Sobrino Político – Capítulo 01
Úrsula era la hermana mayor de mi esposo, y por motivos laborales, ella y su familia llevaban casi cuatro años residiendo en un país de América del Sur. De todo esto que narraré a continuación, han pasado más de diez años, pero juro que lo recuerdo como si fuera ayer mismo.
Un par de meses antes, Úrsula nos había solicitado que acogiéramos a su hijo en nuestra casa, ya que quería que comenzara la universidad en España, pues ella y su esposo tenían pensado regresar a finales de año.
La última vez que había visto a Leo, el chico tenía catorce años. Yo lo recordaba como un adolescente con granos, excesivamente tímido y muy poco hablador. Me parece, según lo voy escribiendo, estar reviviendo la noche que lo fuimos a recoger al aeropuerto.
Un par de meses antes, Leo había cumplido los dieciocho años. Y poco o nada tenía que ver con la imagen de él que yo tenía guardada en mi memoria. Enseguida le saqué parecido a la familia de mi esposo, el mismo contraste de pelo oscuro y ojos claros; alto y ancho de espaldas como mi suegro y mi marido.
—Hola tía, —me saludó, dándome dos besos en las mejillas.
Esa fue la primera vez que sentí sus ojos recorriendo mi cuerpo, y si de algo entiendo, es en la forma en la que te mira un hombre. Por lo tanto, enseguida intuí que Leo ya no era ni tan tímido ni tan crio, como yo recordaba. Mi marido, como siempre, de naturaleza confiada y bonachona, no percibió nada extraño.
Mis hijos recibieron en casa a su primo con inmensa alegría. Carlos tenía diez años y Javi ocho. Una semana antes, habíamos trasformado el despacho de mi esposo en un dormitorio. Quedando justo al lado del nuestro.
—Espero que te sientas cómodo aquí. Sé que la habitación no es muy grande, pero creo que tienes espacio de sobra para estudiar, cuando empiecen las clases. —Comenté, haciendo de anfitriona.
—Está perfecta. No quiero que os preocupéis por mí, tanto el tío como tú habéis sido muy amables, acogiéndome en vuestra casa.
—Supongo que para ti habrá sido complicado dejar aquello, —respondí, ayudándolo a colocar su ropa en el armario.
—¡Buf…! —Exclamó suspirando—. Cuando mamá me dijo que tenía que venir a vivir de nuevo a España, se me vino el mundo encima… Pero la verdad es que ahora estoy ilusionado en comenzar una nueva etapa aquí.
—Estoy segura de que, a un chico como tú, no le costará nada hacer amigos nuevos, —indiqué, estirando y doblando una camiseta sobre la cama. De nuevo pude percibir sus ojos clavados en mi cuerpo, reconozco que no me sentí nada incómoda. Todo lo contrario, me divertía sentir el vigor de su juventud.
—Llevo un par de semana a través de mis redes sociales, intentando conocer gente de acá. Pero creo que a este lado del Océano son algo más reservados.
Yo sonreí divertida.
—Hay de todo, ya lo comprobarás por ti mismo. Tu madre me comento que estabas saliendo con una chica —manifesté, forzando un poco la conversación.
—Llevaba unos meses ennoviado, pero decidimos dejarlo cuando le conté mi deseo de venirme a España.
—Entiendo… Las relaciones a distancia siempre son muy complicadas. ¿Era guapa? —Pregunté, inconscientemente coqueteando.
—Martina es una chica muy linda. Es morocha y flaca, como dicen allá. Sus abuelos eran vascos, creo que de Vitoria.
Me enseñó una fotografía que llevaba al fondo de la maleta. En ella aparecía Leo con Martina, una chica morena, con el pelo largo y rizado bastante llamativa.
—Un caramelito, —comenté bromeando—. Se la ve muy simpática.
—Lo es… —dijo con cierto pesar, como si ya hubiera comenzado a echarla de menos.
—Estoy segura de que cuando comience la universidad, te será más fácil. Allí podrás conocer chicas de tu edad. Eres un chico muy guapo, y con tu acento y esos ojos tan azules que tienes, se volverán completamente locas por ti, —traté de animarlo.
—No tiene que ser de mi edad. Me gustan mayores.
Yo me quedé un tanto cortada, no sabía si estaba coqueteando conmigo, o simplemente estaba tratando de ganarse mi confianza. Opté por lo segundo, su madre estaba a muchos kilómetros de distancia, y tal vez se sentía solo.
—En el Campus tendrás ocasión de conocer a alguna chica brillante y bonita, que vaya un par de cursos por delante de ti.
—Cuando digo mayores no me refiero a un par de años, solamente —aseguró riéndose.
Todo quedó ahí, y yo decidí no escarbar más en el asunto. Teníamos que convivir durante unos meses bajo el mismo techo, y no quería que ninguno pudiera sentirse incómodo.
Pero esa noche, cuando me metí en la cama, me abracé a mi esposo.
Sabía que no estaba bien, pero sin saber muy bien la razón, me dio cierto morbo que el muchacho pudiera escucharnos a su tío y a mí, haciendo el amor.
—Veo que no tienes sueño hoy, —bromeó Alex, girándose hacia mí para darme un beso en los labios.
Agarré sus manos y las situé debajo de mi camiseta, quería excitarlo.
—Sabes que me encanta, que me acaricies, —comenté.
Entonces sentí sus manos apoderándose de mis pechos. Mis pezones no tardaron en endurecerse, al primer estímulo de la yema de sus dedos.
—¡Ah…! —No pude evitar expresar, consciente de que el chico podría haberlo escuchado.
Alex, como siempre, no supo interpretar mi morboso juego. Poniéndome una de sus manos sobre la boca, para amortiguar mis gemidos. Prudente y puntilloso con todo lo relacionado con el sexo.
—Tienes que controlarte, —me indicó en voz baja, besándome los pechos—. Leo está justo al otro lado, —me recordó—, y ya sabes que las paredes de esta casa, parecen de papel. Por lo tanto, tenemos que ser mucho más silenciosos que de costumbre.
