Montse, Una Vecina muy Cerda – Capítulos 01 al 02
Montse, Una Vecina muy Cerda – Capítulo 01
Fue una puñetera casualidad, no solía ocurrir, pero aquel retraso tan tonto de cinco minutos en el peaje de la autopista hizo que me encontrase con la pareja justo al entrar en el ascensor. Me pareció cómico, porque me olía lo que iba a pasar, sólo que esta vez el sermón iba a ser con una espectadora: la esposa, mi cerda, por más señas.
Como decía, allí estaban los dos, esperando el ascensor. Venían, como cada sábado, de Mercadona. Él, Andrés, con su aspecto habitual, gordo, bajo y calvo, con sus sesenta años que parecían setenta y vestido a la antigua, con pantalones de tergal y una camisa de rayas bastante horrenda. Ella, Montse, con un vestido de verano fresco y holgado que ensombrecía sus enormes tetazas y no permitía apreciar el culazo de jamona que se gastaba. Eso sí, al margen del vestido, a la vista estaban sus gruesos labios de guarrona mamadora y su cabellera rubia de bote que tanto me ponían. Llevaba sus cincuenta y tantos la mar de bien, y eso que era madre de tres chicos. A cual más gilipollas, dicho sea de paso. Los tres tan tontos como el padre. Una pena que no pudiese preñarla a estas alturas, porque me habría encantado dejarle algo de herencia genética aprovechable. Pero, bueno, no se puede tener todo.
Iban con el carro de la compra hasta arriba, así que, al entrar en el ascensor tuvimos que apretarnos un poco. Me situé estratégicamente para hacer de las mías.
Como me imaginaba, ella se puso nerviosísima. No es que el trayecto en ascensor fuese una eternidad, pero, teniendo en cuenta que vivimos, puerta con puerta, en un piso doce y que el ascensor es más lento que el caballo del malo, unos cinco minutillos de trayecto no nos los quitaba nadie. Cinco minutillos aguantado las chorradas que estaba seguro que me iba a largar el plasta del cornudo, pero con la contrapartida de tener cerca a la jamona.
Tal y cómo he dicho, estábamos los tres y dos carros de la compra de la parejita metidos en el estrecho habitáculo, así que me lo monté para quedarme justo detrás de la jamona, que estaba de espaldas y frente a frente con el capullo de Andrés que, nada más arrancar el elevador y, tras intercambiar los saludos de rigor, me embistió directamente:
—Vecino, te quería comentar una cosa —empezó.
—¿Ah, sí? —respondí con una mueca de indisimulado desprecio que no pasó desapercibida al hombre, lo que lo cabreó más aún si cabe—. Dime, dime, Andrés.
—Mira, creo que ya tendrías que haberte dado cuenta, porque no es la primera vez, pero me parece que si no cambias un poco las costumbres, tendré que dar parte al administrador de la finca.
Mientras me largaba el rollo, fui a lo mío y, aprovechando la estrechez del habitáculo y que su mujer me tapaba casi del todo, empecé a sobarle el culo a la cerda a base de bien, tratando de levantarle el vestido y meterle la zarpa bajo las bragas. Ella, nerviosísima, roja como un tomate y sudando a chorros, tal y cómo la podía ver por el espejo, no tenía margen de maniobra y se limitó girar la cara hacia la puerta del ascensor, evitando cruzar la vista con el pobre e iracundo mamarracho de su marido, que buscaba infructuosamente su apoyo en la bronca que me estaba echando.
—Como no te expliques mejor, no sé de qué me estás hablando —le corté en seco. Pero sí sabía de qué hablaba, y tanto que sí.
—Me refiero al show de ayer por la tarde. El espectáculo que diste de gritos y gemidos con tu novia o quien quiera que fuese. No reproduzco las palabras que se oían por respeto a mi señora. Esto pasó ayer, Montse —se dirigió a su esposa—, cuando fuiste a la tienda aquella del barrio de tu hermana.
La pobre Montse, con gruesos goterones de sudor chorreando por su frente y respirando agitadamente no contestó. Más roja aún que antes ahora había bajado las defensas y se limitaba a notar como, tras levantarle el vestido, le había retirado la tira del tanga (ahora ya la había convencido de llevar siempre tangas, son más cómodos para echar un polvo y a veces basta con apartarlos para empotrarla) y empezaba a explorar su ojete con el índice. Mientras tanto, seguía sonriendo irónicamente a Andrés, que parecía cada vez más cabreado.
—¡Ah, sí, vaya, lo siento! —Le respondí con poca convicción—. Vino una amiga a casa y, claro, ya sabes cómo son estas cosas, vecino, hace tiempo que no nos veíamos y una cosa lleva a la otra… —le guiñé un ojo para cabrearlo aún más, al tiempo que metía el dedo hasta el fondo en el culo de la cerda de su mujer, que no pudo evitar un gemido ahogado, al tiempo que, para disimular, tosía un poquito y se quejaba del calor.
—Pues no, no sé cómo son estas cosas —estaba insistente, don erre que erre—, pero quiero que sepas que no es la primera vez y que estas paredes son muy finas, se oye todo. Además, es una cuestión de respeto.
El ascensor se paró definitivamente en el doce. Saqué el dedo del ojete de Montse y le di una palmada en el pandero mientras se abría la puerta. Al tiempo que salía el marido le puse bien el vestido y, al salir ella, me llevé el dedo a la nariz, mientras zanjaba la cuestión:
—Bueno, vecino, tranquilo. No volverá a ocurrir. Acepta mis disculpas.
—Vale, vale, no pasa nada, pero ten un poco de respeto. Es que los jóvenes de hoy…
Me giré hacia mi puerta mientras sacaban los carritos. Pero, antes de abrir, decidí darle un escarmiento al capullo. Le haría crecer un poco más la cornamenta, ¡qué coño!
—Perdona, quería pediros un favorcillo —ambos se pararon en el umbral. Él mirándome con la cara agría de mal follado habitual; ella, todavía recuperándose de la intrusión anal de unos segundos antes, todavía roja, todavía sudorosa y todavía sin abrir la boca, muerta de la vergüenza—. Bueno, el favorcillo, es más bien para Montse —ella alzó alarmada la cabeza, porque se olía la tostada y no estaba acostumbrada a ofensivas tan potentes con el cornudo delante—. A ver si puedes venir luego un ratillo, que tengo que hacer canelones para una cena y quiero practicar la bechamel. No la quiero comprar de bote.
