Mis Odiosas Hijastras - Capítulos 17 - 18

heranlu

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Mis Odiosas Hijastras - Capítulo 17


Todavía sostenía a Sami en el aire, su pequeño cuerpo estaba contra la pared, y aún estaba penetrándola. Pero sentí como si me acabaran de tirar encima un balde de agua helada. Valu estaba en el umbral de la puerta, y por enésima vez miró por encima de su hombro.

—Termínenla, que mamá está abajo —dijo.

Fue la propia Sami la que se liberó de la verga de la que hasta hacía unos segundos estaba disfrutando, mientras yo miraba a su hermana, estupefacto, tratando de interpretar lo que estaba sucediendo.

—Dale, Adri, tenés que irte —dijo Sami.

Sacudí la cabeza, para espabilarme. Mariel está en casa, me dije. ¡Pero si se suponía que tenía que volver al día siguiente, por la tarde! Una vez más las cosas daban un giro de ciento ochenta grados, y debía hacer un esfuerzo sobrehumano para acostumbrarme a ello, y no enloquecer en el proceso. Me vestí rápidamente. Mariel estaba en casa, me repetí una y otra vez. Mierda. Necesitaba más tiempo para procesar toda la información, pero no lo tenía. Tendría que ir a recibirla.

Fui al baño a lavarme las manos, la cara, y los genitales. Creo que no hubo día en toda mi vida en la que me aseé tantas veces como ese domingo. No quería tener ningún olor sospechoso encima, pero la paranoia no se me iba a ir así como así. Valu, una vez que se aseguró de que yo me disponía a salir del cuarto de Sami, salió corriendo para su dormitorio.

Ahora lo entendía. El ladrido alegre de Rita, el sonido de la puerta cerrarse, el murmullo de voces. De seguro Agostina estaba haciendo tiempo, y hablaba fuerte con su madre a propósito para que llegáramos a escucharla desde arriba y nos percatáramos de los que estaba sucediendo. Se suponía que ella no sabía lo que estaba haciendo con Sami, pero quizás lo sospechaba. Suspiré hondo, y bajé las escaleras.

—¿Vos también te quedaste sin batería en el celular? —Fue lo primero que me dijo mi mujer—. Desde ayer que intento comunicarme con ustedes. Conseguí un vuelo y vine todo lo rápido que pude. No saben lo preocupada que estaba —agregó, visiblemente enfadada. Después lanzó una mirada panorámica hacia el cielorraso—. Y por lo visto ahora que ya regresó la luz no se te ocurrió enchufar el celular.

—Es que, como te dije, volvió hace apenas unos minutos —intervino Agos, apresurada.

Así que ya se lo había dicho, pensé para mí. Entonces Mariel me lo estaba preguntando solo para saber si iba a mentirle, o si Agos le había mentido. Era increíble lo poco que conocía a esa mujer con la que convivía desde hacía ya largos meses. Siempre se había mostrado despreocupada y muy confiada en todo lo relacionado a mi persona, pero ahora entendía que esa actitud era una máscara, pues tenía a sus hijas de espías, y además, las tres estaban preparadas para atacar cuando ella se los ordenase. Había tenido muchísima suerte al aparecer en sus vidas en el momento en que ellas decidieron rebelarse.

—¿Por qué tiraron tanto desodorante de ambiente? —preguntó de repente, y luego largó un estornudo.

—No sé, creo que fue Valu. Se le pasó la mano, ¿no? —respondió Agos.

Era cierto, se sentía un fuerte olor a lavanda, y yo ya tenía los ojos irritados. Alguna de las chicas había tenido la inteligencia suficiente como para cubrir los olores que podrían haber quedado en el aire después de la orgía que habíamos tenido ahí mismo. Observé la sala de estar, con disimulo. Por lo visto no había ningún rastro que delatara lo que habíamos hecho, aunque el sofá grande parecía estar más hundido de lo que debería. Rogué que solo fuera mi imaginación.

—Te ayudo con la valija —fue lo único que alcancé a decir.

Llevé la valija a nuestra habitación. Mientras tanto, Mariel me hablaba, aunque apenas la escuchaba, pues estaba ensimismado en pensamientos que no me llevaban a ningún lado.

—Sí, estuvo terrible —fue lo único que atiné a decir, cuando dijo que el avión no había despegado hasta que estuvieron seguros de que la terrible tormenta que había azotado a Buenos Aires había terminado.

Ya era de tarde, y faltaba poco para que cayera la noche, pero aun así había contado con ese tiempo, así como con toda la mañana del lunes, para estar con las chicas, y definir lo que finalmente íbamos a hacer. Y para colmo Mariel no me dejó solo en ningún momento. Estaba muy parlanchina. En cualquier otro momento hubiera deducido que se debía a que recién volvía de un viaje importante y tenía ganas de compartir su experiencia conmigo. Pero dadas las circunstancias, creía que en realidad era debido a que me había sido infiel. Las mujeres infieles tendían a mostrarse muy habladoras, de repente. Era como si pretendieran simular normalidad, dando conversación, pero la exageración con la que lo hacían terminaba por delatarlas. Eso había aprendido a base de pura observación, sobre todo en mi trabajo como vigilador nocturno en edificios de propiedades. Pero nunca había imaginado ver esa actitud en mi propia pareja. Me sentía realmente patético.

Aproveché para dejar el dichoso celular cargando en la pieza. Ahora ya no había motivos para temer hacerlo. Cenamos los cinco juntos. Fue la cena más tensa que recuerdo haber tenido en mi vida. El fantasma de la infidelidad y del sexo sobrevolaban sobre nosotros. Por suerte Agostina y Valu hablaban cada vez que había un silencio peligrosamente largo. Sami intentaba mostrar normalidad, pero al esforzarse por lograrlo, terminaba generando el efecto opuesto. Por lo visto había heredado eso de su madre. Se la veía muy nerviosa. Me pregunté en todo momento si alguna de las chicas se decidiría a lanzar algún comentario con la intención de desenmascarar a su madre de una vez por todas. Notaba en Valu una hostilidad contenida, por lo que ponía todas las fichas en que ella iba a ser la que iba a lanzar la primera piedra. Pero a pesar de todo, hablaba con Mariel de manera cordial, dentro de todo. Por mi parte no estuve ni mal ni bien. Creo que también se me notaba distinto. Además, tomé más de la cuenta. Pero no dije nada fuera de lugar. No aún.

A pesar de que estaba involucrado en ese quilombo familiar hasta el tope, entendía que entre ellas había rencores que se remontaban a muchos años atrás. Suponía que había muchas cosas que las chicas no me habían contado. La mayoría de ellas serían de cuando ya eran adolescentes, pero no me extrañaría saber que en sus infancias habían sufrido del mismo tipo de influencia enfermiza.

—Bueno, ¿Vamos a la cama? —dijo Mariel—. Ya estoy cansada.

—Dale, me tomo un té y voy —le dije.

No pude evitar que mis palabras sonaran tajantes. Normalmente le hubiera dicho, “Me hago un té y voy, ¿te parece?”. Pero ahora le había perdido el respeto a tal punto, que no me iba a molestar en esperar su aprobación. Sin embargo, ella no pareció acusar recibo de mi sequedad. Es más, acercó sus labios gruesos a mi oído, y me susurró:

—No tardes, te voy a estar esperando.

Tragué saliva. Era una clara invitación sexual. La vi irse a nuestra habitación. Realmente era una mujer impresionantemente bella. Haberme acostado con tres adolescentes podía haberme vuelto más exquisito que antes, pero Mariel seguía siendo el estereotipo de una MILF. Su culo se mantenía firme a sus cuarenta años. Sus tetas eran casi tan grandes como las de Valu. Y cada paso que daba derrochaba sensualidad, cosa que por lo visto estaba en sus genes, porque con las chicas pasaba lo mismo. Y en la cama era toda una puta.

