Todos se Cogen a Mamá - Capítulo 02

heranlu

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Apenas había sido la primera clase en la que tuve a mamá como profesora, y el celular ya me avisaba que la cosa iba a ponerse complicada. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”, se llamaba el relato que la profesora Cassini había subido ese mismo día. Hice clic sobre el link para leer el relato. Sin embargo, durante algunos minutos, me limité a observar las líneas y los párrafos, sin atreverme a empezar a desentrañar su significado.

De los cinco o seis relatos que había en el perfil de mamá, hasta ese momento sólo me había animado a leer uno, y bien que me costó hacerlo. Tuve que hacer varios intentos hasta leerlo en su totalidad. Había demasiada información, en esa pornográfica obra, para mi joven e inexperta cabeza. No era fácil lidiar con eso. En ese texto no sólo me enteraba del problema psicológico que sufría mamá, la hipersexualidad, sino que detallaba de manera muy explícita una de las experiencias que la había llevado a empezar a percatarse de que sufría de dicho padecimiento.

Siempre di por sentado que ella tenía una vida sexual activa, pero nunca me había detenido a imaginarme cómo sería, con qué hombres compartía la cama —aunque por lo visto, rara vez lo hacía en lugares tan tradicionales como una cama—, o de qué manera se la cogían. Ahora que había leído lo fácil que era mamá, la promiscuidad de la que hacía gala, lo complaciente que resultaba, y cómo ella misma, más de una vez, se tildaba de puta, era algo que no me podía sacar de la cabeza. Ella nunca fue perfecta, eso lo tenía en claro, de hecho, se había tomado su tiempo para finalmente ocupar su rol de madre al cien por cien, cosa justificada, al menos en parte, por la extrema juventud que tenía cuando yo había nacido. Pero aun así, siempre emanó cierto halo de respeto, típico de todas las madres. Nunca había reparado en cómo actuaba frente a los hombres. Siempre me pareció que lo hacía con normalidad, incluso después de la muerte de Daniel. Jamás había presenciado esa tendencia a, como ella misma decía, abrirse de piernas o arrodillarse ante cualquiera que lo deseara, con una facilidad pasmosa. Además, en ese mismo relato dejaba entrever que el hecho de hacer todo lo posible para que en el barrio donde vivíamos fuera considerada una señora seria y respetable, no había podido ser sostenido por mucho tiempo.

Mamá no sólo se había entregado a un muchacho apenas unos años mayor que yo, después de unos minutos de conocerlo, sino que se había dejado coger por el otro tipo, ese por quien ni siquiera se sentía atraída. Era algo así como, bueno, ya que estoy acá, con el vestido levantado, y despojada de la tanga, si quiere cogerme, que lo haga. Estaba seguro de que en cualquier lugar que ella frecuentaba, seguramente era tildada por todos como la ligerita, la robamaridos, la regalada.

Todos los hombres anhelábamos encontrarnos con una hembra de esas características, una mujer hermosa a la que conocíamos de manera casual y que era capaz de hacer las cosas más obscenas por nosotros, sin siquiera sonrojarse. En esa época era apenas un chico de dieciocho años, por lo que resultaba normal no haberme encontrado en esa clase de situaciones. Pero incluso ahora, diez años después, no puedo decir que haya tenido la suerte de cruzarme con una fémina de esa índole. Salvo en los boliches, en donde a veces surgía una conquista rápida, jamás fui abordado en una situación cotidiana por una mujer experimentada, sedienta de verga, como les había pasado a aquellos kioskeros.

No era —ni lo soy hoy—, mente cerrada, por lo que no hacía juicios morales hacía su actitud, más aun sabiendo que se trataba de una enfermedad que estaba tratando en terapia. Pero no por eso dejaba de ser difícil enterarse de que la mamá de uno es una mujer explosivamente sexual, la clase de hembra que está en las fantasías de todos los chicos de mi edad.

Y ahora la tenía en mi escuela, dándole clases a un montón de adolescentes con las hormonas alborotadas, y la libido por las nubes, esperando, ansiosos, por expulsar toda la leche que tenían acumulada.

Dudaba de que llegara a acostarse con alguno de ellos. Eso me parecía imposible de suceder, por muchos motivos. Pero principalmente, porque fuera del carácter insaciable de mamá, me parecía absurdo que se fijara en unos mocosos, como lo eran mis compañeros. Pero eso no significaba que no fuera a pasar momentos incómodos, debido a la atracción que despertaría por esos pendejos, como de hecho le sucedió en su primera clase, a la pobre. Lo más probable era que se convirtiera en la puta de los profesores, o de los padres de los alumnos. Ya me estaba imaginando la próxima reunión de padres. ¿Cuánto tardaría alguien como mamá en aguantar sin tener relaciones? Algo me decía que, mientras más durara su abstinencia, peor sería la cosa. Tratándose de adicciones, las recaídas siempre eran salvajes, y dejaban al adicto peor que antes. Si no la ayudaba, mamá podría caer al más oscuro de los abismos.

