No soy tu Hijo

heranlu

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No soy tu Hijo

Apreté mi glande y deslice los jugos mango abajo. Cuando topé con la carnosa turgencia de los huevos, reinicié la operación: así una y otra vez. Mi verga respondía bien, como siempre, dura cual pedernal y lubricada con mi abundante flujo. Estrujarme los huevos mientras me la cascaba suponía un placer extra, pero con la otra mano sosteniendo el billete no podía aplicarme en ello.

Era un billete en cuyo dorso aparecía la imagen impresa de una mujer ajena a mis maniobras. Probablemente quien diseñó el original no pensara en los usos que recibiría su obra. O quizás sí. Pero, en ese momento, yo estaba demasiado ocupado como para destinar tiempo a esas reflexiones sintiendo mi leche en su placentero y cosquilleante ascenso mientras envolvía mi glande con el billete.

«Oooooohhhhh... síííííííí..., síííííííí... síííííííí..., síííííííííííííííííí...», gemí entre dientes mientras lo estrujaba fuerte bañándolo con mis generosas lechadas de joven semental. Mis piernas se doblaron y caí arrodillado entre la taza del retrete y la peana del lavabo. La imagen de mamá colgaba de las baldosas blancas. Ella sí parecía corresponderme desde esa foto de estudio hecha en su juventud cuando desbordaba picarona obscenidad en sus ojos de vicio y, en su boca, yo imaginaba brillar los fluidos del pecado. Entonces ya tenía unas generosas tetas que el escote de pico mostraba con descaro, aunque no fue hasta la madurez que tales protuberancias alcanzaron su plenitud.

El semen había roto la precaria presa de papel y empapaba mis manos. Tomé otro billete y rebañé el sobrante. Tomé otro y me froté los dedos y las palmas. Tomé unos cuantos más y extendí la lechada caliente por sus apergaminadas y roñosas superficies mientras recuperaba el resuello. Con los pantalones bajados, me senté en la taza a la espera de que los billetes secaran. Una ligera brisa se colaba por las rendijas de la puerta y ascendía hasta el ventanuco para perderse definitivamente en el patio de luces. Los colgué del cable de la cortina donde se mecieron grácilmente.

-¡Julián!, ¿te encuentras bien?

-Sí, mamá..., estoy bien... Salgo enseguida -contesté mientras me preparaba para dedicarle otra paja, a la espera de que la peculiar colada secara.

-Pongo el despertador y me voy a dormir, Julián

Oí el chorro de su orina salpicar en su bacinilla de esmalte, siempre lo hacía cuando le entraba el apretón y yo tenía el baño ocupado. Fue todo un placer oírla e imaginar el líquido ámbar y caliente brotar entre sus piernas. La paja fue menos abundante, lógico, pero duró más y estrujé mis reventones huevos bien a gusto y pude contemplar, detenidamente en la foto de mamá, esa grieta que se abría entre sus pechos blancos y brillantes, ese obsceno canalillo donde, al día siguiente, los billetes verterían esa carga lasciva que se fundiría con el sudor de su piel. Me corrí en la pila con un gruñido gimotero y solté el agua para que arrastrara mi pecado incestuoso. Al rato tomé el secador de mano y acabé el trabajo, salí cautelosamente y fui a por la caja del cambio que mamá guardaba en la cómoda del recibidor. Me había hecho con una copia de la llave a sus espaldas, y con ella la abrí para depositar seguidamente los billetes.

Mamá era viuda y regentaba un quiosco de flores. Rosamunda era su nombre de pila; mis abuelos, pequeños burgueses con más pretensiones que dinero, le habían puesto el nombre de un personaje operesco, pero papá la llamaba Munda; y el vecindario y los clientes: "Mundeta, la florista". Yo la llamaba «mamá», como era de esperar. Tenía su paga de viuda y el quiosco, negocio que rentaba lo suficiente como para que pudiese costearme los estudios; pero yo prefería el trabajo manual y conseguí un puesto de aprendiz en un taller de automoción. Cuando murió mi padre sentí que debía ser el hombre de la casa, proteger, mantener a mamá...

Ocupé su lugar en la mesa dando la espalda al balcón como hacía él, como si la masculina solidez de sus hombros de estibador bastara para hacer frente a los males externos, como si su cuerpo pudiese bloquear la entrada a alguna plaga medieval -hecho nada extraño, teniendo en cuenta que los olores pútridos del mercado llegaban cada tarde arrastrados por la brisa marina-. Ocupé su sillón en la salita; y en el recibidor, su percha; y me hubiese gustado que mamá renunciara a su negocio para que fuera más dependiente de mí y toda mi protección tuviera sentido... Me sentía frustrado por su obsesiva autonomía...

Hiciera frío o calor, el invierno empezaba en el quiosco cuando las viudas venían a por sus crisantemos el Día de Difuntos. Entonces, ya fuera por complicidad, por extrañar a mi padre o por el «qué dirán»; mamá se enlutaba y cubría su cuerpo de excitante mujerona madura con chaquetas y abrigos de los que no se desprendía hasta pasada Semana Santa, cuando los estantes se inundaban de rosas rojas.

Entonces, con lluvia o con sol, mamá se abría como sus flores y mostraba a los clientes -hombres jóvenes enamorados que compraban la típica rosa a su prometida- su auténtica y lasciva imagen, su cuerpo envuelto en vaporosos vestidos de primavera, escotados, donde desbordaban sus generosas ubres en cuyo pliegue guardaba los billetes que yo cuidadosamente impregnaba con semen algunas noches.

Verla frotándoselos entre las tetas me compensaba hasta cierto punto. Mi cuerpo joven y ardiente quería más, porque la naturaleza ya me hacía incapaz de reconocer a mamá en esa mujer que corría por casa con pasitos cortos y coquetos, en esa hembra cuyo olor impregnaba el baño con aromas íntimos que me enloquecían, en esa armoniosa arquitectura de carnes cimbreantes y trémulas bajo ropas que apenas escondían lo más esencial y femenino.

Consideraba si, del mismo modo, ella se percataba de que yo había dejado de ser su niño querido; pero su habitual falta de recato no parecía dar pistas de ello. Sospechaba con tristeza que no iba a ser diferente a las demás madres; y seguiría viendo en mí, y a perpetuidad, a ese hijo menor de edad que a sus ojos jamás crecería.

El quiosco cerraba en contadas ocasiones; y una chica, María, suplía a mamá en el que era su único día de descanso: el domingo. Yo dedicaba las mañanas festivas a jugar a fútbol, o a pasear con los amigos hasta el muelle y tomar allí el aperitivo, pero esa mañana no había partido y las sábanas se me habían pegado irremediablemente.

Aproveché mi erección matinal y me pajeé con rabioso rencor. Mamá no había sido mujer practicante pero, tras la muerte de mi padre, dedicaba la mañana del domingo a cultivar su vida interior y acudía con regularidad a misa y confesión. Y allí la imaginé, confesándose al padre Juan, acariciando sus oídos con sus pecados de mujer ardiente y sola. Probablemente también él se masturbara a su costa; pero con una información que yo -sospechaba- jamás tendría. Me levanté furioso y fui hasta su cuarto con mi ariete pringando de aquí para allá y golpeándome el ombligo. Encontré unas bragas usadas bajo la cama -allí las dejaba siempre- y, tras tensarlas frente a mí, se las rompí con un brutal pollazo. Era excitante sentir la blonda rozar el glande mientras mis violentos envites la partían. Al rato, las bragas eran un simple trapo lleno de agujeros en el que descargué mi orgasmo...

«Puta..., puta..., puta...», gemí rabioso de deseo y frustración fantaseando con tener mi verga ensartada en una mujer indefinida, madura y carnosa muy parecida a mamá. Pero bajo mi cuerpo sólo estaba el frío suelo de baldosas recibiendo los envites de mi verga y los chorros de semen que desbordaban la tela de las bragas.

Tardé en levantarme. Pensé en dejar secar los restos de lechada en mi cuerpo hasta que su olor fuese tan ofensivo que a mamá le resultara imposible aceptarme como a su niño querido. Si no podía verme como a un excitante y atractivo macho follador, me vería como uno de esos pordioseros que revolvían la basura en el mercado por la noche, cuando los vendedores abandonaban sus puestos.

Con esas fantasías pueriles que situaban mis intenciones más cerca de la guerra biológica que de la auténtica venganza, la esperé con el torso cubierto con los restos de mi placer, una sencilla camiseta de tirantes y unos pantalones viejos llenos de grasa del taller. Al rato, oí sus pasos en la escalera y el ruido de la llave tanteando la cerradura. Se sorprendió al verme.

-¿Qué haces aquí? -preguntó en un tono algo molesto.

-No había partido, mamá.

-¿Y no quedaste con Carlos y la pandilla? Hace muy buen día para andar metido en casa

-¿Te molesta que esté aquí?

-¡Qué me va a molestar! Pero la vida es corta y la juventud más, Julián. Mírame a mí... ¿qué puedo esperar?... nada desde que tu padre se fue... -dijo con la voz a punto de quebrarse.

Una vez más me trataba como a un niño y, por si fuera poco, me amenazaba con un ataque de melancolía...

-Mamá, no volvamos con esas. Deja el quiosco, no lo necesitamos. Tienes la paga y yo...

-Tú no lo necesitarás, pero yo sí. Un día encontrarás novia y te casarás, dejándome. Es ley de vida. El quiosco me da fuerzas para seguir, me distrae, y no voy a dejarlo mientras pueda.