Suspiré hondo. El hecho de que Mariel no estuviera a la vista por un rato me generaba un inusual alivio.

—¿Qué piensan hacer? —pregunté—. Yo estoy harto. Todo esto me estresa mucho. Creo que mientras antes le diga que sé que me fue infiel, va a ser mejor. Que vuele todo por el aire y listo. No soporto más esto.

Las chicas se miraron entre ellas, alarmadas.

—Todavía no lo pensamos bien —dijo Agos.

—¡¿Qué no lo pensaron bien?! ¡Pero si tienen planeado esto desde hace mucho tiempo! —dije, indignado.

—Es que en lo que teníamos planeado no estabas incluido como un aliado, sino como una pieza, ¿entendés, genio? —dijo la zorra de Valentina.

—Bueno, no nos peleemos ahora —dijo Sami, conciliadora, como siempre—. La verdad es que ninguno sabía que mami iba a venir tan pronto. Además, todo lo que pasó en las últimas horas nos impidió crear un plan entre todos —agregó después.

—Hagamos una cosa —dijo Agos—. Nosotras nos quedamos hablando sobre eso. Pero vos andate con mamá. Si te quedás más tiempo acá, va a sospechar.

—Nosotras te avisamos por mensaje —dijo Valu—. Asegurate de que no vea lo que te escribimos.

—Esto es una locura —murmuré, sacudiendo la cabeza.

Fui con Mariel. Estaba con un sensual camisón de seda esperándome en la habitación, recostada en una pose sexy. La verdad era que el polvo interrumpido con Sami podría haberme dado el impulso necesario para que se me empinara una vez más en ese día. Pero ya no tenía ningún poco de ganas de coger, y esta vez no era una cuestión meramente física. Desde que mi esposa llegó a casa la libido se había esfumado. Y aunque en ese momento, desparramada sobre la cama, era el sueño erótico de cualquier hombre, no había manera de que esa noche le echara un polvo.

—Disculpá, pero no tengo ganas —dije, con sinceridad.

Primero, me miró sorprendida. La verdad es que desde que estaba con ella no hubo noche en la que le negué mi verga, por lo que mi respuesta no podía más que descolocarla. Pero inmediatamente, ese gesto de sorpresa fue reemplazado, al menos por un instante, por unos ceños fruncidos que evidenciaban su fastidio, para finalmente mostrarme una sonrisa comprensiva, a todas luces falsa.

—Ah, bueno —dijo, metiéndose en la cama.

¿Cuántas veces había fingido de esa manera, y no me había dado cuenta?, me pregunté, indignado. Había estado viviendo una mentira desde que la conocí.

—¿Y las chicas cómo se portaron? —preguntó Mariel.

¿Cómo se portaron? Me pregunté yo mismo, rememorando todas las locuras ocurridas ese fin de semana. Desde la mamada de Sami, por la madrugada, cuando ni siquiera sabía que se trataba de ella, hasta la orgía en la que habíamos participado todos. Y no nos olvidemos de cuando Valu se cogió a su propia hermana con la mano, y mucho menos la intención de venganza de todos los habitantes de esa casa en contra de la matriarca.

—Bien. Ya están grandes. No necesitan un niñero. Solo me quedé acá para asegurarme de que no se mataran entre ellas, y por suerte no lo hicieron —respondí.

No quería darle más información que esa. Si hablaba de más, y después alguna de las chicas daba una versión opuesta de las cosas, quedaría expuesto. Aunque, a decir verdad, cada vez me importaba menos que ella se enterara de lo sucedido. Quizás fui muy evidente en relación a esto, porque Mariel, justo cuando se disponía a apagar la lámpara de la mesita de luz, me preguntó:

—¿Se puede saber qué te pasa?

Respiré hondo. Había llegado el momento. Ya me había tardado mucho, y encima le iba a dar el gusto de hacerlo cuando ella me lo preguntaba. Pero mejor tarde que nunca. Sentí que estaba a punto de explotar.

—Me cagaste —largué—. En el viaje, te cogiste a otro tipo.

—¡¿Qué?! —dijo ella, mirándome, anonadada. Si estaba fingiendo el asombro, esta vez lo hacía muy bien—. ¿De qué carajos estás hablando? —dijo después, ahora con una nota de indignación en su voz.

Ah no. No se la pienso dejar pasar, me dije a mí mismo. Recordé aquellos mensajes. Esos que me habían mandado desde un celular desconocido. El contacto estaba registrado como APAIB. Y aquel tipo le preguntaba si acaso se había arrepentido por lo que había sucedido. Ella le contestaba que no, que no lo estaba, y luego le recordaba que estaba casada. No había muchas interpretaciones posibles para el significado que se le pudiera dar a esos mensajes. Sería un ciego si no lo entendiera. Y ella no se arrepentía… Pero no era una simple infidelidad. Había metido a sus hijas en el medio. Sus pobres hijas, enfermas por las ideas perversas de su madre, enredadas en ese juego del cual la infidelidad apenas era la punta del iceberg.

—¿Cómo se llama ese que te manda mensajes incluso cuando estás conmigo? —dije, tratando de contener la ira—. ¿APAIB?

Mariel abrió bien grande los ojos. Y luego soltó una carcajada.

—¿Vos estás loco? —dijo—. APAIB no es el nombre de una persona. Es el nombre de una ONG que tiene un departamento que se encarga de hacer concursos literarios y ese tipo de cosas. Me parece que estuviste tomando de más. Mejor hablemos mañana, más tranquilos.

Apagó la luz, como dando por terminada la conversación. Pero que se vaya a la mierda, pensé para mí. No se iba a librar de mí tan fácilmente. Yo tenía un haz bajo la manga. Tenía una foto con esos mensajes tan comprometedores. ¿Que APAIB no era el nombre de una persona? Claro que lo sabía. No era tan estúpido. Esa era la sigla con la que camuflaba a su amante. En la foto salía el teléfono de Mariel. No podía ser tan caradura de negarme la verdad aún con semejante prueba en su contra. Si me preguntaba de dónde había sacado esa foto, le diría que la había hecho yo, y punto. Ese sería el final del tiránico reinado de Mariel en ese hogar.

Ya tenía el celular con bastante carga, así que lo encendí. Tenía notificaciones de llamadas y mensajes de Mariel, pero nada más. Abrí Whatsapp, ansioso. Me moría de ganas de ver su cara de derrota cuando le mostrara la verdad irrefutable. Y luego le diría que sabía perfectamente que esas tres adolescentes habían sufrido tanto bajo su yugo. No pude evitar fantasear con que echábamos a Mariel, y yo me quedaba con las chicas. Ya habían demostrado que no tenían problemas con que me acostara con todas ellas. Incluso Sami, que me había dicho que me amaba, no se había mostrado resentida cuando estuve con sus hermanas en sus propias narices.

Pero, ¡Un momento! El mensaje debería estar entre los primeros chats. Es más, solo el chat de Mariel debería estar encima de él. ¡Pero no estaba! No estaba el mensaje que me había enviado Valentina desde un número desconocido, con las fotos que demostraban la infidelidad de mi mujer. ¡¿Qué mierda estaba pasando!?

Mariel. Tenía que ser ella. Había ido a la habitación antes que yo, y había visto el mensaje, para luego borrarlo por completo. Pero, ¿cómo lo supo? Supuse que había sospechado algo durante la cena. Mierda.

—Ey, no seas tonto —me dijo ella, abrazándome por detrás—. No sabía que eras tan inseguro. No estuve con nadie más, te lo juro —agregó después—. Ya estamos grandes para esas cosas, ¿no? Si algo no funciona, no funciona, y listo. Y hasta hoy siempre tuve la sensación de que esto estaba funcionando. Ya tuve muchas relaciones tóxicas, creeme. Nunca terminaría con vos de esa forma. Y estoy muy contenta de que estés conmigo.

