Pasión con mi Hijo – Capítulos 01 al 05

heranlu

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Pasión con mi Hijo – Capítulo 01

Muchos habitantes de Puebla Capital tuvieron motivos para odiar ese domingo de otoño de 1993. El día amaneció frío y evolucionó hasta convertirse en una noche de tormenta. Yo tenía razones de sobra para amar esa fecha, pues mi hijo alcanzaba su mayoría de edad y este acontecimiento invalidaba cualquier obstáculo legal que me impidiera volver a estar con él.

Durante mi primera juventud estuve en el ejército de mi natal Israel. Terminada la campaña donde participé, me mudé a Barcelona. , buscando un lugar en el mundo, encontré trabajo como enfermera en la consulta de un médico de barrio. La España de principios de los años setenta no ofrecía grandes oportunidades para una extranjera sin familia y carente de recursos.

Para los hombres, yo era la atractiva sabra rubia, de figura curvilínea desarrollada en el entrenamiento del Krav Magá; a pesar de la rudeza de mi formación militar, conservaba todo el encanto del poder femenino. Pero yo deseaba el contacto erótico con otras mujeres, de hecho nunca había tenido amoríos con varón alguno. Sorteando muchas dificultades conseguí tener algunas amantes a quienes pude mostrar el potencial oculto del placer lésbico.

Un hombre, a quien secretamente apodaba “Samael”, se enteró de mi gusto por otras mujeres y consiguió pruebas contundentes para chantajearme. Me amenazó con hacer públicas las fotografías que me había mandado tomar desde lejos, donde yo aparecía en actitudes más que comprometedoras con mis ocasionales compañeras de lecho. Yo no tenía nada qué perder, pero ellas tenían familias y prestigio. Accedí a ser la amante de Samael a cambio de su silencio. No negaré que mi cuerpo disfrutó del continuo contacto sexual con él, pero mi espíritu se revelaba siempre que me veía forzada a atender sus necesidades.

Quedé embarazada a finales de diciembre de 1974. Cuando Samael se enteró, me entregó las fotos y negativos que me comprometían y desapareció de mi vida por un largo tiempo.

Sin importarme el estigma social que en aquellos días señalaba a toda madre soltera, amé a mi hijo desde el momento en que supe que llegaría. Aborrecía a Samael y las circunstancias que lo habían llevado a mi lecho, pero el ser que se desarrollaba en mi interior era una nueva razón para aferrarme a una vida que, repentinamente, tenía sentido para mí. Mi alma convirtió en gozo aquello que el alma de Samael iniciara como una bajeza.

Dejé de asistir a los eventos de la comunidad. Las mujeres con quienes alguna vez compartiera lecho y placeres me dieron la espalda. Viví el ostracismo, aunque no sufrí por ello. Cada vez que alguien me gritaba una ofensa o me miraba con desprecio, yo acariciaba mi vientre y bendecía al hijo cuya existencia, ya desde entonces, llenaba de dicha mis días.

Di a luz a un varón sano y vigoroso. Físicamente mostraba la combinación de la ascendencia afrosefardí de su padre y mi ascendencia rusa. Fue un bebé tan despierto que llamó positivamente la atención del personal de maternidad.

Casi desde el principio supe que mi hijo no era como todos los demás niños que yo había conocido antes. Nunca lloraba, siempre estaba alerta y parecía absorber toda la información de cuanto lo rodeaba. Me sorprendió la rapidez con que dejó de necesitar pañales, empezó a caminar y a hablar. Yo dedicaba todo mi tiempo a su cuidado, pues el médico para quien trabajaba me permitió llevarlo a la consulta todos los días y, como en realidad no daba molestias, su presencia no era problema. Me convertí en el centro de su mundo y él en el mío, sellando un vínculo indestructible entre ambos.

Después de que mi hijo cumpliera un año me percaté de algo extraño. El niño no sonreía con alegría; salvo una sonrisa de medio lado que parecía sardónica, no expresaba emoción alguna. Su risa, motivada por mis cosquillas en nuestros juegos, carecía del timbre cristalino y alegre que caracteriza la hilaridad infantil. Sé que me amaba con toda su alma, pero faltaban en su talante ciertos elementos que distinguían a la mayoría de las personas.

En vez de manifestar temor, mi hijo parecía tener un instinto de conservación muy básico, útil en los casos en que se sintiera amenazado, pero sin empañarse con los miedos infantiles a la soledad o la oscuridad. Jamás lo vi enojarse por nada, cuando se enfrentaba a un nuevo desafío parecía reflexionar la manera de superarlo e insistía cuantas veces fuese necesario para cumplir sus objetivos. No se frustraba, no se aburría y siempre parecía soñar despierto.

Cuando cumplió dos años intenté que interactuara con otros niños, pero le fue imposible relacionarse con ellos. No entendía los conceptos de competitividad, diversión o el objetivo de los deportes. Cuando lo cuestionaba sobre estos puntos me respondía que todo aquello le parecía inútil.

Investigué sobre la situación de mi hijo. En aquella época se sabía poco o nada respecto a la condición Asperger y, gracias a mis pesquisas, descubrí información sobre los llamados “Niños Índigo”. En los libros que conseguí sobre el tema se decía que, un infante con las características de mi hijo no mostraría las emociones que no pudiera sentir.

La información sobre los “Niños Índigo” era incompleta y, años después lo sabría, parcialmente falsa, pero me sirvió en su momento para entender que él era distinto a los demás y requeriría de enseñanzas adecuadas.

Tracé varios esquemas de acción y reacción para que mi hijo aprendiera lo que en el futuro se esperaría de él. Fue muy sencillo explicarle lo que significaba el amor, pues era el sentimiento que mejor se le daba. Términos como odio, codicia, celos, tristeza o ira se escapaban completamente de su alcance y sólo pude hablarle de ellos de forma teórica. Sonreía de medio lado y meneaba la cabeza diciendo que todo aquello “no parecía inteligente”.

Trabajamos día y noche para crearle una especie de disfraz social que le permitiera desenvolverse entre los demás. Él y yo consideramos como cualidades los detalles que lo hacían distinto del resto de los niños. Jamás sufriría por depresión, nunca sabría lo que significa sucumbir bajo un estado de stress, era inmune a los efectos negativos de la cólera, la apatía, el desaliento o el odio.

Su capacidad de aprendizaje era sorprendente. Aprendió a leer y escribir, en castellano y hebreo, en poco menos de mes y medio. A los tres años dominaba estos dos idiomas, leía libros destinados a chicos de más edad y absorbía conceptos matemáticos con una capacidad superior a la mía.

A cambio de un limitado esquema emocional, mi hijo contaba con una sorprendente capacidad de deducción lógica y le era sencillo crear intrincadas estructuras de razonamiento que muchas veces me clarificaron ciertos aspectos de la vida y el mundo. Yo le enseñé a desenvolverse en una sociedad que difícilmente lo aceptaría y él me orientó sobre los pasos lógicos para cambiar positivamente mi percepción sobre nuestro entorno. Era como haber parito y tener a mi cuidado a un pequeño filósofo.

Dejé de buscar compañía sexual, dedicándome en cuerpo y alma al cuidado y formación de mi hijo. Él era el centro de mi universo y yo fui el principal motor del suyo. A pesar de lo dura que fue para mí la temporada en que Samael me sometió, de las limitaciones económicas y de los desafíos que planteaba el día a día, los cinco primeros años de la existencia de mi hijo fueron los más dichosos de toda mi vida. Pero esta felicidad me sería arrebatada.

Los padres de Samael vivían como exiliados en México. Habían fundado una empresa tabacalera y contaban con los medios económicos para corromper autoridades y comprar abogados. Me quitaron a mi hijo por la fuerza y se lo llevaron a vivir con ellos, le cambiaron el nombre y lo desvincularon legalmente de mí. Desesperada, crucé el Atlántico para recuperarlo. Lo seguí hasta el Distrito Federal. Fui detenida al intentar sacarlo de casa de sus abuelos.

La familia de Samael no presentó cargos en mi contra a cambio de que yo respetara la orden de restricción impuesta por las autoridades. Se me prohibió acercarme a menos de un kilómetro de mi hijo hasta que él cumpliera la mayoría de edad.

Me permitieron despedirme de él en privado. Le inquietaba el que nos separáramos y le confundía el cambio de nombre. Yo le aseguré que lo prepararía todo para el día en que él cumpliera dieciocho años y nadie tuviera poder para separarnos. El cambio de nombre alcanzaba niveles tan devastadores que él no comprendería hasta que necesitara relacionarse con otras personas. Yo le había dado el nombre de mi padre, pero la familia de Samael, como una broma absurda o en venganza contra mí, le había impuesto legalmente el nombre de un Ángel Caído, expulsado junto con Luzbel. Pedí a mi hijo que no se dejara afectar por esto. Le dije que, secretamente, se hiciera llamar en su interior “Elykner”, “Señor de la sabiduría”. Este era el nombre original de aquel Ángel Caído antes de ser expulsado del Paraíso. Esperaba que bastara, pues fueron soluciones pobres para problemas enormes que ni él ni yo podíamos resolver.

Pedí a Elykner que no olvidara nada de lo que yo le había enseñado y que no se convirtiera en la clase de personas que eran sus familiares paternos. Ambas peticiones estaban de más; mi hijo difícilmente olvidaba lo que yo le decía y su condición le hacía invulnerable a la contaminación emocional.

Mi alma se desgarró como nunca creí posible al verme vencida y tener que entregar a mi hijo en manos de gente sin escrúpulos. Procuré no derramar una sola lágrima cuando el abuelo me aseguró que Elyk estaría bien. Hubiera querido destrozar al hombre con mis propias manos, pero esto habría complicado las cosas y la separación se habría presentado de todas maneras.

No me resigné a perderlo, aunque no podía luchar contra las autoridades compradas por la familia de Samael. Me quedé en México, mudándome a Puebla Capital, lo bastante cerca del Distrito Federal como para permanecer al tanto de la vida de mi hijo y lo bastante lejos para no inquietar a su familia. Semanalmente, le enviaba cartas que nunca obtenían respuesta.

México fue una sorpresa para mí. El papel de la mujer dentro de la sociedad no estaba tan limitado como en la España de ese tiempo. Una mujer sola, si bien no contaba con oportunidades, tampoco se veía impedida para trabajar, desarrollarse económicamente y emprender un negocio.

Los primeros años trabajé como enfermera geriátrica, después logré fundar una tienda de antigüedades que creció con un taller de restauración. Más tarde conseguí contratos con empresas de utilería teatral, televisiva y cinematográfica y mi posición económica se estabilizó para progresar. Todos los conocimientos adquiridos como kibbutznik en artes, oficios y cultura general, eran valorados y daban fruto en el nuevo país.

Y, mientras veía que los negocios fructificaban, enviaba cartas a mi hijo, marcaba los días en el calendario y esperaba a que llegara el momento en que pudiéramos volver a estar juntos. Durante esos años contraté gente que me mantuvo informada de la situación de Elyk. Contaba con fotografías de él, tomadas desde prudencial distancia, supe cuando terminó la Primaria, la Secundaria y la Preparatoria en colegios para chicos psicotípicos, no aptos para él. Su familia paterna pronto se aburrió del “niño novedad” para relegarlo cuando los hermanos de Samael trajeron más nietos al clan. Las diferencias entre su comportamiento y manejo de emociones con respecto a los demás le granjearon el desprecio y los insultos de todos los miembros de aquella familia.

Así pasaron trece años, durante los cuales adquirí una casa, talleres y el local de la tienda de antigüedades. Progresé en el aspecto económico y me sostuve anímicamente con la ilusión de recuperar a mi hijo cuando este cumpliera dieciocho años. En el tema sexual, conocí a varias mujeres con quienes compartí grandes experiencias lésbicas. La libertad de conceptos de aquella sociedad, si bien no era plena, al menos sí era más tolerante que la España de los años setenta. Así llegó aquella noche de otoño de 1993.

Tenía todo preparado para ir al Distrito Federal el martes siguiente. Planeaba recuperar a mi hijo y esta vez no habría poder legal que me lo impidiera. Me encontraba en el taller anexo a la casa. Estaba revisando uno de los vestuarios de utilería que tenía que entregar a una empresa teatral. Me miré al espejo con el vestido puesto, era uno de los trajes de gala destinados a la obra de “Juana La Loca”.

Afuera, la tormenta desataba toda su furia. El LP “Never Too Much”, de Luther Vandross, intentaba hacerse oír bajo el fragor, desde el tornamesa que trabajaba a todo volumen.

Me serví el cuarto vaso de Johnnie Walker y brindé a la salud de mi reflejo. El espejo me devolvió la imagen de una mujer de treinta y siete años, bien conservada gracias a la disciplina militar y el rudo acondicionamiento de casi todos los días, deseada por todos los hombres que la miraban y amada por todas las mujeres que lograban compartían su lecho. El vestido de cortesana me quedaba realmente bien y me sentía triunfadora por haber llegado al decimoctavo cumpleaños de mi hijo con las condiciones económicas para entablar batalla si se presentaba el caso. Había dejado de ser la joven madre desposeída para convertirme en una fiera que no dudaría en hacer rodar cabezas.

De un largo trago bebí la mitad de whisky. Se terminó el lado A del “long Play” y escuché entre el estruendo del aguacero que llamaban a la puerta.

No esperaba a nadie, pero me preocupó que el visitante estuviera debajo de la tormenta. Dejé el vaso de licor sobre una mesa del taller y estuve a punto de correr a abrir. Me detuve; llevaba puesto el vestido de utilería y no podía permitir que se estropeara accidentalmente a causa de una salpicadura de agua de lluvia.

Me desnudé a toda prisa mientras el visitante insistía en su llamado. Como estaba sola en casa, no llevaba siquiera un tanga; sólo acerté a ponerme una playera larga y corrí a la puerta.

Mi corazón se aceleró al ver al recién llegado.

—¡Victoria! —gritó entre el ruido del aguacero—. ¡Soy Elykner, tu hijo!

Lo hice pasar y cerró la puerta tras de sí.

Abracé a Elyk sin importarme que estuviera empapado. Era tan alto como había sido mi padre. Se parecía a Samael, sobre todo en el tono mulato de su piel, pero en su semblante había mucho del lado masculino de mi familia. Su mirada marrón, franca y directa, parecía escrutar todo mi ser, desde los poros de mi piel hasta lo más recóndito de mi alma. Lucía una barba de varios días y, bajo esta vellosidad, el acné que delataba su edad.

Me colgué de su cuello y él acunó su cabeza entre mi mejilla y mi brazo izquierdos. Tomó mi cintura con ambas manos y no pude contener un prolongado llanto.

Sentí que cada una de mis lágrimas venía cargada con todas las emociones que estallaron en mi interior. Mi dolor por la separación, mi angustia por no saber puntualmente si mi hijo se estaba alimentando bien, si recibía buenos tratos o si se abrigaba para ir al colegio, mi ira al saberme desamparada y desposeída cuando me fue arrebatado, mi soledad emocional, parcialmente paliada en la carne de mis ocasionales amantes lésbicas, mi frustración y mi espera explotaron en ese llanto incontenible que me hizo aferrar el cuello de mi hijo como si temiera volver a perderlo. Pero, por sobre todas las cosas, la emoción que recorrió todo mi universo interior fue la dicha de haberlo recuperado, reforzada por el hecho de que él no había esperado un solo día más allá de su decimoctavo cumpleaños para buscarme. Reencontrarse conmigo fue su primera decisión como adulto y ese acto no tendría precio para mí.

Elyk, viendo mi reacción, estrechó el abrazo en actitud de varón protector. Los papeles habían cambiado; el niño que alguna vez se refugiara entre mis brazos me brindaba los suyos a manera de escudo contra el mundo.

No recordaba haberme sentido más dichosa y mi cuerpo temblaba en consecuencia. Me aferré a él con más fuerza y noté cómo el agua que rezumaba su camisa había empapado mi única prenda. Mis senos estaban en contacto con su torso, oprimidos bajo la presión de nuestros cuerpos y sentí que mis pezones se endurecían a la vez que mi sexo se encendía con contracciones instintivas y un escurrimiento de humedad íntima que me asustó.

El aroma de la piel de mi hijo, la firmeza de sus brazos que me rodeaban, el calor de su respiración y la caricia de su barba ahora directamente sobre mi cuello me hicieron estremecer. Quizá se debió al whisky , la soledad o la inmensa felicidad que sentí por el reencuentro, el caso es que, sin quererlo, sin habérmelo planteado siquiera, el abrazo que compartíamos me había excitado sexualmente.

Elyk, desconociendo el efecto que su presencia provocaba en mi cuerpo, movió la cabeza para colocar su boca sobre mi oído.

—Te amo —susurró con toda la emotividad de la que era capaz—. He deseado este momento desde el día en que nos separaron.

Jadeé excitada. Separé las piernas un poco, solo lo justo para permitir que mi vagina, protegida por mi playera y la ropa de él, sintiera la presión de nuestros cuerpos. Gemí y vibré con mi corazón acelerándose mientras mi sexo exigía atenciones. El abrazo había pasado de ser el encuentro entre una madre y su hijo a convertirse en el momento en que una mujer madura, de temperamento ardiente, se excitaba en brazos de un atractivo joven que no se percataba del efecto devastador que provocaba en ella.

Supe que tenía que parar aquello cuando sentí sobre mi sexo la respuesta instintiva de Elyk. Su erección se hizo notar bajo los pantalones. Froté mi vagina un par de veces sobre aquella hombría que se insinuaba imponente. Me odié de inmediato.

Quise soltarme del abrazo, salir corriendo y llorar de dolor. No me explicaba cómo era posible haber sentido atracción por mi propio hijo. No podía creer que un abrazo fraterno hubiese podido llegar tan lejos.

—Mamá, estoy aquí —intentó consolarme con voz suave—. He venido a ti. No te he olvidado. Pudieron separarnos por un tiempo, pero te amo como siempre te he amado.

—¿De verdad me recuerdas? —pregunté tontamente sólo por no quedarme callada.

Traté de separar mi vientre de su abdomen y él, no sabiendo lo que pretendía, aferró mi cuerpo con fuerza. Yo lloraba, ya no por el reencuentro, sino por los reproches internos que me hacía a mí misma. Me parecía abominable la excitación que me recorría entera. Nunca ningún hombre había podido encenderme de la manera que lo estaba haciendo mi hijo sin proponérselo.

—¡Por supuesto que te recuerdo, mamá! —exclamó con amor —. Te recuerdo con toda claridad desde mucho tiempo antes de que me destetaras. Sigues siendo tan hermosa como entonces.

Lo amamanté hasta que cumplió los tres años. Sus palabras y mis deseos prohibidos proyectaron en mi mente la imagen irreal de mi hijo, ya adulto, en la misma postura que adoptaba cundo de niño bebía la leche materna que yo le brindaba.

Lo imaginé, con el rostro barbado, succionando mis pezones erectos y haciéndome gritar de placer. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrancarme la playera y ofrecerle mi cuerpo en ese mismo momento.

—Ve a quitarte esa ropa empapada y toma un baño caliente —ordené con voz temblorosa—. Yo prepararé algo para cenar.

Nos separamos. La erección de mi hijo era más que evidente, pero, fiel a sus actitudes de toda una vida, no mostró signos de arrepentimiento. Enseñé a Elyk la habitación que ya tenía preparada para él. Solamente me faltaba comprarle ropa nueva, pero ese detalle lo resolveríamos al día siguiente. Noté que mi hijo no traía equipaje, pero no quise preguntar el motivo hasta que él estuviera duchado.

Me encerré en mi habitación. Lejos de disminuir, la excitación sexual ardía en mi interior, encendiendo mis entrañas como si se tratara de un fuego líquido que parecía inextinguible. Me remordía la consciencia sentirme tan atraída por el ser que parí dieciocho años antes. Me sentía sucia, maligna y, por primera vez en mi vida, dispuesta a ofrecer mi cuerpo a un hombre sin barreras ni restricciones.

Desde mi llegada a Puebla, conocí gente y me integré a un círculo de amistades. Todos los varones de este grupo habían pretendido algo más allá conmigo, pero siempre tuve algún motivo para rechazarlos. Era posible que mi experiencia con Samael me hubiera bloqueado para el sexo hetero, o quizá deseaba y buscaba subconscientemente algo distinto a lo que ellos podían ofrecer. Nunca lo tuve muy claro, el caso es que siempre me evadía a un paso de entrar en la cama de cualquier hombre.

Con mi hijo había ocurrido algo completamente distinto; sin proponérmelo, había dejado caer todas mis barreras y me había permitido desear y sentir. Quizá mi subconsciente buscaba recuperar todo el tiempo perdido reintegrando a Elyk dentro de mi vida a niveles que no resultaban normales en una relación entre madre e hijo. Me dolía la situación; nunca creí que el deseo sexual pudiese conllevar tantos remordimientos.

Apreté los dientes con rabia mientras unía las piernas. Mi vagina segregaba flujo sin que pudiera controlarla y preferí no tocarla. Cerré los puños y, gimiendo enfurecida, me golpeé varias veces y sin piedad sobre los muslos, buscando que el dolor disipara mi excitación. Escuché el rumor del agua de la ducha e imaginé a mi hijo desnudo, bañándose despreocupadamente mientras yo me excitaba con su presencia.

Los golpes no consiguieron el efecto que buscaba. Contemplé la idea de abrir el cajón, tomar mi consolador y darme placer de una buena vez, pero no quise caer en la tentación de gozar un orgasmo nacido por las reacciones que mi hijo había despertado en mí.

Pasé a mi baño y me desnudé. Lavé mi vagina con el agua del bidet y el contacto con mis dedos en mi intimidad fue tan intranquilizador que me sentí anímicamente peor. Necesitaba ser penetrada y, tuve que reconocerlo, todo mi cuerpo deseaba que mi hijo fuese el segundo hombre dentro de mi vida sexual.

Tras el aseo volví a la habitación. Me puse un tanga que tuve que volver a quitarme de inmediato, pues se empapó con las secreciones de mi sexo. No podía pensar con claridad y no encontraba la manera de despejarme y sacudirme el calentón sin acudir al consolador, cosa que me prohibí terminantemente.