Por un momento maldije que fuera tan santurrón, solo quería jugar un poco. Imaginándolo al otro lado, excitado. Tal vez masturbándose.
—Ya me conoces, sabes de sobra que me cuesta mucho ser silenciosa cuando me estás follando —indique hablando de forma más ordinaria que de costumbre, sinónimo de que estaba caliente.
—Y tú sabes que me encanta escucharte. No hay estímulo mayor, que oírte gemir —manifestó, poniéndose encima de mí.
Cerré los ojos, intentando contener mi necesidad de expresar en voz alta, el instante en el que sentí, la punta de la verga de mi marido, buscando la entrada de mi vagina.
—¡Ah…! —No pude evitar expresar, cuando noté lenta, pero gradualmente, centímetro a centímetro, como su polla se iba encajando dentro de mí.
—¡Shhh…! —Me mandó callar, poniendo un dedo en mis labios—. Tranquila, mi amor. Ya buscaremos momentos, en el que él no esté, para que puedas desfogarte como a ti te gusta.
Alex comenzó a moverse, muy despacio. Pero a pesar de ello, era inevitable que el somier emitiera una especie de característico chasquido.
En esa época yo mantenía, a espaldas de mi marido, una tórrida relación con uno de sus empleados. Fermín era una especie de ordenanza y chico para todo, en la empresa familiar, haciendo especialmente de chófer, incluso de recadero o de guardaespaldas. Lo había contratado mi querido suegro unos años antes.
Se trataba de un hombre grandote cercano a los cuarenta, que se había casado un par de años antes y tenía un hijo pequeño. Unas horas antes, cuando Alex estaba en la oficina y mis hijos en el campamento de día, yo me había entregado al bruto de Fermín, justo en la misma cama que ahora compartía con mi esposo. Sus salvajes embestidas, para nada tenían que ver con la suavidad que me trataba mi esposo.
Al bueno de Fermín le encantaba ponerme a cuatro patas sobre la cama, agarrándome del pelo con fuerza, como si fueran las riendas de una yegua desbocada y salvaje, que había que domesticar, a base de demostrarle quién es el que manda. Su polla dura y gruesa como una estaca de hierro, me penetraba con una dureza extrema. Mientras, con su mano libre, me propinaba de vez en cuando un par de templados azotes que, hacía enrojecer mis nalgas, al mismo tiempo que me lanzaba toda clase de soeces improperios, que yo recibía gustosa y excitada, rogándole que me follara con más fuerza.
Mientas mi esposo me hacía el amor esa noche, yo con los ojos cerrados trataba de rememorar interiormente lo que había sucedido en ese dormitorio, esa misma mañana.
Todo había comenzado unos meses antes, una mañana que se presentó en casa a buscar el ordenador portátil de mi esposo. Alex me había llamado un rato antes, para preguntarme si yo estaba aún allí, indicándome a continuación, que se le había olvidado el ordenador y que había mandado a Fermín a buscarlo.
Siempre visto de manera informal en casa, normalmente descalza y con una amplia camiseta de algodón, que uso como si fuera un vestido. Ni siquiera pensé en ponerme un pantalón corto o unas mallas.
Cuando abrí la puerta, noté como sus ojos recorrían mi cuerpo. Fermín no es precisamente un hombre que sepa disimular en ese tipo de situaciones. Yo me reí interiormente, reconozco que me divierte calentar a un hombre, incluso cuando no tengo deseos o intenciones de ir más allá.
—¡Pasa, hombre! No te quedes ahí parado como un pasmarote en la puerta. ¿Qué tal está Rodrigo? —Me interesé por su hijo.
—¡Buf…! Nos tiene locos a su madre y a mí. Ha comenzado a gatear y no para quieto ni un solo segundo.
—¿Te apetece beber algo? Hace mucho calor hoy.
—No gracias, tengo que ir a buscar tinta para la impresora y luego llevarle el ordenador a su marido.
—¡Vaya…! Veo que no te dejan parar —indiqué, reconociendo su trabajo.
—También me toca ir a recoger al taller el coche de Don Jacobo —mencionó a mi suegro.
Fermín caminaba detrás de mí, siguiéndome hasta la cocina, donde había dejado mi esposo olvidado su maletín, con el ordenador portátil dentro.
—¿Es pronto para una cerveza? —Pregunté, abriendo el frigorífico.
Él se encogió de hombros.
—Como usted dice, hace mucho calor hoy, —respondió escuetamente, dándome a entender que aceptaba la invitación. Al tiempo que se sentaba en una silla, junto a la mesa donde solemos comer toda la familia.
Le acerqué una lata de cerveza, abriéndome al mismo tiempo otra para mí, permaneciendo de pies, justo a su lado.
—Siempre es bueno tomárselo con calma, estoy segura de que la empresa no se arruinará, porque te tomes un merecido descanso, —expresé sonriendo, dándole un trago.
—Creo que usted sería mejor jefa que su esposo o que su suegro, —comentó bromeando.
Estaba especialmente cachonda esa mañana. Recuerdo que fue justo en ese instante, cuando lo miré por primera vez, con el deseo de poder follármelo. Hasta ese día, nunca había percibido por Fermín ningún tipo de interés. Pero a partir de ese instante, mi calenturienta mente, comenzó a cuestionarse como se comportaría Fermín en la cama. Sería dócil y complaciente o, por el contrario, se mostraría como un macho dominante.
—Los hombres a veces volcáis todas vuestras energías en el trabajo, y os olvidáis de lo realmente importante. Para Alex, siempre está la dichosa empresa por encima de todo… —Me lamenté.
No eran ciertas aquellas quejas, pero una mujer infiel, siempre culpa a su propio esposo de lo que hace.
—¿En serio? —Preguntó, atreviéndose a mirarme aún con más descaro.
Tengo la suficiente experiencia para saber que lo tenía justo donde quería, comiendo de la palma de mi mano. Y este es precisamente el punto que yo determino de no retorno. El momento preciso en el que puedes dar por cerrado, un inocente tonteo, sin que ocurra nada o, por el contrario, seguir avanzando hacia una infidelidad.