-De novia ni hablar, mamá, y no te voy a dejar, ni pensarlo... No voy a tener novia hasta que vuelva de la mili. No quiero andar carteándome con una zorra que me ponga los cuernos mientras estoy en el cuartel...

Me daba terror tener que cumplir el servicio militar y dejar a mamá sola. La posibilidad de que en mi ausencia conociera a otro hombre y se volviera a casar me enloquecía. Veía a esos cabrones babosos acechándola en el quiosco y sabía que sólo era cuestión de tiempo.

-Ojalá pudieras cumplir con ello. Los hijos de viuda no hacen la mili, Julián. ¿O acaso te va la vida militar y vas a ser voluntario?

-No, mamá. Ni pensarlo.

Fue una grata sorpresa oír eso. ¿Cómo había podido ignorarlo hasta entonces? Sería porque en mi entorno no podía contrastar con nadie las múltiples carencias y escasas ventajas de mi condición de huérfano. Parte de mis pensamientos más oscuros se volatilizaron, y ese día magnífico y primaveral me pareció el mejor día en mucho tiempo. Me levanté arrebatado por la euforia y alcancé a mamá cuando iba hacia la cocina. La abracé por detrás, estrechando fuertemente su cintura y la besé en el cuello con cálidos y lascivos chupetones...

-Jajajajaja..., ¿ves como tenía razón cuando decía que necesitabas una novia...?

-Tú eres mi novia, mamá... mmm..., jajajaja...

Hacía tanto tiempo que no reíamos juntos y que no la abrazaba... Seguí con el juego estrechando el cerco. La alcé, ligera como una pluma entre mis fuertes brazos..., pateaba..., su resistencia me excitaba... La última vez podía haberse soltado de mi abrazo con un simple empujón, pero en ese instante era diferente. Sintió que era mi presa, que podía hacer con ella lo que quisiera... Sentí su pánico, algo visceral que la recorrió entera...

-¡SUÉLTAME, YA ESTÁ BIEN DE JUEGOS...! -gritó revolviéndose para deshacerse de mí.

La solté y corrió hacia el otro lado de la mesa como si buscara atrincherarse tras ella. Ya no me daba la espalda, respiraba agitada y me miraba como si yo fuera un desconocido

-Tranquila, mamá, no pasa nada... sólo es..., bueno, tú lo has dicho: un juego...

-Claro, ¿qué iba a ser...? -balbuceó-, el problema es que ya eres tan fuerte como lo fue tu padre y aún no eres consciente de ello... Lo cierto es que cada vez me recuerdas más a él...

-¿A quién, sino? ¿Al cartero, mamá?

-Si lo sabré yo... jajajajaja...

Su forzada risa se diluyó en un rictus apagado y triste que se llevó a la cocina. Me pareció verla temblar. Comimos zarzuela de pescado como cada domingo, y nos comportamos como si ese incidente no hubiera ocurrido. Tras el almuerzo, me fui a tumbar a mi cuarto.

Escuche su trastear doméstico, el entrechocar de platos en el fregadero, y eso me embargó de una cálida y triste felicidad... Mamá convertida en mi mujercita sin la amenaza de un futuro servicio militar; pero un poco más lejos de mí, huyendo de mí cuando yo intentaba darle un cariñoso y juguetón abrazo... Después oí la puerta de su habitación cerrarse y, más tarde, el suave y rítmico chirriar del somier ..., un chirriar contenido y apenas perceptible pero delator...

Hacía tanto tiempo que no lo oía... Antes de que mi padre enfermara, aprovechaban los domingos por la tarde para dar rienda suelta a su lujuria. Entonces lo entendí, sólo era cuestión de tiempo. La había excitado, pero debía asimilar mi cambio, la nueva presencia que ya no era la de su niño querido. Aquella frase que aún resonaba en mi cabeza era clave y definitiva: «La verdad es que cada vez me recuerdas más a él». Sólo tenía que darle tiempo y retomar el trabajo dónde mi padre lo dejó. Así de fácil y duro a la vez. El furtivo contacto con sus nalgas me había puesto a mil...

El cuarto de mamá estaba entre el mío y un trastero. Desde que mi obsesión empezara, su desnudez era mi fantasía. Ver su plenitud en la intimidad cuando se sintiera libre de cualquier mirada. La casa era vieja y, en algunos puntos, el revestimiento se superponía en groseras capas de estuco. Tiempo atrás, había pensado en hacer un agujero en el tabique que nos separaba, pero en mi cuarto no se situaba el mejor punto de mira ya que ahí estaba el cabezal de barrotes de su cama.

La mejor perspectiva se lograba en el cuartito de los trastos y en el tabique colindante había trepanado un agujero que, bien camuflado, podía pasar por un fortuito desconchado (cosas de la era pre-tecnológica que ahora se solventarían con una discreta cámara). Mamá tenía por costumbre apagar pronto la luz y el invento poco me había aportado hasta el momento, aparte de alguna efímera desnudez al acostarse.

Sin embargo, esa tarde supuso un puto de inflexión, y su sensual actividad me llevó a mi particular observatorio. Una buchada de saliva inundó mi boca en segundos tras visionar esas imágenes. Tumbada sobre la cama y completamente desnuda, ofrecía su coño a su mano pajillera que lo frotaba sin descanso.

Dicen que si se extendiera el tejido de los pulmones al completo cubriría un campo de fútbol; del mismo modo, el rosado coño de mamá daba para media cancha de tenis. Salivé más y más hasta formar una baba espesa que esputé sobre el glande que ya esperaba, ventilado y pegado al ombligo, recibir el castigo merecido por ser tan canalla y calentarse con la visión de la mujer que lo había parido. Seguí con la observación:

Sus magníficas tetas oscilaban con el vaivén frenético de la paja. Se relamía, voraz, extendiendo sus flujos a cualquier orificio que le pudiera dar gusto y que no sintiera suficientemente lubricado. Yo sabía que era ella, cierto, pero su imagen maternal se fundía con otra más lasciva, y esa extraña fusión daba coraje y fuerzas renovadas a mi mano. Vi que buscaba algo entre los pliegues de la colcha: una gruesa zanahoria. Imaginar lo que iba hacer con ella me enardeció más que la propia acción y susurré obscenidades sin fin fantaseando con lo bien que me lo pasaría en el futuro atravesando su coño una y otra vez. Pero la acción no me defraudó en absoluto:

Tras relamerla, como si así consiguiera transformarla en pura carne, se rozó con ella los pezones, dándose vibración y golpecitos como si los castigara por obscenos y erectos. Después bajó la hortaliza hasta los labios vaginales que trató del mismo modo para gran excitación de mi persona. Tras unos breves preliminares, en que movió la punta en circular como si intentara dilatar al máximo su orificio, la hundió sin pausa ni resuello hasta el fondo de su coño provocándole gran trastorno -por lo que pude ver en su cara tensa y contenida para que yo no la oyera- abriendo sus piernas hasta lo imposible y, como si con esa postura aún no gozara suficiente, volvió a cerrarlas para sentir la inserción más prieta y profunda. Atrapada en ese frenesí gimnástico, abrió, cerró y pateó sin compasión ni respeto por si misma; y menos, por la imagen de mi padre que, desde el portafotos que sostenía en la otra mano, recibía sus cálidos lametones con la esperanza -infundada supongo- de que volviera del otro mundo y cumpliera virilmente con su cometido.

Yo, con mi particular modus operandi, la acompañaba en su trance: estrujón de cojones y fricción de glande y mango, debidamente condimentado todo ello con las babas que escupía en los callos de mis manos -así las tenía de maltratadas con el masculino trabajo del taller y mis pajas- no fuera a recalentarse el pellejo y a provocarme escoceduras.

Pensé que la zanahoria se troncharía; pues lo que al principio fue una cuidadosa inserción en su vagina se convirtió en la flagrante violación de sus mucosas; y el gozoso chapoteo resultante se podía oír, incluso, tras la pared. La perseverancia tuvo el resultado esperado, y mamá se arqueó convulsa mientras hacía lo imposible para que los espasmos no expulsaran la zanahoria de su caliente madriguera; y así pudo disfrutar, hasta el final, del gustazo de correrse con su coño debidamente atrancado, sino por la verga de mi padre, sí por la hortaliza que cumplía prestaciones parecidas.

Me pareé con ella imaginando que la zanahoria era mi verga, y me corrí con generosos trallazos estrujando mi glande contra la pared que salpiqué en abundancia. Mi cuerpo liberó toda la tensión con las lechadas y, silenciosamente, me fui a mi cuarto con cierta nostalgia de sus imágenes, pero con la certeza de que nadie mejor que yo -digno heredero de mi padre- podría satisfacer plenamente a mamá en el futuro.



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heranlu

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Abrí la caja y retiré el papel. Era un vestido precioso, de satén color azul turquesa con un gran escote redondo que dejaría sus hombros al descubierto. Un amplio fleco de tul remataba el acabado y cubriría a duras penas la carne de sus muslos. Unos zapatos de tacón del mismo color reposaban en una esquina de la caja. El tul hacía fru-fru entre mis manos. Imaginé a mamá con él. Con él iría vestida cuando me la follase. Salivaba abundantemente. Cerré los ojos. La erección ascendía desafiante mientras la imaginaba ofrecida ante mí respirando arrebatada por el deseo.

