Ramón y Cristina, su Madre Sumisa – Capítulos 01 al 02

heranlu

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Ramón y Cristina, su Madre Sumisa – Capítulos 01 al 02

Ramón y Cristina, su Madre Sumisa – Capítulo 01

La escena era puerca y morbosa. Ramón charlaba relajadamente por el móvil. Estaba repantingado en una cómoda butaca del salón. Completamente desnudo tenía las piernas levantadas y abiertas, con la polla tiesa como un palo y el culo al borde del sillón, al alcance de la lengua de la puerca. Ésta no era otra que Cristina, su madre, una jamona cincuentona que, sumisa y obediente, permanecía a cuatro patas sobre la mullida alfombra. Su culazo de cerda estaba en pompa, mostrando, incrustado en el ojete, un plug rosa con el tope decorado con un diamantito blanco en forma de corazón. La cabeza, entre las piernas de su hijo estaba colocada en perfecta posición para poder realizar una buena lamida de ojete. Era el primer beso negro que hacía y pretendía esmerarse y dejar satisfecho a su nuevo amo. Quizá esa ansiedad la perjudicó y por eso le dolió más la colleja que le arreó el muy hijo de puta sin previo aviso.

Ramón golpeó a la puta al tiempo que le decía:

—¡Joder, guarra! ¿Qué coño haces...? ¡Quita el dedo de ahí, ostia!

A Ramón no le importó nada que su interlocutor al teléfono oyese sus palabras. Era Jorge, su colega de toda la vida y un crápula de cuidado, con quien ya estaba acostumbrado a hablar cuando se follaba a alguna guarra.

—¡Joder, tío!—le dijo—. ¿Te puedes creer que la cerda está me quería meter el dedo en el culo?

Y, después, dirigiéndose a su sorprendida y humillada madre:

—A ver si te enteras de una puta ver, cerda... En mi ojete, metes la lengua, ¿vale?—le levantó la cabeza, cogiéndola del pelo, contempló su asustado rostro que lagrimeaba. Le escupió y, observando el grueso reguero de saliva que bajaba por su mejilla, desde el ojo, preguntó:

—¿Lo has entendido? ¿Te ha quedado claro?

—Sí, sí, hijo... Perdona.

Ramón se apiadó y le permitió redimirse.

—Venga, no llores. —Acarició su mejilla, procurando extender la saliva por su llorosa cara—. Tranquila, cerdita, continúa y empieza a pajearme, como tú sabes. Así usas la lengua como debes y la mano en lo que toca.

Cristina, sumisa, sonrió temblorosa y agradecida y volvió a sumergir su carita entre las piernas de su hijo para continuar repelando el ojete del macho, al tiempo que meneaba su gruesa y venosa tranca que apenas si podía abarcar con su manita.

Después, Ramón continuó su conversación con su interlocutor:

—Pues lo dicho, Ramiro, tío, si acaso quedamos para este sábado.

—No tengo mucho tiempo, nos dejan los nietos en casa, pero creo que sobre las seis. Entre las seis y las ocho, más o menos, me podré escapar.

—¡Perfecto, jefe, quedamos así!—añadió, Ramón—. ¡Ah, y una última cosa…! La guarra que me está pajeando ahora mismo es una de las que te vas a follar el sábado, je, je, je… Te mando una foto. ¡Venga, guarrilla, sonríe al pajarito!

Ramón inmortalizó a su madre con la manita abarcando su polla, sus labios hinchados de chupar y babas y sudor por toda la cara. Una temblorosa sonrisa iluminaba su rostro. Ramón le hizo un gesto, indicándole que se irguiese para que se viesen sus hermosas domingas.

La foto llegó al instante a Ramiro que no tardó en comentarle su impresión a Ramón:

—¡Joder, tío, que maravilla! Se me está poniendo dura y todo… Y sin viagra… ¡Ja, ja, ja!

—Pues ya verás el sábado, ya verás… ¡Te dejo, jefe, que tengo que terminar de lefarle la jeta a la puerca esta!

Ramón colgó y minutos después culminó la jugada dejando el rostro de su madre lleno de manchurrones blancuzcos de espesa leche. Le hizo una última foto para mandar a su jefe y la dejó marchar a hacer las tareas de la casa.

A Ramón, la idea de volver, a sus treinta y dos años a vivir en casa de sus padres no es que le sedujese mucho, pero, claro, dada su mala cabeza, no tenía más remedio que aceptar la oferta que, a regañadientes, le habían hecho sus progenitores. Tampoco es que se llevase especialmente bien con ellos, sobre todo con, Cristina, su madre, con la que desde siempre tuvo roces constantes, pero, dada su precaria situación económica, se vieron en la obligación de acogerlo en casa cuando se vio de patitas en la calle.

Al menos con, Aniceto, su padre, se llevaba bastante mejor. Sobre todo, desde que tuvo el accidente que obligó al viejo a retirarse y pasar el tiempo en silla de ruedas. Su carácter se había suavizado bastante y Ramón esperaba que la convivencia en el pequeño piso familiar fuese, por lo menos, llevadera.

Ramón, estaba en una situación delicada por un proceso de divorcio a cara de perro en el que las cosas estaban bastante enconadas entre Claudia, su ex y él. En honor a la verdad hemos de decir que la culpa era toda y absolutamente de nuestro héroe. Su mujer, volviendo pronto del trabajo por una inoportuna alergia primaveral, le había pescado en el lecho matrimonial enculando a su mejor amiga (que, lógicamente, había dejado de serlo desde ese instante…) mientras berreaba obscenidades y le agarraba de los pelos para que la puerca arquease bien la espalda y bambolease sus domingas, a la sazón algo menores que las de la santa esposa.

El cuadro resultó espectacular ya que estaban en el centro de la cama matrimonial, de cara a la puerta, en la que, temerosa y sorprendida, se había quedado petrificada la buena de Claudia, que, oyendo desde la entrada los berridos del putero de su esposo, se había acercado temerosa hasta el umbral.

El descubrimiento coincidió, ya era mala suerte, con el momento en el que Ramón sacaba la polla del ojete con la intención de correrse en la cara de la cerda. Pero, claro, al ver a su esposa enfrente, no le dio ni tiempo a hacerlo y empezó a soltar borbotones de esperma que salieron disparados en todas las direcciones. De hecho, unas gotas llegaron a caer en el quicio de la puerta, junto a la mano de Claudia que, temblando, agarraba el dintel.

Su amiga, asombrada, se quedó con la boca abierta y Ramón, consciente del asunto, se limitó a poner cara de póquer y ni siguiera amagó con aquello de «¡Cariño, no es lo que parece!». Porque sí, era exactamente lo que parecía.

Aquel día, la picha brava e incontenible de Ramón, acabó con dos matrimonios. Obviamente, con el suyo y, de rebote, con el de la mejor amiga de su esposa, ya que ésta no tardó ni diez minutos en ir con el cuento al marido cornudo, un recio transportista que, afortunadamente para la salud del bueno de Ramón, estaba de viaje en el extranjero en aquellos momentos.

No hubo opciones de reconciliación, ni alternativa posible. En un arranque de histeria digno del mejor melodrama italiano, Claudia empezó a tirar por la escalera la ropa y los trastos de Ramón y lo puso de patitas en la calle. Se quedó con los niños y le conminó a poner pies en polvorosa.

Ramón, no dijo ni pio, se limitó a recoger sus bártulos y darse el piro a una pensión hasta que recibió la oferta de sus padres. No tenía nada que objetar porque, a fin de cuentas, era la tercera vez que Claudia le pescaba en una infidelidad. Las otras dos veces había podido capear el temporal ya que lo único que su mujer pudo argumentar fueron pruebas circunstanciales. Lo típico, cuentas de hotelitos en los bolsillos, pelos, carmín en la camisa, etc. Esta vez la cosa había sido tan flagrante que no había nada que objetar. Acababa de arruinar su vida. Al menos eso parecía.