—Es cierto, a veces me siento infravalorada como mujer. Después de haber tenido dos hijos, puede que mi cuerpo ya no sea el de hace años… A veces me siento insegura, —exageré pesarosa, casi a punto de ponerme a llorar.
Él admiró las curvas que se intuían bajo mi escasa ropa, seguramente percibiendo como mis pezones se marcaban obscenamente, bajo el fino tejido de algodón de la camiseta.
—Señora Olivia, no quiero faltarle el respeto. Pero está usted para comérsela —dijo haciendo una pausa, como intentando medir el efecto que sus atrevidas palabras, habían causado en mí—. Sin duda, es usted mucha hembra.
—Muchas gracias, Fermín. Eres muy amable, —indiqué ronroneando como una gata en celo— Soraya tiene mucha suerte de tenerte a su lado. —mencioné por primera vez el nombre de su esposa.
—No es un cumplido. Le aseguro que cualquier hombre que se precie, mataría para poder estar una sola vez, con una mujer así. Además de ser toda una señora, su cuerpo es… Perdóneme usted, si la he ofendido, —se disculpó, aún inseguro.
—¿Ofenderme? Al contrario, —expresé riéndome—. Pero no me has dicho que le pasa a mi cuerpo.
—Está usted muy apetecible. Tiene unas tetas y un culo que quitan el hipo. Pero eso ya debería de saberlo. Supongo que se lo dirán muchas veces y que la mirarán por la calle.
Yo me quedé en silencio durante unos segundos, aparentando sentirme avergonzada. Me gusta que los hombres piensen que son ellos los que llevan la iniciativa, cuando lo cierto, es que soy yo la que manejo todos los tiempos.
—Fermín, yo… —Comenté simulando estar abochornada—. No quiero que te lleves una mala impresión de mí, pero me halaga lo que me dices. Mi esposo es un buen hombre y sé que me quiere, pero ya no me hace vibrar como antes. Supongo que la rutina lo oxida todo.
Esa confesión le hizo coger confianza para dar un paso más. Fue entonces cuando noté la yema de sus dedos, recorriendo mi pierna. Primero fue un gesto sutil, casi un roce a la altura de mi rodilla. Pero al ver que yo no protestaba, su actitud se fue envalentonando y ascendió verticalmente por uno de mis muslos.
—Tiene una piel tremendamente suave. Se nota que es una mujer con mucha clase.
—Gracias, —dije mordiéndome aposta el labio inferior—. Pero me haces cosquillas, —añadí riéndome.
—Ven. Siéntese aquí —expresó, señalando sus rodillas.
Estaba deseosa de hacerlo, pero intenté aparentar miedo a lo que pudiera pasar. Me encanta interpretar el papel de esposa, que se acerca tímida e inexorablemente a su primera infidelidad, forzada por la desidia y el abandono de su cornudo esposo.
—Fermín, yo nunca he engañado a mi marido. Comenzamos a salir cuando yo tenía quince años y no he estado nunca con otro hombre, —mentí con absoluto descaro.
—No tenga miedo, —trató gentilmente de tranquilizarme— Nadie se enterará de esto. Yo soy el primer interesado en que esto no llegue a saberse nunca.
Fue entonces cuando sentí sus manos sujetándome firmemente por las caderas, “forzándome” a que me sentara encima de él. Ya no pude contenerme mostrándome durante más tiempo tímida, y en seguida comencé a moverme ansiosa sobre su regazo, intentando adivinar la dureza de su erección, justo debajo de mí.
Reconozco que, llegados a ese punto, me gustan los hombres tremendamente viriles y dominantes. Esos que saben coger lo que quieren directamente. Y precisamente, Fermín, es de esa clase de hombres toscos y un poco brutos, que nunca tendría como pareja, pero que como amantes funcionan de maravilla.
Aún no me había ni siquiera besado cuando sus manos ya palpaban mis grandes tetas, a través de la fina tela de mi camiseta. Era como si necesitara hacerse una idea de su volumen y consistencia. «Me estaba dejando manosear por Fermín», mi marido hablaba, refiriéndose a él, como un hombre poco avispado. Siempre se quejaba de que no entendía por qué su padre lo había contratado.
A partir de ese momento, dejé de comportarme como una mujer primeriza en ese tipo de experiencias. El juego de la seducción había finalizado, y ya solo podía comportarme de una forma totalmente instintiva.
—Quiero que me folles y que no te andes con lindezas —solté de repente, mirándolo a los ojos.
Fermín sonrió, como si no comprendiera el significado de la última palabra.
—Tranquila, nena —me tuteó por primera vez, desde que nos conocíamos—. Yo te daré todo lo que una mujer como tú necesita.
Fue tremendamente exquisito para mí, sentir como su boca se apoderaba de la mía y comenzaba a besarme con un apetito desmesurado. Al mismo tiempo que yo misma me desprendía de la camiseta, arrojándola al suelo. Quedándome sentada encima de él, prácticamente desnuda, únicamente con un diminuto tanga negro.
Ambos éramos conscientes de que ese primer encuentro no podría demorarse en exceso. Ya que mi marido estaría esperando, impaciente a que Fermín le llevase el ordenador que permanecía allí, a nuestro lado, como mero espectador de nuestros indecorosos juegos.
Se levantó, manteniéndome a mí sobre su regazo. Depositándome encima de la mesa de la cocina, dejándome boca arriba. Aún puedo escuchar el estruendoso sonido que hicieron al caerse, las tres tazas en las que habían desayunado tanto mi esposo, como mis dos hijos. Diseminándose en diminutos trozos de porcelana por el suelo. Pero en ese instante, el mundo había dejado de ser importante. Ya que únicamente existíamos Fermín y yo, y el ferviente deseo por nuestros cuerpos.
No tardé en sentir como me despojaba de mis bragas, deslizándolas por mis muslos. Quedándome, por fin, completamente desnuda ante él. Deseosa de hombre, me abrí soezmente de piernas, mostrándole desvergonzadamente mi sexo, expuesto y sediento de polla.