Escuché que Elyk salía del baño y pasaba a su habitación; debía apresurarme para preparar la cena. Elegí un discreto vestido de algodón, con botones al frente, que me llegaba a las rodillas. No me puse tanga, mi sexo pulsaba con cualquier roce o estímulo.

Fui a la cocina, afuera seguía lloviendo torrencialmente. Habían pasado unos cuantos minutos desde la llegada de mi hijo y todo mi mundo estaba trastocado. Me sentía más excitada que nunca, los pezones me dolían y se marcaban en la tela del vestido, mi vagina exigía caricias y mi respiración era agitada. Si mi hijo llegaba a deducir el estado en que me encontraba, aparte de odiarme a mi misma por ello, me sentiría avergonzada con él. De no haber bebido whisky, quizá habría tomado un somnífero para calmarme.

Puse a calentar el café y la sopa de pollo mientras preparaba pan con Nutella. Intenté serenarme; debía mantener la mente fija en el sentimiento de dicha por haber recuperado a mi hijo. Necesitaba poner en claro mis ideas, pensar en su bienestar yen la mejor manera de apoyarlo para que buscara su futuro ahora que ya era un adulto. Escuché que Elyk salía de su habitación y venía a la cocina. Al verlo, mis intentos de serenidad se derrumbaron.

Mi hijo, recién bañado, sonriendo como sólo yo sabía distinguir su más alta manifestación de alegría, venía desnudo, con una toalla enrollada en torno a la cintura. Se sentó en una silla y me miró con fijeza. Apoyó su tobillo derecho sobre su muslo izquierdo para evitar, sin éxito, que yo notara la erección que tenía. Estuve a punto de dejar caer el pan que sostenía en una mano temblorosa.

Durante mi carrera militar había enfrentado a la muerte, había disparado, incursionado en terreno enemigo, salvado o destruido vidas ajenas y arriesgado la mía. Todo este trabajo de alto riesgo lo desempeñé con un temple de acero, una mente fría y una precisión quirúrgica. No existían manuales de instrucción, ejercicios o entrenamiento especializado para apagar el deseo incestuoso de una madre por su hijo.

Me sentí sucia y maligna al contemplar su cuerpo esbelto y velludo, de musculatura compacta. Me sentí vil e impura al morderme involuntariamente el labio inferior mientras un escalofrío recorría mi columna vertebral y el calor se acumulaba desde mi vientre hasta mi entrada vaginal.

Me obligué a prestar atención a la cena. Di la espalda a mi hijo mientras seguía untando Nutella en los panes.

—Elyk, ¿Por qué no has traído equipaje? Pregunté para romper el silencio.

—Tuve un altercado con el tío Joel. Los abuelos me ocultaron tus cartas durante todos estos años, hace dos semanas descubrí una, pero esperé a cumplir los dieciocho para reclamarles. Joel me golpeó, salí corriendo de la casa y robé su motocicleta. De cualquier modo, tenía pensado venir a la dirección del remitente. Si tú me recibes aquí, nada ni nadie podrá separarnos.

Apagué el café y la sopa, dejé lo que estaba haciendo y acudí a su lado. Me sentí furiosa conmigo misma por haberme excitado con el cuerpo de mi propio hijo cuando él necesitaba otra clase de atenciones, más normales y mundanas. Elyk necesitaba que yo me comportara como su madre, no como una puta con ganas de ser penetrada.

Me acuclillé a su lado y toqué su pómulo izquierdo. Efectivamente, tenía un hematoma que, junto con los moratones que presentaba sobre las costillas, evidenciaba lo que había sucedido.

—Te derribó y te pateó estando en el suelo, ¿no es cierto?

—Sí, pero yo fui más rápido —casi pude atisbar orgullo en sus palabras—. Como no sé pelear, me levanté y corrí a la salida. Tomé sus llaves y robé su moto.

El instinto maternal me ayudó a sobrellevar mi excitación. No dejé de sentirme ansiosa por la presencia de mi hijo, pero al saber que podía hacer algo por él, el deber se impuso. Me incorporé y fui a mi habitación para volver con un tubo de ungüento antiinflamatorio. Odiaba haber estado tanto tiempo separada de Elyk, si él hubiera crecido a mi lado, a esas alturas habría aprendido a defenderse. Me prometí remediar esa situación cuanto antes.

Apliqué pomada sobre los golpes de mi hijo y después cenamos mientras compartíamos información; él me habló de su vida en casa de sus abuelos, parte de la cual yo conocía gracias a mis informantes. Yo le hable de mi trabajo y los negocios. Durante toda la cena no dejé de deleitarme con su voz, el movimiento de sus manos al hablar, su sonrisa de medio lado y el conjunto de masculinidad que él representaba.

Mi vagina había estado segregando flujo, en una permanente solicitud de caricias incestuosas que yo debía evitar a cualquier precio. Bajo mis nalgas, el vestido se encontraba empapado y no podría levantarme sin que él lo notara.

—Elyk, tienes mucho acné —dije para rellenar un silencio dentro de nuestra conversación—. ¿Te tocas?

—A veces, pero no he llegado a provocarme el orgasmo —reconoció sin pudor—. En casa de los abuelos era difícil tener privacidad. La abuela siempre me vigilaba y me estaba prohibido encerrarme en mi habitación.

La tensión sexual me estaba matando. Mi hijo había malinterpretado mi pregunta, creyendo que me interesaba saber si se masturbaba o no, cuando lo que deseaba averiguar era si se tocaba el rostro con las manos. Aferré el borde de la mesa de roble y apreté los dedos contra la madera para contener un jadeo. Estaba demasiado excitada, tenía remordimientos de consciencia por mi estado físico y tenía miedo de que él notara mi deseo.

No me sorprendía la naturalidad con que Elykner tocaba según qué temas conmigo, cuando era pequeño me costó mucho trabajo hacerle entender que ciertas cosas era mejor no compartirlas con los demás, pero siempre supo que podía hablar conmigo sobre cualquier tema.

—¿Dónde está la moto? —mi voz tembló al preguntar.

—Afuera. Conduje mientras pude, pero después arreció el aguacero y tuve que arrastrarla un par de kilómetros hasta llegar aquí; tampoco era cuestión de abandonarla.

Cualquier otra madre habría reprendido a cualquier otro hijo por el robo de un vehículo; tratándose de nosotros, no tuve más remedio que enorgullecerme y sentirme satisfecha por su velocidad de reacción al escapar de casa de sus abuelos.

—Elyk, ve a descansar —ordené tratando de que mi voz sonara segura—. Yo me encargaré de dejar todo en su sitio.

Mi hijo se incorporó, con su hombría marcándose debajo de la toalla. Se reclinó sobre mí y el impacto de deseo mordió mis entrañas. Agradeció, me dio un par de besos castos y se retiró.

Estando sola, doblé el cuerpo para apoyar mis codos sobre los muslos. Todo mi organismo me traicionaba; únicamente la fuerza de voluntad me impedía quitarme el vestido y saltar a la cama de Elyk para follar con él hasta deshidratarme. Apreté los dientes mientras un par de lágrimas escapaban de mis ojos. Estaba feliz por la llegada de mi hijo, pero las reacciones de mi cuerpo venían acompañadas de profundos remordimientos.

Toda mi educación, mis valores y mis ideas iban directamente en contra de lo que estaba sucediéndome. Era terrible siquiera pensar en tener algo con la carne de mi carne. Decidí castigar mi cuerpo para tranquilizar mi espíritu.

Fui hasta la puerta de entrada y la abrí. La tormenta bramaba como hacía rato. Parecía que una cortina de agua cubría toda la calle. En medio del diluvio distinguí una Kawasaki aparcada a seis o siete metros de mi portal.

Salí a la calle recibiendo sobre mí el gélido impacto del torrente vertical. Mis pies descalzos tantearon el suelo, hundiéndose en el agua hasta los tobillos. Avancé paso a paso; mi interior seguía en llamas a causa del deseo incestuoso; podía estar sufriendo bajo el aguacero, pero eso no disminuía mis ganas de sexo prohibido. Entristecí aún más; si el agua helada de aquel diluvio no era suficiente para apagar mis ardores, nada podría ayudarme.

Llegué a donde estaba la moto, aún tenía las llaves puestas; con ese aguacero, quien hubiera sido capaz de robársela seguramente se la habría merecido. Guié el vehículo hasta la entrada, retiré las llaves y corrí al interior de la casa.

Entré y azoté la puerta tras de mí mientras de mi boca salía una maldición de grueso calibre. Estaba aterida, mareada de excitación y temía pillar un resfriado. El aguacero no había mermado mis ganas de marcha.

—¿Estás bien, mamá? —pregutó Elyk corriendo desde su habitación mientras se enrollaba la toalla en la cintura.

—¡La moto…! —traté de responder mientras las agujas del frío torturaban mi carne.

Mi hijo corrió hasta donde me encontraba. Vi amor en sus ojos, un amor exento de cualquier otro calificativo, libre del peso de la preocupación, los tabúes o la conveniencia.

—No debiste salir así —reprendió en el mismo tono cariñoso que yo usaba con él cuando era pequeño—. Tienes que entrar en calor, el cambio de temperatura fue muy drástico.

Se arrodilló ante mí mientras hablaba. Desabotonó mi vestido de abajo a arriba antes de que yo supiera lo que estaba haciendo. Me hizo estirar los brazos y terminó de abrir mi única prenda para jalarla hacia atrás y desnudarme del todo. Sentí el frenesí del deseo sexual combinado con un ramalazo de pudor; no pude evitar el preguntarme si mi cuerpo le parecería apetecible. Al momento, sin siquiera fijarse en mi desnudez, se quitó la toalla de la cintura, cubriendo mi espalda. Me abrazó por delante para compartir conmigo su calor corporal.

Sentí que moriría en ese momento. Mi hijo me había desnudado en menos de diez segundos y me abrazaba sin considerar que ninguna prenda se interponía entre nuestras pieles.

Tomó mi cabeza con sus manos y la colocó sobre su torso mientras intentaba hacerme entrar en calor. Su erección presionaba contra mi vientre. Mi hijo contaba con el pene más largo y grueso que yo hubiese visto jamás. Su verga estaba circuncidada y tenía la misma forma que la de su padre, con una curvatura que, usándola sabiamente durante el acoplamiento, activaría las zonas más sensibles de cualquier vagina. Las semejanzas terminaban ahí; si alguna vez sentí que el miembro de Samael me llenaba, estaba segura de que la hombría de mi hijo llegaría sin problemas hasta mi útero. Las piernas me temblaron con este pensamiento y, a pesar del frío, mi excitación se disparó a niveles dolorosos.

Elyk aferró mi cuerpo, creyendo que estaba sufriendo por el frío mientras que en realidad adía por dentro. Con frases tranquilizadoras me llevó hasta el baño, entre cargándome y haciéndome dar algunos pasos. Mientras me sostenía abrió las llaves de la ducha y verificó la temperatura. Mi hijo estaba siendo eficaz y certero al atender mis necesidades más inmediatas. No sabía el efecto devastador que todo esto provocaba en mí.

Me colocó debajo de la ducha y el agua caliente me brindó un súbito bienestar. Cerré los ojos relajando los músculos de mis brazos. Todo rastro de pudor o vergüenza al mostrarme desnuda ante mi hijo se había disipado. Si lo deseaba, podía contemplar mi cuerpo, yo me sentía tan excitada que le habría permitido hacer conmigo lo que quisiera.

Elyk se colocó detrás de mí y me electricé al sentir que su verga enhiesta chocaba contra mis nalgas. Nunca antes deseé tanto una penetración como en aquellos momentos. Me hizo levantar los brazos y extenderlos para que apoyara mis palmas en la pared. Con los ojos cerrados sentía que el agua caía en mi coronilla y se deslizaba cálidamente por todo mi cuerpo.

Vibré excitada cuando sentí las manos de mi hijo recorriendo mis hombros. Estaba utilizando el jabón líquido como lubricante para proporcionarme un masaje intenso y estimulante. Entendí sus intenciones, no pretendía seducirme, más bien buscaba hacer que mis músculos entraran en calor.

Seguía lamentando todo aquello. Mi mente no dejaba de dar vueltas al hecho, reprobable desde el punto de vista de mi educación, de sentirme atraída sexualmente por mi propio hijo. Me odiaba a mí misma por sentirme tan excitada. Temía que él me juzgara mal en caso de notar mis deseos prohibidos. Lo último que deseaba era manchar la relación entre madre e hijo que acabábamos de reestablecer.

Para cualquier observador externo, podíamos parecer una pareja de amantes; la madura rubia y buenorra, gozando de un masaje sensual administrado por su joven gigoló mulato. Para Elyk, aquello no era más que el tratamiento de emergencia que proporcionaba a su madre para evitarle un resfriado. Para mí, las manos varoniles de mi hijo recorriendo mi espalda, su respiración contenida que evidenciaba un estado de excitación similar al mío y los continuos encuentros accidentales de su virilidad contra mis nalgas o mis muslos, sumaban la experiencia erótica más fuerte que hubiese vivido en el sexo hetero.

Él dejó mi espalda para acuclillarse a mi costado derecho. Su verga erecta desafiaba cualquier tabú; me mordí el labio inferior al comprobar que su cuerpo reaccionaba por la cercanía del mío.

Me indicó que flexionara la pierna y me sostuvo por el tobillo para masajear con su mano libre desde el muslo hasta la pantorrilla. Me miraba a la cara e inevitablemente podía observar mis senos que colgaban en su dirección y mi sexo, recientemente depilado de forma definitiva en la clínica láser de La Paz.

—¿Dónde aprendiste a dar estos masajes? —pregunté entre jadeos.

—Mamá, estoy improvisando. Sé que el frío debió calarte hasta los huesos, así que intento evitar que tus músculos sufran calambres. Por lo demás, es la primera vez que estoy tan cerca de una mujer desnuda.

—Entonces, no has tenido sexo todavía.

—No —meneó la cabeza y casi sentí tristeza en su tono de voz—. He leído toda la literatura a mi alcance sobre el tema, conozco la información que hay que saber sobre sexualidad humana, pero a un nivel teórico. Nunca he tenido novia y, aunque tenía algunas revistas en casa de los abuelos, jamás he visto una película pornográfica. No sabría cómo empezar un acto sexual. Supongo que algún día se presentará la ocasión.

Su franqueza me desarmaba. Era como un nefilim, mitad humano y mitad Ángel Caído, sabio como un hombre de mil años y, al mismo tiempo, tan inexperto como si nunca se hubiese planteado ciertas cuestiones.

Dejó mi pierna derecha y pasó a mi costado izquierdo. Mi coño ardía en desesperados clamores de exigencia sexual. Necesitaba ser penetrada y mi hijo no se enteraba.

—¿Podrás disculparme, mamá? —preguntó en cuclillas a mi izquierda, casi debajo de mí.

—¿Por qué?

—Mira esto —se sujetó la verga para enseñármela—. Es evidente que mi cuerpo está excitado por lo que estamos haciendo. Te aseguro que es una reacción natural e involuntaria; es cierto que eres la mujer más hermosa que haya visto y que cualquiera sentiría deseos por tu cuerpo, pero eres mi madre y tienes mi palabra de que te respetaré, no me propasaré y seré todo un caballero.

Solamente mi hijo podía soltar un discurso semejante. Él era capaz de sentir los instintos naturales de todo varón heterosexual y saludable de su edad, pero estos no dominaban sus emociones y el clima interior de su mente. Analítico como siempre, estaba priorizando acciones, deduciendo mis posibles temores ante lo inusual de nuestra situación y protegiendo la limpieza de nuestra relación antes de que (según él) yo pensara que todo aquello pudiera tomar un cariz sexual.

—Descuida —intenté aligerar mi voz—. Conozco tus intenciones y sé que solamente deseas ayudarme. Me preocupa más el otro tema; prometo que podrás ver las películas que desees.

Al pronunciar estas palabras, provoqué tres acontecimientos aparentemente sin importancia; mi hijo suspiró enronquecido mientras entornaba los ojos, apretó mi pierna entre sus manos y su verga erecta se encabritó como deseosa de buscar un hueco para penetrar.

Descubrí una faceta en el carácter de Elyk que hasta entonces me había sido desconocida; su limitado abanico emocional comprendía el amor sublime y casi místico que sentía por mí y la emoción por los temas sexuales que, si alcanzaba las mismas cotas de su amor, quizá estaría rozando la satiriasis. Tuve miedo de lo que podría suceder con las películas pornográficas que acababa de autorizar, pero no pude retractarme. De cualquier modo, él necesitaba de alguna guía en materia sexual, más allá de la simple teoría y, con su modo de ser, podría resultarle difícil conseguir una novia que lo orientara.

Volví a cerrar los ojos con fuerza. Mi grado de excitación no disminuía y mi mente pintó la imagen de mi hijo masturbándose mientras estudiaba las películas “X” con la misma atención que empleaba en todos los temas que despertaban su interés. La humedad de mi sexo se confundía con el agua de la ducha mientras él masajeaba mis hombros nuevamente, esta vez de frente a mí y me susurraba palabras tranquilizadoras.

Tuve que contenerme para no salir corriendo a mi habitación. Él podía interpretar cualquier movimiento mío como señal de incomodidad y esto le despertaría confusión y el pensamiento de haber hecho algo mal, incluso podría llegar a creer que me había ofendido de alguna manera.

Concluido el masaje y el baño, mi hijo envolvió mi cuerpo con una toalla y procedió a secarme para después secarse él. Me llevó abrazada hasta mi habitación y me depositó sobre la cama.

Tuve que asegurarle que me encontraría bien y lo mandé a dormir a su habitación. Me sequé el cabello y me puse una playera para dormir. Apagué la luz y me toqué la vagina. Estaba empapada, mi clítoris enhiesto asomaba orgulloso y solamente una penetración a fondo podría calmar mis ansias.

Intenté relajarme. Mi comportamiento había sido incorrecto desde el principio. Mi hijo había venido en busca de una madre y yo había reaccionado como una colegiala en efervescencia. La condición emocional de Elyk protegía mis reacciones, pues hasta ese momento él no se había percatado de mi furor uterino, pero nada me garantizaba que no lo notara en días venideros.

Yo consideraba inmoral ese deseo carnal por mi hijo e incluso me parecía abominable dar rienda suelta al placer del autoerotismo basándome en ese deseo, tal como mi cuerpo me exigía.

Cerraba los ojos y mi mente proyectaba recuerdos de la reciente experiencia en la ducha, combinados con fantasías eróticas donde mi hijo me penetraba sin descanso, en todas las posturas posibles.

Debí pasar dos horas dando vueltas entre las mantas sin conciliar el sueño y resistiendo la tentación de tocar mi sexo cuando escuché la puerta de la habitación de mi hijo. Elyk caminó procurando no hacer ruido y entró en el cuarto de baño. Volvió a su habitación minutos después.

Ya no pude contenerme. Enfurecida conmigo misma, dolida por las reacciones de mi cuerpo y cansada de resistir, me arranqué la playera con violencia.

Me puse en pie, llorando y sintiendo que toda mi voluntad giraba en torno a las sensaciones que mi cuerpo sentía y las que necesitaba experimentar. Abrí el cajón de mi ropa íntima y tomé el consolador de goma que guardaba casi a la mano. La decisión era simple, masturbarme o correr a la cama de mi hijo y suplicarle que me penetrara hasta el amanecer. Opté por lo primero, no quería manchar nuestro amor de madre e hijo con mis deseos de mujer ardiente.

Me arrodillé sobre la cama y lamí el glande de plástico. El consolador correspondía a la forma y tamaño del miembro de Samael, única herramienta masculina que me había penetrado. Me daba un morbo especial follar a mi amiga Ángela, ocasional compañera lésbica, con este juguete, e imaginarla retorciéndose de placer con la verga del padre de mi hijo. Habiendo visto y deseado lo que Elyk tenía para ofrecer, ya nada sería igual.

Froté mi cuello con el tronco de la verga artificial mientras me metía en la boca mis dedos índice y medio de la mano izquierda. Luego me acaricié los pezones enhiestos con el consolador y llevé los dedos ensalivados hasta mi clítoris. Pegué un pequeño salto al sentir la descarga de gozo que me regaló mi nódulo de placer. Me sentía triste, la consciencia me pesaba por autoestimularme como consecuencia del calentón que me provocaba mi propio hijo.

Friccioné mi “diamante” con los dedos humedecidos y, por un instante descarté el consolado mientras alzaba la cabeza para abrir la boca; reprimí un gemido de gusto que hubiera podido revelar a Elyk mis actividades secretas. Mi coño dejaba escapar hilillos de flujo vaginal sin que me importara.

Me agaché apoyada en mis rodillas, con las nalgas hacia arriba, las piernas separadas y la frente pegada a la cama. Estaba desatada; pasó por mi mente el pensamiento de que, si mi hijo hubiese entrado a mi habitación en ese momento, le habría pedido que me clavara la verga.

Llevé ambas manos a mi trasero, con la izquierda separé mis excitados labios vaginales mientras que, con la derecha, acomodé el glande del consolador en la entrada de mi recinto amatorio.

Empujé la pieza de látex hacia mi interior, sorprendida con la facilidad con que se deslizaba. Mis paredes internas se adaptaban a las dimensiones del instrumento y, poco a poco, me lo introduje hasta tenerlo todo dentro. Posé una mano sobre mi clítoris y me di un violento masaje estimulante mientras con la otra aferraba los cojones del consolador para ejercer movimientos de entrada y salida. Mi cuerpo estaba disfrutando, mientras que mi espíritu sollozaba por la afrenta al amor de madre que había cometido al desear a mi hijo.

La habitación a oscuras se pobló de los sonidos de chasquidos y chapoteos del instrumento entrando y saliendo de mi vagina, los jadeos que salían de mi boca y un ligero rechinido de la base de la cama. Apreté los dientes mientras mascullaba el nombre de mi hijo y un placer me recorrió desde la coronilla hasta la base de la columna vertebral. Un calor interno en mi vientre me anunció el inevitable orgasmo.

El clímax me atravesó de inmediato. Solté todo el aire de mis pulmones en un grito silencioso que pareció el lamento de una fiera herida. Una ingente cantidad de líquidos escapó desde mi intimidad para empapar mis manos, el dildo y mis muslos en dirección al colchón. Caí boca abajo, con el consolador aún incrustado en mi interior y el deseo prohibido de que fuese la verga de mi hijo la que me penetrara. Aquel orgasmo no fue tan satisfactorio como hubiera deseado, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que tenía a mano sin romper el tabú del incesto.



