Valentina estaba tirada sobre el sofá. Su cuerpo desparramado, parecía necesitar un espacio mucho más grande para que estuviese cómoda. Pero no era más que una ilusión óptica. En realidad, era bajita, y podría dormir tranquilamente en ese sofá. Pero es que, si bien era pequeña, ciertas partes de su cuerpo eran exageradamente desproporcionadas con respecto a su estatura y delgadez. Por supuesto, me refiero específicamente a sus tetas. En ese momento lucía una remera sin escote, pero aun así era imposible ocultar ese par de gomas. Me miró, desviando la vista del celular, pescándome con las manos en la maza, pues estaba mirando esos globos. Yo esquivé sus ojos inquisitivos, aunque sabía que era demasiado tarde.
—Voy a comprar unas cosas antes que se largue la tormenta —dije.
—Okey —respondió ella, ahora sin mirarme, como si lo que hubiera en su celular fuera mucho más interesante que cualquier cosa que yo le pudiera decir.
Afuera el cielo se había puesto tan oscuro que ya parecía de noche. Se levantó un viento frío que me hizo arrepentirme de haber salido solamente con un pulóver. La gente se metía en sus respectivas casas como si un demonio los estuviera persiguiendo. Pero esa reacción no parecía exagerada. Desde hacía días que en la televisión estaban advirtiendo que ese fin de semana caería una tormenta de una violencia inusual, que amenazaba con batir todos los récords. Yo era de los que descreían de los meteorólogos, aunque parecía ser que por esta vez el equivocado era yo. El clima tan tétrico, con ese viento filoso y el cielo totalmente cubierto, no presagiaba cosas buenas precisamente.
Pero aun así necesitaba salir un rato, a estirar las piernas, despejar un poco la cabeza, y tener un momento de soledad. De hecho, desde que me junté con Mariel, todos los días me urgía pasar un rato a solas, al menos una vez por día. La casa era muy grande, sí, pero Ellas ocupaban mucho espacio…
Además, ese fin de semana se dieron varias coincidencias llamativas. En primer lugar, Mariel se había ido a una feria del libro municipal en la provincia de San Luis. Yo, casualmente tenía franco —hacía años que no me tocaba franco un fin de semana completo, pero en esa época la empresa de seguridad en donde trabajaba empezaba a verse obligada a reducir las horas del personal—. Mi mujer era una escritora moderadamente reconocida en el ambiente literario de Buenos Aires, y a veces recibía invitaciones de distintas provincias para asistir y participar de eventos artísticos. Le había propuesto que fuéramos juntos. Pero me dijo que no, que sólo eran un par de días, y que seguramente me aburriría mucho, ya que tendría todo el tiempo actividades relacionadas con las literatura, cosa que a mí nunca me terminó por enganchar —y eso que hice muchos esfuerzos—. Además, me dijo que estaba intuyendo algo raro en sus hijas, así que prefería que me quedara en casa para asegurarme de que todo andaba bien.
Así que me tocaba hacer de niñero de tres chicas que habían dejado de ser niñas hacía bastante tiempo.
En el supermercado agarré un par de cervezas, que era lo único que hacía falta en la casa, ya que tanto la heladera como la alacena estaban repletas de comida. Caminé despacito hasta la casa. Las calles estaban ahora totalmente desiertas. Una gota helada me cayó en el cuello, y se metió por debajo de la ropa para luego deslizarse por la espalda, generándome escalofríos. Quizás era un presagio, pero en ese momento no lo pensé así.
No era la primera vez que Valentina me pescaba mientras la miraba indiscretamente. Y eso que desde hacía años que perdí la mala costumbre de mirar con lascivia a las mujeres atractivas —en realidad fue una costumbre que me la sacó una exnovia. Lo logró de una manera simple pero efectiva. Me dio vuelta la cara de un cachetazo cuando me descubrió mirándole el culo a una chica que pasaba por la vereda en minifalda—. Pero Valen no solo era una chica sexy. Ella estaba en otro nivel.
Cuando todavía no vivía con ella, yo alquilaba una casa a apenas un kilómetro de ahí. En esos tiempos estaba soltero. Hubo una vez en la que salí a hacer las compras al mediodía. Cuando estuve a punto de entrar a mi casa, vi que se acercaba, caminando por la vereda, un grupo de tres chicas adolescentes que recién salía de la escuela. No era un grupo cualquiera. Como de costumbre, las chicas lindas solían juntarse con otras chicas lindas. Estas tres pendejas, usaban la pollera tableada del uniforme escolar lo más cortas que podían. Recuerdo que las tres estaban bien maquilladas y con peinados demasiado producidos, todas de piernas hermosas y culo parado. Era casi fin de año, por lo que aventuré a suponer que se trataba de chicas del último año, y que muy probablemente ya habían cumplido los dieciocho.
