Está claro que es mejor conseguir las cosas por las buenas, pero si el objetivo merece la pena, hacerlo por las malas no es una mala opción. A fin de cuentas, todo depende de la recompensa.
Más o menos eso era lo que pensaba cuando tenía a la guarra de mi madre con mi tranca encajada en su culo y mi aliento en su cogote susurrándole palabras de amor:
—¿Te gusta, pedazo de guarra? ¿Qué se siente cuando tu hijito te está reventando el culo, eh? ¡Seguro que estás disfrutando! No me extraña nada, con lo puta que eres, zorra asquerosa…
Así estaba la buena mujer, con los dientes apretados, sudando la gota gorda mientras recibía mis embestidas. Podríamos pensar que gimotearía suplicando compasión o algo similar, pero nada más lejos de su respuesta:
—¡Más fuerte, cabrón, más fuerte! Es la polla más gorda que me han clavado… ¡Y han sido unas pocas, hijo de la gran puta! —en fin, estaba hecha un dechado de romanticismo, mi encantadora progenitora.
En esos momentos fui consciente de que todo el juego sucio y rastrero, mis malas artes y mi chantaje, no habían sido en vano.
Creo que, como en todas las buenas historias, será mejor empezar por el principio. Me presentaré, me llamo Rafa y tengo 22 años. Tengo dos hermanos. El mayor, Ramón de 35 años, casado y con dos hijos, es un tipo serio y religioso, creo que es del Opus y todo, y es la mano derecha en los negocios de mi padre. El mediano, Salvador, tiene 33 años, también está casado, vive en otra localidad, es profesor de matemáticas y no tenemos mucho contacto con él.
Mi padre, Ángel es bastante mayor, ronda los 70 años. Es un vejestorio forrado que dirige (se resiste a jubilarse, el muy cabrón) con mano de hierro una empresa. A pesar de que también es bastante meapilas y catolicón, tiene fama de ser un auténtico cabroncete en los negocios.
En cuanto a la coprotagonista del cuentecito que voy a contar, se trata de mi entrañable madre, Mariana. Tiene 54 años recién cumplidos. Se casó a los 18 con mi viejo, recién salida del colegio de monjas, virgen y beata. Aunque, eso sí, por las fotos que he podido ver de esa época, ya apuntaba maneras de guarrona o, por lo menos, tenía un cuerpo preparado para el pecado, aunque ni su mentalidad ni su voluntad lo estaban aún. El típico cuerpo de jamona con forma de botella de Coca Cola: tetas grandes (enormes, diría yo), cinturita de avispa y un culazo panadero de los que piden polla a gritos. Con los años, su cuerpo ha ido ganando solera y calidad, ha engordado un poquito, tiene un pelín de celulitis y se la ve más madura (en todo), pero eso no ha hecho más que mejorar su aspecto de jaca madura y deseable. Siempre ha hecho algo de deporte, gimnasio, pilates y nordic walking últimamente, por lo que se encuentra en una forma física envidiable para su edad. Mide un metro sesenta y tiene una media melena teñida de castaño claro. Es bastante normalita de cara, salvo por los labios gruesos de chupapollas, como he podido comprobar personalmente, pero por lo que destaca no es precisamente por su carita de ángel, más bien por el resto de su cuerpazo.
Como ya he dicho, mi madre salió del colegio de monjas, directa al matrimonio con aquel rico empresario que le sacaba 16 años y con él fue con quien aprendió los escasos rudimentos sobre el matrimonio (y el sexo) que el pobre infeliz pudo enseñarle. Es decir, un sexo conejil y sin orgasmos con el que tuvo muy pronto a su primer hijo y un par de años después al segundo. La pobre mujer estaba convencida de que la vida era eso, que aquella pilila semiblanda que su marido introducía en un chocho un par de veces al mes y que eyaculaba a los tres meneos era todo lo que el matrimonio podía ofrecerle. De modo que los cinco o seis primeros años de matrimonio los dedicó a la crianza (con ayuda de doncellas y demás, a fin de cuentas estaban forrados) de sus dos primeros hijos y a asistir a las cenas y saraos, sobre todo relacionados con los negocios de su esposo, a los que el viejo tenía a bien llevarla.
Pero, poco a poco, Mariana, fue haciendo alguna que otra amiga entre las mujeres de los directivos que acudían a las fiestas, que le fueron abriendo los ojos. Con el tiempo, un breve tiempo, se fue distanciando de su esposo, algo de lo que él, centrado en los negocios, apenas si fue consciente. Su primer amante fue un chófer suplente que sustituyó a Bautista, el titular, durante unas vacaciones. Con aquel tipo, más joven que su marido, pero mayor que ella, fue con él que descubrió lo que era una polla. Tuvo su primer orgasmo en los asientos traseros del Rolls y se volvió una adicta al sexo. Aquel amante tuvo fecha de caducidad, pero no tardó, con ayuda de alguna de sus ociosas e insatisfechas amigas, en empezar a contratar gigolós y frecuentar gimnasios o locales en los que podía ir ligándose tipos con los que follar sin compromiso, pagando o no.
