Sobrino Político – Capítulos 01 al 04

heranlu

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Sobrino Político – Capítulo 01


Úrsula era la hermana mayor de mi esposo, y por motivos laborales, ella y su familia llevaban casi cuatro años residiendo en un país de América del Sur. De todo esto que narraré a continuación, han pasado más de diez años, pero juro que lo recuerdo como si fuera ayer mismo.

Un par de meses antes, Úrsula nos había solicitado que acogiéramos a su hijo en nuestra casa, ya que quería que comenzara la universidad en España, pues ella y su esposo tenían pensado regresar a finales de año.

La última vez que había visto a Leo, el chico tenía catorce años. Yo lo recordaba como un adolescente con granos, excesivamente tímido y muy poco hablador. Me parece, según lo voy escribiendo, estar reviviendo la noche que lo fuimos a recoger al aeropuerto.

Un par de meses antes, Leo había cumplido los dieciocho años. Y poco o nada tenía que ver con la imagen de él que yo tenía guardada en mi memoria. Enseguida le saqué parecido a la familia de mi esposo, el mismo contraste de pelo oscuro y ojos claros; alto y ancho de espaldas como mi suegro y mi marido.

—Hola tía, —me saludó, dándome dos besos en las mejillas.

Esa fue la primera vez que sentí sus ojos recorriendo mi cuerpo, y si de algo entiendo, es en la forma en la que te mira un hombre. Por lo tanto, enseguida intuí que Leo ya no era ni tan tímido ni tan crio, como yo recordaba. Mi marido, como siempre, de naturaleza confiada y bonachona, no percibió nada extraño.

Mis hijos recibieron en casa a su primo con inmensa alegría. Carlos tenía diez años y Javi ocho. Una semana antes, habíamos trasformado el despacho de mi esposo en un dormitorio. Quedando justo al lado del nuestro.

—Espero que te sientas cómodo aquí. Sé que la habitación no es muy grande, pero creo que tienes espacio de sobra para estudiar, cuando empiecen las clases. —Comenté, haciendo de anfitriona.

—Está perfecta. No quiero que os preocupéis por mí, tanto el tío como tú habéis sido muy amables, acogiéndome en vuestra casa.

—Supongo que para ti habrá sido complicado dejar aquello, —respondí, ayudándolo a colocar su ropa en el armario.

—¡Buf…! —Exclamó suspirando—. Cuando mamá me dijo que tenía que venir a vivir de nuevo a España, se me vino el mundo encima… Pero la verdad es que ahora estoy ilusionado en comenzar una nueva etapa aquí.

—Estoy segura de que, a un chico como tú, no le costará nada hacer amigos nuevos, —indiqué, estirando y doblando una camiseta sobre la cama. De nuevo pude percibir sus ojos clavados en mi cuerpo, reconozco que no me sentí nada incómoda. Todo lo contrario, me divertía sentir el vigor de su juventud.

—Llevo un par de semana a través de mis redes sociales, intentando conocer gente de acá. Pero creo que a este lado del Océano son algo más reservados.

Yo sonreí divertida.

—Hay de todo, ya lo comprobarás por ti mismo. Tu madre me comento que estabas saliendo con una chica —manifesté, forzando un poco la conversación.

—Llevaba unos meses ennoviado, pero decidimos dejarlo cuando le conté mi deseo de venirme a España.

—Entiendo… Las relaciones a distancia siempre son muy complicadas. ¿Era guapa? —Pregunté, inconscientemente coqueteando.

—Martina es una chica muy linda. Es morocha y flaca, como dicen allá. Sus abuelos eran vascos, creo que de Vitoria.

Me enseñó una fotografía que llevaba al fondo de la maleta. En ella aparecía Leo con Martina, una chica morena, con el pelo largo y rizado bastante llamativa.

—Un caramelito, —comenté bromeando—. Se la ve muy simpática.

—Lo es… —dijo con cierto pesar, como si ya hubiera comenzado a echarla de menos.

—Estoy segura de que cuando comience la universidad, te será más fácil. Allí podrás conocer chicas de tu edad. Eres un chico muy guapo, y con tu acento y esos ojos tan azules que tienes, se volverán completamente locas por ti, —traté de animarlo.

—No tiene que ser de mi edad. Me gustan mayores.

Yo me quedé un tanto cortada, no sabía si estaba coqueteando conmigo, o simplemente estaba tratando de ganarse mi confianza. Opté por lo segundo, su madre estaba a muchos kilómetros de distancia, y tal vez se sentía solo.

—En el Campus tendrás ocasión de conocer a alguna chica brillante y bonita, que vaya un par de cursos por delante de ti.

—Cuando digo mayores no me refiero a un par de años, solamente —aseguró riéndose.

Todo quedó ahí, y yo decidí no escarbar más en el asunto. Teníamos que convivir durante unos meses bajo el mismo techo, y no quería que ninguno pudiera sentirse incómodo.

Pero esa noche, cuando me metí en la cama, me abracé a mi esposo.

Sabía que no estaba bien, pero sin saber muy bien la razón, me dio cierto morbo que el muchacho pudiera escucharnos a su tío y a mí, haciendo el amor.

—Veo que no tienes sueño hoy, —bromeó Alex, girándose hacia mí para darme un beso en los labios.

Agarré sus manos y las situé debajo de mi camiseta, quería excitarlo.

—Sabes que me encanta, que me acaricies, —comenté.

Entonces sentí sus manos apoderándose de mis pechos. Mis pezones no tardaron en endurecerse, al primer estímulo de la yema de sus dedos.

—¡Ah…! —No pude evitar expresar, consciente de que el chico podría haberlo escuchado.

Alex, como siempre, no supo interpretar mi morboso juego. Poniéndome una de sus manos sobre la boca, para amortiguar mis gemidos. Prudente y puntilloso con todo lo relacionado con el sexo.

—Tienes que controlarte, —me indicó en voz baja, besándome los pechos—. Leo está justo al otro lado, —me recordó—, y ya sabes que las paredes de esta casa, parecen de papel. Por lo tanto, tenemos que ser mucho más silenciosos que de costumbre.

Por un momento maldije que fuera tan santurrón, solo quería jugar un poco. Imaginándolo al otro lado, excitado. Tal vez masturbándose.

—Ya me conoces, sabes de sobra que me cuesta mucho ser silenciosa cuando me estás follando —indique hablando de forma más ordinaria que de costumbre, sinónimo de que estaba caliente.

—Y tú sabes que me encanta escucharte. No hay estímulo mayor, que oírte gemir —manifestó, poniéndose encima de mí.

Cerré los ojos, intentando contener mi necesidad de expresar en voz alta, el instante en el que sentí, la punta de la verga de mi marido, buscando la entrada de mi vagina.

—¡Ah…! —No pude evitar expresar, cuando noté lenta, pero gradualmente, centímetro a centímetro, como su polla se iba encajando dentro de mí.

—¡Shhh…! —Me mandó callar, poniendo un dedo en mis labios—. Tranquila, mi amor. Ya buscaremos momentos, en el que él no esté, para que puedas desfogarte como a ti te gusta.

Alex comenzó a moverse, muy despacio. Pero a pesar de ello, era inevitable que el somier emitiera una especie de característico chasquido.

En esa época yo mantenía, a espaldas de mi marido, una tórrida relación con uno de sus empleados. Fermín era una especie de ordenanza y chico para todo, en la empresa familiar, haciendo especialmente de chófer, incluso de recadero o de guardaespaldas. Lo había contratado mi querido suegro unos años antes.

Se trataba de un hombre grandote cercano a los cuarenta, que se había casado un par de años antes y tenía un hijo pequeño. Unas horas antes, cuando Alex estaba en la oficina y mis hijos en el campamento de día, yo me había entregado al bruto de Fermín, justo en la misma cama que ahora compartía con mi esposo. Sus salvajes embestidas, para nada tenían que ver con la suavidad que me trataba mi esposo.

Al bueno de Fermín le encantaba ponerme a cuatro patas sobre la cama, agarrándome del pelo con fuerza, como si fueran las riendas de una yegua desbocada y salvaje, que había que domesticar, a base de demostrarle quién es el que manda. Su polla dura y gruesa como una estaca de hierro, me penetraba con una dureza extrema. Mientras, con su mano libre, me propinaba de vez en cuando un par de templados azotes que, hacía enrojecer mis nalgas, al mismo tiempo que me lanzaba toda clase de soeces improperios, que yo recibía gustosa y excitada, rogándole que me follara con más fuerza.

Mientas mi esposo me hacía el amor esa noche, yo con los ojos cerrados trataba de rememorar interiormente lo que había sucedido en ese dormitorio, esa misma mañana.

Todo había comenzado unos meses antes, una mañana que se presentó en casa a buscar el ordenador portátil de mi esposo. Alex me había llamado un rato antes, para preguntarme si yo estaba aún allí, indicándome a continuación, que se le había olvidado el ordenador y que había mandado a Fermín a buscarlo.

Siempre visto de manera informal en casa, normalmente descalza y con una amplia camiseta de algodón, que uso como si fuera un vestido. Ni siquiera pensé en ponerme un pantalón corto o unas mallas.

Cuando abrí la puerta, noté como sus ojos recorrían mi cuerpo. Fermín no es precisamente un hombre que sepa disimular en ese tipo de situaciones. Yo me reí interiormente, reconozco que me divierte calentar a un hombre, incluso cuando no tengo deseos o intenciones de ir más allá.

—¡Pasa, hombre! No te quedes ahí parado como un pasmarote en la puerta. ¿Qué tal está Rodrigo? —Me interesé por su hijo.

—¡Buf…! Nos tiene locos a su madre y a mí. Ha comenzado a gatear y no para quieto ni un solo segundo.

—¿Te apetece beber algo? Hace mucho calor hoy.

—No gracias, tengo que ir a buscar tinta para la impresora y luego llevarle el ordenador a su marido.

—¡Vaya…! Veo que no te dejan parar —indiqué, reconociendo su trabajo.

—También me toca ir a recoger al taller el coche de Don Jacobo —mencionó a mi suegro.

Fermín caminaba detrás de mí, siguiéndome hasta la cocina, donde había dejado mi esposo olvidado su maletín, con el ordenador portátil dentro.

—¿Es pronto para una cerveza? —Pregunté, abriendo el frigorífico.

Él se encogió de hombros.

—Como usted dice, hace mucho calor hoy, —respondió escuetamente, dándome a entender que aceptaba la invitación. Al tiempo que se sentaba en una silla, junto a la mesa donde solemos comer toda la familia.

Le acerqué una lata de cerveza, abriéndome al mismo tiempo otra para mí, permaneciendo de pies, justo a su lado.

—Siempre es bueno tomárselo con calma, estoy segura de que la empresa no se arruinará, porque te tomes un merecido descanso, —expresé sonriendo, dándole un trago.

—Creo que usted sería mejor jefa que su esposo o que su suegro, —comentó bromeando.

Estaba especialmente cachonda esa mañana. Recuerdo que fue justo en ese instante, cuando lo miré por primera vez, con el deseo de poder follármelo. Hasta ese día, nunca había percibido por Fermín ningún tipo de interés. Pero a partir de ese instante, mi calenturienta mente, comenzó a cuestionarse como se comportaría Fermín en la cama. Sería dócil y complaciente o, por el contrario, se mostraría como un macho dominante.

—Los hombres a veces volcáis todas vuestras energías en el trabajo, y os olvidáis de lo realmente importante. Para Alex, siempre está la dichosa empresa por encima de todo… —Me lamenté.

No eran ciertas aquellas quejas, pero una mujer infiel, siempre culpa a su propio esposo de lo que hace.

—¿En serio? —Preguntó, atreviéndose a mirarme aún con más descaro.

Tengo la suficiente experiencia para saber que lo tenía justo donde quería, comiendo de la palma de mi mano. Y este es precisamente el punto que yo determino de no retorno. El momento preciso en el que puedes dar por cerrado, un inocente tonteo, sin que ocurra nada o, por el contrario, seguir avanzando hacia una infidelidad.

—Es cierto, a veces me siento infravalorada como mujer. Después de haber tenido dos hijos, puede que mi cuerpo ya no sea el de hace años… A veces me siento insegura, —exageré pesarosa, casi a punto de ponerme a llorar.

Él admiró las curvas que se intuían bajo mi escasa ropa, seguramente percibiendo como mis pezones se marcaban obscenamente, bajo el fino tejido de algodón de la camiseta.

—Señora Olivia, no quiero faltarle el respeto. Pero está usted para comérsela —dijo haciendo una pausa, como intentando medir el efecto que sus atrevidas palabras, habían causado en mí—. Sin duda, es usted mucha hembra.

—Muchas gracias, Fermín. Eres muy amable, —indiqué ronroneando como una gata en celo— Soraya tiene mucha suerte de tenerte a su lado. —mencioné por primera vez el nombre de su esposa.

—No es un cumplido. Le aseguro que cualquier hombre que se precie, mataría para poder estar una sola vez, con una mujer así. Además de ser toda una señora, su cuerpo es… Perdóneme usted, si la he ofendido, —se disculpó, aún inseguro.

—¿Ofenderme? Al contrario, —expresé riéndome—. Pero no me has dicho que le pasa a mi cuerpo.

—Está usted muy apetecible. Tiene unas tetas y un culo que quitan el hipo. Pero eso ya debería de saberlo. Supongo que se lo dirán muchas veces y que la mirarán por la calle.

Yo me quedé en silencio durante unos segundos, aparentando sentirme avergonzada. Me gusta que los hombres piensen que son ellos los que llevan la iniciativa, cuando lo cierto, es que soy yo la que manejo todos los tiempos.

—Fermín, yo… —Comenté simulando estar abochornada—. No quiero que te lleves una mala impresión de mí, pero me halaga lo que me dices. Mi esposo es un buen hombre y sé que me quiere, pero ya no me hace vibrar como antes. Supongo que la rutina lo oxida todo.

