Mi Tío Alberto me había invitado a pasar el verano con él y mis primos, en la finca que posee cerca de Cáceres en Extremadura. Yo soy Sara, tengo 29 años y vivo en San Martín de los Llanos, una ciudad al sur de Bogotá, a unos 60 kilómetros, de Villavicencio. El viaje había sido largo y cansino. Sudorosa y algo mareada aún, por el efecto del jet lag, me encontraba en el andén de la estación, esperando no sabía muy bien qué, ni a quién. Recogí el equipaje, dos maletas y un bolso de mano, como pude y me encaminé hacia la salida de la estación.
En dirección hacia mí se acercaba por el amplio vestíbulo de la estación, un chico de color de unos 35 años de edad, de complexión fuerte que, cuando llegó a mi altura me dijo.
Emprendimos el camino y rápidamente nos encontrábamos en carretera. El calor de julio pegaba de lo lindo. El coche, menos mal, tenía climatizador y eso hacía más liviano el viaje. Yo iba vestida muy de verano con una camiseta color malva de tirantes muy amplia, un pantalón tipo short vaquero y una sandalias muy veraniegas. Una gorra y unas grandes gafas de sol, completaban el conjunto. Cuando llevábamos recorridos unos 40 kilómetros, el coche deja la carretera en un desvío y enfila un camino angosto y pedregoso.
Con el incidente se me olvidó por completo que estaba con la camiseta levantada, y el short y el tanga a la altura de los tobillos. Nbongo no paraba de mirarme y eso me inquietaba y me excitaba a la vez. Se acercó a mí y pude observar un brillo en los ojos y una franca sonrisa que resaltaba los blancos dientes de su tez marrón. Me di la vuelta no sé porqué, casi por instinto, para taparme de la mirada del hombre, en el fondo no quería. Él se acercó aún mas y asiéndome por las caderas me atrajo hacia él y pude notar su miembro, como se estrujaba en mi trasero. Sin decir nada me volví y simplemente con mirarnos, ya sabíamos lo que queríamos. Nbongo me besó en la boca. Fue un beso largo y sensual. Me recorrió con su lengua el interior de mi boca, que me excitó como nunca. Con un –ahora vuelvo—Nbongo se acercó al coche y sacó del maletero una manta que extendió en el suelo, bajo los árboles.
Yo estaba excitadísima. Le desabroché la correa del pantalón y se lo baje junto con los slips. Ante mí salió un enorme falo que en reposo, podía medir unos 20 centímetros de largo y unos 4 de diámetro. Me relamí y empecé a ensalivarlo desde la punta hasta los huevos. No me lo podía meter entero en la boca. Lo lamía una y otra vez. Yo estaba de rodillas ante él. Él de pié y con la cabeza hacia atrás, no paraba de resoplar. Nunca había estado con un chico de color y ahora estaba comprobando que era cierto lo del tamaño del miembro de los negros. Era colosal y todavía no estaba en su máximo apogeo. Se agachó y tumbándome bocarriba sobre la manta, me abrió las piernas de tal manera que mi coño quedó a merced de su boca y de sus dedos. Su magistral lengua, fue recorriendo con curiosidad los pliegues de mi coño, como nunca antes me lo habían hecho. Unas veces con sus dedos y otras con su lengua, iba trabajando la zona que une mi coño con el ano introduciendo lenta y rítmicamente dos dedos en mi agujero trasero. Era maravilloso.
De repente se giró, dejando su herramienta a la altura de mi boca. Colocándonos en la posición del 69. Ante tal invitación probé a tragármelo entero. Ahora era más grande que al principio, por lo que sólo pude tragar la mitad. Su glande golpeaba en mi garganta, hasta el punto casi de asfixiarme. A estas alturas yo ya me había corrido dos veces. Nbongo era un experto. Sabía que su polla era poderosa y sabía como usarla. Se dio de nuevo la vuelta y encarándola a la entrada de mi coño, introdujo con suavidad buena parte de su miembro. Empezó un vaivén lento al principio. La sacaba entera y la volvía a meter lentamente. Ya no había marcha atrás. Su glande llegaba a lo infinito, a sitios de mi vagina que nunca antes habían recibido intruso alguno. Era maravilloso sentirla dentro, llenando todos y cada uno de los rincones de mi sexo. Perdí la cuenta de los orgasmos que tuve, pero el seguía ensartándome con su caliente polla, una y otra vez. Yo arqueaba mi cuerpo queriéndola sentir aún más adentro. Nbongo la sacó y llevándola hasta mi cara se corrió de una forma extraordinaria, llegando restos de semen a mi camiseta, mi pelo, y a mis labios.