Se fue pasando por la piedra una retahíla enorme de machos de todo tipo y condición. Eso sí, haciendo siempre gala de una gran discreción y guardando las formas. Lo probó todo y todo le gustó. Disfrutaba al comer pollas y tragar semen, lamer el ojete de sus machos y de polvos salvajes, incluyendo enculadas a lo bruto. El descubrimiento del sexo anal fue para ella como una epifanía.
Claro que, con tanta práctica, se llegó al error. Así fui concebido yo, tal y cómo me enteré hace relativamente poco. Mi pobre madre tomaba la píldora y las precauciones necesarias, pero siempre hay algún fallo. De modo que, de repente, se encontró embarazada de dos meses y con el problemón de explicarle a su esposo aquella inmaculada concepción. El aborto estaba completamente descartado por su parte. Era bastante puta, pero, aun así, seguía siendo muy religiosa. De modo que se vio obligada a aprovechar una de las fiestas a las que acudía con su marido, para, al volver a casa, colocarle un par de viagras en su manzanilla e intentar que el pobre hombre le echase un polvo (hacía más de diez años que no follaban) para justificar después el embarazo. A mamá le costó Dios y ayuda levantar la pilila del impotente esposo, a pesar de las Viagras y demás. Podría haberle hecho una mamada de las suyas, que eran un levantapollas infalible, pero, tal y como me dijo hace poco, le daba un asco horrible meterse la pichilla del viejo en la boca. Algo extraño si tenemos en cuenta que había comido rabos de todos los colores, tamaños y sabores, pero, bueno, es lo que tiene el matrimonio, suele llevar al tedio inevitablemente. Al final, la mujer consiguió ponerle la pollita lo suficientemente a tono como para montarse encima de él e introducírsela en el coño. Se movió un minuto escaso y después, en vista de los jadeos del viejo al que parecía que le iba a dar un infarto, terminó su parte del polvo y lo dejó sin que el pobre hombre supiera si se había corrido o no. Seguramente no lo había hecho, pero siempre podía colar el embarazo como un avezado espermatozoide del líquido preseminal que había alcanzado su glorioso destino en el óvulo materno. En fin, el caso es que el pobre cornudo se conformó, sorprendido con su puntería y aceptó mi nacimiento (sietemesino) como un éxito. De cara me parezco a mi madre y de cuerpo supongo que a mi padre real (que ni mi madre sabe quién es; cree que fui concebido en un polvo con cuatro tipos que se ligaron con una amiga en una discoteca un día que mi padre estaba de viaje de negocios y a los que se follaron varias veces cada una en un hotel). Soy bastante más alto y corpulento que mis hermanos y, evidentemente, que el pobre cornudo de mi padre legal.
Desde niño, no me gustaba nada el ambiente asfixiante de mi familia. Eran demasiado ordenados, rígidos y religiosos para mi gusto. En casa no había diversión, ni sentido del humor. La más distinta era mi madre, pero entonces no lo sabía. Eso lo supe después, cuando la vi fuera de aquel ambiente.
Quizá fue por esa infancia opresiva y aburrida por lo que me puse a estudiar como un loco, tratando de sacarme una carrera para salir de allí y empezar una vida propia y distinta. Pero las cosas no fueron bien. No soy buen estudiante y mis dos primeros intentos se saldaron con fracasos. Por ello, al final cogí el primer trabajo bien pagado que me permitía irme de casa. Me independicé a los 21 años, hace un año escaso. Acabé ingresando en una subcontrata de las que hacen fotos desde un coche recorriendo las calles para el callejero del buscador más famosos de internet. Son las fotos que luego cuelgan en su página web con el rostro pixelado de las personas que casualmente deambulan por las calles en esos momentos.
El caso es que, un día, recorriendo con el coche una de las calles céntricas de la ciudad, justo a la salida de un hotel lujoso e importante, pude ver a una pareja que salía del mismo. El tipo, era un joven, alto y fornido, moreno con el pelo muy corto y musculoso, con aspecto de matón o algo similar. La mujer, con gafas oscuras y el pelo no muy largo, recogido en un moño, lucía un vestido corto de licra, muy escotado, que resaltaba unas formas muy rotundas. No era muy alta, aunque con aquellos tacones, llegaba a la barbilla de su acompañante, un tipo realmente alto. Era inevitable fijarse en el hombre y su sonrisa chulesca y la mujer, que miraba cuidadosamente a los transeúntes, supongo que tratando de no ser reconocida. Sí, no hace falta ser un genio para darse cuenta de quién se trataba y del vuelco que me dio el corazón al verla, a pesar de las gafas de sol y su mirada huidiza. Ella no me reconoció. Yo estaba en el interior del vehículo, apretando el disparador para inmortalizar aquel fortuito encuentro. Lo mejor, fue la despedida de ambos. Mientras ella trataba de hacer una cobra al maromo para pasar desapercibida, el tipo la agarró con fuerza de las nalgas, de tal modo que llegó a levantarse la faldita, mostrando aquel hermoso culazo en el que el tanguita se ocultaba entre sus nalgotas. El hombre plantó la manaza agarrando bien el culo y ella, sin poder escapar, trató de darle un beso rápido para separarse de él. Alguno de los escasos peatones que circulaban a aquella hora (eran las 16:00) por la calle se fijó en la sorprendente pareja y su extraña performance. Mi madre cedió finalmente y le dio un breve morreo que pareció conformar al chico que la dejó largarse tras palmear fuertemente su culazo. Ella, sonrojada y con la cabeza gacha, caminó deprisa calle abajo mientras nuestro coche seguía avanzando. Eso sí, la escena había quedado convenientemente registrada.