A pesar de que juzgaba inviable una posible relación con alguno de mis compañeros, no se me escapaba que esa sexualidad siempre presente en ella, no era algo que pasara desapercibida para nadie, mucho menos para ellos. Aunque ese día se había vestido con sobriedad, su personalidad lasciva parecía asomarse cada tanto, principalmente reflejada en su intensa mirada, y en su lenguaje corporal, de movimientos calculados, que por más simples que fueran, parecían que siempre iban cargados de una cuota de erotismo. Desde la forma en la que se paraba, hasta cuando se inclinaba para escribir en la parte más baja del pizarrón, sacando para atrás su trasero. Todo en ella transmitía sensualidad.

Había tratado de convencerme de que todo eso no era más que imaginaciones mías. Me decía que, desde que había leído el relato, todo lo que hacía mamá parecía que era con doble intención. Detrás de cada gesto, de cada palabra que la oía pronunciar a cualquier otra persona, me daba la sensación de que estaba invitando a su interlocutor a revolcarse en la cama. Estaba sugestionado por esa nueva información, así que me dije que esa sutil seducción que desprendía de cada uno de sus movimientos, sólo era producto de mi imaginación. Pero después de que el imbécil de Ricky se hizo el galán frente a toda la clase, ahí ya no tuve dudas. La lujuria de la profesora Delfina Cassini era algo que podía percibirse en el aire que la rodeaba, por lo que, adolescentes pajeros como mi compañero, no podían evitar demostrar su atracción hacia ella. Seguramente mamá no lo hacía de manera premeditada, sino que era algo que le salía de una manera tan natural como respirar, algo inherente en su fogosa personalidad. Pero la cuestión es que su actitud y su lenguaje corporal, de alguna manera, incitaban a la lujuria.

Pasados unos cuantos minutos de que estaba con el celular sostenido por mi mano sudorosa, me decidí a leer aquel bochornoso texto, con la esperanza de que hubiera información que me permitiera ayudar a mamá. Respiré hondo. Tomé coraje, y, encerrado en mi habitación, me dispuse a leer el último relato que había subido en aquella extraña web, la hechizante mujerinsaciable.



Mi nuevo trabajo, una dura tentación


Siempre supe que la abstinencia iba a ser difícil, pero ahora, después de dos meses y medio desde que decidiera comenzar con ella, estoy entrando en la etapa más complicada. No es que me asombre saberlo. Mi terapeuta, una sabia sexagenaria, que parece verlo todo detrás de sus lentes de marco pequeño, con esos ojillos verdes, me dijo que, como toda adicción, habría recaídas.

Mi cuerpo ya estaba acusando recibo de la vida casta que llevaba desde hacía un tiempo. Dormía poco, y cada tanto me agarraba vómitos. Aunque por suerte esto último pareció desaparecer en las últimas semanas. Tener un nuevo trabajo me da un propósito. Es un motivo para seguir adelante, una forma de mantener ocupada mi mente en otras cosas que no sean en coger. Mi sobriedad sexual no se limita a los encuentros con hombres, sino también a la exagerada pornografía que consumía últimamente. Ahora que lo miro en retrospectiva, está claro que tengo un problema, pero ¡qué difícil me resultó identificarlo cuando fue oportuno hacerlo!, y qué difícil se me hizo saber diferenciar entre una vida de sexo libre y abundante, con algo que ya rayaba la insanía. La primera alerta fue cuando, como si fuera una obesa frente a una confitería, incapaz de evitar entrar a comprarme cuantos dulces veía en ella, fui a por ese chico que atendía el kiosko. Ahora que lo pienso, hasta fue patética la manera en que provoqué a ese atolondrado muchacho, que no se percataba de que me tenía entregada en bandeja. Y por si fuera poco, después no me pude negar a esa segunda verga. Me pregunto qué pensarán de mí esos hombres. Que soy una puta, qué más iban a pensar. Pero otra vez me estoy yendo por las ramas.