—Demuéstrame que sabes hacer con una mujer, —no pude contenerme en retarlo.
Él acarició mi sonrosada vulva.
—No sabía que las señoritingas como tú, llevabais el chocho totalmente depilado, como las putas —manifestó, metiéndome dos dedos, que me hicieron lanzar un primer alarido.
—¡Joder! —Grité— Vamos, méteme la polla.
—Antes voy a comértelo un poco. Quiero probar tu rico chochito.
Su cabeza se sumergió al instante, en medio de mis piernas, e inmediatamente pude notar el roce de su lengua, sobre mis hinchados labios vaginales. Sujeté su cabeza con mis manos. Como tratando de impedirle que pudiera escapar de allí.
—¡Uf…! ¡Cómo me gusta, cariño! ¡Qué bien sabes comérmelo! Sigue, por favor. No pares.
No tardó en hacerme alcanzar un intenso orgasmo, que hizo que mi espalda se arqueara varios centímetros de la mesa de la cocina. Haciendo que mis piernas temblaran, sin dejar de expresar incontenidamente, toda clase de gemidos.
Cuando su rostro salió de entre mis muslos, supe cuál sería su siguiente paso. Me sujetó por los glúteos y tiró de mi cuerpo hacia él, dejando mi sexo justo al borde de la mesa. Entonces escuché el sonido de su bragueta, incorporándome unos centímetros sobre los codos, con el inútil deseo de poder vérsela antes de que me la metiera.
—¡Vamos, zorra! Pídemelo como antes, —indicó, rozando son su glande la entrada de mi vagina.
Adoro que los hombres sepan jugar de ese modo con mis emociones. Solo ellos son capaces de llevarme al límite.
—Por favor, métemela —supliqué, deseosa de sentir toda su virilidad dentro de mí.
No se lo tuve que repetir, ya que de un solo movimiento de cadera me la insertó hasta el fondo, obligándome a emitir un alarido de placentero dolor.
—¡Ay!
Me encanta ese momento, ese primer contacto entre dos sexos, deseosos de poder encontrarse. Noté como mi vagina comenzaba a dilatarse, indicándome que su verga era mucho más gruesa, de lo que había percibido cuando me había sentado encima de él, unos minutos antes.
—Qué chocho de perra tienes, —me indicó, mirándome a los ojos. Comenzando a entrar y a salir de mi ardiente sexo.
Lamenté no disponer de más tiempo para llevármelo a la cama y disfrutar indefinidamente de toda su masculinidad.
—¡Ah…! ¡Qué gusto me das! Sigue, no pares. No sabes cuanto necesitaba esto… —Indiqué agradecida. Cercana otra vez a un nuevo orgasmo—. Dame fuerte, quiero sentirla más dentro. Quiero notarla más…
Ni siquiera me preguntó si tomaba algún tipo de anticonceptivo. Fermín es así, puede ser un amante de lo más básico, pero sabe hacer conmigo todo lo que quiere. Noté como su cara se contraía y sus movimientos se aceleraban. Su respiración se hizo más agitada y dificultosa, sabiendo que el muy cerdo estaba eyaculando dentro de mí.
—Toma toda mi leche. ¡Me corro…! ¡Me corro…!
Después de correrse, se quedó bastantes segundos dentro de mí, mirándome con veneración a la cara, como queriéndose asegurar que aquello no había sido un sueño. Permanecimos en silencio durante ese corto espacio de tiempo, mientras nuestros cuerpos comenzaban a tranquilizarse.
Me había dejado follar por un empleado de la empresa familiar de mi esposo. Pero lo peor de todo, es que sabía que esa no sería la última vez que ocurriría. Permanecí recostada sobre la mesa de la cocina, observando como Fermín apuraba de un trago, lo que le quedaba de cerveza. Después de subirse los pantalones, me ayudó gentilmente a levantarme. Lo acompañé por el pasillo, dándole la mano, permaneciendo completamente desnuda, sintiendo como su semen resbalaba por mi vagina, goteando por la cara interna de mis muslos. Allí, en la puerta de la entrada, nos despedimos dándonos el penúltimo beso, era como si nuestros cuerpos no quisieran despegarse.
—¿Te ha gustado follarte a la mujer de tu jefe? —Le Indiqué riéndome. Al tiempo que desabrochaba su bragueta, deseosa de poder tocársela. Estaba convencida que un hombre como él, no tardaría demasiado en recuperar toda su virilidad. Siempre intuyo esas cosas.
A pesar de haberme corrido un par de veces, seguía igual de cachonda.
—¿Es que no ha tenido bastante? —Me preguntó riéndose, volviéndome a hablar de usted. Seguramente debido a la costumbre —. Si usted me da permiso, puedo acercarme mañana a la misma hora. Los martes tengo que llevar a su suegro al fisio. El pobre hombre suele estar bastante rato allí. Por lo tanto, me daría tiempo para acercarme y poderla…
Yo me reí divertida. Estaba dando por hecho que habría un segundo encuentro.
—Será mejor que te dé mi número de teléfono, llámame cuando lo dejes allí, —indiqué dándole un último beso—. Ahora vete, si Alex te pregunta por qué has tardado tanto, dile que me ayudaste a subir unas cajas de zapatos al trastero. Si le dices que yo te lo pedí, no te regañará.
Cuando cerré por fin la puerta, me vi reflejada en el espejo de la entrada. Estaba desnuda y en mi rostro se reflejaba una amplia y sincera sonrisa, la de una mujer sumamente satisfecha.
Me acerqué hasta la cocina con la intención de recoger el estropicio de las tazas rotas, estaba descalza y no quería cortarme los pies. Observé mis bragas y la camiseta tiradas en el suelo, como testigos mudos de lo que acaba de acontecer. Sobre la mesa, aún se podía distinguir un pequeño charco de mis propios fluidos, mezclados con un chorretón de blanquecino y espeso semen de Fermín. Mi nuevo amante
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Úrsula era la hermana mayor de mi esposo, y por motivos laborales, ella y su familia llevaban casi cuatro años residiendo en un país de América del Sur. De todo esto que narraré a continuación, han pasado más de diez años, pero juro que lo recuerdo como si fuera ayer mismo.