Esa confesión le hizo coger confianza para dar un paso más. Fue entonces cuando noté la yema de sus dedos, recorriendo mi pierna. Primero fue un gesto sutil, casi un roce a la altura de mi rodilla. Pero al ver que yo no protestaba, su actitud se fue envalentonando y ascendió verticalmente por uno de mis muslos.

—Tiene una piel tremendamente suave. Se nota que es una mujer con mucha clase.

—Gracias, —dije mordiéndome aposta el labio inferior—. Pero me haces cosquillas, —añadí riéndome.

—Ven. Siéntese aquí —expresó, señalando sus rodillas.

Estaba deseosa de hacerlo, pero intenté aparentar miedo a lo que pudiera pasar. Me encanta interpretar el papel de esposa, que se acerca tímida e inexorablemente a su primera infidelidad, forzada por la desidia y el abandono de su cornudo esposo.

—Fermín, yo nunca he engañado a mi marido. Comenzamos a salir cuando yo tenía quince años y no he estado nunca con otro hombre, —mentí con absoluto descaro.

—No tenga miedo, —trató gentilmente de tranquilizarme— Nadie se enterará de esto. Yo soy el primer interesado en que esto no llegue a saberse nunca.

Fue entonces cuando sentí sus manos sujetándome firmemente por las caderas, “forzándome” a que me sentara encima de él. Ya no pude contenerme mostrándome durante más tiempo tímida, y en seguida comencé a moverme ansiosa sobre su regazo, intentando adivinar la dureza de su erección, justo debajo de mí.

Reconozco que, llegados a ese punto, me gustan los hombres tremendamente viriles y dominantes. Esos que saben coger lo que quieren directamente. Y precisamente, Fermín, es de esa clase de hombres toscos y un poco brutos, que nunca tendría como pareja, pero que como amantes funcionan de maravilla.

Aún no me había ni siquiera besado cuando sus manos ya palpaban mis grandes tetas, a través de la fina tela de mi camiseta. Era como si necesitara hacerse una idea de su volumen y consistencia. «Me estaba dejando manosear por Fermín», mi marido hablaba, refiriéndose a él, como un hombre poco avispado. Siempre se quejaba de que no entendía por qué su padre lo había contratado.

A partir de ese momento, dejé de comportarme como una mujer primeriza en ese tipo de experiencias. El juego de la seducción había finalizado, y ya solo podía comportarme de una forma totalmente instintiva.

—Quiero que me folles y que no te andes con lindezas —solté de repente, mirándolo a los ojos.

Fermín sonrió, como si no comprendiera el significado de la última palabra.

—Tranquila, nena —me tuteó por primera vez, desde que nos conocíamos—. Yo te daré todo lo que una mujer como tú necesita.

Fue tremendamente exquisito para mí, sentir como su boca se apoderaba de la mía y comenzaba a besarme con un apetito desmesurado. Al mismo tiempo que yo misma me desprendía de la camiseta, arrojándola al suelo. Quedándome sentada encima de él, prácticamente desnuda, únicamente con un diminuto tanga negro.

Ambos éramos conscientes de que ese primer encuentro no podría demorarse en exceso. Ya que mi marido estaría esperando, impaciente a que Fermín le llevase el ordenador que permanecía allí, a nuestro lado, como mero espectador de nuestros indecorosos juegos.

Se levantó, manteniéndome a mí sobre su regazo. Depositándome encima de la mesa de la cocina, dejándome boca arriba. Aún puedo escuchar el estruendoso sonido que hicieron al caerse, las tres tazas en las que habían desayunado tanto mi esposo, como mis dos hijos. Diseminándose en diminutos trozos de porcelana por el suelo. Pero en ese instante, el mundo había dejado de ser importante. Ya que únicamente existíamos Fermín y yo, y el ferviente deseo por nuestros cuerpos.

No tardé en sentir como me despojaba de mis bragas, deslizándolas por mis muslos. Quedándome, por fin, completamente desnuda ante él. Deseosa de hombre, me abrí soezmente de piernas, mostrándole desvergonzadamente mi sexo, expuesto y sediento de polla.

—Demuéstrame que sabes hacer con una mujer, —no pude contenerme en retarlo.

Él acarició mi sonrosada vulva.

—No sabía que las señoritingas como tú, llevabais el chocho totalmente depilado, como las putas —manifestó, metiéndome dos dedos, que me hicieron lanzar un primer alarido.

—¡Joder! —Grité— Vamos, méteme la polla.

—Antes voy a comértelo un poco. Quiero probar tu rico chochito.

Su cabeza se sumergió al instante, en medio de mis piernas, e inmediatamente pude notar el roce de su lengua, sobre mis hinchados labios vaginales. Sujeté su cabeza con mis manos. Como tratando de impedirle que pudiera escapar de allí.

—¡Uf…! ¡Cómo me gusta, cariño! ¡Qué bien sabes comérmelo! Sigue, por favor. No pares.

No tardó en hacerme alcanzar un intenso orgasmo, que hizo que mi espalda se arqueara varios centímetros de la mesa de la cocina. Haciendo que mis piernas temblaran, sin dejar de expresar incontenidamente, toda clase de gemidos.

Cuando su rostro salió de entre mis muslos, supe cuál sería su siguiente paso. Me sujetó por los glúteos y tiró de mi cuerpo hacia él, dejando mi sexo justo al borde de la mesa. Entonces escuché el sonido de su bragueta, incorporándome unos centímetros sobre los codos, con el inútil deseo de poder vérsela antes de que me la metiera.

—¡Vamos, zorra! Pídemelo como antes, —indicó, rozando son su glande la entrada de mi vagina.

Adoro que los hombres sepan jugar de ese modo con mis emociones. Solo ellos son capaces de llevarme al límite.

—Por favor, métemela —supliqué, deseosa de sentir toda su virilidad dentro de mí.

No se lo tuve que repetir, ya que de un solo movimiento de cadera me la insertó hasta el fondo, obligándome a emitir un alarido de placentero dolor.

—¡Ay!

Me encanta ese momento, ese primer contacto entre dos sexos, deseosos de poder encontrarse. Noté como mi vagina comenzaba a dilatarse, indicándome que su verga era mucho más gruesa, de lo que había percibido cuando me había sentado encima de él, unos minutos antes.

—Qué chocho de perra tienes, —me indicó, mirándome a los ojos. Comenzando a entrar y a salir de mi ardiente sexo.

Lamenté no disponer de más tiempo para llevármelo a la cama y disfrutar indefinidamente de toda su masculinidad.

—¡Ah…! ¡Qué gusto me das! Sigue, no pares. No sabes cuanto necesitaba esto… —Indiqué agradecida. Cercana otra vez a un nuevo orgasmo—. Dame fuerte, quiero sentirla más dentro. Quiero notarla más…

Ni siquiera me preguntó si tomaba algún tipo de anticonceptivo. Fermín es así, puede ser un amante de lo más básico, pero sabe hacer conmigo todo lo que quiere. Noté como su cara se contraía y sus movimientos se aceleraban. Su respiración se hizo más agitada y dificultosa, sabiendo que el muy cerdo estaba eyaculando dentro de mí.

—Toma toda mi leche. ¡Me corro…! ¡Me corro…!

Después de correrse, se quedó bastantes segundos dentro de mí, mirándome con veneración a la cara, como queriéndose asegurar que aquello no había sido un sueño. Permanecimos en silencio durante ese corto espacio de tiempo, mientras nuestros cuerpos comenzaban a tranquilizarse.

Me había dejado follar por un empleado de la empresa familiar de mi esposo. Pero lo peor de todo, es que sabía que esa no sería la última vez que ocurriría. Permanecí recostada sobre la mesa de la cocina, observando como Fermín apuraba de un trago, lo que le quedaba de cerveza. Después de subirse los pantalones, me ayudó gentilmente a levantarme. Lo acompañé por el pasillo, dándole la mano, permaneciendo completamente desnuda, sintiendo como su semen resbalaba por mi vagina, goteando por la cara interna de mis muslos. Allí, en la puerta de la entrada, nos despedimos dándonos el penúltimo beso, era como si nuestros cuerpos no quisieran despegarse.

—¿Te ha gustado follarte a la mujer de tu jefe? —Le Indiqué riéndome. Al tiempo que desabrochaba su bragueta, deseosa de poder tocársela. Estaba convencida que un hombre como él, no tardaría demasiado en recuperar toda su virilidad. Siempre intuyo esas cosas.

A pesar de haberme corrido un par de veces, seguía igual de cachonda.

—¿Es que no ha tenido bastante? —Me preguntó riéndose, volviéndome a hablar de usted. Seguramente debido a la costumbre —. Si usted me da permiso, puedo acercarme mañana a la misma hora. Los martes tengo que llevar a su suegro al fisio. El pobre hombre suele estar bastante rato allí. Por lo tanto, me daría tiempo para acercarme y poderla…

Yo me reí divertida. Estaba dando por hecho que habría un segundo encuentro.

—Será mejor que te dé mi número de teléfono, llámame cuando lo dejes allí, —indiqué dándole un último beso—. Ahora vete, si Alex te pregunta por qué has tardado tanto, dile que me ayudaste a subir unas cajas de zapatos al trastero. Si le dices que yo te lo pedí, no te regañará.

Cuando cerré por fin la puerta, me vi reflejada en el espejo de la entrada. Estaba desnuda y en mi rostro se reflejaba una amplia y sincera sonrisa, la de una mujer sumamente satisfecha.

Me acerqué hasta la cocina con la intención de recoger el estropicio de las tazas rotas, estaba descalza y no quería cortarme los pies. Observé mis bragas y la camiseta tiradas en el suelo, como testigos mudos de lo que acaba de acontecer. Sobre la mesa, aún se podía distinguir un pequeño charco de mis propios fluidos, mezclados con un chorretón de blanquecino y espeso semen de Fermín. Mi nuevo amante


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Sobrino Político – Capítulo 02


Aquella mañana Leo se estaba duchando, podía escuchar el sonido del calentador en la cocina. Mi esposo se acaba de marchar con mis hijos, para llevarlos al campamento de día, para irse desde allí al trabajo.

Atravesé el pasillo, efectivamente, la puerta del cuarto de baño que Leo compartía con mis hijos, estaba cerrada. Pensé en cambiarme de ropa, «tal vez en lo que Leo estuviera en casa, debería vestir de un modo más discreto». Aún podía recordar su mirada la noche antes. De pronto, me fijé que la puerta de su habitación, estaba completamente abierta, invitándome a que me asomara. No pude contenerme. Su cama estaba completamente deshecha y la ropa que había llevado el día anterior, reposaba perfectamente doblada en una silla. Sobre el escritorio, permanecía encendida la pantalla de un ordenador portátil, supuse que, debido a la diferencia horaria, Leo no habría podido descansar como Dios manda. Me acerqué y comprobé que en la pantalla aparecía la imagen de una mujer madura, estaba completamente desnuda y arrodillada, haciéndole una felación a un chico bastante más joven. Ella era rubia como yo, y él, moreno como mi sobrino, por lo que enseguida deduje que no había escogido esa foto al azar. Seguramente, la había usado como estímulo para masturbarse, justo antes de irse a la ducha. En el lateral derecho de la pantalla, una ventana minimizada no dejaba de parpadear. Enseguida reconocí el logo, se trataba de un conocido programa de videochat y mensajería instantánea, que yo misma utilizaba para teletrabajar desde casa.

Mi primer temor fue creer que tal vez la cámara del ordenador estuviera activada, y alguien pudiera estar viéndome fisgonear la habitación de mi sobrino. Pero el piloto de la webcam estaba apagado, por lo que supuse que no debía de estar conectada. Abrí la pantalla para asegurarme. Efectivamente, Leo estaba chateando con la cámara apagada, respiré aliviada. Iba a salir de allí, pero de nuevo mi maldita curiosidad me llevó a leer la conversación que había mantenido justo unos minutos antes.

Manuel:

—¿Ya estás en España?

Leo:

—Sí, llegué hace un rato.

Manuel:

—¿Qué tal son allá las mujeres?

—¿Son hermosas?

Leo:

—Je, je, je

—Aún no me ha dado tiempo a comprobarlo.

—Pero te puedo asegurar que mi tía está bien rica.

Manuel:

—¿Cómo es?

Leo:

—Es rubia, bastante alta y con unas tetas impresionantes.

—Y lo mejor de todo, es que tiene cara de irle la marcha…

—Una madura de las que nos gustan.

Yo iba leyendo cada vez más nerviosa, si en un principio me había gustado que el chico hablara de mí, los términos que usaba no eran los más correctos. No obstante, no pude dejar de leer.

Manuel:

—¿Cómo se llama?

—No seas pendejo y envíame una foto para que la vea bien.

Leo:

—Olivia. La recuerdo cuando era niño, siempre fue muy cariñosa y atenta conmigo. Creo que va siendo hora, de que yo le devuelva todas esas atenciones.

—Solo tengo esta fotografía, y no se le ve la cara.

La imagen era de la noche anterior, donde aparecía yo colgándole una camisa dentro del armario. Se me veía por detrás, con la minifalda vaquera que llevaba, elevada unos centímetros más de la cuenta, debido a la forzada postura. La foto era bastante mala, incluso estaba un poco borrosa, por lo que supuse que me la habría robado con su teléfono móvil.

Manuel:

—Es toda una MILF

—Parece brava la españolita.

Leo:

—Te aseguro que voy a hacer todo lo que esté en mi mano, para poder cogérmela.

—Es mucha hembra para mi tío, y puede que necesite una ayudita para poder tenerla contenta. El muy huevón, se tiene que poner las botas con un mujerón así.

La lectura cada vez me parecía más obscena e hiriente, tanto para mí, como para mi esposo. Sin embargo, no podía recriminarle nada a Leo, estaba invadiendo su intimidad.

Manuel:

—Me ha puesto bien verraco la guachupina.

—Cuando puedas mándame más fotos, para que pueda verla.

