Me llamo Elisa, pero podéis llamarme Eli. En el momento de escribir estas líneas tengo 48 años y estoy felizmente casada (si es que eso es posible…) con un rico empresario de la construcción de 62 años, al que llamaremos Andrés, pero que es más conocido por su faceta de político. Es consejero de obras públicas en nuestra comunidad autónoma y lidera un partido populista y demagógico que lleva el rimbombante nombre de PEP (Por El Pueblo).
Andrés siempre sostuvo que se había metido en esto de la política por idealismo (algo que yo nunca acabé de creerme del todo), pero con el paso de los años y la posibilidad de manejar grandes contratos y amplios presupuestos, ese idealismo fue dejando paso a vicios más terrenales. Así, poco a poco, sin renunciar nunca a sus ideas carcas y reaccionarias, de orden y justicia (siempre desde su punto de vista, claro), fue amasando una amplia fortuna, en dinero (negro, por supuesto) y favores debidos, que nos permitió incrementar, exponencialmente, nuestro ya elevado nivel de vida. Aunque de cara al pueblo, al que el PEP decía defender, Andrés siempre fue muy cuidadoso en las formas y sabía camuflar nuestro holgado tren de vida con un aura de modestia y humildad, al que tan sensibles son los incautos votantes de nuestra circunscripción.
Para completar la familia, tenemos a Rosita, nuestra única hija de 28 años, recién casada en uno de esos bodorrios que más de uno de los lectores habrá visto en las revistas y los programas del corazón.
Aunque he dicho que tenemos una hija, si he de ser precisa, debería concretar que yo tengo una hija, o que la engendré. Porque, si bien estoy segura de ser la madre (para algo la albergue en mi cuerpo durante nueve largos y tediosos meses), en cuanto a la paternidad de Rosita, tengo serias dudas entre tres candidatos. Y entre ellos no está mi adorable esposo. De hecho, me casé con él ya embarazada para poder encasquetarle el bebé. Fue todo un acierto, en vista de la vida regalada que he llevado (y sigo llevando) desde entonces.
En aquel momento pensé que, con veinte añitos recién cumplidos, había llegado el final de mi periplo de pendón, tras haberme follado a todo lo que se menea (incluyendo, como no podía ser menos, alguna que otra incursión en el sexo lésbico. No es exactamente lo mío, pero tampoco hago ascos a un buen coñito).
Por un breve instante pensé en redimirme y cambiar de vida, pero de casta le viene al galgo. Al final, el embarazo no fue más que un breve impasse en mis andanzas de putón verbenero. Aunque ahora sí que tuve que extremar (un poquito, tampoco os creáis) las precauciones, para evitar causar algún problema a mi marido y su carrera política. No me preocupaban tanto las repercusiones morales en su autoestima por ser un cornudo si llegaba a enterarse (algo que, por fortuna, todavía no ha sucedido), como el hecho de que sí la noticia se hacía pública (que el líder del PEP era un cornudo sideral casado con una guarra de campeonato, o sea, yo), eso podría hundir su carrera y perjudicar nuestro fantástico tren de vida. En fin, hay que saber nadar y guardar la ropa.
De modo que, nada más terminar la cuarentena tras el parto. Justo al volver del ginecólogo y con la autorización de éste para recuperar las relaciones sexuales con mi esposo (algo imposible, porque llamar relaciones sexuales a aquellos coitos con Andrés, era sobreestimar las mermadas erecciones del pobre hombre), ya le estaba comiendo el rabo a uno de los guardaespaldas de mi marido en la limusina que me trasladaba a nuestra mansión. Todo con la sana intención de ponerle la polla a punto para que me taladrase a fondo el ojete. Estaba hambrienta de tranca y nunca agradecí tanto la suerte de contar con cristales tintados entre el conductor y los asientos traseros de aquel enorme y suntuoso vehículo.
Llegué a casa con la leche escurriéndose entre mis muslos desde mi saturado ano. Encontré a Andrés en el despacho revisando papeles. No resistí la tentación de acercarme a la mesa y con la boca con la que acababa de limpiar la polla, recién salida del culo, del guardaespaldas le di un besito en la calva al saludarlo y me dirigí a descansar a la habitación donde dormía la niña a cargo de una doncella. Todavía caminaba con las piernas temblorosas y apretadas, para evitar que Andrés viese los churretones de esperma que ya bajaban entre mis muslos.