Había una en particular que destacaba entre ellas. Y esto no era poca cosa, ya que las otras dos eran el sueño sexual de cualquier hombre de treinta y tantos años, como lo era yo. Pero la tercera, que a juzgar por su manera de hablar y por su lenguaje corporal era la líder, se destacaba entre las otras dos bellezas, y se destacaría estando al lado de cualquier otra hembra sensual. Tenía el pelo castaño lacio, suelto, un poco por debajo de los hombros. Un flequillo cubría su frente amplia —quizás su único defecto físico, aunque yo estaba lejos de fijarme en la frente, teniendo tanto en donde mirar—. La corbata estaba desanudada, y la camisa tenía varios botones desabrochados, y aun así, parecía que los otros botones estaban a punto de salir disparados. Las enormes tetas de la adolescente parecían apenas contenidas por la prenda.
Pasaron a mi lado, hablando con expresiones que no comprendí del todo. Yo hice tiempo en la puerta, haciendo de cuenta que estaba buscando la llave correcta en el manojo que tenía en la mano. Miré, sólo un instante, a las mujercitas. Las polleras bailaban por la brisa, y en todas ellas se adivinan hermosos ortos. Si la brisa se convirtiera en un vientito, quizás hubiera tenido la suerte de verles las bombachitas. Aunque claro, el trasero de la tercera chica, la tetona, era mucho más grande y respingón.
Mientras entraba a la casa, escuché cómo las colegialas se despedían. La chica que había llamado mi atención les decía a las otras que debía comprar algo en el mercadito. Entonces, en un rapto de inmadurez, decidí dejar las bolsas de las compras en la cocina, y salir de nuevo, directo al minimercado.
—¿De qué te olvidaste? —me preguntó el dueño del negocio, apenas entré.
—Nada, unas cosas de limpieza —dije, sin darle mucha importancia, ya que temía que el tipo tuviera ganas de ponerse a hablar y me arruinara el momento.
No me costó mucho encontrar a la chica. Por suerte estaba en la góndola contigua a la de limpieza. Tenía en la mano una toallita femenina. Agarré una botella de desinfectante para piso, y me le quedé viendo de reojo, fingiendo que estaba buscando alguna otra cosa, mientras ella parecía indecisa frente a la misma góndola. Creí haber estado haciéndolo sutilmente, pero como dije, Valentina —en ese momento no sabía su nombre—, siempre lograba pescarme infraganti, ya sea porque tenía mayor intuición que la mayoría de las mujeres, o simplemente porque yo bajaba la guardia cuando estaba frente a ella.
—Hola —la saludé, para minimizar el daño, una vez que me vi expuesto.
—Hola, ¿Te conozco? —preguntó ella.
Tenía los ojos marrones bien abiertos, y las cejas levantadas, con una expresión que me resultó intimidante.
—Me parece que sí —mentí—. Bueno, creo haberte visto antes.
—Que nos hayamos visto no significa que nos conozcamos —retrucó la suspicaz chica.
—No, claro. Pero eso puede cambiar —dije, levemente envalentonado, a pesar de que no tenía motivos para sentirme así—. Me llamo Adrián ¿Vos? —me presenté.
—Valentina —dijo ella.
—¿Y qué edad tenés Valentina? —pregunté.
—¿Y por qué querés saber eso? —me dijo, con el ceño fruncido.
—Porque… bueno. Porque me parecés muy linda —alcancé a decir, con un nerviosismo que ella seguramente notó.
—Tengo dieciocho, pero igual sos muy grande para mí —aclaró.
Se quedó unos segundos, como esperando respuesta.
—Sí, bueno… Ya sabés lo que dicen. Para el amor no hay edad…
—Pero yo no estoy buscando amor —aclaró, haciendo un gesto como diciendo “lamento decepcionarte”.
Después devolvió la toalla femenina a la góndola y salió apurada del supermercado, dejándome hecho un idiota, sin poder decir nada para salvar la pésima imagen que le acababa de dar a esa chica sexy.
—Qué boludo que soy —dije en voz alta.
Hacía mucho tiempo que no quedaba como un pajero frente a una chica. Pero esta ameritaba el riesgo. Sin embargo, los nervios me jugaron una mala pasada. No se me había ocurrido nada astuto para decirle, y quedé como un viejo baboso.
Llegando a mi casa, sintiéndome un completo idiota, no dejé de pensar en esa adolescente que me había volado la cabeza. Me pregunté quién se comía a ese manjar. Quién metía mano por debajo de esa pollerita tableada, que estaba achicada, hasta casi convertirse en una minifalda. Porque no me cabían dudas de que alguien lo hacía. Me rehusaba a pensar que cogía con chicos de su edad. Una chica con ese cuerpo tendría decenas de hombres hechos y derechos que se morían de ganas de penetrarla. Ella tendría de dónde elegir. Supuse que era alguien sumamente precoz, pero que sin embargo tendría muchas cosas por aprender. Me imaginé siendo su profesor en la cama. fantaseé con meter mano en esos muslos carnosos y en esas turgentes nalgas.