El sonido de las llaves en la puerta me sacó del ensueño y la erección aflojó en un acto reflejo. Tapé la caja y la escondí bajo mi cama. Oí su respiración cansada y las llaves caer sobre la mesita del recibidor. Salí a su encuentro. Allí estaba, sentada en una silla de la cocina con expresión derrotada mirando fijamente las sartenes que colgaban de la pared, como si ellas fueran las culpables, sino de sus desgracias, de sus indigestiones. Me acerqué y le di un casto beso en la mejilla.

-Felicidades, mamá.

-Gracias, cielo -sonrió alagada.

-¿Creías que no iba acordarme?

-Estoy demasiado cansada para pensar, Julián.

La tomé para que se levantara y tiré de ella, travieso, como un niño pesado cuando quiere enseñar algo a su mamá.

-¿Qué quieres ahora?

-Ven.

Dejó de resistirse y la acompañé hasta el baño. La bañera humeaba prometedora con su poso de sales, una irresistible tentación para una florista que llevaba de pie desde las cinco de la mañana.

-Julián..., ¡bonito regalo de aniversario! Eres un cielo.

Se sentó en la tapa de la taza y la dejé allí mientras masajeaba sus pies desnudos.

-¡Voy a prepararte café, mamá! -grité mientras me iba a la cocina.

-¿Café? No quiero desvelarme, Julián, quiero dormir... sólo dormir..., ohhh... sííííí... -oí tras la puerta.

-La noche comienza ahora, mamá. Vamos a salir. Cenaremos, iremos al cine... Mañana no madrugas. ¿Qué más te da desvelarte? ¿Temes levantarte tarde y dejar plantado a tu curita?

-¡No seas irreverente, Julián! -contestó con la voz apagada por la distancia y el chapoteo del agua.

Mi verga se mostraba amenazadora y nada cómplice con esa fiesta preliminar. Me la saqué, tome hielo de la nevera y lo dejé gotear sobre ella. El frío castigó su obsceno descaro, minimizándola. Lo froté por los huevos para asegurar un rato más de tranquilidad. Dolía, casi me daba gusto, un placer extraño: el placer del castigo, pero placer al fin y al cabo. Oí el burbujeo de la cafetera y la retiré del fogón.

El taxi nos llevó al restaurante. Mamá estaba preciosa, el vestido le quedaba perfecto y, al abrir la caja, gruesas lágrimas de emoción habían recorrido sus mejillas. Me abrazó y besó con una espontaneidad que en las últimas semanas no había mostrado. Al contrario, un abismo se abría velozmente entre nosotros; aunque por las noches compartiéramos nuestros delirios tras el tabique, cada vez con más entrega, sintiendo las palmas de nuestras manos acariciando la pared, escuchando nuestras calientes maniobras. Quizá era eso lo que funcionaba. Tensar, aflojar, tensar, aflojar..., dar libertad a la presa para que el ataque definitivo la pillara de imprevisto. ¿De dónde había sacado esa idea? Puede que de Alfredo, el de la pandilla, el que iba a cazar jabalíes con su padre.

Había reservado mesa en un el restaurante de un hotel famoso. Mi cuenta de ahorros mostraba un buen mordisco, pero la ocasión lo merecía. Como personas sencillas, gente que limitaba sus ocasionales incursiones gastronómicas a las fondas y tascas del barrio, el ambiente nos cohibía; pero el vino y el champán consiguieron relajarnos y, lo que en los entrantes nos intimidaba, a los postres nos hizo reír con descaro.

El malentendido inicial de la etiqueta se había solucionado con una propina larga y una mesa en un rincón alejado. No me interesaban la etiqueta ni las mujeres "con clase" enfundadas en elegantes vestidos negros. Me interesaba esa mujer madura con ese vestido precioso de corista, engalanada con sus mejores pero poco refinadas joyas. Me encantaba verla disfrutar comiendo con avidez, relamiéndose, mirándolo todo con esos ojos vivos y achispados que nada tenían que ver con la elegante frialdad que se respiraba en el entorno.

Iba a ser mi amante, mi putita deliciosa, la puta de ese hombre joven vestido con el traje oscuro de su padre, engominado hasta el cogote y oliendo a esa loción que los anuncios recomendaban como la más segura arma de seducción. Ese hombre joven que estuvo a punto de matar de gusto a una puta -o eso dijo ella, joder, fuera verdad o mentira, mi ego adolescente quería creerlo-.

El cine estaba muy cerca, a tres manzanas. Paseamos tomados de la mano mientras los transeúntes nos miraban con una extraña mezcla de envidia y desaprobación. Sé que nos veían como a un chulo joven con una mujer vencida pero guapa aún, completamente entregada a un hombre que podría ser su hijo; y eso me ponía a cien. Mamá había bebido lo suficiente como para no apercibirse o no avergonzarse de ello, quizás por eso apretaba fuerte mi mano o me cosquilleaba la palma con el dedo. Cuando llegamos, pareció sorprenderse pero sin irritación, mostrándose divertida y excitada

Nos esperaba una película sin galanes, sin hombres atractivos con los que yo debiera competir: una reposición. Una película que trataba de un hijo que pierde a su madre y que, cuando visioné de pequeño, me hizo comprender algo terrible que yo aún no había siquiera imaginado que pudiese ocurrir.

Compré al acomodador con una previa y generosa propina para que nos llevara a las butacas más íntimas y acogedoras, y allí nos sentamos, oyendo el fru-fru del vestido de mamá hundiéndose bajo sus nalgas. El NO-DO nos documentó sobre los horrores del mundo exterior y sobre las bondades del interior mientras comíamos palomitas dulces y, después, la película avanzó fiel a su guión trágico mientras mamá lloraba desconsoladamente -a mí se me empañaron los ojos y se me anudó la garganta- como la primera vez y, como entonces, apreté su mano entre las mías en señal de sentida condolencia.

Pero sólo una pequeña parte de mi congoja se debía a eso, era el miedo que sentía a equivocarme su causa mayor, el miedo a fracasar, el miedo a perder definitivamente a esa mujer que estaba junto a mí y que era lo que más deseaba en el mundo. Pero ya no podía aplazarlo más. Deslicé el brazo por encima de sus hombros y le di un casto y tierno beso en la mejilla en un desesperado intento de paliar los devastadores efectos que tenía el argumento sobre ella. Respondió agradecida y dejó que la apretara contra mí, e incluso creí ver al cervatillo huérfano, Bambi, tintinear en sus grandes y lagrimosos ojos. Intenté escuchar su entrecortada respiración entre el sollozar general y el rugir de los latidos del corazón en mis oídos. Acaricié sus brazos desnudos, reconfortándola una vez más y -cerrando los ojos- deslicé mi mano sobre sus pechos en cuyo canalillo tanto semen había frotado.

-¡Hijo! -reaccionó sobresaltada y estremeciéndose.

Pero mi mano ya sobaba con vigor uno de sus pezones mientras le susurraba al oído:

-Vimos esa película juntos hace ..., ¿recuerdas? Comprendí con horror que las madres morían, era un niño y fue muy duro. Hoy debes comprenderlo, tú, mamá. Hoy morirás como madre para renacer como hembra, no porque lo quiera yo, sino porque tú lo deseas también... Sé en lo que piensas cuando te masturbas en tu cuarto mientras pareamos las palmas de nuestras manos tras el tabique... -murmuré con la boca seca por la angustia y la excitación...

Su cuerpo se revolvía conmocionado por la sorpresa que le provocaban mis perversos actos y mis palabras delatoras, pero mi mano era implacable sobando esas ubres que ya desbordaban el escote. Con la otra mano, apretaba su cabeza contra la mía a la vez que formaba una mordaza sobre sus labios. Pero sus bufidos se atenuaron en la medida que sus pezones erectaban entre mis dedos. Una ráfaga luminosa nos barrió y yo hice un guiño cómplice al acomodador aún no viéndolo. Besé el cuello de mamá, y saqué la lengua cubriendo su piel con cálidos lametones. Sus gemidos, que ya no eran de horror o sorpresa, seguían acallados por la mordaza, y así le evité la vergüenza de mostrarme el placer que le daba. Enmascarando su deseo en esa aparente violación, apreté sus tetas, batiéndolas, estrujándolas y pellizcándolas sin descanso.

Bajé mi boca hasta el pezón más próximo. Lo mordí con avidez, lo hice vibrar entre mis dientes. Lo lamí y succioné, y recorrí, a la inversa, la cálida desnudez de su cuello y, cuando llegué de nuevo a su oído le susurré:

-Esos son los pezones que me amamantaron, mamá, ahora te devolveré con creces todo aquello, con un placer que no puedes ni imaginar...

Mi mano recorría sus muslos acariciando la suavidad de sus medias y la morbosa elasticidad de sus ligas. Tiré de una de ellas y oí el chasquido obsceno con deleite. Ella se estremeció atrapada en mi abrazo y por los dedos que ya rozaban su excitada vulva que no parecía resistirse a mi intromisión, sino al contrario, regaba abundantemente mis dedos que se hundían con frenesí en su interior.

-Así..., así..., así me gusta... Parece que lo comprendes por fin. Te sientes sucia, incómoda por tu excitación... Pero no tienes porqué. Nadie conoce mejor que yo tu coño paridor, el útero que me acogió... Si esa fue mi confortable casa..., ¿hay que avergonzarse entonces de mi visita?