Hasta ahora venía sobrellevando bien (dentro de lo que cabe) la cuestión de no coger. Me había recluido en mi casa. Las únicas personas a las que veo con frecuencia, son a los seis alumnos particulares que tengo. Pero esos alumnos fueron escogidos cautelosamente. Para empezar, cuatro de ellas son mujeres. Mientras que los otros dos son chicos que sólo tomarían un par de clases, antes de presentarse en el examen de la facultad, por lo que el riesgo es muy bajo. Además, mi hijo siempre anda por casa cuando mis alumnos se presentan. Por momentos pareciera que sabe de mis problemas, ya que se queda en la sala de estar, como un perro guardián, mientras yo doy las clases a esos jovencitos. Sin saberlo, me está ayudando mucho. Ninguno de esos dos alumnos me atrae, pero conociéndome como me conozco, si estoy a solas con ellos durante cierto tiempo, quién sabe lo que soy capaz de hacer sólo para satisfacer mis necesidades. La experiencia en mi último trabajo debería haberme curado de esa actitud negligente, pero no era así. Necesitaba toda la ayuda posible para no permitir que mi insaciabilidad afecte mi vida personal y laboral nuevamente.

Y es que ese es el punto en donde una adicción queda al descubierto. Cuando tus hábitos compulsivos te trastornan la vida de manera tal, que te orillan a hacer cosas inimaginables, sólo para poder satisfacerte. Cosas que me hicieron perder no sólo el trabajo. Y es que mis bragas se bajaban con tanta facilidad, que ni siquiera pude controlarme cuando el novio de una amiga me invitó un café, un día en el que ambos la habíamos acompañado a la terminal de ómnibus, pues debía viajar con urgencia. Pero eso es para otro triste relato.

Hoy la cuestión es mi nuevo trabajo. Es decir, mi empleo como docente de escuela secundaria.

Tomé cargos en tres colegios diferentes. Pero dos de ellos son temporales, de apenas algunas semanas, mientras que uno solo de ellos parece ser que durará, al menos, hasta mitad de año. Y justamente es en esa escuela donde tengo a mi hijo como alumno. Una verdadera contrariedad. Pobre niño, desde hace años que estoy haciendo todo lo posible por dejarlo fuera de mi caótica vida sexual, pero ahora la cosa se va a poner difícil.

Ya no estoy bajo la protección de las paredes de casa. Ya no interactúo con las personas lo justo y necesario, como venía haciéndolo hasta ahora, saliendo sólo a hacer compras, huyendo como una delincuente cuando un hombre se acercaba a hablarme. Ahora me veo obligada a introducirme en un mundo repleto de adultos. Un mundo de sala de profesores llena de olor a café y a cigarrillos, de colonias baratas que ocultan sudoración, de barbas abultadas, de cabellos grasosos, de brazos de venas marcadas, de labias inteligentes, de filósofos astutos, de esposos aburridos, de cordialidad calculada que a veces ocultan segundas intenciones, de braguetas abultadas, de miradas subrepticias…

Como sucede con toda adicción, lo ideal sería mantenerme alejada de mi vicio. Así como un alcohólico no debería frecuentar ningún lugar donde hubiera alcohol, lo ideal sería que yo no frecuentara sitios donde había vergas. Pero eso era imposible. No obstante, era necesario continuar con la abstinencia. Había llegado a un punto en el que no lograba construir vínculos afectivos sólidos, porque antes de lograrlo, salía a la luz mi personalidad voraz y desinhibida. Todos mis amantes, de una manera u otra, me consideraban poco más que una puta, papel que yo misma terminé asumiendo. Los que parecían sentir un afecto sincero, no tardaban en llegar a la conclusión de que era alguien perfecta para gozar, pero pésima para enamorarse. Pero gracias a mi terapeuta, había decidido ponerle punto final a ese círculo vicioso. Realmente no era fácil, y ahora iba a serlo menos aun.

En mi primer día en la escuela de mi hijo, ya tuve dos situaciones que me hicieron temblar de nervios.

Entre mis nuevos colegas, se destaca el profesor Hugo, un cuarentón de risos rubios, ojos celestes, barba de varios días, y panza cervecera. Lo vi por primera vez cuando, camino a la sala de profesores, pasé por el patio que era utilizado para hacer educación física. Él se dio vuelta a mirarme. Vestía un conjunto deportivo, y el silbato colaba en su pecho, y les daba órdenes a los gritos a los chicos, que hacían flexiones en el piso. Por apenas un instante vi en su semblante el gesto que hace la mayoría de los hombres cuando se encuentran con una mujer atractiva por la calle. Ese gesto de sonrisa bobina, en el que parece que la baba está a punto de salirse por la comisura de sus labios, mientras que sus ojos parecen los de un borracho, chiquillos y maliciosos. Pero enseguida lo disfrazó con una sonrisa más natural, una que se le da a una colega, para luego saludarme con un movimiento de cabeza.

Lo cierto es que no bastó más que eso para sentir un estremecimiento en mi entrepierna, que luego contagió a todo el cuerpo.

En la sala de profesores estaba la profesora María Fernanda Bustamante, una gordita simpática que me había enseñado cómo eran las cosas en esa institución. No me voy a detener en las pujas de poderes, y en los enredos sentimentales que, según ella, había en el colegio. Pero es de esas personas que, salvo por el hecho de que disfruta mucho del chisme, te hacen la vida un poco más fácil.