Pasó casi un año hasta que empecé a salir con Mariel. La conocí de pura casualidad, por un conocido que teníamos en común y que ni siquiera era un amigo. Si la palabra MILF estuviera en la enciclopedia, su significado debería estar precedido de una foto de ella. Con cuarenta años ya tenía a sus espaldas una vida llena de aventuras y tragedias. Dos matrimonios, tres hijas adolescentes, y una prolífica carrera como escritora que le permitía conocer casi todo el país.
La primera impresión que me dio fue que era demasiada mujer para mí. Pero hice lo posible por esconder mis inseguridades, y me mostré como un tipo bien plantado en la vida, al que no le gustaba los rodeos y prefería ir al grano. La invité a salir, e increíblemente me dijo que sí sin que yo tuviera que insistir. La primera cita comimos sushi e hicimos el amor en la casa que yo alquilaba. En pocos meses nuestra relación dio un salto enorme. Nunca hablamos de ser novios, pero más allá de los rótulos, en la práctica, eso era lo que éramos.
Yo no le preguntaba si se acostaba con otros tipos, pero asumía que no lo hacía, mucho menos cuando la relación llegó a un punto en el que nos veíamos muy de seguido, y nos comunicábamos todos los días por una cosa o por otra.
Pero había algo que me inquietaba. En sus redes sociales, cada tanto subía fotos con sus hijas. Una de ellas se parecía demasiado a la chica que yo había abordado en el minimercado, ante la cual había quedado como un acosador. De hecho, no me cabían dudas de que era Valentina, pues la chica era inconfundible, y si bien había pasado bastante tiempo desde la vez que sucedió nuestro encuentro, en varias ocasiones me la crucé por la calle, por lo que el recuerdo de sus características físicas estaba bien fresquito en mi memoria.
Trataba de no preocuparme por eso. Seguramente una chica como Valentina era abordada por tipos mucho más grandes que ella cada dos por tres. Es que era muy exuberante, y realmente parecía mayor, a pesar de que usara el uniforme de escuela. Así que tenía la esperanza de que mi intento por conocerla hubiera quedado olvidado.
Cuando decidimos, con Mariel, que íbamos a vivir juntos, realmente no fue porque queríamos dar un paso más en nuestra relación. Lo cierto era que yo estaba hasta el cuello de deudas. Unos años atrás había sacado a crédito algunas cosas para la casa. Lo había hecho con un gran optimismo, suponiendo que conseguiría un mejor trabajo. Pero pasaban los meses y eso no sucedía. La cuota de la tarjeta de crédito empezó a representar un porcentaje muy alto de mis ingresos. Luego me vi obligado a hacer gastos imprevistos cuando mamá enfermó. Por suerte mejoró, pero mi situación económica estaba muy mal. Lo gota que rebalsó el vaso fue cuando en el trabajo se suspendieron las horas extras. Ahora sí, estaba viviendo con lo justo. Me retrasé con una cuota, y me vi obligado a refinanciar la deuda. Grave error. Los intereses sobre interés eran un arma letal para el bolcillo de un laburante. Finalmente dejé de pagar la tarjeta, pero luego de unos meses me iniciaron juicio, y con una velocidad inusitada, un juez decretó el embargo de parte del sueldo.
Mariel sabía que yo no estaba en la misma posición económica que ella. No es que fuera rica. Pero era de clase media, mientras que yo era pobre. Cuando en una ocasión le dije que no podíamos salir a cenar porque yo no contaba con dinero, ella me dijo que no fuera tonto, que ella me invitaba. Esa noche me tragué el orgullo de macho del conurbano. Además de aceptar que pague la cuenta, me desahogué con ella. Le conté de lo estresante que era tener una deuda que no sabía cuándo iba a poder pagar. Fuimos a mi casa, como era de costumbre, ya que, de los dos, era el único que vivía solo, así que resultaba más cómodo hacer el amor ahí. Cuando terminamos de gozar, ella, con la cabeza apoyada en mi pecho dijo:
—Podés venir a vivir a mi casa. Al menos por un tiempo. Así te ahorrás el alquiler y podés ponerte al día con tus deudas.
Lo dijo como al pasar. Pero más allá de la excusa de mi crisis económica, estaba claro que si empezábamos a vivir juntos, pasaríamos a ser marido y mujer, incluso si no lo oficializábamos con papeles.
Y así fue como tuve que enfrentar el momento que quería esquivar el mayor tiempo posible: que Valentina supiera que el treintañero pajero que había conocido hacía más de un año, era el novio de su mamá, y ahora pasaría a ser una especie de padrastro para ella. Pero como dije, conservaba ciertas esperanzas de haber quedado en el olvido.
Antes de mudarme, para que la noticia no cayera tan intempestiva para las chicas, Mariel me invitó a cenar a su casa. Agostina no se encontraba. Pero Samanta y Valentina sí.
—Él es Adrián —dijo Mariel, cuando las dos adolescentes bajaron al comedor—. Ella es Sami —dijo después, señalando a su hija menor. Se trataba de una chica de dieciocho años, aunque parecía de dieciséis. Era rubia de ojos celestes. Usaba un pulóver que le quedaba bastante grande. Me daba la impresión de que se asemejaba a un animé japonés, con esos ojos enormes y expresivos, que en ese momento reflejaban más que nada curiosidad y timidez—. Y ella es Valentina —dijo después.