Mi lógica aplastante combinada con su calentura de hembra plena surtían efecto. Descubrí su caliente baya y la castigué duramente. La miré y vi sus ojos cerrados, sus párpados se movían con una extraña vibración, su nariz aleteaba al ritmo de su acelerado respirar, sus mejillas eran dos pétalos de rosa fundiéndose con los colores de la pantalla reflejados en su cara. Era la cara del orgasmo que la convulsionó y que yo apenas conseguí sofocar con la mordaza de mi mano. Sus gemidos se mezclaron con la voz de la dobladora y, al rato, una nueva ráfaga de luz nos barrió seguida de un toque en el hombro.

-Contrólense, por favor. Hay personas que se están quejando -advirtió el acomodador.

Su voz sonaba lejana, ajena a nosotros igual que esa infantil y trágica película de dibujos animados. Lo cercano era el turgente tacto de los pezones de mamá entre mis dientes; y su coño, deliciosamente torturado por mi mano, corriéndose y empapando mi mano. Una hábil fricción aún más estimulante que las anteriores la hizo patear desvergonzadamente contra la butaca precedente llevando nuestra conducta a un exhibicionismo intolerable para los parámetros de la época. Cuando se abrieron las luces, la ayudé a cubrirse, pero no pude hacer nada por ese asiento tapizado de terciopelo que se mostraba empapado, probablemente, por el coño más generosamente masturbado desde que se inventó el cine mudo.

Salimos sin hablarnos, cómo autómatas; drogados por el placer: mamá, la más perjudicada, mostraba su mirada perdida en el vacío y un rictus lujurioso en su boca. Un hilo de saliva colgaba de la comisura de sus labios y yo -todo un caballero- se lo sequé con un pañuelo. Tomamos un taxi que nos llevó a casa y, en ese recorrido otras veces tristemente aburrido, creí descubrir todos los matices de la noche con sus neones iluminando el ir y venir acompasado del pecado, con la mano de esa mujer -que ya no veía como a mi madre- entre mis dedos, sintiéndome cómplice de todos los cabrones pervertidos.

ras despedir al taxista, entramos y subimos la escalera; yo, tras ella; fascinado por el contorneo de su culo atrapado en el brillo del satén turquesa, olfateándola como un perro. Abrí la puerta sintiéndome como un recién casado en su luna de miel, pero sin querer tentar a la suerte cruzando el umbral con su cuerpo entre mis brazos. Llegamos a su cuarto y ella se dejó caer sobre la cama, oscilando con el vaivén del somier. Me prometí ser el más inexperto, pero cariñoso amante del mundo mientras le quitaba los zapatos y tiraba de las medias cual serpiente arrastrando su piel muerta. Masajeé las huellas que las ligas habían dejado en su carne y ella gruñó gustosamente; y le quité las bragas que ya eran puro trapo empapado en flujos calientes. A todo ello, mamá respondía con los ojos cerrados como si no se atreviese a contemplar quien era el gestor de ese placer, como si su sola visión hubiera bastado para inhibirla por completo.

Alcé sus piernas desnudas y las abrí hasta los topes. Su coño era una apetitosa superposición de pliegues hinchados por su jugosa calentura, y el tul del vestido formaba a su alrededor un precioso marco circular, como las corolas de esas flores que vendía en su quiosco. Mi verga soportaba la incómoda tirantez desde que había empezado el acoso en el cine dos horas antes. La muy cabrona olía ese coño tantas veces prometido y lo reclamaba sentada sobre unos cojones dolorosamente tensados y cargados de leche.

Sin tiempo para desnudarme al completo, me bajé los pantalones y los gallumbos y me situé sobre mamá para, sin más preámbulos, hundírsela con rabia hasta el tope de los huevos. Sentí fundirme, pues era la primera vez que mi verga entraba en contacto con la vagina de una mujer sin la barrera del condón. Entonces, ella abrió los ojos y me miró como si me suplicara, como si esperara que en el último momento un milagro o una catástrofe nos librara de lo irremediable, salvándonos del horror del incesto y dejando esos obscenos preliminares como resultado de un absurdo desliz producto de la ebriedad.

Pero ya no había vuelta atrás ni piedad para ella y mis cojones golpearon salvajemente sus labios olvidándome de ese cariño que pretendía mostrarle, convirtiendo la follada en una salvaje violación. Su tetas oscilaban bajo mi torso, la erección de sus pezones eran el termómetro de su calentura así como los líquidos que chorreaban de su coño al ritmo de mis envites, envolviendo mi verga con su jugosa y cálida membrana.

-Ooooohhhh..., oooohhhh..., mamá... qué gusto... -gemí uniendo mi aliento con el suyo.

Su coño era un delicioso chapoteo, el sonido más delirante que había oído jamás. El bombear de mi verga era su activo principal, el inductor de que ese flujo caldoso no dejara de destilar ni un segundo. Cada embestida era una buchada en ese torrente deslizante.

-¡NO ME LLAMES MAMÁ NUNCA MÁS...! ¡LLÁMAME PUTA!- me gritó a la cara mientras sus pupilas se perdían tras sus párpados y su cuerpo se estremecía atrapado en el orgasmo. Yo no cese en mis embestidas paladeando ese momento maravilloso, sintiendo su cuerpo convulsionar bajo el mío, notando sus talones hincarse en mi espalda y comprendiendo el significado de sus palabras que iba más allá de lo aparente.

«¡NO ME LLAMES MUNDA, LLÁMAME PUTA!» -es lo que había escuchado una y otra vez jugando o haciendo los deberes en el comedor, cuando papá y mamá cumplían con el débito matrimonial, encerrados en su cuarto durante esas largas tardes de domingo. La lujuria de mamá parecía implacable y yo no podía evitar excitarme imaginándola entre los musculosos brazos de papá, y me sentía muy orgulloso de él cuando por fin la calma se apoderaba de la casa. Pero mi memoria había borrado esos momentos, quizá para restablecer el equilibrio necesario en mi mente, que de otra forma no habría podido lograr: entonces necesitaba ver a mamá como a esa mujer maternal y no como a esa hembra encelada.

Pero sus palabras me habían devuelto a esa realidad y nombrado digno sucesor de mi padre, y con renovadas fuerzas la embestí para convertir su orgasmo en un imparable clímax plagado de picos de placer extremo. Para no correrme aún, imaginé a la madre más tierna de mi niñez, la de las fotos, cariñosa y junto a mí, en los paseos dando de comer a las palomas o subidos en las golondrinas del puerto, imaginé a esa mujer que ponía el diente caído bajo mi almohada o me abrazaba amorosa cuando mis rodillas sangraban; pero tanto candor no parecía ser suficiente, y entonces recreé la cara oscura de mi infancia, los castigos en el trastero, las lavativas cuando me estreñía, el aceite de hígado de bacalao y el aceite de ricino, la imagen de ese niño atropellado y sangrante en brazos de su madre que me había acongojado durante tantos meses...; pero el instinto de procreación es el más fuerte de todos, y ningún candor, tabú ni catástrofe personal o colectiva parecían menguar mis impulsos.

Por eso, con sus pies por pendientes, con su coño vigorosamente follado, contemplando su expresión lujuriosa, esa de la que tanto había soñado ser artífice, culminé el pecado más horrendo vaciándome en ella con deleite, dejando el orgasmo que había tenido con Adelina, la puta, como una pálida y triste sombra del pasado. Y así permanecí clavado en su carne un buen rato, hasta que me vacié por completo y la convulsión aflojó lentamente.

Al rato, la liberé de mi peso, quedando los dos tumbados uno junto al otro, acompasando nuestro respirar. Entonces, mamá arrancó en sollozos y extendí mi mano para tomar la suya, pero ella la retiró y, seguidamente, se levantó para salir. Oí su desesperado chapoteo en el bidé, intentando librarse de mi semen y sin que su llanto se calmara.

Sentí angustia y pensé que quizás se fuera a mi cuarto para evitarme y así la perdiera para siempre; pero, al rato, volvió y se dejó acunar entre mis brazos sin reservas. Estaba vencida. Tenía a mi disposición los condones que me había dado Adelina y los puse en sus manos para tranquilizarla. La noche fue una sucesión de desesperadas cópulas y de intervalos de descanso en que el sopor nos tomaba ligero. Finalmente un sueño profundo nos prendió y no fue hasta el alba que la oí trastear en la habitación. Pude verla a la luz difusa de la mañana, con sus ropas negras de viuda y su misal en la mano.

-Munda -susurré- porque ese era ya nuestro nuevo código en que las palabras "hijo" y "mamá" ya no tendrían cabida.

No contestó pero se quedó quieta, rígida, como si su nombre propio en mi boca sonara como la más horrible blasfemia.

-¿Vas a misa?, ¿vas a confesarte?

-¿Tú que crees, Julián...? -contestó esta vez-, acabo de cometer uno de los crímenes más horrendos que puede cometer una madre. Me he entregado a mi hijo sin ningún reparo. Apenas me he resistido. Creo que iba algo bebida pero eso no es excusa...

Creía en las buenas intenciones de mamá, pero más creía en su lujuria que en el transcurso de esa noche se había mostrado sin reservas, su voz deliciosamente rota por la culpa y su imagen vulnerable en la penumbra eran toda una provocación para ese cuerpo joven que ya había catado buena parte del placer que una mujer podía darle, pero que reclamaba más y más.

Entonces salté de la cama para tomarla de nuevo entre mis brazos. Ella chilló y pataleó en un simulacro de defensa que lo único que escondía era el violento deseo de que la poseyera. La obligué a arrodillarse en el suelo entre sollozos y allí de pie, frente a ella y con las piernas abiertas, mostré mi erección a sus ojos y a su boca gimotera.

Munda -le dije- ¿qué más te da a esas alturas...? Así podrás regalar los oídos del cura con pecados de la carne más suculentos y variados...