Leo:

—Ayer los escuché coger, mi dormitorio está justo al lado del suyo.

Manuel:

—Supongo que te harías un buen pajote en honor a tu tía.

—¿Gritaba mucho?

Leo:

—La verdad es que solo la escuché gemir en un par de ocasiones.

—Pero se oía la cama todo el rato. Supongo que se cortarían. Seguro que con los días se irán relajando y se olvidarán un poco, de que yo estoy justo al otro lado.

Manuel:

—¿Has pensado que puede que tu tío sea un buen cachudo, y que no la tenga bien atendida?

Leo:

—Tiene toda la pinta. (Emoticono con cuernos).

—Pero yo se la dejaré bien atendidita.

—La haré gritar como a una buena MILF, tal ycomo ella se merece.

—Bueno compadre, luego hablamos, me voy a duchar.

—Aquí son las ocho de la mañana y no he dormido en toda la noche.

Manuel:

—No seas huevón y sácale alguna foto o mejor un vídeo, para que pueda deleitarme con ese mujerón.

Minimicé la ventana de chat y salí de allí con premura refugiándome en mi habitación, tratando de evitar encontrármelo por el pasillo. Estaba muy enfada, me había sacado una foto sin mi permiso y había empleado un vocabulario soez, sobre todo en referencia a mi esposo. Alex no se merecía que hablara así de él, haciendo referencia de que pudiera ser poco hombre para mí. Mi esposo quería a su sobrino casi como si fuera uno de sus hijos.

Reconozco que mi marido siempre fue un grandísimo cornudo, también creo que muchos hombres nacen predispuestos a serlo. Es como si estuviera dentro de su ADN, pero serlo, no es nada peyorativo. Es simplemente una circunstancia que puede ocurrirle a cualquiera. Nunca he logrado entender, ese menosprecio que muchos hombres sienten por los esposos reiteradamente burlados, como lo era el mío. Que tu esposa se acueste con otros, sin tú saberlo, no te convierte en menos hombre.

Pero aquellos dos mocosos no nos conocían ni a él, ni a mí. Y Leo no tenía derecho a menospreciar de esa forma a su tío. «Maldito idiota», pensé. Sintiéndome traicionada por haberle abierto las puertas de mi casa. Por un momento, incluso llegué a meditar el contárselo todo a Alex, pero tampoco me apetecía abrir un conflicto familiar. Incluso pensé en mis hijos, Leo se había pasado la noche viendo porno, por lo que de ninguna forma podía ser una buena influencia para ellos.

En ese momento lo tuve realmente claro, a partir de ese momento y hasta que en diciembre o en enero regresaran sus padres a España, yo trataría de estar lo más distante y alejada del chico. Me quité la camiseta que llevaba para estar cómoda por casa, sustituyéndola por unos leggings, y en la parte superior me vestí con una camisa de franela a cuadros rojos y negros, que había sido de mi esposo. Tratando con ella de camuflar mis voluptuosas curvas. Intentando, no despertar más su interés hacia mí. Pero al ponérmela, sentí el placentero roce del suave tejido sobre mis pezones, haciéndome lanzar un tenue gemido. «¿Me había puesto cachonda?» No quise contemplar en el espejo si estaban duros y, mucho menos, si mi tanga estaba húmedo. Me negaba a reconocerme a mí misma, que esa actitud tan maleducada y grosera hubiera podido excitarme.

—Tía, estás ahí, —escuché su voz, al otro lado de la puerta.

—Sí, un momento. Ahora mismo salgo —respondí, escuetamente abrochándome la camisa.

Ni siquiera había cerrado del todo la puerta, con las prisas y acostumbrada a estar a esas horas sola en casa.

—No entiendo, cómo se pone la cafetera. Soy un verdadero inútil para estas cosas, —aseguró riéndose cuando salí al pasillo. Volviendo a mantener esa actitud de chico respetuoso y educado, que siempre aparentaba ser.

Al verlo de frente, me parecía increíble que ese joven de ojos azules, con cara casi angelical, pudiera hablar de mí y de su tío de esa forma. Se había vestido con un pantalón vaquero y una camisa inmaculadamente blanca y perfectamente planchada.

—Tranquilo, te enseñaré a ponerla. ¿Vas a salir? —Pregunté, tratando de aparentar cierta normalidad.

—Sí, quería acercarme a la Universidad para calcular los tiempos que tardaré en llegar. Lo cierto, es que por las mañanas me cuesta madrugar.

Entonces volví a comportarme como una estúpida, adoptando inconscientemente el papel de ser esa tía preocupada por su sobrino. De alguna forma, le había prometido a mi cuñada, que cuidaría del bienestar de su hijo. Pensé que Leo apenas se acordaría de la ciudad, cuatro años a su edad, era demasiado tiempo. Además, él había vivido con sus padres en una urbanización de las afueras, muy cerca de la residencia de mis suegros.

—Tienes una parada de metro justo aquí al lado, que te deja muy cerca de Deusto. ¿Quieres que te acompañe? —Me ofrecí.

Su sonrisa era tan sincera e irradiaba tanta belleza que, en un solo segundo, había conseguido disipar mi enfado. Volvía a verlo como ese sobrino afectuoso y amable que necesitaba mi ayuda. «Cosas de la edad y de las hormonas», intenté normalizar su procaz comportamiento.

—Me vendría muy bien, —contesto mirándome a los ojos—. Soy un extraño en mi propia ciudad.

—No te preocupes, me encantará hacer de guía para ti, —respondí con mi coqueta sonrisa.

—Pero tía, tú tienes que trabajar. No quiero que por mi culpa tengas problemas.

Lo miré extrañada, aquel sátiro que había hablado de mí en aquel chat, como de una vulgar ramera, deseosa y necesitada de hombre, ahora se mostraba cortés y educado. Preocupándose por mí. En aquel tiempo, mi empresa había comenzado una estrategia de modernización, calculando menores costes, y me permitía teletrabajar sin horario desde casa. Tan solo estaba obligada a ir a la oficina una vez por semana.

—No te preocupes, a la vuelta adelantaré trabajo.

Lo dejé tomándose el café en la cocina, en lo que yo me cambiaba nuevamente de ropa, poniéndome un sencillo y corto vestido blanco. A pesar de que trataba de ser lo más racional posible, había algo en el chico que conseguía encenderme peligrosamente. Experimenté, esa sofocante sensación al estar dentro del ascensor con él, cuando nuestros cuerpos permanecían casi pegados, no podía evitar ponerme tremendamente nerviosa. En las distancias cortas, mi sobrino ganaba misteriosamente, tal y como les ocurre a algunos hombres. El olor de su perfume, la forma de expresarse, sus gestos… A pesar de su excesiva juventud, emanaba en él, una aureola de seguridad en sí mismo y de enorme masculinidad.

—¿Siempre llevas zapatos de tacón? —Me preguntó al salir del portal.

—Sí, aunque para muchas mujeres son una auténtica tortura, yo estoy tan acostumbrada a ellos, que ya no sé andar con zapato plano.

Al hablar con él, intentaba no caer en la trampa de mirarlo a sus hipnóticos ojos, tan intensos y azules como la profundidad del océano.

—Se nota que estás muy habituada, caminas de forma muy elegante y femenina. Pareces una modelo, —intentó alabarme.

No pude evitar sonrojarme, y eso que no soy una mujer precisamente fácil de ruborizar. Pero el chico que caminaba a mi lado era mi sobrino, y yo lo había tenido en brazos al poco de nacer. Sus piropos eran difíciles de encajar para mí. Traté de recomponerme, si algo odio en esta vida es mostrarme como una mujer débil o timorata.

—Cuando era jovencita, a mi madre no le gustaba que llevara tacones. Decía que era demasiado alta y que, con ellos puestos, les sacaba media cabeza a casi todos los chicos de mi edad.

Ambos reímos al unísono con mi comentario.

—Me alegro de que no le hicieras caso a tu madre. Es el claro ejemplo de que no siempre hay que tener en cuenta los consejos maternales.

Entramos al metro, a esas horas estaba atestado de gente y no había ningún asiento libre. Por lo que tuvimos que ir de pies, apilados como sardinas en lata. Me agarré a una de las barras verticales de metal, y enseguida me pareció notar que me estaban tocando el culo. Aunque no era la primera vez que me ocurría algo así, al principio dudé que pudiera ser el típico y fortuito roce, provocado por el leve traqueteo del vagón. Me incliné hacia delante, intentando escapar de ese grotesco tocamiento, girando el rostro hacia atrás, con absoluta seriedad, tratando de buscar al culpable. Detrás de mí, había un hombre con barba de unos cuarenta años, en un primer momento sospeché de él, porque al mirarlo me sonrió con cierta complicidad, como si estuviera tratando de coquetear conmigo. Pero a pesar de que se bajó en la siguiente parada, volví a notar un nuevo tocamiento. Pero esta vez, no se trataba de un simple sobeteo, alguien había palpado una de mis nalgas.

—¡Joder! —Exclamé quejándome, girándome de nuevo hacia atrás, tratando de identificar al agresor.

—¿Ocurre algo, tía? —Me preguntó Leo, con una especie de sonrisa que no supe identificar. Pero que me hizo sospechar inmediatamente de mi sobrino.

No respondí, no podía saber si había sido él, o me estaba comenzando a obsesionar y ofuscar con el tema. Me parecía increíble que ese chico de mirada limpia y transparente, se estuviera comportando como un verdadero obseso de vagón de metro. No podía ser.

Traté de olvidarme del tema lo antes posible. Asegurándome a mí misma que no podía haber sido Leo. «Los adolescentes podrían mostrarse atrevidos y descarados en camaradería, hablando en grupo con sus amigos. Pero luego en solitario solían ser tímidos y apocados». De todas formas, no era ni mucho menos la primera vez, que me ocurría algo parecido en el metro.

Después de enseñarle la zona, donde en un par de semanas comenzarían las clases, nos fuimos a tomar algo hasta la Plaza Nueva. Quería que redescubriera los buenos pinchos que la ciudad ofrece.

—Supongo que dormirías mal anoche, —le pregunté, a pesar de haberlo leído en su conversación de chat.

—He permanecido despierto toda la noche.

Entonces me vino a la cabeza la imagen de mi esposo encima de mí, haciéndome el amor, rememorando el chasquido que hacía del somier, marcando como un metrónomo sus blandas y suaves embestidas. Mis leves gemidos, mientras me dejaba follar por Alex, recordando lo que me había hecho gozar unas horas antes, el bueno de Fermín.

Estaba en esas elucubraciones, cuando percibí como dos jovencitas que estaban al fondo del bar, miraban a mi sobrino cuchicheando y riéndose entre ellas. No pude menos que expresar una sonrisa. Eran jóvenes y hermosas, pero Leo no dejaba de mirarme a mí, con sus penetrantes ojos azules.

—Creo que les has gustado a esas dos princesitas —indiqué al fin—. Tal vez podrías acercarte e invitarlas a tomar algo, seguro que estarían encantadas de darte su número de teléfono. Sería un comienzo aquí.

Él hizo un gesto con la mano, como dándome a entender que aquello no le parecía una buena idea.

—Ya te he comentado que no me interesan las muchachas de mi edad. Prefiero mujeres como tú. —Soltó de pronto, como quien habla del tiempo que va a hacer al día siguiente.

En un primer momento, pensé en desviar el tema hablándole de mis hijos, incrementando así la barrera entre él y yo. Pero no quería que pensara que podía intimidarme con un comentario tan directo.

—¡Vaya…! —Exclamé, riéndome— ¿Y tienes mucho éxito con las mujeres maduras? —Pregunté, en un tono más burlesco que realmente curioso.

—La verdad es que no tanto como a mí me gustaría —reconoció, sin perder su encantadora sonrisa—. Pero alguna experiencia sí que he tenido en ese sentido, —añadió orgulloso de sí mismo. Pavoneándose como un pavo real, exhibiendo sus coloridas plumas.

—¿En serio ocurren esas cosas? —Me interesé, simulando cierta inocencia al respecto—. ¿Realmente existen mujeres maduras, que se dejan seducir por imberbes jovencitos? Estaba convencida de que esas cosas, solo ocurrían en la trama de algunas novelas eróticas.

Tensó su rostro, como si mi comentario le hubiera molestado por no tomármelo en serio.

—Dos meses antes de venirme para acá, estuve con una mujer de más de cuarenta años —soltó, haciéndose el interesante.

—¿De verdad? —Pregunté, exagerando un gesto de sorpresa—. Veo que las mujeres latinas, son más calientes que las españolas. ¿Era guapa?

Él me miró de nuevo sonriendo. Como si su pertinaz enojo se hubiera disipado de repente.

—Ni la mitad que tú. Lo cierto es que no es comparable contigo, —me susurró acercándose peligrosamente, rozándome con sus labios el lóbulo de mi oreja—. No tiene ni tu precioso rostro, ni mucho menos tu llamativo cuerpo —añadió, posando sus ojos detenidamente en mi escote.

Creo que llegué a sonrojarme y aparté la mirada de él, volviendo a observar a las dos jóvenes del fondo.

—¿Era más guapa que ellas?

—No… Pero te aseguro que derrochaba mucho más morbo que las dos juntas.

Si alguien podía comprender lo que estaba explicando Leo, era precisamente yo. Cuando era jovencita llegué a estar realmente obsesionada por estar con hombres casados. Llegando a convertirme en la amante, incluso de algunos de los amigos de mi papá. En aquella época, Alex y yo éramos novios, y fue justo por entonces cuando comencé a serle infiel de forma reiterativa. Sabía lo exquisito que era el sabor del fruto de lo prohibido. Desde muy joven, todos esos “esposos ejemplares” y “padres respetables” que se acostaban conmigo en habitaciones de hotel o dentro de sus coches, vertiendo sobre mí, todas sus filias y depravaciones. Mostrándome y enseñándome un sexo mucho más oscuro y retorcido, pero más interesante y morboso que el que me podía ofrecer, el que por entonces era mi novio.

