo que la mayoría. Si no tuviera esos anteojos tan gruesos, si no tuviera esa postura encorvada, esa mirada esquiva, y ese acné, pero sobre todo, si demostrara mayor seguridad, entonces sería un ganador.

— ¿Tiene algo que decir? —pregunté, cuando se sentó frente a mí.

— Hice ese dibujo la otra semana, y… y… me olvidé de dejarlo en casa. Bueno, es que en casa tampoco tengo ganas de dejarlo, porque mamá revisa mis cosas y no quiero que vea esos dibujos.

— Entiendo, pero… ¿Es necesario que hagas esos dibujos tan depravados? —pregunté tuteándolo, para descomprimir un poco el ambiente tenso que había.

Lucio rió con nerviosismo. Se rascó el codo y se mordió el labio.

— Bueno. Necesario, lo que se dice necesario… no. Pero…

— Pero te gusta hacerlos.

— Sí, me gusta hacerlos.

— Mirá Lucio. Te voy a dar un consejo, como mujer —dije—. En la pornografía que vas a encontrar en internet, no vas a aprender nada. Ahí ocurren cosas que en la realidad no ocurren. No me voy a poner a dar detalles, pero cuando llegue el momento te vas a dar cuenta solito. Esos dibujos que hacés son iguales a esas películas que seguramente conocés —expliqué, viendo cómo el chico sonreía con vergüenza, incapaz de negar lo obvio—, ponen a la mujer en un lugar de mero objeto sexual —seguí diciendo—. Yo te recomiendo, por tu futura vida sexual, que trates de mirar a las chicas teniendo en cuenta que son mucho más que un par de tetas y piernas.

Lucio se encogió al escucharme decir esas palabras de manera tan directa.

— Entonces ¿No me va a castigar? —fue lo único que preguntó.

— ¿Debería castigarlo?

El chico pareció pensarlo: Se estaría preguntando si no me había dado cuenta de que el dibujo estaba inspirado en mí.

— No voy a traer más esos dibujos a clases —dijo.

— Muy bien. Ya podés irte.

Me quedé un rato en el aula. Creo que en el fondo esperaba que apareciera Ricky, intentando ir más allá de lo que había hecho en plena clase. No pude evitar sentir una punzada de decepción al darme cuenta de que no lo haría. Se había dio con todos los otros estudiantes, y ni siquiera me había mirado para saludarme.

También pensé en Lucio. Ese chico necesitaba ganar confianza. De repente se me ocurrió que entre todos los hombres que había conocido en los últimos días, él era el ideal para, por fin, romper con mi abstinencia autoimpuesta. Para empezar, nadie le creería que perdió su virginidad con su profesora. Además, parecía fácil de manipular. Podría enseñarle miles de cosas. Cuando fuera mayor, se acordaría de mí. Dejaría una huella inmortal grabada en su vida. Eso me hinchaba el ego. La idea de enseñarle a hacer el amor me daba mucha ternura. Normalmente estaba con hombres ya experimentados, no estaría mal variar un poco.

Pero esas no eran más que especulaciones de una mujer trastornada. Agarré mi maletín, y salí del aula. Caminé rápidamente hasta donde estaba mi auto.

Y entonces me di cuenta de que ya no podía más. Si dos adolescentes habían logrado ponerme tan caliente, era necesario terminar con esa tortura ya mismo. ¿Qué pasaría si me acostaba con un alumno? Podía perder mucho más que el trabajo.

Totalmente resignada, supe que estaba a punto de volver a mi vida de promiscuidad y desenfreno. Una vida de soledad, en donde caería rendida a cuanta verga se me ofreciera.

Di marcha atrás, y volví a la escuela. En el patio de educación física no estaba entrenando nadie, aunque sí se veía a algunos chicos con ropa deportiva que esperaban a que se hiciera la una de la tarde, horario en el que suponía que empezarían sus clases.