Pensé que reaccionaría mal ante el cinismo mostrado y se revolvería contra mí, pero no fue así. Vencida de nuevo, tomó mi verga con manos temblorosas y la acompañó a sus labios que se abrieron acogedores. Así descubrí en mamá, a la Munda más puta, la que se entregaba sin someterse, sin acoso ni coacción, la que sin tener su cuerpo atrapado bajo el mío y sin la excusa de la ebriedad, succionaba con deleite la turgencia del glande, acariciaba los huevos prietos de su hijo y masturbaba frenéticamente su mango que, poco a poco, introducía en su boca hasta la arcada.

Tomé su cabeza para follarla mientras veía sus manos sacar sus tetas por el escote y así frotarlas y estrujarlas hasta dejar sus pezones erectos. Su rosado sobre sus pechos contrastaban con el negro del luto con obscenidad manifiesta.

La alcé por la cintura y la tumbé boca arriba sobre la cama, mi excitación hacía que sintiera su cuerpo ligero como una pluma. La arrastré hasta un extremo y allí la dejé con la cabeza colgando. Gemía y sollozaba aparentando ser abusada. La congestión le sentaba bien, sus mejillas parecían arreboladas por un orgasmo crónico. Tomé sus grandes y generosas tetas y con ellas envolví mi verga y, después, me froté vigorosamente con ellas.

Chupa, marrana -fueron mis vulgares palabras, excitado en extremo viendo como no perdía ocasión de darse gozo hurgándose el coño.

Sin más órdenes ni ruegos, albergó mis huevos en su boca, que chupó y relamió. Agradecido, seguí masturbándome con esas dos masas de carne caliente que bailaban, gelatinosas, ante mis ojos, hasta que le chorreé los pezones a bandas cruzadas alcanzando el resto de sus tetas y de sus ropas de luto. El blanco de la leche en el negro de esas ropas parecía más infame, pero nada comparable a los obscenos arqueos con los que su cuerpo recreaba mi vista, pues el orgasmo que arrancó a su coño fue de antología. Me apiadé de ella como me gustaba apiadarme: castigando más y más sus puntos de placer, pellizcándole, mordiéndole los pezones, restregando mi semen por ellos para que sintiera su húmeda calidez, siguiera con sus espasmos y se corriera sobre sus ropas, que ya no me parecían de recatada viuda sino de lasciva ninfómana...

De ese modo, hecha una piltrafa y cubierta por un ligero abrigo de entretiempo, acudió en busca de su cura para confirmarle que la degradación en la que estaba cayendo no era fruto de sus fantasías, sino que era tangible y se podía oler y medir en cada centímetro de su cuerpo. Me tumbé en la cama, deseando sentirme mal por lo que había hecho, pero sin conseguirlo. Al contrario, sentía que esos atropellos a los que la sometía eran sólo la parte más visceral, la más salvaje de mi amor por ella, y que la otra, la más romántica, emergería poco a poco...
 

heranlu

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Como en una versión femenina de Dr Jekyll y Mr Hyde, los primeros rayos de sol convirtieron a mamá en la beata meapilas de siempre y acudió a la parroquia con su indumentaria de luto. Sería un día provechoso para el padre Juan, un día en que debería escuchar, analizar, condenar, purgar y redimir los pecados de lujuria con los que su descarriada sierva le regalaría los oídos.

Mamá volvió sobre las dos de la tarde. Sería una penitencia eficaz ateniéndome a lo que oía en el salón. Ahuecaba el mueble bar con la furia de una alcohólica redimida, e imaginé las botellas alineadas bocabajo en el fregadero vaciando su carga letal.

La angustia me tomó. Presentía que aquello era el final; que mamá atribuiría su desliz, no a su pasión por ese machito del tres al cuarto (mi persona) que tanto le recordaba a su marido fallecido (mi padre), sino a la ingesta incontrolada de alcohol. Mis peores temores se confirmaron cuando, desde la puerta y sin mediar palabra, me indicó que saliera de su cuarto. Desde el mío, la oí sacudiendo el colchón, señal inequívoca de limpieza general; y el montón de ropa de cama que se acumuló en el pasillo confirmó que no quedaría rastro de mi ADN en su cuarto.

Aquel día no hubo almuerzo familiar, básicamente porque ya no quedaba familia. Habíamos quemado afectos y traspasado límites convirtiéndonos en extraños. El martes, acudieron los pintores para sanear el antro de cualquier rastro de pecado, y las paredes se cubrieron de un papel azul grisáceo con querubines que parecían cantar el réquiem por nuestra breve pero apasionada noche de amor. Los muebles cambiaron de lugar quedando mi furtivo punto de observación cegado, no sólo por el papel, sino por el armario de tres cuerpos. El miércoles, el cerrajero puso pestillo en su puerta; y el jueves, desapareció la ropa de papá de mi armario.

Así pasaron tres dolorosas semanas en las que apenas nos hablamos. Siempre buscamos un culpable para nuestros fracasos -¿quién no lo hace?- y el padre Juan se ajustaba al perfil como anillo al dedo. Era un domingo de mayo en que la lluvia caía ruidosamente sobre la claraboya del patio y los truenos retumbaban lejanos sobre el mar. Cancelado el partido de fútbol, leía una revista en la salita, observando de reojo a mamá, desasosegada y esperando a que amainara. En uno de esos momentos de falsa calma, tomó el paraguas y se fue. Al rato, el rencor que sentía por el padre Juan creció exponencialmente con la intensidad de la lluvia hasta que el pertinaz goteo de un canalón roto consiguió adormecerme.

El ruido de una llave en la cerradura y el destello de un rayo atravesando mis párpados me despertaron. El trueno retumbó con fuerza y mamá pasó frente a mí con el pelo y la ropa chorreando. La rabia se convirtió en ternura -seguía siendo mi madre- y me acerqué a su cuarto para ofrecerle café o leche caliente. La puerta permanecía entreabierta, pero llamé con los nudillos por precaución. Sería por el estruendo de la lluvia que no me oyó, por ello decidí entrar. En la penumbra pude discernir su silueta de espaldas. Otro fogonazo mostró su cuerpo desnudo y la inconfundible rojez de los azotes en sus nalgas. El espejo del tocador reflejó mi presencia. Quedó inmóvil abrazándose a si misma con un gesto desesperado.

-Vete por favor, Julián -susurró muy bajo, su voz diluyéndose en el sonido de la lluvia.

¿Era esa la especial penitencia que le aplicaba el padre Juan? ¿Era así como mamá purgaba sus pecados? Lo imaginé llevándola a la cripta, un diminuto sótano cuya bóveda sofocaba cualquier grito o sollozo y allí la azotaba con la correa de su pantalones, o con algún artilugio vinculado a la flagelación. Sórdidas imágenes se agolpaban en mi mente y mi estado de ánimo tomó el color del día: oscuro y melancólico. Dejar cabos sueltos no casaba con mi forma de ser y finalmente tomé una decisión.

A la semana, mamá se levantó a la hora de siempre, pero yo no me quedé remoloneando entre las sábanas; sino que me vestí raudo cuando ella salió de su cuarto. Oí el chasquido de la loza en el fregadero tras apurar su frugal café con leche y seguidamente la puerta retumbó. Bajé sigiloso las escaleras tras ella y, desde el portal, vi su figura torcer por el callejón. Al llegar a la segunda bocacalle -cual fue mi sorpresa- tomó una trayectoria inesperada. Repentinamente se detuvo y se puso unas gafas oscuras que sacó del bolso.

El desconcierto inicial se tornó en sórdida sospecha cuando nos adentramos en el corazón del barrio marítimo. Siempre activo, acogía el turno matinal de puterío que a esas horas demandaban viejos buscando alivio a su soledad insomne, o jóvenes soldados con el permiso fresco y hartos de su forzado celibato en el cuartel. Su presencia me hacía más fácil el seguimiento, que terminó cuando mamá se detuvo en un portal. Miró furtivamente a un lado y a otro, pero no alcanzó a verme. Golpeó la puerta con la aldaba pautando tres toques fuertes seguidos de dos ligeros – el código del 3º 2ª-. En breve, la puerta se abrió y mamá entró en el edificio.

Indeciso, esperé hasta que una mujer llamó a la puerta con el mismo código. Llevaba un caniche atado a una correa, y el estruendo lo asustó. La mujer lo tomó para acunarlo y le dio mimosos besos en la boca para calmar sus ladridos estridentes. La puerta se abrió engulléndolos. Un animado grupo de soldados completó seguidamente el ritual y sus sonoras risas se apagaron tras la puerta.

Yo no estaba más tranquilo que el caniche; pero ni ladré ni nadie me calmó. Era mi turno, ineludible si quería saber la verdad que de momento presentía cruda. Tragué aire y llamé. La puerta se abrió invitándome a la oscuridad de un vestíbulo. Le di al interruptor y una precaria bombilla iluminó una escalera que subí con el corazón en la boca.

La existencia de esos burdeles no era ningún secreto, lugares donde trabajaban mujeres, incluso de clase alta, que no les importaba tanto la retribución como huir de la exposición de la calle. Eran lugares baratos con cubículos privados, y otros donde se permitía a los jóvenes soldados, la mayoría con escasos recursos, masturbarse tras un falso espejo. Podían así contemplar sin ser vistos a esas mujeres entregadas a cualquier depravación, camufladas tras un antifaz. Sospeché dolorosamente que era eso a lo que iba enfrentarme. Aspiré el olor rancio típico de los lugares eternamente cerrados y me detuve ante el 3º 2ª.