Continuará
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heranlu

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Pasión con mi Hijo – Capítulo 02


Terminé la noche masturbándome mientras imaginaba que el pene de látex era la verga de mi hijo. Analizándolo todo con la ventaja de haber dormido, me felicité por mi fortaleza de carácter; ninguna trasgresión podía empañar la relación entre nosotros, no había sucedido nada y no existían arrepentimientos ni cargos de consciencia más allá del calentón.

La voz de Elykner me llegaba desde la cocina, estaba cantando “Dust In The Wind”, de Kansas, en alguna versión que me sonaba a R&B, seguramente adaptada por él. Los aromas del café recién hecho y los hot cakes calientes me sacaron de la cama.

Recogí el dildo que estaba a mi lado y cambié las sábanas, abrí la ventana para permitir que la habitación se ventilara. Pasé a mi baño y, tras atender mis asuntos más inmediatos, me metí debajo de la ducha.

Los deseos sexuales que sentía por mi hijo no se habían disipado. La excitación permanecía, pero a niveles soportables. Esperaba poder manejar este asunto como una adulta responsable. Jamás creí que un joven de dieciocho años pudiera calentarme tanto, pero me resultaba inconcebible que ese chico fuese Elykner.

Mientras me enjabonaba acariciando mi cuerpo, rememoré los momentos en que él y yo estuvimos desnudos en la ducha. Mi pulso se aceleró y toqué mi vagina. Volvía a encenderme con los recuerdos y pensé, por primera vez sin remordimientos, que la autosatisfacción podía servirme para calmar mis ansias.

Cerré parcialmente las llaves de la ducha y di la espalda a la pared para recargarme mientras el agua tibia caía sobre mi coronilla. Separé las piernas y meneé las caderas, friccionando las nalgas contra las losetas de la pared. Froté las manos con jabón hasta conseguir abundante espuma y con esta me acaricié por detrás. El jabón servía como lubricante para que mis glúteos pudieran resbalar suavemente sobre los azulejos.

Abrí las piernas y contemplé mi vagina depilada permanentemente; hubiera dado mi vida por tener el valor de llamar a mi hijo en ese momento y pedirle que me penetrara hasta el fondo, pero nuevamente se impuso el sentido común y me mordí los labios, evitando pronunciar su nombre.

Con la izquierda friccioné mi clítoris enhiesto mientras que, con el anular y medio de la derecha, me fui penetrando.

La entrada de mi coño recibió los dedos con gusto, cerré los ojos y moví las nalgas en círculos contra la pared cuando toqué mi anhelante “Punto G”. Con la otra mano comencé una serie de caricias circulares contra mi clítoris, a la vez que pulsaba una y otra vez sobre la mítica zona erógena interna.

Hasta entonces había sabido contener mis impulsos y reprimir mis acciones.; nada podía reprochárseme. Lo que me resultaba imposible era anular mis fantasías y negarme a mí misma que deseaba a mi hijo, que necesitaba sentirlo dentro de mí y que cada célula de mi cuerpo ansiaba aquel contacto incestuoso.

Coordiné giros de mis yemas con ligeras opresiones sobre mi clítoris mientras que, con la otra mano, friccionaba y pulsaba sobre mi “Punto G”. En el universo de mi fantasía, ahí donde nadie tendría capacidad de juzgarme, visualizaba a Elykner estimulando las regiones ocultas de mi intimidad.

Me preguntaba qué pensaría él al verme en aquella situación. Lo imaginaba ante mí, de rodillas, enfrascado en la tarea de darme placer.

Me mordí la lengua para no gritar cuando la corriente multiorgásmica recorrió todo mi cuerpo. Mis caderas rotaron con violencia sobre la pared, en un juego de movimientos de cintura dignos de cualquier danza festiva de mi tierra. Me elevé en un intenso clímax que provocó un exquisito derrame de fluidos íntimos que se confundió con el agua de la ducha mientras mi cabeza se sacudía involuntariamente.

Perdí la noción del tiempo. Las piernas me temblaron y me dejé caer, quedando sobre el piso apoyada con manos y rodillas mientras mi cabello cubría mi rostro como una cortina dorada.

Estaba tranquila, mi cuerpo había encontrado nuevos estímulos y una porción del placer que exigía mientras que mi consciencia podía considerarse a salvo. Intenté convencerme de que solamente me había dado un gusto físico, lo que sucediera dentro de mi imaginación, en materia de fantasías sexuales, era mío y a nadie le correspondería juzgarlo.

La noche anterior me había parecido aberrante la idea de tocarme para calmar el deseo que mi hijo despertaba en mí. Habiendo terminado mi segunda paja en su honor, decidí que no dañaría a nadie si seguía haciéndolo en el futuro. Otra alternativa hubiera sido buscarme un amante masculino, pero detestaba la idea y nada me garantizaba resultados positivos.

La paja me ayudó a calmarme y mi vagina soportó la presencia del tanga. Tras secar y peinar mi cabello rubio y rizado, me vestí con una falda larga estilo gitana, un top ajustado que marcaba bien la forma de mis tetas y un chaleco de pana marrón. Calcé botas de tacón alto, me perfumé con “Escape” y salí de mi habitación.

Elyk, en su perpetuo estado de “alegría expectante”, cantaba mientras terminaba de preparar el desayuno. Nos saludamos con dos besos y él tomó mi cabeza entre sus manos para juntar nuestras frentes. La cercanía de nuestras bocas me hizo estremecer y temí volver a perder el control. Me separé de mi hijo para sentarme a la mesa.

—Elyk, hoy iremos de compras —dije tratando de entablar conversación—. Necesitarás ropa y otras cosas. Quiero presentarte a una amiga.

—Gracias, mamá —sonrió de medio lado—. ¿Es una amiga o algo más? Los abuelos me hablaron de tu orientación bisexual.

Mi hijo soltó aquellas palabras con toda naturalidad. Su condición Asperger le confería la capacidad de atestiguar cualquier conducta psicotípica sin emitir juicios de valor.

—A ti no puedo mentirte —suspiré sonrojada—. Es una amiga con derechos lésbicos. A veces tenemos encuentros y lo pasamos bien. No tengo amantes masculinos.

Elyk sirvió el desayuno y se sentó a mi lado. Tomó mi zurda entre sus manos, la llevó a su boca y besó el dorso.

—Lo único que me importa es que seas feliz, mamá. Toda la dicha que puedo llegar a sentir la experimento a tu lado. Si hay algo bueno que yo no pueda sentir, quiero que lo sientas tú.

Sus palabras me hicieron suspirar. Algo muy poderoso se había encendido en mi interior; dejando a un lado los deseos sexuales que mi hijo despertaba en mi cuerpo, me hacía sentir acompañada y realmente valorada. Le sonreí con amor, angustiada por los remordimientos que debía ocultar, en la misma bóveda emocional donde decidí guardar el deseo que me quemaba por él.

Charlamos mientras desayunábamos, durante la conversación entendí que Elyk necesitaría de mi ayuda para desenvolverse en el mundo de adulto que el día anterior se abriera para él. Mi hijo poseía un muy elevado cociente intelectual, gracias a sus lecturas y a su impresionante capacidad de memorizarlo todo dominaba un sinnúmero de temas, poseía una mente muy aguda, pero ciertos tópicos elementales escapaban de su control.

En muchos aspectos seguía comportándose y pensando como aquel niño de cinco años que me fuera arrebatado, por tanto, mi misión sería orientarlo para que pudiese desenvolverse socialmente de la mejor manera posible.

Terminado el desayuno, guardamos la motocicleta robada en el fondo de la cochera, subimos al auto y fuimos al centro comercial Las Ánimas.

En la tienda departamental adquirimos ropas para él. Tuve que elegir casi todo, explicándole que, con su físico bien desarrollado, le vendría bien proyectar una imagen desenfadada y un tanto rebelde. El nuevo guardarropa consistiría en botas estilo motorista, vaqueros en colores sobrios, camisas a cuadros tipo leñador, camisas en colores cerrados y cortes ligeramente militares, chaquetas de piel y jerseys de pana para ocasiones formales. Me sentía más que emocionada cuando Elyk me mostraba las prendas una a una, cuando me pedía opinión o, inocentemente, me preguntaba cómo se veía. Hubiera querido saltar a sus brazos, gritarle a la cara que me parecía majestuoso con cualquier atuendo o totalmente desnudo, pero tuve que dominar mis anhelos.

Al terminar las compras, mi hijo decidió quedarse vestido con ropas nuevas y abandonó las ropas y zapatos “de su vida anterior” para que alguien más las aprovechara.

Volvimos al auto para guardar las compras y regresamos al centro comercial, yo quería que Elyk conociera a Ángela, mi ocasional compañera lésbica y, de ser posible, a Giovanna, hija de esta.

Caminábamos de la mano y yo iba un poco distraída, habían pasado muchas cosas importantes en mi vida desde la noche anterior. Mediante la masturbación podía dominar el impacto sexual que mi hijo despertaba en mi cuerpo, pero mi corazón no tenía defensas contra los detalles de su personalidad que me tenían cautivada. No solamente se trataba de deseo, también del interés que él despertaba en mí. Sin proponérselo, mi hijo cubría con creces la mayoría de las cosas que yo hubiera soñado encontrar en cualquier amante hetero. Me asustaba pensar que cada detalle de su personalidad me empujaba un poco más al abismo del tabú.

—¡Mamá, mira, un sex-shop! —exclamó Elyk con voz casi emocionada. Algunos paseantes nos miraron con una desaprobación que pasó inadvertida para mi hijo.

Lo seguí como autómata sintiendo que mis mejillas se ruborizaban por la vergüenza. Cuando él nació, viví la situación de mujer estigmatizada por mi condición de madre soltera en la España de los setenta, aún conservaba parte de la preocupación por lo que los demás pudieran pensar sobre mi conducta. Pero, para Elyk, los matices de una imagen social carecían de significado.

Entramos al local, mi hijo sonreía de medio lado y yo miraba al piso. En alguna ocasión había entrado a ese establecimiento para comprar un consolador o alguna revista erótica, pero siempre lo había hecho sola, a horas en que no hubiera mucha gente en el centro comercial, vestida de alguna manera poco habitual en mí.

—Mamá, ¿recuerdas que me dijiste que podía ver películas porno en casa? —preguntó en voz alta. La dependienta nos miró fijamente desde detrás del mostrador—. Creo que aquí podremos encontrar algunas.

Asentí aturdida. Mi hijo se soltó de mi mano y, viendo de reojo la mercancía, caminó hasta un reservado al fondo del local. Descorrió la cortina y miró el surtido de VHS. Los colores de mi rostro y el calor de mi piel debieron ascender cuando la dependienta se acercó a mí.

—Muy guapo y desinhibido —calificó la mujer—. Me encanta cuando un gigoló me dice “mamá”, no tengo hijos, pero le da más morbo al asunto.

Asentí sin aclarar que el chico en cuestión era verdaderamente mi hijo, que yo era una madre a punto de caer en el tabú del incesto y que, pese a mi formación militar basada en el autodominio, mis hormonas estaban a un paso de hacerme perder el control.

Elyk regresó a mi lado con unas siete películas de lo más surtido. La dependienta le sonrió y lo contempló con mirada predatoria. Volvió a su mostrador contoneando las caderas para insinuarse.

—Elegí esta porque los actores se parecen a nosotros —sonrió Elyk mostrándome un VHS.

Efectivamente, la actriz que aparecía fotografiada a cuatro patas era una madura rubia, con cabello largo y rizado y unos chispeantes ojos grises. El chico que la penetraba desde atrás era un atractivo mulato de largas rastas.

Me estremecí y mi vagina se humedeció mientras de mi garganta salía un suspiro que intentaba camuflar un gemido. Mi hijo había elegido una película donde alguien como él follaba con alguien como yo, me la mostraba en público y me pedía su opinión. Elyk desconocía el hecho de que ciertas cuestiones debían permanecer en secreto y ciertos temas no debían tocarse tan abiertamente con su propia madre, pero en mi estado de excitación me habría sido imposible explicarle el trasfondo que todo ello tenía. Al pasar a pagar me temblaron las piernas.

—Buena elección para una noche apasionada —sonrió la dependienta contemplando la cubierta del VHS donde los actores se parecían a mi hijo y a mí.

—Si usted lo recomienda, será la primera que veamos —asintió Elyk sin un solo amago de corte. Para mi hijo, adquirir esa clase de material parecía no encerrar más connotaciones que comprar unos filmes Disney.

La empleada guardó nuestras compras en una bolsa de plástico negro. Pagué y tiré de la mano de mi hijo para que se apresurara a salir del local.

—Elyk, debes aprender que la gente no tiene que pensar que tú y yo somos amantes —reñí—. Si entro contigo en un sex-shop, si eliges una película donde los protagonistas se parecen a nosotros, si me lo dices delante de otras personas y me…

—Mamá, no puedo vivir pendiente de lo que la demás gente piensa o deja de pensar. Ni siquiera sé cuando hago algo que pueda interpretarse erróneamente —se detuvo, me tomó por ambos brazos y me miró a los ojos—. Además, para mí sería un halago muy grande que cualquiera pensara que tú eres mi amante. Me hace feliz ser tu hijo, pero no imaginas lo bueno que sería para mí que una mujer de tus características quisiera algo conmigo. ¿Acaso te parezco poco atractivo?

Su pregunta era de lo más inocente, pero venía cargada con una trampa mortal. Yo no podía negarle el halago que su físico merecía y tampoco me sentía capaz de reconocer abiertamente cuán atractivo me resultaba.

—Elyk, creo que no debo ser yo quien responda eso —traté de esquivar su mirada, pero sus ojos marrones se clavaron en los míos—. Ya conocerás a chicas de tu edad y convivirás con ellas.

—Nunca he tenido novia y, sin habilidades sociales, no creo poder caerle bien a alguien. No es que base mi vida en ello, pero me gustaría saber si te resulto atractivo; tú me pareces hermosa desde todos los ángulos. Anoche tuve la oportunidad de verte desnuda y no negaré que mi cuerpo se excitó con la situación. Tampoco digo que tenga algo de malo.

Mi tanga estaba empapado de flujo vaginal. Las manos d mi hijo seguían sujetando mis antebrazos, sus ojos permanecían fijos en los míos y nuestras bocas estaban peligrosamente cerca. La gente a nuestro alrededor debía vernos como a una pareja de amantes enfrascada en un juego de dominación o seducción.

—¡Analiza lo que me estás diciendo! —mi voz se quebró—. ¿Te has excitado viendo a tu madre desnuda?

—Por supuesto; es una reacción física. No creo que tenga nada de extraño. Tengo curiosidad por saber si tú te has excitado con lo que hicimos anoche en a ducha, eso significaría que te parezco atractivo y que no te resulta vergonzoso si alguien piensa que somos amantes.

—Eres guapo, sí —eludí la cuestión sexual—. Cualquier chica se sentiría halagada si tú fueses su amante, pero ten en cuenta que soy tu madre y hay ciertos límites que no podeos rebasar.

—¿Por qué sería repugnante?

—¡Porque no debe ser, porque hay un tabú de incesto que no debemos romper! —mi respuesta fue un poco más vehemente de lo que hubiera querido. Me sentía al límite y necesitaba defender la poca distancia que me separaba del abismo.

—Victoria, no te estoy pidiendo que lo rompamos —meneó la cabeza como cuando, siendo niño, intentaba explicarme algo que solamente él comprendía—, solo quiero saber si te parezco atractivo, si te pareció excitante lo que hicimos anoche y si crees que soy adecuado para dar placer a alguna mujer. No te enojes conmigo por ser curioso, a falta de emotividad, tengo que analizarlo todo desde el racionamiento puro.

Suspiré resignada. Mi hijo quería arrancarme una confesión sobre un tema que hubiera preferido guardar en secreto. De haber sido un chico neurotípico, quizá habría podido evitar la cuestión, siendo como él era, yo sabía que intentaría saber a cualquier precio.

—Elyk, no debes preguntar a una mujer si algo la excita o no, a menos que tengas intimidad con ella —respondí tratando de dar peso a la lección—. Sobre lo otro, desde luego que eres muy atractivo.

—Mamá, entre tú y yo hay intimidad —sonrió de medio lado—, nací de tu cuerpo y me alimenté de tus pechos, no imagino un vínculo de intimidad más profundo. No he querido ofenderte ni faltarte al respeto, es solo que no tengo parámetros para saber si seré o no apto para dar placer a las mujeres cuando llegue mi momento de tener novias. En la familia que acabo de dejar atrás me comparaban con todos los demás y siempre salía perdiendo en esas comparaciones, según ellos, todos son mejores que yo.

Apreté los ojos tratando de no pensar en la noche anterior, en su cuerpo desnudo, en su erección manifestándose en todo su esplendor, en los VHS que descansaban en la bolsa que pendía de su muñeca derecha.

—Si te refieres a que no sabes si físicamente podrás dar placer a las mujeres, no temas por eso —me estaba obligando a reconocer ante él muchas cosas que prefería callar—. Lo que tienes para ofrecer es excelente —señalé con el mentón en dirección a su entrepierna—; cuando veas las películas te darás cuenta de que no tienes nada qué envidiar a los actores que aparecen ahí. Solo tienes que aprender a tratar a las mujeres y a desenvolverte.

Mi hijo suspiró.

—Gracias, mamá. Tus palabras me tranquilizan. No quería parecer poca cosa; prometo que veré las películas y aprenderé a desenvolverme mejor, cualquier consejo que quieras darme será bien recibido.

Me sentí tan tranquila por su respuesta que no acerté a definir las implicaciones de su razonamiento, al menos no en ese instante.

Caminamos en dirección a la tienda de regalos de Ángela. Giovanna nos alcanzó unos metros antes de llegar al local.

—¡Victoria, qué bien acompañada vienes! —saludó mientras miraba a Elyk sin disimulo.

Mi hijo extendió la mano y la hija de mi amante lésbica se la estrechó, ambos se intercambiaron besos.

—Giovanna, te presento a Elykner, mi hijo —interrumpí.

Experimenté una punzada de celos al verla entusiasmada con Elyk, al mismo tiempo, me sentí tranquila sabiendo que él también había notado que no le era indiferente.

—¡Cuántos años tienes? —preguntó Giovanna sin soltar la mano de mi hijo.

—Ayer cumplí la mayoría de edad, no tengo novia y soy nuevo en Puebla Capital.

—Yo soy un poco mayor que tú, tengo novio y he vivido en Puebla Capital desde que nací —la chica me miró fijamente—. Victoria, no me habías dicho que tu hijo fuera tan… tan alto.

Giovanna estaba ruborizada y sus pezones se le marcaban enhiestos bajo el top. Alguna vez la había visto bailando con su novio y sabía que esas eran sus señales de excitación más evidentes. Me sentí triste, ella tenía posibilidades de conseguir de mi hijo algo que era impensable para mí.

—¡Victoria! —gritó Ángela desde la entrada de su local—. ¿Puedes venir un momento?

Se escuchaba alterada. Me disculpé con los chicos y acudí al encuentro de mi amante lésbica. Al entrar extendí mis manos y sonreí, pero ella rechazó el contacto.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó con tono de reproche—. No estamos enamoradas, no tenemos más que una relación carnal muy ardiente, pero habíamos quedado en no ventilarnos nuestras conquistas. ¡Y ahora me traes a ese chico para presumírmelo!

—Es Elyk, mi hijo.

—¿Tu hijo? —preguntó aliviada—. Debí imaginar que un hijo tuyo sería así de guapo. Pensé que se trataba de una conquista, quizá un gigoló. ¡Mira qué bien se ve al lado de Giovanna, hasta podríamos volvernos consuegras!

Abracé a Ángela y pasamos tras el mostrador. Nuestros cuerpos se restregaron entre muñecos de peluche y globos de cumpleaños. La besé con ardor mientras nuestros muslos se entrelazaban para friccionar nuestras respectivas vaginas. Yo estaba pasando por estadios de excitación difíciles de soportar y todo mi organismo clamaba por un poco de contacto humano.

—¡Estás muy caliente! —exclamó ella entre mis brazos mientras frotábamos nuestros senos.

—¡Necesito follar! —reconocí lamiendo su oído izquierdo—. ¡Necesito saber que hay alguien que desea gozar conmigo!

—Si quieres nos vemos esta noche, toca encontrarnos en tu casa. ¿Habrá problema por tu hijo?

Giovanna estaba al tanto de nuestra relación y, por ella, no había objeciones. Paolo, el otro hijo de Ángela, se oponía a que su madre tuviera aquella relación lésbica conmigo; el chico tenía veinticuatro años y nadie necesitaba de su autorización, pero preferíamos no sobrecargar el ambiente familiar.

—¿Problemas por Elyk? —reí—. No, mi hijo entiende todas estas cosas; sabe de lo nuestro y, de hecho, lo traje para presentártelo.

—Pues está conociendo a mi hija, de eso no hay duda.

Miramos al exterior. Elyk charlaba animadamente con una alegre Giovanna. Apreté los dientes y me tensé un poco, me estaban lastimando los celos.

—Sabes que no es como los demás —susurré—. Mi hijo es Asperger.

—Sí, Giovanna también lo sabe. Sería un cambio muy interesante, después de tratar con el idiota de Raúl. Ese noviazgo se sostiene por pura costumbre. En serio, Victoria, me gustaría que tu hijo y mi hija tuvieran química, por mi parte quisiera ayudarlos a estar juntos.

Suspiré. Habría necesitado argumentos muy sólidos para negarme. Pensar que mi hijo tuviera una novia me producía enfado y celos, pero no podía mostrar estos sentimientos.

—Elyk no tiene habilidades sociales —recalqué a la defensiva—. Necesita ser guiado y enseñado, jamás ha tenido novia y no tiene muchos amigos. Temo que diga o haga algo que pudiera incomodar a tu hija.

—¡Tonterías! —rió Ángela mientras colaba sus manos bajo mi falda—. ¡Estoy segura de que lo harían bien!

La mujer deslizó mi tanga muslos abajo y yo correspondí al gesto haciendo lo mismo con su prenda íntima.