Yo debía hacer tiempo, para ir al aula donde dictaría la primera clase en el curso donde asistía mi propio hijo. Estaba nerviosa. Trataba de decirme que no debería ser algo diferente a las otras clases en las que por cierto me había ido bastante bien. Pero de todas formas, tenía ciertos temores.

— Tranquila, va a estar todo bien —me dijo María Fernanda, notando mi estado de ánimo.

Entonces el profesor Hugo entró a la sala.

— Hugo Roca, mucho gusto —dijo, extendiendo su mano.

Yo se la estreché. Sus dedos me apretaban con firmeza. Sin lastimarme, claro, pero ejercía una fuerza que me pareció innecesaria, era como si quisiera transmitirme cierta intensidad varonil que en ese momento él mismo sentía.

— Delfina Cassini — dije.

— Italiana —comentó él, soltando por fin mi mano.

— Argentina —aclaré—. La familia de mi padre es italiana.

El profesor Hugo pareció avergonzado. Quizás había sido algo dura con él, al poner en evidencia la torpeza de su comentario. En Argentina había miles de familias descendientes de italianos. Era obvio que él estaba al tanto de eso, sólo lo había dicho por decirlo.

— Profe, dejó a los salvajes solos. ¿No sabemos ya que eso es muy arriesgado? —dijo María Fernanda, y luego, dirigiéndose a mí, aclaró—. Antes de ayer se agarraron a trompadas dos de los chicos.

— Qué horror —comenté, asustada. La verdad es que había dado por sentado que en esa escuela no sucedían esa clase de cosas.

— Esas peleas sirven para formar el carácter —opinó Hugo—. Mientras sean mano a mano, sin usar armas, y sin que nadie más se meta, por mí, que se peleen todos los días. Muchas cosas se solucionan más rápidamente con un par de trompadas.

— Usted profesor, quizá nació en una época equivocada —comentó María Fernanda— Debería haber nacido en los tiempos de los gladiadores.

No pude evitar soltar una risita.

— ¿Usted me ve como un gladiador Delfina? —Preguntó él.

— No sabría decirle —contesté—. La verdad es que no se ve muy intimidante.

María Fernanda soltó una carcajada. Hugo se ruborizó.

— Eso me pasa por hacer preguntas tontas a una mujer inteligente —dijo—. Quédese tranquila profe Bustamante —agregó después, hablándole a María Fernanda—. Sólo vine para presentarme con la nueva integrante del plantel.

— Pero si el profe Aristimunio, que empezó ayer, no tuvo el honor de que interrumpiera su clase para venir a presentarse —lo expuso ella.

— No sea mala, profesora. Qué va a pensar la joven aquí presente. Si al profe Aristimunio no lo vi pasar, sino…

— Pero a la profe Cassini si la vio ¿eh? —hincó María Fernanda—. Pero no sea tan ingenuo de creer que es el único que la vio.

— Qué mal pensada que es, señora Bustamante. Sabe muy bien que solo tengo ojos para mi mujer —dijo él, mostrando el anillo de compromiso que yo ya había notado.

— Sí, claro —rió ella.

Cuando el hombre nos dejó solas, ella me dijo.

— El profe es una excelente persona. Pero es un picaflor. Ojo, que ahora que sabe que hay una profe joven y linda, y encima soltera, vas a ser un blanco para ese troglodita. Pero qué te vengo a explicar yo, si debés pasar la mitad de tu vida esquivando a veteranos hambrientos como ese.

— La verdad es que no estoy interesada en nadie. Menos en un compañero de trabajo, que encima está casado —dije con sinceridad, aunque sintiendo mi corazón acelerado.

— Muy bien mi niña, así se habla.

— Ya me tengo que ir a la clase.

— Vaya por ellos. Mirá que están en una edad difícil. Acordate, no te muestres débil.

Cuando me dirigí al aula, pasé nuevamente por el campo donde el profesor Hugo hacía un conteo, mientras los alumnos hacían abdominales. Me sorprendió ver los mulos gruesos y las piernas peludas que tenían algunos de ellos. Se notaba que hacían ejercicio no solo en la escuela. Deberían tener mucha fuerza en sus piernas. Pensar en eso me hizo estremecer. Los chicos estaban sudorosos, casi parecía que podía sentir la transpiración, mezclada con desodorante y colonia. Eran veinte alumnos aproximadamente. Algunos de ellos me habrían volado la cabeza cuando era una adolescente. Más de uno desvió la vista hacia mí.