Aquel cuadro me dejó el rabo como una piedra. Mi erección, con intervalos, se mantuvo hasta el final de jornada. Tan fuerte fue la cosa que mi novia se quedó asombrada de la intensidad del polvo que echamos aquella noche. Menos mal que ignoraba que la imagen que mantenía mi polla tiesa como un roble eran el enorme culo y las tetazas de mi madre.
Más tarde, me levanté del lecho y acudí a revisar una vez más las grabaciones del día. Recopilé todo el material que afectaba a mi progenitora y lo preparé bien. Sin pixelar los rostros, por supuesto. Ya tenía pensada la mejor utilidad para aquellas imágenes.
Allí sentada, sin dejar de fumar, escuchó impasible mi perorata. Me sorprendió su mirada entre cínica y displicente. Parecía muy segura de sí misma, como si me estuviera perdonando la vida, lo que acabó por ponerme bastante nervioso y me decidió a hacer lo que hice. Al principio mi intención era sacar pasta de todo el asunto, pero aquella actitud de la muy puta, haciendo aros con el humo del cigarrillo, con aquellos labios de chupapollas, sus muslazos cruzados con aquellos leggins color crema que parecían una segunda piel, sus tetazas enormes y muy firmes aún (operadas, claro) que marcaban a la perfección los pezones en la ajustada camiseta a punto de reventar… Todo lo anterior me fue enfureciendo (y endureciendo…) De modo que cuando, tras observar con desinterés las fotos y el vídeo que demostraban su adulterio, me hizo aquella pregunta, la respuesta estaba cantada. Fue dura, sí, tan dura como tenía entonces la polla.
—¿Cuánto? —se limitó a decir mi madre. Fríamente, mirándome directamente a los ojos. Esperaba la cifra, que pagaría sin pestañear con el dinero del cornudo de su marido. Para algo tenía que servir el pobre viejo, ¿no?
—Cuánto no. Querrás decir qué. Qué es lo que quiero —respondí impasible. Y, ciertamente, la respuesta la desconcertó brevemente, aunque se repuso enseguida y dijo:
—Bueno, abrevia pues. ¿Qué es lo que quieres, Rafa?
Decidí ir directo al grano. Me bajé la bragueta y saque la tranca, dura como una piedra. A buen entendedor (buena entendedora, en este caso) pocas palabras bastan. Y mi madre, que de este tipo de cosas parece que sabía un rato, se limitó a soltar una risita falsamente escandalizada y murmuró un amago de protesta muy poco convincente:
—¡Pero, hijo, que soy tu madre!
No contesté y di un par de pasos hacia adelante hasta dejar la polla a pocos centímetros de su cara. El olor del rabo debía llegarle nítidamente.
—¡Bufffff! —comentó bajito mi resignada progenitora—. Desde luego, por carácter, no te pareces en nada a tus hermanos… —acercó la mano para palpar suavemente la polla. La acarició y, al instante, apretó con fuerza, pero sin violencia, para palpar su dureza— ¡Y a tú padre tampoco! —la voz, sin poder evitarlo, le salió bastante admirativa.
La cogí del pelo y le levanté la cara. Ella seguía sentada, yo de pie. La obligué a mirarme.
—Abre la boca, guarra.
Sumisamente obedeció. Desde arriba, le lancé un denso salivazo que aceptó abriendo la boca, sin inmutarse. Se lo tragó al instante y me miró de nuevo, quizá esperando más.
—¡Chupa, puta! —le dije, poniendo su cara de nuevo frente a la polla.
Así fue como recibí la mejor y más morbosa mamada de mi vida. Se nota que la guarra tenía experiencia y, sobre todo, mucha práctica. Le gustaba mantener el contacto visual y mostrar una sonrisa antes de engullir el rabo y en las interrupciones para tomar aire. La muy cabrona ponía una cara de vicio que no tenía desperdicio, valga el pareado. En primer lugar, contempló mi polla como un niño mira un pastel, recreándose con la imagen, tensa y venosa de la tranca, antes de devorarla. Pero en lugar de hacerlo vorazmente, decidió recrearse en su tarea, despacio, saboreando el instante.
Escupió al tronco y lo acarició con su delicada manita, llena de anillos y con las uñas pintadas. Después, para facilitar el trabajo, me empujó sobre un sillón, me quitó los pantalones y los calzoncillos y empezó engullendo el capullo y jugueteando con la lengua mientras con la mano me pajeaba. A continuación, comenzó el espectáculo, digno de un auténtico tragasables de circo. Se comía mi polla hasta tocar mis cojones con su barbilla, abriendo mucho los ojos y con las aletas de la nariz dilatadas para coger aire. Eso sí, con un dominio espectacular de la tráquea, sin tener ni una mísera arcada. Un fenómeno, vamos.