Sonaba realmente convincente, y eso me enfurecía más. Estuve a punto de apartarle el brazo con el que me abrazaba con brusquedad, para gritarle e insultarla. Pero de repente me iluminé. En ese día había pasado pocas veces, y cuando me había sucedido no terminé de usar ese conocimiento repentino a mi favor, pero esta vez debía pensar mil veces antes de actuar.

Me pregunté si Mariel realmente había podido eliminar el mensaje. El tiempo que había tenido en el dormitorio le hubiese alcanzado de sobra para hacerlo, eso era innegable. Salvo por el hecho de que mi celular tenía un código de desbloqueo. Mariel nunca se había mostrado intrigada por ese hecho, y jamás la pesqué viéndome de reojo mientras colocaba la clave. Claro que podía haberlo hecho justo en un momento en el que no le prestaba atención. Pero sin embargo había otra cosa que no podía omitir. Había alguien a la que sí había visto más de una vez observándome mientras utilizaba el celular. De hecho, hubo una ocasión en la que me había hecho una broma al respecto. ¿Qué había dicho? Que parecía un espía ahora que andaba poniendo clave de seguridad al celular. No recordaba sus palabras exactas, pero habían sido algo por el estilo.

Valu. Pendeja de mierda.

Hice memoria. Durante la cena había sido la última en sentarse a la mesa. Pero si lo había hecho ella, ¿con qué intención lo hacía? Para jugar con mi cabeza, me respondí inmediatamente. Después de todo, era lo que estaban haciendo las tres desde que quedamos solos en casa.

Y aun así, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. Mariel tenía razón en algo: ahora que estaba bajo los efectos del alcohol, no podía confiar del todo en mi cabeza. De hecho ya estaba dudando de esa misma idea que hasta hacía unos segundos me parecía muy acertada.

De repente sentí que la mano de mi mujer bajaba lentamente, para luego meterse adentro de mi calzoncillo, y empezar a masajear mi verga.

—No, ahora no —dije, aunque a decir verdad, si seguía haciéndolo, no iba a pasar mucho tiempo hasta que mi amigo se despertara una vez más—. Mañana hablamos —agregué.

Mariel suspiró, y retiró la mano, derrotada.

Traté de dormir, pero me resultó imposible conciliar el sueño. Ella, en cambio, no había tardado ni diez minutos desde la fuerte acusación que le hice, que ya estaba durmiendo como un angelito. ¿Debería considerar ese detalle como un punto en su contra o a su favor? Aproveché para mandarle un mensaje a las chicas. ¿Quién borró el mensaje?, les pregunté a las tres, dando por sentado que había sido una de ellas. Sami fue la primera en responder, con un emoticón de una figura con los hombros encogidos. Agos respondió que no había sido ella, y luego me preguntó si había hablado algo con Mariel. Le dije lo que sucedió. Que le había echado en cara su infidelidad, pero quedé como un idiota cuando quise mostrarle la prueba irrefutable que creía tener. Ella me respondió que me había precipitado demasiado, pero que me entendía. Valu, por su parte, se limitó a dejarme en visto, cosa que me irritó muchísimo, y además acrecentó mis sospechas hacia ella, y por ende, hacía sus hermanas.

Cuando se hizo la medianoche sucedió algo extraño. Mariel se levantó de la cama. Lo hizo de manera sigilosa, pensando que yo realmente estaba dormido. Imaginé que iba al baño, pero me sorprendió no escuchar el ruido en esa dirección. No obstante, sí me pareció oír que subía las escaleras. Por lo visto, ahora era ella la que movía sus fichas. Punto en su contra.

“Entró a la pieza de Agos”, me avisó Sami por mensaje. Y seguida a esas palabras adjuntó un emoticón de un carita azul, evidentemente asustada. “No te preocupes. Ya quedamos en que no le íbamos a decir nada de lo que pasó. Y mañana la vamos a encarar los cuatro juntos”, puso después la pequeña. No era mala idea exponerla entre todos.

Pero el problema era que no sabía si iba a poder esperar hasta el día siguiente. Quizás ese era el momento. ¿Por qué no hacerlo ahora mismo? ¿Acaso el hecho de que lo hiciéramos durante el día hacía que la cosa fuera menos extraña de lo que ya era?

Sin embargo no se me quitaba de la cabeza que cabía la posibilidad de que había caído en la trampa de las chicas, o de alguna de ellas. Si subía, podía terminar por exponerme. Mierda. Otra vez estaba presa de mis miedos y mis cavilaciones. Hice a un costado las sábanas. Que se vaya todo a la mierda, pensé. Me puse de pie y me vestí.

Pero cuando salía de la habitación me encontré con la propia Agostina.

—¿A dónde vas? —me preguntó—. Vení, entremos. Seguro que va a estar un buen rato en lo de Sami. Como es la más chica, es a la que siempre le saca más información.

—¿Y qué fue lo que hablaron con vos? —le pregunté, mientras me sentaba en la cama, impaciente.

—¿Y qué va a ser? —dijo ella, quien también estaba visiblemente alterada—. Que si hicimos lo que nos dijo. Que si te provocamos, y cuál fue tu reacción. Obviamente todas vamos a decir que te comportaste como un caballero. Bueno, quizás Valu meta un poco de púa, pero no te preocupes, no le va a contar que tuvieron sexo, solo que la miraste, o que le dijiste algo, quien sabe. Igual, mamá ya la conoce, y si lo que dice Valu no coincide con lo que nosotras le dijimos, va a deducir que solo lo hace para hacerla encabronar.

Me agarré la cabeza, desesperado.

—De verdad, ya estoy cansado de todo esto. Además, quiero escuchar de una vez que todas ustedes acusan a su madre de lo que me dijeron que les hacía.

Al decir esto, la agarré del brazo, con brusquedad.

—Tranquilo Adri. Eso es lo que queremos hacer. Pero queremos hacerlo de la mejor manera posible. Además, Valu se está haciendo la tonta, y no sabemos si va a querer hablar ahora. Lo mejor es que estemos todas juntas, decididas.

—Esa pendeja me dejó el visto cuando le pregunté lo del mensaje —dije, indignado.

—¿Qué fue lo que pasó con el mensaje? —preguntó ella.

—Desapareció. No solo el mensaje, sino el chat en sí mismo. Ya no hay nada. Así que ahora solo cuento con el apoyo de ustedes. Y la verdad es que no me dan ninguna confianza.

—Tranquilo. Estás alterado, y un poco borracho —dijo Agos, tomándome la mano.

Estaba sentada en la orilla de la cama. Usaba de pijama una de esas remeras largas tipo vestido, que le llegaba hasta las rodillas. Su hermoso cabello negro estaba suelto, y oficiaba de un excelente marco para esa preciosa cara ovalada de piel clara que tenía.

—Me vuelve loco pensar en cuánto de todo lo que pasó hoy fue verdad, y cuánto fue una mentira —me sinceré.

—Que nos cogiste fue algo totalmente real. De eso no tengas dudas —dijo Agos, hablando con una brusquedad que era más típica de Valu.

—Pero a vos no te cogí —retruqué—. Y no creo que sea porque sos lesbiana. Estoy seguro de que te gustan los hombres tanto como las mujeres.

—Eso es cosa mía —dijo Agos, poniéndose de pie—. Esperanos hasta mañana. No seas egoísta —agregó después.

Quizás había sido que se percató de mis ojos de perro alzado, y por eso ahora se disponía a irse. Pero yo la detuve, agarrándola de la muñeca.

—¿Y lo demás? —pregunté.

—¿Lo demás? —preguntó ella a su vez, con el ceño fruncido.

—Lo demás… Dijiste que el hecho de que me las había cogido había sido cierto. Y entonces, lo demás, ¿fue mentira?

—No seas boludo. ¿A vos te parece que si tuviéramos que pensar en algo en contra de mamá se nos hubiera ocurrido semejante historia? La realidad supera a la ficción. ¿No lo sabías?

—Lo que sé es que son las hijas de una escritora con mucha imaginación, y que bien podrían haber inventado todo esto.