—¡Victoria, estás empapada! ¿Tanto te excito?

Antes de que pudiera responderle, sonó mi beeper dentro del bolso. Era un mensaje del taller de herrería, los orfebres necesitaban que aprobara el diseño de los herrajes de utilería que cierto cliente nos había encargado. Me despedí de Ángela, intercambiamos tangas y quedamos citadas para aquella noche en mi casa. Mi cuerpo temblaba de excitación, me sentía como cuando mi hijo me había duchado después de salir al aguacero.

—Elyk, tengo que ir al taller. ¿Te quedas en el centro comercial?

—¡Oh, Victoria, yo tengo que alcanzar a Raúl, iremos a comer con su padre! —se lamentó Giovanna—. ¡Es un compromiso previo, Elyk, pero prometo compensarte, si quieres!

—Por mí no hay problema —nos dijo mi hijo a las dos—. Puedo quedarme por aquí, para conocer un poco.

Los chicos se despidieron evidenciando su mutua atracción y sentí que el corazón se me contraía. Me dolía, pero era natural que mi hijo quisiera conocer chicas más acordes con su edad y que no fueran de su sangre.

Di algo de dinero a Elyk para que comiera en algún restaurante y se comprara algún capricho y nos despedimos hasta la noche. Fui al taller donde el trabajo me tuvo ocupada hasta las ocho, hora en que volví a casa. Me encontré con Ángela en la entrada y pasamos juntas.

Nos besamos apasionadamente. Sus manos recorrieron mis nalgas mientras que yo desabotonaba su blusa para liberar sus tetas. Me retiró el tanga que horas antes había intercambiado conmigo y se lo llevó a la nariz para que ambas lo oliéramos.

—Así me gusta, Victoria, que los empapes de flujo —lamió y me dio a lamer—. Chica, destilas tantos líquidos que tengo miedo de que te deshidrates.

—Tú no te quedas atrás.

Nos quitamos las blusas y restregamos nuestros senos ya libres de toda limitación, nuestros pezones enhiestos chocaban entre ellos.

—Mi hijo ya debe estar en casa —musité a un paso de perder la cordura—. Vamos a mi habitación.

Dejamos las ropas en el suelo y, semidesnudas, nos internamos en la casa. Al pasar junto al dormitorio de Elyk noté que, efectivamente, ya había llegado. Estuve a punto de llamar a su puerta, pero unos jadeos me contuvieron. Por un momento pensé en que había traído a Giovanna y que, de alguna extraña manera, las cosas entre ellos se habían desarrollado anormalmente rápido, las voces en inglés me tranquilizaron. Mi hijo estaba viendo alguna de las películas que habíamos comprado esa tarde.

—Él está viendo porno en solitario, sin saber que el verdadero porno está a punto de comenzar en la habitación de mamá —se burló Ángela—. Deberías invitarlo para que se nos uniera.

La fulminé con la mirada. Subconscientemente yo estaba deseando algo similar, pero solo podía dejar ese pensamiento en el mundo de las fantasías. Una cosa era desear a mi hijo y otra muy distinta sucumbir a mis deseos y arrastrarlo al abismo del que yo intentaba huir.

Entré a la habitación con Ángela y volví a abrazarla. Necesitaba no pensar, necesitaba lanzarme de cabeza a la modalidad de placer sexual que tan bien conocía, que me era familiar y aceptada. Tenía que olvidarme de la tentación que representaba mi hijo para mí.

Ángela y yo nos besamos apasionadamente. Mi amiga parecía más encendida que de costumbre y deduje que esto se debía a que mi hijo se encontraba a pocos pasos de nosotras, viendo porno y quizá autosatisfaciéndose mientras ella y yo iniciábamos el encuentro lésbico.

Terminamos de desnudarnos apresuradamente, entonces tumbé a Ángela sobre la cama para besar sus tetas y mamar sus pezones con verdadera desesperación mientras la penetraba con dos dedos.

Mi amiga se retorcía entre exclamaciones placenteras mientras yo la masturbaba, pero mi cuerpo necesitaba de estímulos poderosos, así que, sin dejar de incrustar mis dedos en su coño, me giré para acomodar el mío sobre su boca.

Tuve que reprimir un grito cuando el cálido aliento de Ángela recorrió mi intimidad y su lengua lamió mis labios vaginales. Concretado el sesenta y nueve, chupé su clítoris con fuerza hasta casi hacerle daño. Ella introdujo dos dedos en mi sexo y tanteó hasta alcanzar mi “Punto G”.

Nos movíamos aceleradamente, yo restregaba mi cuerpo sobre el suyo mientras nuestras bocas estimulaban nuestras vaginas en una danza de placer recíproco que pronto cobraría los primeros orgasmos.

Primero me corrí yo. La tensión sexual acumulada era demasiado poderosa para seguir contenida. Mi resistencia y autocontrol habían soportado pruebas brutales desde la llegada de mi hijo y no quise seguir reprimiéndome. Mientras derramaba un orgasmo húmedo sobre la boca de mi amiga, ella se retorcía de placer con dos dedos míos en su interior. Pulsé con sabiduría en su “Punto G” y la sentí temblar cuando hundió su boca en mi entrada vaginal para sofocar el grito que le provocó su clímax.

—Victoria, no entiendo por qué estás tan caliente —jadeó con la cara entre mis muslos.

—Prefiero no decírtelo, me odiarías si lo supieras.

Me acomodé a su lado y, mientras acariciaba su cabello con una mano, busqué en el cajón de la mesilla de noche hasta encontrar el consolador de doble pene y una botella de aceite.

El dildo no era un artilugio descomunal; medía quince centímetros por cada pene y tenía unos testículos simulados que dividían la porción que correspondería a cada una de las dos.

Vertí aceite sobre las tetas de Ángela y friccioné despacio, desde el nacimiento a los costados hasta los pezones erectos mientras me acomodaba entre sus muslos separados. Nos besamos apasionadamente y friccioné mis senos sobre los suyos mientras me penetraba el coño con uno de los extremos del pene artificial.

Jadeé contenta a cada paso del miembro de látex. Sabía que nada se asemejaría al gozo de sentirme penetrada por mi hijo, pero al menos era placer que me distraía de la fascinación que estaba produciéndome el posible incesto.

Mi amiga gemía y se sacudía bajo mi cuerpo, yo necesitaba sentirla subyugada y sentirme dominadora. Acomodé el glande en la entrada de su coño y empujé despacio. Ambas gemimos cuando nuestras porciones de consolador quedaron guardadas en nuestros respectivos sexos.

Sin desacoplarnos, hice que Ángela quedara de costado y me orienté para concretar la penetración lateral. Terminé de formar la tijera con su pierna izquierda flexionada y conmigo montada sobre su muslo derecho. Nuestras humedades vaginales producían chapoteos lúdicos que coreaban mi movimiento de caderas. En esa postura podía azotar sus nalgas o clavarle las uñas a capricho.

Ambas jadeábamos y gemíamos en medio del placer arrebatador. Nuestras tetas se bamboleaban al ritmo de la cabalgata sexual y todo giraba a nuestro alrededor mientras su cuerpo y el mío se unían en una carrera que inevitablemente nos llevaría al clímax.

Primero gritó Ángela, sin poder reprimir la descarga de flujo que surgió de su sexo, en seguida me corrí entre sonoros jadeos de éxtasis que retumbaron en las paredes del dormitorio.

—Mamá, menos mal —dijo mi hijo desde la puerta—. Escuché gemidos y pensé que te sentías enferma o estabas llorando. Discúlpenme, sigan a lo suyo y yo regresaré a mi habitación.

—¡Elyk! —grité meneando las caderas mientras mi amiga se mordía los labios y miraba a mi hijo con expresión lasciva—. ¿Por qué no llamaste a la puerta?

Mi hijo estaba desnudo. Su erección lucía en todo su esplendor y mi vista amenazaba con nublarse. La vergüenza que pude haber sentido quedó sepultada bajo el peso de mis ansias sexuales. No experimenté ningún arrebato de pudor o arrepentimiento al exhibirme delante de mi hijo en la situación más comprometedora de cuantas hubiera podido plantearme. Decidida a gozar, seguí penetrando a mi amiga con el consolador mientras ella amasaba sus tetas, como ofreciéndolas.

—Creí que me necesitabas y no me detuve a considerar. Lamento haber sido inoportuno. Las dejo para que continúen.

Mi hijo se dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.

—Ese es un hombre como debe ser. Delicioso, como todo lo que sale de tu coño—dijo Ángela impulsando sus caderas para que volviéramos a aumentar el ritmo—. Lástima que sea tu hijo, casi estoy tentada a correr a su habitación y darle “su merecido”. ¿Te lo imaginas follando con Giovanna?

La embestí con brío casi doloroso. Me imaginaba a mi hijo follando conmigo. Por primera vez, la idea no me parecía tan abominable como en un principio. Él se había comportado con toda naturalidad al ver a su madre en tijera lésbica con una amiga. Estaba segura de que, dentro de su mente, los tabúes no constituían mayor limitación que la que cada quien quisiera darles.

Ángela y yo nos meneábamos enfebrecidas. Ambas parecíamos haber reencendido la llama tras la sorpresiva visita de Elyk. Volvimos a corrernos coordinando los orgasmos y sin reprimir nuestros alaridos pasionales.

Extraje el consolador de mi coño y del de mi amiga, me acosté a su lado para poner en su boca el glande artificial que acababa de penetrarme y mamar el que acababa de penetrarla a ella.

—Está viendo porno, por eso vino desnudo —le recordé entre jadeos.

—No jodas —respondió bromeando—. ¿Le permites ver esas cosas?

Ambas reímos. Lo que mi hijo acababa de ver era muy superior a lo que los filmes podían ofrecerle.

—Deberíamos mirar —sugirió Ángela con entonación lasciva—. No sea que tu chico esté viendo material inadecuado. Hay de porno a porno y una madre debe asegurarse de que su hijo no vea ciertas cosas.

La idea no me pareció del todo fuera de lugar. En medio de la llamarada de excitación que se había convertido mi vida, aquellas palabras no se alejaban muchote lo que deseaba hacer.

—La ventana de su habitación da al patio, si tiene descorridas las cortinas, algo podremos ver —dije con voz enronquecida.

Nos incorporamos apresuradamente. Ángela tomó el dildo doble y me siguió a la cocina. Salimos desnudas y silenciosas. Me decía mentalmente que, si ya habíamos visto a mi hijo desnudo, nada de lo que viéramos por su ventana podría empujarme más al abismo del incesto.

Amparadas por la oscuridad, mi amiga y yo miramos por la ventana. Mi hijo, fiel a su costumbre, parecía haber analizado racionalmente la película que veía. Sobre la cama estaba una libreta abierta, con apuntes que seguramente había ido tomando conforme se desarrollaba la acción. Ángela no reparó en ese detalle.

Mi hijo estaba de rodillas, mirando a la pantalla. Sostenía con ambas manos su erección, sin conseguir abarcarla en toda su longitud pues del abrazo manual sobresalía un tercio de mástil y el glande.

—Si te atraviesa con eso, seguro te llega al útero —susurró Ángela lamiendo mi cuello desde atrás.

Me incliné para ofrecer mi trasero a mi amiga. En el acoplamiento anterior yo había dominado, en ese instante deseaba ser dirigida. Escuché gemir a Ángela cuando volvió a penetrarse con el dildo doble y sentí que me clavaba las uñas en las nalgas para separármelas mientras acomodaba el glande de la parte de consolador que me correspondía.

Adentro, Elyk miraba cómo, en la película, el joven mulato acomodaba a la rubia madura en cuatro patas sobre la alfombra. Eran el actor y la actriz que se parecían a nosotros. Me mordí los labios cuando Ángela comenzó a penetrarme despacio desde atrás. Como coordinándose con nosotras, mi hijo vertió aceite entre sus manos y lubricó bien su mástil.

Las tres escenas de placer sucedieron al mismo tiempo. El actor clavó su verga en el coño de la actriz mientras mi hijo deslizaba sus manos hacia atrás para sentir algo similar al masturbarse y Ángela adelantó la pelvis para penetrarme con todo el consolador.

Conforme el actor embestía el cuerpo de la madura, mi hijo aceleraba su paja con ambas manos, supongo que imaginando estar en la situación del otro chico y mi amiga metía y sacaba el dildo de mi coño, dándonos a las dos mucho placer.

Las energías sexuales se acumulaban en mi interior, estaba viendo en directo la masturbación de mi hijo mientras mi amiga me hacía gozar. Hilillos de flujo vaginal corrían desde mi intimidad hasta las baldosas del patio mientras mis manos se aferraban al marco de la ventana. Yo lanzaba mis caderas al encuentro de la verga artificial, sincronizando mis movimientos con la paja que mi hijo se hacía en su habitación. Mis tetas se bamboleaban, mis nalgas chocaban contra el vientre de Ángela, los gemidos de los actores de la película, aunque fingidos, me incitaban y la humedad del aceite que lubricaba la verga de mi hijo chasqueaba al mismo tiempo que los fluidos de mi coño.

Los actores se corrieron primero, entre exclamaciones poco creíbles y un par de gritos de la mujer. Ángela clavó las uñas en mis nalgas cuando sintió que su momento llegaba, pero yo seguí moviendo las caderas, decididamente esperando lo inevitable. Desde el fondo de mi subconsciente afloró la imagen de Elyk, impulsándose una y otra vez para follarme con el mismo brío con el que se estaba autosatisfaciendo. Me visualicé a mí misma en cuatro patas, como la actriz de la película, recibiendo toda la hombría del ser que yo misma había engendrado y esa fantasía fue mi gloria y mi perdición.

El rostro de mi hijo, en la vida real, se contrajo en el gesto de placer más expresivo que jamás le hubiera visto. Abrió la boca y cerró los ojos cuando eyaculó las primeras ráfagas de semen y entonces sentí que mi clímax se disparaba.

Me corrí en un orgasmo múltiple cuyo grito debí reprimir mordiéndome los labios hasta hacerme daño. Mis ojos lagrimearon, mis caderas se aceleraron para enviar el dildo entero dentro de mi coño y todo en el universo dejó de importarme durante el lapso de tiempo que duró aquella descarga de éxtasis.

Ángela me sujetó por la cintura y, sacándome la verga artificial, me besó en la boca con lascivia.

—Esto fue demasiado fuerte —susurró entre jadeos—. No pensé que tu hijo te calentara tanto, pero es lógico; está muy sabroso y se ve que tiene bastante potencial.

Con el corazón acelerado y los sentidos exacerbados, me di cuenta de lo que acabábamos de hacer. Me enderecé de inmediato y empujé a Ángela para separarla de mí. No podía creer la locura que acababa de hacer; me había excitado exhibirme ante mi hijo, había ido a su ventana para espiarlo en un momento íntimo, me calentaba verlo desnudo y acababa de ser follada con un consolador deseando que aquella verga de látex fuera la de Elyk.

Me sentí morir. Había fallado como madre, había ensuciado el vínculo que nos unía y había traicionado el amor y la confianza que mi hijo depositaba en mí; que él estuviera o no enterado era irrelevante.

No todo estaba perdido. Mi hijo ignoraba el impacto hormonal que su presencia despertaba en mi cuerpo y, si conseguía fijarme un plan para evitar momentos como el de la ducha o el de la ventana, nuestra convivencia debería tomar un cauce más sano y normal.




Continuará
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heranlu

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Pasión con mi Hijo – Capítulo 03


Fui grosera y desconsiderada con Ángela, pues la obligué a marcharse inmediatamente después de que ambas folláramos con el consolador doble mientras espiábamos a mi hijo masturbándose.

Pasado el éxtasis, me quedé con la sensación amarga de haber faltado al amor de madre que debía respetar.

Ya no podía tranquilizarme con el pensamiento de que nada había pasado entre Elykner y yo. Aún cuando no nos tocáramos, aún cuando él mantuviera la respetuosa distancia que todo hijo conserva con respecto a su madre, él me había visto desnuda, en plena tijera lésbica y corriéndome con Ángela. de haber sido un chico neurotípico, quizá me repudiaría o habría urdido algún plan para seducirme y llevarme a la cama; tratándose de él, yo sabía que mantendría la misma distancia habitual y me trataría con normalidad, sin emitir juicios de valor sobre mi conducta.

Esa madrugada me revolví entre las mantas de mi cama, encendida en deseos y quemándome en remordimientos hasta que di con una solución parcial que me tranquilizó.

Al día siguiente desperté antes que Elykner y me asomé a su habitación. Mi hijo dormía desnudo, con una poderosa erección que parecía querer desmentir la sesión masturbatoria de la noche anterior. Me permití imaginarme entrando en su dormitorio, tomando aquel orgulloso mástil entre mis manos y dándole la primera felación que hubiera realizado en mi vida. Apreté dientes y puños para despejarme, el futuro de nuestra convivencia dependía de las decisiones tomadas durante la madrugada y los acuerdos a los que tendríamos que llegar en cuanto Elyk se despertara.

Me bañé y tuve que masturbarme bajo la ducha para calmar mis ansias. Si lograba contener el deseo que mi hijo despertaba en mí, podría convivir con él sin problemas; algunas de mis decisiones iban en esa dirección.

Al terminar el ritual de aseo me vestí con ropa deportiva y pasé a la cocina, escuché que mijo se levantaba para bañarse. Lo esperé mientras preparaba el desayuno.

No tardó en aparecer, vestido y listo para iniciar el día. Me saludó con el cariño de siempre, sin que yo pudiese percibir alguna sombra de desilusión o dudas. Él sabía de mi bisexualidad, pero parte de mí temía haberlo decepcionado cuando me vio teniendo sexo con Ángela.

Nos miramos de pie, frente a frente, entonces inicié la primera parte de mi plan. Uní los dedos de ambas manos y, con las yemas endurecidas por años de entrenamiento, golpeé sobre los hombros de Elyk, en puntos específicos que debieron producirle intensos dolores. Mi hijo dio dos pasos hacia atrás y, aprovechando su sorpresa, lo tomé por el brazo derecho para aplicarle una llave que lo dejó inmovilizado, con el rostro y torso sobre la cubierta de la mesa de roble de la cocina, su brazo sujeto entre mi zurda y mi cuello y mi mano derecha sobre su nuca.

—¡Elyk, esto me duele más a mí de lo que pueda dolerte a ti! —decreté intentando que mi voz se escuchara regia—. Tienes dos elecciones, podemos matricularte en la Universidad, revalidar tus clases y hacerte ingresar en octubre, o puedes esperar un año, aprender todo lo que tengo que enseñarte y matricularte hasta 1994. No será un año sabático, pues tendrás que estudiar de todas maneras. Te anticipo que, entre lo que debes aprender, está el poder de deshacerte de un cepo como este. ¿Qué eliges?

—Lo que tú decidas estará bien, mamá —respondió con dulzura.

Mi hijo no se quejaba por el dolor que le estaba inflingiendo, no protestaba y no luchaba por librarse de la llave. Me sentí conmovida ante su gesto de confianza, pero sabía que él era distinto a los demás y quería verlo tomar las riendas de su futuro.

—No es mi decisión, hijo —suspiré sin perder mi autocontrol—. Quiero que me digas si deseas aprender a defenderte como puedo enseñarte, si quieres aprender a sobrevivir del modo en que yo lo he hecho y si quieres tener todo lo que he logrado para ti, como un seguro de supervivencia por si tu futura profesión no te reditúa lo suficiente.

—Mamá, si me vas a enseñar tú y si vamos a estar juntos durante ese año, acepto lo que me impongas —suspiró e hizo una pausa, la llave debía ser dolorosa, pero él no parecía inquieto—. Quiero ser adecuado para ti, quiero que te sientas orgullosa de mí.

Lo solté. Sus palabras me descolocaron por un segundo en el que mi cuerpo pasó del más profundo estado de amor maternal al más salvaje estallido de deseo sexual. Aprovechando que Elyk me daba la espalda, di un par de manotazos sobre mis mejillas húmedas de lágrimas.

—¿Comprendes lo que acabo de hacerte? —pregunté ajustándome al guión.

—Sí —sonrió de medio lado y se friccionó los hombros—. Me has dado una muestra de lo que puede pasarme en la vida si no aprendo a defenderme. Dolió lo suyo, mamá, pero te lo agradezco. Seré tu mejor alumno.

—Acabo de mostrarte que una mujer sola, con las manos vacías, que pesa y mide menos que tú, puede inmovilizarte e incluso causarte daño. Por tu naturaleza confías en todo y en todos, eso es bueno, pero debes aprender a cuidarte. Necesitas pasar un año en casa, bajo mi supervisión, aprendiendo todo lo que yo te enseñe.

—¿No solo es Krav Magá?

—No —busqué las palabras. Era imposible lastimarlo emocionalmente, pero eso no implicaba que no debiera tratarlo con tacto—. Tus habilidades sociales son muy limitadas, hay un sinfín de conceptos cuyas implicaciones debes conocer y artes y oficios que quiero que domines para que siempre cuentes con fuentes de ingresos.

Elyk asentía a todo. Su desarrollo emocional y social había quedado en pausa desde que su familia paterna me lo arrebatara a los cinco años de edad, necesitaba aprender a desenvolverse y defenderse. Yo tenía la esperanza de que el entrenamiento al que quería someterlo le fuera provechoso y, al mismo tiempo, me ayudara a olvidar los deseos sexuales que él despertaba en mí. Elyk, con su sobriedad característica, prometió ponerse a mis órdenes y obedecerme en todo lo que yo dispusiera.

Dedicamos la mañana a trazar el plan de entrenamiento y desarrollo que seguiría Elyk, el resto del día lo aproveché para cerrar asuntos pendientes.

Las jornadas iniciaban a las 4:00 A.M., nos levantábamos, preparábamos lo necesario para el entrenamiento y salíamos a correr sin haber desayunado. Recorríamos tres kilómetros trotando, Elyk tenía que llevar el saco de boxeo sobre los hombros. Al llegar al Cerro De Loreto imponía a mi hijo las más duras pruebas de resistencia física, buscando que su cuerpo se acostumbrara a los rigores del entrenamiento. Muchas veces amanecía sin que ninguno de los dos lo notara. Cuando, a las 9:00 A.M., Elyk llegaba al límite de sus fuerzas, le permitía beber un poco de agua y pasábamos a la fase de defensa personal.