Estuvimos un rato acostados, recuperándonos de la tremenda sesión de sexo que habíamos tenido. Yo estaba abrazada a él, como una hembra sabedora de que ese macho le pertenecía.
Minutos después recogimos la manta, nos arreglamos las ropas y me aseé un poco con agua que llevaba en el coche y emprendimos la marcha hacia la finca. Durante el trayecto estuvimos conversando de su vida, de su trabajo en la finca, de mi tío, de todo en general. La experiencia vivida con Nbongo, nos había unido como buenos amigos y prometía un buen verano en aquellos parajes extremeños
Capítulo 2.- El Reencuentro.
Tras casi dos horas de viaje, llegué a la entrada de la finca de mi tío. "Bienvenido a La Mansión", rezaba un cartel sobre uno de las dos mochetas que delimitaban la entrada a la hacienda. Era el lema que presidía la entrada a la finca, a modo de bienvenida. "Le ha cambiado el nombre", pensé. Desde la entrada hasta la casa, aún quedaban unos diez minutos. El camino estaba jalonado por encinas, chaparros y alguna higuera. Estaba atardeciendo y el sol empezaba a buscar el horizonte. A lo lejos se veía la casa majestuosa. La finca era grandísima, y la casa no le iba a la zaga.
Mi tío vivía allí todo el año junto a sus hijos y el personal de servicio aunque éstos tenían su alojamiento en un edificio aparte. El servicio lo componían: Laura, la sirvienta, una chica rubia de unos 25 años. Salud, la cocinera, una mujer de pelo moreno, racial, de unos cuarenta y pocos años. Emilio, el jardinero un joven de apenas 30 años y Nbongo, el chófer, un guineano de unos 35 años.
El camino y los arcenes se veían cuidados, por lo que deduje que ya estábamos cerca de la casa. Cuando llegamos, me quedé alucinada. No la recordaba así. Mi tío no solo le había cambiado el nombre a la finca, también la había rediseñado al menos en su aspecto exterior y en sus jardines. Sin duda le iban bien las cosas. Los negocios de exportación iban viento en popa. Delante de ella, había una fuente grande, redonda, rodeada de setos y parterres, que tenían que bordear los vehículos que llegaban hasta ella. Rodeando la casa, había unos jardines de flores preciosas, que le daban un ligero aspecto a un cottage inglés.
Nbongo paró el vehículo delante justo de la escalinata que conducía a la puerta de entrada. El chófer bajó pero yo, sin esperar que me abriese la puerta del auto, me bajé. En ese instante se abrió la puerta de la casa y apareció mi tío con un atuendo deportivo. Mi tío estaba muy bien conservado para la edad que tenía. Aparentaba unos 45 años, pero en realidad tenía mas de cincuenta, el pelo algo canoso, 1,76 de estatura y no muy grueso. Hacía algunos años que enviudó de su primera mujer, la cual le había dado dos hijos, Daniel de 31 años y Teresa de 26.
El salón era enorme, con varios sofás separando los distintos ambientes del salón, un par de mesas grandes, de cristal, con unas sillas de diseño. De las paredes colgaban varios cuadros. Mi ignorancia pictórica es grande, a pesar de ello logré descifrar varios pintores consagrados. Dos cuadros eran, seguro, de Kandinsky y uno de Monet, así como varias esculturas de corte vanguardista. La planta baja de la casa, la completaban la cocina, un par de aseos, una terraza trasera desde la que se divisaba la imponente piscina de verano, una piscina de invierno climatizada y un porche acristalado.
Arriba se encontraban los dormitorios, seis en total, más dos cuartos de baño. Junto a la casa también se encontraba un edificio que como he dicho antes, albergaba las habitaciones del servicio y más alejado hacia el camino que conducía al río, las caballerizas.
Gisella se había marchado a buscar a mi tío a la pista de tenis y mi prima y yo nos quedamos en el salón hablando de nuestras cosas.