Ramón era un tipo bastante inconsciente y, como el cerebro lo tenía más bien en la polla, tampoco le dio demasiada importancia al asunto y se limitó a valorar positivamente su matrimonio. Había tenido dos críos estupendos, una mujer que estaba bastante buena, aunque era un poco sosa en la cama (no le gustaba chuparla y lo del culo, ni mentarlo…) y había vivido un periodo perfecto para un infiel vocacional como él, teniendo en cuenta lo crédula y confiada que era Claudia.

Si hacía balance de su matrimonio, se encontraba que en los ocho años de duración había llevado una vida sexual con una actividad desbordante. No le habían faltado oportunidades y las había aprovechado todas.

Era fontanero y solía visitar bastantes domicilios en los que era común encontrar a amas de casa que, en ausencia de sus maridos, se encargaban de avisar para las reparaciones domésticas y las instalaciones. Y, más o menos, una vez cada mes, le surgía alguna oportunidad de mojar el churro.

Como dijimos antes, Ramón no desaprovechó ni una de esas oportunidades. Además de tener, casi siempre, un ligue fijo, se había cepillado a casi todas las amigas de su mujer. Bueno, a todas las que estaban potables, claro. Y lo había hecho con la suficiente habilidad como para que ninguna de ellas fuese con el cuento ni a su mujer, ni a las otras… Como experto en adulterio, solía buscar, preferentemente, mujeres casadas que no tuvieran la más mínima intención de tirar por la borda sus matrimonios y, salvo alguna que se encoñó un poco con él, la cosa le salió perfecta.

Por lo tanto, Ramón se podía dar con un canto en los dientes si su mujer sólo se había enterado de las dos infidelidades supuestas y la definitiva flagrante. Era la punta de un Iceberg, pero al menos su dignidad quedaba más o menos a salvo. La gente pensaría que sólo había sido una vez y tal, y tal…

Más o menos ese fue el cuento que contó a sus padres: que había sido una cosa esporádica. Se ve que coló, porque enseguida le dieron el pasaporte para volver a su antigua habitación.

No podía hacer gran cosa más. Estaba sin un duro y, además, tras el divorcio, con toda seguridad, le iba a tocar pasar una buena pasta a su ex, amén de la manutención de los críos. Necesitaba recortar gastos, así que, sin dudar, aceptó el retorno al hogar de su infancia y se mostró sinceramente agradecido. Aunque no las tenía todas consigo en cuanto a que la cosa fuese a funcionar bien.

Al menos no tenía problemas de trabajo. Un buen fontanero siempre tiene donde enchufar la tubería, ja, ja, ja… Ironías aparte, ciertamente, en cuanto se instaló en casa de sus padres, se colocó en una empresa local de albañilería para hacer instalaciones, gracias a los contactos que todavía mantenía su padre y, al margen de eso, empezó a hacer chapuzas en negro para sacarse una pasta extra para sus vicios.

Bueno, sus vicios, eran básicamente sacar dinero para putas, por lo menos hasta que se hiciese con un par de folla-amigas para ir metiéndola de vez en cuando. Está claro que era un vicioso de cuidado, o, como se dice actualmente, un adicto al sexo, que siempre queda más científico.

En cuanto a su vida casera, la relación con sus padres era más o menos correcta. Mejor de lo que esperaba, la verdad.

Cristina, su madre, que en aquellos momentos tenía 54 años, se conservaba bastante bien para su edad. Años atrás había estado un poco gordita, tampoco mucho, pero desde que, un par de años antes, se había apuntado a clases de Zumba con su amiga Pilar, una antigua vecina, se había puesto bastante en forma. Se podría considerar que era una jamona madura: buenas tetas, buen culo y algo entrada en carnes, pero todo firme y en su sitio. Solía vestir de una modo bastante cateto y anticuado, con ropa cómoda y nada llamativa, pero, así y todo, era difícil no fijarse en sus enormes domingas y su voluminoso culazo, bastante llamativos y que todavía eran capaces de levantar alguna que otra polla en el vecindario, aunque Cristina no se dedicase a explotar sus encantos, sino todo lo contrario. Ramón, obviamente, no se había fijado en su madre como mujer, y se limitaba a observarla como madre y como el ama de casa que le hacía la comida y le lavaba la ropa. Así que la relación era estrictamente familiar, sin segundas intenciones, por lo menos en aquellos momentos.

En cuanto a Aniceto, su padre, que rondaba los 65 años y llevaba ya jubilado por invalidez unos cuantos por culpa de un accidente. Pasaba su tiempo del bar, adonde iba a jugar al dominó en su silla de ruedas, y la televisión, en la que pasaba la tarde-noche, sentado en el sofá, dónde lo colocaba su esposa después de comer y sólo lo sacaba un par de veces a mear y, posteriormente, para llevarlo a la cama. Al menos no era un tipo porculero y no incordiaba mucho con chorradas. Era bien consciente de cuánto le debía a su esposa que sacrificaba la mayor parte de su tiempo en cuidarlo, darle de comer y mantenerlo limpio. Un par de días por semana venía una señora a ayudar a su madre a lavarlo a fondo.

Fue a ese ambiente familiar al que se acopló Ramón y, aunque no colaboraba demasiado ni en las labores de la casa, ni en el cuidado de su padre, sí procuraba no molestar y hacer su vida. Algo es algo.

Con el paso de los días, Ramón se fue dando cuenta de que no podía mantener el ritmo de dinero que estaba gastando en guarras. Tres polvos por semana a unos cien euros por polvo era un dineral. Al bueno de Ramón no le bastaban las peladuscas arrastradas, tenía unos mínimos estándares de calidad… Al margen de algún que otro ligue esporádico, todavía no había podido encontrar ninguna novia más o menos estable, así que estaba empezando a ponerse algo nervioso porque veía que sus escasos ingresos se iban volatilizando.

Fue en esa época cuando su madre le rogó que acudiera a hacer un trabajillo, a buen precio, a casa de Pilar, su compañera de Zumba y a la que él también conocía porque le había cuidado más de una vez cuando era niño.

Ramón aceptó, como no podía ser menos. Eso sí, no tenía la más mínima intención de hacerle un buen precio a la mujer. Más bien al contrario. No estaba la cosa como para andar haciendo regalos.

Pilar, era de la misma edad que su madre. Se conocían desde niñas, habían sido compañeras de clase en el colegio de monjas y era su mejor amiga. Era un poco más alta, rubia de bote, pelo liso y media melena. No era tan guapa como su madre, y estaba un poco más delgada, pero, siendo objetivos, tenía un polvo. Tetas gordas, cintura estrecha y un culete proporcionado. Era además muy agradable, amable y generosa. Muy buena gente, vamos. Nada en su actitud hacía presagiar que iba acabar convertida en la putita de Ramón.

Pilar llegó a casa de su amiga aquella tarde con un aspecto bastante preocupante. Cristina se dio cuenta en seguida, nada más verla entrar por la puerta. Unas enormes gafas de sol ocultaban sus ojos llorosos. En cuanto se las quitó, Cristina comprobó que también lucía ojeras por las noches de insomnio que luego le confirmó que estaba padeciendo.