— Profesora Cassini, que grata sorpresa —dijo el profesor Hugo, apareciendo con una bolsa llena de pelotas de futbol en la mano. Por lo visto, acababa de terminar una clase.

— Qué tal, profesor —saludé, manteniendo la formalidad.

— La veo media de capa caída ¿O es idea mía? —preguntó.

— Digamos que no estoy en el mejor momento de mi vida —contesté.

— ¿Quiere hablar sobre eso?

— No lo sé, pero lo acompaño, hay lugares de la escuela que todavía no conozco.

— Bueno, hay lugares que es mejor que una señorita como usted no conozca —dijo él. Caminamos un trecho, en donde nos metimos en un largo pasillo oscuro.

— Se sorprendería si le dijera los lugares en donde he estado —comenté, sintiendo su penetrante mirada.

— ¿Ah, sí? —dijo, cambiando el tono de voz—. ¿Y por qué no me dice uno?

— Prefiero no decirlo.

— Una chica misteriosa.

— Es que las mujeres nos vemos obligadas a guardar muchos secretos. Estoy segura de que su esposa también los tiene —dije.

— Espero que no sean muchos —comentó él, abriendo la puerta de un cuarto pequeño que estaba al final del pasillo—. Bienvenida a mi oficina —agregó.

Me metí adentro. Cerré la puerta. Había un montón de estantes con pelotas, cuerdas, silbatos colgando, y otros tantos elementos de educación física. Al final del pequeño espacio, había un escritorio.

— Parece un lugar solitario —dije.

— Es que solo vengo yo. No hay nadie más que tenga algo que hacer en este lugar —comentó, y después agregó—: Salvo las profesoras lindas y curiosas.

— Qué pensaría su mujer si se enterara de que me dijo que soy linda.

— No creo que se entere ¿Piensa contárselo?

— En mi experiencia, yo siempre fui la reservada. Son los hombres los que tienen la costumbre de abrir la boca más de la cuenta —Hugo se me acercó, y me empujó hasta el escritorio—. ¿Qué hace? —le pregunté, inmediatamente después de esquivar un beso suyo.

— Me volvés loco —contestó.

— Usted se vuelve loco con mucha facilidad.

Me tenía agarrada de le cintura, con una fuerza que atemorizaría a cualquier otra. Era como si no tuviera intenciones de dejarme salir de esa oficina, incluso si se lo pedía. Me miraba a los ojos. Yo esquivé su mirada un rato, mirando a la pared, sin decir nada. Pero luego él me agarró del mentón, y me hizo mirarlo.

Me comió la boca, y esta vez no evité que lo hiciera. Sus manos no tardaron en ir a mi trasero. Lo acariciaba con fruición, y frotaba la punta de los dedos en el medio de las dos nalgas, como si quisiera penetrarme con ellos. Estaba claro que el profesor Hugo había perdido todo el respeto que hasta hacía un rato parecía tener por mí. Me pregunté, así como lo había hecho tantas veces, qué era exactamente lo que instaba a los hombres a tratarme de esa manera, como si fuera una prostituta a la que acababan de pagarle por hora, y se sentían con el derecho de tratarme como a un objeto.

Y entonces, lo obvio; su mano en mi cabeza, empujando hacia abajo.

— No, no quiero hacer eso —dije.

Me agarró de la cara y apretó con violencia.

— Y qué es lo que querés —dijo.

— Quiero que me cojas acá mismo —respondí.

Se alegró de escucharlo, pues mi negativa a hacerle una mamada lo había hecho pensar que lo dejaría con la calentura en sus pantalones.

Me quité los zapatos, apoyé mis pies en el piso sucio. Me saqué el pantalón. Hugo quiso besar mi trasero, pero le dije que se dejara de juegos, que necesitaba que solo quería que me coja. Me apoyé en el escritorio. Él se puso detrás de mí. Mejor con un profesor que con un alumno, pensé para mí.

— ¿Nos irá a escuchar alguien? —quise saber.