El profesor Hugo me saludó. Pareció desconcertado cuando me limité a asentir con la cabeza, con el semblante serio. Pero es que no quería cometer el mismo error de siempre. No quería soltar esa mirada involuntaria que siempre soltaba, cuando intuía que un hombre se interesaba por mí. Esa mirada que iba acompañada de una sonrisa. Una sonrisa de puta, según me habían dicho varios de esos hombres a los que finalmente me llevaba a la cama. Hugo era un compañero de trabajo, y estaba casado. Se notaba que la profe Bustamante tenía razón, era uno de esos tipos tramposos, que no ponían reparos en meterles los cuernos a sus pobres mujeres.

No podía dejar que viera mi debilidad. No podía permitir que sospechara que, con sólo unas palabras dulces en el momento oportuno, sería capaz de llevarme a un rincón oscuro de ese colegio y cogerme sin límites. No podía permitirme eso. Por donde lo mirara, era una mala idea.

Llegué al aula, sintiendo las piernas temblorosas. Estaba segura de que mi bombacha estaba mojada. De hecho, sentía cierta humedad en mi entrepierna. Ahí fue donde ocurrió otro hecho que hubiera preferido que no sucediera.

Apenas lo vi, sentado en el fondo del salón, con las piernas extendidas, como si estuviera en el ****** de su casa mirando el televisor, con su mirada soberbia, me di cuenta de que era una especie de líder para el resto de los chicos. Un líder negativo, pero líder al fin. Tampoco me cabían dudas de que era un chico descarado que gustaba de meterse en problemas, y no tardé en comprobar que tenía Razón.

Ricardo Luna, se llama el mocoso atrevido. Ricky, para las chicas lindas como usted, se había atrevido a decirme en medio de la clase, y en las narices de mi hijo, quien sólo atinó a encogerse en su asiento, el pobre, como si quisiera que la tierra lo tragara.

Estaba más que claro que debía poner un alto a esa confianza de la que hacía gala, así que decidí llamar su atención cuando terminara la clase. Pero para eso faltaba bastante, así que seguí con mi tarea. No pude evitar sentirme perseguida cuando veía que Ricky susurraba cosas con sus compañeros de banco, para luego volver a mirarme y reír con descaro. Me preguntaba qué estarían diciendo. Pero parar la clase sólo por eso, me parecía muy exagerado.

Sin embargo, la incomodidad aumentó cuando noté que ahora el chico me miraba de forma intensa. De una forma en la que solamente suelen mirarme los hombres de mi edad. Pero desde hacía poco descubrí que los jóvenes como él también albergaban deseos por mujeres de mi edad, cosa que me inquietaba muchísimo. Y eso que creí haberme vestido de manera tal que no iba a llamar la atención de nadie. Sin embargo, evidentemente me había equivocado. Desde un primer momento había captado la atención del profe Hugo, y de algunos de sus sudorosos alumnos. Y ahora Ricky me miraba con un hambre que resultaba totalmente desubicado en el contexto de una escuela.

Cuando, al terminar la clase, los alumnos empezaron a salir del aula, le pedí a Ricky que se quedara un rato.

— Me parece que empezamos con el pie izquierdo, señor Luna —dije, desde mi asiento.

Él estaba parado, al otro lado del escritorio que nos separaba. Es un chico alto, y corpulento. Se nota que hace deporte. Su rostro es alargado, pero fuera de ese rasgo poco atractivo, no me cabían dudas de que no le costaba mucho hacer que sus compañeritas se levantaran las polleras y se bajaran las bragas. A esa edad, los chicos descarados como él me resultaban irresistibles. Pero ahora tenía treinta y cuatro años, y era su profesora, por lo que no debía ser indulgente con él sólo porque aún recordaba ciertos gustos de aquella Delfina adolescente.

— No debería decir cosas como las que dijo, a una profesora, frente a toda la clase —dije, y sin dejar que me interrumpiera, proseguí—. No es que haya cometido una falta grave, pero así se empieza. Si respeta los límites, nos vamos a llevar bien —dije, esperando a que con eso sea suficiente. Tuve mucho cuidado de tratarlo de usted, aunque me costaba hacerlo. No tenía la costumbre de tratar de manera tan formal a los chicos de su edad, y de hecho, había pensado en permitir que me tuteen. Pero esa era una ocasión especial. La reprimenda ameritaba un trato más distante.

— Perdón profe, sé que no le gustó que le preguntara su edad, pero es que me dio mucha curiosidad —explicó él.

— No es sólo la cuestión de mi edad. Más bien fue la manera en que la preguntó. Es evidente que lo hizo para incomodar a mi hijo. Y eso no lo voy a permitir, no porque se trate de él, sino que no voy a permitir que haya ningún tipo de abuso entre compañeros. Además, no fue la única impertinencia que dijo.

— ¿En serio? —preguntó él, sinceramente confundido—. No recuerdo haber dicho nada más que eso.