Ella intentó escaquearse, no quería volver a dar un recital de berridos como el del día anterior. Y esta vez el cornudo tendría claro quién era la jaca que se estaba beneficiando el vecino.
—La verdad es que tengo que hacer un montón de cosas —empezó a improvisar excusas con la voz temblorosa—. Hay que guardar la compra, tengo que limpiar la cocina…
—Tranquila Montse, ve a echarle una mano al chaval. Será un momento —fue genial, el cornudo me echó un cable cuando menos lo esperaba, ja, ja, ja—. Además, a ver si aprende a cocinar y deja de montar esos números festivos, ¿eh? —esto último lo dijo tratando de hacerse el simpático. Le habría pegado un buen corte por lo tonto que era, pero ya que me estaba facilitando un polvo con la cerda de su mujer, no iba a estropearlo con un mal gesto.
—Sí, Montse, no me vendría mal que vinieras luego a echarme un cable. Por favor.
La mujer, entre la espada y la pared y con el chochete en fase de precalentamiento después del magreo del ascensor, cedió finalmente.
—Bueno, vale, de aquí a un rato me paso. ¿Te va bien a alguna hora concreta?
—Cuando quieras, no tengo que salir.
—Venga, pues, todo arreglado —intervino Andrés—. Y no olvides lo que te he dicho, eh, vecino.
—No, no te preocupes. Mensaje recibido.
Estaba viendo la tele, allá sobre las siete, más o menos, cuando sonó el timbre. Todavía no me había duchado, esperaba a hacerlo antes de salir. Iba a ir a cenar con un ligue que había hecho por internet y como sabía que la cerda no se iba a quedar sin su ración de rabo, estaba esperando su llegada a casa para darle su merecido. Después, ya pegaría una ducha y acicalaría para poder darle también a la otra guarrilla sin que mi polla oliese (demasiado) a la cerda de Montse.
Tengo la costumbre de estar en pelotas por casa, sobre todo en verano, pero me puse un albornoz antes de abrir la puerta, por si acaso pasaba algún vecino en ese momento.
No fue el caso. Allí estaba Montse, con sus tetazas enormes presionando la ligera bata de estar por casa que solía llevar. Una bata que no dejaba traslucir sus curvas, salvo las enormes tetas, imposibles de camuflar. Tenía la cabeza gacha. Estaba como avergonzada, tímida. Supongo que no tenía costumbre de este tipo de encerronas. La mujer, aparte de bastante puta, era muy cauta y siempre pendoneaba cuando el marido estaba fuera. Nunca habíamos echado un polvo con el cornudo tan cerca, pero, bueno, algún día hay que empezar.
—Hola, guarrilla —le dije al abrir la puerta. De paso, solté el botón del albornoz para mostrarle mi polla que empezaba a ponerse a tono.
—¡Joder, tío, tápate! ¡Que como Andrés abra la puerta, me busco la ruina!
La agarré del brazo, la atraje hacia mí para abrazarla y froté la polla contra su cuerpo. De paso, le pegué un buen morreo para entonarla. Morreo al que ella respondió con ganas. Seguro que ya tenía el coño chorreando.
—¡Venga ya, cerda! Seguro que el cabrón está apalancado viendo “El Chiringuito” o alguna de esas mierdas que le gustan. Aunque seguro que enseguida notará como le pica la frente por la presión de la cornamenta, ja, ja, ja. ¡Puto alce!
Le lleve la mano a la polla, todavía con la puerta entreabierta y ella, acojonada, me agarró el rabo con su manita y aprovechó para pegar un tirón y, usándola como un mango, arrastrarme hacia el piso, cerrando la puerta de una patada.
Entonces sí que se desmelenó.
—¡Cómo me pones, hijo de la gran puta! Me tienes chorreando desde que te he visto entrar en el ascensor… —Me estaba pegando un repaso de lengua por todo el cuello y el pecho, al tiempo que me pajeaba con ganas—. Y encima, el tonto del culo del cornudo, dale que te pego con chorradas… Me han entrado ganas de decirle quién era la que estaba berreando de gusto ayer. ¡Menudo gilipollas que está hecho el muy pichafloja!
Yo había tirado el albornoz al suelo y, por el pasillo, dando cortos pasitos los dos medio abrazados y magreándonos, llegamos a mi habitación, con aquella cama gigante que tantos buenos ratos nos había proporcionado. La habitación daba pared con pared con el salón de su piso. Por eso eran tan evidentes los gritos cuando follábamos. Cosas de los tabiques estos que hacen actualmente de tan poca calidad. Había pensado en follarme a la cerda en el salón u otro lugar más discreto, pero me dije «¡Qué coño! No voy a desaprovechar una cama como esta ¡Que le den por el culo al cornudo!». Tenía un cuento chino para contarle si el tipo me venía con monsergas de ruido el día siguiente.
Al entrar en el dormitorio le arranqué la bata a Montse. Casi me la cargo, menos mal que llevaba corchetes y no botones, que si no… Tiré la prenda en una esquina de la habitación y contemplé embobado su cuerpo de jamona. Un cuerpo que no dejaría indiferente a ningún varón heterosexual sano. No muy alta, bastante gordibuena pero con poca barriga, unas tetas enormes, como ya he dicho, sujetas por un sostén de encaje, muy bonito, pero que apenas podía contener aquel volumen, unas caderas algo anchas, un culazo grande y algo fofo, pero con mucho morbo y un coñete que, como le obligué a hacer, llevaba perfectamente depilado, un chocho que pedía rabo a gritos, cubierto por un tanguita mínimo a juego con el sujetatetas. Y por supuesto que iba a tener rabo. Todo el que quisiera ¡Faltaría más!
Al contemplar a la buena mujer, la polla me dio un respingo que no pasó desapercibido para la guarra.
—Qué, parece que te gusta lo que ves, ¿eh?
—Joder, ¿tú qué crees?
—Pues espera y verás, que hoy voy con ganas.
—¡Hala, putilla, al ataque…! Y no te cortes un pelo si has de gritar como la cerda que eres. Si el cornudo dice algo luego, ya me encargaré yo de engatusarlo.