Una chica abrió y me mostré con la actitud que suponía propia de un hombre de mundo, con las manos en los bolsillos y un forzado rictus de descaro. Mi impostura no pareció conmoverla y me franqueó la entrada con un bostezo que desencajó su cara. Enfundada en una bata casera, unas zapatillas y el pelo recogido en un moño, parecía la parodia de una geisha. Me acompañó a un interior con aspecto de anónimo hostal, dejándome frente a un mostrador atendido por un viejo que asomaba su rala cabeza tras él.

-Una preciosidad nueva, Adolfo. No sé lo que quiere, pero que sepas que Elvira tiene la regla y sólo está para mamadas. No tengamos que llevarlo virgen y mártir al dispensario -se burló la chica perdiéndose en un pasillo lateral iluminado con diminutas lamparillas de pared.

-Descuida, Espe... -murmuró el viejo que seguidamente se dirigió a mí-: ¿Mirar o follar?

-Mirar, pero debo aclararle algo: La chica se equivoca. No soy nuevo ni virgen.

-Bueno, todos decís lo mismo. Pero a mí me da igual...

-Estuve aquí hace un mes. Había una mujer madura, rubia y no muy alta. Se llamaba Munda. Me gustaría verla trabajar de nuevo.

-¿Munda? ¿No sería Clara?

-No, Munda.

-Tal como la describes es Clara. Seguro -confirmó mientras me alcanzaba una ficha parecida a una moneda-. El pago es por adelantado.

-¿No será que...

-Clara te digo. Preguntas mucho, y aquí mucho es demasiado. Me da igual cómo se llame de puertas afuera. Aquí es Clara, rubia, madura, metro sesenta más o menos, buen culo, buenas tetas y buena follada..., con un lunar grande en la nalga izquierda... Pero si la prefieres más joven...

-Esa es -confirmé con un nudo en el estómago recordando su precioso lunar-. No quiero otra.

Le aboné el importe y él contestó sin mirarme enfrascado en su crucigrama mientras agitaba una campanilla:

-Un cuarto de hora. Te da para una paja sobrada... y no me pringues la pared, joder... ¡Espeeeeeee, llévalo a la pajarera de Clara! -gritó dirigiendo su chorro de voz al fondo del pasillo sin dejar de agitar la campanilla.

Espe apareció al rato arrastrando su cuerpo y unas sábanas sucias. En la otra mano llevaba una toalla plegada que me entregó.

-Acompáñame -me indicó tras soltar las sábanas y patearlas indiferente hacia un rincón.

La seguí dócilmente y nos detuvimos frente a una puerta.

-Es temprano y no hay casi clientes, puedes alargarte un poco. Pero si a la media no has salido, te saca Adolfo a rastras. Parece bobo, pero engaña... y tiene una mala leche... -advirtió tras abrir la puerta y franquearme el paso.

Ni siquiera miró al interior y cerró la puerta tras ella. A mi derecha había el estrecho y largo cristal que cubría la pared de esquina a esquina, el falso espejo que permitía mirar sin ser visto. Frente a él, unos soldados parecían molestos por mi intromisión; pero no lo suficiente como para dejar de maniobrar vigorosamente sus cipotes. Escupían las palmas de sus manos o sus vergas directamente mientras formulaban obscenidades y, bajo el falso espejo y frente a ellos, una barra larga parecida a las que se encuentran en los gimnasios servía para colgar las toallas. Demoraba mirar a través del falso espejo, pero lo hice finalmente.

Deseaba equivocarme, que todo fuera producto de mis paranoias; pero no: allí estaba mamá; con un antifaz como único vestido. Arrodillada, felaba a un hombre desnudo, un marinero con un brazo tatuado. El hombre tenía su cabeza entre las manos y ella se aplicaba en la mamada consciente de que era observada. Mamá se alzó para colocar una pierna flexionada sobre la cama. Su coño quedó generosamente abierto, ese coño rosado que tan a gusto me había follado iba a ser pasto de ese hombre ante mis narices.

-¿Qué te pasa? -escuché una voz jadeante a mi lado-, ¿no te pone esa guarra?

-Sí me pone, pero me reservo. Me corro fácil -mentí- y antes me gustaría ver si le da por el culo.

-Aaaaaaahhhh... síííííííí... sííííííííí... -oímos en un rincón.

Un tipo escupía la saliva pastosa del orgasmo sobre la barra con la toalla entre las piernas. Hubo risas contenidas y algunas bromas jocosas por parte de sus colegas.

-Ese cabrón no aguanta nada -delató cómplice mi vecino tras propinarse un nuevo salivazo-. En el cuartel se corre con el rozar de la sábana. Es incapaz de cumplir con una mujer. Yo sí lo haría, joder..., pero no siempre la pasta me alcanza...

Siguió con su agitada respiración y con la cara pegada al cristal mientras mamá se relamía con la cabeza de ese hombre entre las piernas. La acariciaba alborotándole el pelo y eso me embargó de nostalgia y rencor. Observar el rabo de mi vecino fue inevitable. Era un rabo grosero y tortuoso asentado sobre unos cojones descomunales que le colgaban del último tramo de la bragueta. No era extremadamente largo pero si muy grueso, y su curvatura y venosidad le daban un aspecto casi animal.

El marinero se puso el condón, y hundió la verga en el coño de mamá alzándola con un vigoroso ensarte; mi vecino, en el límite de la excitación, comenzó a propinarse brutales manotazos en el glande... Estaba fuera de sí con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y respirando entre dientes...

Le puse la mano en el hombro y él se volvió como impulsado por un resorte y se lanzó contra mí empujándome contra la pared y mirándome con sus ojos de loco mientras gemía:

-Cabronazo..., chúpamela..., chúpamela, mamón... ¿a qué has venido sino? A mí no me engañas...

Me revolví y conseguí sacarme sus férreos brazos de encima. Probablemente aquello acabara otras veces con una bonita fiesta con el macho alfa follándose a su reclutas putitas...; pero yo no estaba dispuesto a ser la hembra elegida de la manada. Para eso estaba mamá y así lo había decidido hacía rato.

-Tranquilo -y le hundí la zarpa en sus mejillas para apartar su cara de loco-. Cálmate. Iba a proponerte algo mejor: Pagarte dos servicios con ella si le das exclusivamente por el culo. Pero con una condición: Quiero que lo hagas vestido con el uniforme, sin condón y sin mimos; no quiero que te pongas cariñoso. Quiero verte con la rabia de ahora, que la verga sea tu bayoneta; y esa puta, tu enemigo.

Así se lo solté dudando de que la propuesta hiciera efecto en sus devastadas neuronas. Yo también conocía la locura de la inmediatez, ese afán de correrse aunque fuera metiéndola en el hoyo de un queso duro. Me soltó y dijo con una sonrisa sardónica que en su cara de bruto no presagiaba nada bueno:

-¿Tienes pasta para hacerlo y me la das a mí? O estás loco o eres un puto mamón. A mí me da igual, pero mientras el tipo del mostrador no me lo confirme, no me lo creo.

-Y yo te digo que si te corres mientras estoy fuera vas a quedarte sin encular. Allá tú -contesté mientras escondía mis vergüenzas tras la bragueta y, ante su expresión atónita, salía para confirmarle que lo mío no era un farol.

Fui hasta el mostrador y negocié el nuevo trato con Adolfo que, inmerso en su crucigrama e indiferente a las aficiones de los demás, se limitó a cobrar los servicios, a recordarme los tiempos y a librarme las toallas.

A la vuelta, el resto de sus colegas salpicaron su gozosa agonía ante al visión del marinero encumbrando a mamá al orgasmo. Definitivamente se sacó el condón y su leche chorreó en sus tetas que embadurnó con jugosos trallazos. El soldado miraba con desesperación a su verga, a mamá y a mí; pero cuando le entregué las chapas, recibo del importe pagado, sus ojos se iluminaron con lascivia.

-Cuando esté disponible te hará pasar. ¿Entendido?

El soldado condujo con dificultad la idea a su cerebro; y la erección, al interior de su bragueta. Salió sin más preámbulos mientras mamá se espatarraba en el bidé para lavar su coño y la corrida del marinero en sus tetas antes de que secara. Cuando acabó, fue hacia la puerta que abrió para atender al soldado. Finalizó el turno de los felizmente corridos y un nuevo grupo se dispuso a gozar del espectáculo junto a mí.

Prepararos -advertí con la veteranía que ya me daba la corta estancia en ese antro-. Ese garrulo cabrón va a encularla durante un buen rato, a ver lo que aguanta.

Me relamí por vicio, por sórdida venganza o por las dos cosas, y esta vez sí solidaricé mi paja con las de mis compañeros. Tras el cristal, el soldado mostraba su erección escondida aún tras la tela del uniforme. La protuberancia marcaba una roncha extensa y oscura en la tela caqui. Mamá se arrodilló ante ella y la acarició. Entonces no vi las manos de mamá ni las de florista, vi las manos de una eficaz zorra que, tras extraérsela y tras un breve pajeo, la hundió en su boca con avidez. La sacó de nuevo para mordisquearla en toda su extensión y alcanzó los gruesos huevos que chupeteó con gusto, como si fuera a tragárselos.