Lo único que le chirrió a Cristina fue el atuendo, que no cuadraba demasiado con el look que solía tener Pilar habitualmente. Hacía más de un mes que no la veía, justo desde que se la encontró y le contó el problema de fontanería por el que le mandó a Ramón. No era tanto tiempo, pero, dado el aspecto de su amiga, parecían años. Llevaba unos leggins negros ajustadísimos, de esos que no dejan nada a la imaginación y que marcaban perfectamente su coño. Por detrás, cómo pudo ver cuando le acercó una silla para sentarse, se veía la tira de un tanga negro. No sabía que su amiga de siempre usase ese tipo de ropa interior, pero, dado el resto del conjunto, tampoco desentonaba. Pilar completaba su atuendo con un top muy ajustado, con un escote de vértigo, que resaltaba sus melones, y dejaba a la vista el ombligo, donde un piercing con una pequeña crucecita de plata se balanceaba a cada paso de su cuerpo serrano. Unas sandalias de plataforma dejaban ver sus uñas pintadas de rojo intenso, a juego con las uñas de las manos y el color de labios. Resumiendo mucho, parecía un auténtico putón maduro buscando guerra.

Cristina no pudo evitar hacer un comentario en cuanto la tuvo sentada frente a ella.

—¡Joder, hija, vaya cara llevas! ¡Y menudo modelito…! No sabía yo que te gustase ese estilo…

Pilar se limpió las incipientes lágrimas con un pañuelo, aún a riesgo de hacer correr más el rímel de sus ojos, y no pudo evitar balbucear.

—Lo siento… Es que estoy fatal… Y del modelito, bueno… Él me hace salir siempre así de casa… Es cómo le gusta que vaya. En plan guarra, cómo dice él…

“¿Él?”, pensó Cristina, “¿De quién habla…?”, con toda seguridad no podía referirse a Salva, su marido, un tipo chapado a la antigua y clasicote que, desde luego, nunca había dado señales de que le gustasen las mujeres más de lo estrictamente necesario: hacer la comida, procrear, limpiar la casa, etc.

Cristina tampoco podía creer que Pili se hubiera echado un ligue o algo similar. No era de ese tipo de mujer. Era tradicional y conservadora. Como ella misma. Y, por otra parte, siempre se habían contado absolutamente todo. Aunque está claro que algo raro estaba sucediendo. La llamada angustiada de Pilar aquella misma mañana, pidiéndole ayuda desesperadamente y entre lágrimas, sin decir ni pío de lo que le estaba pasando ya la había puesto en alerta y, por tanto, tampoco hizo amago de sorpresa ante su aspecto, simplemente se dispuso a escuchar y enterarse de qué es lo que estaba pasando.

—Bueno, bueno, tranquila, Pili. Toma un poco de café y serénate. Anda, cuéntame qué es lo que pasa que me tienes muy preocupada… —Cristina apaciguó las aguas y, después, asistió al torrente de confesiones que salió por la boca de su amiga de la infancia con un asombro que no pudo evitar que se reflejase en su rostro.

—Es que no sé ni por dónde empezar, Cristina… —Pilar gimoteó un poco más, antes de proseguir—. La verdad es que, lo mejor será decirlo de golpe. Tengo un amante. O quizá sería mejor decir que lo tenía… No lo sé. Mi vida ha dado un vuelco… Y tengo que arreglar las cosas antes de despeñarme. No sé si me explico…

Cristina, que ya se esperaba algo similar, no hizo ningún gesto, al margen de una especie de sonrisa comprensiva y dejó que Pilar siguiese con su explicación. Se sentía ciertamente intrigada. Quería llegar al fondo del asunto y, si podía, ayudar a su amiga.

—Mira, hace un mes, más o menos, conocí a un chico. Un chico joven, que podría ser mi hijo, la verdad. En realidad, lo conocía de antes, pero esta vez lo vi con otros ojos. Y él también a mí. No te cuento los detalles de cómo fue porque, a fin de cuentas, tampoco viene al caso. Basta con que sepas que despertó en mí cosas que nunca había sentido antes. No sé muy bien cómo me sedujo, pero el caso es que, a los dos días de verlo ya comía prácticamente en su mano y lo que parecía una bonita y romántica historia de amor, se convirtió en una pesadilla sexual a la que no pude resistirme. Nunca había deseado a nadie. No sabía lo que era sentirse cachonda hasta ese instante y eso se puso muy por encima de cualquier fantasía amorosa o romántica que te puedas imaginar. Ya te digo yo, Cristina, que el sexo es un motor mucho más poderoso que el amor… Mucho más…

Cristina, se limitó a asentir comprensiva, pero sin compartir demasiado las palabras de su amiga. Quizá porque nunca había sentido nada igual. Su vida sexual era, o mejor sería decir que había sido porque llevaba en dique seco unos cuantos años, tan monótona y rutinaria como el resto de su vida: sin emociones, sin sorpresas, sin orgasmos. Un fiasco, vamos. Aunque, claro, si tus expectativas ni se plantean mejorar, tampoco es tan frustrante, ¿no?

Pilar, continuó con su historia:

—Podría decir que me sedujo, pero mentiría si no añadiese que me dejé y que me resultó halagador. Que un joven me tirase los tejos de una forma tan descarada me hizo sentir bien. Y más, pensado que la cosa no iba a pasar de ahí… Pero pasó, vaya sí pasó… Y fue muy rápido. De los tonteos del primer día, pasamos a los morreos del segundo y, después, la cosa se aceleró. Cada día, en cuanto Salva salía de casa, le mandaba un mensaje por Whatsapp y, a los cinco minutos, ya había llamado al timbre y estábamos en el sofá pegándonos el lote. A mí, al principio, me pareció que la cosa no tenía por qué ir mucho más lejos. No tenía la más mínima intención de follar con él. Y eso que el coño se me ponía hecho un charco en cuanto me metía la lengua en la boca—. Oír hablando así a Pilar, estaba resultando cuando menos sorprendente a Cristina. Esa manera de hablar no casaba con la imagen que tenía de su amiga, pero estaba claro que ya no era la misma, que la experiencia la había cambiado—. Yo pensaba que el chico tampoco quería tener nada más intenso que lo que estábamos viviendo y que no querría tener un rollo con una mujer mayor y casada… A fin de cuentas, está de buen ver y creo que no le deben faltar oportunidades con chicas de su edad. No tenía ni puta idea de lo retorcido que era y de que tenía bien claro lo que andaba buscando…

Pilar se detuvo un momento para tomar un sorbo de café antes de continuar. Cristina observó su gesto tembloroso mientras desgranaba los hechos y respetó la pausa y el silencio.

—Estaba claro— prosiguió Pilar— que la situación no podía prolongarse muchos días más. A fin de cuentas, ni él, ni yo éramos dos adolescentes que se conformasen con un morreo y un magreo de las tetas… Bueno, corrijo, yo quizá sí, con esa estúpida fantasía amorosa de colegio de monjas que tengo encima. Pero él… Él, que va… Bastaba notar la presión de su polla, tiesa como un palo y como se juntaba a mi cuerpo cuando me abrazaba en el sofá. Cómo bajaba la mano hacía mi mojada entrepierna, encontrando siempre el freno de la mía… Hasta que, el tercer día, me apartó la mano con fuerza y, sujetándola, me dijo: «¡Mira, Pilar, que no tienes quince años, joder! Déjate de gilipolleces y vamos al lío, ¿de acuerdo?» Yo balbuceé un par de tibias negativas, una estúpida excusa y, después, al notar como metía su certera mano entre los pelos de mi coño para masajear el clítoris con el pulgar mientras me follaba con los otros dedos, me callé como una puta, lo que soy, y me puse a jadear corriéndome, por primera vez en años, como una bestia…

Nueva pausa, un par de lagrimones, pañuelo, mocos y Pili, ante la asombrada mirada de Cristina, siguió con su aventura:

—Después de correrme, miré su cara, su sonrisa dominante y diabólica y supe que estaba en sus manos, que haría lo que me pidiese. Y, a partir de aquel momento, así fue. Y él no se cortó un pelo en indicármelo. Mientras me metía los dedos encharcados de flujos en la boca, me dijo, claramente, que, a partir de aquel momento, iba a ser su puta y que me preparase, porque pasaría a un nuevo nivel. Lamí los salados dedos y después, roja como un tomate, pude ver cómo se bajaba los pantalones y se sacaba la polla, tiesa como un palo y bastante más gorda y larga que la del pobre Salva y, tras arrancarme las bragas de un tirón, con mi ayuda, no lo negaré, me la encajó hasta el fondo. Me dolió bastante. Nunca había sentido nada igual, pero, al momento, empecé a notar un nuevo orgasmo en camino. Me corrí dos veces mientras me follaba. Nunca, jamás lo había pasado tan bien. Él se cachondeaba de mí, y se limitaba a insultarme, que si «mira cómo disfruta la muy guarra…», que si «menuda cerda está hecha la puritana de los cojones…», que si «cómo te gusta follarte a tíos que podrían ser tu hijo, puta…», y un montón de lindezas más, irreproducibles… Tras unos diez minutos bombeando se corrió como una bestia y me dejó el coño lleno de leche… Menos mal que ya no estoy para quedarme preñada… menos mal… Después sacó la polla toda pringosa y se la limpió con las bragas rotas. Me las tiró a la cara y de un modo bastante humillante, me dijo: «Mañana, en cuanto el cornudo salga de casa, me mandas otro mensaje… Tengo el día libre y vamos a empezar la fiesta de verdad… A partir de ahora tu macho soy yo, ¿entendido?»

Cristina miró a su amiga, con unos sentimientos que oscilaban entre la rabia y la compasión por su actitud, que le parecía pusilánime por no haber sido capaz de resistir la tentación. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que Pilar, al día siguiente, siguió las instrucciones de su macho, y Cristina no pudo resistirse a hacer la pregunta a Pilar:

—Pero, ¿por qué le volviste a llamar al día siguiente…?

—Claro —respondió Pilar—, para ti debe resultar muy fácil. Con tu matrimonio perfecto y tu familia perfecta… —Cristina se sorprendió un poco de las palabras de su amiga. Si ella consideraba perfecto a un marido inválido y a un hijo separado y fracasado que iba a su puta bola… Pero no merecía la pena tomárselo en cuenta, bastaba ver su aspecto para entender que no estaba en su mejor momento—. Sé que te resultará difícil de entender, pero, al día siguiente, en cuanto Salva salió de casa aquella mañana, el coño se me puso a chorrear. Fue algo completamente físico… No podía resistirme, estaba en sus manos. Y el mensaje lo escribí con los dedos sí, pero no fue dictado por el cerebro…

—Ya… te lo dictó el coño, ¿no?—. Cristina puso una cara de escepticismo que no pasó desapercibida para Pilar.

—¡Sí, joder, Cristina, lo escribió mi coño…! ¿Te vale así…?—. Pilar rompió a llorar por enésima vez.

Tardó unos minutos en tranquilizarse y Cristina decidió mostrarse algo más empática y aparcar las críticas y el cinismo. A fin de cuentas, uno nunca sabe cómo se habría comportado en una circunstancia similar. Aunque ella estaba convencida de que nunca la habría seducido ningún jovenzuelo cachas con la polla grande. Estaba por encima de esas cosas. O eso pensaba.

—Debía estar cerca del piso —empezó de nuevo Pilar—, porque apareció muy rápido. Supongo que tenía bien claro que le iba a llamar. Esta vez la cosa se aceleró. Nada más entrar me arrancó la ropa y me dejó en pelota picada. Él también se desnudó y tenía la polla ya tiesa. Me cogió del pelo y me arrastró con él para el sofá. Se sentó y me hizo acomodarme junto a él. Sin soltarme del pelo me inclinó la cabeza hacia la polla. Estaba claro lo que quería. Pero, tú ya lo sabes, yo nunca había chupado una polla… Lo más lejos que he ido ha sido coger el pene de Salva para ayudarlo a entrar en el chocho cuando no lo tenía muy duro y eso… Que solía ser con bastante frecuencia.

—Bueno… Yo tampoco. Yo tampoco lo he hecho… Ya sabes que somos muy tradicionales…

—Igual que yo… hasta hace un mes… Nunca había chupado una polla, nunca me habían follado el culo… Nunca había lamido el ojete de un hombre… Nunca me había tragado la leche de un tío, ni me habían pringado la cara con escupitajos… Ni me había afeitado el coño… Ni me habían tatuado una polla en el cuello… —mientras decía esto último se levantó la melena y, girando la cabeza, le mostró una polla en erección de unos seis centímetros, toda venosa, y con sus dos cojones redonditos, perfectamente tatuada en la parte trasera del cuello, justo donde le caía el pelo, parecía una copia de una foto o algo similar… Una perfecta muestra de horterez y mal gusto. Algo que sólo una puta entregada llevaría en su cuerpo. Ese era el nivel al que había llegado Pilar—. Ni me vestiría como una puta, día sí, y día también—prosiguió—, a la vista de todos mis vecinos, mientras el bueno de Salva tiene que lucir una cornamenta que no se la recomiendo ni a mi peor enemiga… Ya lo sabe todo el mundo en la escalera, joder… ¡El muy cabrón me hace abrirle la puerta en pelotas! A la vista de cualquiera que pase por la escalera en ese momento. Y me pega un repaso en medio del descansillo… ¡Es un hijo de la gran puta…!

Cristina en esos momentos ya estaba atónita ante la confesión de su amiga e hizo el consabido gesto de sorpresa tapándose la boca con la palma de la mano, asombrada ante la retahíla de cerdadas que, al parecer, padecía la pobre Pilar.

—Pero, pero… Pili, ¿cómo es posible…? Esto es denunciable… —empezó Cristina.

Pero su amiga la cortó enseguida.

—¿Denunciable…? ¿Denunciable, por qué? No, hija, no… No estoy haciendo nada que no quiera hacer… Te lo juro, Cristina. Esto me lo he buscado yo misma. Soy una puta viciosa. El problema es que no lo sabía… No, nunca le he dicho nada, ni le he llevado la contraria… Cuando aprendí a chuparle la polla, mientras me metía los dedos en el ojete para preparar las enculadas, me callé. ¿Por qué…? Porque mi cuerpo estaba salidísimo… Tenía el coño chorreando y acabé disfrutando del olor y el sabor de mi ojete, cuando me metía aquellos dedos en la boca tras sacarlos de allí… «Para que te vayas acostumbrando, puerca…» me decía, el muy hijo de puta. Y el caso es que me acostumbré. Y me gustó… Vaya si me gustó… Como cuando, tras acostumbrarme bien al grosor de su tranca barrenándome el culo, me pajeaba y me corría sin parar mientras embestía contra el cabecero de la cama de matrimonio, gritándome burradas sin parar… Y le pedía más y más… Que no parase. Esto son cosas que no te puedes imaginar… Tú eres una buena mujer y no puedes entenderlo. Aunque ahora te necesito y vas a tener que echarme una mano… Porque la cosa se me ha ido de las manos y tienes que ayudarme…

—¿Ayudarte…?

—Sí, sí, ayudarme… Hace tres días después de echar un polvo en la habitación, fuimos al comedor… Ese día teníamos tiempo porque Salva se tenía que quedar haciendo una sustitución, así que mientras le preparaba un gin tonic, el muy cabrón se puso a curiosear por el salón. Encontró la foto de Rosa…

—¿Tú hija, dices…?