La despampanante adolescente —de ahora diecinueve años—, tenía un aspecto de lo más normal. A diferencia de aquella vez, en la que, con ese uniforme de escuela parecía una actriz prono, ahora vestía una remera blanca y un pantalón de jean. No obstante, a pesar de su simpleza, las enormes tetas resaltaban, usara la ropa que usara. Eran imposibles de que pasaran desapercibidas. De todas formas, hice gala de mi madurez y no me detuve un segundo en ellas. Sólo las veía de refilón, porque, a la distancia que estábamos, tenía una visión de todo su cuerpo.
Nos saludamos, y nos sentamos en la mesa. Yo ayudé a Mariel a servir la comida. No quería que me consideren un machista de manual, y eso no era solo porque no quería quedar mal frente a ellas, sino porque realmente no me considero así.
Lo que siguió fueron las preguntas de rigor. Que qué edad tenían, que si estudiaban o trabajaban. Sami parecía tímida, pero aun así habló más que Valentina, quien estaba más concentrada en masticar las milanesas que en conocerme. Sin embargo, a pesar de su mutismo, esa noche empecé conocer algo de ella. Me di cuenta de que se llevaba bocados muy grandes a la boca, y que por momentos masticaba con la boca abierta. Tenía gestos vulgares, y las pocas palabras que pronunció no eran propias de una señorita, ni tampoco de una chica de clase media bien educada. “Está piola” respondió cuando Mariel le preguntó si estaban buenas las milanesas. Incluso hasta parecía algo masculina. Pero estos rasgos no enturbiaban la imagen de sensualidad que desprendía la mocosa, más bien todo lo contrario. La hacían ver como una criatura exótica. Imaginé que tenía muchos amigos hombres, pues la verdad que, en una casa como esa, en donde todas eran mujeres, resultaba muy extraño que tuviera esos modos.
—¿Querés más ensalada Valu? —le pregunté, cuando vi que en su plato sólo quedaba media milanesa.
—Valentina —dijo la pendeja.
No pude reaccionar con rapidez. Había oído a Mariel nombrarla de esa manera, y en un acto condescendiente —y bastante torpe—, me había apropiado de ese sobrenombre. Nada le daba derecho a la mocosa a hablarme de esa manera, pero, por otra parte, su respuesta, si bien resultaba antipática, no representaba realmente una falta de respeto.
—Valu, no seas maleducada —la reprendió su madre.
—No soy maleducada —dijo ella, en sintonía con lo que yo mismo pensaba—. Sólo le aclaro a Adrián que así solo me llaman mis amigos o familiares cercanos.
—¡Valentina no te pases! —exclamó su mamá.
Samanta parecía encogida en su asiento, sin intención de intervenir, pero en ese momento percibí un apoyo silencioso que no sería la primera vez que sentiría.
—Pero si no dijo nada malo —dije al fin, para evitar cualquier conflicto—. Es más, tiene toda la razón. Si apenas nos conocemos… Quizás cuando seamos amigos pueda tratarte con más confianza.
—Quizás —dijo ella—. Bueno, estuvo muy rico. Me voy a mi cuarto. Hasta pronto Adrián.
El saludo pareció que lo hizo, más que nada, porque sabía que si se iba sin despedirse ahí sí se armaría una trifulca con su madre.
—Disculpala. No es con vos. Ella es así nomás —dijo Mariel, apoyando su mano encima de la mía.
Yo tenía mis dudas de que no fuera algo personal. Como dije antes, después de ese día en el minimercado, nos habíamos cruzado varias veces, y cabía la posibilidad de que hubiera otras tantas en la que ella me vio sin que yo lo notara, por lo que la idea de que me recordara se hacía más factible. Pero me sentía entre la espada y la pared. Podía comentarle a Mariel de aquel encuentro. Ni siquiera sería necesario mentirle demasiado. Le diría que quizás su hija había malinterpretado alguna cosa de esa corta conversación que habíamos tenido. Pero si lo hacía, dejaba en evidencia que recordaba un suceso, supuestamente insignificante, que había ocurrido hacía más de un año, lo que seguramente llamaría la atención de Mariel, quien de tonta no tenía nada. Pero por otra parte, si no decía nada, también correría cierto riesgo, ya que era probable que Valentina sí se lo hubiera contado, y me dejara a mí mal parado por conservar ese secreto que, de alguna manera, nos involucraba a los tres.
Pero finalmente me decanté por cerrar la boca. Pensé que, a pesar de ser tan joven, Valentina habría sufrido de acosos mucho más vehementes que el mío. Tendría muchísimas anécdotas de tipos que la seguían por la calle. Las mujeres tenían que lidiar con todo tipo de pervertidos, y una chica como ella seguramente atraía las miradas libidinosas de los adultos desde que era mucho más chica. Así que lo mío sería una pequeñez al lado de todas las experiencias que debía tener. Y en caso de que alguna vez mi mujer me lo preguntara, yo fingiría amnesia.