Seguí acumulando amantes a lo largo de los años y disfrutando plenamente de la vida. Tuve la suerte de mantener esa esfera fuera del foco del público. Siempre he pagado bien el silencio de todos aquellos con los que he compartido mi cuerpo y sé, por experiencia, que el dinero lo compra todo. He llevado, como puede verse, una vida muy feliz. Y ahora que se ha casado Rosita vuelvo a tener la mansión a plena disposición, tan solo he de preocuparme de la incómoda presencia de Andrés. Aunque, por fortuna, su apretada agenda me proporciona el suficiente tiempo libre en solitario para mis andanzas.
Por eso la aparición en mi vida de Roberto, mi sobrino de 26 años, me descolocó bastante. Se trataba de un buen mozo, claro, pero el hecho de que se hubiera instalado en nuestra casa, recién llegado de su último empleo tras ser fichado por el partido de mi marido para formar parte de su staff, me cortó bastante a la hora de despendolarme.
En primer lugar era familia, hijo de mi hermana, y temía que pudiera llegar a saber qué tipo de persona era yo exactamente. Esa parte oscura de mi vida que trataba de mantener fuera de foco. En segundo lugar, en muy poco tiempo se había convertido en el principal ayudante de Andrés, prácticamente en su mano derecha. Supongo que el hecho de tener solo una hija y haber deseado siempre un hijo varón que continuase la tradición familiar, fue el factor determinante para que Andrés acogiera a Roberto como si de su propio hijo se tratara. Todo lo contrario de mi caso que desde el comienzo lo miré con una cierta desconfianza. Había algo en él que me parecía sospechoso. No lo sabría definir. No me parecía trigo limpio, no. Guapo, atractivo, alto, educado, todo un dechado de virtudes, sí. Pero me daba la sensación de que tenía un lado oscuro.
Y así fue, efectivamente. No tardé mucho en pescarlo un día hurgando en el cubo de la ropa sucia, con unas braguitas negras de encaje que acababa de usar en una de mis escapadas y que, con toda seguridad, debían tener restos de leche de la corrida que había culminado aquella cana al aire. Fue una escena muy extraña. Imagino que Roberto había visto que no estaba mi coche (había mandado al chófer con el vehículo a la ITV) y pensó que habría salido a Pilates o de compras o alguna de las milongas habituales que solía contar para ocultar mis escapadas. Así que el listillo decidió investigar en el cubo de la ropa sucia de la guarra de su tía. Tal y cómo me contó posteriormente, siempre había sospechado que su adorable tía Eli (o sea, yo) no era ninguna santa, de modo que uno de sus propósitos en cuanto se instaló en nuestra casa fue buscar el modo de desenmascararme y, de paso, si tenía opción de mojar el churro conmigo…
Bueno, me estoy yendo por las ramas, el caso es que, aunque le monté un Cristo de padre y muy señor mío a Roberto, éste ni se inmutó. No había testigos de que lo había pescado olfateando mis bragas y sobándose la polla y su actitud fue diametralmente opuesta a lo que yo habría esperado. Nada de ponerse rojo como un tomate o disculparse. Se limitó a sonreír cínicamente y, tras desabrocharse la bragueta, me mostró un pollón de considerables dimensiones. ¡Vaya con el muy cabrito!
Lógicamente, pasó lo que tenía que pasar. Me arrodillé a adorar la tranca de Roberto y éste, encantado con la felación de su tía, se dejó hacer, antes de darme un buen repaso, ponerme en pelota picada y, tras lanzarme sobre la cama de matrimonio, echarme un polvo salvaje y brutal que me dejó literalmente flipando. ¡Ahora sí que estaba en un buen lío! Con un amante en casa que, para colmo, era mi sobrino. Llegaba la hora de extremar las precauciones. Claro que con una tentación así, conviviendo día tras día…
A medida que iban pasando los días, mientras la carrera política de mi marido avanzaba como un cohete (gracias también a su nuevo ayudante), el cabrón de mi sobrino se volvía cada vez más cerdo, atrevido y dominante. Algo a lo que yo no estaba muy acostumbrada. Siempre había sido la que mandaba y controlaba en mis relaciones y, en esta ocasión, me veía incapaz de contrarrestarlo. Y más viendo como mi marido (bendito ignorante) había asumido a Roberto como su principal pupilo, su hombre de confianza. Y el muy sinvergüenza de Roberto, quebrantando esa confianza depositada altruistamente en él, aprovechaba todos los momentos posibles para abusar de mí e ir agrandando la cornamenta (ya de por sí voluminosa) de su pobre y generoso benefactor.