—Pero… él sabe que estoy aquí —un atisbo de escrúpulos se notó en la voz de Montse.
—No, él sabe que estás en la cocina haciendo bechamel. Aquí está lo que yo le cuente, ¿ok?
—Bueno… si tú lo dices. Me fio de ti, pero porque voy más quemada que el pico de una plancha y si no me empotras pronto, creo que me fundo viva.
¿Me fundo viva? Curiosa expresión, nunca la había oído. Pero, bueno, el sentido se entendía perfectamente.
Le arranqué la ropa interior a lo bruto y la puse de rodillas para que hiciese las pertinentes libaciones y el homenaje que mi polla le estaba pidiendo a gritos.
Le dio un par de besitos al capullo, un lametón y, antes de que me impacientase, se la tragó hasta las amígdalas, en un alarde de control y dominio de las arcadas que, tras tanta práctica, dominaba a la perfección.
Sujeté su cabellera con la mano, la enrolle y empecé a manejar su cabeza como un pelele. Ella, se dejaba hacer, soltando un reguero de saliva y babas al suelo que lo estaba dejando perdido. Da igual, cundo me duchase la invitaría a fregarlo. A fin de cuentas, las tareas de ama de casa le encantaban a mi entrañable vecina.
Antes de correrme, conocedor de sus gustos, me di la vuelta y, a cuatro patas en el borde de la cama, abrí mis nalgas para que viese mi ojete. Ya sabía lo que tenía que hacer. Era una auténtica experta en el beso negro. Metió la cabeza, sin importarle en absoluto que todavía no me hubiera duchado, y comenzó a repelarme el culo como si no hubiera un mañana. Al mismo tiempo me pajeaba.
Pero no era plan de perderse el espectáculo de su lengua juguetona, así que cambié de postura. Me coloqué en el cabecero de la cama, con las piernas bien levantadas, para que la buena mujer, pudiera cumplir con su deber a base de bien.
Me la meneaba mientras me comía el ojete. Al mismo tiempo, la insultaba a base de bien y le iba lanzando escupitajos que le pringaban la cara. Ella, resignada y, en cierto sentido, orgullosa de provocar esas reacciones en un joven que podría ser su hijo, asumía la situación con naturalidad, consciente de que, al otro lado de la pared, su marido ya habría empezado a oír los gritos y se estaría preguntando qué diablos pasaba ahora en casa del vecino.
El pobre Andrés, aparte de cornudo, era bastante inocente. En la vida habría sospechado de su sacrosanta esposa. Tenía razones para ello. Montse había sido impecablemente fiel durante más de treinta años de matrimonio. Hasta que aquel pervertido, que era yo, se mudó al piso de al lado y le echó el ojo. En aquellos últimos meses había recuperado todo el tiempo perdido. Y con intereses.
La pobre llevaba ya un buen rato en una postura bastante incómoda. No es que me preocupase mucho, pero me entraron ganas de magrearle el pandero y no llegaba, así que, tras un último grito:
—¡Para, cerda! Cambio de tercio.
Tirando del pelo la coloqué a mi lado para y pudo mamarme la polla en un plan más tranquilo y convencional. Así la mujer descansaba un poco y, de paso, yo le iba mesando su culazo y adentrando mis dedos en el ojete para ver si lo tenía perfectamente lubricado, tal y como le tenía ordenado.
Mientras su cabeza subía y bajaba rítmicamente tragando rabo, introduje mi índice en el culo y entró como Pedro por su casa. Era un culo acogedor y agradable, la perforé un rato y, tras olerme el dedo, se lo acerqué para que lo chupase, al tiempo que le dije:
—¿Qué? ¿Rematamos la primera parte?
—Venga —respondió.
Se colocó a cuatro patas en el centro de la cama, levantó bien el culo y se abrió las nalgas. El ojete aparecía sonrosado e incitador y me acuclillé sobre ella, encajando el salivado capullo a la primera en el culo. Ella gimió bajito. Después, en dos meneos, la tenía toda dentro y empecé a perforarla en plan black and decker. Ahí sí que la puta se puso como una moto y empezó a berrear, pidiendo más y más caña, gritando como una posesa sin importarle ni los vecinos, ni, sobre todo, el vecino cornudo que, al otro lado de la pared, debía estar preguntándose cómo era capaz de follarme a una puta mientras su mujer en la cocina preparaba los canelones. Porque seguro que pensaba algo así. Cosas de la suspensión de incredulidad.
Montse con la cabeza aplastada sobre la cama se masturbaba mientras me la follaba a lo bruto, levantando sus caderas y volviéndolas a soltar a cada empujón.
Me encanta ese culo, no lo negaré. Pero, claro, eso tiene el problema de que, la mayoría de las veces, en cuanto meto el rabo, soy incapaz de aguantar más de cinco minutos bombeando. Está tan calentito y suave que me corro en un plis plas. Como pasó de nuevo esta vez. Me desplomé como un animal herido sobre ella en cuanto vacíe el cargador. Todavía con la polla dentro, ella aguantó mi peso, chafada sobre la cama, mientras movía a duras penas su manita para llegar a un merecido orgasmo.
Estaba sobre ella, medio adormilado, con la polla todavía morcillona en su ojete cuando unos pequeños grititos, seguidos de una inmovilidad casi total, me indicaron que la jamona había logrado su objetivo. Feliz y contenta tras correrse, se dejó caer del todo y aproveché para besuquearle el cuello mientras sacaba mi polla.
Estuvimos un rato así tumbados, yo sobre su espalda (por cierto, es muy cómoda como colchón), hasta que, al darme cuenta de que me estaba durmiendo, decidí empezar con el segundo tiempo del partido.
Como precalentamiento, le indiqué con un gesto que me pusiese el rabo a tono. Así como estaba, pringado de flujo anal y leche reseca, la jamona se amorró al pilón y me hizo una limpieza de sable de manual, que me dejó listo para seguir la fiesta.
Me sentí generoso y la comida de rabo la continuamos en plan sesenta y nueve, por lo que la recompensé por mi parte con una buena comida de coño, que la cerda agradeció con elocuentes gemidos.