Mi hijo aprendió Kick Boxing y Krav Magá del mismo modo que aprendí yo; después de una ardua sesión de acondicionamiento destinada a llevar el cuerpo a la extenuación.

He de reconocer que fui cruel con él. Lo deseaba sexualmente y cada vez que me sorprendía a mí misma admirando su cuerpo o sintiendo la humedad que me provocaba su cercanía, arreciaba en la dureza del entrenamiento. Como madre lo amaba, como “oficial superior” le exigía cada partícula de esfuerzo que fuera capaz de dar. El programa de acondicionamiento al que sometí a mi hijo fue tan extremo que, años después, en pleno Siglo XXI, conoceríamos un sistema llamado “Insanity Workout” que nos sorprendería por la suavidad de sus técnicas.

Desayunábamos al volver a casa, después enseñaba a Elyk cómo cocinar con elementos naturales y de calidad. Mientras convivíamos en la cocina, diseñábamos sus “disfraces sociales” y trabajábamos el tema de su modo de desenvolverse ante los demás. Después, más relajados, él atendía su programa de estudios universitarios mientras yo me dedicaba a los asuntos del negocio. Al caer la tarde, mi hijo me acompañaba a los distintos talleres, donde el personal a mi cargo le compartía los secretos de sus oficios.

No fueron pocas las veces en que los criterios de Elykner se impusieron en el diseño de piezas de orfebrería o adornos de carpintería. Llegó un momento en que los ebanistas, joyeros y herreros confiaban plenamente en las habilidades de mi hijo para ayudarles en algún trabajo urgente.

Mis periodos de mayor tensión llegaban a eso de las once de la noche. Con el paso de las semanas, Elyk había ampliado su colección de VHS pornográficos y, antes de dormir, solía ver alguna película. Me era inevitable escuchar los jadeos y gritos de actores y actrices, los golpeteos de carne contra carne y los ruidos que mi hijo producía al masturbarse.

Aunque no había vuelto a espiarlo por la ventana, no podía evitar el frenesí de la excitación sexual. A veces me paraba junto a su puerta y, procurando afinar el oído, me tocaba mientras él lo hacía para terminar en cadenas de orgasmos múltiples que tenía que silenciar para no delatar mi estado de celo.

Poco después de la llegada de mi hijo, su abuelo se comunicó conmigo para intentar recuperarlo. Elyk tomó la llamada y, una a una, fue recordándole todas las situaciones desagradables que tuvo que vivir al lado de esa familia; fue tan duro en sus aseveraciones que el hombre maduro no tuvo argumentos para convencerlo de regresar y ni siquiera se atrevió a reclamar la motocicleta que Elyk había robado. Me sentí halagada y orgullosa al escuchar cómo me defendía ante quien, hasta pocos días antes, había representado una figura de autoridad.

Así pasaron octubre y noviembre. Aparte de las sesiones de autosatisfacción nocturna, tenía que correr a mi habitación dos o tres veces por tarde para masturbarme con el consolador y me corría en orgasmos brutales reprimiendo los gritos de placer. No quería caer en la tentación de transgredir el tabú del incesto y creía poder dominar la situación.

Elyk progresaba muy rápido. En solo dos meses su cuerpo adquirió la flexibilidad y la firmeza de una musculatura compacta propias de quien ha entrenado durante años. Gracias a tratamientos naturales conseguimos eliminar el acné de su rostro. Cada día era más fuerte, más sabio, más atractivo, más hábil y mejor artesano.

Su modo de ser me resultaba inquietante. Siempre tenía atenciones para conmigo, siempre me miraba con amor o me sonreía de medio lado. Jamás me escatimaba halagos o caprichos y, en todo momento, parecía vigilarlo todo para darme gusto hasta en los más insignificantes detalles.

Explorando el carácter de mi hijo me encontré ante una nueva situación; mi cuerpo deseaba su cuerpo, pero mi espíritu se estaba enamorando del suyo. Esto me hería profundamente, pero era incapaz de pedirle que dejara de quererme, que dejara de velar por darme gusto o que se abstuviera de ser galante conmigo.

Una tarde de principios de diciembre de 1993 recibí una llamada de Ángela, no nos habíamos vuelto a ver desde la noche en que espiamos a mi hijo masturbándose. Nos invitó, a Elyk y a mí, a las despedidas de solteros que celebrarían simultáneamente Rosalía y Ernesto, dos miembros de nuestro círculo de amistades. Las fiestas se llevarían a cabo en las casas de él y de ella, al ser vecinos habría una celebración mixta después de las diversiones destinadas para cada sexo. Acepté encantada suponiendo que sería una buena prueba para las nuevas habilidades sociales de Elyk.

Llegamos a eso de las siete a casa de Rosalía y presenté a mi hijo con toda la peña. Había varios chicos de su edad, entre ellos, los cuñados de Giovanna. Sinceramente deseé que mi hijo pudiese hacer amigos en el grupo.

Ángela me saludó con calidez, parecía haberme disculpado por la forma en que la traté la noche en que juntas espiamos a Elyk mientras se pajeaba. Acompañé a mi amiga a la cocina y, estando momentáneamente solas, nos abrazamos para morrearnos a gusto.

Margarita, una amiga del grupo, entró a la cocina y, sin inmutarse por nuestras actividades lésbicas, nos preparó dos sangrías algo cargadas. Al pasar al salón con el resto de bebidas, elogió el porte de mi hijo y me felicitó por haberlo parido. A mi orgullo de sabra tuve que sumar el orgullo de madre.

Ángela y yo pasamos al salón, los hombres se estaban reuniendo en el pasillo que conducía a la salida y apenas tuve tiempo de llamar a Manolo, el suegro de Giovanna.

—Hola. Imagino que tu nuera te ha hablado de mi hijo —tanteé con una sonrisa.

—Sí, me dijo que es Asperger y no está muy acostumbrado a convivir. Victoria, no te preocupes, si quieres puedo cuidar de él como si fuese mío —sonrió y, guiñándome un ojo, acarició rápidamente mi mejilla izquierda.

Como todos los varones de nuestro grupo de amistades, Manolo había intentado seducirme en alguna ocasión. Conseguí rechazarlo de forma educada y no hiriente, tras lo cual no volvió a insistir. Pero, como todos ellos, no desaprovechaba la ocasión para “hacer su lucha” sin parecer pesado.

Confiando en su buen criterio, le agradecí las intenciones de vigilar a Elyk. No temía que los demás pudiesen lastimarlo, pues en los meses recientes había adquirido la capacidad de defenderse bien. Lo que me preocupaba era que se metiera en algún problema por errores de interpretación o por decir algo que a los demás les provocara extrañeza o deseos de burlarse de él.

Decidí disfrutar de la fiesta y contemplé como mi hijo se integraba entre los otros chicos para pasar a la casa donde celebrarían la despedida de soltero para Ernesto.

La celebración femenina fue de corte inocente y muy familiar. Había mujeres de todas las edades, desde los dieciocho hasta los sesenta años y pasamos la tarde contando chistes, intercambiando recetas de cocina y recordando anécdotas. Margarita permanecía atenta a todas y procuraba que no faltaran las bebidas; yo, desde el encuentro con Ángela en la cocina, me sentía bastante excitada. Deseaba sexo y me enfadaba un poco que mi amiga pareciera algo indiferente. Giovanna se alegraba de que, después de dos meses, su madre y yo volviéramos a vernos.

Las horas pasaron entre charlas, risas y bebidas. Cuando yo estaba terminando con mi cuarta sangría, alguien sacó a colación el tema de las relaciones lésbicas. En nuestro grupo no era un secreto que Ángela y yo nos acostábamos, pero muchas de las chicas no habían visto nunca a dos mujeres besándose en la boca; Giovanna nos pidió a su madre y a mí que pusiéramos la muestra.

Me sentía excitada. La cantidad de alcohol que había ingerido no era mucha, pero algo se agitaba dentro de mí. Ángela y yo nos pusimos en pie, frente a frente, y nos abrazamos como solíamos hacerlo cuando estábamos solas. Giovanna aplaudió y las demás mujeres ovacionaron, como queriendo darnos ánimos. Todas gritaron y rieron cuando mi amiga y yo nos fusionamos en un beso abrasador.

Después de eso, el ambiente se distendió un poco más. Yo confiaba en que mi hijo no bebería alcohol y conduciría de regreso a casa, así que me dejé llevar por la alegría. Margarita contribuyó a que bajara la guardia, pues se mostraba muy atenta a la hora de rellenar mi vaso y prepararme combinados. El único problema era que mis ansias de follar estaban creciendo conforme avanzaba la fiesta, pero Ángela parecía ir apagándose. Giovanna puso un LP de Lambada en el tornamesa y se contoneó delante de todas. Me sacó a bailar para animar la fiesta y me estremecí por la tentación que me inspiraba el cuerpo de la hija de mi amante femenina al restregarse contra el mío en el lúdico contacto del “baile prohibido”.

A esta excitación se sumaron los celos al tener en cuenta que mi hijo no le era indiferente y que, quizá bajo las circunstancias adecuadas, ella podría follar con Elyk mientras que el tabú del incesto me prohibía incluso pensar en esa posibilidad para mí. Ella era una buena chica, pero yo era una mujer enamorada de un imposible. No obstante, la calidez y calidad humana de Giovanna hacían que fuera muy fácil quererla y desearle lo mejor.

A la tercera pieza sacamos a bailar a Ángela y Giovanna nos dejó solas. Este cambio de pareja coincidió con una nueva sangría que me trajo Margarita; bebí el combinado en dos tragos largos y, abrazando a Ángela, friccioné mi cuerpo contra el suyo para bailar a gusto sin importar que nos observaran las demás. Me sentía casi tan caliente como la noche en que mi amiga y yo vimos masturbarse a mi hijo.

Ángela y yo entrecruzamos los muslos mientras frotábamos nuestras tetas al ritmo de la música. Nuestras vaginas segregaban flujos por la estimulación y la cercanía, pero mi amiga parecía bastante cansada; aunque respondía dulcemente a mis movimientos y acciones, carecía de la chispa de deseo que generalmente la caracterizaba. Suspirando, recostó su cabeza en mi hombro, como dejándose guiar sin querer tomar parte activa.

Los hombres habían dado por finalizada su fiesta y algunos de ellos entraron a la casa. El lado A del disco se terminó, Manolo lo volteó y Margarita se acercó a mí para tomar a Ángela por la cintura y proponerme un cambio de pareja. Antes de que pudiera responder, Manolo estrechaba mi talle y Margarita abrazaba a Ángela para bailar con ella.

Me sentía entre brumas. Apreté los dientes para no gemir de excitación cuando el hombre me abrazó para guiarme en el baile, uno de sus muslos separó mis piernas y presionó directamente sobre mi coño mientras me abrazaba y frotaba su tórax contra mis tetas.

Nunca permitía que ninguno de los hombres del grupo se me acercara tanto o tocara mi cuerpo. Tampoco era común que me excitara tanto con ellos, pero aquella noche algo diferente me estaba sucediendo. Achaqué el arrebato de deseo a las ansias acumuladas, a la frustración de estar enamorada de mi propio hijo y a haber caído en la cuenta de que llevaba dieciocho años sin tener relaciones sexuales de carácter hetero.

Mareada y aturdida vi que Margarita recostaba a Ángela en el sofá. Mi amiga parecía adormilada y supuse que el alcohol le había sentado mal. A nuestro alrededor, hombres y mujeres charlaban o bailaban, pero me sentía tan extraña que los veía como se suele mirar a los personajes secundarios de una mala película.

Manolo cambió de posición y acomodó su verga entre mis muslos, presionando con su dureza sobre mi coño empapado. Jadeé y gemí clavando las uñas en su espalda, ambos friccionamos para intensificar la intimidad de la caricia genital. Nuestros movimientos no iban encaminados al orgasmo, pero no dejaban de ser placenteros. Él no me gustaba y mi mente no lo deseaba, era mi cuerpo el que exigía sexo a cualquier precio, sin importar con quién fuera. De no haber estado la ropa de por medio, me habría dejado penetrar en ese momento. El hombre sabía que yo estaba encendida y desatada, intentó besar mi boca, pero percibí su mal aliento y un último resto de lucidez me hizo apartar el rostro. Si las cosas seguían el curso que estaban tomando, quizá terminaría la noche follando con Manolo, pero ni siquiera entonces permitiría que me besara.

—¿Dónde está mi hijo? —oculté el rechazo con esta pregunta—. No quiero que me vea así.

Al decir “así” me di cuenta de que ni siquiera yo era capaz de definir si me refería a “así de excitada”, “así de inexplicablemente ebria” o “así, en brazos de otro hombre, pisoteando el amor de mujer que sentía por Elyk”.

—Descuida, está con mis hijos en la otra casa —susurró Manolo en mi oído, sin atreverse a lamerlo, pero con claras señales de querer hacerlo—. Están jugando al póker, tu hijo estaba muy alegre cuando lo dejé con los demás.

Sé que debí reaccionar en ese momento, pero me sentía muy caliente y mi mente parecía embotada. Mi hijo podía ser muy feliz con ciertas cuestiones o desarrollando ciertas actividades, pero era imposible que alguien que no lo conociera un poco detectara estas emociones en él. Las palabras de Manolo fueron la primera señal de un desastre que mis hormonas me impidieron prever.

Mientras bailábamos, Manolo restregaba su paquete sobre mi Monte De Venus e, inclinando la cabeza, frotó su mejilla lampiña contra mi cuello. Esta caricia no me excitó más de lo que ya estaba, pues carecía de la suavidad de la piel femenina o la aspereza de la barba decididamente masculina que podían enloquecerme.

El escaso dominio que tenía de mi mente racional me dictó dos hechos. Estaba enamorada e mi propio hijo, con toda la locura y toda la desesperación que jamás experimenté por varón alguno. Este sentimiento era tabú y, en honor a todos mis principios. Debía ser erradicado de inmediato. Manolo no me inspiraba nada, pero la excitación sexual que me provocara Ángela y la desesperación de no saber contrarrestar el deseo sexual que experimentaba por mi hijo me estaban empujando a abrirme de piernas ante el hombre con el que bailaba. Lo peor de todo era que él se daba cuenta de mi estado.

Me sentía mal por lo que sucedía. Mi hijo no merecía que la primera mujer que lo había deseado con ansias de amante se dejara follar por otro hombre, aunque esa mujer fuese la más prohibida. El amor que sentía por Elyk me costaba tremendos remordimientos de consciencia, pero era el más sublime sentimiento que jamás había experimentado. Mientras Manolo me guiaba hasta el pasillo para tener un poco más de intimidad, mis ojos se humedecieron por lo que estaba a punto de suceder.

Lo que comenzara como un baile derivó en una masturbación mutua sin quitarnos las ropas. Manolo y yo friccionamos nuestros sexos mientras él me tomaba groseramente por las nalgas para palparlas a su antojo. Me remordía la consciencia, sabía que el incesto era una locura, pero hubiera preferido que fuera mi hijo quien me magreara de aquella manera. Por más que lo intentaba, no podía evitar que mis sentimientos por Elyk se revelaran.

Todos mis sentidos parecían enturbiarse por momentos, salvo una última capacidad de reflexionar, estaba dejándome llevar inexorablemente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se me planteaba la posibilidad de tener un compañero sexual masculino que no estuviese prohibido por mis principios, sabía que no sería lo mismo y quizá no fuese lo bastante agradable como para suplir el deseo que me quemaba por mi hijo, pero al menos podía tratar de olvidar mis sentimientos incestuosos al lado de Manolo. Con dolor, decidí darle una oportunidad. Me pesaba hacerle esto a Elyk. Intentaría matar el amor de amante que sentía por mi propio hijo sin haberle dado la oportunidad de enterarse.

Manolo tocó mi coño por sobre la falda y me miró a los ojos. Asentí sin decir palabra, de haber hablado, quizá le habría revelado el secreto de mi amor prohibido. Tomados de la mano salimos de la casa, me sorprendí sintiéndome mareada, era cierto que había bebido, pero mi resistencia al alcohol era muy superior a la cantidad consumida durante la fiesta. Dediqué una última mirada a Ángela, quien dormía plácidamente en el sofá. Me pareció irrelevante que Margarita no estuviera por ahí y ese fue mi segundo error grave.

Afuera, los hijos de manolo charlaban y reían con otros chicos. Elykner no estaba con ellos y me alegré de que no me viera a punto de prestar las nalgas a un hombre que no amaba.

Giovanna discutía con Raúl afuera de la casa de Ernesto, supuse que tenían algún problema de enamorados. Manolo me llevó hasta su auto y abrió una portezuela de la parte trasera. Entré y me recosté en el asiento, gimiendo excitada por lo que estaba a punto de suceder.

El hombre levantó mis piernas y yo misma me subí el vestido para acceder a mis caderas. El tanga estaba empapado y me lo retiré con presteza ante la sonrisa lasciva de Manolo. Él se desabrochó el cinturón y los pantalones para mostrarme un abdomen blanco, flácido y regordete, una zona genital casi lampiña y la verga más pequeña que yo hubiese visto nunca; para colmo, era incircunciso, cuestión que estuvo a punto de quitarme todo el calentón.

—Si vamos a follar, que sea con condón —dije con algo de fastidio—. Nada de besos, si lo pasamos bien, ya veremos en otro momento.

Mientras él sacaba un preservativo de su billetera y se lo ponía, yo desabotoné mi vestido, desde el escote hasta los bajos del faldón. Sentí lo injusto de la situación, yo aportaba al coito un cuerpo femenino perfecto, cuidado, armonioso, de generosos senos, cintura estrecha, nalgas y piernas firmes. A cambio, Manolo me ofrecía un cuerpo estragado por los excesos de cerveza, con brazos y piernas sin muscular y con una polla pequeña y, seguramente, llena de bacterias bajo el prepucio. Me dije a mí misma que, si soportar aquello y buscar placer con ese hombre podía servirme para olvidar el deseo incestuoso que me encendía desde mi reencuentro con mi hijo, quizá valdría la pena probar.

Manolo acercó el rostro a mi coño y separó mis piernas. Nunca ningún hombre me había hecho un cunnilingus y nuevamente tuve reparos en permitírselo. Experimenté una arcada con solo imaginar su boca con halitosis sobre mi sexo siempre limpio.

—Nada de chupar, si quieres sexo, penétrame de una vez —podía sonar cortante, pero peor habría sido revelarle todos los motivos de mis reservas.

Alcé mis piernas, abiertas y flexionadas, hasta que mis rodillas llegaron al nivel de los hombros. Tenía la esperanza de que, si Manolo me penetraba en esa postura, al menos su glande alcanzara a rozar mi “Punto G”.

—Eres una puta, ¿te lo habían dicho? —se frotó las manos —. Ya te tengo donde quería, no fue tan difícil como pensé.

Estuve a punto de cancelarlo todo. Me molestó que usara ese lenguaje conmigo, sobre todo cuando estaba permitiendo todo aquello casi a la fuerza, en aras de un objetivo inconfesable.

El hombre se acomodó, de rodillas ante mi intimidad y se tomó la verga con dos dedos para dirigirla a mi sexo. Pensé que al menos lo sorprendería apretándosela como ninguna otra, pues llevaba más de veinte años de práctica con los Ejercicios Kegel femeninos y a mi coño no le importaría el escaso grosor de su herramienta.

Manolo acarició mis piernas con una mano y colocó el glande en mi orificio vaginal. Cerré los ojos intentando evadirme. Estaba arrepentida y deseaba suspenderlo todo, pero no encontraba la manera políticamente correcta de dejarlo con el calentón.

La portezuela de detrás del hombre se abrió, Giovanna asomó la cabeza y me miró asustada.

—¡Victoria, no lo hagas, este hijo de puta y Margarita te rogaron para que te calentaras! —gritó la chica y se separó de la puerta para rodear el auto.

Detuve a manolo con una mano sobre su abdomen.

—¿Es eso cierto? —pregunté con reproche.

El hombre tembló y titubeó. Esa fue toda la respuesta que yo necesitaba. Cerré las piernas y, con los pies juntos, lancé una coz sobre el tórax de Manolo. Él se fue hacia atrás y, tras golpearse la nuca con el marco de la puerta, cayó de espaldas afuera del vehículo. Giovanna abrió la portezuela de mi lado y me observó entre preocupada y triste.

—Llegaste a tiempo, gracias, amiga —suspiré enfurecida por haberme dejado engañar—. No me penetró. Apenas si me tocó y ni siquiera le permití besarme. Estaba caliente y drogada, pero nunca perdí el sentido del buen gusto.

—Me alegra escucharlo —sonrió—. Oí que los chicos fanfarroneaban sobre lo que te iba a hacer Manolo, y que luego ellos vendrían para follarte también. Incluso mi novio se había apuntado a la violación, acabo de mandarlo a la mierda. He buscado a Elykner en ambas casas, pero no lo encuentro. Nadie sabe nada de él.

Salí del auto con el vestido aún desabrochado. Giovanna traía mi bolso y las llaves de mi vehículo. Miré a Manolo tirado en el suelo, con los pantalones aún por los tobillos y su pequeño miembro flácido envuelto en el condón que nunca consiguió estrenar conmigo.

—Tienes una sola oportunidad para decirme dónde está mi hijo —pisé su cuello con el tacón de mi bota.

Meneó la cabeza y, comprendiendo que no podría asesinarlo por negarse a responder, me dejé caer de rodillas sobre su estómago, en un impacto tan contundente que le saqué todo el aire de los pulmones.

—Mi hijo no estaba jugando al póker, ¿verdad?

—Piso de… Margarita —articuló con esfuerzo.

—Tienes dos opciones —dije tomando su brazo derecho para torcerle la muñeca y llevar su mano a unos milímetros de la dislocación—. Puedes ir por ahí diciendo que has follado conmigo, en cuyo caso respaldaré tu mentira, añadiendo que tienes la verga más pequeña y delgada que jamás he conocido. También puedes quedarte callado, no decir nada de lo que ha sucedido hoy y conservar el poco prestigio varonil que tienes. Cualquiera de las dos me es igual, pero una cosa sí te digo, estoy dejándote vivir porque no tengo tiempo de deshacerme de tu cadáver, pero espero que no vuelvas a atravesarte en mi camino. Si vuelvo a verte, será para arrancarte la polla y obligarte a tragártela… siendo tan pequeña, te pasará por la garganta como si fuera una aspirina.