Sin duda el tiempo que hacía que no nos veíamos, contribuyó a que el sesenta y nueve que estábamos haciendo fuese maravilloso y perfecto. Su lengua me hacía vivir sensaciones olvidadas y me transportaba a un mundo olvidado por mí, vividos hace ya algunos años junto a mi prima. Mis caricias se intensificaron cuando empecé a notar la llegada inminente de otro orgasmo. Esto hizo que Teresa arqueara su cuerpo, signo evidente que también estaba sintiendo la llegada del clímax. Sin despegar ninguna de las dos la boca del coño de la otra, nos corrimos de una forma salvaje y bestial, quedándonos exhaustas y sin fuerza, rendidas encima de la cama.
Tras unos segundos dije - ¡Ha sido genial! – entre jadeos y con la respiración acelerada.
En dirección hacia mí se acercaba por el amplio vestíbulo de la estación, un chico de color de unos 35 años de edad, de complexión fuerte que, cuando llegó a mi altura me dijo.
- ¿Es Vd. la señorita Sara Enríquez?
- Sí, - le contesté.
- Bienvenida a Cáceres. Me llamo Tomás Nbongo, soy el chófer de Don Alberto. He venido a recogerla y a trasladarla a casa de su tío. Permítame que le ayude con el equipaje.
- Muchas gracias, muy amable.
- ¿Necesita realizar alguna gestión antes de trasladarnos a la finca? – me preguntó amablemente.
- No. – le respondí.
- Pues en marcha, aún nos queda más de una hora de camino.
Emprendimos el camino y rápidamente nos encontrábamos en carretera. El calor de julio pegaba de lo lindo. El coche, menos mal, tenía climatizador y eso hacía más liviano el viaje. Yo iba vestida muy de verano con una camiseta color malva de tirantes muy amplia, un pantalón tipo short vaquero y una sandalias muy veraniegas. Una gorra y unas grandes gafas de sol, completaban el conjunto. Cuando llevábamos recorridos unos 40 kilómetros, el coche deja la carretera en un desvío y enfila un camino angosto y pedregoso.
- ¿No me digas que es por aquí?
- Sí. Por aquí es mas corto. Además no podemos seguir por la carretera, debido a las obras de desdoble de la carretera. Llevan varios meses trabajando en este tramo. Lo siento.
- Bueno, no te preocupes, esperemos que no haya muchos baches.
- Perdona, Tomás – le dije al chófer.
- Por favor señorita, llámeme Nbongo, todo el mundo me conoce y me llama Nbongo.
- Pues entonces trátame de tú.
- No se si debo… --
- ¿Podrías parar allí, junto a aquellos árboles, por favor? Tengo necesidad urgente de orinar.
- Claro señorita.
Con el incidente se me olvidó por completo que estaba con la camiseta levantada, y el short y el tanga a la altura de los tobillos. Nbongo no paraba de mirarme y eso me inquietaba y me excitaba a la vez. Se acercó a mí y pude observar un brillo en los ojos y una franca sonrisa que resaltaba los blancos dientes de su tez marrón. Me di la vuelta no sé porqué, casi por instinto, para taparme de la mirada del hombre, en el fondo no quería. Él se acercó aún mas y asiéndome por las caderas me atrajo hacia él y pude notar su miembro, como se estrujaba en mi trasero. Sin decir nada me volví y simplemente con mirarnos, ya sabíamos lo que queríamos. Nbongo me besó en la boca. Fue un beso largo y sensual. Me recorrió con su lengua el interior de mi boca, que me excitó como nunca. Con un –ahora vuelvo—Nbongo se acercó al coche y sacó del maletero una manta que extendió en el suelo, bajo los árboles.
Yo estaba excitadísima. Le desabroché la correa del pantalón y se lo baje junto con los slips. Ante mí salió un enorme falo que en reposo, podía medir unos 20 centímetros de largo y unos 4 de diámetro. Me relamí y empecé a ensalivarlo desde la punta hasta los huevos. No me lo podía meter entero en la boca. Lo lamía una y otra vez. Yo estaba de rodillas ante él. Él de pié y con la cabeza hacia atrás, no paraba de resoplar. Nunca había estado con un chico de color y ahora estaba comprobando que era cierto lo del tamaño del miembro de los negros. Era colosal y todavía no estaba en su máximo apogeo. Se agachó y tumbándome bocarriba sobre la manta, me abrió las piernas de tal manera que mi coño quedó a merced de su boca y de sus dedos. Su magistral lengua, fue recorriendo con curiosidad los pliegues de mi coño, como nunca antes me lo habían hecho. Unas veces con sus dedos y otras con su lengua, iba trabajando la zona que une mi coño con el ano introduciendo lenta y rítmicamente dos dedos en mi agujero trasero. Era maravilloso.