Rematamos la faena con un clásico. Yo bien tumbadito con la polla apuntando al techo y la cerda acuclillada trabajándome la tranca y meneándose a base de bien para llegar a un orgasmo. Después de correrse se arrodilló fuera de la cama con la cara expuesta y la lengua fuera esperando su ración de crema facial que, generosamente, repartí por toda su jeta.
Después, la guarrilla corrió riendo al lavabo mientras siguiéndola le palmeaba el culo para lavarse la cara.
Miré el reloj. No era muy tarde y la invité a tomar una copa. Total, si el cornudo se tragaba lo de la bechamel, se tragaría que había estado un par de horas haciéndola.
—Sí, yo creo que sí —me dijo Montse mientras se secaba la cara con la toalla—. Entraré rajando de ti y diciendo que eres un cabrón que se ha ido a follar una puta mientras me dejabas en la cocina y fijo que se lo traga. Es más simple que el asa de un cubo…
—¡Ja, ja, ja…! Sí que lo es, sí. Aunque debe ser porque la cornamenta le aprieta el cerebro. Anda, ahora vente para el salón y tomamos el trago allí. Así te enseño la putilla con la que salgo esta noche.
—¿Ah, sí? ¿Mi competencia?
—No, guarrilla, no, que va. Tú eres insuperable. Esta es la primera vez que quedo con ella. No sé cómo irá. Por las fotos está buena y tiene una pinta de guarra que tira de espaldas, pero seguro que no te supera…
—¡Cómo te pasas, tío!—respondió Montse riendo.
Después, con Montse sentada en el sofá, mientras preparaba los gin tonics le conté que la putilla aquella la había visto en una aplicación para adúlteros a la que estaba suscrito. Una cosa discreta pero que ya me había dado unas cuantas satisfacciones.
—Ahora te enseñaré las jacas que hay, menudo personal
Ya en el sofá, con la Tablet, fui mostrándole las corneadoras de la App que eran de todo tipo, desde treintañeras casi recién casadas (y recién decepcionadas) a maduras que se habían aburrido de la impotencia de sus potenciales cornudos. En cuanto al aspecto, pues había de todo, como en botica. Predominaban las amas de casa normalitas pero con mucho morbo y destacaban algunos ejemplares que le levantarían la polla a un muerto, como era el caso de la tipa a la que pretendía follar aquella noche.
Fue entonces, al mostrarle la foto de la chica, cuando Montse lanzó un gritito ahogado y se llevó la mano a la boca. La cara de estupor y sorpresa de la guarra era un poema y, claro, me sorprendió bastante. Tanto que le pregunté:
—Pero ¿qué pasa? ¿Has visto un fantasma o qué?
—¡Ay, Dios mío! ¡Madre del amor hermoso!
Siguió haciendo aspavientos. Me quitó la Tablet de las manos para empezar a pasar las cuatro fotos de la putilla, fijándose bien en ellas y ampliando los detalles. En las fotos aparecía una joven de unos treinta años, morena, delgada pero con un buen par de tetas y un culo en consonancia. En una de las fotos vestía un conjunto de licra ajustadísimo que no dejaba margen a la imaginación, marcando un perfecto cameltoe y bien empitonada. Una sonrisa de guarra anhelante invitaba a disfrutar de ella a la primera ocasión. Las otras tres fotos eran mejores. Estaba en ropa interior, un conjunto de lencería en plan putón, de esos barateros, como los de los chinos, tanga y sujetador a juego, bastante pequeños y que permitían apreciar su cuerpo hasta los mínimos detalles. Un par de tatuajes adornaban sus nalgas, un grupo de mariposas que parece que salían de su ojete. Un detalle de pésimo gusto pero que me había puesto bastante verraco. Pero lo mejor era el texto, algo en plan: «Casada insatisfecha busca semental que le de caña por todos sus agujeros. Sí a todo, no a nada. Solo acepto machos con buen rabo. Para pichafloja ya tengo al cornudo de mi esposo». Al momento probé a hacer match con ella y la cosa funcionó. Habíamos quedado para tomar una copa esa noche y lo que surgiese. Por si acaso ya había reservado habitación en un hotel picadero al que solía acudir.
De todas formas, en aquel momento estaba observando la curiosa reacción de mi jamona vecina. Me había sorprendido muchísimo y le insistí:
—¿Es que la conoces o qué?
—¿Qué si la conozco? ¡Vaya si la conozco! Menuda hija de puta que está hecha la guarra esta…
—¿Quién es? ¡Dímelo ya, que me tienes en ascuas! —No negaré que estaba disfrutando e intrigado con las situación.
—¡Es mi nuera, coño! ¡La mujer de mi hijo mayor! ¡Menuda puta, será cabrona! ¡Mira que ponerle los cuernos a mi niño! ¡Guarra asquerosa! —No podía por menos que reírme de la situación. Mira quién fue a hablar.
—¡Joder!—le dije— Pues está como un queso. No la pienso dejar escapar. Hoy me la follo hasta las trancas, vaya. ¡Y tanto!
Montse me miró cabreada.
—¡Cómo te pasas!—me dijo.
—¿Qué me paso? ¡Anda ya, cerdita! La que se pasa eres tú, que acabas de ponerle un par de cuernos más al pichafloja de tu marido y críticas a tu pobre nuera porque te imita.
Se calló me miró con odio, pero no podía rebatir el argumento.
—Hasta se me ha puesto dura otra vez —proseguí— ante la perspectiva de hacer cornudo al padre y al hijo el mismo día. Además, sé sincera, seguro que tu hijo ha salido tan tonto y empanado como el tonto del haba de don Andrés, ¿me equivoco o no?
—Bueeeeeno —reconoció a regañadientes—, siendo sincera, no es que sea muy espabilado en lo que a escoger mujeres se refiere. Ya tuvo una novia que se folló a todo lo que se meneaba y luego lo publicaba en páginas porno. ¡Menuda pendona! Está claro que no ha aprendido de los errores. No. Además, como tiene un buen trabajo y está forrado, siempre ha atraído a las busconas. Y se debe pensar que es por su sex appeal… Pobrecillo, con lo que se parece a su padre…
Al final, acabó riendo, como no, de la situación. Hasta me deseo suerte para la noche. ¡Qué maja! La despedí con un buen morreo y, después, le hice darme una última chupada a la polla.
—Y cuando entres en casa no olvides darle un buen pico al cornudo para que sepa a lo que sabe una polla de verdad.