Pero de todas formas quedaba la cuestión de por qué se había mostrado hostil conmigo. ¿Sería por enterarse de que muy pronto un extraño viviría con ella? Lo que estaba claro era que no le había caído nada bien, ni ella a mí.
De aquella cena habían pasado apenas unos meses. Valentina seguía siendo una chica que se mostraba directa, con modos vulgares sí, pero sincera y honesta. Pero aún así, detrás de esa personalidad, aparentemente franca, se escondía una chica con muchos misterios. Tal es así, que aún no sabía si recordaba o no aquel patético intento de acercamiento en el minimercado.
Mientras caminaba la última cuadra, un pequeño remolino se formó en una esquina, levantando un montón de polvo y basura. Era evidente que era un clima atípico para otoño, que si bien era una estación normalmente fría y gris, ahora imperaba un ambiente digno de una película de terror. Las nubes se veían más densas que hasta hacía unos minutos, y a lo lejos se veían relámpagos precedidos de poderosos truenos.
Entré a casa. Valentina estaba todavía tirada en el sofá. Con el dedo meñique escarbaba una de sus orejas.
—¿Sami está en la casa? —le pregunté.
—En su cuarto —respondió ella, lacónica. Sacó el dedo de la oreja y lo observó con detenimiento.
—¿Y Agos? —quise saber después.
—A ver… — Valentina palpó los bolcillos del pantalón que llevaba puesto—. Acá no está —dijo.
—Se viene una tormenta muy fuerte y quisiera estar seguro de que todas se encuentran acá, a salvo.
—No te preocupes, sabemos cuidarnos solas —respondió ella.
—Eso no lo dudo. Pero tu mamá me pidió que me asegurara de que todo marche bien en la casa mientras ella no está, y no pienso fallarle.
Valentina esbozó una sonrisa cargada de ironía.
—Entonces lo hacés solo para quedar bien con mamá. Pésimo servicio señor padrastro —se burló.
La dejé sola con sus tonterías. Cuando comenzaba con ese tipo de humor, luego la cosa se desviaba a algo más agresivo, y yo no estaba de humor para aguantarla. Subí hasta el cuarto de Agos. Golpeé la puerta, pero no fui atendido por nadie. Después fui al de Sami.
—Creo que está en lo de Mili —dijo, gritando para que la voz atravesara la puerta, pues no se había molestado en levantarse a abrirla, ni en decirme que pasara.
Sami era la única de las tres que mostraba cierta simpatía por mí. Pero era bastante haragana y cerrada, cosa que por momentos me hacía exasperar. Supuse que si Agostina estaba en la casa de su amiga seguramente estaría bien resguardada. Lo peor de la tormenta duraría un par de horas a lo sumo —o eso creía—. Aún así le mandé un mensaje diciéndole que si necesitaba que le pida un taxi me avisara y yo se lo mandaba. Pero no solo no se molestó en contestarme, sino que me dejó el visto, para que quedase claro que había decidido ignorarme.
Salí al patio de afuera, refugiándome bajo un techo de chapa que teníamos en el fondo. En ese momento se largó la lluvia con toda la furia del cielo. entonces vi que Rita, la mascota de la casa, salía corriendo hasta el otro extremo del patio. Esa perrita tonta siempre sintió aversión por el agua, incluso resultaba muy difícil bañarla, pero la alarma que despertó en ella los truenos fue más fuerte. Se plantó frente a la pared medianera, y mirando hacia arriba empezó a ladrar como una desquiciada, con más rabia que cuando les ladraba a los gatos que andaban merodeando por los tejados de las casas vecinas.
—¡Rita! —escuché gritar a mis espaldas.
Valentina salía disparada hacia el encuentro de su mascota. Atravesó el patio corriendo. Sus piernas musculosas se movían ágiles por el pasto mojado. Agarró a Rita, quien no dejó de estirar el cogote hacia el cielo para ladrarle a los relámpagos. La abrazó a la altura de su abdomen, protegiéndola de la lluvia, y regresó corriendo. Sin embargo, esos pocos segundos que se había tomado para hacer esa carrera de ida y vuelta, bastaron para que mi hijastra se empapara por completo. Su cabello y ropas chorreaban agua. La remera blanca comenzaba a tornarse transparente. Entonces me di cuenta de algo: no estaba usando corpiño. Los pezones estaban duros por el frío, y se marcaban en la remera de tal manera, que parecían a punto de atravesar la tela. Además, a través de la prenda empapada, pude ver los senos, ya no solo sus formas, sino el color de la piel desnuda.
—Tenela un rato. Voy a buscar algo para secarla, sino, va a entrar así a la casa —dijo, entregándome a la perra.