—Sí, sí, la foto la de la boda… Cuando llegué con la copa va y me dice, «oye tu hija está bastante buenorra, ¿no?». La cosa me mosqueó bastante, pero intenté no darle demasiada importancia. Parece que lo dejaba correr. Pero, mientras se tomaba el gin tonic, así como iba, en pelotas, paseándose con la polla morcillona por el comedor, mientras yo le observaba relamiéndome desde el sofá, pensando en que en breve iba a tener esa tranca taladrándome, ¡fíjate cómo estaba yo…!, se paró delante de los álbumes de fotos y encontró el del viaje a Tenerife del año pasado… Empezó a hojearlo y encontró unas cuantas fotos familiares. Lo típico, de los viajes: paisajes, cenas, etc. Pero también había bastantes fotos de la playa y de la piscina del hotel. Salíamos todos en bañador. Ya sabes que Rosa tiene buen tipo, y, claro, ella lleva biquinis más atrevidos que mis bañadores. Así que, bueno, pasó lo que tenía que pasar… El muy cerdo empezó con los comentarios puercos que tanto le gustan y que sabe que me ponen de muy mala leche. Que sí, «vaya bomboncito de hija…», «que escondido te lo tenías…», «vaya polvazo…», «este culo pide rabo a gritos», «menuda pinta tiene el gilipollas cornudo de su marido…» Y no le bastó con eso… Cogió el álbum y se fue al sillón, abrió bien las piernas y me puso a comerle el ojete mientras lo pajeaba antes de mamársela, al tiempo que miraba las fotos de la niña, diciendo todas las cerdadas imaginables… Después, se pegó la corrida más fuerte que le he visto echar nunca… Y le he visto correrse unas cuantas veces… Riéndose de mi cara de circunstancias y diciéndome: «Muy bien, putón, ya puedes ir preparando a tú hija que va llegando hora de ampliar horizontes… tenemos que hacer un trío con ella… me apetece un montón correrme en su culo y que recojas la leche con la boca para pasársela luego a la putilla… Con que sea la mitad de guarra que tú ya nos bastará…» Me cabree un montón, pero pensaba que todo se iba a quedar así. Hasta que ayer va y me lo vuelve a pedir, pero esta vez en serio y en plan ultimátum… ¡Me tienes que ayudar, Cristina! ¡Tengo que evitar que enmierde también a Rosa…! ¡Por favor…!

—Sí pero, ¿qué quieres que haga yo…? ¿Qué puedo hacer?

—¡Pararlo todo, joder…! ¡Decírselo…!

—¿Decírselo, decirle qué, a quién…?

—¡A Ramón, joder…! ¡A Ramón…! ¡El cabrón es tú hijo, ostia…!



Continuara
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Ramón y Cristina, su Madre Sumisa – Capítulo 02

Cualquiera que lea esta historia podría pensar que si Cristina hubiese sido algo más avispada ya debería haber intuido de quién estaba hablando su amiga Pili, pero no fue el caso. De modo que a nuestra jamona amiga la revelación del nombre del dominante macho de su amiga la dejó boquiabierta y sin palabras.

Durante unos segundos trató de asimilar la noticia, ocultando su estupor a su atribulada amiga. Ésta le permitió reflexionar, consciente del impacto de sus palabras.

Tras esos instantes, Cristina se recompuso. Abrazó a su amiga Pili y, tras dejar que llorase un poco más sobre su hombro, le prometió que intentaría hablar con Ramón y haría cuanto pudiese por ella. Aunque, ciertamente, no tenía ni puta idea de cómo afrontar la situación.

A partir de aquel momento, pasó a observar a su hijo de otro modo. Era perfectamente consciente de que era un cabroncete, pero en casa, aunque sólo fuese por la cuestión de que vivía allí, se estaba comportando con corrección. Se limitaba a comer, dormir y ducharse, sin compartir más tiempo con sus padres que el mínimo necesario. Por lo tanto, el conflicto no existía.

Cristina estuvo un par de días dándole vueltas a la cabeza, tratando de encontrar el modo de encauzar la conversación con Ramón hacia el delicado tema que tanto preocupaba a la pobre Pili. Pero no veía cómo hacerlo hasta que recibió una nueva llamada de Pili, desesperada y presa del pánico en la que le decía que Ramón le había planteado ultimátum: o convencía a su hija para venir una tarde a verla cuando estuviese él en casa (de seducirla ya se encargaría él mismo, el chico tenía una aplastante autoconfianza) o tiraba de la manta y distribuía en las redes (sobre todo de cara a su esposo) todos los videos que le había ido haciendo en los últimos tiempos, comiendo polla y demás...

Así que, vista la tesitura, Cristina se decidió a coger el toro por los cuernos (hablando de cuernos todavía no estaba pensando en su pobre marido, eso llegaría en un capítulo posterior) y plantearle el asunto a su hijo.

Lo hizo una tarde, justo después de comer y antes de que Ramón se metiese en su habitación a trastear con el portátil. Su marido sesteaba en el salón frente a la televisión y ella le pidió a su hijo que la acompañara un momento a la cocina.

Sentados frente a frente tomando un café en la pequeña cocina del piso, Ramón asistió, con una sorpresa inicial y una sonrisa entre cínica e irónica después, al incoherente discurso de su madre. Ésta, roja como un tomate por la vergüenza y tartamudeando de vez en cuando, trató de desgranar, como buenamente pudo, la patética historia que le había contado su amiga del alma.

Cristina terminó su perorata sin la más mínima interrupción por parte de Ramón, que escuchó con atención, fumando un cigarrillo, con esa enigmática sonrisa que tan nerviosa estaba poniendo a la mujer.

La súplica final de Cristina, apelando a la piedad de su hijo, rogándole que dejase tranquila a la familia de Pilar, una familia buena, honrada y feliz, no pudo tener una réplica más borde y desagradable.

Tras una carcajada que heló la sangre de su madre, Ramón dio una profunda calada, aplastó la colilla en la taza de café, y lanzó la bocanada de humo al rostro asustado de su madre. Tras una breve risita, empezó a hablar:

—Muy conmovedor. Me has emocionado, mamá. Me has tocado la fibra sensible. Pero, claro, tú tienes una perspectiva diferente. No has visto lo que yo. No has visto lo puta y lo guarra que es tu amiga. ¡Vaya colegio de monjas al que fuisteis! ¿A todas os enseñaron a follar igual de bien? Porque, vamos, la guarrilla de la Pili es una de las mejores putas vocacionales que me he follado. La zorra chupa como nadie, cabalga como una amazona y disfruta cuando le follo el culo como una campeona. Le ha puesto una cornamenta al pobre Salva que no sé cómo es posible que no se le vuelque el camión cuando sube... En fin, que no veo a qué vienen esos remilgos ahora, cuando lo primero que hace en cuanto sale el cornudo de casa es mandarme un WhatsApp para que vaya a incrustarle el rabo.

—Pe... Pero, su hija... —se atrevió a interrumpir Cristina.

—Su hija está como un queso. Y si la genética es mínimamente coherente será como poco la mitad de guarra que su madre. Así que no será difícil que se apunte a hacer un trío. ¡Qué he follado mucho, mamá! Y de un vistazo calibro a una tía...

—No está bien... No está bien —Cristina repitió la frase meneando la cabeza.

Ramón observó la asustada, suplicante y llorosa cara de su madre y, rebuscando en sus más bajos instintos, se decidió a lanzar un órdago.

—Bueno, está bien, como veo que estás sinceramente preocupada por tu amiga, voy a premiar tu generosidad con una oferta.

Su madre levantó la cara y le miró esperanzada, con una sonrisita temblorosa. Ramón prosiguió:

—Ahí va: voy a dejar de presionar a Pili con lo de su hija. Dejaré de darle la chapa con el tema...