Un par de meses antes, Úrsula nos había solicitado que acogiéramos a su hijo en nuestra casa, ya que quería que comenzara la universidad en España, pues ella y su esposo tenían pensado regresar a finales de año.
La última vez que había visto a Leo, el chico tenía catorce años. Yo lo recordaba como un adolescente con granos, excesivamente tímido y muy poco hablador. Me parece, según lo voy escribiendo, estar reviviendo la noche que lo fuimos a recoger al aeropuerto.
Un par de meses antes, Leo había cumplido los dieciocho años. Y poco o nada tenía que ver con la imagen de él que yo tenía guardada en mi memoria. Enseguida le saqué parecido a la familia de mi esposo, el mismo contraste de pelo oscuro y ojos claros; alto y ancho de espaldas como mi suegro y mi marido.
—Hola tía, —me saludó, dándome dos besos en las mejillas.
Esa fue la primera vez que sentí sus ojos recorriendo mi cuerpo, y si de algo entiendo, es en la forma en la que te mira un hombre. Por lo tanto, enseguida intuí que Leo ya no era ni tan tímido ni tan crio, como yo recordaba. Mi marido, como siempre, de naturaleza confiada y bonachona, no percibió nada extraño.
Mis hijos recibieron en casa a su primo con inmensa alegría. Carlos tenía diez años y Javi ocho. Una semana antes, habíamos trasformado el despacho de mi esposo en un dormitorio. Quedando justo al lado del nuestro.
—Espero que te sientas cómodo aquí. Sé que la habitación no es muy grande, pero creo que tienes espacio de sobra para estudiar, cuando empiecen las clases. —Comenté, haciendo de anfitriona.
—Está perfecta. No quiero que os preocupéis por mí, tanto el tío como tú habéis sido muy amables, acogiéndome en vuestra casa.
—Supongo que para ti habrá sido complicado dejar aquello, —respondí, ayudándolo a colocar su ropa en el armario.
—¡Buf…! —Exclamó suspirando—. Cuando mamá me dijo que tenía que venir a vivir de nuevo a España, se me vino el mundo encima… Pero la verdad es que ahora estoy ilusionado en comenzar una nueva etapa aquí.
—Estoy segura de que, a un chico como tú, no le costará nada hacer amigos nuevos, —indiqué, estirando y doblando una camiseta sobre la cama. De nuevo pude percibir sus ojos clavados en mi cuerpo, reconozco que no me sentí nada incómoda. Todo lo contrario, me divertía sentir el vigor de su juventud.
—Llevo un par de semana a través de mis redes sociales, intentando conocer gente de acá. Pero creo que a este lado del Océano son algo más reservados.
Yo sonreí divertida.
—Hay de todo, ya lo comprobarás por ti mismo. Tu madre me comento que estabas saliendo con una chica —manifesté, forzando un poco la conversación.
—Llevaba unos meses ennoviado, pero decidimos dejarlo cuando le conté mi deseo de venirme a España.
—Entiendo… Las relaciones a distancia siempre son muy complicadas. ¿Era guapa? —Pregunté, inconscientemente coqueteando.
—Martina es una chica muy linda. Es morocha y flaca, como dicen allá. Sus abuelos eran vascos, creo que de Vitoria.
Me enseñó una fotografía que llevaba al fondo de la maleta. En ella aparecía Leo con Martina, una chica morena, con el pelo largo y rizado bastante llamativa.
—Un caramelito, —comenté bromeando—. Se la ve muy simpática.
—Lo es… —dijo con cierto pesar, como si ya hubiera comenzado a echarla de menos.
—Estoy segura de que cuando comience la universidad, te será más fácil. Allí podrás conocer chicas de tu edad. Eres un chico muy guapo, y con tu acento y esos ojos tan azules que tienes, se volverán completamente locas por ti, —traté de animarlo.
—No tiene que ser de mi edad. Me gustan mayores.
Yo me quedé un tanto cortada, no sabía si estaba coqueteando conmigo, o simplemente estaba tratando de ganarse mi confianza. Opté por lo segundo, su madre estaba a muchos kilómetros de distancia, y tal vez se sentía solo.
—En el Campus tendrás ocasión de conocer a alguna chica brillante y bonita, que vaya un par de cursos por delante de ti.
—Cuando digo mayores no me refiero a un par de años, solamente —aseguró riéndose.
Todo quedó ahí, y yo decidí no escarbar más en el asunto. Teníamos que convivir durante unos meses bajo el mismo techo, y no quería que ninguno pudiera sentirse incómodo.
Pero esa noche, cuando me metí en la cama, me abracé a mi esposo.
Sabía que no estaba bien, pero sin saber muy bien la razón, me dio cierto morbo que el muchacho pudiera escucharnos a su tío y a mí, haciendo el amor.
—Veo que no tienes sueño hoy, —bromeó Alex, girándose hacia mí para darme un beso en los labios.
Agarré sus manos y las situé debajo de mi camiseta, quería excitarlo.
—Sabes que me encanta, que me acaricies, —comenté.
Entonces sentí sus manos apoderándose de mis pechos. Mis pezones no tardaron en endurecerse, al primer estímulo de la yema de sus dedos.
—¡Ah…! —No pude evitar expresar, consciente de que el chico podría haberlo escuchado.
Alex, como siempre, no supo interpretar mi morboso juego. Poniéndome una de sus manos sobre la boca, para amortiguar mis gemidos. Prudente y puntilloso con todo lo relacionado con el sexo.
—Tienes que controlarte, —me indicó en voz baja, besándome los pechos—. Leo está justo al otro lado, —me recordó—, y ya sabes que las paredes de esta casa, parecen de papel. Por lo tanto, tenemos que ser mucho más silenciosos que de costumbre.