—¡Qué retorcido eres!
Continua
Montse, Una Vecina muy Cerda – Capítulo 01
Fue una puñetera casualidad, no solía ocurrir, pero aquel retraso tan tonto de cinco minutos en el peaje de la autopista hizo que me encontrase con la pareja justo al entrar en el ascensor. Me pareció cómico, porque me olía lo que iba a pasar, sólo que esta vez el sermón iba a ser con una espectadora: la esposa, mi cerda, por más señas.
Como decía, allí estaban los dos, esperando el ascensor. Venían, como cada sábado, de Mercadona. Él, Andrés, con su aspecto habitual, gordo, bajo y calvo, con sus sesenta años que parecían setenta y vestido a la antigua, con pantalones de tergal y una camisa de rayas bastante horrenda. Ella, Montse, con un vestido de verano fresco y holgado que ensombrecía sus enormes tetazas y no permitía apreciar el culazo de jamona que se gastaba. Eso sí, al margen del vestido, a la vista estaban sus gruesos labios de guarrona mamadora y su cabellera rubia de bote que tanto me ponían. Llevaba sus cincuenta y tantos la mar de bien, y eso que era madre de tres chicos. A cual más gilipollas, dicho sea de paso. Los tres tan tontos como el padre. Una pena que no pudiese preñarla a estas alturas, porque me habría encantado dejarle algo de herencia genética aprovechable. Pero, bueno, no se puede tener todo.
Iban con el carro de la compra hasta arriba, así que, al entrar en el ascensor tuvimos que apretarnos un poco. Me situé estratégicamente para hacer de las mías.
Como me imaginaba, ella se puso nerviosísima. No es que el trayecto en ascensor fuese una eternidad, pero, teniendo en cuenta que vivimos, puerta con puerta, en un piso doce y que el ascensor es más lento que el caballo del malo, unos cinco minutillos de trayecto no nos los quitaba nadie. Cinco minutillos aguantado las chorradas que estaba seguro que me iba a largar el plasta del cornudo, pero con la contrapartida de tener cerca a la jamona.
Tal y cómo he dicho, estábamos los tres y dos carros de la compra de la parejita metidos en el estrecho habitáculo, así que me lo monté para quedarme justo detrás de la jamona, que estaba de espaldas y frente a frente con el capullo de Andrés que, nada más arrancar el elevador y, tras intercambiar los saludos de rigor, me embistió directamente:
—Vecino, te quería comentar una cosa —empezó.
—¿Ah, sí? —respondí con una mueca de indisimulado desprecio que no pasó desapercibida al hombre, lo que lo cabreó más aún si cabe—. Dime, dime, Andrés.
—Mira, creo que ya tendrías que haberte dado cuenta, porque no es la primera vez, pero me parece que si no cambias un poco las costumbres, tendré que dar parte al administrador de la finca.
Mientras me largaba el rollo, fui a lo mío y, aprovechando la estrechez del habitáculo y que su mujer me tapaba casi del todo, empecé a sobarle el culo a la cerda a base de bien, tratando de levantarle el vestido y meterle la zarpa bajo las bragas. Ella, nerviosísima, roja como un tomate y sudando a chorros, tal y cómo la podía ver por el espejo, no tenía margen de maniobra y se limitó girar la cara hacia la puerta del ascensor, evitando cruzar la vista con el pobre e iracundo mamarracho de su marido, que buscaba infructuosamente su apoyo en la bronca que me estaba echando.
—Como no te expliques mejor, no sé de qué me estás hablando —le corté en seco. Pero sí sabía de qué hablaba, y tanto que sí.
—Me refiero al show de ayer por la tarde. El espectáculo que diste de gritos y gemidos con tu novia o quien quiera que fuese. No reproduzco las palabras que se oían por respeto a mi señora. Esto pasó ayer, Montse —se dirigió a su esposa—, cuando fuiste a la tienda aquella del barrio de tu hermana.
La pobre Montse, con gruesos goterones de sudor chorreando por su frente y respirando agitadamente no contestó. Más roja aún que antes ahora había bajado las defensas y se limitaba a notar como, tras levantarle el vestido, le había retirado la tira del tanga (ahora ya la había convencido de llevar siempre tangas, son más cómodos para echar un polvo y a veces basta con apartarlos para empotrarla) y empezaba a explorar su ojete con el índice. Mientras tanto, seguía sonriendo irónicamente a Andrés, que parecía cada vez más cabreado.
—¡Ah, sí, vaya, lo siento! —Le respondí con poca convicción—. Vino una amiga a casa y, claro, ya sabes cómo son estas cosas, vecino, hace tiempo que no nos veíamos y una cosa lleva a la otra… —le guiñé un ojo para cabrearlo aún más, al tiempo que metía el dedo hasta el fondo en el culo de la cerda de su mujer, que no pudo evitar un gemido ahogado, al tiempo que, para disimular, tosía un poquito y se quejaba del calor.
—Pues no, no sé cómo son estas cosas —estaba insistente, don erre que erre—, pero quiero que sepas que no es la primera vez y que estas paredes son muy finas, se oye todo. Además, es una cuestión de respeto.
El ascensor se paró definitivamente en el doce. Saqué el dedo del ojete de Montse y le di una palmada en el pandero mientras se abría la puerta. Al tiempo que salía el marido le puse bien el vestido y, al salir ella, me llevé el dedo a la nariz, mientras zanjaba la cuestión:
—Bueno, vecino, tranquilo. No volverá a ocurrir. Acepta mis disculpas.
—Vale, vale, no pasa nada, pero ten un poco de respeto. Es que los jóvenes de hoy…
Me giré hacia mi puerta mientras sacaban los carritos. Pero, antes de abrir, decidí darle un escarmiento al capullo. Le haría crecer un poco más la cornamenta, ¡qué coño!
—Perdona, quería pediros un favorcillo —ambos se pararon en el umbral. Él mirándome con la cara agría de mal follado habitual; ella, todavía recuperándose de la intrusión anal de unos segundos antes, todavía roja, todavía sudorosa y todavía sin abrir la boca, muerta de la vergüenza—. Bueno, el favorcillo, es más bien para Montse —ella alzó alarmada la cabeza, porque se olía la tostada y no estaba acostumbrada a ofensivas tan potentes con el cornudo delante—. A ver si puedes venir luego un ratillo, que tengo que hacer canelones para una cena y quiero practicar la bechamel. No la quiero comprar de bote.