Ninguna de las tres chicas eran muy dadas a las tareas domésticas, pero tratándose de Rita, Valentina solía ser muy activa. Volvió unos minutos después, con un toallón. Yo mantenía a Rita los más alejada que podía de mí. No quería ensuciarme ni que me mojara. Valentina la envolvió con el toallón y empezó a secarla. Su pelo mojado cayó a un costado. Gotitas de agua se deslizaban por su rostro ovalado. Las tetas, libres del brasier, caían por el efecto de gravedad, pues ella estaba levemente inclinada. Daban la impresión de ser increíblemente pesadas. Dudaba de que una chica como ella, que apenas superaba el metro sesenta pudiera aguantar ese peso durante mucho tiempo. Por enésima vez me pregunté quién carajos se comía a semejante pendeja. Hasta el momento no le conocía novio. Aunque sí tenía muchos amigos, tal como lo había imaginado. Por lo visto, el hecho de haberla visto aquella vez con dos chicas de su edad había sido pura casualidad, pues se llevaba mucho mejor con el sexo masculino. Su personalidad varonil le permitía sentirse cómoda con ellos, pero no me cabían dudas de que a cada uno de ellos, en mayor o menor medida, les gustaría cogérsela. Pero era demasiada mujer para esos mocosos.
También por enésima vez me pregunté qué carajos hacía en esa casa, viviendo con tres adolescentes, y en particular con ese camión con acoplado que ahora me mostraba las tetas sin darse cuenta —o sin que le importara—. No me podía quejar de Mariel. A sus cuarenta años era toda una bomba sexual. El único defecto físico que tenía era que con los años se había ensanchado poco a poco. Valentina era, de la tres hermanas, la más parecida a su madre. Era como una versión de ella, pero dos décadas más joven y con unas tetas que no tenía idea de quién las había heredado. Mi mujer tenía sus buenas gomas, pero no se le comparaban.
Estábamos pasando un buen momento con Mariel. A pesar de las turbulencias típicas de la convivencia. La amaba. No con esa pasión que supe tener hasta que estuve cerca de los treinta, sino algo más calmo, inclinado no tanto a las pasiones del momento, sino con un amor objetivo, proyectado hacia el futuro. Era una mujer sensual, que generaba calentura en cualquier hombre que la conociera, pero que no se andaba con pendejadas. No le daba cabida a los tipos que la buscaban. Tenía en claro que en ese momento quería compartir su vida conmigo, y hacía todo lo necesario para proteger esa relación. En la cama era casi una actriz porno. Lo único que le generaba pudor era el sexo anal. Inteligente, sexy y talentosa. ¿Qué más se podía pedir en una mujer? Valentina no le llegaba a los talones en ese sentido. Le faltaba vivir veinte años más y aun así dudaba de que lograra igualarla. Era apenas una pendeja que no sabía nada de la vida. Pero ahí estaba, con su juventud exacerbada, y esa sensualidad que me hizo sentir lujuria por ella cuando apenas la había visto por primera vez. Y su actitud soez y por momentos hostil, en lugar de hacerme sentir espantado, me daban un morbo tremendo. Me daban ganas de ponerla en mi regazo y darle un montón de nalgadas a esa culo enorme y terso, para luego cogérmela y acabar en esas descomunales tetas.
—Listo —dijo ella.
Se llevó a la perra adentro. Yo me quedé mirando la lluvia un rato, mientras pensaba en mi extraña suerte. Mariel era una mujer en un millón. Además de que, con lo buena que estaba, le había dado cabida a un perdedor como yo, luego me acobijó en su casa. No sólo me estaba ahorrando el dinero de alquiler, sino que ella corría con la mayor parte de los gastos. Entre los derechos de autor de sus libros y los talleres literarios que dictaba, tenía una posición económica bastante cómoda, y por algún motivo, la compartía conmigo.
Cada vez que fantaseaba con frotar mi verga en las turgentes tetas de su hija, por más que sabía que jamás concretaría tal fantasía, era una traición hacia mi mujer. Y, sin embargo, no podía evitar pensar en eso cada tanto. Y después de la involuntaria escena hot que había regalado la pendeja, iba a ser difícil no pensar en ella de manera lujuriosa.
Valentina, qué pendeja insolente. Al final nunca tuve la confianza suficiente como para llamarla Valu, ni siquiera Valen. Me sentía un idiota diciendo su nombre completo, pero no quería pasar otra vez por un momento incómodo, como el de la cena de hacía unos meses atrás.
A los pocos días de esa reunión, me fui a vivir con ellas. La hostilidad de Valentina, quien era la segunda de las hermanas, no había ido mucho más allá. Pero se mantuvo a lo largo del tiempo, y cada vez que yo quería romper el muro que nos separaba, era ella misma la que remarcaba la distancia que debía haber entre nosotros. Además, una cosa que me molestaba mucho de ella, era que siempre parecía estar observándome, midiendo cada paso que daba. Cuando yo usaba mi celular, ella me escrutaba con el ceño fruncido, como si sospechara que estaba engañando a su mamá. Mariel no era celosa ni desconfiada, y por lo visto Valentina pretendía cubrir esa falencia de mi mujer. Si la madre era una total despreocupada, la hija estaría en alerta para descubrir lo que la otra jamás descubriría.