—¿Cómo se llamaba? —Pregunté interesada.

—Rosario, —respondió con cierto gesto de añoranza, como si al nombrarla, se diera cuenta de que la echaba de menos—. Está casada y tiene cuatro hijos. Rosarito es la más mayor. Iba conmigo a la escuela… —Aseguró, dejando escapar una mordaz sonrisa.

Suspiré.

—¡No sé cómo lo hacen! Pero hay mujeres que tienen tiempo para todo. Pueden criar a cuatro hijos, y todavía les queda tiempo libre para jugar con amantes… —Intenté frivolizar, quitándole hierro al asunto. Aunque lo cierto es que me estaba poniendo realmente cachonda escucharlo.

—Mamá la contrató el primer año que fuimos allá a vivir, para que cuidara de mi hermana y de mí, pero a medida que fuimos creciendo, comenzó a dedicarse exclusivamente a las tareas de la casa.

—¡Entiendo…! —Exclamé, arqueando las cejas—. Y, por lo que cuentas, la tal Rosario se extralimitó en cuidarte demasiado.

—Me encanta el poder hablar contigo de estas cosas. Me alegra poder tener alguien acá, con quien poder platicar con cierta confianza, —comentó, dándome un inesperado beso en una de mis mejillas.

—Me alegro de que te sientas a gusto con nosotros, —volví a interponer un muro entre él y yo, hablando en plural—. ¿Cómo fue la primera vez?

—¿De verdad quieres saberlo? —Me preguntó con cierta socarronería en su rostro—. Veo que eres una mujer morbosa…

—Puede que cotilla más bien. Tengo la curiosidad en saber, como llega una mujer casada y con hijos, a dejarse seducir por un muchacho.

Él sonrió, sabiendo que había despertado en mí todo el interés.

—Una mañana llegué a casa inesperadamente. En teoría, a esas horas solo debía de estar Rosario, mi hermana estaba en la escuela y mamá y papá tenían que trabajar. Cuando entré, escuché una especie de gemido que salía del piso superior, aunque al principio desconfíe que podría ser una especie de quejido o lamento, temiendo que a la pobre Rosario le hubiera podido ocurrir cualquier tipo de desgracia o accidente. Subí las escaleras de dos en dos, y cuando llegué a la planta superior, comprendí que aquello no era un sollozo —indicó riéndose—. El sonido venía claramente de la habitación de mis padres, me asomé con cautela. Estaban tan confiados que ni siquiera habían cerrado la puerta. Rosario estaba frente a mí, completamente desnuda y puesta a cuatro sobre la cama, como dicen por acá ustedes, en la postura del perrito. Mientras papá se la estaba cogiendo como un poseso. Nunca olvidaré el balanceo de sus enormes y flácidas tetas, al ritmo de las embestidas que le propinaba mi padre. Ella gemía y le pedía que le diera más fuerte. Te juro que me puso tan cachondo, que estuve a punto de ponerme a masturbar en aquel momento. Pero los ojos de ella y los míos se encontraron. Sentí terror en su mirada, fue como si de repente todo el placer y la calentura que la devoraba por dentro, se disipara en un solo segundo. Pero no dijo nada, dejó que mi papá se la siguiera follando. A pesar de ello, permanecí observando hasta el final.

—Lo siento, tuvo que ser realmente duro para ti, presenciar la infidelidad de tu padre.

Leo sonrió, como si estuviese esperando mi réplica.

—Para nada, te juro que no guardo un mal recuerdo de ese día, todo lo contrario. Tanto es así que, según te lo he ido contando, se me ha puesto bien dura al recordarlo, —se atrevió a añadir.

Ese grosero comentario me llevó a bajar la mirada inconscientemente hasta su entrepierna. Como tratando de atestiguar si era cierto, y en verdad lo era. Un enorme bulto se dibujaba debajo de sus pantalones. Inmediatamente, traté de elevar la mirada topándome con su socarrona sonrisa.

—¿Tu padre sabe que lo viste follando con la niñera? —Pregunté, endureciendo mis palabras.

Leo negó con la cabeza, ates de proseguir con su infame relato.

—Fui a refugiarme a mi habitación, pero unos diez minutos después, cuando papá se había marchado de nuevo al trabajo, Rosario entró a mi dormitorio. Estaba nerviosa y se la notaba enormemente avergonzada. Sollozando como una niña pequeña, me rogó que por favor no dijera nada. Asegurándome, que estaba dispuesta a marcharse ese mismo día. Me pidió perdón desconsoladamente. Me explicó con terror que su esposo era un hombre muy celoso, y que cuando bebía perdía los nervios. Yo la tranquilicé y le aseguré que no contaría nada a nadie, que yo no era ningún chivato. Pero que, a cambio de mi silencio, ella tenía que hacer algo por mí.

—¡Cuidado! —Lo amenacé cortándolo en seco. Haciéndole un gesto con la mano—. Lo que me estás contando suena a chantaje, y deberías de saber que eso es un delito, además de una violación.

—Tranquila tía, no es lo que piensas. Simplemente, quería que me contara desde cuanto tiempo llevaba follándose a papá, necesitaba que me diera explicaciones. Ella comenzó a platicar conmigo, diciéndome que mi papá siempre había sido muy cercano y cariñoso con ella. Por lo visto, mi viejo llevaba follándosela desde que había comenzado a trabajar en la casa como niñera. Al principio, Rosario evitaba darme los detalles más escabrosos, pero poco a poco, se fue animando.

—¿No te dolió, que hubieran traicionado de esa forma a tu madre? —Pregunté, sin llegar a comprender que pudiera llegar a perdonar tan rápido a su padre.

Él negó con la cabeza.

—Al contrario. Creo que por primera vez llegué a estar orgulloso de él. Desde que recuerdo siempre ha estado ninguneado por mamá y por el abuelo.

Era cierto, su padre no era precisamente un hombre que tuviera demasiado carácter. Mi suegro siempre aseguró, que valía mucho menos que su hija.

—Continúa, por favor —solicité, pidiendo una nueva ronda de cervezas.

—Poco a poco la infeliz de Rosario se fue abriendo y me fue narrando todo. «Me está poniendo muy berraco escucharte», le aseguré, bajándome la cremallera y sacándome la verga con la intención de masturbarme, al mismo tiempo que la muy pendeja continuaba su exposición. No sé si lo hizo por contentarme o porque le apeteciera hacerlo, pero el caso, es que me agarró la verga y se la llevó a la boca. Me la habían mamado antes un par de niñatas, pero te juro que nada tenía que ver con la maestría que ella empleaba. Traté de cogérmela, pero no me lo permitió. Insistió en que no era de ser una mujer decente, copular con un padre y seguidamente con el hijo. Pero aún se me pone dura, —indicó, tocándose la entrepierna—, cuando recuerdo como enlefé sus gordas tetas. Ahora te toca a ti sincerarte. Estoy deseando conocer algún secreto tuyo, —respondió sonriendo.

—Lo siento, pero mi vida no es tan interesante como la tuya. Entre el trabajo, hacer las tareas de la casa, ir a la compra o cuidar de mis hijos y de mi esposo… no me queda tiempo para pensar en ese tipo de tonterías.

Él puso un gesto decepcionado.

—Bueno, pero puedes contarme otro tipo de cosas, que también me interesa saber. Al fin y al cabo, eres mi tía y quiero conocerte mejor.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo cuáles?

—No sé… —Respondió dudando—. Algo que no le contarías a nadie más. Me encantará escucharte.

Yo me reí, sin duda el chico sabía mantener el tipo en una conversación como aquella.

—¡Está bien! Juguemos a preguntas y respuestas. Pregúntame lo que quieras.

Me miró de nuevo de arriba abajo, dejándome constancia de cuanto le apetecía mi cuerpo.

—Deseo conocerte mucho mejor. Mi primera pregunta es… —Dejó pasar unos segundos, tratando de que aumentara mi expectación—. ¿Qué talla de sostén usas? —Interpeló, sin que su voz temblara lo más mínimo.

Yo lancé una fuerte carcajada, me siento muy cómoda en ese tipo de morbosas conversaciones. Lo malo, es que Leo tan solo tenía dieciocho años y además era el sobrino de mi marido.

—Cariño, las tallas son diferentes en la mayoría de los países de americanos, que en Europa. De todas formas, dejémoslo aquí, se hace tarde y es hora de volver a casa, —comenté, apurando lo que me quedaba de cerveza.

—Tío Alex es muy afortunado por tener una mujer como tú a su lado, —expresó, cogiéndome por la cintura, como intentando retenerme allí. Yo me sentí enormemente incómoda, mirando hacia los lados, para comprobar si alguien nos estaba observando. La diferencia de edad era más que palpable— ¿Una cien? —Me preguntó, mirándome fijamente al escote.

Debí enrojecer casi al instante. Sin embargo, fue mi fuerte orgullo el que me obligó reaccionar.

—No llevó sostén casi nunca, si puedo evitarlo, —respondí, dándole un manotazo para que me soltara.

—¿Son tuyas? —Preguntó, retirando las manos de mis caderas.

Yo me reí un poco más relajada, al notar su cuerpo un poco más distante del mío.

—¿Me estás preguntando si son operadas? —Él movió la cabeza afirmativamente—. Me temo que es todo genético… Tanto es así que, cuando era jovencita, estuve tentada a reducirme el pecho. Lo odiaba.

—Pues menos mal que no lo hiciste, hubiera sido un verdadero desperdicio. Tienes un busto y un escote portentoso.

—¿Tú crees? —Pregunté, sin darme apenas cuenta de que estaba coqueteando con el chico—. En aquella época yo practicaba deporte de forma bastante seria. Jugaba al baloncesto y a voleibol… Tener un pecho grande es un incordio.

—¿Te atreverías a enseñármelas cuando lleguemos a casa?

Reconozco que casi me atraganté con su petición. No me esperaba ni mucho menos algo tan directo.

—¿Me estás pidiendo que te enseñe las tetas?

Él no perdió la compostura en su rostro, estaba claro que dijera lo que dijera, no se alteraba lo más mínimo. No comprendía, como con tan solo dieciocho años, era capaz de mantener en todo momento el tipo.

—Sería solo un momento. Nadie se enteraría, te lo prometo.

—Supongo que estarás hablando en broma —manifesté, mostrándome más seria.

—Solo las miraría. Será divertido.

—¡Estás loco! No pienso enseñarte las tetas.

Cuando llegamos por fin a casa, él se fue a su dormitorio. Yo me cambié de ropa y encendí el ordenador, ya que tenía que adelantar trabajo. Desde que habíamos convertido el despacho de mi esposo en su dormitorio, me veía obligada a hacerlo en la mesa del salón. Pero ese día mi cabeza estaba en otras cosas y era incapaz de concentrarme. Llamé por teléfono a Fermín, con la esperanza de poder verlo esa tarde, pero no me respondió, por lo que deduje que debía de estar haciendo de chófer para mi suegro.

Entonces pensé en Leo, en que estaría haciendo en su dormitorio. Imaginármelo masturbándose frente al ordenador, viendo videos o fotos porno de mujeres maduras con jovencitos, eso no contribuyó en absoluto a que mi estúpida calentura disminuyera. Me sentía como una gata en celo.

Me acerqué hasta su habitación y pegué mi oreja a la puerta, pero no pude escuchar nada. Golpeé la madera dos veces con los nudillos y la abrí. Tal y como había supuesto, Leo estaba sentado en el escritorio frente al ordenador, solamente vestido con unos ajustados calzoncillos negros. Me sonrió.

—¿Necesitas algo, tía? —Preguntó girándose hacia mí, sin sentirse incómodo por estar únicamente en ropa interior.

Yo carraspeé dos veces, como si necesitara aclarar la voz. Su tórax estaba completamente depilado, mientras que su cuerpo se percibía mucho más fuerte y fibrado, de lo que se podía intuir cuando estaba vestido. Quedándome claro que era asiduo al gimnasio.

—Iba a pedir algo para comer. ¿Te apetece alguna cosa en especial? —Improvisé, asomando medio cuerpo hacia dentro.

—Me temo que lo que a mí me gustaría comerme hoy, no está disponible en el menú. Por lo tanto, pide lo que a ti te apetezca, —respondió, con enorme aplomo para un chico de su edad. Luego regresó a mirar la pantalla del ordenador, como olvidándose de que yo estaba presente.

Cerré la puerta acordándome de mi esposo, a su edad era un chico tímido e inseguro, que para nada se parecía a Leo. A pesar de ser un hombre verdaderamente atractivo, Alex nunca ha sabido coquetear ni mostrarse zalamero con las mujeres. Inmediatamente, pensé en mi suegro, sin duda, el chico había sacado de él todo su desparpajo y socarronería. Reflexioné un instante, llegando a la conclusión de que, precisamente, eso era lo que más me atraía de mi sobrino. Inconscientemente, me recordaba enormemente a mi suegro.

Nunca se me olvidará la primera vez que lo vi. Llevaba ya unos meses saliendo con Alex, y él se empeñó, en que quería presentarme a sus padres. De alguna forma era una manera de formalizar lo nuestro, y él siempre tuvo demasiado miedo a perderme. Organizaron una cena informal en el suntuoso jardín de la casa. Alex me había avisado del difícil carácter de su padre, estaba muy nervioso de cómo podría caerle «al viejo», apodo que él empleaba para referirse a su progenitor, cuando no estaba presente.

Tengo que decir que, si mi familia era conservadora y tradicional, la suya lo era de forma exagerada. Me había vestido para el evento de forma bastante discreta, tratando de encajar bien con aquella gente. Llevaba un elegante vestido azul marino que me llegaba cuatro o cinco dedos, por encima de la rodilla, con unas llamativas sandalias con bastante tacón, engalanadas con cristales de Swarovski. Recuerdo que me había pintado las uñas de los pies, de un color blanco, buscando que resaltarán visiblemente de los brillantes cristales.