Como podéis suponer, lo de abusar de mí no es más que un recurso estilístico. En realidad, la maravilla de disponer de un rabo joven y perpetuamente duro, tan cerca, en la misma casa y casi a todas horas, me traía loca y mantenía mi lampiño coño con un permanente descarga de flujos que había incrementado exponencialmente mi gasto en salvaeslips.
Y, aunque era cierto que estaba encantada con el tema, la cosa se estaba empezando a ir de madre…
Recuerdo el día del debate de candidatos en una cadena de televisión local. No sé si TeleClub o La8plús… Para el caso es lo mismo. Habíamos ido los dos a acompañar a mi marido y, mientras estaban retransmitían en directo el programa, le estuvimos esperando en una salita, parecida a un camerino, con un sofá, una pequeña mesita con bebidas, algo de picar y una enorme televisión desde la que podíamos seguir el debate.
Roberto pidió a los responsables de la cadena que nos dejasen solos viendo el debate porque iba a tomar notas para la campaña y no quería que hubiera filtraciones. Sorprendentemente, los responsables de la cadena, cuya idea inicial era grabar nuestras reacciones durante el programa, aceptaron y nos dejaron a los dos solos en la habitación para poder ver la emisión tranquilos.
Evidentemente, lo de las notas no era más que un cuento chino. Lo que de verdad quería el hijo de la gran puta de mi sobrino, era que le estuviera comiendo la polla durante la hora y pico que duró el show. Mientras lo hacía se iba cachondeando de la cornudez de su tío, mi esposo, su mentor. El cabrón me folló la garganta en plan cañero, tal y cómo le gustaba hacer. La verdad es que pasé las de Caín con la mamada. Y no es que no disfrutase, de hecho, aproveché para pajearme y hasta me corrí un par de veces, pero es que, para no estropear mucho el maquillaje, el vestuario y, además, evitar que hubiera salpicones de lefa ni en mi ropa, ni por los alrededores (aquel sofá era de piel y tenía pinta de ser carísimo), me vi negra con las dos corridas casi consecutivas que me endosó el muy guarro. Tuve que forzar la boca a base de bien y me costó una teta y parte de la otra conseguir llevar a buen puerto la sesión de chupapollas a la que me obligó mi simpático sobrinito.
No obstante, puedo decir que el machote quedó tan satisfecho con el resultado que hasta me dio una cariñosa colleja mientras, tosiendo medio atragantada, ingería, a duras penas, su segunda lechada. E incluso me dijo, él que siempre es tan generoso en insultos y tan parco en elogios:
—¡Muy bien, tía Eli! ¡Un trabajo excelente! ¡Te vas superando, putilla…!
Parece mentira, lo encoñada que estaba con el muy cabroncete que hasta me sonrojé como una colegiala y mi coñito, que no había dejado de estar húmedo, se encharcó de orgullo.
En aquellos instantes ya estaba la presentadora despidiendo a los candidatos y Roberto se subía la bragueta y se arreglaba el traje. Por mi parte, me incorporé pesadamente (demasiado tiempo arrodillada), coloqué el cojín de nuevo en el sofá, y me contemplé en un pequeño espejo que estaba en la pared. Repasé el maquillaje cuidadosamente, antes de darme cuenta que, más que mis hinchados labios, lo más delator eran las enrojecidas rodilla. Justamente, terminaba de frotarlas nerviosamente, cuando se abrió la puerta del camerino y entró exultante mi esposo que, cómo no, acudió a dar la mano a su adorado (y adorable) sobrino. Asombrada y en shock todavía por la sesión, no pude evitar enrojecer por el ridículo de mi esposo que, encantado de sí mismo, agitaba con energía la misma mano que, minutos antes, estaba meneando mi cabeza arriba y abajo para que no perdiera ripio con esa mamada que aumentó un par de centímetros más su cornamenta.