—¿Y para qué? ¿Para cogerte? ¿Para arruinarte la vida? —preguntó Agos, soltándose de mi mano, aunque todavía no parecía dispuesta a marcharse—. ¿De qué serviría todo eso?

—No sé, eso deberían decírmelo ustedes —dije—. Para deshacerse de mí quizás —aventuré—. O por simple diversión. Habrán pensado: “vamos a joder a este viejo verde, que encima es medio tonto”, qué se yo. A estas alturas nada me sorprendería.

—Nunca pensamos eso. Al menos yo no —respondió, ofendida—. Si quisiéramos joderte, no hubiera sido necesario llegar a tanto.

La agarré de nuevo de la muñeca y la atraje hacia mí, obligándola a que se sentara en mi regazo. Su piel largaba un fresco olor que me erotizó inmediatamente. Intenté besarla, pero me corrió la cara.

—No, ahora no. Acá no —dijo Agos.

—¿Sentís algo por mí? —pregunté—. ¿O sólo soy un juguete para ustedes?

—¿Me estás cargando? Te chupé la pija junto a mi hermana —respondió ella, agitando la cabeza, como si no terminara de creer lo que habíamos hecho hacía unas horas.

La tumbé en la cama. Corrí la remera larga que tenía hacia arriba. Sus muslos no tardaron en aparecer ante mi vista.

—Estás loco. Mamá va a bajar en cualquier momento —dijo la chica, susurrando, con cara de espanto, aunque no hizo ningún movimiento para impedirme que siguiera. Ahora me encontraba con la braguita que llevaba puesta.

—Dijiste que iba a tardarse en lo de Sami. Y después va a ir a lo de Valu, ¿no?

—Sí, pero igual, esto es una locura —dijo.

Me tiré encima de ella, inmovilizándola por completo, aunque de todas formas, su negativa seguía limitándose a las palabras. En cuanto a lo físico, no participaba, pero tampoco se esforzaba por librarse de mí.

Me desabroché el pantalón. En efecto, mi verga se había empinado de nuevo. Esas chicas me regresaban la vitalidad de mis veinte años. Aunque es difícil asegurarlo, porque a esa edad no había tenido ningún día en el que había cogido tanto. La cuestión es que me sentía como un pendejo que recién empezaba a experimentar su sexualidad. Agos tenía las piernas cerradas, pero no tardé en separarlas, de un solo movimiento.

Y entonces la penetré. Ahí estaba. Así se sentía hundir mi verga en la princesa de la casa. La impecable Agos, que sin embargo hacía no mucho tiempo había estado con la cara salpicada por mi semen, mientras su propia hermana se la cogía con la mano. Ahora que no se me haga la mojigata, pensé para mí.

La vagina se sentía estrecha, casi tanto como la de Sami. Y en ese momento no estaba lubricada. Así que le enterré mi falo con delicadeza. Al menos al principio lo haría así. Agos gimió, aunque en su rostro también se reflejó un leve dolor. Retiré mi verga. Escupí en mi mano y embadurné mi instrumento con saliva. Ahora se sentía un poco más resbaladizo cuando le introducía de nuevo la verga. La agarré del mentón. Me miró con sus ojos penetrantes. Sin dudas, de las tres era la más hermosa de rostro. Sami tenía ciertos rasgos aniñados que nunca le permitirían equipararse con su hermana mayor. Y Valu no era para nada fea, pero no resaltaba particularmente por su cara. Agos era la perfección personificada. Si fuera al menos la mitad de puta de lo que era Valentina, sería la mujer perfecta. Y en ese momento creí que lo era. Y si no lo era, lo sería después de un par de polvos.

Ahora estaba abrazada a mí, y me largaba sus melódicos gemidos al oído.

—Apurate —me dijo, entre jadeos—. Por favor, acabá rápido —suplicó.

Obviamente esa era la intención. Pero no era tarea fácil precipitar la eyaculación después de todos los polvos que me había echado. Iba a tener que esperar un rato, pero imaginaba que incluso nos sobraría tiempo. Aun así, el peligro estaba presente, lo sabía. Pero la verdad es que ese era un detalle sumamente morboso que aumentaba mi placer hasta límites que no creía posible. Me estaba cogiendo a mi hijastra en la misma cama que compartía con la traidora de mi mujer. ¿Había algo más hermosamente retorcido que eso?

Estaba tan ensimismado en el goce que me producía esa criatura celestial, que no reparé en que alguien estaba bajando por la escalera. Fue la propia Agos la que me lo advirtió, golpeando mi hombro, mientras yo la embestía, como si fuera lo último que haría en la vida.

—Adrián —me dijo, aterrorizada—. Creo que viene. Alguien está bajando.

No puedo decir exactamente por qué actué como actué a continuación. Quizás fue porque ya estaba cansado de tanta intriga, y realmente quería terminar con todo eso. O tal vez, en medio del frenesí y la embriaguez, alcancé a comprender que aunque me detuviera, Mariel habría entrado a la habitación antes de que Agos pudiera huir. Y no le costaría mucho sumar dos más dos para entender lo que pasaba. O quizás simplemente pasaba que era un descerebrado que cuando tenía la pija dura se me apagaban todas las neuronas.

La cuestión es que seguí montando a Agos. Y para colmo. lo empecé a hacer con una violencia totalmente imprudente.

—Adri, pará, por favor, pará —me decía Agos, pero entre palabra y palabra no podía evitar largar los gemidos que reflejaban el disfrute que estaba sintiendo.

Y entonces sucedió lo previsible. Mariel abrió la puerta. Yo no la vi, porque estaba boca abajo penetrando a su hija. Pero sí vi la cara de horror de Agos, cuando la vio entrar. Alcanzó a pedirme una vez más que parara, pero yo seguí y seguí hasta que acabé, adentro de mi hijastra.

Ahí fue cuando giré. Esperaba un ataque de furia. Insultos, golpes, locura. Incluso muerte. Pero Mariel estaba estática, parada en el umbral de la puerta, viendo la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Estaba terriblemente pálida, como si estuviera viendo un fantasma.




-Continuara
 

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Mis Odiosas Hijastras - Capítulo 18



—¡Levantate! —escuché decir a alguien, muy a lo lejos.

¿Levantarme?, me pregunté. ¿Levantarme? Entonces era eso. Todo había sido un sueño, y ya era hora de despertarse. Eso tenía sentido. Por fin algo en ese infernal fin de semana tenía sentido. Un sueño. Solo ahí podrían suceder las cosas tan inverosímiles que sucedieron esos dos días, que, de lejos, fueron los más largos de mi vida.

—¡Levantate! —escuché que me decían otra vez. Cosa rara, porque en vez de sentir que me sacudían para despertarme, me golpeaban el pecho con fuerza—. ¡Correte boludo!

Veía borroso, pero alcancé a notar que Agos me miraba con desesperación. Estaba encima de ella. ¿Qué hacía ahí?, me pregunté, sacudiendo la cabeza. Claro. Acabábamos de coger. Me froté los ojos. Miré hacia la puerta de entrada. Mariel estaba desplomada en el suelo. Por lo visto, yo mismo me había desmayado durante unos segundos. Me habría bajado la presión quizás. Eran demasiadas emociones en muy poco tiempo para alguien tan común y corriente como yo. Evidentemente, nada de eso había sido un sueño. Agostina ahora me empujaba con fuerza. Recién ahí me hice a un lado. Fue en auxilio de su madre, mientras yo me volvía a subir el pantalón.

Se agachó y sacudió a Mariel. La verdad es que deseaba que mi mujer se quedara así por un buen rato. Pero a pesar de sentir eso, agarré el celular, ya más despabilado, preparado para llamar al ciento siete. Pero inmediatamente después de tomar esa decisión, observé que ya empezaba a despertarse. Balbuceaba algo. Agostina estaba inclinada, y ahora la ayudaba a levantarse. Finalmente Mariel, todavía algo atontada, me miró, como si estuviera viendo a algo extremadamente extraño. Un fantasma, un ovni, un animal salvaje en medio de su habitación.