— No, pero hagamos el menor ruido posible.

Arrimó su verga, y empujó. Gemí, recordando el largo pasillo que habíamos atravesado. Pasillo en el que no nos habíamos cruzado con nadie. Hugo empujó de nuevo. Su verga se metió con increíble facilidad en mi sexo lubricado.

— Ah pero estás empapada, putita —me dijo él, agarrándome de las caderas, y metiéndomela una vez más.

Me había preguntado cuánto tardaría en decirme eso: Puta, putita, trolita, daba lo mismo. Los hombres no tardaban en calificarme de esa manera. Era un tema que daba para un debate, pero en ese momento, sintiendo la verga del profesor Hugo metiéndose, totalmente erecta adentro mío, sólo tenía la cabeza para percibir mis sensaciones: excitación, frustración, temor a ser descubierta, miedo al futuro incierto. Todo eso sentía mientras Hugo me cogía en ese viejo escritorio de ese ruinoso cuartucho de escuela.

— ¡Ay, me vengo! —dije, entre jadeos.

Hugo me tapó la boca con su mano. Lo hizo con violencia. Metió dos dedos en ella. Sentía sus muslos chocando una y otra vez conmigo. Tuve que morderle los dedos para reprimir el impacto del orgasmo. Pero de todas formas mi garganta largó un sonido gutural, más de animal que de mujer. Si alguien pasaba, a unos cincuenta metros de la puerta de entrada, me hubiera oído. Pero qué más daba, ya de por sí era arriesgado coger en la escuela donde una trabajaba.

Quedé temblorosa, apoyada en el escritorio. El orgasmo aún atravesaba mi cuerpo, de punta a punta.

— Sos hipersensible —comentó Hugo.

— Sí —respondí, recordando lo caliente que me había puesto cuando Ricky apenas había rozado mi pierna—. Esto es una cosa de una sola vez —aclaré después, aunque temía que estaba mintiendo.

— Claro —dijo Hugo.

Dudaba de que alguien como él se conformara con eso. Tendría que soportar que me buscara, y seguramente en algún momento me rendiría y le daría lo que quería. Ya estaba hecho. Había vuelto a ser la misma Delfina que me había hundido en la soledad y la desesperación. Pero así y todo, ¡qué bien se sentía mi cuerpo!

Salí antes que él, para que nadie sospechara nada. Me fui en mi auto. Me alejé de la escuela, pero no fui a casa. Estuve un par de horas dando vueltas. Mejor con un profesor que con un alumno, me repetía, sabiendo lo fácil que sería para muchos de ellos hacer que me abriera de piernas. Al menos ahora tenía con quién desahogarme, en caso de emergencias.

Volví a casa, sintiéndome sucia.

Mujerinsaciable

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Me sobresalté al escuchar que golpeaban la puerta de mi habitación. Evidentemente, se trataba de mamá, pues era la única que vivía conmigo, pero había estado tan inmerso en esa pornográfica lectura, que el menor ruido me hubiese estremecido.

— ¡Qué! —grité.

Vi cómo el picaporte se movía, y la puerta empezaba a abrirse. Mi corazón dio un vuelco. ¡Había dejado abierta la página de relatos eróticos! Agarré el mouse, y me dispuse a cerrarla, pero mis manos estaban temblorosas, por lo que no pude darle a la cruz en el primer momento.

— ¿Todo bien? —preguntó mamá.

Fue apenas un instante. Por un momento, mientras me hacía esa pregunta, en el umbral de la puerta, la página siguió abierta, con el relato de mujerinsaciable a la vista. ¿Mamá lo había reconocido? Dudaba de que se diera cuenta de que era su propio relato, pero si hubiera prestado atención, sí que se percataría de que estaba leyendo algo en esa misma web que ella conocía tan bien, ya que el formato del texto, y de la página en general, era muy peculiar.

— Sí, todo bien —respondí, fingiendo normalidad, cosa que me costaba mucho, pues acababa de leer cómo se habían cogido a mamá en un cuarto de mala muerte, en la propia escuela.