— “Ricky, para las chicas lindas como usted” —dije, repitiendo las palabras que él había pronunciado hacía poco más de una hora—. ¿Acaso se olvidó que está en una escuela, y que yo le doblo la edad? Esos comentarios no me parecen nada graciosos.

— Pero si no lo dije en chiste —retrucó el astuto chico—. Creo que es la profesora más bonita que he tenido en mi vida.

— Es importante que sepa guardarse esos comentarios cuando estamos en clase —respondí.

— ¿Es decir, que ahora sí puedo decirle que es muy linda?

— Señor Luna, me está haciendo perder la paciencia.

— No se enoje, esta vez sí estaba bromeando —dijo él—. Aunque…

— Aunque ¿Qué? —pregunté, arrepintiéndome inmediatamente de hacerlo. No debía dejar que él tomara la iniciativa, ya que no estábamos teniendo una conversación, sino que yo lo informando de algo. Pero ya era tarde para volver atrás.

— Me gusta cuando se le arruga la frente.

Mocoso de mierda, pensé yo. Si no me ponía firme, perdería su respeto, y se creería con el derecho de decirme ese tipo de cosas todos los días.

—Mire, Luna, si usted sigue con este tipo de tonterías, su calificación se va a ver afectada, además informaré de cada cosa que me diga a la dirección. No sea tonto, no pierda la materia sólo pro querer parecer el más vivo de todos frente a sus amigos. Está claro que es un referente para todos ellos, no hace falta que se meta en problemas para ganarse su aprobación.

En este punto, Ricky pareció ofendido.

— Usted no me conoce, yo no necesito la aprobación de nadie —dijo tajante. Ahora el adolescente díscolo quedó oculto detrás de un adulto orgulloso.

— Entiendo, pero…

— Y no se preocupe. Como le dije, lo de hoy no se va a volver a repetir. Realmente ni siquiera me parece tan linda —dijo.

— La cuestión no es si soy linda o no —dije, con ganas de darle vuelta la cara de un tortazo—. La cuestión es que ese tipo de comentarios no deben darse entre un alumno hacia una profesora.

En ese momento sentí que el chico me estaba inspeccionando, como para confirmarse a sí mismo si realmente su profesora era bella o no. Su mirada se detuvo en mis tetas durante algunos segundos de silencio que se me hicieron larguísimos. Instintivamente me crucé de brazos, para cubrir mis pechos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

— ¿Ya me puedo ir? —preguntó él.

— Sí, pero necesito que me diga que entendió lo que le dije, y que no se volverá a repetir.

— Claro —respondió él, lacónico, y me dejó sola en el aula.

Me puse de pie, sintiendo, no por primera vez, mi cuerpo tembloroso. Mi hijo me esperaba en el pasillo de afuera, totalmente ajeno al nerviosismo que sentía en ese momento. Le aseguré que estaba todo bien, y di a entender que la plática con su compañero había sido fructífera, pero lo cierto era que sentía que lo que le había dicho a Ricky le había entrado por un oído y salido por el otro, mientras que las palabras que él pronunció me habían dejado perturbada.

Volvimos a casa. Le dije a mi hijo que pidiera algo para comer. Enseguida me encerré en mi habitación. Saqué de un cajón un consolador. Me levanté la pollera, me bajé la braga, que, como suponía, estaba empapada, y me penetré con él.

¿Cuánto podría tardar en caer en las lujuriosas intenciones del profesor Hugo? Recordé su barba de un par de días sin afeitar, sus ojos claros, su galantería, su mirada libidinosa. Metí los dedos en mi boca, llenándolos de saliva, y mientras me introducía una y otra vez el dildo, que se resbalaba fácilmente por mi húmedo sexo, comencé a masajear el clítoris. Me imaginé siendo poseída por él, quizás en su auto, quizás en un hotel cercano a la escuela, o quizás en la misma escuela, en algún cuarto vacío que aún no conocía, mientras su esposa cocinaba algo para él en su hogar. En mi reciente pasado había hecho cosas más locas que cogerme a un profesor en la escuela donde trabajaba, así que no era impensable que eso pasara. Pero no, no podía ocurrir. Había decidido desviarme de ese camino de autodestrucción que transité durante años. Ya no construiría relaciones únicamente en base a mi aspecto físico, o a lo buena que era en la cama. Ya sabía cómo terminaba todo eso. Yo tildada de puta por todos, y sumida en la absoluta soledad. Sin embargo no podía de dejar de pensar en mi colega, que además estaba casado, penetrándome con salvajismo. Ya había tenido mi ración de hombres casados, y no me había ido nada bien. Normalmente se quedaban con sus mujeres, y estas lo obligaban a que develaran quién era esa zorra por las que estuvieron a punto de abandonar a una familia. Y entonces recibía llamadas amenazantes, y en el peor de los casos, como me había sucedido con la esposa de Eduardo, mi exjefe, me propinaban una paliza. Todavía recuerdo esa tarde, en la que estaba en la fotocopiadora, cuando, sin previo aviso, sentí que alguien me tironeaba de los pelos, para derribarme, y hacerme caer al suelo. Y después escuché los insultos, y los golpees, que gracias a uno de los empleados, que la separó de mí, dejaron apenas marcas en mi rostro. Marcas que había podido disimular con maquillaje, y así ocultárselas a mi hijo.