Cristina, emocionada, se deshizo en agradecimientos, y, lloriqueando, agarró las manos de su hijo para demostrarlo. Éste, risueño y magnánimo, la dejó hacer, correspondiendo con una suave caricia en las mejillas, húmedas por las lágrimas, de la mujer. Después, le pellizcó con suavidad, forzando sus morros. Así, con ese aspecto ridículo en la cara de su madre, soltó la bomba:

—Pero quiero algo a cambio, mamá. Ya me había hecho a la idea de tener una pareja de putillas. Dos guarras para disfrutar más y mejor. ¡Y gratis! Hacer un trío, de vez en cuando. Alguna fiesta con colegas... Ya sé sabe. Así que, claro, si no puedo disfrutar de la jovencita, necesito una sustituta. Y quien mejor que una compañera del cole de monjas de la guarra, ¿no, mamá?

En ese momento lanzó un potente salivazo sobre los morros de su madre que la dejó atónita.

Ramón extendió la saliva por la jeta de Cristina y después se levantó, dejándola allí. Pero antes de salir de la cocina se giró y remató la jugada.

—Bueno, cerdita, piénsatelo. Te dejo hasta esta noche. Si no, seguiré con mis planes con Pili. Si te decides a ser una buena samaritana con tu amiga, cuando acuestes al tronco de papá, te acercas a mi habitación y cerramos el trato. No vengas muy tarde, que mañana madrugo. ¡Ah, y lávate el chochete!

Cristina se quedó allí, conteniendo las lágrimas. Desconcertada y confusa. Aunque, al notar cierta humedad en la entrepierna se dio cuenta de que la decisión ya estaba tomada.

Algo más tarde habló con Pilar y le dijo que no se preocupase, que había podido arreglar lo de su hija. Ya le contaría cómo.

Aquella noche, tras acostar a Aniceto, Cristina abandonó el lecho conyugal en cuanto oyó que la respiración de su esposo se acompasaba. Así y todo, el viejo tenía el sueño ligero y le preguntó al salir:

—¿Dónde vas, Cristina?

Sorprendida, Cristina improvisó una respuesta, convencida de que, a la vuelta, su marido ya estaría dormido.

—Voy a mear, ahora vuelvo. Duérmete, anda.

Y, sí, fue al lavabo. Meó, se duchó, prestando especial atención al coño y al culo, se perfumó bien y, algo inquieta, se dirigió, vestida únicamente con el camisón, sin ropa interior, a la habitación de Ramón.

No podía entenderlo, pero estaba sintiendo algo que no había sentido antes. Estaba poseída y cachonda. No, no estaba acostumbrada a esa sensación y le daba miedo.

Apenas eran las once y media cuando traspasó el umbral de la habitación de su hijo. Éste estaba despierto, mirando una película en el portátil. No pareció sorprendido en absoluto cuando vio entrar tímidamente a su madre. Observó su cuerpo de jamona cachonda, sus tetas caídas e inmensas que se veían con bastante claridad a través del camisón y el discreto y recortado vello que cubría su pubis, sus muslazos y su cara tímida y apocada que permaneció en silencio hasta que Ramón habló:

—Sabía que vendrías. Anda, acércate bonita. —Apartó el portátil y dio dos palmadas en la cama, para indicarle a su madre que se colocase allí.

Ella, obediente y sumisa, se aproximó a la cama y se quedó parada.

—Quítate el camisón. Venga, espabila.

Lo dejó caer al suelo y permaneció con la cabeza gacha, avergonzada. Ramón la observó detenidamente, complacido.

—¿Has dejado al cornudo durmiendo? —preguntó.

—N… no… todavía no, pero no tardará —respondió ella, sorprendida por esa forma de referirse a su padre.

—Mejor, más vale que se vaya acostumbrando.

Ramón se quitó el calzoncillo, donde ya se marcaba su polla. Una polla gruesa y venosa. La mayor que había visto Cristina, con dos cojones también de tamaño respetable. La mujer no podía ni mirar la polla abiertamente, ni apartar la vista de ella, por lo que se producía una situación embarazosa, que no pasó desapercibida a su hijo. Éste no dejó escapar la ocasión para ridiculizar y burlarse de su madre.

—¡Je, je, je, guarrilla, te gusta lo que ves, eh! Tranquila que ahora te la vas a comer enterita. Acércate anda, sube a la cama.

Cristina obedeció, y allí, a cuatro patas, Ramón la cogió del pelo y colocó su cara frente a la polla y su culazo y el coño cerca de su otra mano.

Minutos después, entre arcadas, Cristina realizaba su primera mamada. No estuvo mal. Acabó tragándose un buen cargamento de esperma. Al menos ayudó al trance que los hábiles manoseos de su hijo en los cuartos traseros le proporcionaran un orgasmo brutal, como nunca había vivido. Y eso que el pulgar de Ramón, entró como un intruso en su estrechito ojete asustando a la guarrilla. Aunque, que, la verdad sea dicha, la visita por la puerta trasera no disgustó especialmente a nuestra jamona.

Después vendrían un par de polvos más, que dejaron derrengada a la mujer. La falta de costumbre, ya se sabe.

A las tres de la madrugada Cristina volvía a entrar en la habitación de matrimonio, después de dejar a su hijo con los cojones secos.

Llevaba el camisón pegado al cuerpo por el sudor y los restos de esperma y saliva reseca que lo cubrían. Se sentía feliz y con un sentimiento de culpa muy acentuado, también agotada, solo quería echarse a dormir para recuperar el resuello. Por eso le sorprendió y le cabreó tanto oír la temblorosa voz de Aniceto que, al parecer, había estado despierto todo ese tiempo. Confiaba en que no hubiera oído los jadeos, los insultos y los berridos de la sesión con Ramón. Menos mal que la habitación estaba al otro lado de la casa, aunque tampoco se podía asegurar la discreción.

—Cris… Cristina… ¿qué ha pasado? ¿Cómo es que vienes tan tarde? Te he estado llamando…

La respuesta de Cristina no pudo ser más seca y, con voz irritada, se limitó a contestar:

—¡Joder, Aniceto! ¿Qué coño haces despierto todavía, hombre? ¡Duérmete de una vez!

—Pero… ¿qué…?—empezó a suplicar el atribulado marido.

—Nada, Aniceto, no ha pasado nada— se apiadó Cristina—. Que había un problema con la cisterna del lavabo y lo hemos estado reparando con Ramón y luego había que recoger el agua… Anda, duérmete, que es muy tarde.

El pobre viejo no pudo pegar ojo en toda la noche. Al contrario que ella que, bien follada, durmió como un tronco.

Después de aquella noche la transición fue rápida. Cada noche, Cristina acostaba a Aniceto y después acudía al catre de su hijo a comenzar la sesión de folleteo. Ya no volvía después, a hacer el paripé al cuarto matrimonial. Sólo por la mañana, para levantar y vestir al viejo. Éste dejó de preguntar y, desmoralizado, asumió su condición de cornudo. Prefería no saber.

Unos días después. Ramón compró una cama de matrimonio y mando al chatarrero la pequeña que tenía en su habitación.

Las cosas estaban yendo razonablemente bien para el bueno de Ramón. El trabajo le iba viento en popa. Con más del que desearía, pero, bueno, tampoco es cuestión de quejarse de eso.

En cuanto al otro tema que le importaba, pues también iba viento en popa. Dormía (y follaba) cada noche con su madre.

De día, guardaban las apariencias. Más ella que él, que no se cortaba demasiado en amasarle las nalgas o darle algún piquito aunque su padre estuviese en los aledaños. El pobre viejo estaba tan acostumbrado a hacerse el tonto cuando estaba en casa (procuraba estar fuera, en el bar, todo el tiempo que podía) que, al final, prácticamente se había mimetizado con el ambiente, como si de un mueble más se tratase.

Cristina, al contrario, trataba de evitar las efusiones con su hijo y se moderaba bastante. Aunque no podía evitar el haberse distanciado de su esposo lo trataba con corrección. En fin, cosas familiares que tampoco afectan al fondo de nuestra historia.