Me incorporé y tomé a Giovanna de la mano. Caminamos juntas al edificio donde vivía Margarita. Por el camino tuve que detenerme y apretar los puños con desesperación.

—¿Te sientes mal? —preguntó la chica preocupada.

—Han debido ponerme un afrodisíaco muy poderoso —deduje jadeando—. Me punza el coño por las ganas de follar.

—Si necesitas que te toque, puedo ayudarte —pasó una mano por la abertura de mi vestido y enarcó las cejas al sentir mi vagina empapada—. Nunca lo he hecho con otra mujer, pero lo haría por ti, Victoria.

—Gracias, pero no —le di un pico en los labios—. Lo que necesito es follar, pero primero tenemos que encontrar a Elyk y largarnos de aquí. ¿Dónde está tu mamá?

—Ángela está bien. También la drogaron, a ella la sedaron para que no interviniera en lo que pensaban hacerte, no contaron con que yo los escucharía fanfarronear.

Reanudamos la caminata y llegamos al edificio. Subimos al tercer piso, la puerta estaba cerrada. Improvisé una ganzúa con una de mis horquillas y conseguí abrir en tiempo récord, inmediatamente vimos las botas de mi hijo tiradas junto a un sofá.

Hice señas a Giovanna para que me siguiera hasta el dormitorio, lo que vimos me dejó petrificada por unos instantes.

Mi hijo estaba tumbado sobre la cama, ebrio y desnudo de cintura para abajo. Su verga, orgullosamente erecta, estaba cubierta de saliva y Margarita, excitada, se acomodaba en cuclillas, abierta de piernas, a punto de dejarse caer para empalarse por Elyk.

Giovanna y yo nos miramos y ambas negamos con la cabeza. Aquella sería la primera vez de mi hijo e, independientemente del incestuoso amor de amante que sentía por él, me pareció injusto que un acontecimiento tan importante en su vida viniera de la mano de un abuso. Manolo y los chicos habían emborrachado a mi hijo y lo habían puesto a disposición de una arpía para que se entretuviera con él mientras ellos abusaban de mí.

Avancé decidida a evitar aquel coito. Margarita chilló asustada cuando la tomé por el cabello desde atrás, aproveché la reacción autoprotectora de subir las manos a su cabeza para tomarla por ambas muñecas y forzar sus brazos aplicándole una llave doble que, con la debida fuerza, podía dejarla lisiada. Gritó alzando el rostro y aproveché para escupir adentro de su boca, con todo el odio de mi corazón. A mi excitación sexual se sumaba el placer que me producía hacer daño a la mujer que estuvo a punto de abusar de mi hijo y la presencia del cuerpo desnudo de este.

—¡Dame un motivo para arrancarte los brazos, maldita serpiente! —le grité furiosa.

—Victoria, cálmate, no te comprometas —conminó Giovanna a mi lado—. Hemos evitado lo peor y no ha pasado nada grave. Debemos irnos. ¿Qué hacemos con Elyk?, no puede quedarse así.

Mi hijo me sonrió con esa expresión que podía parecer sardónica a quien no lo conociera, sin medir las consecuencias de lo que hacía, acarició el muslo izquierdo de Margarita. Sentí que una descarga eléctrica me recorría.

Lo más adecuado habría sido vestir a mi hijo y salir del apartamento para volver a casa, pero me sentía demasiado excitada y me daba cuenta de que él también necesitaba placer. No me atreví a pedirle a Giovanna que estimulara a Elyk, la chica ya había hecho bastante por nosotros.

Contemplé la posibilidad de obligar a Margarita a mamar la verga de mi hijo hasta hacerlo eyacular, pero deseché la idea; habría sido dar un premio a la persona que merecía ser castigada.

Jalé a la mujer y la arrojé al suelo, la inmovilicé con dos patadas en el vientre. Giovanna me miraba sin emitir opinión, atenta a mis acciones por si le pedía ayuda.

Mi deseo sexual continuaba en las cotas más altas. Mi flujo vaginal me empapaba los muslos y mi coño latía exigiendo atenciones. Me dolían los pezones por la excitación y la tensión de los recientes meses me estaba pasando factura.

El afrodisíaco que me dieron en la sangría surtía su efecto como detonante de mis pasiones, pero el amor de mujer enamorada y el deseo de hembra ardiente que mi hijo despertaba en mí eran reales. Tenía temores, me dolía el concepto del incesto, no deseaba manchar la relación de madre e hijo que me vinculaba a Elyk, sin embargo ya no podía resistir un minuto más sin dar el paso definitivo hacia el abismo.

Sintiendo que me libraba de un enorme peso, me despojé del vestido quedando solo con las botas puestas. Giovanna me miró fijamente, asintió sin emitir palabra, transmitiéndome los ánimos que necesitaba para seguir adelante. Mi hijo me sonrió al ver que me acercaba a él. Sus ojos brillaron con el deseo del joven amante cuando me situé a horcajadas sobre sus muslos. Desabotoné su camisa y acaricié con las uñas su torso velludo, de musculatura trabajada por el Krav Magá.

—Te amo, mamá —murmuró entre las brumas del alcohol.

Asentí agachándome para quedar apoyada sobre mis manos, con mi rostro muy cerca del suyo. Le di un beso en los labios y aspiré el aroma de su piel. Acarició mi cabello con una mano y volví a besarlo. En esa segunda caricia me dejé caer, quedando acostada sobre su cuerpo. Mis tetas presionaban contra su tórax y su verga enhiesta quedaba a la altura de mi vientre.

El beso fue demasiado pasional. Mi hijo mordisqueaba mis labios mientras yo restregaba mi cuerpo sobre el suyo. Nuestras lenguas se encontraron por primera vez y exploré su boca para luego invitarlo a conocer el interior de la mía. Él me tomó por las nalgas y me acarició con movimientos expertos, seguramente aprendidos durante las noches en que veía películas pornográficas. Gemí dentro de su boca cuando encontró al tacto mi entrada vaginal y me introdujo dos dedos que se deslizaron suavemente gracias a mi lubricación íntima.

Deshice el beso para volver a incorporarme sobre mis rodillas. Lo miré a los ojos y vi una expresión de deseo como nunca antes le hubiese conocido. Tomé su verga entre mis manos y restregué el glande en el umbral del orificio que le sirviera como puerta para ingresar en el mundo.

—Si te lo follas estando borracho, no serás mejor que yo —Dijo Margarita desde el suelo.

La maldije. Podía ser una arpía, pero tenía razón en ese punto. Yo había estado a un paso de cometer con mi hijo la misma acción por la que la maltraté a ella. Resignada, reubiqué la erección de Elyk y me dejé caer para que la virilidad prohibida abarcara la longitud de mi coño sin penetrarme. Di un avance de cadera y sentí cómo el mástil se deslizaba sobre mis labios vaginales y friccionaba mi clítoris. En el retroceso estuve a punto de perder el control, pues el placer que me brindaba la estimulación exterior me electrizó.

De este modo establecí una pauta rítmica. Adelantaba o hacía retroceder la cadera para friccionar mi coño con la verga de Elyk mientras él acariciaba mis tetas con movimientos firmes y bien estudiados.

—Mamá, no resisto más —gimió—. ¡Quiero penetrarte! ¿Por qué no me lo permites?

—Victoria aún es fértil y no se está cuidando —intervino Giovanna acostándose al lado de Elyk, desabotonándose la blusa y bajándose los vaqueros y el tanga para masturbarse.

Quizá en otro momento me habría sentido celosa. En ese instante, a la vista de lo que la chica acababa de hacer por mí y quería compartir con mi hijo, mis sentimientos hacia ella fueron de agradecimiento. El ver a Giovanna junto a Elykner me excitó aún más. La fricción genital era demasiado intensa y mi placer se encaminaba al punto máximo.

Me sacudía una y otra vez. Mi ánimo se debatía en un fuego cruzado emocional. Mi cuerpo aún joven, sano y deseoso de sexo exigía el placer que le estaba brindando, pero mi corazón de madre sufría al sentirme más cerca del incesto que nunca antes. No cesaba de repetirme a mí misma que, mientras no hubiese penetración, no estaríamos rompiendo ningún tabú, aunque nos acercábamos peligrosamente al límite.

Mis gemidos intensificaron su poder y se volvieron gritos de éxtasis cuando sentí que una corriente orgásmica recorría todo mi sistema nervioso. Temblé de gusto y mi coño expulsó varios chorros de néctar femenino que empaparon los genitales y el abdomen de mi hijo. Giovanna me sonrió lascivamente mientras yo me corría y sentí que me deseaba, aún cuando ella decía no haber tenido sexo con otra mujer; el que fuera hija de mi amante femenina me inspiraba aún más morbo.

Mi hijo, viendo que me sacudía en pleno éxtasis, se apoyó sobre sus pies para corresponder a mis movimientos con poderosas embestidas que hacían que su mástil recorriera más rápido el exterior de mi coño y friccionara desde la entrada vaginal hasta el clítoris. Alcancé los niveles más altos del clímax estremeciéndome con el temor de que su verga se deslizara accidentalmente dentro de mi coño. Estuvimos moviéndonos de ese modo hasta que mi orgasmo cesó, entonces aproveché la lubricación para masturbarlo mientras lo miraba a los ojos.

Giovanna seguía tocándose. Con una de sus manos tomó el glande que sobresalía por debajo de mi vientre y lo acarició mientras yo estimulaba su tronco. Mi flujo vaginal servía como lubricante para sus manipulaciones.

—Esto hay que mamarlo, Victoria —sugirió con ansias—. Está muy bueno como para que desperdicies la ocasión. Por la boca no te vas a quedar preñada.

Repté hacia abajo y lamí los testículos, fui subiendo por el mástil y me introduje el glande en la boca para succionarlo intermitentemente. Era la primera vez que realizaba una felación, pero en innumerables ocasiones había practicado con consoladores; la sensación de hacerlo con la hombría de mi hijo superaba cualquier experiencia previa.

—Un día te voy a chupar la verga y voy a darte a mamar mi coño —dijo Giovanna a mi hijo—. Un día te pediré que me penetres y dejaré que me llenes con tu leche. Ese día también pediré que me des por el culo, jamás me han metido una polla tan grande y gruesa como la tuya y será todo un desafío para mí.

Se besaron apasionadamente mientras yo me esmeraba en la felación. Trataba de meterme en la boca la mayor cantidad de carne en barra, notando que solamente me cabían unos dos tercios. Elyk tocaba el cuerpo de Giovanna sin ningún reparo; sus actitudes me encantaban. Me enorgullecía que mi hijo fuese capaz de despertar el deseo de una chica como Giovanna.

—Ese día llegará, pero primero tendrás que darle a tu mamá todas esas cosas —completó cuando deshicieron el beso.

Giovanna se apoyó sobre rodillas y codos, orientando su culo en dirección al rostro de mi hijo. Yo estaba segura de que hubiera deseado formar un sesenta y nueve con él, pero quizá temía mi reacción. Nuestros rostros quedaron muy cerca y ella lamió lascivamente mis labios y la parte del tronco de la verga de mi hijo que sobresalía de mi boca. Su expresión cambió cuando mi hijo hurgó en su intimidad para penetrar su coño con dos dedos.

—¡Joder, me ha encontrado el “Punto G” a la primera! —exclamó en voz baja.

Mientras Elyk la masturbaba, ella tomó mis tetas para acomodar la hombría de él entre estas y enseñarme a hacerle una cubana. La expresión de la joven era de lujuria desenfrenada y no pude evitar besarla en la boca mientras meneaba el cuerpo para masturbar a mi hijo con los senos que años antes lo alimentaron.

La excitación debió desbordarlos a los dos. Ella se corrió cerrando los ojos y abriendo mucho la boca en un alarido prolongado, él gimió y me apresuré a meterme su glande y parte de la verga hasta la garganta.

Succioné con fuerza y usé mi lengua para jugar con la cabeza del mástil de mi hijo mientras usaba mis manos para estimular la parte del tronco que me era imposible mamar. Él eyaculó poderosas ráfagas de simiente dentro de mi boca, por primera vez en mi vida probé el sabor del semen. Durante el tiempo que duró su orgasmo pensé que todo esto sucedía para beneficiarlo a él; en mi mente surgió la idea de que estaba brindando a mi hijo buenas bases para una vida sexual plena y satisfactoria. Podía estar equivocada, podía estar mal, quizá seguía embrutecida por el narcótico que me dieron, pero aquella primera vez que provoqué una eyaculación en mi hijo quedaría grabada en mi memoria como un triunfo de mi amor materno.

Cuando Elyk terminó de descargar su semen en mi boca, Giovanna y yo lamimos su erección y nos besamos con lascivia. Ella parecía querer extraer de mi boca parte de la lefa filial que acababa de recibir, pero me la había tragado toda.

La chica y yo lamimos los genitales de mi hijo para recoger con nuestras lenguas todo rastro de fluidos. Después, Elyk, con paso vacilante por el alcohol, se fue a asear.

Revisé a Margarita. La mujer sollozaba en el suelo, encogida en posición fetal. Tuve ganas de volver a patearla, pero preferí dejar pasar mi ira; sus acciones, unidas a las de Manolo, habían dado pie a una cadena de acontecimientos que definirían el futuro de mi sexualidad.

—Victoria, no pienses que esto es malo —susurro Giovanna en mi oído mientras acariciaba mis tetas—. Lo que puedes tener con tu hijo es algo hermoso. Si me invitan algún día me sentiré muy agradecida, pero si no lo hacen, no hay problema. Debes saber que te admiro mucho, no sé cuántas mujeres hayan estado en esta situación, pero sí sé que no todas se atreven a dar el paso que has dado hoy. Por el bienestar de los dos, enséñale a gozar de su sexualidad y disfruta con él. Yo no te voy a juzgar.

La besé en la boca mientras escuchábamos el ruido de la ducha. Hubiera querido acompañar a Elyk mientras se bañaba y me habría encantado que Giovanna participara también, pero decidí dejarlo pasar. Aún estábamos en territorio enemigo y convenía prepararnos para volver a casa.


Continuará
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heranlu

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Pasión con mi Hijo – Capítulo 04



Desperté a las diez y media de la mañana. Los recuerdos de la noche anterior cayeron sobre mí, convertidos en una avalancha de sensaciones. Rememoré la excitación, los magreos de Manolo y el hecho de que estuve a punto de follar con él. Reviví en mi memoria la actitud heroica de Giovanna, quien me alertó del afrodisíaco y me ayudó a rescatar a Elyk.

Me senté de golpe al repasar mentalmente lo que sucedió en la habitación de Margarita. Había estado a un paso de dejarme penetrar por mi propio hijo; aún cuando no habíamos concretado el coito, yo me corrí friccionando mi coño contra sus genitales, mamé su verga, lo masturbé con mis tetas y me tragué su eyaculación.

Sentada en mi cama a horas poco habituales, desnuda y asustada por lo que había hecho, me abracé las rodillas y cerré los ojos. Algo dentro de mí me reprochaba por haber cedido a la tentación, mientras se alegraba de que no se hubiera efectuado la penetración. La parte más instintiva y emocional de mi alma me felicitaba por lo que sucedió entre nosotros y me instaba a buscar más para consumar lo que no me atreví a hacer. Me levanté llena de energía, ansiosa por ver a mi hijo.

Mi sesión masturbatoria bajo la ducha incluyó recuerdos de la noche anterior, sumó fantasías de cosas que podríamos hacer si yo terminaba por derribar todas mis barreras y me decidía a probar el incesto y se completó con las imágenes oníricas de Giovanna cumpliendo las promesas que hiciera a mi hijo.

Después del baño, me puse un vestido sencillo, me peiné y omití el uso del tanga; estaba tan excitada que mi sexo no hubiera soportado el roce del tejido. Salí al pasillo de la casa para enfrentar el nuevo día.

Me asomé a la habitación de Elyk y no lo encontré. Lo llamé y el eco me devolvió mis gritos. Revisé en la cocina, en el patio trasero, me asomé a la calle y, desesperada, llamé a Ángela para preguntarle si sabía algo de mi hijo.

La hija de mi amante lésbica me dijo que desconocía su paradero. Después de la fiesta, Giovanna nos dejó en casa, se morreó con Elyk en el portal mientras yo me preparaba para dormir y después se marchó con su madre. Se había llevado mi Phantom y prometió devolvérmelo esa misma tarde. Repasamos la lista de chicos involucrados en el intento de violación y, tristemente, casi todos los muchachos y algunos adultos de nuestro círculo de amistades estaban relacionados con la bajeza que intentaron hacerme; de no haber sido por Giovanna, todos me habrían pasado por la piedra.

Al concluir la llamada, un poderoso sentimiento de temor se apoderó de mi alma; temí que quizá mi hijo me repudiara por lo que pasó entre nosotros. No era imposible que se hubiera marchado llevándose solamente lo que llevara puesto.

Pasé a la cocina intentando despejar mis temores. Como una autómata puse a hervir café y me serví una porción de fruta picada. Las manos me temblaban y mi espíritu se debatía. Me había ido a dormir con las esperanzas puestas en un sueño impensable o al menos creyendo que mis acciones no tendrían consecuencias; la ausencia de mi hijo me daba evidencias de que ese sueño se volvía imposible.

Me asaltó el pensamiento de que quizá Elyk no deseaba tener nada conmigo. Como hombre podía disfrutar al recibir una felación o al ser agasajado con una cubana, pero había mucha distancia entre esto y el hecho de permitir que fuese su propia madre quien le diera esos placeres.

Sollocé mientras lavaba los trastos. Había consumido el desayuno mecánicamente, pero no lo disfruté. Decidí que, si Elyk volvía o si lo encontraba después, trataría de dar marcha atrás y de ser una madre adecuada para él.

En Videocentro cobraban tres pesos por rebobinar los VHS que, por negligencia o descuido, los socios del club entregaban finalizados. Hacer retroceder una película era fácil y barato, regresar el tiempo en el mundo real era imposible y, el mero hecho de desear hacerlo, ya traía un elevado costo implícito.

Encendí un “John Player Special”. Necesitaba serenarme, dejar de pensar en las acciones que mis hormonas me habían empujado a cometer. Minuto a minuto me convencía de que mi hijo había tomado la decisión de alejarse de mí. Dudaba que Elyk fuese capaz de reñirme o degradarme, pero era lo bastante fuerte como para excluirme de su vida.

Decidí renunciar a toda esperanza de disfrutar del sexo con mi hijo. Al pensar en ello, me di cuenta de cuán hondas habían sido las ilusiones de que se diera algo entre nosotros. Permitiría que Giovanna o cualquier chica que no fuese de su sangre lo hiciera feliz, disfrutara con él y lo enseñara a gozar.

Nada de esto me compensaba, pero, si Elyk volvía conmigo, mi deber como madre era que él se sintiera cómodo. Me debatía entre estos pensamientos cuando escuché que se abría la puerta de la calle.

—Hola, mamá —saludó Elyk.

Traía sobre el hombro el saco de boxeo. Se veía radiante dentro de su estilo sobrio; sonreía de medio lado, en esa expresión que parecía sardónica y que en realidad manifestaba su más absoluto grado de felicidad.

—Fui a entrenar —me miró a los ojos—. No me atreví a despertarte, te veías tan hermosa mientras dormías que casi fue un crimen arroparte.

Mi excitación ya habitual me golpeó en las entrañas. Imaginé a mi hijo contemplando mi cuerpo desnudo. Me aferré al borde de la mesa y suspiré.

—Elyk, pensé que estabas enfadado conmigo.

Él me respondió con una de sus carcajadas, aparentemente desprovista de emoción, pero nacida desde lo más profundo de su alma.

—Victoria, tenemos que hablar de lo que pasó anoche, pero primero debo bañarme.

Se giró para pasar a la cochera y guardar el saco de boxeo. Mi temor de que me hubiera abandonado fue reemplazado por dos variantes del pánico. Me asustaba la perspectiva de que él no quisiera nada sexual conmigo y, paradójicamente, me aterrorizaba la posibilidad de que intentara seducirme.

Fue a su habitación, eligió sus ropas y se encerró en el baño. Apreté los ojos tratando de serenarme. Durante la madrugada había trazado un plan y meditado ciertas decisiones para el caso de que se diera algo sexual entre mi hijo y yo. La parte de mi alma que aún conservaba los temores y prejuicios sociales intentaba detenerme. Pero mi hijo venía contento, esto tenía más peso que las ideas ajenas de lo que debía o no debía suceder entre nosotros.

Me sentía excitada, incluso más caliente que durante la noche anterior, cuando me dieron el afrodisíaco; tuve que aferrar con más fuerza el borde de la mesa de roble y morderme los labios para no correr a la ducha y seducir a Elyk.

Me incorporé y puse más café, serví panecillos, fruta y zumo de naranja para él. Mi sexo estaba empapado y mis pezones enhiestos; mi cuerpo joven y sano exigía las atenciones del hombre que engendrara dieciocho años antes.

Elyk salió de la ducha y pasó a su habitación para terminar de arreglarse. Lo esperé de pie, al lado de la mesa, sin saber lo que sucedería y temiendo cualquier cosa que pudiera pasar.

Mi entrenamiento militar fue riguroso y extenuante, las penurias y sufrimientos de mi primera juventud me habían endurecido, los años en que estuve lejos de mi hijo habrían acabado con una mujer más débil. Sin importar cuántas pruebas hubiera tenido que afrontar, ninguna se comparaba con lo que estaba por suceder.

Elyk entró a la cocina y me sonrió desde la puerta. Nos miramos de frente y sus ojos marrones buscaron los míos. Su mirada expresaba todos los deseos que hubieran podido pasar desapercibidos en su naturaleza Asperger. Supe que, lo que fuera que quisiera decirme, vendría desde lo más profundo de su alma. Recordé los planes que tracé por si se daba el caso de que él quisiera tener algo sexual conmigo, pero quise aferrarme al último bastión de cordura.

—Elyk, lo de ayer no debió pasar así —me aclaré la garganta, temía que mi voz sonara débil.