Pero el miedo había sido intenso, y ese fue el detonante definitivo para que me diera cuenta de que debía cambiar mi forma de vivir.

Pero me estoy yendo por las ramas de nuevo. No podía tener nada con Hugo, pero ahí estaba, jadeante, enterrándome ese falo de silicona, y frotando frenéticamente mi clítoris, con movimientos circulares, mientras sentía cómo una excitación oscura y ardiente recorría todo mi cuerpo. Pero entonces sucedió algo que no tenía previsto.

El recuerdo del profesor Hugo fue combinado con otro, en donde aparecían aquellos chicos sudorosos de piernas musculosas, que había visto en el campo de educación física. Ojos curiosos me habían mirado de reojo. Me imaginaba la potencia que tendrían los muslos peludos de esos chicos, y las cosas que podrían lograr con esa fuerza. Su increíble potencia habría de compensar con creces su corta, o incluso nula, experiencia. Eso estaba mal, no cabía dudas, pero en ese momento sólo existía mi calentura, y la necesidad de apagarla. Y fue ahí cuando recordé a Ricky. Su imagen apareció de la nada, desplazando a todas las demás. Ese mocoso insolente se había atrevido a decirme que ni siquiera le parecía bonita. ¿Podía estar hablando en serio? Quizás, por más atractiva que fuera, la diferencia de edad era algo poco seductor para una criatura como él. Pero no, estaba claro que no era el caso. Seguramente lo había dicho para bajarme los humos. El pendejo no podía soportar que una mujer lo regañara. Seguramente era un misógino de manual. Si no le parecía bonita, no hubiera dicho lo que dijo, frente a toda la clase, exponiéndose a ese predecible llamado de atención. No sólo le parecía linda, sino que también me veía sensual. Si no era así, ¿Por qué se había quedado embobado con mis tetas?

Quién se creía ese mocoso, pensaba para mí, mientras mi respiración se hacía más agitada. Quién se creía. Si yo quisiera, no tardaría ni cinco minutos en tenerlo comiendo de mi mano. Si yo quisiera… No me duraría nada. Lo haría acabar en dos minutos y lo dejaría en ridículo. Y luego nunca lo volvería a llamar, para que se quedara con el deseo y el vergonzoso recuerdo. Podría darlo vuelta como una media. Le enseñaría tantas cosas en apenas unos instantes…

El orgasmo atravesó todo mi cuerpo, como si fuera un torrente de agua cálida electrizante. Tuve que morder la almohada para reprimir el grito y que mi niño no lo escuchara. Quedé en la cama, exhausta, con el sexo empapado. Apenas me recompuse agarré la computadora para relatarles lo sucedido.

Ojala que no pase nada malo. Ojalá que pueda tener una vida sana.

Mujerinsaciable

………………………………………………………………….

Dejé el celular a un lado. Así como mamá hacía algunas horas había quedado en su cama, temblorosa y mojada, yo estaba en mi propia habitación, y también temblaba, pero de rabia.

No había imaginado que el problema de ella llegara a esos extremos. Me había reusado a imaginar a mamá siendo seducida por uno de mis compañeros, pero la idea no solo no era imposible, sino más bien al contrario, resultaba perfectamente factible que se sintiera tentada por alguno de ellos. Daba lo mismo si las pijas que la rodeaban eran de hombres maduros o chicos como yo, que apenas habíamos cumplido la mayoría de edad, la profesora Cassini no parecía hacer distinciones entre unas y otras. Una vez más me di cuenta de que mamá era el sueño húmedo de cualquier chico de mi edad. Era un caso entre un millón. El que se cruzara en su camino, se ganaba la lotería.

También seguía perturbándome el hecho de que, salvo en mi caso, usara nombres reales para referirse a las personas que ahora formaban parte de su vida laboral. Era cierto que la página donde publicaba los relatos, si bien tenía decenas de miles de usuarios, en términos proporcionales era una cantidad muy baja de miembros. De hecho, yo mismo no conocía a nadie que visitara ese tipo de webs. La gran mayoría se hacía la paja viendo videos. Pero el riesgo existía. Si el propio Ricky, o el profesor Hugo, quienes habían sido protagonistas de las escenas relatadas, llegaran a ver ese texto, ella quedaría totalmente expuesta, y a merced de ellos.