—Vos —dijo, ahora mirando alternativamente a Agos, como si aún no cayera en la cuenta de lo que acababa de ver—. Violador —dijo después.

Si alguien me hubiese preguntado qué era lo que esperaba escuchar de mi mujer en ese momento, esa palabra sería una de las últimas de la lista, por lo que me quedé estupefacto al oírla, incapaz de responder a tal insulto de manera inmediata.

Miré a Agos, en busca de ayuda, pero tenía la cabeza gacha. El pelo le cubría el hermoso rostro que ahora estaba de perfil. ¿Estaba llorando? De repente recordé que justo antes de que su madre irrumpiera en la habitación, Agostina me pedía que por favor me detuviera. Quizás Mariel la había escuchado y por eso la confusión. Pero esa actitud de Agos había sido porque había escuchado que su mamá regresaba y no porque estuviera siendo forzada a hacer algo que no quería. No podía permitir que se quedara con esa idea en la cabeza.

—Yo no estaba forzando a nadie —dije, y luego, dirigiéndome a la princesa de la casa, que en ese momento parecía un pollito mojado, agregué—. Agos, decile.

Mariel miró a su hija, incisivamente. Agos logró levantar la cabeza apenas. Su ojo derecho parecía palpitar. No dijo nada. Solo se limitó a sacudir la cabeza. Mariel la agarró del brazo, con violencia.

—Agostina, me decís ya mismo lo que pasó.

—¡Soltala! —grité, envalentonado. Me bajé de la cama—. Agos, no tengas miedo —dije. Y luego, dirigiéndome a mi mujer, agregué—. Ya me contaron todo. Las cosas que les hiciste hacer… Sos una persona horrible.

Me sentí liberado al decirlo. Por fin me desahogaba. Me daba cuenta de que lo de la infidelidad era algo anecdótico al lado de todo lo demás.

Entonces Mariel se me quedó mirando, con una perplejidad con la que nunca antes la había visto. Se quedó un momento en silencio, como tratando de asimilar las cosas. Por lo visto, parecía que estaba siendo atravesada por un torrente de pensamientos y emociones, algo que yo mismo había experimentado incontables veces en las últimas horas. Entonces, para mi sorpresa, dejó de prestarme atención, y miró a Agos.

—Agostina, ¿qué fue lo que le dijeron? —le preguntó—. ¿Qué hacías en mi habitación con mi pareja? —Quiso saber después. Aparentemente había quedado exonerado de la acusación de violación.

Pero para mi consternación, Agostina no decía nada.

—Dale, Agos, decilo. —La animé—. No tengas miedo.

Mariel volvió a mirarme. Estaba llorando.

—Sos un idiota —me dijo.

Agos se fue corriendo. Parecía una niña que sabía que había hecho una travesura mucho más grande de lo que los adultos toleraban. Valentina y Sami ni siquiera aparecieron, y eso que de seguro oyeron que algo pasaba ahí abajo.

Ahí fue cuando entendí todo. O al menos comencé a hacerlo.

……………………………………………

¿Para qué contar lo que sucedió después? Se podría decir que todo lo interesante de esta historia culminó en ese momento en el que Mariel me pescó cogiéndome a una de sus hijas. Lo que siguió no fue más que gritos e insultos. Luego, cuando las cosas se calmaron un poco, pudimos conversar, aunque igual cada palabra que largaba Mariel estaba cargada de violencia. No obstante, en un momento dijo algo que muy importante: “Todo es culpa mía”.

Tres fabuladoras. Tres mentirosas. Tiempo después, la propia Mariel me contaría su versión de las cosas. Aunque ese día se limitó a pedirme, de la manera más civilizada que pudo, que me fuera de su casa en ese mismo momento.

Y ahora había pasado medio año desde que me había corrido de la casa, y por fin había accedido a vernos en un café. Mi intención no era molestarla, solo quería pedirle perdón y que me ayudara a atar algunos cabos. Desde lo sucedido, ninguna de las chicas me había hablado, y me enteré de que Agos había solicitado a la justicia que pongan una perimetral para mi persona. Es decir, no podía acercarme a una radio de trescientos metros a ninguna de ellas. Una verdadera locura.

Mariel me dijo que desde muy pequeñas habían sido así. Quizás el hecho de que nunca hayan tenido una figura paterna fuerte, y de que la propia Mariel se mantenía muy ocupada, tratando de sacar adelante su carrera, habían contribuido a que sus hijas salieran de esa manera.

La primera en dar muestras de ser taimada había sido Valu. A los ocho años se había ido a una excursión con sus compañeros de escuela, a un campo recreativo. Al día siguiente le contó a una de sus compañeritas que el tipo del kiosko la había acariciado en los lugares que no debería tocarla. La maestra llamó a su madre, preocupada. La primera impresión de Mariel fue dudar, ya que había cosas que no cuadraban en el relato de la chica, además de que con anterioridad ya se había mandado las suyas, aunque no tan graves. Para empezar, la maestra aseguraba que en ningún momento Valentina había entrado sola al kiosko del lugar. Además, la niña no parecía muy perturbada por lo que había pasado. De todas formas, al día siguiente, la llevó a una psicóloga infantil, para hacerla tratar. Esta le dijo lo que ella ya sospechaba: que nada de lo que había dicho era cierto. Necesidad de llamar la atención, quizás, aventuró la terapeuta. Como apenas era la primera sesión, no podía estar segura.

Tanto Valu como Agos ya habían dado muestras de ser unas mentirosas compulsivas. Pero como eran chicas, Mariel dio por sentado que en el futuro dejarían esas cosas de lado. Además, siempre las castigaba. Si no era por ética, lo terminarían haciendo por miedo. Pero por supuesto, se había equivocado, y Sami no había tardado en seguir sus pasos.

Se había prometido estar cerca de ellas, para que no se torcieran más de lo que ya se habían torcido. Y por unos años lo había hecho. Pero de repente su carrera como escritora despegó, y de un momento para otro se vio con la agenda repleta de presentaciones, seminarios, y entrevistas a revistas y programas de televisión, y ni hablar de que debía preparar sus siguientes obras. Al final, había dejado que sus hijas se criaran solas, y eso fue en el peor momento, ya que las tres estaban entrando a la pre-adolescencia.

No obstante, en los últimos años no había tenido noticias de que las chicas hubieran hecho algo grave. Pero ahora se daba cuenta de que eso era simplemente porque habían aprendido a mentir mejor.

—Ahora entiendo que no fuiste el primero —dijo Mariel, aquella tarde en la que nos pudimos sentar a hablar civilizadamente. Le pregunté a qué se refería con eso.

Entonces me explicó que varios de sus exparejas la habían dejado de manera inesperada. Y ahora lo entendía. De hecho, Valu le había confesado que había pasado algo con su última pareja, aunque juraba que no se habían acostado. Pero, ¿por qué conmigo habían llegado tan lejos? Me pregunté una y otra vez. ¿Hasta qué punto habían planeado lo que había pasado?

Pero no iba a preguntarle eso a Mariel. Suficiente había sido con que fuera a verme. No me perdonaría nunca, me dijo esa tarde, cosa que comprendí perfectamente. Pero aunque se la notaba terriblemente resentida y decepcionada de mí, no pudo evitar mostrarse apenada por mi situación económica. Le dije que estaba bien, que había conseguido una casa barata para alquilar. Pero evidentemente sospechaba la verdad: apenas podía pagar una habitación de mala muerte. Y mis deudas eran más grandes que nunca. Y no porque hubiera contraído más préstamos, sino porque había dejado de pagar, y ahora los intereses se sumaban al capital. En fin, que en lo que respecta a eso, simplemente me desentendí del asunto. Si querían hacerme juicio, que lo hicieran. Igual, ¿qué me iban a sacar?