Estaba a punto de correrme, rugiendo brutalmente, con unos jadeos cada vez más intensos, cuando la cerda, que notó las palpitaciones de mi tranca, detuvo su maniobra y, sacando la polla de la boca, con una sonrisa de niña buena, empezó a pajear mi ensalivado rabo muy despacito, mientras bajaba la cabeza para empezar a comerme los huevos.
Me quedé patidifuso, y más aún en el momento en el que la muy puta, bajó la cara y, tras separar mis piernas con las manos, me indicó que las levantase para tener acceso directo a mi culo. Empezó a juguetear con la lengua y los labios sin dejar de pajearme hasta que me puso directamente en órbita. Esta vez sí que no pude evitar que los lechazos salieran disparados a dos metros de distancia. Más tarde descubrí un par de impactos en el retrato familiar que tenía en la mesilla de noche, justo sobre la jeta de mi padre que sonreía en la foto. Muy oportuno, todo.
Luego la puerca, me miró con esa sonrisita inocente de «¡Vaya, vaya, si no he hecho nada!» y acercó su manita pringosa a la boca con los últimos restos de esperma que lamió como si se tratase del más apetecible de los manjares.
Me quedé ojiplático y en éxtasis. La cosa prometía. Menuda corrida y todavía no le había puesto la mano encima.
Queda claro que no me hizo falta insistir mucho para tenerla, poco después, a cuatro patas encajando las emboladas que le endiñaba, primero por el coño (perfectamente depilado) y después por aquel ojete elástico y perfectamente adaptado para todo tipo de grosores y tamaños.
A esas alturas, mi madre dormía ya en una habitación separada del pobre infeliz se su marido, con la típica excusa de los ronquidos y tal y tal. Por ello, al prolongarse mi velada follándomela, el pobre cornudo escuchó ruidos raros en el interior de la habitación de su esposa al pasar camino de su dormitorio. Por un momento me acojoné, la puerta no tenía pestillo y si al pichafloja le daba por abrir iba a resultar muy difícil explicar qué hacía su santa esposa con la tranca de su hijo menor encajada en el ojete y la cara llena de churretones de la reciente corrida. Mi madre por su parte ni se alteró, ni frenó el ritmo de los movimientos hacia atrás de su culo ensartándose en mi polla, parece que conocía bien a su adorable esposo y sabía que nunca entraría sin llamar antes.
—¿Estás bien, Mariana? —preguntó el viejo, después de dar dos toques a la puerta con los nudillos.
—¡Muy bien, muy bien! Estoy haciendo pilates.
—¡Ah, vale! Buenas noches.
—Buenas noches —respondió mi madre, para luego añadir bajito, girando la cabeza hacia mí: «cornudo»
No era difícil darse cuenta de que a la muy cabrona le iba el rollo duro. No sé por qué, quizá porque su marido, el cornudo, era un puñetero pelagatos, simplón y pichafloja, incapaz de manejar una hembra de ese calibre o quizá porque la putilla ya era una guarra vocacional desde siempre que tan sólo estaba esperando encontrar un macho que la pusiera en órbita. Para lo que tuvo que esperar, como ya dije anteriormente, unos cuantos años de aburrido matrimonio. Claro que, cuando llegó aquel primer amante, la cosa fue rodada.
Sobra decir que cuanto empecé a follar con la putilla ya estaba bien adiestrada para poner cachondos a los tíos. Ella sabía que hay personas a las que ese carácter sumiso y obediente de tía en plan «sí a todo y no te cortes, me va la marcha» les encanta. Ese era exactamente mi caso. De casta le viene al galgo, dicen.
La cuestión es que, a partir de aquel primer encuentro, disfruté como una campeón insultándola a base de bien, «puta cerda» era lo más suave y cariñoso que le decía. De ahí para arriba. En cuanto al trato, bueno, todo a base de pollazos, salivazos y buenos chupetones nada discretos por todo su cuerpo y, por supuesto, folladas de garganta a tutiplén. ¡Ah y no querría olvidar lo más importante! Su culete. Cada vez que nos veíamos tenía que reventarle el culo. Me encantaba. Mínimo le echaba un par de polvos anales por sesión. A fin de cuentas, era lo que no tenía en casa. Disfrutaba como un hijo de puta (lo que era al fin y al cabo) metiendo mi gruesa tranca en aquel estrecho y elástico agujerito y he de decir, sin faltar a la verdad, que a la super puta de mamá le encantaba ser taladrada en su estrechita puerta trasera por su hijito menor.
Así terminó nuestra primera sesión. Con mamá recibiendo una buena dosis de leche en el culo y mi entrega solemne de las fotos. Tal y cómo ella me dio a entender, no hacía falta que montase el paripé del chantaje si quería cepillármela. Tenía acceso libre a sus orificios. A fin de cuentas éramos de la familia ¿no? Eso sí, tenía que dejar que siguiera con sus ligues esporádicos. Acepté, por supuesto.