Ramón había comprado nuevos muebles para su habitación, una cama, bien grande, una pantalla de plasma colocada en la pared, frente al catre, y un ventilador de techo que venía bastante bien para aligerar los sudores de las acrobacias sexuales de la pareja.

La puerca de Cristina había superado con creces las expectativas del cabroncete de Ramón y, como alumna entusiasta que era, disfrutaba de todas las variantes que su hijo iba introduciendo en su formación como cerda. Se comía los rabos hasta los huevos, encajaba la gruesa tranca de su vástago en el ojete como una campeona y saboreaba el semen del muchacho como si del más delicioso manjar se tratase.

El chico la había obligado a depilarse el coño al láser y a hacerse un tatuaje de un tribal, que saliendo del pubis recorría su cintura y su lomo para volver al origen. Una especie de cinturón. Algo bastante hortera y vulgar pero que a Ramón le ponía cachondo.

En cuanto al vestuario, en casa permitía a la buena mujer seguir luciendo sus batas de siempre, pero, eso sí, con lencería de puerca debajo: tangas, sujetadores sexis, ligueros y demás. Pero para salir a la calle le había hecho renovar el armario, con leggins, minifaldas, tops, camisetas ajustadas e incómodos zapatitos de tacón. Y siempre tenía que ir bien maquillada, como si fuese buscando guerra. Claro, con ese aspecto le salieron un buen puñado de pretendientes, pero su coño ya tenía dueño. Sí, esa era literalmente la frase que tenía que decir si alguien le tiraba los tejos descaradamente: «¡este coño tiene dueño!». Órdenes textuales de su hijo. Y Cristina era bastante obediente con el chico. A fin de cuentas era su garantía de correrse diariamente un par de veces.

Cristina seguía en contacto con su amiga Pili y la había hecho partícipe de su experiencia. Pili, a su vez, estaba muy agradecida por el sacrificio que había tenido que realizar su amiga del alma para evitar el mal trago de convertir a su hija en amante de su amante… ¡Qué retorcido era todo!

Ramón, por su lado, estaba encantado con aquella pareja de guarras maduras.

A su madre la tenía como reposo del guerrero tras un largo día de trabajo además de los fines de semana, cuando volvía de salir con algún amigo. A veces incluso tras follarse alguna putilla, volvía sin lavarse la polla para que su madre saborease el sabor del coño (o del culo) ajeno. Algo que Cristina hacía reprimiendo los gestos de asco que tenía ocasionalmente.

Con Pilar iba quedando de vez en cuando, en cuanto tenía un hueco en el trabajo y coincidía con que Salva, el cornudo, no estaba en casa.

Pero Ramón tenía un sueño por cumplir y aquel fin de semana estaba dispuesto a realizarlo. Se trataba de juntar a sus dos puercas para hacer un trío con ellas. Para eso estaba entrenando a Cristina con la asignatura con la que todavía flojeaba: comerle el culo. La escena que tenemos al comienzo de esta historia.

La ocasión se presentó un fin de semana en el que Salva tenía que salir a un curso de transportes peligrosos en otra provincia, por lo que Pilar dispondría del piso para ella sola. Así que Ramón se encargó de organizar el tema.

El único escollo para poder acudir con su madre al piso de Pilar era el pobre Aniceto, al que no podían dejar solo tanto tiempo. A no ser que lo acostasen y se olvidasen de él. Pero hubiera resultado demasiado cruel, incluso para los estándares de Ramón. La solución la encontró en un centro de día para jubilados en el que también aceptaban ancianos los fines de semana, con alojamiento completo.

Solucionado ese último fleco, el viernes en que Salva salía para su formación, Ramón y Cristina, se acercaron con la silla de ruedas a la residencia y dejaron a Aniceto ingresado hasta el domingo por la noche. El bueno de Aniceto tragó con la excusa de que Cristina tenía que acudir a casa de su amiga Pilar a ayudarle a preparar unas cortinas o alguna chorrada similar y Ramón, por su parte, tenía que hacer horas extras en la instalación se sanitarios de un hotel. Como suele decirse: aceptó pulpo como animal de compañía. No sé cómo no chocó con los cuernos al entrar, ja, ja, ja…

Tras dejarlo allí, mientras esperaba en el recibidor que lo llevasen dentro de la residencia, Aniceto lanzó una última mirada a la pareja compuesta por su mujer y su hijo que avanzaban hacia el coche, aparcado cerca de la entrada. Su mujer, vestida como una jovencita, llevaba unos ajustados pantalones, azul eléctrico, que, por la cinturilla, dejaban ver el tanga. Su hijo, con aquel enorme pandero a su lado, no pudo resistir la tentación de pasar la palma de su mano por el culazo materno, ignorante de que la escena estaba siendo contemplada por el cornudo y la asistente que, asombrada, giró la silla con rapidez para llevar al viejo al interior.

La recepción de Pilar a la pareja no pudo ser más espectacular. Vestía un conjunto de lencería negro que dejaba sus nalgas al aire, con sus tetazas casi a la vista, había ido a la peluquería y se había maquillado como lo que era, una auténtica puta. En el ojete llevaba un plug del que salía una colita de zorra, una broma que gustó bastante tanto a Ramón como a su madre.

Fue la primera vez que Pilar besó a su amiga. No un besito en la mejilla, no. Un beso de alta intensidad, con las lenguas babeándose y las manos de ambas buscando las tetas o el culo de la otra. Una escena con mucho morbo que puso en alerta la polla de Ramón y le hizo arrastrar a ambas de los pelos hasta el salón para que montasen, sobre la alfombra un buen sesenta y nueve mientras él las contemplaba, masajeándose el rabo con una mano y filmando la escena con el móvil con la otra.

El ambiente prometía. Ramón veía sus sueños cumplidos, con aquellas dos jamonas completamente emputecidas. El fin de semana, como no podía ser menos, iba camino de convertirse en un paraíso del morbo y la lujuria.

El programa, además del estupendo numerito lésbico de las dos puercas, que se repetiría varias veces, incluyó una comida de polla a dos bocas y la ingestión del esperma de Ramón, tras pasar de boca a boca durante un ratito. Todo perfectamente inmortalizado por el móvil del muy cabroncete.

Una de las cosas que más ilusionaba a nuestro héroe, era petar, alternativamente, el ojete de sus putas. A ser posible follando a una mientras la otra incrustaba su cara entre las nalgas saboreando su culo.

Hemos de decir que, después del máster acelerado que había recibido los últimos días, Cristina manejó su lengua como una, auténtica culebra, relamiendo el ano de su afortunado hijo con gran maestría. Lo hizo con tanta habilidad que Ramón se rindió a su técnica y remató el polvo que le estaba echando a Pili con una espectacular corrida.

Tras aquel soberano casquete, Ramón se demoró unos instantes mientras su polla iba aflojándose, aunque, en su retaguardia, el ritmo de su madre no decayó, con movimientos que llevaban su lengua de arriba a abajo, hasta babosear sus cojones.

El chico, en un alarde de generosidad, premio a su madre con el obsequio del esperma que rezumaba del culo de Pilar en cuanto sacó la tranca. Agarró a la puerca de Cristina de los pelos y colocó su jeta entre las gruesas y temblorosas nalgas de Pilar, al tiempo que instruía a su progenitora:

—Buen trabajo, mamá. Ahora recoge todo lo que salga del culo de la puta de Pili y lo compartís como buenas amigas.

El espectáculo sobrepasó en morbo a todo lo que había vivido Ramón hasta aquellos momentos. Y contribuyó bastante el hecho de que, cuando las jamonas se estaban morreando, con la leche y las babas resbalando por la comisura, sonase el móvil de Pili. La llamaba el bueno de Salva, que se debía aburrir en su viaje de trabajo. O quizá empezaba a notar un excesivo picor en la frente por la presión de la cornamenta, a saber...