Durante meses y meses estuve obsesionado con el tema. Había tratado de contactar a las tres, pero todas me tenían bloqueado en todas partes. Muchas veces me sentí tentado de apersonarme a alguno de los lugares que sabía que concurrían, pero el temor a terminar tras las rejas debido a esa ridícula orden judicial, me hacían recapacitar al respecto. No volví a ver a Mariel después de esa charla en el café. Y de hecho no volví a buscarla. No me daba la cara para hacerlo. Ni siquiera tenía el atenuante de saberme engañado. Ella tenía toda la razón del mundo cuando, la noche en la que me encontró con su hija, largó aquellas palabras. Ciertamente, era un idiota.

Así que traté de seguir con mi vida, y olvidarme de ellas. Aunque claro, era imposible hacerlo. Pero igual el tiempo y la distancia me sirvieron para recuperarme. ¿Qué me había pasado realmente? Había estado durante algunos meses viviendo en una casa de locas, es cierto. Pero también había mejorado muchísimo mi situación económica en ese lapso de tiempo, y me había cogido a mis tres hijastras. Eso no podía ser tan malo. Lo de Mariel estaba destinado a fracasar. Era demasiado buena para mí.

Seguí trabajando en la empresa de seguridad privada. Pasaron dos años de aquella locura. Había empezado un trabajo extra reparando celulares, y de a poco la cosa fue funcionando. Como conocía a mucha gente debido a que trabajaba en un edificio, no me faltaban los clientes. Ahora, con dos ingresos, mi situación por fin estaba cambiando. Aunque eso implicaba mucho esfuerzo, y muchas veces me quedaba dormido en mi guardia nocturna.

A veces me tocaba cubrir francos en otros edificios. En algunos de ellos, la guardia se hacía entre dos vigiladores. A la madrugada llegaba un punto en el que la cosa se tornaba terriblemente aburrida. Ya no había nada para hacer, ni para contar. Fueron en esas guardias en donde, por primera vez, compartí mi historia con algunos de mis compañeros. No obstante, no tardé en dejar de hacerlo. Solían quedar fascinados con lo que les contaba, cosa que me enorgullecía, pero me daba cuenta de que no terminaban de creerme. Y no los culpaba. Era una historia demasiado asombrosa como para que la creyeran. Pero era tan atrapante, que siempre querían saber todos los detalles, aunque en el fondo me consideraban un mentiroso, o peor, un delirante, y estaba seguro de que luego se burlaban de mí.

No me gustaba quedar como un fantasioso. Pero también había otro motivo por el que opté por dejar de contar lo que había sucedido ese fin de semana, dos años atrás. Cada vez que lo hacía, el recuerdo volvía con mucha fuerza, y no podía sacarme de la cabeza a las chicas. Mariel ya ni siquiera me importaba, pero me volvía loco pensando en ellas. Me preguntaba qué andarían haciendo ahora, qué les había pasado por la cabeza para hacer lo que hicieron, y tantas otras cosas. Me sorprendí dándome cuenta de que no terminaba de decidirme cuál de ellas me gustaba más. Cada una tenía sus cualidades, y no solo en el sentido físico. Tenía la vaga esperanza de que la ternura que siempre mostraba Sami había sido, al menos en parte, verdad. Como así también quería creer que Agos realmente había sentido algo por mí, y que se había formado un vínculo entre nosotros. Y Valu… Ella quizás era la única por la que no tenía que armarme muchas fantasías en la cabeza. Ella era como era, y más allá de que me había engañado, como las otras, tenía que reconocer que siempre se había mostrado como una perversa criatura, que usaba su sensualidad para jugar con los hombres, sin molestarse en ocultarlo. Era la única a la que no podía acusar de falsa. Tampoco me olvidaba de que había sido ella la que más placer me había producido.

Ahora trabajaba y vivía bastante lejos de la casa de Mariel, por lo que era improbable que me cruzara con alguna de ellas. Me sentía más tranquilo, menos atormentado. Ya había pasado los cuarenta años, y no faltaba mucho para que aparecieran en mi cuerpo los primeros signos de vejez. Me había resignado a estar solo. No la pasaba mal así. De vez en cuando tenía algún romance que no llegaba a nada serio. Cuando pasaba mucho tiempo sin tener sexo me iba de putas a calle Viamonte, en el microcentro. Una vez encontré a una que tenía cierto parecido con Agos. Fui a verla varias veces, a pesar de que era muy cara, pero de un día para otro desapareció. Me sorprendí buscando a escorts que tuvieran similitudes con las chicas. Pero aunque de vez en cuando encontraba una, siempre había algún detalle que me desencantaba. Además, el sexo ni se le acercaba a lo que había experimentado con ellas, por lo que esa etapa no duró más que un par de meses, por suerte.

En definitiva, mi vida era bastante monótona, y algo aburrida, sin muchas alegrías, pero también sin tristezas. Estaba conforme con eso. No estaba cerrado a encontrar el amor verdadero, pero tampoco me volvía loco buscándolo.

Esta historia bien podría haber terminado con estas líneas, pero por supuesto, no es así.

Una de esas veces en las que me tocó trabajar en un edificio diferente al que iba todos los días, me encontré con una nota del vigilador al que fui a reemplazar. Yo ya conocía el lugar, pues había ido muchas veces a cubrir vacaciones o licencias por enfermedad de otros empleados, pero cuando había alguna novedad relativamente importante, me dejaban una nota como la que encontré en el cuaderno ese día. Era una nota corta. “Vecina nueva en el 10F”, decía. Y debajo de ella había hecho un dibujo con la birome. Se trataba de la silueta de una mujer muy voluptuosa. Al lado agregaba: “diez puntos”, haciendo una clara alusión a que la mujer en cuestión era sumamente atractiva, por si con el dibujo obsceno que había hecho no me había quedado claro.

La verdad es que no fue algo a lo que le di demasiada importancia. Solo la justa y necesaria. Cuando viera a una mujer que no conocía, estaría claro que se trataría de la nueva inquilina del 10F. Al resto ya conocía de vista. La jornada empezaba a las ocho de la noche. De ahí hasta las diez era cuando había más ajetreo, ya que muchos volvían de sus trabajos. Luego era todo muy tranquilo. Casi nadie salía, salvo alguno que otro que sacaba a pasear a su mascota.

Eran las once de la noche cuando me percaté de que no había visto entrar a la atractiva vecina nueva. Pero no tardó en aparecer. La vi a través de la puerta vidriada, buscando la llave en su cartera, para poder entrar. Sentí que mi cuerpo se estremecía al verla. Se trataba de Valu.

—Buenas noches —dijo ella, dirigiéndose al mostrador en donde yo me encontraba. Era un saludo por pura educación, algo instintivo. Pero cuando me reconoció, se quedó tan estupefacta como yo.

Cuando se recuperó de su asombro, fue rápidamente a los ascensores. Mi primer impulso fue ponerme de pie para ir hasta donde estaba y hacerle unas cuantas preguntas. Pero no podía olvidarme de que estaba en mi lugar de trabajo. Además, había cámaras que apuntaban al mostrador y a la zona de ascensores. Igual el impulso era muy intenso, pero por suerte bajó por las escaleras una de las viejitas que sacaban todas las noches a su caniche a cagar afuera. Valu se metió en el ascensor y desapareció de mi vista.

Me dije que debía aguantar. A las cinco terminaba mi jornada, y no volvería a ese edificio por unos cuantos meses, y cuando lo hiciera, solo sería por uno o dos días, como sucedía en ese momento. Pero eso era algo muy fácil de decirme, aunque no tanto de hacerlo. Mi cabeza enseguida se llenó de un montón de recuerdos lujuriosos. Valentina había llegado al edificio con una calza negra y un pulóver gris que dejaban poco a la imaginación. Me di cuenta de que estaba con una potentísima erección ahí, en mi puesto de trabajo.