De repente se giró, dejando su herramienta a la altura de mi boca. Colocándonos en la posición del 69. Ante tal invitación probé a tragármelo entero. Ahora era más grande que al principio, por lo que sólo pude tragar la mitad. Su glande golpeaba en mi garganta, hasta el punto casi de asfixiarme. A estas alturas yo ya me había corrido dos veces. Nbongo era un experto. Sabía que su polla era poderosa y sabía como usarla. Se dio de nuevo la vuelta y encarándola a la entrada de mi coño, introdujo con suavidad buena parte de su miembro. Empezó un vaivén lento al principio. La sacaba entera y la volvía a meter lentamente. Ya no había marcha atrás. Su glande llegaba a lo infinito, a sitios de mi vagina que nunca antes habían recibido intruso alguno. Era maravilloso sentirla dentro, llenando todos y cada uno de los rincones de mi sexo. Perdí la cuenta de los orgasmos que tuve, pero el seguía ensartándome con su caliente polla, una y otra vez. Yo arqueaba mi cuerpo queriéndola sentir aún más adentro. Nbongo la sacó y llevándola hasta mi cara se corrió de una forma extraordinaria, llegando restos de semen a mi camiseta, mi pelo, y a mis labios.
Estuvimos un rato acostados, recuperándonos de la tremenda sesión de sexo que habíamos tenido. Yo estaba abrazada a él, como una hembra sabedora de que ese macho le pertenecía.
Minutos después recogimos la manta, nos arreglamos las ropas y me aseé un poco con agua que llevaba en el coche y emprendimos la marcha hacia la finca. Durante el trayecto estuvimos conversando de su vida, de su trabajo en la finca, de mi tío, de todo en general. La experiencia vivida con Nbongo, nos había unido como buenos amigos y prometía un buen verano en aquellos parajes extremeños
Capítulo 2.- El Reencuentro.
Tras casi dos horas de viaje, llegué a la entrada de la finca de mi tío. "Bienvenido a La Mansión", rezaba un cartel sobre uno de las dos mochetas que delimitaban la entrada a la hacienda. Era el lema que presidía la entrada a la finca, a modo de bienvenida. "Le ha cambiado el nombre", pensé. Desde la entrada hasta la casa, aún quedaban unos diez minutos. El camino estaba jalonado por encinas, chaparros y alguna higuera. Estaba atardeciendo y el sol empezaba a buscar el horizonte. A lo lejos se veía la casa majestuosa. La finca era grandísima, y la casa no le iba a la zaga.
Mi tío vivía allí todo el año junto a sus hijos y el personal de servicio aunque éstos tenían su alojamiento en un edificio aparte. El servicio lo componían: Laura, la sirvienta, una chica rubia de unos 25 años. Salud, la cocinera, una mujer de pelo moreno, racial, de unos cuarenta y pocos años. Emilio, el jardinero un joven de apenas 30 años y Nbongo, el chófer, un guineano de unos 35 años.
El camino y los arcenes se veían cuidados, por lo que deduje que ya estábamos cerca de la casa. Cuando llegamos, me quedé alucinada. No la recordaba así. Mi tío no solo le había cambiado el nombre a la finca, también la había rediseñado al menos en su aspecto exterior y en sus jardines. Sin duda le iban bien las cosas. Los negocios de exportación iban viento en popa. Delante de ella, había una fuente grande, redonda, rodeada de setos y parterres, que tenían que bordear los vehículos que llegaban hasta ella. Rodeando la casa, había unos jardines de flores preciosas, que le daban un ligero aspecto a un cottage inglés.