El caso es que Pili respondió pringando de lefa el teléfono, mientras la guarra de Cristina le hacía un visible chupetón en el cuello.

La conversación fue intrascendente, para Salva... En cambio, al otro lado de la línea, su santa esposa, pajeaba a su joven amante mientras la guarra madre de éste le mordisqueaba los pezones de sus gordas tetas y le sobaba su húmedo coñito...

Una delicia, vamos.

—Menuda pareja de putas... —exclamaba un exultante Ramón—. Quién me iba a decir a mí que lo mejor lo tenía en casa...

Después vendría la cena retozando en el sofá y una sesión de cine con un par de películas románticas, de esas en plan Love actually. Mientras las cerdas lagrimeaban con las estúpidas historias de amor, Ramón, para no perder el ritmo, miraba, en el móvil, vídeos porno de maduras jamonas, Lisa Ann, Syren Demer, Sara Jay, Ava Adams, y otras guarras por el estilo, folladas a lo bruto por sementales cañeros. Vamos, romanticismo del de verdad.

Las buenas y conservadoras macizas no eran muy dadas a disfrutar del porno. Hasta que, a base de la insistencia de Ramón, se fueron aficionando, y ahora tenían hasta ídolos (e ídolas, je, je) y disfrutaban emulando sus maniobras. Algo que a Ramón le venía la mar de bien, no nos engañemos.

La noche terminó con los tres en pelotas enredados en la cama matrimonial, con Ramón en el centro y una guarra a cada lado. Hacía calor, así que ni sábanas usaron. Algo que, con lo que pasó después, no habría cambiado demasiado las cosas.

Estuvieron retozando hasta las cuatro, más o menos y cayeron rendidos sobre esa hora. Tan cansados estaban que ni oyeron la puerta unas horas más tarde.

Debían ser sobre las siete, la luz se filtraba por la persiana a medio abrir e iluminaba perfectamente la cama.

En el centro, Ramón, con una incipiente erección mañanera y frito como un tronco. A su derecha de medio lado, Cristina, su madre, mostrando su voluminoso trasero a la puerta, un trasero todavía enrojecido de las palmadas que le arreó de su hijo cuando la taladraba a cuatro patas. A la izquierda de Ramón, girada hacia él de medio lado, Pilar, con las tetazas aplastadas en el costado de su macho y las piernas abiertas con su húmedo y pelado coño frotándose contra la pierna del chico.

Rosa, la hija de Pilar, tenía llave del piso. Había acudido al barrio a hacer unas compras y quería darle una sorpresa a su madre. Sabía que su padre no estaba y tenía intención de organizar un sábado «de chicas»: compras, comida y cine, con su madre. Hacía tiempo que no estaban juntas y le apetecía sorprenderla. Aunque la sorpresa se la llevó ella, claro.

Nada más entrar flipó con el aspecto caótico y desordenado de la casa, algo completamente impropio de la pulcritud materna que ella conocía. Aparte de los restos de las pizzas sobre en la mesa, las latas de cerveza, la botella de Chivas de su padre casi terminada, el pestazo a tabaco y a porro que llenaba el piso, lo peor era la ropa por todas partes. Sobre todo los tangas, tirados de cualquier manera, las medias y los sujetadores de putón que alfombraban el suelo.

Había también unos calzoncillos, lo que hizo saltar todas sus alarmas y, lo más sorprendente de todo, una especie de cola de animal, de zorro, o, mejor dicho, de zorra, coronada con una especie de chupete grande de plástico. Rosa, que no sabía de qué se trataba, lo cogió para verlo y, nada más acercarlo para observarlo detenidamente, detectó un olor extraño en el chupete que le pareció identificar como olor a culo. Inmediatamente, volvió a soltar la cola.

La puerta de la habitación de sus padres estaba entreabierta. Despacio, se asomó al interior hasta quedar justo enfrente de la cama matrimonial. El cuadro, tal y como he descrito anteriormente, no era algo que dejase indiferente a nadie. Fue un shock para Rosa, aunque bastante atemperado por todo lo que había ido contemplando desde que entró en el piso.

Todavía tenía incrustado en su pituitaria el olor a ojete, al ojete de su madre, aunque eso no lo sabía, y podía contemplar, abiertamente, a las dos guarras maduras flanqueando a aquella especie de chulo con la polla tiesa que parecía que las había sometido a todo tipo de ejercicios sexuales.

Durante los segundos que permaneció contemplando la escena se produjo una especie de reconversión en su mente. El hecho de ver cómo su madre se había convertido en la mujerzuela de un joven, humillando a su pobre padre (o casi, porque, por suerte, el pobre seguía ignorando lo que se cocía en su hogar cuando no estaba), disfrutando en plenitud del sexo, le llevó a reconsiderar su propia realidad sexual. Fue como un flash. En cierto sentido, ella también se sintió humillada por su madre, rebasada por la capacidad sexual de la puta vieja. Rosa siempre había sido una mujer muy competitiva, no podía creer que su madre fuese mejor que ella en ningún aspecto, y menos en algo en lo que ella se consideraba una maestra.

Porque, sí, vamos a contarlo todo, nuestra amiga Rosa tenía de mujer e hija modelo solamente la fachada. Aunque su madre pensaba que era una santita, era más puta que las gallinas y llevaba cepillándose maromos desde la adolescencia. Su pobre marido lucía una cornamenta bastante más amplia y espesa que los cuernos de alce que lucía su padre, al que, por cierto, la chica adoraba.

Así que, visto lo visto, dejó de lado sus planes de ir de compras y se dispuso a enseñar a su madre cómo se comporta una verdadera guarra. De modo que, tras relamerse los labios, se desnudó, se acercó despacio a la cama y entró por el centro de la misma para llegar con la boca frente a la polla dura de Ramón, que engulló de un trago, por así decirlo.

El gritito de placer y sorpresa de Ramón despertó a las otras dos cerdas que vieron como la joven les daba un curso acelerado de felación exprés. Cristina se limitó a sonreír y empezó a morrear a Ramón, pero la buena de Pili puso el grito en el cielo. Acababa de descubrir la verdadera naturaleza de su hija.

Aquel sábado, el bueno de Ramiro llegó a la dirección que le había mandado Ramón y tuvo la grata sorpresa de que no se encontró con dos puercas maduras, sino también con una más joven, Rosa, que también recibió su ración de tranca por parte del seboso y gordo viejo.

El aspecto de Ramiro era engañoso. Era viejo y gordo, y a nuestras protagonistas les pareció especialmente repulsivo. Aunque claro, Ramón las tenía bien aleccionadas y les había dicho que era un compromiso importante y que debían de quedar bien con él. Así que hicieron de tripas corazón y cumplieron con creces con su deber. Incluso Rosa, la nueva incorporación que no quería ser menos que sus dos maduras predecesoras en el harén de nuestro fontanero protagonista, se portó como una campeona.

Así que Ramiro, a sus años, vio cumplido su sueño y se pasó por la piedra a las tres guarrillas, proporcionando, además, una merecida pausa a Ramón. Y, hemos de decir que las tres mujeres se vieron gratamente sorprendida por el viejo. Sí, tenía un aspecto aparentemente decrépito, pero estaba muy fuerte. Se notaba que había realizado trabajos físicos toda su vida. Era barrigón, calvo, no era muy alto, un poco desaseado y, para colmo, no tenía una polla muy larga.

Pero todo lo compensaba con que su tranca era desproporcionadamente gruesa, algo que, cuando abrió el culo de Pili, la dejó para el arrastre un par de días. Aunque, eso sí, la cerdita no se quejó ni un ápice. Acababa de encontrar otra horma para su ojete. No estaba mal, por si acaso le fallaba su hijo.

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