Desde el principio, mi relación con Roberto ha tenido una alta dosis de morbo malsano. Aunque, no nos engañemos, algo retorcido debo tener en mi interior, porque, en lugar de repelerme esta situación, me siento, cada vez más, irresistiblemente atraída, como las abejas a la miel o, siendo algo más bastos, como las moscas a la mierda…
He encontrado (al fin) la horma de mi zapato. Yo, que tan acostumbrada estaba a controlar (y dominar) mis relaciones, que usaba a los tíos en plan kleenex (follar y tirar), acabo de encontrar a un macho dominante que, al margen de su juventud, su tendencia a las perversiones, su puerca agresividad, el morbazo de ser el hijo de mi hermana y más joven que mi propia hija… Al margen de todo lo anterior, decía, el tío tiene un pollón como muy pocas veces he visto y no sé como se las apaña, pero consigue, a pesar de ese comportamiento desagradable y despótico, tenerme todo el puto día con el coño chorreando.
Y, ya que estamos, en relación al tamaño de su polla, he de decir que el muy cabrito hizo que me acordara de Tarantino. Sí, de aquella célebre conversación que sale al comienzo de Reservoir Dogs, en la que el grupo de atracadores trata de explicar el sentido real del Like a Virgin de Madonna.
Así era exactamente como me sentía y así se lo comuniqué al muy guarro cuando un domingo en el que su tío había ido a una reunión del partido (Roberto se excusó alegando un resfriado) me reventó el ojete por primera vez. Había postergado la ocasión hasta tener oportunidad de usar la cama de matrimonio, algo difícil estando casi siempre Andrés por casa.
Como ya habéis podido ver, soy todo lo contrario a una mojigata, pero, verme allí, a cuatro patas, frente al espejo de cuerpo entero del armario de la habitación, con los ojos llorosos, los dientes apretados, las tetazas aplastadas contra la colcha y Roberto, acuclillado sobre mi cuerpo y con la tranca enterrada en mi culo hasta los huevos, con una sonrisa satisfecha y burlona en su cara y mi cabeza, desmadejada, sujeta de los pelos con rabia por su mano, meneándola como una peonza… En ese instante, y a pesar del intenso escozor que sentía en el culo, no pude evitar que el coño chorrease y mi manita, como por voluntad propia, se movió con esfuerzo bajo mi apretado cuerpo, buscando aliviar el clítoris, que pedía a gritos un meneo.
Andrés siempre sostuvo que se había metido en esto de la política por idealismo (algo que yo nunca acabé de creerme del todo), pero con el paso de los años y la posibilidad de manejar grandes contratos y amplios presupuestos, ese idealismo fue dejando paso a vicios más terrenales. Así, poco a poco, sin renunciar nunca a sus ideas carcas y reaccionarias, de orden y justicia (siempre desde su punto de vista, claro), fue amasando una amplia fortuna, en dinero (negro, por supuesto) y favores debidos, que nos permitió incrementar, exponencialmente, nuestro ya elevado nivel de vida. Aunque de cara al pueblo, al que el PEP decía defender, Andrés siempre fue muy cuidadoso en las formas y sabía camuflar nuestro holgado tren de vida con un aura de modestia y humildad, al que tan sensibles son los incautos votantes de nuestra circunscripción.
Para completar la familia, tenemos a Rosita, nuestra única hija de 28 años, recién casada en uno de esos bodorrios que más de uno de los lectores habrá visto en las revistas y los programas del corazón.
Aunque he dicho que tenemos una hija, si he de ser precisa, debería concretar que yo tengo una hija, o que la engendré. Porque, si bien estoy segura de ser la madre (para algo la albergue en mi cuerpo durante nueve largos y tediosos meses), en cuanto a la paternidad de Rosita, tengo serias dudas entre tres candidatos. Y entre ellos no está mi adorable esposo. De hecho, me casé con él ya embarazada para poder encasquetarle el bebé. Fue todo un acierto, en vista de la vida regalada que he llevado (y sigo llevando) desde entonces.
En aquel momento pensé que, con veinte añitos recién cumplidos, había llegado el final de mi periplo de pendón, tras haberme follado a todo lo que se menea (incluyendo, como no podía ser menos, alguna que otra incursión en el sexo lésbico. No es exactamente lo mío, pero tampoco hago ascos a un buen coñito).