La primera impresión que me llevé al ver por primera vez, al que sería mi suegro, es que era bastante más mayor de lo que yo había calculado. A pesar del calor de esa noche, pues era verano, él vestía con traje y corbata. Tenía una espesa y larga barba, totalmente blanca, que le confería un aire excéntrico, algo que contrarrestaba con una personalidad tan tradicional y conservadora. Cuando lo conocí, ya había sufrido una trombosis en su pierna derecha, por lo que se apoyaba para caminar en un elegante bastón de madera de avellano, con una redonda empuñadura de marfil, donde llevaba sus iniciales grabadas en oro.

Jacobo apenas despegó los labios durante toda la cena, y nada más terminar, alegando estar cansado, le dio dos besos a su esposa y se despidió de todos marchándose para casa. En parte sentí cierto alivio, ya que su presencia me hacía estar en continua tensión. No obstante, me sentí derrotada en mi intento de caerles bien a los padres de mi novio. Siendo consciente de lo importante que eso era, para que mi relación con Alex llegara a buen puerto.

Un rato después, pedí permiso educadamente para ir al baño, Alex se ofreció en acompañarme, pero su madre haciendo de anfitriona me había enseñado la casa antes de la cena, y le dije que no hacía falta. Recuerdo que nada más cruzar la puerta, fantaseé que, si un día me llegaba a casar con mi novio, yo misma podría tener una casa como aquella. Cotilleé asombrada la planta baja.

—Me gustan tus pies, —escuché cuando me asomé a una especie de saloncito. La voz era la de mi futuro suegro, que permanecía sentado, con la pierna derecha completamente estirada, sosteniendo un periódico entre sus manos. A su lado, en una pequeña mesita auxiliar, reposaba su inseparable bastón, junto a una botella de vino de Oporto y un puro habano que humeaba sin cesar, sobre un cenicero de cristal.

—Gracias, —respondí sonriendo—. La casa es tan grande que me he perdido, estaba buscando el baño.

—Tranquila, no tienes que disculparte. Entra un momento, no hemos tenido la oportunidad de hablar en toda la noche. Mi mujer es como una cotorra que habla sin sentido. Pese a lo que te hayan contado de mí, te aseguro que no muerdo, —expresó con su autoritaria voz, al tiempo que doblaba el periódico y lo ponía sobre la mesa.

—Tienen una casa preciosa, decorada con mucho gusto —mentí, pues, aunque la casa era muy lujosa, lo cierto es que la decoración era bastante barroca y recargada.

No siempre las primeras impresiones son ciertas, había algo en ese hombre que me hacía permanecer nerviosa, trasmitiéndome muy malas sensaciones. Quien me iba a decir a mí, la estrecha y buena relación que llegaríamos a mantener durante tantos y tantos años.

—¿Tan viejo me ves? —Preguntó, intentando esbozar una sonrisa que no encajaba para nada con su adusto rostro—. No me hables de usted, puedes llamarme Yago. Al fin y al cabo, somos casi ya de la familia.

—Como quieras, Yago, —contesté incómoda.

—Sin duda mi hijo ha tenido muy buen ojo contigo. Eres realmente bonita, —expresó, haciéndome sentir como un objeto decorativo, para el linaje de la familia.

Esa fue la primera vez que noté sus ojos recorriendo mi cuerpo. Pese a ser tan jovencita, yo no era tan inocente como había querido mostrar durante la cena, y tenía la suficiente experiencia, para saber como miran algunos hombres maduros.

—Alex es un gran chico, estamos muy felices juntos, —manifesté, poniendo ojitos tiernos y mimosos.

—¿Crees en la herencia genética? —Preguntó atusándose la larga y canosa barba, al tiempo que cogía el bastón de la mesa.

—Mi madre es danesa. De ella heredé el color de mis ojos y de mi pelo —respondí, intuyendo por donde podían ir los tiros.

—Date la vuelta —ordenó, con su imperativo tono de voz, al tiempo que hacía un gesto con la mano—. Ahora que tengo la oportunidad de hacerlo, quiero observarte con más detalle.

—No entiendo, —titubeé, algo asustada y confusa.

—Olivia, —me llamó por mi nombre por primera vez—, sabes de sobra a que me refiero, y si no lo sospechas aún, es que no eres tan avispada como yo te imagina. ¿Te consideras una chica inteligente?

Cerré los ojos, sabía la enorme influencia que Jacobo tenía sobre su mujer y sus hijos. Era una mezcla de autócrata y déspota, que estaba acostumbrado a que todo el mundo, tanto en la empresa como en su familia, lo obedecieran sin rechistar. Me di la vuelta, deseando que ese instante terminara cuanto antes, para poder volver al jardín junto a mi novio.

—Alex, —comencé diciendo en tono verdaderamente angustiado—, me está esperando fuera.

Percibí como su bastón, levantaba mi vestido hacia arriba, lenta, pero inexorablemente. Podía sentir el roce de la madera deslizándose por la cara interna de mis muslos.

—Estás estupenda —aseguró examinándome con detenimiento, como quien analiza a una yegua que quiere adquirir—. Tienes un precioso muslamen. Abre un poco las piernas. —No pude responder ni tampoco protesté. Solo obedecí. Notando como el bastón ascendía peligrosamente hacia arriba, pudiéndolo sentir directamente sobre mis bragas—. Me gustas mucho Olivia. Seguro que tienes un coñito de princesa.

—Por favor, Jacobo. Esto no está bien, tu hijo me está esperando fuera, —intenté hacerlo razonar.

Sentí placer cuando el bastón incrementó el roce sobre mi sexo, hundiéndose en medio de mi vulva, siempre sobre la tela de las bragas.

—Te estás mojando. —me confirió.

—No es cierto, —mentí—. Solo quiero irme.

—¿Y por qué no lo haces? —Preguntó, con su tono calmado pero áspero al mismo tiempo.

Dudé qué responder. Era cierto que quería irme y olvidarme de mi encuentro con Jacobo cuanto antes. Pero una insana atracción a querer experimentar aquello, me mantenía dócil y obediente.

—No lo sé…

—Te han follado ya muchos chicos, ¿verdad? —Me preguntó, con toda naturalidad—. Apuesto mi pellejo, a que ya tienes una larga experiencia en hombres. ¿Me equivoco, Olivia?

Era cierto que Alex me había desvirgado unos meses antes, pero desde ese momento había una lista de hombres, normalmente maduros, que habían conseguido seducirme a espaldas de mi novio.

—¡No tengo por qué soportar esto! —Exclamé enfadada, pero algo dentro de mí me impedía moverme, mientras el bastón seguía toqueteándome mis partes más íntimas.

—¡Cállate o te bajaré las bragas y te follaré aquí mismo! ¡Respóndeme! ¿Cuántos te han follado?

—Solo he estado con tu hijo —mentí, cuando pude haberme escapado de allí. Pero había algo en ese pernicioso juego que me mantenía excitada.

El viejo lanzó una carcajada, dando por hecho que se mofaba de mi respuesta. Entonces sentí el bastón, bordeando hábilmente la tela de las bragas, rozando directamente mi sexo.

—Volvamos a intentarlo otra vez —dijo dando un suspiro—. ¿A cuántos les has permitido metértela en este tierno conejito?

Sentí la punta del bastón rozando la entrada de mi vagina, haciéndome sentir un placentero escalofrío, que me hizo ser consciente de lo tremendamente cachonda, que el viejo había sabido ponerme. Aún era muy joven para comprender mi compleja y desatada sexualidad.

—Con dos, —respondí, girando la cabeza para mirarlo a los ojos—. Me han follado dos, además de tu hijo, —maticé, mordiéndome el labio inferior.

—Eres toda una golfa. Una preciosa e inteligente zorra, que me va a dar unos nietos preciosos, —masculló.

No pude soportarlo más, me incliné un poco hacia delante, escapando así del alcance de su bastón. A continuación, me di la vuelta y lo miré a los ojos; pequeños y oscuros, algo hundidos en el rostro y un poco más juntos de lo normal, recordándome a un ave rapaz. Pero desprendían un brillo especial, delatando una astucia fuera de lo común.

—Yago, no te voy a consentir que…

—¡Cállate y ponlos aquí! —interrumpió mi protesta—. Quiero ver esos bonitos pies de cerca, —manifestó, señalando su rodilla. Suspiré para coger fuerzas—. Tranquila mi niña, no tienes nada que temer. Recuerda que a partir de ahora yo siempre cuidaré de ti. —Trató de tranquilizarme. Y tengo que decir, en su honor, que todo lo que me prometió ese día fue cierto. Siempre pude contar con él para todo.

Levanté mi pierna y posé el pie sobre el regazo de mi futuro suegro. Al tiempo que miraba en dirección a la puerta, temerosa de que alguien pudiera sorprendernos en aquel indecoroso y absurdo juego. Observé, en un sepulcral y respetuoso silencio, como el viejo me desabrochaba con suma lentitud la sandalia. Luego acarició mi pie desnudo con mimo y delicadeza, con un deleite que jamás había sentido en otro hombre. Rodeándome el tobillo hasta tocar mis dedos. Manteniendo entre ambos en todo momento un contacto visual, se lo llevó a la boca y comenzó a chuparlo y a besarlo. Sentí su saliva resbalando entre mis dedos.

—¡Ah…! —suspiré deleitosa y excitada. Nadie había jugado de esa forma conmigo hasta ese día. Me sentía realmente poderosa, notando su lengua entre los dedos de mis delicados y cuidados pies—. ¡Me haces cosquillas! —Traté de disimular ese inoportuno gemido, que delataba estar disfrutando con todo aquello. Lamentando, como me ocurrió siempre, porque con Alex no conseguía ponerme así de cachonda.

—Estás deliciosa. Te casarás con mi hijo y serás la madre de mis nietos, pero te juro que serás mucho más para mí, que una de mis nueras —aseguró, haciendo de futurólogo.

Llevó mi pie hasta su entrepierna, haciéndome sentir el calor de sus genitales, sobre la fina tela de tergal de los pantalones. Incluso me pareció percibir una innoble erección. A continuación, con la misma parsimonia y delicadeza con la que me había descalzado, me puso la sandalia.

—Tengo que irme, —alegué retirando mi pie de su regazo—. No sé cuánto rato llevamos…

—¡Está bien! —Aceptó al fin—. Ve con ellos. Ya tendremos ocasión de irnos conociendo. Me gustas mucho Olivia.

Yo era consciente de que un hombre con su poder y dinero, podría tener casi a la amante que deseara. Sin embargo, siempre ha estado encaprichado de mí.

Habían pasado muchos años desde aquel día. En esos momentos, lejos de ser esa adorable jovencita, yo era una mujer casada y madura; madre de dos hijos. Tal y como Yago había pronosticado en ese primer encuentro. A pesar de su buena salud y de seguir en la empresa al pie del cañón, Jacobo ya no era ni la sombra de lo que había sido. Poco a poco, se había ido convirtiendo en un respetable anciano. Pero ese día yo había creído percibir todo el legado de su compleja y poderosa personalidad, en Leo. Su joven nieto.

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heranlu

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Sobrino Político – Capítulo 03

La sensación de estar conviviendo dentro de una tentación constante, no disminuía cuando por la tarde regresaban mis hijos junto con mi esposo. Incluso podría decir que era aún peor, pues en parte, me sentía culpable sin que en realidad hubiera pasado nada. Pero podía sentir su hermosa y caliente mirada, mientras cenábamos todos juntos en la cocina, sin que mi marido, como de costumbre, se percatara absolutamente de nada.

Alex no sospechaba lo más mínimo, de que su querido y amado sobrino estuviera deseando, y haciendo todo lo posible para meterse en la cama con su esposa. Igualmente, que jamás había desconfiado de ninguno de sus amigos, de su propio padre, o de los demás hombres que pasaron por mi vida.

Precisamente, ese viernes por la noche, fue mi esposo el que propuso irnos a la mañana siguiente, todos juntos, a una especie de casa rural al sur de Francia. Lugar donde habíamos estado en varias ocasiones. Esa misma noche, llamó por teléfono para saber si estaba libre.

—¿Te hace ilusión? —Le pregunté a Leo, cuando terminamos de cenar y todos salieron huyendo de la cocina, menos él y yo.

Sentí como el fuego que desprendía su mirada, atravesaba mi cuerpo, a pesar de que evitaba vestir tan ligera de ropa, como solía estar normalmente en casa.

—Claro, pero sería aún mejor si fuéramos tú y yo solos.

—¡Qué cosas dices…! —Exclamé, tomándome a broma, su impertinente comentario, al mismo tiempo que introducía los platos de la cena en el lavavajillas.

—Tía, me gustas mucho. Desde que llegué a España estoy obsesionado contigo —indicó, poniéndome una mano sobre la cintura.

—¡Leo! —Lo reprendí—. ¡Ya basta! Puedo entender que a tu edad tengas las hormonas disparadas, y que estás, no te dejen pensar con claridad. Todos hemos pasado por eso… Pero tienes que contenerte o nuestra convivencia en esta casa será imposible y, lamentándolo mucho, me veré obligada a tener que llamar a tu madre, enterándose de todo tu tío, —lo amenacé, sin poderlo mirar a la cara. Había preparado el discurso esa misma tarde.

Pareció achicarse un momento, pues la presión de su mano sobre mi cintura, cesó durante unos breves segundos.

—Es verte con estos leggings, ahí medio agachada colocando los platos, y ya se me ha puesto dura. No puedo evitarlo. Me encanta como se te marcan los cachetes.

La mano de Leo resbaló lentamente desde mi cintura, hasta uno de mis glúteos. No hice nada, seguí realizando mi tarea como si tal cosa, permitiéndole que me tocara. Desde la cocina, podía escuchar el sonido de la televisión, donde estarían mi esposo y mi hijo pequeño. Por el contrario, Carlos estaba en su habitación jugando a la consola.

—Leo, si no te apartas tendré que llamar a mi esposo, —reiteré mi amenaza. Pero en mi fuero interno, deseaba que esa mano fuera aún más expeditiva.