Más o menos eso era lo que pensaba cuando tenía a la guarra de mi madre con mi tranca encajada en su culo y mi aliento en su cogote susurrándole palabras de amor:
—¿Te gusta, pedazo de guarra? ¿Qué se siente cuando tu hijito te está reventando el culo, eh? ¡Seguro que estás disfrutando! No me extraña nada, con lo puta que eres, zorra asquerosa…
Así estaba la buena mujer, con los dientes apretados, sudando la gota gorda mientras recibía mis embestidas. Podríamos pensar que gimotearía suplicando compasión o algo similar, pero nada más lejos de su respuesta:
—¡Más fuerte, cabrón, más fuerte! Es la polla más gorda que me han clavado… ¡Y han sido unas pocas, hijo de la gran puta! —en fin, estaba hecha un dechado de romanticismo, mi encantadora progenitora.
En esos momentos fui consciente de que todo el juego sucio y rastrero, mis malas artes y mi chantaje, no habían sido en vano.
Creo que, como en todas las buenas historias, será mejor empezar por el principio. Me presentaré, me llamo Rafa y tengo 22 años. Tengo dos hermanos. El mayor, Ramón de 35 años, casado y con dos hijos, es un tipo serio y religioso, creo que es del Opus y todo, y es la mano derecha en los negocios de mi padre. El mediano, Salvador, tiene 33 años, también está casado, vive en otra localidad, es profesor de matemáticas y no tenemos mucho contacto con él.
Mi padre, Ángel es bastante mayor, ronda los 70 años. Es un vejestorio forrado que dirige (se resiste a jubilarse, el muy cabrón) con mano de hierro una empresa. A pesar de que también es bastante meapilas y catolicón, tiene fama de ser un auténtico cabroncete en los negocios.
En cuanto a la coprotagonista del cuentecito que voy a contar, se trata de mi entrañable madre, Mariana. Tiene 54 años recién cumplidos. Se casó a los 18 con mi viejo, recién salida del colegio de monjas, virgen y beata. Aunque, eso sí, por las fotos que he podido ver de esa época, ya apuntaba maneras de guarrona o, por lo menos, tenía un cuerpo preparado para el pecado, aunque ni su mentalidad ni su voluntad lo estaban aún. El típico cuerpo de jamona con forma de botella de Coca Cola: tetas grandes (enormes, diría yo), cinturita de avispa y un culazo panadero de los que piden polla a gritos. Con los años, su cuerpo ha ido ganando solera y calidad, ha engordado un poquito, tiene un pelín de celulitis y se la ve más madura (en todo), pero eso no ha hecho más que mejorar su aspecto de jaca madura y deseable. Siempre ha hecho algo de deporte, gimnasio, pilates y nordic walking últimamente, por lo que se encuentra en una forma física envidiable para su edad. Mide un metro sesenta y tiene una media melena teñida de castaño claro. Es bastante normalita de cara, salvo por los labios gruesos de chupapollas, como he podido comprobar personalmente, pero por lo que destaca no es precisamente por su carita de ángel, más bien por el resto de su cuerpazo.
Como ya he dicho, mi madre salió del colegio de monjas, directa al matrimonio con aquel rico empresario que le sacaba 16 años y con él fue con quien aprendió los escasos rudimentos sobre el matrimonio (y el sexo) que el pobre infeliz pudo enseñarle. Es decir, un sexo conejil y sin orgasmos con el que tuvo muy pronto a su primer hijo y un par de años después al segundo. La pobre mujer estaba convencida de que la vida era eso, que aquella pilila semiblanda que su marido introducía en un chocho un par de veces al mes y que eyaculaba a los tres meneos era todo lo que el matrimonio podía ofrecerle. De modo que los cinco o seis primeros años de matrimonio los dedicó a la crianza (con ayuda de doncellas y demás, a fin de cuentas estaban forrados) de sus dos primeros hijos y a asistir a las cenas y saraos, sobre todo relacionados con los negocios de su esposo, a los que el viejo tenía a bien llevarla.
Pero, poco a poco, Mariana, fue haciendo alguna que otra amiga entre las mujeres de los directivos que acudían a las fiestas, que le fueron abriendo los ojos. Con el tiempo, un breve tiempo, se fue distanciando de su esposo, algo de lo que él, centrado en los negocios, apenas si fue consciente. Su primer amante fue un chófer suplente que sustituyó a Bautista, el titular, durante unas vacaciones. Con aquel tipo, más joven que su marido, pero mayor que ella, fue con él que descubrió lo que era una polla. Tuvo su primer orgasmo en los asientos traseros del Rolls y se volvió una adicta al sexo. Aquel amante tuvo fecha de caducidad, pero no tardó, con ayuda de alguna de sus ociosas e insatisfechas amigas, en empezar a contratar gigolós y frecuentar gimnasios o locales en los que podía ir ligándose tipos con los que follar sin compromiso, pagando o no.