Por un breve instante pensé en redimirme y cambiar de vida, pero de casta le viene al galgo. Al final, el embarazo no fue más que un breve impasse en mis andanzas de putón verbenero. Aunque ahora sí que tuve que extremar (un poquito, tampoco os creáis) las precauciones, para evitar causar algún problema a mi marido y su carrera política. No me preocupaban tanto las repercusiones morales en su autoestima por ser un cornudo si llegaba a enterarse (algo que, por fortuna, todavía no ha sucedido), como el hecho de que sí la noticia se hacía pública (que el líder del PEP era un cornudo sideral casado con una guarra de campeonato, o sea, yo), eso podría hundir su carrera y perjudicar nuestro fantástico tren de vida. En fin, hay que saber nadar y guardar la ropa.
De modo que, nada más terminar la cuarentena tras el parto. Justo al volver del ginecólogo y con la autorización de éste para recuperar las relaciones sexuales con mi esposo (algo imposible, porque llamar relaciones sexuales a aquellos coitos con Andrés, era sobreestimar las mermadas erecciones del pobre hombre), ya le estaba comiendo el rabo a uno de los guardaespaldas de mi marido en la limusina que me trasladaba a nuestra mansión. Todo con la sana intención de ponerle la polla a punto para que me taladrase a fondo el ojete. Estaba hambrienta de tranca y nunca agradecí tanto la suerte de contar con cristales tintados entre el conductor y los asientos traseros de aquel enorme y suntuoso vehículo.
Llegué a casa con la leche escurriéndose entre mis muslos desde mi saturado ano. Encontré a Andrés en el despacho revisando papeles. No resistí la tentación de acercarme a la mesa y con la boca con la que acababa de limpiar la polla, recién salida del culo, del guardaespaldas le di un besito en la calva al saludarlo y me dirigí a descansar a la habitación donde dormía la niña a cargo de una doncella. Todavía caminaba con las piernas temblorosas y apretadas, para evitar que Andrés viese los churretones de esperma que ya bajaban entre mis muslos.
Seguí acumulando amantes a lo largo de los años y disfrutando plenamente de la vida. Tuve la suerte de mantener esa esfera fuera del foco del público. Siempre he pagado bien el silencio de todos aquellos con los que he compartido mi cuerpo y sé, por experiencia, que el dinero lo compra todo. He llevado, como puede verse, una vida muy feliz. Y ahora que se ha casado Rosita vuelvo a tener la mansión a plena disposición, tan solo he de preocuparme de la incómoda presencia de Andrés. Aunque, por fortuna, su apretada agenda me proporciona el suficiente tiempo libre en solitario para mis andanzas.
Por eso la aparición en mi vida de Roberto, mi sobrino de 26 años, me descolocó bastante. Se trataba de un buen mozo, claro, pero el hecho de que se hubiera instalado en nuestra casa, recién llegado de su último empleo tras ser fichado por el partido de mi marido para formar parte de su staff, me cortó bastante a la hora de despendolarme.
En primer lugar era familia, hijo de mi hermana, y temía que pudiera llegar a saber qué tipo de persona era yo exactamente. Esa parte oscura de mi vida que trataba de mantener fuera de foco. En segundo lugar, en muy poco tiempo se había convertido en el principal ayudante de Andrés, prácticamente en su mano derecha. Supongo que el hecho de tener solo una hija y haber deseado siempre un hijo varón que continuase la tradición familiar, fue el factor determinante para que Andrés acogiera a Roberto como si de su propio hijo se tratara. Todo lo contrario de mi caso que desde el comienzo lo miré con una cierta desconfianza. Había algo en él que me parecía sospechoso. No lo sabría definir. No me parecía trigo limpio, no. Guapo, atractivo, alto, educado, todo un dechado de virtudes, sí. Pero me daba la sensación de que tenía un lado oscuro.