Ella intentó escaquearse, no quería volver a dar un recital de berridos como el del día anterior. Y esta vez el cornudo tendría claro quién era la jaca que se estaba beneficiando el vecino.
—La verdad es que tengo que hacer un montón de cosas —empezó a improvisar excusas con la voz temblorosa—. Hay que guardar la compra, tengo que limpiar la cocina…
—Tranquila Montse, ve a echarle una mano al chaval. Será un momento —fue genial, el cornudo me echó un cable cuando menos lo esperaba, ja, ja, ja—. Además, a ver si aprende a cocinar y deja de montar esos números festivos, ¿eh? —esto último lo dijo tratando de hacerse el simpático. Le habría pegado un buen corte por lo tonto que era, pero ya que me estaba facilitando un polvo con la cerda de su mujer, no iba a estropearlo con un mal gesto.
—Sí, Montse, no me vendría mal que vinieras luego a echarme un cable. Por favor.
La mujer, entre la espada y la pared y con el chochete en fase de precalentamiento después del magreo del ascensor, cedió finalmente.
—Bueno, vale, de aquí a un rato me paso. ¿Te va bien a alguna hora concreta?
—Cuando quieras, no tengo que salir.
—Venga, pues, todo arreglado —intervino Andrés—. Y no olvides lo que te he dicho, eh, vecino.
—No, no te preocupes. Mensaje recibido.
Estaba viendo la tele, allá sobre las siete, más o menos, cuando sonó el timbre. Todavía no me había duchado, esperaba a hacerlo antes de salir. Iba a ir a cenar con un ligue que había hecho por internet y como sabía que la cerda no se iba a quedar sin su ración de rabo, estaba esperando su llegada a casa para darle su merecido. Después, ya pegaría una ducha y acicalaría para poder darle también a la otra guarrilla sin que mi polla oliese (demasiado) a la cerda de Montse.
Tengo la costumbre de estar en pelotas por casa, sobre todo en verano, pero me puse un albornoz antes de abrir la puerta, por si acaso pasaba algún vecino en ese momento.
No fue el caso. Allí estaba Montse, con sus tetazas enormes presionando la ligera bata de estar por casa que solía llevar. Una bata que no dejaba traslucir sus curvas, salvo las enormes tetas, imposibles de camuflar. Tenía la cabeza gacha. Estaba como avergonzada, tímida. Supongo que no tenía costumbre de este tipo de encerronas. La mujer, aparte de bastante puta, era muy cauta y siempre pendoneaba cuando el marido estaba fuera. Nunca habíamos echado un polvo con el cornudo tan cerca, pero, bueno, algún día hay que empezar.
—Hola, guarrilla —le dije al abrir la puerta. De paso, solté el botón del albornoz para mostrarle mi polla que empezaba a ponerse a tono.
—¡Joder, tío, tápate! ¡Que como Andrés abra la puerta, me busco la ruina!
La agarré del brazo, la atraje hacia mí para abrazarla y froté la polla contra su cuerpo. De paso, le pegué un buen morreo para entonarla. Morreo al que ella respondió con ganas. Seguro que ya tenía el coño chorreando.
—¡Venga ya, cerda! Seguro que el cabrón está apalancado viendo “El Chiringuito” o alguna de esas mierdas que le gustan. Aunque seguro que enseguida notará como le pica la frente por la presión de la cornamenta, ja, ja, ja. ¡Puto alce!
Le lleve la mano a la polla, todavía con la puerta entreabierta y ella, acojonada, me agarró el rabo con su manita y aprovechó para pegar un tirón y, usándola como un mango, arrastrarme hacia el piso, cerrando la puerta de una patada.
Entonces sí que se desmelenó.
—¡Cómo me pones, hijo de la gran puta! Me tienes chorreando desde que te he visto entrar en el ascensor… —Me estaba pegando un repaso de lengua por todo el cuello y el pecho, al tiempo que me pajeaba con ganas—. Y encima, el tonto del culo del cornudo, dale que te pego con chorradas… Me han entrado ganas de decirle quién era la que estaba berreando de gusto ayer. ¡Menudo gilipollas que está hecho el muy pichafloja!
Yo había tirado el albornoz al suelo y, por el pasillo, dando cortos pasitos los dos medio abrazados y magreándonos, llegamos a mi habitación, con aquella cama gigante que tantos buenos ratos nos había proporcionado. La habitación daba pared con pared con el salón de su piso. Por eso eran tan evidentes los gritos cuando follábamos. Cosas de los tabiques estos que hacen actualmente de tan poca calidad. Había pensado en follarme a la cerda en el salón u otro lugar más discreto, pero me dije «¡Qué coño! No voy a desaprovechar una cama como esta ¡Que le den por el culo al cornudo!». Tenía un cuento chino para contarle si el tipo me venía con monsergas de ruido el día siguiente.
Al entrar en el dormitorio le arranqué la bata a Montse. Casi me la cargo, menos mal que llevaba corchetes y no botones, que si no… Tiré la prenda en una esquina de la habitación y contemplé embobado su cuerpo de jamona. Un cuerpo que no dejaría indiferente a ningún varón heterosexual sano. No muy alta, bastante gordibuena pero con poca barriga, unas tetas enormes, como ya he dicho, sujetas por un sostén de encaje, muy bonito, pero que apenas podía contener aquel volumen, unas caderas algo anchas, un culazo grande y algo fofo, pero con mucho morbo y un coñete que, como le obligué a hacer, llevaba perfectamente depilado, un chocho que pedía rabo a gritos, cubierto por un tanguita mínimo a juego con el sujetatetas. Y por supuesto que iba a tener rabo. Todo el que quisiera ¡Faltaría más!
Al contemplar a la buena mujer, la polla me dio un respingo que no pasó desapercibido para la guarra.
—Qué, parece que te gusta lo que ves, ¿eh?
—Joder, ¿tú qué crees?
—Pues espera y verás, que hoy voy con ganas.
—¡Hala, putilla, al ataque…! Y no te cortes un pelo si has de gritar como la cerda que eres. Si el cornudo dice algo luego, ya me encargaré yo de engatusarlo.