Estaba llegando la medianoche cuando sonó el timbre del teléfono interno de portería, que estaba justo detrás de mí. Normalmente llamaban porque algún departamento se había quedado sin agua, o sin luz. Era un edificio bastante viejo, y el mantenimiento no era el mejor, así que era perfectamente normal que eso sucediera. Pero claro, ese no era el caso esta vez.

—¿Ahora vas a trabajar acá? —escuché decir del otro lado de la línea, apenas levanté el tubo.

La voz salía distorsionada, pues también era un aparato viejo, y el sonido era de pésima calidad. Pero era obvio quién me hacía esa pregunta. La vecinita del 10F. Decidí hacerle pasar un mal momento.

—Sí, ahora trabajo acá. Así que me vas a ver de seguido —respondí, ya que era evidente que nuestro reencuentro había sido tan impactante para ella como para mí.

La pendeja se limitó a cortar.

Por lo que entendía, vivía sola, cosa que hacía más difícil el poder soportar las horas que faltaban. Así que se había independizado, pensé. Me fui al baño a hacerme una paja, para aliviar el estrés. Pero no pasó ni quince minutos de que eyaculara, que ya estaba erecto de nuevo. Era difícil no estar así, pues Valentina me había dejado varios recuerdos grabados en mi mente. Recordaba especialmente la vez en la que se había puesto el uniforme de colegiala, para luego dejarse coger en el patio trasero de la casa. También recordaría siempre cuando la vi penetrando con la mano a su propia hermana. Esa chica era una diabla. Y ahora que era una chica independiente, de seguro iba a llevar sus perversiones a límites que ni siquiera era capaz de imaginar.

Para colmo la noche estaba demasiado tranquila. Era lunes, por lo que ni siquiera tenía el movimiento de los más jóvenes del edificio que salían por las noches a los bares de la ciudad. Es decir que estaba completamente a merced de mis pensamientos.

Eran las dos de la madrugada cuando el intercomunicador sonó de nuevo. Era evidente que se trataba de una trampa. No debía atenderlo. Era Valentina, y no debía seguirle el juego. Pero entonces sonó de nuevo. ¿Y si era otro vecino que necesitaba ayuda? Era poco probable, pero no imposible. Levanté el tubo.

—Hola —dije, con cierta exasperación.

—Adrián, escucho ruidos raros en el pasillo de mi piso, ¿podés subir a ver que esté todo bien?

—¿Ruidos raros? Eso es muy poco preciso —dije.

—Es como que alguien está caminando frente a mi departamento. Es raro.

—Quizás sea alguien que está sacando la basura. Te aseguro que no entró ninguna persona que no sea del edificio, así que dormí tranquila.

Escuché que resoplaba con exasperación.

—Mirá, justamente son los vecinos de este edificio los que me dan miedo —dijo—. En el departamento de al lado hay un tipo que me viene acosando desde que me mudé. Siempre me lo cruzo “casualmente” cuando llego del trabajo, o cuando salgo a sacar la basura. ¿Hace falta que te siga explicando? Solo subí para que esté todo bien. Es tu trabajo, ¿No?

Le di el gusto. Fui hasta el décimo piso. Para asegurarme de que no me estaba mintiendo, fui en ascensor hasta el octavo piso, y luego subí sigilosamente por las escaleras los dos pisos restantes. Para mi sorpresa, el tipo del 10G estaba parado en la puerta de Valentina. Una imagen realmente tétrica.

—¿Necesita algo? —le pregunté.

El tipo casi da un salto del susto que se pegó cuando me oyó.

—No, es que… es que… —balbuceó, buscando la mentira que lo sacara de ese apuro—. Es que me di cuenta de que me llegó un sobre a mi departamento, que en realidad es de la chica que vive acá, Así que se lo pasé por abajo. Se habrá equivocado el portero cuando repartió la correspondencia. Cosas que pasan.

Debo reconocer que, dadas las circunstancias, dentro de todo era bastante verosímil lo que decía. Pero su exaltación le había jugado en contra, y yo no se la iba a dejar pasar fácilmente.

—¿Y te pareció buena idea entregársela ahora, a las dos de la mañana? —dije. Le di un rato para que me respondiera, pero esta vez no pudo esgrimir ninguna excusa—. La próxima vez que suceda algo así, por favor, devuelva el sobre al portero, o a nosotros, los de seguridad. Imagínese que la pobre chica se dé cuenta de que hay alguien pegado a su puerta en plena madrugada. Podría pensar que la están acosando.

El imbécil se puso rojo como un tomate, balbuceó algo, dándome la razón, y se metió en su departamento. Cuando me dirigí al ascensor, la puerta del 10F se abrió.

—¿Viste? No te estaba mintiendo —dijo Valu, susurrando.

Me acerqué a ella, no sin cierto recelo.

—No te preocupes. Le voy a pasar la novedad a mis compañeros. Si se vuelve a repetir algo como eso, lo vamos a denunciar con la administración —dije, tratando de mirarla a los ojos, ya que ahora llevaba puesto únicamente una remera musculosa con un enorme escote, y un short.

Me di vuelta para marcharme, pero me di cuenta de que ella no se disponía a cerrar la puerta. Era como si quisiera decirme algo, pero la muy perra no era capaz de tomar la iniciativa. De repente, me encaré a ella.

—¿Se puede saber qué tenían en la cabeza? —pregunté.

—¿Y vos? ¿Qué tenías en la cabeza vos, Adrián? —retrucó ella.

—No me vengas con pendejadas. Ustedes me manipularon —respondí, irritado, levantando la voz—. Me convencieron de que Mariel me había sido infiel, y que era una madre perversa.

—¿Y por eso lo hiciste? ¿Por eso te cogiste a tus tres hijastras? Sos un hipócrita. Mucho antes de que te contáramos lo que nos hacía mamá, ya te habías dejado hacer un pete, habías manoseado a Valu, y a mí me hiciste unas cuantas cosas.

Miré hacia atrás, con miedo a que alguien nos escuchara.

—No voy a hablar acá —dije.

Por toda respuesta, Valu abrió de par en par la puerta, invitándome a entrar.

—No puedo estar acá mucho tiempo —dije, cuando ella cerraba la puerta—. Además, no creo que me des las respuestas que necesito. Siempre me vas a terminar mintiendo.

Valu se sentó en el sofá de la pequeña sala de estar. Su pose de emperatriz egipcia me recordó los viejos tiempos.

—Es que no sé qué respuestas querés que te dé —dijo—. La verdad es que las cosas son más simples de las que creés. Solo estábamos jugando con vos. Pero no habíamos planeado llegar tan lejos. Una cosa llevó a otra, y cuando nos quisimos dar cuenta nos estábamos enfiestando las tres con nuestro padrastro. Creo que la que inició todo fue la boluda de Sami. Eso de hacerte una mamada fue demasiado. Quizás nosotras nos sentimos celosas por su osadía, que se yo —explicó, encogiéndose de hombros, con total naturalidad, como quien está contando lo que desayunó por la mañana—. Lo que lamento es que mamá se haya enterado —siguió diciendo—. Teníamos que haber guardado el secreto. Pero no sabíamos cómo decirte que habíamos mentido. Y a vos se te ocurrió cogerte a Agos cuando mamá ya estaba en casa. Estás medio loco vos también.

—¿Entonces esa es tu respuesta? ¿Qué las cosas se le fueron de control? —pregunté, incrédulo—. ¿Y cómo pudieron hacerle algo así a tu madre?

—Ya te lo dije. No pensábamos hacerlo. Nunca pensamos llegar tan lejos. Igual, mamá no era ninguna santa. ¿De verdad creés que no te engañaba?

—No me interesan tus chismes. Lo de Mariel ya quedó atrás. Yo la cagué. Fin de la historia.