Por un momento maldije que fuera tan santurrón, solo quería jugar un poco. Imaginándolo al otro lado, excitado. Tal vez masturbándose.
—Ya me conoces, sabes de sobra que me cuesta mucho ser silenciosa cuando me estás follando —indique hablando de forma más ordinaria que de costumbre, sinónimo de que estaba caliente.
—Y tú sabes que me encanta escucharte. No hay estímulo mayor, que oírte gemir —manifestó, poniéndose encima de mí.
Cerré los ojos, intentando contener mi necesidad de expresar en voz alta, el instante en el que sentí, la punta de la verga de mi marido, buscando la entrada de mi vagina.
—¡Ah…! —No pude evitar expresar, cuando noté lenta, pero gradualmente, centímetro a centímetro, como su polla se iba encajando dentro de mí.
—¡Shhh…! —Me mandó callar, poniendo un dedo en mis labios—. Tranquila, mi amor. Ya buscaremos momentos, en el que él no esté, para que puedas desfogarte como a ti te gusta.
Alex comenzó a moverse, muy despacio. Pero a pesar de ello, era inevitable que el somier emitiera una especie de característico chasquido.
En esa época yo mantenía, a espaldas de mi marido, una tórrida relación con uno de sus empleados. Fermín era una especie de ordenanza y chico para todo, en la empresa familiar, haciendo especialmente de chófer, incluso de recadero o de guardaespaldas. Lo había contratado mi querido suegro unos años antes.
Se trataba de un hombre grandote cercano a los cuarenta, que se había casado un par de años antes y tenía un hijo pequeño. Unas horas antes, cuando Alex estaba en la oficina y mis hijos en el campamento de día, yo me había entregado al bruto de Fermín, justo en la misma cama que ahora compartía con mi esposo. Sus salvajes embestidas, para nada tenían que ver con la suavidad que me trataba mi esposo.
Al bueno de Fermín le encantaba ponerme a cuatro patas sobre la cama, agarrándome del pelo con fuerza, como si fueran las riendas de una yegua desbocada y salvaje, que había que domesticar, a base de demostrarle quién es el que manda. Su polla dura y gruesa como una estaca de hierro, me penetraba con una dureza extrema. Mientras, con su mano libre, me propinaba de vez en cuando un par de templados azotes que, hacía enrojecer mis nalgas, al mismo tiempo que me lanzaba toda clase de soeces improperios, que yo recibía gustosa y excitada, rogándole que me follara con más fuerza.
Mientas mi esposo me hacía el amor esa noche, yo con los ojos cerrados trataba de rememorar interiormente lo que había sucedido en ese dormitorio, esa misma mañana.
Todo había comenzado unos meses antes, una mañana que se presentó en casa a buscar el ordenador portátil de mi esposo. Alex me había llamado un rato antes, para preguntarme si yo estaba aún allí, indicándome a continuación, que se le había olvidado el ordenador y que había mandado a Fermín a buscarlo.
Siempre visto de manera informal en casa, normalmente descalza y con una amplia camiseta de algodón, que uso como si fuera un vestido. Ni siquiera pensé en ponerme un pantalón corto o unas mallas.
Cuando abrí la puerta, noté como sus ojos recorrían mi cuerpo. Fermín no es precisamente un hombre que sepa disimular en ese tipo de situaciones. Yo me reí interiormente, reconozco que me divierte calentar a un hombre, incluso cuando no tengo deseos o intenciones de ir más allá.
—¡Pasa, hombre! No te quedes ahí parado como un pasmarote en la puerta. ¿Qué tal está Rodrigo? —Me interesé por su hijo.
—¡Buf…! Nos tiene locos a su madre y a mí. Ha comenzado a gatear y no para quieto ni un solo segundo.
—¿Te apetece beber algo? Hace mucho calor hoy.
—No gracias, tengo que ir a buscar tinta para la impresora y luego llevarle el ordenador a su marido.
—¡Vaya…! Veo que no te dejan parar —indiqué, reconociendo su trabajo.
—También me toca ir a recoger al taller el coche de Don Jacobo —mencionó a mi suegro.
Fermín caminaba detrás de mí, siguiéndome hasta la cocina, donde había dejado mi esposo olvidado su maletín, con el ordenador portátil dentro.
—¿Es pronto para una cerveza? —Pregunté, abriendo el frigorífico.
Él se encogió de hombros.
—Como usted dice, hace mucho calor hoy, —respondió escuetamente, dándome a entender que aceptaba la invitación. Al tiempo que se sentaba en una silla, junto a la mesa donde solemos comer toda la familia.
Le acerqué una lata de cerveza, abriéndome al mismo tiempo otra para mí, permaneciendo de pies, justo a su lado.
—Siempre es bueno tomárselo con calma, estoy segura de que la empresa no se arruinará, porque te tomes un merecido descanso, —expresé sonriendo, dándole un trago.
—Creo que usted sería mejor jefa que su esposo o que su suegro, —comentó bromeando.
Estaba especialmente cachonda esa mañana. Recuerdo que fue justo en ese instante, cuando lo miré por primera vez, con el deseo de poder follármelo. Hasta ese día, nunca había percibido por Fermín ningún tipo de interés. Pero a partir de ese instante, mi calenturienta mente, comenzó a cuestionarse como se comportaría Fermín en la cama. Sería dócil y complaciente o, por el contrario, se mostraría como un macho dominante.
—Los hombres a veces volcáis todas vuestras energías en el trabajo, y os olvidáis de lo realmente importante. Para Alex, siempre está la dichosa empresa por encima de todo… —Me lamenté.
No eran ciertas aquellas quejas, pero una mujer infiel, siempre culpa a su propio esposo de lo que hace.
—¿En serio? —Preguntó, atreviéndose a mirarme aún con más descaro.
Tengo la suficiente experiencia para saber que lo tenía justo donde quería, comiendo de la palma de mi mano. Y este es precisamente el punto que yo determino de no retorno. El momento preciso en el que puedes dar por cerrado, un inocente tonteo, sin que ocurra nada o, por el contrario, seguir avanzando hacia una infidelidad.