Se fue pasando por la piedra una retahíla enorme de machos de todo tipo y condición. Eso sí, haciendo siempre gala de una gran discreción y guardando las formas. Lo probó todo y todo le gustó. Disfrutaba al comer pollas y tragar semen, lamer el ojete de sus machos y de polvos salvajes, incluyendo enculadas a lo bruto. El descubrimiento del sexo anal fue para ella como una epifanía.
Claro que, con tanta práctica, se llegó al error. Así fui concebido yo, tal y cómo me enteré hace relativamente poco. Mi pobre madre tomaba la píldora y las precauciones necesarias, pero siempre hay algún fallo. De modo que, de repente, se encontró embarazada de dos meses y con el problemón de explicarle a su esposo aquella inmaculada concepción. El aborto estaba completamente descartado por su parte. Era bastante puta, pero, aun así, seguía siendo muy religiosa. De modo que se vio obligada a aprovechar una de las fiestas a las que acudía con su marido, para, al volver a casa, colocarle un par de viagras en su manzanilla e intentar que el pobre hombre le echase un polvo (hacía más de diez años que no follaban) para justificar después el embarazo. A mamá le costó Dios y ayuda levantar la pilila del impotente esposo, a pesar de las Viagras y demás. Podría haberle hecho una mamada de las suyas, que eran un levantapollas infalible, pero, tal y como me dijo hace poco, le daba un asco horrible meterse la pichilla del viejo en la boca. Algo extraño si tenemos en cuenta que había comido rabos de todos los colores, tamaños y sabores, pero, bueno, es lo que tiene el matrimonio, suele llevar al tedio inevitablemente. Al final, la mujer consiguió ponerle la pollita lo suficientemente a tono como para montarse encima de él e introducírsela en el coño. Se movió un minuto escaso y después, en vista de los jadeos del viejo al que parecía que le iba a dar un infarto, terminó su parte del polvo y lo dejó sin que el pobre hombre supiera si se había corrido o no. Seguramente no lo había hecho, pero siempre podía colar el embarazo como un avezado espermatozoide del líquido preseminal que había alcanzado su glorioso destino en el óvulo materno. En fin, el caso es que el pobre cornudo se conformó, sorprendido con su puntería y aceptó mi nacimiento (sietemesino) como un éxito. De cara me parezco a mi madre y de cuerpo supongo que a mi padre real (que ni mi madre sabe quién es; cree que fui concebido en un polvo con cuatro tipos que se ligaron con una amiga en una discoteca un día que mi padre estaba de viaje de negocios y a los que se follaron varias veces cada una en un hotel). Soy bastante más alto y corpulento que mis hermanos y, evidentemente, que el pobre cornudo de mi padre legal.
Desde niño, no me gustaba nada el ambiente asfixiante de mi familia. Eran demasiado ordenados, rígidos y religiosos para mi gusto. En casa no había diversión, ni sentido del humor. La más distinta era mi madre, pero entonces no lo sabía. Eso lo supe después, cuando la vi fuera de aquel ambiente.
Quizá fue por esa infancia opresiva y aburrida por lo que me puse a estudiar como un loco, tratando de sacarme una carrera para salir de allí y empezar una vida propia y distinta. Pero las cosas no fueron bien. No soy buen estudiante y mis dos primeros intentos se saldaron con fracasos. Por ello, al final cogí el primer trabajo bien pagado que me permitía irme de casa. Me independicé a los 21 años, hace un año escaso. Acabé ingresando en una subcontrata de las que hacen fotos desde un coche recorriendo las calles para el callejero del buscador más famosos de internet. Son las fotos que luego cuelgan en su página web con el rostro pixelado de las personas que casualmente deambulan por las calles en esos momentos.
El caso es que, un día, recorriendo con el coche una de las calles céntricas de la ciudad, justo a la salida de un hotel lujoso e importante, pude ver a una pareja que salía del mismo. El tipo, era un joven, alto y fornido, moreno con el pelo muy corto y musculoso, con aspecto de matón o algo similar. La mujer, con gafas oscuras y el pelo no muy largo, recogido en un moño, lucía un vestido corto de licra, muy escotado, que resaltaba unas formas muy rotundas. No era muy alta, aunque con aquellos tacones, llegaba a la barbilla de su acompañante, un tipo realmente alto. Era inevitable fijarse en el hombre y su sonrisa chulesca y la mujer, que miraba cuidadosamente a los transeúntes, supongo que tratando de no ser reconocida. Sí, no hace falta ser un genio para darse cuenta de quién se trataba y del vuelco que me dio el corazón al verla, a pesar de las gafas de sol y su mirada huidiza. Ella no me reconoció. Yo estaba en el interior del vehículo, apretando el disparador para inmortalizar aquel fortuito encuentro. Lo mejor, fue la despedida de ambos. Mientras ella trataba de hacer una cobra al maromo para pasar desapercibida, el tipo la agarró con fuerza de las nalgas, de tal modo que llegó a levantarse la faldita, mostrando aquel hermoso culazo en el que el tanguita se ocultaba entre sus nalgotas. El hombre plantó la manaza agarrando bien el culo y ella, sin poder escapar, trató de darle un beso rápido para separarse de él. Alguno de los escasos peatones que circulaban a aquella hora (eran las 16:00) por la calle se fijó en la sorprendente pareja y su extraña performance. Mi madre cedió finalmente y le dio un breve morreo que pareció conformar al chico que la dejó largarse tras palmear fuertemente su culazo. Ella, sonrojada y con la cabeza gacha, caminó deprisa calle abajo mientras nuestro coche seguía avanzando. Eso sí, la escena había quedado convenientemente registrada.