Él se acercó a mí y estrechó mi talle. Sentí que su mirada tocaba mi alma para reconfigurarla, tal y como yo hiciera con la suya desde que lo amamantaba siendo bebé.

—No, mamá, lo que pasó ayer no debió darse como se dio —sus manos ascendieron desde mi cintura para acariciarme la espalda—. Sé que debió haber penetración, ambos lo deseábamos y estábamos preparados.

Quise gritar. Mi hijo volvía a malinterpretar mis palabras y, al hacerlo, daba su apoyo a la parte de mí que deseaba saltar de cabeza al abismo del incesto.

—Elyk, no hice bien al… —me interrumpí. No me sentí capaz de completar la frase.

—Mamá, lo único que podría reprochar es que no me hubieras permitido penetrarte, pero eso podemos remediarlo.

Se aferró a mi espalda y me besó en la boca. No fue un beso de amante, pero sí tuvo más intensidad que un simple pico. Mi hijo seguía malinterpretándome, de haber sido un chico neurotípico, lo habría abofeteado en ese momento. Siendo como era, esa actitud contenía toda la sinceridad de su alma y el deseo de su organismo.

Pegué mi cuerpo al suyo y lo abracé. Froté mis tetas contra su torso y separé las piernas para sentir sobre mi vagina la dureza de su paquete oculto bajo los vaqueros. Comprendí que no podía escapar de lo que ambos deseábamos.

Lo besé en los labios. Primero fue un beso de tanteo que fue seguido de un repaso de lengua. Él correspondió y, abriendo la boca, me ofreció su aliento para darme un beso de amante en toda regla.

Nuestras lenguas gozaron del reencuentro mientras sus manos se deslizaban desde mi espalda hasta mis nalgas para tocarme expertamente, como si todos los VHS porno que hubiera visto bastaran para saber lo que debía hacer con mi cuerpo. Frotamos nuestros sexos, aún protegidos por las ropas de ambos, pero con intención de darnos placer.

Nos mordíamos los labios, nos lamíamos las lenguas mutuamente y compartíamos saliva en un beso que pasaba de lo casto a lo lascivo, de lo terrenal a lo sublime, de lo sorprendente a lo prohibido.

Elyk volvió a subir las manos para tocar mi espalda, pero inmediatamente pasó a los costados de mis tetas.

—¡Espera! —lo detuve con un grito y lo empujé para que me soltara.

Mi hijo retrocedió varios pasos, con las manos en alto como si lo hubiera amenazado con un arma. Pude ver el dolor en sus ojos, la seriedad pétrea en su semblante, la excitación en su entrepierna.

Fui capaz de vislumbrar dos senderos para mí. El primero era el de la madre abnegada que ha cometido un error excitando a su propio hijo, pero que desea volver al camino preestablecido por la sociedad, arrepentida de lo que ha hecho.

El segundo sendero era el de la mujer ardiente, sana, poderosa, liberada de todo tabú y de toda atadura social, que enfrentaba valientemente el desafío de convertirse en la primera amante de su propio hijo. Tenía poderosas razones para adoptar cualquiera de las dos alternativas y confiaba en que él se comportaría a la altura de la decisión que yo quisiera tomar.

El anhelo en la mirada de mi hijo parecía suplicarme que lo tomara de la mano y saltara con él al abismo incestuoso que se abría a nuestros pies.

—Vamos a hacerlo, Elyk, pero esto tendrá límites —jadeé echando mano de los planes que había meditado durante la noche—. Sí, acepto ser tu amante, acepto lo que ambos deseamos que suceda, pero solamente durará un año a partir de hoy.

—¿Un año? —se extrañó—. No entiendo porqué; el amor no puede tener fecha de caducidad.

—Un año, Elykner —traté de dar fuerza a mi voz—. Un año de pasión entre nosotros, un año en el que aprenderás de primera mano cómo dar placer a una mujer, un año durante el cual yo no tendré sexo con ningún otro hombre que no seas tú, pero en el que tú probarás todas las variantes del placer que desees experimentar. Un año, y quiero que quede claro que lo deseo, pero lo hago también en beneficio de tu desarrollo como hombre. Un año, pues no sería justo para ti que yo te retuviera más tiempo. Quizá, después de ese año, podamos volver a hacerlo en tu cumpleaños o en el mío, pero no habrá regreso.

Mientras había dicho todo aquello fui retrocediendo hasta sentir el borde de la mesa contra mis corvas. Una vez liberadas las palabras, me sonaban huecas, me parecían el pretexto de una buscona depravada para llenarse el coño con la verga juvenil de su propio hijo.

Elyk se apretó las sienes. Jamás había sufrido de jaquecas, pero en ese momento debía estar sintiendo algo similar al aura del dolor de la migraña.

—Acepto —dijo sin entonación en su voz—. Si solo puedo disfrutar contigo durante un año, prefiero eso a sentir que me rechazas después de lo que hicimos anoche. Mamá, te amo como hijo, pero también te deseo como amante; considéralo desde un punto de vista objetivo; para alguien casi inmune a las emociones, esto es un verdadero triunfo. Pero te advierto, pasado ese año de pasión, me marcharé. No podría vivir contigo después del final. No niego que me dolerá, a pesar de mi modo de ser, pero tendré que arreglármelas. Si seguimos juntos después de ese año, sería doloroso e injusto para ti.

Sus palabras eran duras, tajantes, lógicas, en apariencia frías sobre un fondo pasional que difícilmente podría ser detectado por quien no lo conociera. Sus palabras eran un producto típico de su mente.

Separé los brazos sin aceptar o rechazar lo que decía. Ambos habíamos necesitado establecer unas normas, yo para sentir que conservaba el control y él para no sentir que lo perdía. Lo de marcharse pasado un año fue un golpe bajo, pero establecer una fecha límite lo había sido también, y fui yo quien golpeó primero.

Elyk debió interpretar mi postura, con los brazos abiertos y casi sentada sobre la mesa, como una invitación a reanudar lo que habíamos interrumpido.

Vino a mi encuentro y me abrazó. El beso que siguió fue impetuoso, húmedo y apasionado. Yo palpaba la musculatura de su espalda mientras él acariciaba mis nalgas, las separaba y volvía a juntarlas. Nos mordíamos, nos lamíamos y parecía que nos devoráramos en un cúmulo de sensaciones que me hacía vibrar. Nunca me sentí tan excitada en brazos de su padre, único varón en mi vida sexual, y muy pocas mujeres me habían hecho sentir tan amada, tan deseada y extasiada.

Mi hijo me tomó por las axilas y me cargó para sentarme sobre la cubierta de la mesa de roble. Pasó del beso en mi boca a lamer y succionar mi cuello mientras sus manos se deslizaban hacia mis tetas para sopesarlas, juntarlas y apretarlas. Alcé el rostro y gemí, él desabotonó la parte superior de mi vestido para desnudarme de cintura para arriba.

—Te amo, mamá —confesó con una calidez muy poco habitual en él—. Estos senos son sagrados para mí. Recuerdo cuando me alimentabas con ellos, recuerdo cuánto los amaba y valoro mucho lo que hiciste anoche para masturbarme.

Mientras hablaba, acomodó sus manos a los costados de mis tetas y deslizó las palmas en círculos simétricos para darme un firme masaje mamario. Sus manos, inexpertas en la práctica y sabias en el conocimiento instintivo y teórico, recorrían mis senos en caricias que me hacían arquear la espalda. Mi coño segregaba abundante flujo que mojaba la zona entre mis muslos y la parte trasera de mi vestido.

Elyk se agachó y restregó el rastrojo de su barba sobre la delicada piel de mis senos. Pasaba del derecho al izquierdo mientras aspiraba el aroma de mi piel. Después se acomodó para tomar uno de mis pezones enhiestos entre sus labios y chupar con fuerza. Grité y enredé mis dedos entre sus cabellos rizados cuando, a efectos de la succión, sentí una contracción de placer en el útero.

En los días en que nuestro universo se limitaba a él siendo un recién nacido y a mí siendo una madre soltera, una guerrera que luchaba contra el mundo con las manos vacías, no habría podido imaginar lo que sucedería entre nosotros. Recordé las noches de soledad y pobreza en el apartamento de Barcelona, las veces en que, después de almidonar el uniforme de enfermera, me sentaba en una incómoda silla de madera de pino para sostener a mi hijo en brazos y alimentarlo con mi leche materna. Rememoré los momentos en que tuve que agachar la cabeza y tragarme mi orgullo de sabra cuando alguien en la calle me insultaba por mi origen, la existencia de mi hijo o mi estado civil.

El placer mamario que me daba mi hijo era un homenaje a todo lo que soporté, a todo lo que luché y a todo lo que compartimos juntos al principio de su vida. Jadeando, estiré los brazos hacia atrás para apoyar mis manos sobre la cubierta de la mesa y permitirle manipular mis tetas con más libertad.

Él se llevaba un pezón a la boca, succionaba con fuerza mientras usaba ambas manos para amasar la teta correspondiente con digitaciones que me hacían estremecer enfebrecida. Repetía la secuencia en el otro seno y yo volvía a jadear deseando que aquella estimulación no terminara nunca y, al mismo tiempo, queriendo que tocara el resto de mi cuerpo con la misma maestría y dedicación.

—No imaginas cuánto deseaba hacerte esto, mamá —confesó apartándose para mirarme a los ojos—. Quise hacértelo desde que nos bañamos juntos la noche de mi cumpleaños. No sabía cómo se hacía y no creí que lo aceptaras de mí, pero tenía la fantasía.

Temblé encendida. Si él hubiera sabido cuánto lo deseaba aquella noche, habríamos iniciado nuestra historia incestuosa desde nuestro reencuentro. Las barreras de moral, buenas costumbres y prohibiciones pensadas por otras personas terminaron por derribarse. Mi cuerpo exigía las atenciones de mi hijo, mi espíritu de mujer enamorada deseaba seguir adelante. Por su parte, su mirada me transmitía el deseo que lo colmaba. Siendo Asperger, no solía pedir nada y daba por asumido que se le daría lo que mereciera sin pedirlo, pero el fuego de sus ojos marrones parecía solicitar mi beneplácito y la continuación del encuentro sexual; me deseaba, sin súplicas ni exigencias, pero con auténtica convicción.

Elyk me recostó y quedé tendida, con las nalgas al borde de la mesa. Levantó el faldón de mi vestido, lo plegó al nivel de mi cintura y admiró la desnudez de la parte inferior de mi cuerpo.

—Estás empapada —Tanteó entre mis muslos.

—¡Te deseo! —grité con la fuerza de una tensión sexual que se había acumulado en mi cuerpo durante meses—. ¡Sigue adelante, hazme lo que quieras, pero no me dejes así!

Asintió esbozando su sonrisa de medio lado e inhaló profundamente antes de agacharse para explorar mi intimidad.

Mi hijo besó y lamió la cara interna de mis muslos, alternando estas caricias con fricciones de sus mejillas sobre mi piel sensible para excitarme al contacto con el rastrojo de su barba. Después orientó el rostro directamente sobre mi coño e inhaló la fragancia femenina que lo invitaba al placer. Nos miramos a los ojos y le lancé un beso cargado de lascivia.

Elyk lamió mi intimidad, desde la entrada vaginal hasta el clítoris, en un recorrido lento, exploratorio y húmedo. Era el primer hombre que tocaba mi coño con su lengua y la sensación que me proporcionó resultaba distinta a lo que había experimentado con mis amantes femeninas.

Tras el primer tanteo, volvió a mi entrada vaginal para lamer ruidosamente mi flujo mientras me daba intensas caricias linguales. El calor de su respiración, la aspereza de su barba en contraste con la delicadeza de sus acciones me tenían extasiada. Apreté los puños y golpeé la cubierta de la mesa cuando mi hijo colocó su boca directamente sobre mi clítoris y lo succionó con gula mientras introducía dos dedos por el orificio por donde salió al mundo.

La noche anterior Giovanna había tenido razón, mi hijo era capaz de localizar el “Punto G” al primer intento. Con las yemas de sus dedos pulsando mi núcleo interno de placer y los labios y lengua estimulando mi clítoris, Elyk establecía pautas de deleite que me hacían sentir febril.

Succionaba mi clítoris intensamente para después darle varios repasos mientras hurgaba en mi interior para pulsar mi “Punto G” en los momentos en que disminuía la presión sobre el nódulo de placer. La secuencia se aceleró entre chapoteos de sus dedos, el calor de su respiración y los gritos que yo no podía acallar. Me estaba llevando al éxtasis y yo, a la vez que lo deseaba, ansiaba que siguiera manipulando mi cuerpo más allá del primer orgasmo.

Él aprendía rápido a reconocer las reacciones que indicaban mi excitación. Mi respiración entrecortada, mis jadeos, alaridos y movimientos involuntarios de pelvis le indicaban que me estaba llevando al borde del abismo.

No pude ni quise detener el clímax que me invadió. Arqueé la espalda y grité a gusto mientras buscaba desesperadamente el cabello de mi hijo para tirar de él y mantener su boca pegada a mi coño. Él aceleró los movimientos de sus dedos en mi interior mientras el primer torrente de humedad surgía de mi intimidad para empaparle el rostro.

—¡Mamá, te amo! —gritó con la cara en mi entrepierna cuando las oleadas de dicha remitieron en mi cuerpo.

Se levantó y me ofreció sus manos como apoyo para incorporarme. Me senté sobre la mesa. Enseguida, él me tomó por la cintura y me cargó para ponerme sobre su hombro, tal y como hacía con el saco de boxeo.

Conmigo a cuestas fue al salón, me depositó sobre un sofá y se sentó a mi lado. En su rostro brillaba la humedad de mi reciente orgasmo y la sonrisa de medio lado más expresiva que jamás le conociera.

Me serené, sonreí y me dije a mí misma que no habría retorno. En mi mente se disolvieron todos mis miedos y todo mi dolor. Derribé todas las objeciones que tuve que erigir para no disfrutar del placer sexual con mi propio hijo. lo amaba, lo deseaba y quería seguir adelante, él estaba en la misma situación que yo y eso era lo único que importaba.

Me puse en pie delante de él. Su hombría abultaba debajo de los vaqueros. Su mirada, directa como la mía, me analizaba de pies a cabeza como queriendo devorar la imagen de su propia madre en actitud de mujer ardiente, dispuesta a gozar con él.

Con expresión lasciva y contoneo de caderas me despojé del vestido y las sandalias para exhibirme desnuda. Me senté sobre su entrepierna y ejecuté un vaivén de caderas sintiendo su verga que, debajo de los vaqueros, pugnaba por penetrarme. Elyk se aferró a mi cintura para dirigir mi improvisada danza, después deslizó las manos por mis costados para amasar nuevamente mis tetas. Me fascinaba la manera que tenía de tocarme. Amaba la textura de sus manos al acariciarme, me excitaba el contraste entre nuestras tonalidades de piel y me inspiraba profundos sentimientos la devoción que mostraba en cada una de sus acciones.

No resistí más la tentación. Me puse en pie e, inclinándome, desabotoné sus pantalones mientras él se despojaba de la camisa. Tiré de sus vaqueros junto con el bóxer y contemplé el cuerpo desnudo y excitado de mi propio hijo.

Me arrodillé entre sus muslos y acomodé su verga en medio de mis tetas. Presioné los costados de mis ubres y me moví entera para darle placer; me parecía alucinante ver el modo en que su hombría oscura cabía entre mis voluminosos pechos. Elyk acarició mi cabello, sin presionarme, más bien como en gesto de agradecimiento por el placer que le estaba proporcionando.

Momentos después hizo que me detuviera y me indicó que me sentara en el sofá. Me tomó por los muslos y tiró de mi cuerpo para acomodarme con las nalgas fuera del asiento, la espalda recostada y la nuca apoyada contra el respaldo. Mis pies, muy separados, quedaron apoyados sobre la alfombra. Él tomó un par de cojines y los puso en el suelo, se arrodilló en medio de mis piernas abiertas y posó su glande a la entrada de mi vagina.

Nos miramos a los ojos una vez más. Asentí mordiéndome el labio inferior mientras él aspiraba aire. Estábamos a tiempo de detenerlo todo, de retroceder y volver a erigir las barreras que antes nos separaron. Yo hubiera podido negarme y él habría intentado entender mi negativa, pero no quise. Ninguno de los dos fue capaz de parar lo que habíamos iniciado.

Mi hijo sostuvo su verga con una mano y la movió para describir círculos que hacían que su glande rotara en la entrada de mi coño. Le sonreí y asentí en silencio, transmitiéndole lo que deseaba de él. Asintió y, tomando impulso, me penetró despacio.

El glande cruzó la zona vestibular y mi hijo sonrió. Yo ronroneé deseando tener todo su mástil dentro. Avanzó despacio, con el cuidado del amante enamorado y la pericia del observador que conoce la teoría y experimenta por vez primera los placeres del objeto de sus estudios.

Gemimos juntos cuando su glande cruzó el umbral y se deslizó, coño adentro, para detenerse debajo de mi “Punto G”. La pausa fue breve, pues siguió avanzando mientras las paredes internas de mi sexo se abrían para refugiar el ariete prohibido. Era la primera vez que mi hijo penetraba a una mujer y me sentí contenta de ser quien recibiera ese honor.

Un chispazo de gusto me recorrió entera cuando la curvatura de su hombría pulsó sobre mi “Punto G”. Elyk parecía haber calculado las distancias de penetración vaginal en relación con la estructura de su verga, pues supo sacar partido a la curvatura ejerciendo presión hacia arriba para estimularme por dentro. De no haberlo conocido y de no saber que se le daba muy mal mentir, hubiera jurado que tenía experiencias sexuales previas.

Mi flujo vaginal proporcionaba una excelente lubricación a nuestro primer acoplamiento, pero jamás me había introducido en el coño nada tan grueso como la verga de mi hijo. Elyk buscó mi mirada y sonreí excitada. Avanzó más y traspuso el límite que su padre había impuesto cuando me follaba; un poco más adelante alcanzó el límite donde llegaban los distintos consoladores que solía usar. Palpé mi intimidad y estudié al tacto la unión de nuestros genitales, sentía el canal vaginal distendido al máximo a lo ancho y aún faltaba por guardar un tercio de la verga de mi hijo. Procuré no contraer involuntariamente los músculos internos de mi sexo, pues temía que, al no haber penetrado nunca a ninguna mujer, pensara que me estaba haciendo daño.

Finalmente, después de lo que me parecieron eones de dicha, mi hijo completó la penetración. El glande de su verga presionaba contra mi útero, el grosor del mástil ensanchaba mi conducto vaginal. Nunca antes me sentí el coño tan lleno de carne viril. Era como si la naturaleza hubiera diseñado su verga considerando la posibilidad de que tuviera que metérmela para hacerme gozar. Me encontraba ansiosa por continuar, física y emocionalmente plena y renovada. Experimenté el paradójico estado de paz que antecede a una batalla cuando esta ha sido planificada con tiempo.

Nos miramos a los ojos. Elyk mostraba una sonrisa plena, distendida y confiada; mi hijo era feliz penetrando a su propia madre. Asentí sin decir palabra, dándole a entender que estaba preparada, mi gesto dio paso a la contienda sexual.

Mi hijo aferró mis tetas con ambas manos e hizo retroceder la pelvis para tomar impulso. Grité y lo sujeté por los antebrazos cuando avanzó para volver a guardar su hombría en mi interior. No pude soltarlo mientras establecía la cadencia de la follada, que consistía en un ritmo de penetraciones profundas, constantes y de buen nivel.

El glande llegaba a mi matriz con cada penetración. En cada retroceso, mi hijo se alzaba un poco para friccionar mi “Punto G” con la curvatura de su mástil. Me felicité por haberle comprado los VHS porno, pues era indudable que había aprendido las técnicas amatorias tomando nota de cuantas películas había visto. El nivel del encuentro superaba todas mis expectativas.

Por mi parte, me estremecía de placer. Procuraba oprimir los músculos de mi interior cuando él retiraba su herramienta y distendía mi intimidad para permitirle el acceso en los momentos en que volvía a guardármela. Yo gemía o dejaba escapar frases inconexas, él estableció una de las pautas respiratorias que yo le enseñara para practicar deportes extremos o entrenar.

Fue imposible que me resistiera. Los estímulos que estaba recibiendo mi cuerpo superaban cualquier nivel de placer que hubiera creído posible. Temblé cuando el orgasmo se insinuó en mi interior y perdí toda noción de cordura, tiempo o espacio en el momento en que el clímax me atravesó entera. El estallido de éxtasis fue salvaje, liberador y violento. Profundas contracciones interiores me sacudieron mientras mi coño aprisionaba la hombría de mi propio hijo, como queriendo dejar constancia en todo el mástil del impacto pasional que despertaba en mí.

Él no se detuvo. Continuó penetrándome, incrementando el ritmo para estimularme aún más. Nuestros genitales chapoteaban entre fluidos amatorios mientras los sonidos de carne contra carne rivalizaban con los gemidos y gritos que me era imposible silenciar. Mi actitud lasciva parecía incentivar a mi hijo, quien, esmerándose en la faena copulatoria, prolongaba mi placer como queriendo eliminar todos mis años de soledad.

Cuando pensaba que el clímax remitía, todo mi cuerpo volvió a convulsionarse, enlazando el origen de una cadena de orgasmos múltiples intermitentes, cuya fuerza fue prolongándose hasta volverse casi insoportable.

Con un grito de placer que se unió a mis alaridos, mi hijo me penetró a fondo y eyaculó abundantemente dentro del coño que lo había parido. Me encontraba en un estado de excitación y delirio tan intensos que no pude contar las ráfagas de simiente filial que Elyk depositó dentro de mí. Nuestros fluidos combinados desbordaron mi coño para deslizarse entre mis nalgas para terminar escurriendo hacia la alfombra y el borde del asiento.

Cuando el orgasmo simultáneo remitió, mi hijo retiró su verga de mi vagina y subió al sofá. Se paró sobre el asiento, con mi cuerpo entre sus pies. Lo miré desde abajo y me sentí orgullosa del semental que había engendrado. Él flexionó las rodillas para dirigir su erección a mi boca, yo recibí gustosa la hombría que venía empapada con su semen y mis flujos. Chupé su glande, lamí y trague del cóctel incestuoso, acaricié sus testículos y abrí la boca al máximo para recibir la mayor cantidad posible de verga.