Y así fue, efectivamente. No tardé mucho en pescarlo un día hurgando en el cubo de la ropa sucia, con unas braguitas negras de encaje que acababa de usar en una de mis escapadas y que, con toda seguridad, debían tener restos de leche de la corrida que había culminado aquella cana al aire. Fue una escena muy extraña. Imagino que Roberto había visto que no estaba mi coche (había mandado al chófer con el vehículo a la ITV) y pensó que habría salido a Pilates o de compras o alguna de las milongas habituales que solía contar para ocultar mis escapadas. Así que el listillo decidió investigar en el cubo de la ropa sucia de la guarra de su tía. Tal y cómo me contó posteriormente, siempre había sospechado que su adorable tía Eli (o sea, yo) no era ninguna santa, de modo que uno de sus propósitos en cuanto se instaló en nuestra casa fue buscar el modo de desenmascararme y, de paso, si tenía opción de mojar el churro conmigo…
Bueno, me estoy yendo por las ramas, el caso es que, aunque le monté un Cristo de padre y muy señor mío a Roberto, éste ni se inmutó. No había testigos de que lo había pescado olfateando mis bragas y sobándose la polla y su actitud fue diametralmente opuesta a lo que yo habría esperado. Nada de ponerse rojo como un tomate o disculparse. Se limitó a sonreír cínicamente y, tras desabrocharse la bragueta, me mostró un pollón de considerables dimensiones. ¡Vaya con el muy cabrito!
Lógicamente, pasó lo que tenía que pasar. Me arrodillé a adorar la tranca de Roberto y éste, encantado con la felación de su tía, se dejó hacer, antes de darme un buen repaso, ponerme en pelota picada y, tras lanzarme sobre la cama de matrimonio, echarme un polvo salvaje y brutal que me dejó literalmente flipando. ¡Ahora sí que estaba en un buen lío! Con un amante en casa que, para colmo, era mi sobrino. Llegaba la hora de extremar las precauciones. Claro que con una tentación así, conviviendo día tras día…
A medida que iban pasando los días, mientras la carrera política de mi marido avanzaba como un cohete (gracias también a su nuevo ayudante), el cabrón de mi sobrino se volvía cada vez más cerdo, atrevido y dominante. Algo a lo que yo no estaba muy acostumbrada. Siempre había sido la que mandaba y controlaba en mis relaciones y, en esta ocasión, me veía incapaz de contrarrestarlo. Y más viendo como mi marido (bendito ignorante) había asumido a Roberto como su principal pupilo, su hombre de confianza. Y el muy sinvergüenza de Roberto, quebrantando esa confianza depositada altruistamente en él, aprovechaba todos los momentos posibles para abusar de mí e ir agrandando la cornamenta (ya de por sí voluminosa) de su pobre y generoso benefactor.
Como podéis suponer, lo de abusar de mí no es más que un recurso estilístico. En realidad, la maravilla de disponer de un rabo joven y perpetuamente duro, tan cerca, en la misma casa y casi a todas horas, me traía loca y mantenía mi lampiño coño con un permanente descarga de flujos que había incrementado exponencialmente mi gasto en salvaeslips.
Y, aunque era cierto que estaba encantada con el tema, la cosa se estaba empezando a ir de madre…
Recuerdo el día del debate de candidatos en una cadena de televisión local. No sé si TeleClub o La8plús… Para el caso es lo mismo. Habíamos ido los dos a acompañar a mi marido y, mientras estaban retransmitían en directo el programa, le estuvimos esperando en una salita, parecida a un camerino, con un sofá, una pequeña mesita con bebidas, algo de picar y una enorme televisión desde la que podíamos seguir el debate.
Roberto pidió a los responsables de la cadena que nos dejasen solos viendo el debate porque iba a tomar notas para la campaña y no quería que hubiera filtraciones. Sorprendentemente, los responsables de la cadena, cuya idea inicial era grabar nuestras reacciones durante el programa, aceptaron y nos dejaron a los dos solos en la habitación para poder ver la emisión tranquilos.
Evidentemente, lo de las notas no era más que un cuento chino. Lo que de verdad quería el hijo de la gran puta de mi sobrino, era que le estuviera comiendo la polla durante la hora y pico que duró el show. Mientras lo hacía se iba cachondeando de la cornudez de su tío, mi esposo, su mentor. El cabrón me folló la garganta en plan cañero, tal y cómo le gustaba hacer. La verdad es que pasé las de Caín con la mamada. Y no es que no disfrutase, de hecho, aproveché para pajearme y hasta me corrí un par de veces, pero es que, para no estropear mucho el maquillaje, el vestuario y, además, evitar que hubiera salpicones de lefa ni en mi ropa, ni por los alrededores (aquel sofá era de piel y tenía pinta de ser carísimo), me vi negra con las dos corridas casi consecutivas que me endosó el muy guarro. Tuve que forzar la boca a base de bien y me costó una teta y parte de la otra conseguir llevar a buen puerto la sesión de chupapollas a la que me obligó mi simpático sobrinito.