—Pero… él sabe que estoy aquí —un atisbo de escrúpulos se notó en la voz de Montse.
—No, él sabe que estás en la cocina haciendo bechamel. Aquí está lo que yo le cuente, ¿ok?
—Bueno… si tú lo dices. Me fio de ti, pero porque voy más quemada que el pico de una plancha y si no me empotras pronto, creo que me fundo viva.
¿Me fundo viva? Curiosa expresión, nunca la había oído. Pero, bueno, el sentido se entendía perfectamente.
Le arranqué la ropa interior a lo bruto y la puse de rodillas para que hiciese las pertinentes libaciones y el homenaje que mi polla le estaba pidiendo a gritos.
Le dio un par de besitos al capullo, un lametón y, antes de que me impacientase, se la tragó hasta las amígdalas, en un alarde de control y dominio de las arcadas que, tras tanta práctica, dominaba a la perfección.
Sujeté su cabellera con la mano, la enrolle y empecé a manejar su cabeza como un pelele. Ella, se dejaba hacer, soltando un reguero de saliva y babas al suelo que lo estaba dejando perdido. Da igual, cundo me duchase la invitaría a fregarlo. A fin de cuentas, las tareas de ama de casa le encantaban a mi entrañable vecina.
Antes de correrme, conocedor de sus gustos, me di la vuelta y, a cuatro patas en el borde de la cama, abrí mis nalgas para que viese mi ojete. Ya sabía lo que tenía que hacer. Era una auténtica experta en el beso negro. Metió la cabeza, sin importarle en absoluto que todavía no me hubiera duchado, y comenzó a repelarme el culo como si no hubiera un mañana. Al mismo tiempo me pajeaba.
Pero no era plan de perderse el espectáculo de su lengua juguetona, así que cambié de postura. Me coloqué en el cabecero de la cama, con las piernas bien levantadas, para que la buena mujer, pudiera cumplir con su deber a base de bien.
Me la meneaba mientras me comía el ojete. Al mismo tiempo, la insultaba a base de bien y le iba lanzando escupitajos que le pringaban la cara. Ella, resignada y, en cierto sentido, orgullosa de provocar esas reacciones en un joven que podría ser su hijo, asumía la situación con naturalidad, consciente de que, al otro lado de la pared, su marido ya habría empezado a oír los gritos y se estaría preguntando qué diablos pasaba ahora en casa del vecino.
El pobre Andrés, aparte de cornudo, era bastante inocente. En la vida habría sospechado de su sacrosanta esposa. Tenía razones para ello. Montse había sido impecablemente fiel durante más de treinta años de matrimonio. Hasta que aquel pervertido, que era yo, se mudó al piso de al lado y le echó el ojo. En aquellos últimos meses había recuperado todo el tiempo perdido. Y con intereses.
La pobre llevaba ya un buen rato en una postura bastante incómoda. No es que me preocupase mucho, pero me entraron ganas de magrearle el pandero y no llegaba, así que, tras un último grito:
—¡Para, cerda! Cambio de tercio.
Tirando del pelo la coloqué a mi lado para y pudo mamarme la polla en un plan más tranquilo y convencional. Así la mujer descansaba un poco y, de paso, yo le iba mesando su culazo y adentrando mis dedos en el ojete para ver si lo tenía perfectamente lubricado, tal y como le tenía ordenado.
Mientras su cabeza subía y bajaba rítmicamente tragando rabo, introduje mi índice en el culo y entró como Pedro por su casa. Era un culo acogedor y agradable, la perforé un rato y, tras olerme el dedo, se lo acerqué para que lo chupase, al tiempo que le dije:
—¿Qué? ¿Rematamos la primera parte?
—Venga —respondió.
Se colocó a cuatro patas en el centro de la cama, levantó bien el culo y se abrió las nalgas. El ojete aparecía sonrosado e incitador y me acuclillé sobre ella, encajando el salivado capullo a la primera en el culo. Ella gimió bajito. Después, en dos meneos, la tenía toda dentro y empecé a perforarla en plan black and decker. Ahí sí que la puta se puso como una moto y empezó a berrear, pidiendo más y más caña, gritando como una posesa sin importarle ni los vecinos, ni, sobre todo, el vecino cornudo que, al otro lado de la pared, debía estar preguntándose cómo era capaz de follarme a una puta mientras su mujer en la cocina preparaba los canelones. Porque seguro que pensaba algo así. Cosas de la suspensión de incredulidad.
Montse con la cabeza aplastada sobre la cama se masturbaba mientras me la follaba a lo bruto, levantando sus caderas y volviéndolas a soltar a cada empujón.
Me encanta ese culo, no lo negaré. Pero, claro, eso tiene el problema de que, la mayoría de las veces, en cuanto meto el rabo, soy incapaz de aguantar más de cinco minutos bombeando. Está tan calentito y suave que me corro en un plis plas. Como pasó de nuevo esta vez. Me desplomé como un animal herido sobre ella en cuanto vacíe el cargador. Todavía con la polla dentro, ella aguantó mi peso, chafada sobre la cama, mientras movía a duras penas su manita para llegar a un merecido orgasmo.
Estaba sobre ella, medio adormilado, con la polla todavía morcillona en su ojete cuando unos pequeños grititos, seguidos de una inmovilidad casi total, me indicaron que la jamona había logrado su objetivo. Feliz y contenta tras correrse, se dejó caer del todo y aproveché para besuquearle el cuello mientras sacaba mi polla.
Estuvimos un rato así tumbados, yo sobre su espalda (por cierto, es muy cómoda como colchón), hasta que, al darme cuenta de que me estaba durmiendo, decidí empezar con el segundo tiempo del partido.
Como precalentamiento, le indiqué con un gesto que me pusiese el rabo a tono. Así como estaba, pringado de flujo anal y leche reseca, la jamona se amorró al pilón y me hizo una limpieza de sable de manual, que me dejó listo para seguir la fiesta.
Me sentí generoso y la comida de rabo la continuamos en plan sesenta y nueve, por lo que la recompensé por mi parte con una buena comida de coño, que la cerda agradeció con elocuentes gemidos.
Rematamos la faena con un clásico. Yo bien tumbadito con la polla apuntando al techo y la cerda acuclillada trabajándome la tranca y meneándose a base de bien para llegar a un orgasmo. Después de correrse se arrodilló fuera de la cama con la cara expuesta y la lengua fuera esperando su ración de crema facial que, generosamente, repartí por toda su jeta.