No necesitaba reanimarse, pues su erección se mantenía en pie de guerra, no obstante, me esmeré en la felación queriendo darle la mayor cantidad de placer. Para su padre, ese habría sido el final de un encuentro sexual; con cualquier amante lésbica, quizá habría practicado un par de juegos eróticos como cierre. Pero mi hijo era distinto, pronto me demostraría que la sesión de placer apenas comenzaba.

Me esmeré en darle una felación intensa mientras masajeaba sus cojones, pero él tenía otros planes. Retiró su virilidad de mi boca y bajó del sofá para recuperar su lugar entre mis piernas. Temblé de gusto sabiendo que mi hijo deseaba seguir follándome. Sentí orgullo por su potencia sexual y gusto por saberme capaz de seguir incentivándolo. Pasara lo que pasara en el futuro, aquel momento quedaría atesorado como la más satisfactoria sesión de placer que hasta entonces había tenido.

Elyk me tomó por los tobillos y separó mis piernas para levantarlas hasta dejar mi cuerpo encogido, con el coño abierto, expuesto y anhelante. Se aferró a la parte trasera de mis muslos y acomodó su glande entre mis labios vaginales.

La penetración fue cuidadosa, pero mi hijo no concedió tregua. Introdujo su verga dentro de mi coño en un largo y lento movimiento, aprovechando la lubricación de nuestros fluidos para deslizarla sin pausas. Grité cuando sentí que nuevamente llenaba mi feminidad. La postura era ligeramente distinta y la curvatura de su miembro ejercíamos presión sobre mi “Punto G”, a la vez que el glande topaba con mi matriz.

La pauta de la nueva follada fue muy intensa. Mi hijo me penetraba con toda su herramienta, alzando la pelvis para pulsar mis zonas internas más sensitivas y retrocedía haciendo girar su verga para darme más placer.

Pronto gemí y grité, alcanzando una nueva escalada multiorgásmica. Él siguió percutiendo con brío, su sonrisa de medio lado revelaba que se sentía feliz haciéndome gozar. Cuando mi clímax llegó al punto más alto, Elyk soltó mis muslos y, con un rápido movimiento, me penetró completamente. Pasó sus manos por debajo de mi cuerpo. Enseguida dio un poderoso tirón hacia arriba, ayudándose del apoyo que brindaba su mástil dentro de mi coño. De este modo consiguió cargarme mientras me corría incesantemente.

Unió sus manos a la altura de mi espalda baja, yo apoyé las mías en sus hombros y lo abracé por la cintura con las piernas. Mi cuerpo se sacudía en oleadas de placer renovado por el imprevisto cambio de postura.

El nuevo ángulo de penetración me permitía cabalgarlo mientras su verga se convertía en el ariete que derribaba las barreras de prejuicios, dolor o soledad. Mis nalgas temblaban cada vez que me dejaba caer para empalarme, nuestros gemidos, el chapoteo de nuestros genitales acoplados entre humedades íntimas y los impactos de carne contra carne llenaban todo el ambiente del salón.

Mi orgasmo decreció para intensificarse de nuevo, en una descarga de placer tan extremo que, involuntariamente, arqueé la espalda y mis manos perdieron el apoyo de los hombros de Elyk.

Quizá cualquier otro hombre me habría dejado caer, pero la velocidad de reflejos y capacidad de reacción de mi hijo le permitieron atrapar mis manos y usar su verga en mi interior como un punto de apoyo más que evitó mi caída.

Sollocé por el cúmulo de emociones que me desbordaba. En ese momento experimentaba uno de los más intensos orgasmos que jamás hubiera tenido, había corrido el riesgo de desnucarme y mi hijo me había salvado. Supe que contaría con él, más allá del año que nos fijamos como límite para nuestra relación incestuosa. Entendí que tendría su amor, tan lógico y analítico como la velocidad de sus reacciones, contaría con su apoyo, tan sólido como la verga que me brindaba los más elevados placeres sexuales que nunca conocí y tendría siempre a mi disposición todo de él, con la misma energía, dedicación, pericia y entrega con que sabía manejar mi cuerpo.

Descendí de la cadena multiorgásmica después de un lapso que me pareció infinito. Mi hijo seguía sosteniéndome, con su hombría en mi interior, sus manos firmemente aferradas a las mías y mis piernas rodeando su cintura. Parte de nuestros fluidos combinados salía de mi coño para empapar sus cojones y escurrir por sus muslos. Nos miramos a los ojos y reímos, su expresión cambió cuando apreté los músculos vaginales nuevamente. Yo había perdido la cuenta de mis orgasmos, pero él solamente se había corrido una vez, se encontraba dispuesto a seguir follando y, habiendo saltado al abismo, no podíamos quedarnos así.

Me enderecé para abrazarlo y él unió sus manos por debajo de mis nalgas, ofreciéndome un estribo a modo de asiento.

—Gracias, mamá —jadeó en mi oído—. Esto que me has dado es maravilloso. Nunca creí que se pudiera disfrutar tanto. Te amo.

También lo amaba. Más aún, sin haber modificado mis sentimientos de madre, estaba enamorada de mi propio hijo. La nueva situación no reemplazaba lo que hubiera sentido antes por Elyk, más bien lo complementaba e intensificaba. Me sentía bien, entonces todo debía ser para bien. No nos estábamos haciendo daño y no perjudicábamos a nadie con nuestra relación incestuosa. Nadie podría reprocharnos nada. Elyk hurgó entre mis nalgas con una mano para verificar que la unión de nuestros genitales era total. Después me abrazó con fuerza. Caminó, conmigo a cuestas, hacia mi habitación. Lo que con cualquier otra persona habría representado el final de un encuentro sexual, al lado de mi hijo se convertía en el inicio de un día de sexo apoteósico y desenfrenado.



Continuará
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heranlu

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Pasión con mi Hijo – Capítulo 05


Elyk hurgó entre mis nalgas con una mano para verificar que la unión de nuestros genitales era total. Después me abrazó con fuerza. Caminó, conmigo a cuestas, hacia mi habitación.

Lo que con cualquier otra persona habría representado el final de un encuentro sexual, al lado de mi hijo se convertía en el inicio de una sesión de sexo apoteósico y desenfrenado.

En la casa de junto, el vecino puso el LP “Breathless”, de Kenny G.; en ese momento no supe si fue para evitar escuchar cómo follábamos mi hijo y yo o para darnos una serenata de música sensual y relajante que enmarcara nuestros primeros coitos incestuosos.

Elyk me llevó a mi habitación y dando la espalda a mi cama, se dejó caer junto conmigo. El cuerpo de mi hijo chocó con el colchón, su verga me penetró hasta el útero y ambos gritamos apasionados. Con la respiración agitada, apoyé mis manos sobre los pectorales del chico que había parido dieciocho años antes.

Tras permitir que recuperara el aliento, mi hijo hizo que me enderezara sin desacoplarme. Quedé de rodillas, al borde del colchón, con el cuerpo de mi hijo entre mis muslos y su hombría dentro de mi coño. Él estaba acostado, con la mitad del cuerpo sobre la cama, las piernas flexionadas y los pies apoyados en la alfombra. Me sostuvo por la cintura con ambas manos y, con una sonrisa de medio lado, volvió a follarme como nunca hubiera podido hacer su padre.

Durante el programa de acondicionamiento físico militar, yo había inculcado a mi hijo la idea de saber aprovechar los elementos del entorno para atacar o defenderse; en esta ocasión, parecía aplicar ese modo de pensar al sublime arte de dar placer a su propia madre.

Aprovechando la postura, Elyk impulsaba la pelvis hacia delante para penetrarme hasta la matriz, enfatizando el movimiento con el tirón que daba a mi cintura con ambas manos. Yo, excitada hasta el límite, recibía su verga y la apretaba con los músculos internos de mi vagina para gozar de la inmersión y el desplazamiento en retroceso que era amortiguado por los resortes del colchón.

Él aprovechaba el rebote que brindaba la cama para tomar más impulso y volver a penetrarme con brío mientras me sostenía por la cintura para evitar que me cayera. No sabía si aquello lo había aprendido en algún VHS pornográfico de los que yo solía comprarle, pero la idea de tomar la cama como juguete sexual rompió el concepto de lo que yo consideraba un mueble de descanso.

La verga de mi hijo recorría todo mi canal vaginal, manteniendo activas y estimuladas mis zonas erógenas internas. Mi “Punto G” parecía arder en oleadas de gozo y enviaba señales incandescentes a todas mis terminaciones nerviosas.

Mis tetas saltaban sin control, al ritmo del rebote de mi cuerpo penetrado incontables veces por el mástil de mi hijo. La expresión en el rostro de Elyk indicaba el más sublime estado de felicidad que jamás le hubiera conocido. Quizá, de haber sabido que mi hijo gozaría tanto follando conmigo, me habría atrevido a seducirlo desde el día que cumplió dieciocho años.

Los vecinos subieron el volumen de la música y comprendí que se debía a que, involuntariamente, yo había estado gritando de placer por la faena amatoria que habíamos montado.

Los estímulos de placer rudo, el sentirme escuchada, la expresión de dicha en el rostro de mi hijo, el contraste de nuestras tonalidades de piel y los aromas que desprendían nuestros cuerpos fueron factores que, entremezclados, me hicieron proferir un grito aún mayor que los anteriores para expresar la descarga de dicha que me recorrió por el orgasmo múltiple que se apoderó de mi cuerpo.

Me corría incesantemente. Todo mi organismo parecía conectado a una corriente pasional que se me figuró interminable. Oleadas de dicha recorrían mis terminaciones nerviosas mientras mi coño oprimía la verga incestuosa que no cejaba en su empeño por multiplicar mi deleite, mostrarme hitos del placer que nunca creí posibles, llevarme hasta el límite y seguir encaminándome para romper nuevas barreras.

Clavé las uñas en las manos que sujetaban mi cintura mientras el imparable ariete negaba toda posibilidad de tregua a mi cuerpo en pleno paroxismo. Cerré los ojos con fuerza y noté que estaban anegados en lágrimas de dicha.

Eones de lujuria después, me dejé caer sobre el cuerpo de mi hijo cuando sentí que la intensidad de mi orgasmo disminuía. Él redujo la fuerza de sus penetraciones para permitirme disfrutar los últimos estertores del clímax. No solamente su verga se adaptaba a ala perfección al interior de mi coño, sino que sus instintos amatorios parecían ser compatibles con los míos. Su cuerpo estaba genéticamente diseñado para satisfacerme y sus facultades de amante estaban programadas para congeniar con las mías.

Cuando detuvimos el movimiento noté que Elyk no se había corrido en este acoplamiento.

Me sentía pletórica. Hubiéramos podido detener nuestro encuentro en ese momento y me habría quedado satisfecha, pero no deseaba cortar ahí. Me desacoplé de mi hijo sintiendo que de mi coño escurría una considerable cantidad de fluidos de ambos. Su semen, eyaculado durante el acoplamiento que tuvimos en el salón, y mis secreciones vaginales descendieron en una mezcla que empapó los testículos de Elyk.

Él subió las piernas a la cama y posó su cabeza en mi almohada. Me acomodé de rodillas al lado de mi hijo. Él acarició mi espalda, cintura y nalgas. Besé su cuello y descendí con mi boca por su torso mientras restregaba mis tetas sobre su piel. Llegué a su entrepierna y me encontré con su hombría, erecta y cubierta por nuestros fluidos. Lamí con lascivia desde la base hasta el glande, procurando recolectar con mi lengua cada gota de la mezcla; me excitaba sobremanera paladear los sabores de los fluidos de mi vagina combinados con los de su semen. Parte de mi mente era consciente que la sociedad podría considerar incorrecto lo que estábamos haciendo, pero mis hormonas dominaban mis actos. Tras meses de represión, finalmente podía expresar en la carne los deseos sexuales que ardían en mi alma.

Abrí la boca cuanto pude y me introduje la mitad de la verga de mi hijo. Succioné y chupé ruidosamente mientras él acariciaba mis cabellos y pronunciaba frases de amor que en nada se diferenciaban de las que hubiera podido decir a cualquier otra mujer que no fuera su madre. Hice subir y bajar rítmicamente mi cabeza para darle placer sin encaminarlo al orgasmo, después sostuve su virilidad con una mano para recrearme lamiendo sus genitales. Mordisqueé suavemente la piel que cubría sus cojones, lamí los fluidos sexuales que los empapaban e incluso intenté infructuosamente metérmelos en la boca. Abandoné el sexo oral cuando creí necesario seguir follando; quería que mi hijo volviera a correrse dentro de mí.

Con entusiasmo, me incorporé, parándome sobre el colchón con el cuerpo de mi hijo entre mis pies. Dándole la espalda, descendí hasta situarme a horcajadas sobre su abdomen. Él me acarició desde los hombros, haciendo descender sus manos por mi espalda y llevándolas a mis nalgas para darme fuertes apretones. Acomodé su glande en la entrada de mi coño y me empalé hasta el útero en un largo movimiento de penetración. Ambos gritamos apasionadamente.

Elyk separó sus piernas, haciéndome abrir las mías al máximo, me sujetó por la cintura con sus manos y yo me incliné para apoyarme en sus muslos e iniciar un intenso giro de caderas.

La cadencia de mis movimientos hacía que la verga de mi hijo estimulara profundamente mis puntos erógenos internos, gracias a su forma curveada. Nuestros cuerpos estaban conociéndose y, al mismo tiempo, me sorprendía cuánto teníamos en común. Era como si dos bailarines experimentados se encontraran por primera vez en una pista y pudieran formar pareja inmediatamente.

Mis giros de cadera se intensificaron y pronto dejé de ejecutarlos para concentrarme en adelantar y hacer retroceder las nalgas, buscando que el glande de mi hijo coincidiera con mi “Punto G”. Elyk me recostó sobre su cuerpo y me abrazó para apoderarse de mis tetas y masajearlas. Ambos gritábamos y gemíamos, nuestros genitales chapoteaban y las patas de la cama crujían por la intensidad de nuestros movimientos.

Mi hijo reconoció el momento en que un nuevo orgasmo se insinuaba en mí. Me penetró a fondo y, abrazándome con fuerza, impulsó el cuerpo para girar conmigo. Quedé boca abajo, él tiró de mi cintura, se arrodilló detrás de mí y, sin retirar su hombría del coño que le dio la vida, concretó la postura para dejarme en cuatro y tomar el control de la follada.

Su padre, único varón en mi vida sexual hasta aquel día, nunca me había penetrado en esa postura. Yo alguna vez la había probado con alguna amante lésbica, usando consoladores, pero ningún juguete que hubiera probado tenía la forma y dimensiones de la verga de mi hijo.

El orgasmo que sintiera insinuarse momentos antes empezaba a declararse. Mis caderas acudían al encuentro de la hombría de mi hijo. Ambos gritábamos con cada penetración y gemíamos en cada retroceso.

Sentí que una corriente de energía me sacudía entera cuando el clímax me asaltó por enésima vez. Mi hijo se inclinó en un rápido movimiento, me abrazó por debajo de las tetas y besó mi cuello desde atrás mientras aceleraba sus embestidas. Apreté su verga con los músculos internos de mi coño mientras ambos gritábamos enloquecidos. Me derramé en un orgasmo húmedo y él me recompensó con una penetración profunda destinada a disparar su semen en lo más profundo de mi intimidad.

En aquella corrida entendí todas las figuras retóricas que pudieran describir la gloria del orgasmo, la plenitud y la felicidad. El cuerpo de mi hijo había vuelto al mío, había irrigado con su simiente la cavidad que lo concibió y ambos estábamos felices.

Cuando terminamos de corrernos, caí desmadejada sobre el colchón. Mi hijo quedó acostado sobre mí, con su verga en erección incrustada en mi coño. Le indiqué que se moviera y retiró su falo de mi interior. Finalmente, se acostó a mi lado y acarició mi espalda mientras yo apretaba los músculos vaginales para impedir que escapara su simiente.

Me puse boca arriba y alcé las piernas para disfrutar de la sensación de sentir mi intimidad colmada con el semen que Elyk acababa de eyacular.

—¿Tu verga sigue erecta? —pregunté sorprendida al ver que mi hijo parecía listo para seguir follándome.

—Mamá, apenas me he corrido dos veces —sonrió de medio lado—. Harían falta otras dos o tres para sentir que he terminado.

—Iremos poco a poco —dije acariciando su verga—. Fuiste a entrenar y acabas de darme la follada más intensa de mi vida. No has desayunado y ya es tarde. Date otra ducha y ve a la cocina, dejé todo preparado para ti.

—Gracias, mamá —musitó agachándose para besar mi frente—. Ha sido fantástico. ¿Podemos repetir más tarde?

Habría reído si hubiese tenido la certeza de que él no se inquietaría por esa reacción. Le sonreí, orgullosa del semental que había parido.

—Repetiremos —contesté cerrando los ojos, inmersa en esa sensación de paz posterior al orgasmo—. Lo haremos esta noche si así lo deseas. Ahora, Elyk, date otra ducha y desayuna.

Mi hijo se puso en pie y salió de mi habitación para dirigirse a su baño. Recogí con la zurda parte de los fluidos que empapaban mis muslos y olí la mezcla para después lamer mi palma. Cerré los ojos y escuché que mi hijo cantaba mientras abría las llaves de la ducha.

Contemplé la idea de alcanzarlo en el baño y volver a follar con él, pero desistí. Tenía que permitirle desayunar y yo necesitaba unos segundos de soledad para recrear en mi mente lo que acababa de suceder entre nosotros. Decidí ponerme en movimiento. Necesitaba liberar la vejiga y ducharme.

Momentos después, sentada en el retrete oprimí los músculos vaginales para parir el semen que mi hijo depositara en mi interior minutos antes. Las sociedades, las normas, los convencionalismos o las religiones podían considerar reprobable lo que acababa de suceder entre nosotros, pero nuestros cuerpos, nuestros espíritus y nuestra historia lo habían exigido. Nuestra unión sexual había sido imprescindible, ambos la deseábamos, ambos la necesitábamos y quizá nos habríamos causado un daño irreparable si nos la hubiésemos negado. Tras orinar y expulsar el semen tiré de la cadena y pasé a la ducha. Escuché que mi hijo cerraba las llaves del agua y, siempre cantando, terminaba de bañarse. Comencé mi propio aseo mientras tarareaba una vieja tonada; repentinamente me puse tensa.

Algo había salido mal, lo sabía y no podía dar marcha atrás. No se trataba del hecho de haber tenido sexo con mi propio hijo, se trataba del planteamiento en que habíamos basado nuestra relación de amantes. Fui clara y tajante, nuestra relación solamente duraría un año a partir de ese día. Él se marcharía después y ambos terminaríamos lastimados.

El vecino apagó la música y escuché que cerraba la puerta de su casa. Instantes después se marchó en el auto. Toda mi alegría de minutos antes fue desplazada por un sentimiento de temor al futuro sin Elykner. Habría gemido si no hubiese temido que él me escuchara e interpretara mi llanto como señal de un arrepentimiento que en verdad no sentía. Me estremecí de dolor. Mi coño no me estaba reclamando atenciones, pues había recibido más de lo que nunca tuvo, mi alma era la que necesitaba consuelo. No había un juguete sexual capaz de darme la serenidad necesaria para alegrarme después de que nuestro año de pasión terminara.

El llamado del timbre me sacó de mis reflexiones. Escuché a Elyk caminando descalzo hacia la puerta de entrada y, después, el saludo y las risas de Giovanna. Seguramente la chica acababa de traerme el Phantom. Meneé la cabeza con dolor, sabiendo que, a la larga, no podía competir con una mujer como ella, que podría tener una relación amorosa con Elyk sin que la sociedad pudiera cuestionarla. Solo pude desear que, después del plazo de amantes que nos habíamos permitido, mi hijo pudiese encontrar una compañía adecuada y ambos fuesen felices. Yo había prometido que sería para él durante nuestro año y que él podría experimentar todas las cosas que deseara; eso podría incluir a nuestra amiga en su vida sexual.

Terminé de bañarme, me sequé con la toalla y salí desnuda del baño para vestirme de nuevo. En ese momento entró Giovanna a mi habitación.

—¡Hola, Victoria! —saludó con una sonrisa lasciva. Traía las ropas que había dejado en el salón y mi biper—. Te han estado buscando del taller, parece que hay un nuevo cliente que necesita artículos de utilería.

—¿No vas a preguntarme nada? —inquirí agachándome para buscar un tanga en el cajón.

—Lo visto no es juzgado —respondió sonriendo—. Llamé a la puerta y encontré a tu hijo recién bañado, vistiendo solamente un bóxer. Tu ropa estaba tirada en el salón, junto con la suya y acabas de bañarte también. Dos más dos siguen sumando cuatro y estoy segura de que has follado con él.

Me mordí los labios, desnuda ante la hija de mi amante lésbica, con un tanga en la zurda. Ella me tomó por los hombros y me miró a los ojos.

—Ya lo habíamos hablado, Victoria —susurró—. Me parece maravilloso que lo hayan echo. No te negaré que me causa morbo y no dejaré de recordarte que te pedí que, si llegaban a hacerlo, me invitaran después. Es algo que desearía compartir con ustedes, si me lo permites.

Asentí. Mi amor de madre no se contraponía con mi amor de amante; sabía que Elyk necesitaría de una novia y prefería que esta fuera Giovanna, a quien conocía desde siempre y a quien le debía el haberme protegido cuando estuve a punto de ser follada por Manolo.

—Vamos a pasarlo en grande, ya lo verás —sonrió y me tomó por los hombros para mirarme a los ojos.

Le sonreí y nos dimos un pico en los labios para sellar el acuerdo. Costó trabajo separarme de ella, pero necesitaba prepararme para salir al taller y encontrarme con el cliente de utilería. Me apresuré a vestirme, nerviosa por el hecho de que dejaría a Elyk y Giovanna solos en casa. Una vez lista pasé a la cocina. Mi hijo y nuestra amiga estaban desayunando. Él vestía solamente con un bóxer que no disimulaba el poder de su erección y ella se había quitado el chaleco, quedando con un top que marcaba las areolas de sus pezones enhiestos. Ambos parecían excitados.




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draco22

Pajillero
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muy bueno que continue felicitaciones
 
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