Mi sobrino se abalanzó sobre mi cuerpo, pegándose a mí como una lapa. Entonces pude sentir sus manos en mi cadera, su aliento sobre mi cuello y su fuerte erección, rozándome el culo.

—Tía, me paso la noche viendo videos de mujeres maduras que se me parecen a ti, practicando sexo con chicos de mi edad. Al mismo tiempo que intento escuchar lo que acontece en tu habitación, con la esperanza de poder oírte gemir. Sé que no vas a querer nunca follar conmigo, y eso me entristece enormemente. Pero, ¿harías al menos eso por mí?

Como pude me deshice de su abrazo, habían sido solo unos segundos, pero me había puesto tremendamente cachonda.

—¿A qué te refieres? —Pregunté, cerrando la puerta del lavavajillas. Dándome la vuelta, me apoyé de espaldas a la encimera.

—Me gustaría poder escucharte. Poder oírte jadear… Sería como imaginarme que estoy contigo. ¿Lo harías por mí? —Me preguntó, con la dulzura de un niño.

—Cariño, aunque quisiera hacerlo, no podría, —expresé, acariciando una de sus mejillas—. Tu tío es muy respetuoso para esas cosas y más, sabiendo que tú estás al otro lado.

—Dile que duermo con los auriculares puestos, y que siempre tengo la música sonando a todo volumen.

Solté una pequeña carcajada, sin darme cuenta de que inconscientemente estaba entrando en su insolente juego.

—Se nota que no conoces a tu tío… —Aseguré riéndome, al tiempo que abandonaba la cocina en dirección al salón.

Pero esa noche, cuando me metí en la cama con mi esposo, la parte más morbosa y obscena de mí misma, tomo el control de mis emociones. Reconozco que no le costó demasiado hacerlo, ya que llevaba todo el día, excitada. De repente, me pareció una buena idea que mi sobrino, pudiera oír mis gemidos más íntimos. Esos que solo le regalas a un buen amante. Todo, mientras se masturbaba fantaseando, con que era él, quien me estaba follando.

Me incliné hacia mi esposo, que permanecía acostado boca arriba y comencé a besar, sutil y suavemente, su tórax. Mientras que mi mano se deslizaba sin más preámbulo, hasta su entrepierna. Entonces palpé su miembro sobre la tela de los calzoncillos, percibiendo como empezaba a endurecerse.

—¿Qué te ocurre? —Preguntó riéndose—. ¿Te excita volver a esa casa rural?

Yo ronroneé como una gatita en celo, metiendo mi mano por debajo de su ropa interior, para coger su pene y comenzar a masturbarlo.

—Aún puedo recordar el polvo que me echaste por la noche en la piscina, mientras los chicos dormían arriba.

Poco a poco, su polla comenzó a coger cierta consistencia.

—¡Es verdad! —Exclamó recordándolo—. Lástima que en esta ocasión no podamos hacerlo, estando Leo.

Precisamente que me hablara del chico, incrementó aún más mi excitación. Siempre me han gustado ese tipo de juegos.

—¿Crees que se iba a asustar si nos viera desde la ventana de su cuarto? —Pregunté, colocándome encima de mi esposo.

—Seguro que no. Pero pensaría que ya no tenemos edad para hacer ese tipo de locuras.

Agarré su polla y la coloqué frente a mi vagina, dejándome caer sobre ella.

—¡Ah…! —Gemí, deseosa de que Leo pudiera haberme escuchado. Sintiendo por ello un fuerte incremento de mi propia excitación.

Inmediatamente, sentí una de las manos de mi esposo, tapándome la boca.

—¡Cállate! ¡Estás loca…! Leo está en la habitación de al lado, debemos de ser mucho más comedidos.

Entonces recordé sus palabras.

—Te aseguro que no puede oírnos, tu sobrino siempre lleva los auriculares puestos. Vive en su mundo. Esta tarde, cada vez que he tenido que decirle algo, me tocó entrar a su habitación, pues no me escuchaba. Él mismo me comentó que duerme con la música a todo volumen.

Mi esposo sonrió, como si mi argumento lo hubiera convencido, por lo tanto, me permitió moverme sobre él, con algo más de brío.

—Eres realmente hermosa, —me piropeó, apoderándose de mis grandes pechos, que comenzaban a balancearse al ritmo de mi cabalgada.

—¡Ah…! ¡Ah…! ¡Qué bien te siento dentro de mí! ¡Me pasaría el día follándote!

Él pareció aceptar mis gemidos, cerrando los ojos para poder concentrarse en no correrse, demasiado pronto. Temeroso, de dejarme a medias. Algo que él sabía que siempre me enfadaba profundamente.

Mi galopada, hacía que el colchón y el somier se quejaran, emitiendo una especie de chasquido, que yo sabía que haría encender, más aún, la calenturienta mente de mi sobrino. Imaginándome, que era él, quien estaba debajo de mí.

—Te quiero, Olivia. Te quiero —expresaba mi marido, para quien las palabras romanticismo y sexo, deben de ir siempre en la misma frase. Creo que, debido a eso, siempre me han dado algo de grima los hombres demasiado empalagosos.

—¡Qué dura la noto! ¡Joder, cómo me gusta! ¡Ah…! ¡Ah…! ¡La quiero toda, quiero sentirla más dentro! ¡Dame polla, dámela toda! —Exclamaba fuera de mí, sintiendo la llegada de un brutal orgasmo— ¡Me corro! ¡Me corro! ¡Sí…! ¡Ah…! —Bramé, imaginándome a Leo masturbándose en su habitación, descargando una copiosa corrida sobre su mano.

Creo que esa noche los tres nos sincronizamos al mismo tiempo. Quedé exhausta, dejando caer mi cuerpo, al lado del de mi esposo. Un minuto después, perdí la consciencia, quedándome profundamente dormida, con el semen de mi marido dentro de mi vagina.

Pero por la mañana, me arrepentí de haber entrado en su morboso juego, cuando al entrar en la cocina me encontré a Leo tomándose un café, con una radiante sonrisa, que desplegó al verme.

—¿A qué hora nos vamos? —Me preguntó jovial.

—Tu tío se está duchando, y yo tengo que despertar aún a Carlos y a Javi. Mínimo hasta dentro de una hora.

Me acerqué hasta la cafetera, embriagándome con el aroma de su perfume. Leo estaba ya vestido. Como siempre impoluto, con una camisa blanca perfectamente planchada, y unos ajustados pantalones vaqueros.

—Gracias, —Me indicó, dándome la sensación de que incluso me había guiñado un ojo. No pensaba entrar en su juego, estaba decidida a mostrarme firme, pero su socarrona sonrisa consiguió inquietarme.

—¿Gracias? —Pregunté arqueando las cejas— ¿Por qué me las das?

—Ya sabes…. —Respondió con ese tono de insolencia que acostumbraba—. Por el espectáculo que te marcaste anoche con el tío. Estuviste fantástica.

Simulé no saber de qué me estaba hablando.

—No sé a qué te refieres. Pero te aseguro, que yo no hago shows.

—Me hiciste sentir que estaba allí contigo, que era mi verga la que te estaba haciendo gozar. Seguro que tú también lo pensabas…

Intenté aparentar estar enfadada, aunque en realidad sabía que me lo tenía merecido. Yo misma me había dejado llevar y había provocado esos comentarios.

—No sé lo que pudiste escuchar, pero te aseguro que no fue ningún espectáculo en tu honor. Son cosas de pareja. Los matrimonios hacen el amor habitualmente.

—Creo que me hice la mejor paja de toda mi vida, me corrí sobre la pantalla de la Tablet.

—Por favor, Leo. No me incumbe saber como te masturbas. Es un tema incómodo y desagradable para mí. No me hagas vomitar el café.

—Te saqué alguna foto ayer, caminando con esos tacones y ese ajustado y corto vestido blanco. No te imaginas como me calientas, —indicó cogiéndome una mano y posándosela sobre el paquete, que marcaba sus ajustados pantalones. Presionó mi mano sobre su bulto, haciéndome sentir su pertinaz erección mañanera—. ¿Has visto cómo me pones?

—Yo no he hecho nada. Te pones así, tú solito —indiqué, retirando la mano.

—Me corrí sobre la Tablet mirando tus fotos, escuchándote gemir. Me faltó únicamente unas bragas usadas tuyas, para poder olerte al mismo tiempo. Tienes que dármelas… —Añadió esto último, casi como una especie de exigencia.

—¿Estás loco? —Interpelé con desprecio—. No pienso darte nada, y menos aún mis bragas usadas. ¡Qué vergüenza…! Eres una especie de degenerado.

—Sé que te pone cachonda todo esto.

—No es cierto, —lo interrumpí, cada vez más excitada y nerviosa—. Me resulta muy incómodo todo esto que me dices, es una absoluta falta de respeto hacia mí. Soy tu tía —le recordé.

—¿Cómo te corriste? Te imaginé de todas las posturas posibles.

—Eso no te incumbe, —indiqué incapaz de mirarlo a los ojos.

—Cuéntamelo, necesito saberlo… En que postura lo hiciste…

—Está bien, te lo diré. Pero prométeme que luego me dejarás en paz. —Él movió afirmativamente la cabeza—. Para no hacer demasiado ruido, me coloqué yo encima de tu tío.

Él me miró un instante, y luego cerró un segundo los ojos, como si estuviera tratando de figurarse la escena.

—No puedo ni siquiera imaginarme lo deliciosa que debías de estar, tiene que ser algo inolvidable ver tus tetas rebotando en cada movimiento, mientras te mueves gimiendo…

Yo me reí, no sé por qué lo hice, pero podía sentir mi diminuto tanga mojado y clavado en mi sexo, como si mis labios hubieras embebido la tela.

—¿Ya has llamado a los niños? —Preguntó Alex, entrando en ese momento en la cocina.

Noté como mi corazón daba un bote dentro de mi pecho. Sintiéndome avergonzada de mí mismas, por estar flirteando con el muchacho.

—Iba a hacerlo justo ahora, en cuanto termine el café —contesté, dando el último sorbo.

—Las mujeres siempre son las últimas en arreglarse. Tú y yo ya estamos duchados y vestidos, y ella aún no ha comenzado a prepararse —respondió, dirigiéndose a su sobrino, justo cuando yo abandonaba la cocina— Parecen no tener nunca prisa, ya lo comprobarás por ti mismo cuando tengas más años.

El trayecto transcurrió tranquilo. Yo conduciendo con mi esposo al lado, y Leo atrás con mis dos hijos, que hicieron como siempre todo el trayecto dormidos. Nada más llegar, distribuimos las habitaciones. En la más grande y única, con cama de matrimonio, nos instalamos mi esposo y yo. También situada en la planta superior, estaba el dormitorio que compartían Javi y Carlos. Dejando la de abajo para Leo, intentando que tuviera algo más de intimidad.

—¿No te bañas? —Me preguntó, saliendo de su dormitorio con el traje de baño ya puesto.

Observé unos segundos su juvenil y perfecto cuerpo, digno de ser besado y acariciado, ruborizándome casi al instante, por no poder evitar sentirlo.

—Quizás lo haga más tarde, —respondí, intentando retirar mis ojos de su escultural cuerpo—. Pero te aviso que aquí, el agua está bastante fría.

—Seguro que, entre los dos, haremos que la piscina parezca un jacuzzi —respondió, con total descaro.

En ese momento pasó Javi corriendo en medio de ambos, zambulléndose de golpe en el agua, momento en el que aproveché para alejarme de él, e ir a la habitación a deshacer la maleta. Justo en ese momento me topé con mi esposo, ya cambiado de ropa en bermudas y con unas sandalias.

—Voy al pueblo a comprar un par de botellas de vino. ¿Necesitas algo?

Moví la cabeza negativamente.

—Luego iré yo a comprar algunas provisiones a la tienda.

No habían pasado ni dos minutos, cuando volvió a abrirse la puerta. Juro que pensé que debía de ser Alex, a buscar algo que se abría olvidado, tal vez, las llaves de coche o la cartera con el dinero. Pero al levantar la vista, observé nerviosa que era Leo. Él debió de notar mi temor, porque sonriendo me preguntó:

—Tía, parece que has visto un fantasma, ¿es que no te alegras de verme? —Preguntó, acercándose hasta mí, igual que una pantera se acerca a su presa.

Continué sacando la poca ropa que habíamos traído para el fin de semana, de la maleta, intentando mostrarme más serena y confiada. Entonces percibí como se situaba detrás de mí, tan cerca, que podía notar el calor de su cuerpo.

—Tu tío ha ido a comprar vino, le gusta leer relajadamente en el jardín, tomándose una copa.

—Eso me ha dicho antes de irse, por eso he aprovechado para subir a verte, ¿queda muy lejos el pueblo?

—Está ahí mismo, —mentí—. Ya debe de estar casi de vuelta.

En esos momentos, cogió un diminuto tanga de color negro de dentro de la maleta.

—No quiero ni imaginarme como debes de estar, solo con esto —comentó, agitándolo como si fuera una especie de banderín.

Yo se lo quité de un manotazo, como si me molestara que jugara con mi ropa interior.

—No sigas por ahí… Hemos venido a pasar el fin de semana en familia. No agotes la confianza que te hemos dado, —lo reprendí con dureza.

Fue entonces cuando sentí sus manos rodeándome por la cintura, pegándose completamente a mí. Percibí su entrepierna, rozándose obscenamente contra mis glúteos, como si tratara de encajarse en medio de ellos; noté su boca, acercándose peligrosamente a mi cuello. «No puede estar pasando», pensé, cuando sus labios comenzaron a besarme la nuca. No tuve fuerza para intentar zafarse de su abrazo. Estaba derretida a esos contactos, vencida la poca sensatez que había intentado mostrar en un primer momento.