No obstante, puedo decir que el machote quedó tan satisfecho con el resultado que hasta me dio una cariñosa colleja mientras, tosiendo medio atragantada, ingería, a duras penas, su segunda lechada. E incluso me dijo, él que siempre es tan generoso en insultos y tan parco en elogios:
—¡Muy bien, tía Eli! ¡Un trabajo excelente! ¡Te vas superando, putilla…!
Parece mentira, lo encoñada que estaba con el muy cabroncete que hasta me sonrojé como una colegiala y mi coñito, que no había dejado de estar húmedo, se encharcó de orgullo.
En aquellos instantes ya estaba la presentadora despidiendo a los candidatos y Roberto se subía la bragueta y se arreglaba el traje. Por mi parte, me incorporé pesadamente (demasiado tiempo arrodillada), coloqué el cojín de nuevo en el sofá, y me contemplé en un pequeño espejo que estaba en la pared. Repasé el maquillaje cuidadosamente, antes de darme cuenta que, más que mis hinchados labios, lo más delator eran las enrojecidas rodilla. Justamente, terminaba de frotarlas nerviosamente, cuando se abrió la puerta del camerino y entró exultante mi esposo que, cómo no, acudió a dar la mano a su adorado (y adorable) sobrino. Asombrada y en shock todavía por la sesión, no pude evitar enrojecer por el ridículo de mi esposo que, encantado de sí mismo, agitaba con energía la misma mano que, minutos antes, estaba meneando mi cabeza arriba y abajo para que no perdiera ripio con esa mamada que aumentó un par de centímetros más su cornamenta.
Desde el principio, mi relación con Roberto ha tenido una alta dosis de morbo malsano. Aunque, no nos engañemos, algo retorcido debo tener en mi interior, porque, en lugar de repelerme esta situación, me siento, cada vez más, irresistiblemente atraída, como las abejas a la miel o, siendo algo más bastos, como las moscas a la mierda…
He encontrado (al fin) la horma de mi zapato. Yo, que tan acostumbrada estaba a controlar (y dominar) mis relaciones, que usaba a los tíos en plan kleenex (follar y tirar), acabo de encontrar a un macho dominante que, al margen de su juventud, su tendencia a las perversiones, su puerca agresividad, el morbazo de ser el hijo de mi hermana y más joven que mi propia hija… Al margen de todo lo anterior, decía, el tío tiene un pollón como muy pocas veces he visto y no sé como se las apaña, pero consigue, a pesar de ese comportamiento desagradable y despótico, tenerme todo el puto día con el coño chorreando.
Y, ya que estamos, en relación al tamaño de su polla, he de decir que el muy cabrito hizo que me acordara de Tarantino. Sí, de aquella célebre conversación que sale al comienzo de Reservoir Dogs, en la que el grupo de atracadores trata de explicar el sentido real del Like a Virgin de Madonna.
Así era exactamente como me sentía y así se lo comuniqué al muy guarro cuando un domingo en el que su tío había ido a una reunión del partido (Roberto se excusó alegando un resfriado) me reventó el ojete por primera vez. Había postergado la ocasión hasta tener oportunidad de usar la cama de matrimonio, algo difícil estando casi siempre Andrés por casa.
Como ya habéis podido ver, soy todo lo contrario a una mojigata, pero, verme allí, a cuatro patas, frente al espejo de cuerpo entero del armario de la habitación, con los ojos llorosos, los dientes apretados, las tetazas aplastadas contra la colcha y Roberto, acuclillado sobre mi cuerpo y con la tranca enterrada en mi culo hasta los huevos, con una sonrisa satisfecha y burlona en su cara y mi cabeza, desmadejada, sujeta de los pelos con rabia por su mano, meneándola como una peonza… En ese instante, y a pesar del intenso escozor que sentía en el culo, no pude evitar que el coño chorrease y mi manita, como por voluntad propia, se movió con esfuerzo bajo mi apretado cuerpo, buscando aliviar el clítoris, que pedía a gritos un meneo.