Aquel cuadro me dejó el rabo como una piedra. Mi erección, con intervalos, se mantuvo hasta el final de jornada. Tan fuerte fue la cosa que mi novia se quedó asombrada de la intensidad del polvo que echamos aquella noche. Menos mal que ignoraba que la imagen que mantenía mi polla tiesa como un roble eran el enorme culo y las tetazas de mi madre.
Más tarde, me levanté del lecho y acudí a revisar una vez más las grabaciones del día. Recopilé todo el material que afectaba a mi progenitora y lo preparé bien. Sin pixelar los rostros, por supuesto. Ya tenía pensada la mejor utilidad para aquellas imágenes.
Allí sentada, sin dejar de fumar, escuchó impasible mi perorata. Me sorprendió su mirada entre cínica y displicente. Parecía muy segura de sí misma, como si me estuviera perdonando la vida, lo que acabó por ponerme bastante nervioso y me decidió a hacer lo que hice. Al principio mi intención era sacar pasta de todo el asunto, pero aquella actitud de la muy puta, haciendo aros con el humo del cigarrillo, con aquellos labios de chupapollas, sus muslazos cruzados con aquellos leggins color crema que parecían una segunda piel, sus tetazas enormes y muy firmes aún (operadas, claro) que marcaban a la perfección los pezones en la ajustada camiseta a punto de reventar… Todo lo anterior me fue enfureciendo (y endureciendo…) De modo que cuando, tras observar con desinterés las fotos y el vídeo que demostraban su adulterio, me hizo aquella pregunta, la respuesta estaba cantada. Fue dura, sí, tan dura como tenía entonces la polla.
—¿Cuánto? —se limitó a decir mi madre. Fríamente, mirándome directamente a los ojos. Esperaba la cifra, que pagaría sin pestañear con el dinero del cornudo de su marido. Para algo tenía que servir el pobre viejo, ¿no?
—Cuánto no. Querrás decir qué. Qué es lo que quiero —respondí impasible. Y, ciertamente, la respuesta la desconcertó brevemente, aunque se repuso enseguida y dijo:
—Bueno, abrevia pues. ¿Qué es lo que quieres, Rafa?
Decidí ir directo al grano. Me bajé la bragueta y saque la tranca, dura como una piedra. A buen entendedor (buena entendedora, en este caso) pocas palabras bastan. Y mi madre, que de este tipo de cosas parece que sabía un rato, se limitó a soltar una risita falsamente escandalizada y murmuró un amago de protesta muy poco convincente:
—¡Pero, hijo, que soy tu madre!
No contesté y di un par de pasos hacia adelante hasta dejar la polla a pocos centímetros de su cara. El olor del rabo debía llegarle nítidamente.
—¡Bufffff! —comentó bajito mi resignada progenitora—. Desde luego, por carácter, no te pareces en nada a tus hermanos… —acercó la mano para palpar suavemente la polla. La acarició y, al instante, apretó con fuerza, pero sin violencia, para palpar su dureza— ¡Y a tú padre tampoco! —la voz, sin poder evitarlo, le salió bastante admirativa.
La cogí del pelo y le levanté la cara. Ella seguía sentada, yo de pie. La obligué a mirarme.
—Abre la boca, guarra.
Sumisamente obedeció. Desde arriba, le lancé un denso salivazo que aceptó abriendo la boca, sin inmutarse. Se lo tragó al instante y me miró de nuevo, quizá esperando más.
—¡Chupa, puta! —le dije, poniendo su cara de nuevo frente a la polla.
Así fue como recibí la mejor y más morbosa mamada de mi vida. Se nota que la guarra tenía experiencia y, sobre todo, mucha práctica. Le gustaba mantener el contacto visual y mostrar una sonrisa antes de engullir el rabo y en las interrupciones para tomar aire. La muy cabrona ponía una cara de vicio que no tenía desperdicio, valga el pareado. En primer lugar, contempló mi polla como un niño mira un pastel, recreándose con la imagen, tensa y venosa de la tranca, antes de devorarla. Pero en lugar de hacerlo vorazmente, decidió recrearse en su tarea, despacio, saboreando el instante.
Escupió al tronco y lo acarició con su delicada manita, llena de anillos y con las uñas pintadas. Después, para facilitar el trabajo, me empujó sobre un sillón, me quitó los pantalones y los calzoncillos y empezó engullendo el capullo y jugueteando con la lengua mientras con la mano me pajeaba. A continuación, comenzó el espectáculo, digno de un auténtico tragasables de circo. Se comía mi polla hasta tocar mis cojones con su barbilla, abriendo mucho los ojos y con las aletas de la nariz dilatadas para coger aire. Eso sí, con un dominio espectacular de la tráquea, sin tener ni una mísera arcada. Un fenómeno, vamos.