A juzgar por su cara, no pareció haber notado nada raro, ya que se la veía de lo más normal. Aunque hubo algo que me llamó la atención.

— ¿Qué hacés despierta a esta hora? —dije, recordando que desde hacía meses que tenía terribles problemas para dormir, y sólo se levantaba temprano cuando tenía que dar clases, cosa que se suponía que ese día no le tocaba hacer.

— Ah ¿No te dije? Tomé un par de horas más en la escuela —contestó mamá. Cuando se refería a “la escuela”, evidentemente hablaba de la escuela a la que yo asistía.

— No, no me dijiste —respondí con sequedad.

— Es que el profesor del otro tercero se enfermó, así que tengo que cubrirlo por esta semana.

— ¿Te llevo? —preguntó.

— Claro —contesté.

Nos subimos al auto. La miré mientras manejaba, y el viento fresco entraba por la ventana y le hacía bailar el cabello, que por momentos le cubría parte de la cara, y debía corrérselo con la mano, a la vez que se le dibujaba una media sonrisa, y los pocitos se formaban en su mejilla. “Cara de nena puta”, se me vino a la mente esa frase perversa, que en realidad la describía con justicia. Mamá, que había pasado los treinta hacía poco, parecía de veintitantos, y cuando estaba alegre se veía más joven que nunca.

— Qué pasa —preguntó.

— Nada. Te veo mejor —comenté.

Una sutil sombra eclipsó su sonrisa. Supuse que estaba consciente de que le esperaban días difíciles. Había abierto la caja de pandora, y ahora debía atenerse a las consecuencias.

— Sí —dijo, con una sonrisa más pronunciada, aunque también más forzada.

Mejor con un profesor que con un alumno, pensé, recordando las palabras que ella misma había plasmado en el último relato. Y no podía estar más de acuerdo. Esperaba que el profesor Hugo se la cogiera de la mejor manera posible, deseaba que la satisfaga, que la contenga. Estaba dispuesto incluso a dejarle la casa sola, para que él se escape de su esposa, y vaya a cogerse a mamá por cada uno de sus orificios. Estaba consciente de que no era el mejor panorama. Era un tipo que durante su primer encuentro ya la había tratado como a una puta. Pero ya estaba hecho. Era el menor de los males. Si se cogía a Ricky, o a algunos de mis compañeros de clase, no podría soportarlo.

Sabía que había historias entre los profesores. Pero la mayoría de ellas eran difíciles de saber si eran reales o sólo mitos. Los docentes tenían una existencia paralela que sólo dejaban ver en partes a los alumnos, por lo que cabía la posibilidad que los polvos que se echara mamá en la oficina del profesor de educación física, se convertiría, en el peor de los casos, en uno de esos mitos incomprobables.

Estaba resignado. Había creído que leer los relatos de mamá me daba ciertas ventajas. Pero lo cierto era que siempre estaba un paso atrás de lo que sucedía. Además, incluso cuando estaba cerca de mamá, no lograba ver el panorama completo. Fue así como Ricardo pudo acariciar su pierna sin que yo ni siquiera lo sospechara. Luego estaba el dibujo de Lucio, y la complicidad que la profesora Cassini había creado con él, y luego el polvo en aquel cuarto medio oculto, del que yo ni siquiera sabía su existencia. El profesor Hugo se había cogido a mamá mientras yo, inocentemente, estaba en la biblioteca, haciendo un tonto trabajo práctico. Todo eso había ocurrido en mis narices, y no había podido hacer nada al respecto.

Pero ahora estaba un poco más tranquilo. El profe Hugo se ocuparía de ella. Al menos por un tiempo, estaría ocupada.

No obstante, mientras me decía todo esto, y veía de perfil el hermoso rostro de mamá, no podía evitar sentir, muy en el fondo, un inmenso miedo.

Continuará

-I
 
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