—Estoy totalmente obsesionado contigo, Olivia. —Me llamó por mi nombre, rozándome el lóbulo de la oreja—. Me gustaste desde que te vi en el aeropuerto. Desde ese momento, solo he deseado poder hacerte esto.

—Por favor, Leo —expresé, intentando recuperar la cordura—. Mis hijos están abajo y tu tío, está casi a punto de llegar. No te empeñes en estropear el fin de semana.

—Olivia, —repitió mi nombre—. Sé que lo estás deseando igual que yo. Te lo noto por cómo me miras. Te pongo cachonda, ¿no es cierto?

No pensaba responder a esa grosera pregunta. «Por supuesto que no lo haría».

—Tan solo eres un crío para mí… —Traté de minar su ego masculino—. Un incómodo niñato, que piensa que ya es todo un hombre.

—¿De verdad solo soy un crío para ti? —Me preguntó, sin perder un ápice su aplomo, al tiempo que sus manos bajaban por mis muslos, perdiéndose debajo de mi falda.

Notar el calor de sus dedos, tan cerca ya de mi sexo, hizo que inconscientemente echara mi cuerpo hacia atrás, buscando la lasciva erección de su entrepierna, rozándose indecorosamente contra mis nalgas.

—Leo, —dije con dificultad—. Eres mi sobrino, no está bien que consienta que me toques.

Con esfuerzo me di la vuelta poniéndome frente a él, y debido a mi espontáneo movimiento se vio obligado a retirar las manos de debajo de mi vestido. Lo miré a los ojos y me pareció guapísimo. Casi un ser irresistible. Un joven y sexy príncipe de cuerpo perfecto, de tez morena, con abundante cabellera negra y ojos azules, como dos zafiros brillantes. Miré su cara barbilampiña y angulosa, fijándome en el rictus de sus finos labios, que siempre parecían señalar una sonrisa un tanto arrogante y burlesca, como si él estuviera por encima de todo. Recordándome, nuevamente, a mi querido y casi reverenciado suegro.

Cogí su rostro entre mis manos y me lancé a besarlo desesperadamente. Mi boca absorbió sus labios, como queriéndome impregnar de toda su esencia. Nos besamos como dos amantes, desesperados y deseosos de arder juntos en la misma hoguera.

—Qué bien besas, —me alabó susurrante. Mientras mis manos, expeditivas y deseosas, acariciaron el bulto que se ocultaba debajo de su ajustado bañador.

Me sentía imperiosamente necesitada de poder contemplar su sexo. Reconozco que siempre siento una innata curiosidad, en saber como es el pene del hombre, con el que me estoy besando. Pero es su caso, esa intriga pasaba a convertirse en toda una necesidad. Tenía que comprobar que mi sobrino, ese chico que yo había tenido en mis brazos a las pocas horas de haber nacido, ya no era un niño.

—¡Veamos que tienes aquí! —Indiqué divertida, ya metida de lleno en mi papel de hembra amante. Despreocupándome, por un momento, de que mis hijos estuvieran jugando abajo en la piscina. Desde mi dormitorio podía escuchar el griterío que provocaban sus inocentes juegos. Olvidándome, de que tenía un marido, y que estaría casi a punto de llegar a casa.

Acaricié su polla directamente por primera vez, pudiendo sentir toda la virilidad de su insultante juventud, en su fuerte y compacta erección. Su polla era muy voluminosa, maravillosamente gruesa. Moví mi mano, por todo su tronco, hasta abarcar sus testículos, casi hasta llegar a su escroto. En esa primera inspección, pude notar su epidídimo y sus conductos deferentes hinchados de esperma, deseosos de poder eyacular.

—¡Ah…! —dejó escapar, cerrando por un momento los ojos—. ¡Joder, tía! ¡Cómo me estás poniendo de verraco!

—Mírame a los ojos, —indiqué. Él obedeció, expectante por mi siguiente paso—. No tenemos tiempo, amor. Tu tío estará casi a punto de llegar, pero quiero que te corras —indiqué, poniéndome de rodillas en el suelo.

—¿Y tú? ¡Quiero follarte!

Sonreí por sus muestras de querer complacerme.

—Tendrá que ser en otro momento. Ahora te la quiero besar, —respondí, guiñándole un ojo, al tiempo que acercaba mis labios hasta su brillante glande.

Probar su esencia de hombre, por primera vez, me llevo a sentir un fuerte cosquilleo directamente en el centro de mi sexo. En cualquier otra circunstancia me hubiera quitado las bragas y el vestido, y tumbándome en la cama, le hubiera abierto mis piernas, suplicándole para que me follara.

—Qué bien la chupas, tía. Veo que eres toda una experta.

Yo seguí mamando, intentando que se corriera lo antes posible. Sabedora del escándalo que se formaría, si en ese momento mi esposo o uno de mis hijos abría inoportunamente la puerta.

—Dame tu leche, la quiero toda en mi boca, —intenté estimularlo.

Noté sus manos cogiéndome la cabeza, al tiempo que comenzaba a mover sus caderas hacia mí, intentando ahondar lo más posible dentro de mi boca.

—¡Me corro! ¡Me corro…! —Gritó. Asiéndome con más firmeza por la cabeza, como si quisiera asegurarse de que no me apartaría—. ¡Tómala!

En ese momento, noté la primera sacudida de esperma eyaculando con fuerza, luego hubo una segunda y a continuación, una tercera y cuarta vez… Pero su corrida fue tan abundante, que no me dio tiempo a tragármela toda. Escurriendo una buena parte de ella, mezclada con mi propia saliva por la comisura de mis labios. Manchándome indecorosamente el vestido.

Justo cuando me estaba incorporando, notando mis rodillas entumecidas debido a la postura, escuché el sonido del motor del coche.

—¡Es tu tío! —Exclamé asustada, limpiándome la boca con el dorso de la mano—. Vamos, tienes que irte. Deprisa.

Ni siquiera hubo una despedida, como Dios manda. Un segundo después, estaba de nuevo sola en la habitación. Miré mi vestido, mi escote estaba lleno de babas y de esperma. Desprendiéndome de él, como sí que me quemara. Escondiéndolo como si fuera el arma de un crimen, debajo de la cama. Podía sentir el latido de mi corazón, como si quisiera escapárseme del pecho. Escuché claramente el sonido de las escaleras de madera, que daban acceso a la primera planta, consciente de que sería mi esposo. Observé mis bragas, estaban empapadas, producto de mi enorme calentura. No me dio tiempo a quitármelas, en ese momento se abrió la puerta de mi dormitorio. Era mi marido, con una sonrisa radiante en el rostro. Reflejando, la felicidad de un buen cornudo, ignorante de los tejemanejes de su esposa.

—Bonita visión, me encuentro a mi regreso, —dijo recreándose con mi desnudo cuerpo.

—Voy a ducharme, —manifesté, girándome hasta el baño—. Hace un día estupendo y quiero ponerme el bikini, pero me he dado cuenta de que se me ha olvidado depilarme, —mentí.

Mi esposo se acercó hasta mí, y cogiéndome por la cintura comenzó a besar mi espalda. Verme así desnuda le había excitado. Yo le sonreí, de alguna forma continuaba caliente como una perra.

—Estás para comerte, —indicó, cogiendo mis grandes pechos en sus manos—. Leo y los niños se están bañando en la piscina, —me anunció con picardía.

—Ven, —manifesté cogiéndole la mano. Llevándolo hasta el baño y cerrando la puerta—. Siéntate ahí, voy a follarte.

Alex sonrió satisfecho por mi disponibilidad para complacerlo. Quitándose los pantalones se sentó en el retrete. Efectivamente, estaba empalmado. Yo me desprendí por fin de las bragas y me acerqué hasta él, y dejándolo en medio de mis piernas, agarré su polla y me dejé caer sobre mi marido. Sintiendo como entraba dentro de mí, cerré los ojos y pensé en Leo.

Comencé a moverme, notando la boca de Alex, devorando y besando mis pechos.

—¡Qué buena estás, cariño! Eres un espectáculo de mujer.

—Shhh… Lo mandé callar, poniendo uno de mis dedos, sobre sus labios. Intentando que su voz no me sacara de la fantasía, de que estaba follando con mi sobrino.

Le había sido infiel tantas veces a lo largo de los años, que pensé, que una vez más no le haría daño. «La infidelidad está tan sobrevalorada», me repetí.

Un rato después, cuando bajé al jardín vestida con un diminuto bikini tipo tanga, pude notar la ardiente y lasciva mirada del muchacho, recorriendo con enorme deseo mi voluptuoso cuerpo. Pasé junto a mi esposo, que leía el periódico sentado junto a la piscina, con una copa de vino en la mano. Lo había dejado tan complacido en el baño, que ahora permanecía ya absorto a todo lo que acontecía a su alrededor.

Leo estaba bañándose con mis hijos, lanzándose una pelota dentro del agua en un improvisado partido de waterpolo. Caminé de espaldas a él, al borde de la piscina. Ofreciéndole en todo momento una buena perspectiva, del efecto que causaba el tanga de mi bikini, perdido y hundido entre mis poderosas nalgas.

—¿Está fría el agua? —Le pregunté, girándome cuando llegué a su lado, mirándolo y manteniendo una cómplice sonrisa en mis labios. Queriéndole dejar claro, que ese cuerpo que tanto deseaba pronto sería suyo.

—Está caliente. Muy caliente —respondió con sarcasmo—. Báñate con nosotros —añadió sonriendo.

Miré hacia mi esposo, que permanecía a unos metros concentrado, disfrutando de la lectura del periódico. Deseosa de sentir las manos de Leo sobre mí, disimuladamente bajo el agua, bajé las escaleras de las piscinas, una a una. Sintiendo el frescor del agua sobre mi encendido cuerpo.

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heranlu

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Sobrino Político – Capítulo 04


Observé como mi esposo levantaba un instante los ojos del periódico, mirando en mi dirección, aprovechando para dar un sorbo a la copa de vino. Unos segundos después, olvidándose de lo que estaba aconteciendo justo frente a él, volvió a enfrascarse de nuevo en la lectura. Tal y como yo esperaba, no tardé en sentir como Leo se situaba justo detrás de mí, cuando sus manos me agarraron por la cintura, notando el morboso roce de su empalmada polla contra mis nalgas. Mis hijos permanecían apartados unos metros, en la zona menos profunda de la piscina.

—¿Por qué has tardado tanto? —Me preguntó, acercando sus labios al lóbulo de mi oreja.

No pude por menos que sonreír, me sentía feliz entre los brazos del que ya no tenía duda que sería mi nuevo amante.

—Me lo he tenido que follar, —alegué refiriéndome a mi marido—. Pero he fantaseado con que eras tú, en todo momento —añadí, notando como sus manos palpaban con total descaro mis nalgas.

—¿Continúas cachonda? —Me interrogó, acercando sus dedos peligrosamente a la braga de mi bikini.

Miré hacia mis hijos que jugaban con la pelota despreocupadamente, y a continuación a mi esposo. Sabía que no debía prolongar aquel pernicioso juego de caricias debajo del agua, era demasiado peligroso. Sin embargo, mi naturaleza morbosa me incitaba a ir un poco más allá, mi fuerte excitación dominaba mis actos.

—Compruébalo tú mismo. ¿Es que no te atreves a tocarle el chochito a tu tía? —Lo incité, abriendo un poco más mis piernas. Fue maravilloso sentir como deslizaba hacia un lado el tanga de mi bikini, y notar como sus dedos penetraban mi vagina por primera vez—. ¡Ah…! —Dejé escapar en un hondo suspiro, ahogado por la necesidad que en esos momentos tenía de mi joven sobrino.

Permití que sus dedos entraran y salieran de mi caliente sexo. Fue entonces cuando observé como caía una pelota a un par de metros de mí.

—¡Tíramela, mamá! ¿A qué no me metes un gol? —Me preguntó Carlos, alzando los brazos como si tratara de cubrir una portería imaginaria.

Fue justo en ese momento cuando tomé conciencia de que tenía que alejarme del cuerpo de Leo cuanto antes. Nadé en dirección a la pelota, sintiendo como aquellos dedos dejaban de follarme. Cogí el balón con ambas manos y se lo lancé a Carlos. Me mantuve un rato paliando mis pecados jugando con mis pequeños, intentando olvidarme de lo acontecido unos minutos antes, con su primo. Luego me salí de la piscina, alegando que el agua estaba fría.

El resto del fin de semana intenté permanecer en todo momento más cercana a mi esposo. Sabía que permanecer a su lado, era lo más seguro para que tanto Leo como yo nos mantuviéramos en un punto más discreto. Y puedo decir que todo se mantuvo más o menos en su sitio, justo hasta la última noche.

Mis hijos dormían plácidamente ya en el piso de arriba, mientras que mi marido, Leo y yo, tomábamos una copa en el salón. Recuerdo que el chico nos contaba los proyectos que tenía para su futuro, mientras observaba como al cornudo de mi esposo, se le caía la baba, orgulloso. Yo estaba tumbada en un largo sofá de cuero blanco, manteniendo un gin-tonic en la mano, mientras que ellos dos, permanecían frente a mí, en sendos butacones del mismo color. Esa noche habíamos salido a cenar, y a la vuelta, después de ducharme, había decidido ponerme cómoda.

—No pienso irme a la cama todavía, —objeté, poniéndome un tanga negro—. Es el último día, y no tengo sueño. Por lo tanto, no seas aguafiestas y tomemos una copa abajo.

Alex me miró, sonriendo. Consciente de que sería imposible convencerme para irnos a dormir.

—¡Está bien! —Exclamó—. Pero una y nada más. Mañana hay que madrugar. Le he prometido a mi sobrino que antes de regresar a casa, le enseñaríamos el entorno.

Yo lo miré, intentando mantenerme en todo momento seria. Sin duda, el vino ingerido durante la cena, me hacía mostrarme como una niña caprichosa que tiende a salirse siempre con la suya. Poniéndome una larga camiseta de algodón, a modo de vestido. Las mismas que uso normalmente en mi casa, o para bajar a la piscina de la comunidad.