En ese momento no me di cuenta, pero ahora lo sé. Si mamá estaba jugando con fuego, era porque eso le generaba adrenalina. La posibilidad de ser descubierta, por pequeña que fuera, la excitaba casi tanto como el sexo. Estaba claro que, de alguna manera, se estaba autosaboteando. Se me ocurrió una idea. Denunciaría el relato, para que los administradores de la página lo eliminaran. Pero al intentar hacerlo, me di cuenta de que la historia no incumplía con ninguna norma de esa comunidad. Así que dejé ese plan de lado.

Lo que me daba esperanzas era el hecho de que ella misma se reusaba a recaer en su vicio. Estaba resuelta a tener con los hombres una relación normal, y el primer paso era no abrirse de piernas ante el primero que se lo pidiera.

Pero como ella bien explicaba, el problema era que, a diferencia de otras adicciones, ella no podía mantenerse alejada del objeto del vicio. Lo que le sucedía era lo mismo que le pasaba a los alcohólicos en recuperación que, contra su voluntad, aparecían en una fiesta donde la cerveza corría como el agua. Ella en cambio, estaba rodeada de potenciales amantes que podrían hacerla gozar. Pocos serían los que dudarían en sacarle provecho a su adicción.

Al igual que mamá, yo dudaba de que Ricky no se sintiera atraído por ella. Si el hijo de puta supiera las cosas que pensaba su profesora, no dudaría en aprovecharse de la situación. Una vez más, humillado, había leído cómo mi madre se comportaba como una puta. O más bien, sus pensamientos eran los de una puta. ¿Cómo mierda le iba a parecer atractivo ese troglodita de Ricardo? No había imaginado que era de esas chicas que se sentían atraídas por la arrogancia de esa clase de tipos. Si bien no lo había dicho de manera explícita, estaba claro que estaba lejos de sentir rechazo por él. Y ese perturbador pasaje en donde se cruzaba con esos chicos sudorosos, que luego entrarían también en sus fantasías, mientras se penetraba con el dildo. Qué locura.

Al principio, la idea de que el profesor Hugo, quien el año anterior había sido mi profesor de educación física, se la cogiera, me parecía pésima. Pero si en cualquier momento mamá recaía, era mil veces mejor que sucediera con un hombre casado, que con un alumno. Por primera vez pensé en la posibilidad de ayudar a que mamá alivie sus necesidades. De esa manera podía contribuir a que ocurra la menos peor de las posibilidades.

Pero aún era una idea difusa en mi mente confundida. Por el momento, lo único que podía hacer era vigilarla de cerca, no dejar que estuviera mucho tiempo con ningún hombre, y mucho menos con un alumno. La idea hacía que se me pusiera la piel de gallina.

La decisión de estar siempre presente cuando daba clases particulares a esos chicos había sido acertada. Mi propia madre reconocía que era necesario que yo estuviera cerca, así que no dejaría de hacerlo.

En los siguientes días no subió nada a la página de relatos eróticos, por lo que asumí que no había pasado nada trascendente. De todas formas, eso no era algo que me dejara tranquilo. Cada día que pasaba sin novedades de las andanzas de la profesora Cassini, me hacía pensar que las probabilidades de que al otro día sucediera algo, aumentaban exponencialmente. Y ahora el momento en el que debía dar clases a mi curso estaba a la vuelta de la esquina, y yo temía lo que pudiera ocurrir.

Había llegado por fin el día esperado. Me preguntaba cómo reaccionaría yo si el imbécil de Ricky, otra vez, se hacía el vivo con mamá frente a toda la clase. Estaba claro que no lo había amedrentado en absoluto. De solo pensarlo, sentía cómo mi sangre hervía. Un enfrentamiento con él parecía ser inminente.

Me fui a la escuela antes que ella, ya que a las ocho de la mañana tenía clase de filosofía, y recién a las diez tocaba contabilidad. Esas dos horas se hacían larguísimas.

Cuando volvimos del recreo, mamá llegó al aula. Me quedé petrificado al verla. Había cambiado diametralmente su apariencia, en comparación a la primera clase. Ahora llevaba un pantalón de jean muy ajustado, el cabello suelto, y los labios pintados de un rojo intenso. El curso se sumió en un silencio anormal. Algunos parecieron confundidos, como si no la reconocieran. Incluso hubo varios que me miraron, esperando a que les confirmara que se trataba de mi madre, la misma que había estado frente al pizarrón hacía una semana.

— Bueno días —saludó la profesora Cassini.

Y entonces me pareció ver que mientras saludaba, su mirada iba dirigida hacía el fondo del salón, y en ese mismo momento, en su boca se dibujó una seductora sonrisa.

Continuará


-I
 
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