Después, la guarrilla corrió riendo al lavabo mientras siguiéndola le palmeaba el culo para lavarse la cara.
Miré el reloj. No era muy tarde y la invité a tomar una copa. Total, si el cornudo se tragaba lo de la bechamel, se tragaría que había estado un par de horas haciéndola.
—Sí, yo creo que sí —me dijo Montse mientras se secaba la cara con la toalla—. Entraré rajando de ti y diciendo que eres un cabrón que se ha ido a follar una puta mientras me dejabas en la cocina y fijo que se lo traga. Es más simple que el asa de un cubo…
—¡Ja, ja, ja…! Sí que lo es, sí. Aunque debe ser porque la cornamenta le aprieta el cerebro. Anda, ahora vente para el salón y tomamos el trago allí. Así te enseño la putilla con la que salgo esta noche.
—¿Ah, sí? ¿Mi competencia?
—No, guarrilla, no, que va. Tú eres insuperable. Esta es la primera vez que quedo con ella. No sé cómo irá. Por las fotos está buena y tiene una pinta de guarra que tira de espaldas, pero seguro que no te supera…
—¡Cómo te pasas, tío!—respondió Montse riendo.
Después, con Montse sentada en el sofá, mientras preparaba los gin tonics le conté que la putilla aquella la había visto en una aplicación para adúlteros a la que estaba suscrito. Una cosa discreta pero que ya me había dado unas cuantas satisfacciones.
—Ahora te enseñaré las jacas que hay, menudo personal
Ya en el sofá, con la Tablet, fui mostrándole las corneadoras de la App que eran de todo tipo, desde treintañeras casi recién casadas (y recién decepcionadas) a maduras que se habían aburrido de la impotencia de sus potenciales cornudos. En cuanto al aspecto, pues había de todo, como en botica. Predominaban las amas de casa normalitas pero con mucho morbo y destacaban algunos ejemplares que le levantarían la polla a un muerto, como era el caso de la tipa a la que pretendía follar aquella noche.
Fue entonces, al mostrarle la foto de la chica, cuando Montse lanzó un gritito ahogado y se llevó la mano a la boca. La cara de estupor y sorpresa de la guarra era un poema y, claro, me sorprendió bastante. Tanto que le pregunté:
—Pero ¿qué pasa? ¿Has visto un fantasma o qué?
—¡Ay, Dios mío! ¡Madre del amor hermoso!
Siguió haciendo aspavientos. Me quitó la Tablet de las manos para empezar a pasar las cuatro fotos de la putilla, fijándose bien en ellas y ampliando los detalles. En las fotos aparecía una joven de unos treinta años, morena, delgada pero con un buen par de tetas y un culo en consonancia. En una de las fotos vestía un conjunto de licra ajustadísimo que no dejaba margen a la imaginación, marcando un perfecto cameltoe y bien empitonada. Una sonrisa de guarra anhelante invitaba a disfrutar de ella a la primera ocasión. Las otras tres fotos eran mejores. Estaba en ropa interior, un conjunto de lencería en plan putón, de esos barateros, como los de los chinos, tanga y sujetador a juego, bastante pequeños y que permitían apreciar su cuerpo hasta los mínimos detalles. Un par de tatuajes adornaban sus nalgas, un grupo de mariposas que parece que salían de su ojete. Un detalle de pésimo gusto pero que me había puesto bastante verraco. Pero lo mejor era el texto, algo en plan: «Casada insatisfecha busca semental que le de caña por todos sus agujeros. Sí a todo, no a nada. Solo acepto machos con buen rabo. Para pichafloja ya tengo al cornudo de mi esposo». Al momento probé a hacer match con ella y la cosa funcionó. Habíamos quedado para tomar una copa esa noche y lo que surgiese. Por si acaso ya había reservado habitación en un hotel picadero al que solía acudir.
De todas formas, en aquel momento estaba observando la curiosa reacción de mi jamona vecina. Me había sorprendido muchísimo y le insistí:
—¿Es que la conoces o qué?
—¿Qué si la conozco? ¡Vaya si la conozco! Menuda hija de puta que está hecha la guarra esta…
—¿Quién es? ¡Dímelo ya, que me tienes en ascuas! —No negaré que estaba disfrutando e intrigado con las situación.
—¡Es mi nuera, coño! ¡La mujer de mi hijo mayor! ¡Menuda puta, será cabrona! ¡Mira que ponerle los cuernos a mi niño! ¡Guarra asquerosa! —No podía por menos que reírme de la situación. Mira quién fue a hablar.
—¡Joder!—le dije— Pues está como un queso. No la pienso dejar escapar. Hoy me la follo hasta las trancas, vaya. ¡Y tanto!
Montse me miró cabreada.
—¡Cómo te pasas!—me dijo.
—¿Qué me paso? ¡Anda ya, cerdita! La que se pasa eres tú, que acabas de ponerle un par de cuernos más al pichafloja de tu marido y críticas a tu pobre nuera porque te imita.
Se calló me miró con odio, pero no podía rebatir el argumento.
—Hasta se me ha puesto dura otra vez —proseguí— ante la perspectiva de hacer cornudo al padre y al hijo el mismo día. Además, sé sincera, seguro que tu hijo ha salido tan tonto y empanado como el tonto del haba de don Andrés, ¿me equivoco o no?
—Bueeeeeno —reconoció a regañadientes—, siendo sincera, no es que sea muy espabilado en lo que a escoger mujeres se refiere. Ya tuvo una novia que se folló a todo lo que se meneaba y luego lo publicaba en páginas porno. ¡Menuda pendona! Está claro que no ha aprendido de los errores. No. Además, como tiene un buen trabajo y está forrado, siempre ha atraído a las busconas. Y se debe pensar que es por su sex appeal… Pobrecillo, con lo que se parece a su padre…
Al final, acabó riendo, como no, de la situación. Hasta me deseo suerte para la noche. ¡Qué maja! La despedí con un buen morreo y, después, le hice darme una última chupada a la polla.
—Y cuando entres en casa no olvides darle un buen pico al cornudo para que sepa a lo que sabe una polla de verdad.
—¡Qué retorcido eres!
Continua