Nbongo paró el vehículo delante justo de la escalinata que conducía a la puerta de entrada. El chófer bajó pero yo, sin esperar que me abriese la puerta del auto, me bajé. En ese instante se abrió la puerta de la casa y apareció mi tío con un atuendo deportivo. Mi tío estaba muy bien conservado para la edad que tenía. Aparentaba unos 45 años, pero en realidad tenía mas de cincuenta, el pelo algo canoso, 1,76 de estatura y no muy grueso. Hacía algunos años que enviudó de su primera mujer, la cual le había dado dos hijos, Daniel de 31 años y Teresa de 26.
- ¡Querida Sara, que alegría de verte!. Te recordaba todavía con coletas y calcetines, pero veo que te has convertido ya en toda una mujer. – dijo mi tío con gestos de alegría.
- ¡Hola tío!. Hacía tiempo que tenía ganas de verte. – le contesté yo, acercándome a él y dándole dos besos.
- Deja ahí el equipaje. El servicio te lo llevará hasta tu habitación. Antes te enseñaré todo esto.
- ¡Prima Sara!. – me dijo Teresa, emocionada de verme.
- ¡Mi prima preferida!. – le contesté.
- Estaba deseando que llegaras. Lo pasaremos muy bien juntas y te contaré los últimos chismes de la familia. Mira te voy a presentar a Gisella, es la novia de mi padre. – concluyó mi prima.
- Encantada. – dijo Gisella, dándome dos besos.
- Igualmente. Me alegro de conocerte. – le contesté.
- Papá, no te preocupes, Gisella y yo le enseñaremos la casa. Vete tranquilo a tu clase de pádel. Te estarán esperando. – le dijo Teresa a su padre.
El salón era enorme, con varios sofás separando los distintos ambientes del salón, un par de mesas grandes, de cristal, con unas sillas de diseño. De las paredes colgaban varios cuadros. Mi ignorancia pictórica es grande, a pesar de ello logré descifrar varios pintores consagrados. Dos cuadros eran, seguro, de Kandinsky y uno de Monet, así como varias esculturas de corte vanguardista. La planta baja de la casa, la completaban la cocina, un par de aseos, una terraza trasera desde la que se divisaba la imponente piscina de verano, una piscina de invierno climatizada y un porche acristalado.
Arriba se encontraban los dormitorios, seis en total, más dos cuartos de baño. Junto a la casa también se encontraba un edificio que como he dicho antes, albergaba las habitaciones del servicio y más alejado hacia el camino que conducía al río, las caballerizas.
Gisella se había marchado a buscar a mi tío a la pista de tenis y mi prima y yo nos quedamos en el salón hablando de nuestras cosas.
- Sara, te mostraré tu habitación. Nbongo y Laura ya han subido tu equipaje. Sin duda te querrás duchar antes de cenar, ¿No?.
- Lo estoy deseando. Llevo dos días viajando y la verdad, el desodorante ya no me hace efecto.
- Te quería dar una bienvenida especial, querida prima.
- Yo también he deseado este momento, desde hace mucho tiempo.
- Tenemos tiempo durante este verano, de recordar aquellas tardes a la orilla del río, dando rienda suelta a nuestra pasión.—dijo Teresa, mientras acercaba de nuevo su boca a la mía para sellar aquellas palabras, pronunciadas desde el corazón.
- Pero ahora te quiero ofrecer un anticipo de lo que te espera en estas vacaciones. Concluyó Teresa.
Sin duda el tiempo que hacía que no nos veíamos, contribuyó a que el sesenta y nueve que estábamos haciendo fuese maravilloso y perfecto. Su lengua me hacía vivir sensaciones olvidadas y me transportaba a un mundo olvidado por mí, vividos hace ya algunos años junto a mi prima. Mis caricias se intensificaron cuando empecé a notar la llegada inminente de otro orgasmo. Esto hizo que Teresa arqueara su cuerpo, signo evidente que también estaba sintiendo la llegada del clímax. Sin despegar ninguna de las dos la boca del coño de la otra, nos corrimos de una forma salvaje y bestial, quedándonos exhaustas y sin fuerza, rendidas encima de la cama.
Tras unos segundos dije - ¡Ha sido genial! – entre jadeos y con la respiración acelerada.
- Pues, como te comenté, esto solo ha sido el principio. Sara, estas vacaciones no las olvidarás nunca. – Afirmó mi prima con una amplia sonrisa y dándome un beso en el pezón.