—Es cierto, a veces me siento infravalorada como mujer. Después de haber tenido dos hijos, puede que mi cuerpo ya no sea el de hace años… A veces me siento insegura, —exageré pesarosa, casi a punto de ponerme a llorar.
Él admiró las curvas que se intuían bajo mi escasa ropa, seguramente percibiendo como mis pezones se marcaban obscenamente, bajo el fino tejido de algodón de la camiseta.
—Señora Olivia, no quiero faltarle el respeto. Pero está usted para comérsela —dijo haciendo una pausa, como intentando medir el efecto que sus atrevidas palabras, habían causado en mí—. Sin duda, es usted mucha hembra.
—Muchas gracias, Fermín. Eres muy amable, —indiqué ronroneando como una gata en celo— Soraya tiene mucha suerte de tenerte a su lado. —mencioné por primera vez el nombre de su esposa.
—No es un cumplido. Le aseguro que cualquier hombre que se precie, mataría para poder estar una sola vez, con una mujer así. Además de ser toda una señora, su cuerpo es… Perdóneme usted, si la he ofendido, —se disculpó, aún inseguro.
—¿Ofenderme? Al contrario, —expresé riéndome—. Pero no me has dicho que le pasa a mi cuerpo.
—Está usted muy apetecible. Tiene unas tetas y un culo que quitan el hipo. Pero eso ya debería de saberlo. Supongo que se lo dirán muchas veces y que la mirarán por la calle.
Yo me quedé en silencio durante unos segundos, aparentando sentirme avergonzada. Me gusta que los hombres piensen que son ellos los que llevan la iniciativa, cuando lo cierto, es que soy yo la que manejo todos los tiempos.
—Fermín, yo… —Comenté simulando estar abochornada—. No quiero que te lleves una mala impresión de mí, pero me halaga lo que me dices. Mi esposo es un buen hombre y sé que me quiere, pero ya no me hace vibrar como antes. Supongo que la rutina lo oxida todo.
Esa confesión le hizo coger confianza para dar un paso más. Fue entonces cuando noté la yema de sus dedos, recorriendo mi pierna. Primero fue un gesto sutil, casi un roce a la altura de mi rodilla. Pero al ver que yo no protestaba, su actitud se fue envalentonando y ascendió verticalmente por uno de mis muslos.
—Tiene una piel tremendamente suave. Se nota que es una mujer con mucha clase.
—Gracias, —dije mordiéndome aposta el labio inferior—. Pero me haces cosquillas, —añadí riéndome.
—Ven. Siéntese aquí —expresó, señalando sus rodillas.
Estaba deseosa de hacerlo, pero intenté aparentar miedo a lo que pudiera pasar. Me encanta interpretar el papel de esposa, que se acerca tímida e inexorablemente a su primera infidelidad, forzada por la desidia y el abandono de su cornudo esposo.
—Fermín, yo nunca he engañado a mi marido. Comenzamos a salir cuando yo tenía quince años y no he estado nunca con otro hombre, —mentí con absoluto descaro.
—No tenga miedo, —trató gentilmente de tranquilizarme— Nadie se enterará de esto. Yo soy el primer interesado en que esto no llegue a saberse nunca.
Fue entonces cuando sentí sus manos sujetándome firmemente por las caderas, “forzándome” a que me sentara encima de él. Ya no pude contenerme mostrándome durante más tiempo tímida, y en seguida comencé a moverme ansiosa sobre su regazo, intentando adivinar la dureza de su erección, justo debajo de mí.
Reconozco que, llegados a ese punto, me gustan los hombres tremendamente viriles y dominantes. Esos que saben coger lo que quieren directamente. Y precisamente, Fermín, es de esa clase de hombres toscos y un poco brutos, que nunca tendría como pareja, pero que como amantes funcionan de maravilla.
Aún no me había ni siquiera besado cuando sus manos ya palpaban mis grandes tetas, a través de la fina tela de mi camiseta. Era como si necesitara hacerse una idea de su volumen y consistencia. «Me estaba dejando manosear por Fermín», mi marido hablaba, refiriéndose a él, como un hombre poco avispado. Siempre se quejaba de que no entendía por qué su padre lo había contratado.
A partir de ese momento, dejé de comportarme como una mujer primeriza en ese tipo de experiencias. El juego de la seducción había finalizado, y ya solo podía comportarme de una forma totalmente instintiva.
—Quiero que me folles y que no te andes con lindezas —solté de repente, mirándolo a los ojos.
Fermín sonrió, como si no comprendiera el significado de la última palabra.
—Tranquila, nena —me tuteó por primera vez, desde que nos conocíamos—. Yo te daré todo lo que una mujer como tú necesita.
Fue tremendamente exquisito para mí, sentir como su boca se apoderaba de la mía y comenzaba a besarme con un apetito desmesurado. Al mismo tiempo que yo misma me desprendía de la camiseta, arrojándola al suelo. Quedándome sentada encima de él, prácticamente desnuda, únicamente con un diminuto tanga negro.
Ambos éramos conscientes de que ese primer encuentro no podría demorarse en exceso. Ya que mi marido estaría esperando, impaciente a que Fermín le llevase el ordenador que permanecía allí, a nuestro lado, como mero espectador de nuestros indecorosos juegos.
Se levantó, manteniéndome a mí sobre su regazo. Depositándome encima de la mesa de la cocina, dejándome boca arriba. Aún puedo escuchar el estruendoso sonido que hicieron al caerse, las tres tazas en las que habían desayunado tanto mi esposo, como mis dos hijos. Diseminándose en diminutos trozos de porcelana por el suelo. Pero en ese instante, el mundo había dejado de ser importante. Ya que únicamente existíamos Fermín y yo, y el ferviente deseo por nuestros cuerpos.
No tardé en sentir como me despojaba de mis bragas, deslizándolas por mis muslos. Quedándome, por fin, completamente desnuda ante él. Deseosa de hombre, me abrí soezmente de piernas, mostrándole desvergonzadamente mi sexo, expuesto y sediento de polla.