—¿Y no te interesa saber nada de ella? —preguntó—. ¿Sabías que se tomó una tableta entera de antidepresivos hace un año y medio? Por suerte no murió. Pero a partir de ahí fuimos a terapia familiar. Muchos trapitos salieron al sol. Hasta se dio cuenta de que tenía algo de culpa por haber criado a tres adolescentes como nos crió a nosotras. Al final, ella te responsabilizó a vos de todo lo que sucedió. Después de todo, eras un adulto hecho y derecho, no como nosotras que apenas salíamos de la adolescencia.

—¿Y vos? ¿Qué excusa te inventaste? —pregunté.

—Yo no tenía excusas —respondió—. Creo que por eso soy la única a la que no perdona —agregó, visiblemente triste.

—Si me toca hacer el malo de la historia, no tengo problemas —dije—. En definitiva tuve parte de culpa. Y prefiero eso a que piense que sus hijas la odian. Menos dolor para ella. Se lo merece.

Valu sonrió.

—Creo que nos gustabas de verdad —confesó, repentinamente—. Creo que todas estábamos medio enamoradas de vos. Lo discutimos varias veces. Eras muy baboso. No dejabas de mirarnos como un pervertido, aunque te hacías el distraído, nos dábamos cuenta, y mamá también. Pero también pensábamos que de todas formas eras un buen hombre. O como decía Agos, eras noble.

—Ya me tengo que ir —dije, dirigiéndome a la puerta.

—Si querés, podés quedarte un rato más —dijo Valu.

—¿Para qué? —pregunté, aunque creo que la respuesta era obvia.

Valu se quitó la remera musculosa. Sus enormes tetas parecían a punto de estallar dentro de ese corpiño que apenas las contenían. Se puso de pie, y se quitó el short. La hermosa tanga negra de encaje me trajo otros tantos recuerdos. Se me acercó. Sacudí la cabeza. Eso no podía ser una buena idea. De ninguna manera podía serlo. Es cierto que ahora no éramos más que dos adultos, sin ningún tipo de vínculo que nos impidiera relacionarnos. Pero sabía que si lo hacía, me volvería loco. No me la quitaría de la cabeza nunca más. Además, era mi horario de trabajo.

—Sos una pendeja perversa —le dije.

Me dio un húmedo beso en la boca.

—Y eso es lo que te gusta, ¿no? —dijo.

Me agarró de la mano, y la llevó a su seno.

En mi defensa puedo decir que no creo que haya hombre heterosexual en el mundo que, frente a Valentina en ropa interior, pueda reusarse a echarle un polvo. Así que masajeé su teta con fruición. De hecho, desde el momento en que la vi desparramada sobre el sofá me había empezado a calentar. ¿Qué me podía hacer un día más en el infierno?

—Pendeja puta. —Le dije, dándole una bofetada. Ella ni se inmutó.

Me llevó a su cuarto. No pasó mucho tiempo hasta que se desnudó.

—Me gusta tu uniforme —dijo, esperándome con las piernas abiertas—. Digo, es horrible. Pero no sé. Me da morbo. No te lo quites.

La pendeja no merecía que la complazca, pero lo más práctico era no desnudarme. Me abalancé hacia ella, desesperado por comerme sus tetas, cosa que no tardé en hacer. Cada tanto le daba débiles bofetadas. A ella no parecía molestarle el sexo con algo de violencia. Me bajé el cierre del pantalón y liberé mi verga. Me subí a la cama. Coloqué la verga en medio de sus tatas. Valu entendió mis intenciones. Agarró sus senos y los juntó. Ahora se frotaban con mi miembro viril. Yo empecé a hacer movimientos pélvicos.

Era algo que había quedado pendiente. Hacerle la turca a Valu era algo indispensable. De hecho, no habérselo hecho antes era una especie de delito. Veía en su cara que estaba tan excitada como yo. Cuando la verga se deslizaba entre las tetas, hasta llegar a su punto máximo, ella arrimaba su rostro, y sacaba la lengua para lamer el glande. En el proceso, gotitas de baba caían sobre su propia piel.

Largué la leche, con mucha potencia, en su carita de pendeja puta. Cuando se quiso levantar, seguramente para ir a lavarse, le di otra bofetada.

—Te la tomás toda —le dije.

—Viejo pervertido —respondió ella.

No se la tomó, pero yo hice que lo hiciera. Fui juntando el semen con mis dedos, y luego se lo metí en la boca, para que succionara todo.

Tendría que haberla dejado así, calentita. Pero su concha húmeda me resultó irresistible. Así que metí la cabeza entre sus muslos, y comencé a lamerla con fruición, hasta que la hice acabar, cosa que me llenó de orgullo.

—¿De verdad te voy a ver todos los días? —preguntó ella, agitada y sudorosa—. No sé si sea buena idea —agregó.

—Yo estoy seguro de que no lo es —respondí.

No le iba a dar el gusto de decirle que probablemente no me vería más. Que se quede con la intriga la pendeja, pensé.

—Los polvos que me echo con vos son los mejores —dije, con total sinceridad por esta vez—. Me tengo que ir —comenté después.

Me acomodé el pantalón. Me peiné con los dedos, y volví a mi puesto.

Esa cogida podría haber sido el comienzo de una nueva historia. Pero yo lo veo (y creo que en ese momento también lo vi así), como el epílogo de la misma historia que venía contando. He de reconocer que no podía dejar de fantasear con la idea de tener algo con Valu. Pero eso, a su vez, me alimentaba la fantasía de volver a estar con alguna de sus hermanas. Y eso solo podía ser para problemas. Valentina en sí misma era un problema.

Debería quedarme con las ganas de tener ese mismo “epílogo” con Agos y con Sami. Pero de seguro, de encontrármelas de nuevo, también exigiría respuestas, y me encontraría con respuestas tan vagas como las de Valu. Era hora de soltar.

Al día siguiente sucedió algo que me ayudó a concretar mi decisión. Mi supervisor me llamó por teléfono. Eso era inusual, y como todo el mundo sabrá, los supervisores no suelen llamar por teléfono fuera del horario laboral para decirle a uno que había hecho un gran trabajo. El tipo, cuyo nombre no viene al caso, me dijo que alguien se había quejado porque el vigilador que estuvo anoche en tal edificio, o sea yo, no estuvo en su puesto por más de una hora. Los administradores lo verificaron por las cámaras y comprobaron que así era. No tenía ganas de mentir, pero tampoco iba a decirle que me estaba cogiendo a una de las inquilinas. Así que simplemente le dije que me había ido a dormir un rato al sótano, cosa que de hecho era una práctica habitual entre mis compañeros, aunque no era mi caso, paradójicamente.

Lo bueno de tener un trabajo tan mediocre como el mío, era que difícilmente te despedían, porque eso era algo muy costoso, y siempre tenían la posibilidad de trasladarte. En mi caso ni siquiera fue necesario eso. Me suspendieron por tres días y me dijeron que ya no volvería a aquel edificio, porque había dejado una pésima imagen.

Ni que decir tiene que lo primero que pensé fue que la propia Valentina había sido la que se quejó. No me sorprendía. Estaba claro que, al igual que yo, pensaba que cualquier historia entre nosotros estaba destinada a terminal mal. Aunque, para ser sincero, por esta vez no me preocupé por sus motivaciones. En todo caso, si hubiera sido ella la responsable, me había hecho un favor.

Unas semanas después recibí un mensaje suyo. No voy a mentir. Cuando lo vi, mi corazoncito pareció revivir. Pero me armé de valor y lo borré. Luego la bloqueé. Y por si eso no fuera suficiente, eliminé su teléfono de entre mis contactos, cosa que tendría que haber hecho hace rato. Aprovechando mi determinación, hice lo mismo con los de sus hermanas.

Habían quedado muchas cosas pendientes, pero, como acababa de comprobar, cualquier intento por esclarecer la verdad, solo serviría para que aparecieran nuevos conflictos, nuevas mentiras.

Para mí, la cosa había llegado a su fin. Dos años me había costado, pero mejor tarde que nunca. Así fue como les dije adiós, a mis odiosas hijastras.

-Continuará
 
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