Estaba a punto de correrme, rugiendo brutalmente, con unos jadeos cada vez más intensos, cuando la cerda, que notó las palpitaciones de mi tranca, detuvo su maniobra y, sacando la polla de la boca, con una sonrisa de niña buena, empezó a pajear mi ensalivado rabo muy despacito, mientras bajaba la cabeza para empezar a comerme los huevos.
Me quedé patidifuso, y más aún en el momento en el que la muy puta, bajó la cara y, tras separar mis piernas con las manos, me indicó que las levantase para tener acceso directo a mi culo. Empezó a juguetear con la lengua y los labios sin dejar de pajearme hasta que me puso directamente en órbita. Esta vez sí que no pude evitar que los lechazos salieran disparados a dos metros de distancia. Más tarde descubrí un par de impactos en el retrato familiar que tenía en la mesilla de noche, justo sobre la jeta de mi padre que sonreía en la foto. Muy oportuno, todo.
Luego la puerca, me miró con esa sonrisita inocente de «¡Vaya, vaya, si no he hecho nada!» y acercó su manita pringosa a la boca con los últimos restos de esperma que lamió como si se tratase del más apetecible de los manjares.
Me quedé ojiplático y en éxtasis. La cosa prometía. Menuda corrida y todavía no le había puesto la mano encima.
Queda claro que no me hizo falta insistir mucho para tenerla, poco después, a cuatro patas encajando las emboladas que le endiñaba, primero por el coño (perfectamente depilado) y después por aquel ojete elástico y perfectamente adaptado para todo tipo de grosores y tamaños.
A esas alturas, mi madre dormía ya en una habitación separada del pobre infeliz se su marido, con la típica excusa de los ronquidos y tal y tal. Por ello, al prolongarse mi velada follándomela, el pobre cornudo escuchó ruidos raros en el interior de la habitación de su esposa al pasar camino de su dormitorio. Por un momento me acojoné, la puerta no tenía pestillo y si al pichafloja le daba por abrir iba a resultar muy difícil explicar qué hacía su santa esposa con la tranca de su hijo menor encajada en el ojete y la cara llena de churretones de la reciente corrida. Mi madre por su parte ni se alteró, ni frenó el ritmo de los movimientos hacia atrás de su culo ensartándose en mi polla, parece que conocía bien a su adorable esposo y sabía que nunca entraría sin llamar antes.
—¿Estás bien, Mariana? —preguntó el viejo, después de dar dos toques a la puerta con los nudillos.
—¡Muy bien, muy bien! Estoy haciendo pilates.
—¡Ah, vale! Buenas noches.
—Buenas noches —respondió mi madre, para luego añadir bajito, girando la cabeza hacia mí: «cornudo»
No era difícil darse cuenta de que a la muy cabrona le iba el rollo duro. No sé por qué, quizá porque su marido, el cornudo, era un puñetero pelagatos, simplón y pichafloja, incapaz de manejar una hembra de ese calibre o quizá porque la putilla ya era una guarra vocacional desde siempre que tan sólo estaba esperando encontrar un macho que la pusiera en órbita. Para lo que tuvo que esperar, como ya dije anteriormente, unos cuantos años de aburrido matrimonio. Claro que, cuando llegó aquel primer amante, la cosa fue rodada.
Sobra decir que cuanto empecé a follar con la putilla ya estaba bien adiestrada para poner cachondos a los tíos. Ella sabía que hay personas a las que ese carácter sumiso y obediente de tía en plan «sí a todo y no te cortes, me va la marcha» les encanta. Ese era exactamente mi caso. De casta le viene al galgo, dicen.
La cuestión es que, a partir de aquel primer encuentro, disfruté como una campeón insultándola a base de bien, «puta cerda» era lo más suave y cariñoso que le decía. De ahí para arriba. En cuanto al trato, bueno, todo a base de pollazos, salivazos y buenos chupetones nada discretos por todo su cuerpo y, por supuesto, folladas de garganta a tutiplén. ¡Ah y no querría olvidar lo más importante! Su culete. Cada vez que nos veíamos tenía que reventarle el culo. Me encantaba. Mínimo le echaba un par de polvos anales por sesión. A fin de cuentas, era lo que no tenía en casa. Disfrutaba como un hijo de puta (lo que era al fin y al cabo) metiendo mi gruesa tranca en aquel estrecho y elástico agujerito y he de decir, sin faltar a la verdad, que a la super puta de mamá le encantaba ser taladrada en su estrechita puerta trasera por su hijito menor.
Así terminó nuestra primera sesión. Con mamá recibiendo una buena dosis de leche en el culo y mi entrega solemne de las fotos. Tal y cómo ella me dio a entender, no hacía falta que montase el paripé del chantaje si quería cepillármela. Tenía acceso libre a sus orificios. A fin de cuentas éramos de la familia ¿no? Eso sí, tenía que dejar que siguiera con sus ligues esporádicos. Acepté, por supuesto.