—Demuéstrame que sabes hacer con una mujer, —no pude contenerme en retarlo.
Él acarició mi sonrosada vulva.
—No sabía que las señoritingas como tú, llevabais el chocho totalmente depilado, como las putas —manifestó, metiéndome dos dedos, que me hicieron lanzar un primer alarido.
—¡Joder! —Grité— Vamos, méteme la polla.
—Antes voy a comértelo un poco. Quiero probar tu rico chochito.
Su cabeza se sumergió al instante, en medio de mis piernas, e inmediatamente pude notar el roce de su lengua, sobre mis hinchados labios vaginales. Sujeté su cabeza con mis manos. Como tratando de impedirle que pudiera escapar de allí.
—¡Uf…! ¡Cómo me gusta, cariño! ¡Qué bien sabes comérmelo! Sigue, por favor. No pares.
No tardó en hacerme alcanzar un intenso orgasmo, que hizo que mi espalda se arqueara varios centímetros de la mesa de la cocina. Haciendo que mis piernas temblaran, sin dejar de expresar incontenidamente, toda clase de gemidos.
Cuando su rostro salió de entre mis muslos, supe cuál sería su siguiente paso. Me sujetó por los glúteos y tiró de mi cuerpo hacia él, dejando mi sexo justo al borde de la mesa. Entonces escuché el sonido de su bragueta, incorporándome unos centímetros sobre los codos, con el inútil deseo de poder vérsela antes de que me la metiera.
—¡Vamos, zorra! Pídemelo como antes, —indicó, rozando son su glande la entrada de mi vagina.
Adoro que los hombres sepan jugar de ese modo con mis emociones. Solo ellos son capaces de llevarme al límite.
—Por favor, métemela —supliqué, deseosa de sentir toda su virilidad dentro de mí.
No se lo tuve que repetir, ya que de un solo movimiento de cadera me la insertó hasta el fondo, obligándome a emitir un alarido de placentero dolor.
—¡Ay!
Me encanta ese momento, ese primer contacto entre dos sexos, deseosos de poder encontrarse. Noté como mi vagina comenzaba a dilatarse, indicándome que su verga era mucho más gruesa, de lo que había percibido cuando me había sentado encima de él, unos minutos antes.
—Qué chocho de perra tienes, —me indicó, mirándome a los ojos. Comenzando a entrar y a salir de mi ardiente sexo.
Lamenté no disponer de más tiempo para llevármelo a la cama y disfrutar indefinidamente de toda su masculinidad.
—¡Ah…! ¡Qué gusto me das! Sigue, no pares. No sabes cuanto necesitaba esto… —Indiqué agradecida. Cercana otra vez a un nuevo orgasmo—. Dame fuerte, quiero sentirla más dentro. Quiero notarla más…
Ni siquiera me preguntó si tomaba algún tipo de anticonceptivo. Fermín es así, puede ser un amante de lo más básico, pero sabe hacer conmigo todo lo que quiere. Noté como su cara se contraía y sus movimientos se aceleraban. Su respiración se hizo más agitada y dificultosa, sabiendo que el muy cerdo estaba eyaculando dentro de mí.
—Toma toda mi leche. ¡Me corro…! ¡Me corro…!
Después de correrse, se quedó bastantes segundos dentro de mí, mirándome con veneración a la cara, como queriéndose asegurar que aquello no había sido un sueño. Permanecimos en silencio durante ese corto espacio de tiempo, mientras nuestros cuerpos comenzaban a tranquilizarse.
Me había dejado follar por un empleado de la empresa familiar de mi esposo. Pero lo peor de todo, es que sabía que esa no sería la última vez que ocurriría. Permanecí recostada sobre la mesa de la cocina, observando como Fermín apuraba de un trago, lo que le quedaba de cerveza. Después de subirse los pantalones, me ayudó gentilmente a levantarme. Lo acompañé por el pasillo, dándole la mano, permaneciendo completamente desnuda, sintiendo como su semen resbalaba por mi vagina, goteando por la cara interna de mis muslos. Allí, en la puerta de la entrada, nos despedimos dándonos el penúltimo beso, era como si nuestros cuerpos no quisieran despegarse.
—¿Te ha gustado follarte a la mujer de tu jefe? —Le Indiqué riéndome. Al tiempo que desabrochaba su bragueta, deseosa de poder tocársela. Estaba convencida que un hombre como él, no tardaría demasiado en recuperar toda su virilidad. Siempre intuyo esas cosas.
A pesar de haberme corrido un par de veces, seguía igual de cachonda.
—¿Es que no ha tenido bastante? —Me preguntó riéndose, volviéndome a hablar de usted. Seguramente debido a la costumbre —. Si usted me da permiso, puedo acercarme mañana a la misma hora. Los martes tengo que llevar a su suegro al fisio. El pobre hombre suele estar bastante rato allí. Por lo tanto, me daría tiempo para acercarme y poderla…
Yo me reí divertida. Estaba dando por hecho que habría un segundo encuentro.
—Será mejor que te dé mi número de teléfono, llámame cuando lo dejes allí, —indiqué dándole un último beso—. Ahora vete, si Alex te pregunta por qué has tardado tanto, dile que me ayudaste a subir unas cajas de zapatos al trastero. Si le dices que yo te lo pedí, no te regañará.
Cuando cerré por fin la puerta, me vi reflejada en el espejo de la entrada. Estaba desnuda y en mi rostro se reflejaba una amplia y sincera sonrisa, la de una mujer sumamente satisfecha.
Me acerqué hasta la cocina con la intención de recoger el estropicio de las tazas rotas, estaba descalza y no quería cortarme los pies. Observé mis bragas y la camiseta tiradas en el suelo, como testigos mudos de lo que acaba de acontecer. Sobre la mesa, aún se podía distinguir un pequeño charco de mis propios fluidos, mezclados con un chorretón de blanquecino y espeso semen de Fermín. Mi nuevo amante
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