—Tendremos tiempo mañana para ir de excursión, —le respondí, intentando como siempre que se relajara un poco.

—¿Pero vas a bajar así vestida? —Me preguntó, subiéndome unos centímetros la camiseta por detrás, mostrando mi tanga—. Se te ven casi las bragas.

—¡Qué exagerado eres! —Exclamé, arqueando las cejas—. Si pudieras me pondrías un burka, no se me ve absolutamente nada. La camiseta es tan larga como un vestido —respondí, bajándomela hacia abajo—. Además, tu sobrino tan solo tiene dieciocho años. ¿Es que crees que se fijaría en una mujer madura? A su edad, solo pensará en chicas.

Alex se encogió de hombros, como si mi respuesta no lo hubiera convencido del todo. Sin embargo, no se atrevió a volverme a decir nada al respecto. Nuestras mayores broncas durante nuestro matrimonio, casi siempre fueron por el mismo motivo.

—¿Qué te parece mi sobrino? Parece muy educado y responsable, ¿verdad? —Preguntó, zanjando así la posible disputa, justo antes de bajar al salón

—Sin duda lo es. Carlos y Javi están muy felices, de que su primo viva con nosotros.

Un rato más tarde, ya en el salón, mientras Leo conversaba apaciblemente con su tío, yo podía intuir como el chico de soslayo, recorría con sus azules ojos mis largas piernas. Solo de escuchar su voz, notaba mi tanga cada vez más mojado.

—Cariño, ¿me pones otra copa? —Le pedí a mi esposo, alargando el brazo hacia él.

Alex me miró con cierto desdén. Nunca le gustó verme beber alcohol. Si ya le costaba a veces hacerme entrar en razón, aún le era más complicado cuando había bebido.

—Habíamos quedado en que solo tomaríamos una y llevas tres. Será mejor que nos marchemos a dormir, mañana tenemos que madrugar.

Yo lancé una estridente carcajada.

—Cariño, nadie madruga los fines de semana. Además, yo no tengo sueño, —protesté, de nuevo como una niña pequeña y caprichosa, retozando en el sofá. Seguramente en posiciones un tanto indecorosas, estando Leo delante—. Si quieres… ve tú a dormir. Así me vas calentando la cama —alegué, volviéndome a reír.

Mi esposo cogió la copa de mi mano, y sin objetar nada más marchó hasta la cocina a por hielos y la bebida. Sabía que no podía hacer nada para convencerme, y que lo único que conseguiría de seguir en sus trece, sería una absurda y ridícula discusión, delante de nuestro invitado. Ignorando, que tanto su sobrino como yo, estábamos deseando quedarnos solos cuanto antes.

—Ojalá se marche el tío a dormir de una vez, —me susurró Leo, justo cuando Alex abandonaba el salón.

Yo me reí, morbosamente.

—Ven acá y dame un beso. Llevo cachonda toda la noche —reconocí, dejándole algo de sitio en el sofá.

Leo no era un chico miedoso, y un instante después, sentado a mi lado comenzó a besarme. Sus manos ascendieron por mis piernas, hasta llegar a la altura de mi entrepierna.

—¿De quién es esto? —Preguntó, mirándome a los ojos, al tiempo que palpaba mi sexo sobre la tela de mis bragas.

—Tuyo, mi amor. Es solo tuyo —le contesté, abriendo obscenamente mis muslos—. Dejaría que hicieras conmigo, todo lo que quisieras durante toda la noche.

Para nada me esperaba su proceder, y en un rápido gesto me bajó las bragas. Noté como se deslizaban por mis piernas, hasta sacármelas por los tobillos. Leo observó unos segundos mi sexo, brillante y húmedo, esperando ansiosamente sus caricias.

—¡Qué coño más bonito tienes! —Me piropeó, introduciendo su joven y bello rostro entre mis muslos.

Únicamente fueron unos pocos segundos, en los que pude percibir un cálido beso sobre mi hambrienta e hinchada vulva. Cerré los ojos, cuando noté el roce de su lengua sobre mis labios vaginales, recorriéndolos longitudinalmente, buscando así la entrada de mi vagina. Ese ligero y efímero contacto, me hizo arquear la espalda del sofá y lanzar un incontenible gemido:

—¡Ah…! ¡Quiero sentirte dentro de mí!

El chico se incorporó de repente, y sin dejar de mirarme a los ojos, se guardó mi tanga en uno de los bolsillos de su pantalón. Sentándose, en el mismo sillón, que había ocupado antes de que se hubiera marchado su tío. Yo mantuve mis piernas abiertas, mostrándole sin ningún pudor lo que ya le pertenecía.

—Aquí tienes, —dijo Alex unos segundos más tarde, de vuelta, con mi gin-tonic en la mano.

La tensión en el ambiente era tan tensa, que se podía cortar con un cuchillo, como si el aire que se respiraba fuera de mantequilla. Sin embargo, mi esposo, como de costumbre, no se percató absolutamente de nada. Saber que estaba tumbada en aquel sofá, expuesta sin bragas, incrementó exponencialmente mi desbordante excitación. Para decepción de Leo y mía, Alex no parecía dispuesto a irse todavía a la cama. Siempre he lamentado que los cornudos, no sepan cuando están de más.

—Le decía a la tía, que estoy muy agradecido de que me hayáis acogido en vuestra casa —indicó Leo, tratando de rebajar la tensión.

—No tienes que agradecernos nada, para eso está la familia. Además, estamos muy contentos de que estés con nosotros, ¿verdad, Olivia?

—Claro que sí, —expresé retozando en el sofá como una gata en celo, buscando conscientemente el roce de un cojín, contra mi desnuda vulva—. Seguro que tú ya no te acuerdas, ya que cinco años a tu edad es casi una eternidad. Pero cuando eras pequeño, siempre estabas pegado a mí. Te gustaba que fuera yo la que te llevara al colegio.

—Claro que lo recuerdo, siempre has sido mi tía preferida.

Sus palabras me recordaron a mi suegro, el hombre siempre reconoció sin ambages y delante de quien estuviera presente que, de todas sus nueras, yo era su favorita.

Mi esposo, escuchaba nuestra conversación, ignorando las indirectas que uno y otro no podíamos evitar lanzarnos. Y es que, resulta tan complicado disimular, cuando dos cuerpos sienten tanta necesidad de estar juntos… Pero aquella noche, contra todo pronóstico, mi marido aguantó estoicamente el sueño. Llegó un momento en el que no pude poner más excusas, y yo misma expresé la necesidad de irnos a dormir.

Me tocó esperar pacientemente al día siguiente ya en casa. Ese lunes, me sentía ansiosa de que mis hijos y Alex se marcharan de una vez. Les di los bocadillos a los niños, para que comieran a media mañana en el campamento de día.

—¡Portaros bien y divertiros mucho! —Me despedí de ellos en la puerta como cualquier mañana—. Dándole, a continuación, un rutinario y apresurado beso a mi esposo—. Marcharos, es tarde.

Cuando por fin me quedé sola, respiré aliviada. Pensé en ir a ducharme y ponerme algo sexy para Leo. Sin embargo, estaba tan cachonda que deseché la idea al instante. No habían pasado ni dos minutos desde que mis hijos y mi marido habían salido de casa, cuando abría sin llamar la puerta del dormitorio de mi joven sobrino. Únicamente permanecía encendida la pantalla del ordenador, aportando un tono azulado y plomizo a toda la estancia. Distinguí las bragas que me había quitado el sábado por la noche en el sofá, de la casa rural de Francia. Estaban hechas un ovillo sobre la mesa del escritorio. Pensar que las habría usado para masturbarse, incremento aún más mi ya desbordante excitación.

Leo permanecía acostado y presuntamente dormido. Estaba destapado de cintura para arriba, por lo que pude disfrutar, observado, de su juvenil y perfecto tórax. Sin decir nada, me desprendí de la camiseta y de mis bragas, dejando mi ropa tirada en el suelo. Recuerdo que me senté al borde de la cama, y sin poder contenerme, retiré la sábana hacia abajo. Recorrí su desnudo cuerpo, su pene descansaba mortecino hacia un lado, flácido pero arqueado. Recuerdo que sentí un intenso escalofrío en lo más profundo de mi sexo, sabiendo lo que iba a acontecer. Acerqué mis labios a su glande y comencé a besarlo. Su sabor no me desagradó, todo lo contrario, aunque me pareció un tanto acre y amargo, lo me indicaba que se había corrido hacía poco tiempo. Leo abrió los ojos sonriendo.

—Buenos días, tía.

Yo me reí, en parte me hizo gracia que en un momento así, me hablara con tanto formalismo.

—¿Me estabas esperando? —Pregunté, mordiéndome los labios. Al tiempo que con una mano comenzaba a masturbarlo—. Llevo cachonda todo el fin de semana, y tú eres el culpable.

Su pene enseguida comenzó a reaccionar, y en tan solo unos segundos se endureció como una piedra.

—Anoche estuve esperando oírte gemir —indicó, señalado las bragas que reposaban sobre el escritorio.

Yo expresé una fuerte carcajada, sintiéndome más cómoda a cada momento que pensaba. Ya no me importaba lo que Leo pudiera pensar de mí. Había dejado de ser su tía, para convertirme en una hembra ansiosa que marcaba su territorio.

—¿En serio? —Interpelé, soltando una abierta risotada— ¿Vas a decirme ahora, que te da morbo, escucharme follar con tu tío?

El chico puso los ojos en blanco, indicándome que así era.

—Me pone muy cachondo, imaginarme lo que estás haciendo al otro lado, mientras yo me hago una paja. Y más ahora, que sé que por las mañanas podré follarte.

—Entonces tendré que calentar a tu tío todas las noches.

Iba a meterme su picha ya totalmente empalmada de nuevo en la boca, cuando sentí como tiraba de mis cabellos hacia él.

—Ven acá, putita. Súbete encima.

—¿No quieres que te la chupe? —Interpelé, incorporándome.

—Ya lo harás, ahora quiero metértela.

Yo sonreí, por fin había llegado el momento de que tía y sobrino pudieran disfrutar.

Me subí a horcajadas sobre él, apoyándome de rodillas sobre el colchón. Me elevé unos centímetros hacia arriba, para poder metérmela. Agarré su polla, y poniéndola frente a la entrada de mi vagina, dejé que mi cuerpo cayera sobre su tranca, por su propio peso. Insertándomela hasta el fondo, como Dios manda.

—¡Ah…! —Grité—. ¡Joder, qué ganas tenía de sentirte dentro de mí! —Afirmé, moviéndome en pequeños círculos sobre él.

—¡Vamos, puta! Fóllame.

No sé por qué en ese momento me giré un instante hacia atrás. Tal vez fue algo instintivo, pero el caso es que noté un leve destello de la webcam del ordenador portátil, que estaba sobre el escritorio. Inmediatamente, desconfié de que podría estar grabando la escena. Tal vez como una especie de fetiche, que querría inmortalizar para siempre «Ya hablaré luego con Leo, y se la haré borrar», pensé despreocupadamente. Pero al tiempo que comenzaba a moverme sobre él, recordé la primera mañana en la que aprovechando que se estaba duchando, yo me había colado a hurtadillas en su dormitorio. Lo que me permitió leer una caliente conversación de Chat, con un tan Manuel. En el que ambos hablaban obscenamente de mí. «¿Estaría el tal Manuel presenciándolo todo?». Mi vena, totalmente exhibicionista, me hizo desear que fuera así. Esa fantasía hizo que se encendiera aún más, el desorbitado fuego que percibía entre mis piernas. Lo que me hizo cabalgar sobre mi sobrino, gimiendo enloquecidamente. Mis grandes pechos comenzaron a balancearse de arriba abajo, al ritmo de mis frenéticos movimientos. Consciente de que eso es algo que enloquece a los hombres. Inmediatamente, Leo se apoderó de ellos, manoseándolos y besándolos como un poseso.

—Qué grande la tienes, mi amor. Necesitaba tu polla. Llámame perra, dime que soy una zorra —lo insté gritando, sintiendo más placer en cada embestida.

—Eso es lo que vas a ser para mí, una puta. Una perra a la que pienso coger todas las mañanas cuando nos quedemos solos.

—¡Sí…! —Chillé enloquecida. Totalmente fuera de control—. Deseo que me folles todos los días. Lo necesito...

El morbo que sentí imaginándome que un joven al que no conocía de nada, estuviera siendo testigo de como me entregaba a mi sobrino por primera vez. Fue un brutal estímulo para mí. No tardé en alcanzar un brutal orgasmo, que llevaba días necesitando de forma desesperada. Él escuchaba mis gritos, sorprendido, como si nunca hubiera presenciado como una brava hembra, tiende a desahogarse.

—Me voy a correr. Quiero llenarte el coño con mi leche. ¡Ah! ¡Me corro! ¡Me corro! ¡Toma mi puta! ¡Toma!

Después de que el chico eyaculara dentro de mí, nos besamos ardientemente.

—Está tu amigo Manuel viéndonos al otro lado, ¿verdad?

Leo se quedó pasmado, por un momento leí cierto temor en sus ojos.

—Lo siento…

Volví a besarlo.

—¡Quédate dentro! No quiero que la saques todavía, —le rogué, mordiéndome el labio—. Tenemos todo el día para nosotros.

Desde entonces, cuando mis hijos y mi esposo se marchaban de casa, yo acudía puntualmente a despertar a mi sobrino a su cama. Fueron días y semanas maravillosas, que me hicieron lamentar profundamente el día, en el que sus padres regresaron a España y se tuvo que ir a vivir con ellos. Aunque seguimos manteniendo nuestra relación en secreto, durante años.

Ha pasado tiempo y bastantes cosas desde aquel primer encuentro. Pero aún seguimos viéndonos a escondidas, varias veces al año. No afectó para nada a nuestra relación, que yo acabara pidiéndole el divorcio a su tío, o que actualmente Leo esté casado y tenga un hijo.
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