Sin embargo, esa persecución siempre fue infructuosa para mi querida hijastra. Unos días después de mi llegada, recibí en mis redes sociales solicitudes de cuentas sospechosas, que en general eran bastante nuevas. Yo las aceptaba. No tenía nada que esconder. Salvo algunas vecinas de los edificios que solía cuidar, con quienes tenía un tonto coqueteo, no tenía absolutamente nada en mi prontuario. De hecho, para decidir serle infiel a Mariel tendrían que darse muchas cosas. Entre ellas, la mujer en cuestión debía ser mínimamente tan atractiva como ella, y como ya dije, era improbable que otra hembra de ese target me hiciera caso. La verdad era que mi única tentación estaba en esa casa.
Me metí a la casa. Valentina bajaba con ropa seca, aunque su cabello seguía mojado. Lamenté que se dirigiera a la sala de estar, pues yo pensaba acomodarme ahí. Esa era una de las pocas cosas que teníamos en común. A ninguno de los dos nos gustaba pasar el día encerrados en nuestros respectivos cuartos, y eso que el día se prestaba para dormir la siesta. Además, a Mariel no le gustaba tener televisor en el cuarto, por lo que no era muy divertido estar encerrado ahí, salvo cuando cogíamos, obviamente.
—¿Te molesta que ponga otra cosa? —pregunté, agarrando el control remoto. Ella estaba metida en su celular, así que imaginé que no iba a ver nada en la televisión.
Como respuesta se limitó a encogerse de hombros. Puse Netflix, pero en ese mismo momento el celular vibró en mi bolcillo. Recordé que estaba esperando una respuesta de Agostina. Esperaba que se tratara de ella. Por la tarde Mariel me preguntaría si estaba todo bien, y yo quería tener en claro en dónde estaba cada una de las chicas. Los fines de semana solían salir a bailar —sobre todo Agostina y Valentina—, pero debido al alerta meteorológico, y al clima inusual que ya se hacía sentir, debían quedarse en casa. Las chicas ya eran mayores de edad, así que debía ponerme firme al respecto, ya que, si querían salir, en realidad, no tenían por qué hacerme caso.
Vi que la notificación que me había llegado era de un número que no tenía registrado. Solía ignorar ese tipo de mensajes, ya que en general eran spam, pero en esta ocasión decidí abrir el WhatsApp. Marqué la clave de seguridad y el teléfono se desbloqueó.
—Uf, cualquiera diría que escondés algo —largó Valentina, sin siquiera mirarme.
—¿Perdón? —pregunté, confundido.
—Nada, solo que, según recuerdo, hasta ayer no usabas códigos de seguridad en tu celular —largó ella.
—Veo que estás muy atenta a cada cosa que hago —dije, exasperado, señalando algo que tenía en la punta de la lengua desde que la conocí.
—Es que todavía sos un desconocido para mí, y ahora estás viviendo no solo con mamá, sino conmigo y con mis hermanas.
Suspiré hondo, armándome de paciencia. La pendeja tenía un punto. Mariel confiaba ciegamente en mí, pero ellas no tenían por qué hacerlo.
—Si estás tan atenta a lo que hago o digo, habrás escuchado que hace unos días intentaron robarme el celular en el colectivo —expliqué—. Desde ese día decidí usar el código de seguridad, porque este aparato tiene todos mis datos bancarios, y si me lo llegan a robar, puedo tener muchos problemas.
—Cuando un caco roba un celu, lo primero que hace es apagarlo para que no lo localicen ¿no lo sabías? Y eso que trabajás en seguridad hace mil años —comentó ella.
—Que eso sea lo que se haga en general, no significa que no pueda llegar a pasar lo que te expliqué —dije.
La verdad era que me sentía humillado, porque la pendeja tenía razón. Pero eso no quitaba que yo le estaba diciendo la verdad, cosa que ni siquiera estaba obligado a hacer. No era la primera vez que se metía con mi trabajo. En una ocasión, en una de las pocas veces en las que se dispuso a entablar una conversación conmigo, me preguntó si no le molestaba ser la pareja de una mujer exitosa, mientras que yo tenía un empleo común y corriente que no parecía tener futuro.
—Nunca me molestaría por el éxito de la mujer que amo —le había respondido—. Además, no tengo pensado trabajar toda la vida en este rubro —agregué después.
—Bueno, pero ya tenés treinta y cinco ¿No? Y no tenés experiencia en otros trabajos. A tu edad, en el mercado laboral ya sos viejo ¿No lo sabías? Y encima sin experiencia en otros rubros…
Ese día estábamos en la sobremesa. Mariel se había puesto a levantar la mesa. Agos, como de costumbre, andaba con su amiga Mili, y Sami estaba muda en su asiento, aunque se notaba que estaba prestando atención a nuestra conversación.
—Mis conocimientos no se limitan a mi trabajo —dije, intentando hacer que se diera cuenta de lo equivocada que estaba—. Sé bastante de electricidad. Sólo es cuestión de hacer el curso y sacar la matrícula…
—Bueno, de vigilante a electricista, tampoco es el gran cambio —interrumpió ella.