Mostraba una actitud nueva, mucho más cálida que la que había mostrado con el cliente anterior o quizá era mi imaginación. La edad del tipo estaría próxima a la mía, quizá era su juventud o sus generosas prestaciones lo que la excitaba tanto... Una oleada de rabia gozosa me alzó, me dejó de puntillas y murmuré:

-Dale su merecido..., ¿a qué esperas, cabrón? Tan gallito tras la barrera..., ¿te vas a amilanar ahora?

Pero el cabrón no se amilanó. Sin más preliminares, tomó a mamá y la puso en cuclillas sobre la cama. Ella, colaboradora, se arqueó cual zorra en celo y alzó su culo hacia él. Con sus manos separó los glúteos mostrándole sus calientes orificios, su carnosidad rosada y penetrable. En la pajarera se oía un chapoteo constante; pero un silencio verbal cómplice se estableció entre nosotros como cuando se asiste a un acto religioso.

El tipo tomó su verga monstruosa y la acercó. La golpeó en el culo de mamá que empujaba hacia él, incitándole a cumplir de una vez. Sus groseras actitudes me tenía pasmado, pero las del garrulo cabrón tampoco me dejaban indiferente. Imaginé que se correría en ella con tres fugaces envites para seguidamente aflojarse a sus pies como un conejo. Pero no. De vez en cuando, se apartaba para golpear sus nalgas con las palmas mientras le decía -supuse- lo zorra que era, y ella las aferraba con desesperación para apartarlas más y más con sus uñas clavadas en su propia carne.

El tipo escupió, extendió el lapo sobre esas mucosas rosadas que recibieron el regalo con -lo que imaginé- trémulos estremecimientos. Hundió los dedos en su coño donde extrajo más flujos y los acercó a su ano que los aceptó con gozo aparente. Los hundió de nuevo para explorar su profundidad como si calibrara su resistencia, no fuera a estallar con la furia de sus envites. Tomada por ese brazo musculoso, el cuerpo de mamá cimbreaba como si la brisa del infierno lo meciera. El soldado gozaba de su entrega, saboreaba los preliminares. Paladeaba verla ante él sometida de esa forma.

Finalmente acercó el glande a su ano y hundió en él su roja tirantez. Un nuevo envite hizo desaparecer el mango en toda su longitud y grosor hasta el tope de sus huevos. Mamá boqueaba, padeciendo el dolor rabioso resultante de ese garfio de carne desgarrándola, padeciendo su incapacidad para resistirse a su avidez de puta nimfómana, ignorando -¿cómo lo iba a saber?- a la verga de su hijo agitándose tras el cristal ante su imagen degradada.

Sacó y metió de nuevo, y mamá se estremeció apretando los dientes tras sus labios, esos labios que -imaginé- tantas pollas habrían chupado a lo largo de su vida. Su ano se partía una y otra vez ceñido a ese mango monstruoso; y su cara, hundida en la almohada, dejaba su rastro de carmín sobre la tela como el rastro de un sexo desvirgado.

Un tipo no pudo alargar más su paja y se corrió junto a mí, y allí, aferrado a la barra, deslizó su boca por el cristal, babeándolo.

-Salud -le dije-, es mi madre... Es una puta, pero... ¿quién no está orgulloso de su madre? -le confesé rabiosamente mezquino, revolcándome en mi sarcasmo.

Él, con una sombra de incredulidad y sorpresa en su mirada me sonrió y murmuró:

-Joder..., no sé que decirte..., pero qué mujer... buuuuff...

Aún vestido con el uniforme, parecía golpeado no por la lujuria sino por la guerra.

Las nalgas de mamá mostraban la roja huella de los manotazos mientras la pelvis del cabrón golpeaba con furia contra ellas. Los preliminares habían finalizado hacía rato y ahora quedaba la enculada de la que mamá era sujeto gozosamente pasivo y torturado. El antifaz perdió su objetivo, el de camuflar su identidad. Su cabeza de muñeca rota hundida en la almohada giró su cara hacia el cristal para mostrarnos todo lo que sentía y su mirada anunció un inminente y voluptuoso orgasmo. La verga del soldado ya era puro pistón de carne entrando y saliendo de su cuerpo, cualquier punto de dolor se convertiría pronto en fuente de placer, paradójica consecuencia de las maniobras sexuales extremas.

Mamá culeó contra el garfio, tirando aún más de sus nalgas como si quisiera expulsar definitivamente el esfínter de su cuerpo y el cabrón fuera a llevárselo con él para gozarlo en la soledad del cuartel. Se relamió y sus ojos quedaron en blanco y así quedó durante un rato que pareció inacabable y sin que la verga de ese hijoputa cabrón pero supremamente macho -lo reconozco- flaqueara en su acción de taladrarla.

El resto de mis vecinos sucumbieron al espectáculo y sus vergas gozosas no soportaron por más tiempo la fantasía de verse enterradas en el culo de mamá. Eyacularon una tras otra alentadas por los gemidos de sus portadores. El puño de Adolfo rebotó en la puerta y nos devolvió a la cruda realidad dando la sesión por terminada, y yo me corrí viendo los trallazos de semen en el ano de mamá, al cabrón chorreando sobre sus nalgas, sobre su espalda, sobre su pelo... definitivamente dentro de ella.

-Tenías razón, Munda -murmuré entre dientes mientras estrujaba la toalla contra mi glande para recoger las lechadas- «No me llames mamá, llámame puta», me dijiste. Cuanta razón tenías... sííííí... sííííí... síííííí..., puta..., puta..., puta...; no mentías...

Nos disolvimos como cucarachas abandonando una orgía de jugosos residuos. Yo volví a casa, abatido, intentando aceptar esa nueva realidad, una realidad que durante las últimas semanas no cesaba de darme sorpresas. Cuando llegué, me tumbé en la cama para hacerme el dormido y oír su cuerpo llegar derrotado por el placer. La oí andar torpemente. La imaginé dejando caer su cuerpo gozosamente torturado sobre la cama y aliviando con pomada los desgarros sufridos.

El domingo siguiente, salí antes que ella con la excusa de que tenía partido. Corrí veloz hasta el burdel donde me recibió Espe. Parecía más amable y disfrazó su sarcasmo con un esbozo de sonrisa, lo que supuse un merecido premio a los clientes habituales. Adolfo me recibió con la indiferencia de siempre. Ni siquiera se inmutó cuando pagué las tres horas de servicio de mamá. Me encerré en el cuarto adjunto y allí contemplé su llegada y transformación, su cuerpo desnudándose de sus ropas negras y poniéndose el vestido azul turquesa que yo le había regalado el día de su cumpleaños.

Tuve que contenerme para no golpear ese cristal, para gritarle lo depravada que era. Impotente, mi alma desgarrándose, sin entender porque su imagen con ese precioso vestido habían conseguido conmoverme más que su extrema obscenidad. Ese vestido simbolizaba todo mi amor por ella y también mi fracaso.

Durante esas tres horas fue mía por completo, una gata en celo atrapada en una jaula. Con su lujuria contenida, sin entender por qué había dejado de interesar a los hombres, por qué ya no tenía clientes... Salió y volvió al rato. Probablemente Adolfo le informara que era posesión de un excéntrico que había comprado sus servicios en exclusiva. Entonces, se restregó furiosamente contra el cristal. Selló sus labios en él y lo acarició con la yema de sus dedos mientras yo me masturbaba con una paja amarga que nada tenía que ver con esas que me propiné en casa espiándola desde el trastero, el coño en una mano y una foto de papá en la otra.

Sacó sus pechos por el escote y estrujó su carne contra el cristal, sus pezones atrapados como el centro de dos dianas donde proyecté mi semen. Lo extendí y pensé si ella podría sentir el calor de mis manos y mi leche. Siguió con su exhibición y, finalmente, se masturbó sobre la cama, con las piernas muy abiertas, para que yo pudiera contemplar el castigo de su dedo sobre su encendida baya. Me largué hastiado dejándola con su vicio.

A la semana, cumplí con el mismo ritual. Ese día, mamá ojeaba una revista del corazón tras el falso espejo y parecía aburrida y desconcertada, como si esperara indicaciones; y yo aproveché para alcanzar a Espe en el pasillo. Arrastraba un pliego de ropa sucia que yo pisé con el pie, travieso.

-Auuhhh... -gimió sacudida por el tirón.

-¿Tienes un momento? -inquirí con mi mejor sonrisa.

-No vamos a follar si es lo que quieres -cortó rápidamente-. Normas de la casa.

-No es eso, Espe. Pasa, por favor.

Miró furtivamente a un lado y a otro como si le fuera la vida en ello, y se metió en el cuarto de las pajas conmigo.

-¿Quién es? -pregunté mostrándole a mamá.

-¿Y tú lo preguntas? Clara, quién va a ser. Una puta vieja... bueno, "madura" como os gusta llamarlas. Pero no me hagas caso. A mí me parece viejo cualquiera que pase de los treinta... ¿Acabaste? Si quieres más pregunta a Adolfo.

Hizo ademán de irse pero yo me crucé en la puerta.

-¡Aaaaay que miedo...! ¿Quieres que chille? -espetó con cantinela burlona.

-No vas a chillar por la cuenta que te trae. Adolfo ni siente ni padece y sabes que es impermeable a cualquier tipo de información -mentí.

-¿Y quién te dice que yo no lo soy? -contestó con descaro.

-Lo sé, Espe. Eres divertida e irónica. Sólo las cosas que uno sufre pueden convertirse en ironía. Y yo sé que has sufrido mucho, Espe, fijo que sí. Pero sabes darle las vuelta a los problemas.

Espe parpadeó. Se ablandaba bajo los efectos del tóxico. Con un poco de suerte alguien haría algo en ese antro sin ponerme la mano en el bolsillo. Se moría de ganas de largar y yo le daba incentivo.

-Mira que eres raro, tío... -afirmó dejando definitivamente su fardo de ropa en el suelo prometiendo con ello un atisbo confidencia-, pero a la que oiga la campanilla o los gritos de Adolfo salgo por piernas. Prosiguió-: Hace años que trabaja aquí, es florista y dicen que no necesita el dinero y que folla por vicio; pero no me lo creo. La pasta es la pasta. Sí es verdad que los jóvenes la vuelven loca, pero ¿a quién no...? -inquirió remolona y sonriéndome apoyando un pie en la barra como si fuera una bailarina de ballet-. Algunas dicen que su vientre seco es el motivo...

Hizo un arco sobre su cabeza con los brazos y se echó para atrás parodiando a esa bailarina imaginaria. Mi corazón aceleró, pero intenté disimular:

-¿Qué no tiene hijos?, joder... ¿estás segura...? Vaya, a su edad, viuda y sola... -remarqué lo senil que podían parecerle los treinta y tantos de mamá.

-Según cuentan adoptaron un chaval. Su marido estaba loco por ella, pero ella no podía darle un hijo. También descubrió que podía follar hasta hartarse, cuando, por donde quisiera, y sin quedarse preñada... Parece que se volvió irónica como yo...

Sus párpados aleteaban enloquecidos mientras su boca tomaba el rictus de un mimo.

-¿Irónica? -pregunté confuso.

-Sí, hombre. Dijiste que soy irónica porque se darle la vuelta a los problemas. Pues ella, lo mismo... -dijo bajándose de la barra y tomando una postura más seria, la que se esperaba de una palanganera de burdel.

-Jajajajaja, Espe... -reí su ocurrencia.

-Joder, tío... ¿Me estabas tomando el pelo y yo aquí largando...? Anda y que te den...¡Irónica...! Vaya con la palabreja lo que da de sí... Una puta como todas es lo que es... y va ese imbécil y....

-Perdona, Espe, no quería ofenderte, pero es que no es exactamente lo mismo...

Pero Espe ya se había largado con su fardo de sábanas tras un violento portazo que hizo vibrar el cristal del falso espejo. Mamá se acercó sobresaltada y puso las manos en él, y yo pareé mis palmas con las suyas...

-Lo siento -le susurré-. Ya ves, no eres una mala madre ni una puta, sólo eres una "irónica" y yo no soy ni un mal hijo ni un putero sino un "imbécil". Perdóname, Munda.

Ya no pintaba nada allí, me fui para casa y la esperé. Llegó a su hora de siempre, parecía cansada. La seguí por el pasillo y, cuando iba a cerrar la puerta de su cuarto tras ella, trabé la hoja con el pie.

-¿Qué quieres? -preguntó abatida y sin ganas de bronca.

El tiempo de descanso que le compraba no le sentaba bien. Entré, me senté en el borde de la cama y le dije:

-Ven aquí, Munda. Acabemos con esto de una vez. Los dos sabemos lo que queremos.

Ella se acercó vencida. No había tenido sus buenas sesiones matinales de rabo desde hacía tiempo y podía sentir la carne vibrando trémula bajo su ropa negra. La hubiera acariciado tiernamente, la hubiera besado en la boca igual que hace cualquier chico con su novia, pero sentía que aún me debía algo. Tiré de ella para que se arrodillara y recliné su cuerpo sobre mi regazo sintiendo sus turgentes tetas aplastarse contra mis muslos. La mujer que tres semanas antes me había echado de esa habitación casi a patadas, claudicaba.

-¿Cuanto dura tu alma limpia, Munda?

-Oh, no..., Julián..., por favor -gimió.

-¿Cuanto tiempo tardas en pecar aunque sea de pensamiento? ¿Pasan ocho, diez minutos, quizás segundos hasta que sucumbes y el perdón que te ha concedido el padre Juan se diluye en tu vicio? ¿O acaso no es ese cura quien te purga y redime?

Gimoteó de impotencia mientras le levantaba la falda y le bajaba las bragas hasta las rodillas. Le propiné un cachete en las nalgas que temblaron con el impacto...

-¿Por qué me haces esto?, ¿por qué me torturas así? -sollozó

Le contesté con otro más sonoro en la nalga gemela. Le propiné otro, y otro. Los manotozos caían vigorosamente en sus nalgas extendiendo la rojez por sus carnes temblonas.

Suspiró y yo acaricié su entrepierna que ya estaba empapada de flujos. Sus nalgas florecían con el rojo de los azotes y me agaché para morderlas y sembrarlas de nuevas huellas...

-Mi putita, mi Munda... -susurré.

Y ella empujó instintivamente su sexo hacia mi mano, su sexo faltado de ese placer extra y vigoroso, ese placer que marineros y soldados le proporcionaban y que yo intentaría saciar. Hundí mis dedos en su vulva y ella se abrió más, consintiendo. Se lo froté suavemente, las yemas de mis dedos en su clítoris excitado, empapándome con sus flujos. La aparte suavemente y me alcé, la tomé por la cintura y la arrodillé sobre la cama. Sus nalgas castigadas por los azotes eran una extensión rosada de sus mucosas.

Me acerqué a ella y hundí mi cara en su jugoso coño para lamerlo, mi lengua trazó remolinos en su caliente baya y ascendió arrastrando la viscosidad hasta su ano. Tensé sus nalgas y el esfínter afloró con su punto negro central, ese punto falsamente virgen que había visto dilatarse tan salvajemente en el burdel. Lo escupí y pareció retraerse, asustadizo, pero al extender la saliva con mi dedo emergió de nuevo, agradecido, buscando la humedad para beber de ella. No lo defraudé. Se lo hundí hasta el tope y la carne me ciñó anillándose con gusto, confiada.

Mamá gemía por lo que le hacía y por lo que no, en ese desasosiego que prende el cuerpo cuando el deseo se convierte en avidez morbosa y las señales de placer y las del dolor se confunden. Escupí en esa boquita sinvergüenza y descarada que me desafiaba en su trasero y le hundí dos dedos de una vez. Los abrí como una tijera y mamá sollozó, los retorcí y mamá aulló. No sé por qué lo hizo. Su hoyuelo la contradecía y no mostraba maltrato, devorado por la sed y el hambre de la abstinencia, probaba con gusto el anticipo. Lo regué de nuevo con otro salivazo, más flujo vaginal y me alcé tras mamá.

Tensé a tope sus nalgas para que su ávida y desdentada boquita trasera no pudiera esconderse y entre sus rosados labios deslicé mi verga. La saqué y repetí la operación hundiéndola hasta el fondo, Sus gemidos y sollozos de nuevo. La retiré, y otra embestida; así una y otra vez. Observé esa maravilla retráctil, sorprendida por tan extraños padecimientos y placeres, incapaz de cerrarse de nuevo. Arremetí, ensartándola violentamente, y ella me mostró su avidez y deseo de castigo. La retiré para admirar ese orificio cada vez más dilatado y boquiabierto.

Se la metí de nuevo con una brutal embestida, intentando emular a ese cabrón del burdel. Muy alto había quedado el listón, pero me esforzaría. No tan sólo la deseaba, la amaba; y eso era un plus que facilitaría la labor. Sacudí duro y a pistón fijo. Disfruté ese gusto tremendo y, sintiéndome controlador absoluto de la zona y verdugo de ella, extendí los brazos para sobar sus pezones y estrujárselos con todo mi cariño y amor. Estimulada tan vigorosamente, mamá boqueó y se corrió con un orgasmo vocero. Mi placer ascendió del escroto hasta el glande arrastrando la leche que alimentó, gozosa, esa boquita hambrienta que no cesaba de alentar a su invasor con espasmos de placer. Quedó suficiente en el escroto para chorrearle las nalgas y untar con ella todos los orificios que pidieran su merecida ración. Quedé contemplando esa boquita lujuriosa, satisfecha su sed desesperada rezumando el sobrante en un vómito viscoso y lascivo que resbalaba hasta los pliegues de su coño.

Por primera vez había gozado de mamá sin la sombra del incesto pesando sobre mí. Me sentía liberado de mí papel de hijo. Redimido. La semana siguiente fue una prolongación de esa extraña luna de miel. Una luna de miel sin el colofón de paisajes exóticos, inmersos en ese falso cielo de querubines con los que había empapelado su cuarto.

Los domingos, mamá dejó de acudir a su "peculiar misa". Quizá se cansó de ese cliente fantasma o pensó que ya era vieja para el burdel y los hombres habían dejado de interesarse por ella, o que ya tenía suficiente con las "sesiones de penitencia" que yo le dedicaba.

Aunque sus ojos, sus manos, su cuerpo se entregaran, sus palabras de súplica seguían siendo su escudo, aquello que convertía nuestro sexo en un simulacro de violación. Encubriendo su deseo con ese: «no..., no..., no, por favor, Julián, no lo hagas, soy tu madre», sólo conseguía encelarme como a un perro despiadado. Pero juro que en ningún momento su sexo no se me ofreció abierto y desbordante con los jugos que la excitación le provocaba.

Seguimos con la rutina. Los días se volvieron más luminosos con la llegada del verano y bajamos a las fondas y tascas del barrio para comer, ya que nuestra vida sexual había apartado cualquier actividad en la cocina que no fuera la que generaban su mortero y mi almirez majando vigorosamente todo lo que se interpusiera entre ellos
 
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