Sami parecía avergonzada por lo que decía su hermana, pero no atinó a decir nada, como era natural. Mariel apareció en el comedor.
—¿Está todo bien? —preguntó, notando que el aire estaba tenso.
—Todo perfecto, sólo que Valentina está preocupada por mi futuro laboral —expliqué.
—Valen, ¿Ya te estás desubicando de nuevo? —dijo Mariel.
—No es nada, sólo estábamos charlando —le dije a mi mujer, para que la cosa no se hiciera más grande.
Esa había sido la primera vez que intentaba humillarme por mi condición humilde, pero no sería la última. Y ahora me salía con una nueva. ¿Qué carajos le importaba a esa mocosa si yo usaba códigos de seguridad en mi celular o no? Ni siquiera Mariel me había preguntado al respecto. Para ocupar la cabeza en otra cosa, me dispuse a leer ese mensaje que me llegó desde un número desconocido. Me sorprendió el hecho de que me hubieran mandado una foto. Eso me hacía pensar que no se trataba de spam después de todo. Abrí la foto.
Primero no entendí de qué se trataba, porque lo que veía me parecía muy familiar, pero a la vez no llegaba a recordar de qué se trataba. Era una foto de un celular… ¡El celular de Mariel! El aparato estaba encendido, y mostraba una conversación de WhatsApp. ¡qué carajos! Arriba decía el nombre con el que mi mujer guardaba a aquel contacto. “Apaib”. ¡Pero si eso ni siquiera era un nombre!
Un miedo premonitorio me atravesó el cuerpo. Un trueno retumbó muy cerca. Leí la conversación. “¿Por qué no me contestás? ¿Estás enojada?”, preguntaba Apaib. Como no recibía respuesta, le mandó otro mensaje. “Espero que no estés arrepentida”, le puso. Finalmente, Mariel le respondió: “No me arrepentí. Pero ya te dije que estoy en pareja. Así que…” dejó la respuesta en suspenso, como si fuera obvio lo que seguía. “Además, no me gusta que me escribas cuando ni siquiera sabés si estoy con él en este momento”, lo escribió ella después.
El alma se me cayó al suelo. La conversación era muy contundente. Su significado era imposible de negar. Vi a Valentina, que seguía concentrada en su celular. O al menos fingía estarlo. Una sonrisa se dibujó en sus labios gruesos. ¿Había sido ella la que me envió el mensaje? Sentí que la sangre me hervía.
—Pendeja de mierda —dije.
Continuará
—Voy a comprar unas cosas antes que se largue la tormenta —dije.
—Okey —respondió ella, ahora sin mirarme, como si lo que hubiera en su celular fuera mucho más interesante que cualquier cosa que yo le pudiera decir.
Afuera el cielo se había puesto tan oscuro que ya parecía de noche. Se levantó un viento frío que me hizo arrepentirme de haber salido solamente con un pulóver. La gente se metía en sus respectivas casas como si un demonio los estuviera persiguiendo. Pero esa reacción no parecía exagerada. Desde hacía días que en la televisión estaban advirtiendo que ese fin de semana caería una tormenta de una violencia inusual, que amenazaba con batir todos los récords. Yo era de los que descreían de los meteorólogos, aunque parecía ser que por esta vez el equivocado era yo. El clima tan tétrico, con ese viento filoso y el cielo totalmente cubierto, no presagiaba cosas buenas precisamente.
Pero aun así necesitaba salir un rato, a estirar las piernas, despejar un poco la cabeza, y tener un momento de soledad. De hecho, desde que me junté con Mariel, todos los días me urgía pasar un rato a solas, al menos una vez por día. La casa era muy grande, sí, pero Ellas ocupaban mucho espacio…
Además, ese fin de semana se dieron varias coincidencias llamativas. En primer lugar, Mariel se había ido a una feria del libro municipal en la provincia de San Luis. Yo, casualmente tenía franco —hacía años que no me tocaba franco un fin de semana completo, pero en esa época la empresa de seguridad en donde trabajaba empezaba a verse obligada a reducir las horas del personal—. Mi mujer era una escritora moderadamente reconocida en el ambiente literario de Buenos Aires, y a veces recibía invitaciones de distintas provincias para asistir y participar de eventos artísticos. Le había propuesto que fuéramos juntos. Pero me dijo que no, que sólo eran un par de días, y que seguramente me aburriría mucho, ya que tendría todo el tiempo actividades relacionadas con las literatura, cosa que a mí nunca me terminó por enganchar —y eso que hice muchos esfuerzos—. Además, me dijo que estaba intuyendo algo raro en sus hijas, así que prefería que me quedara en casa para asegurarme de que todo andaba bien.
Así que me tocaba hacer de niñero de tres chicas que habían dejado de ser niñas hacía bastante tiempo.
En el supermercado agarré un par de cervezas, que era lo único que hacía falta en la casa, ya que tanto la heladera como la alacena estaban repletas de comida. Caminé despacito hasta la casa. Las calles estaban ahora totalmente desiertas. Una gota helada me cayó en el cuello, y se metió por debajo de la ropa para luego deslizarse por la espalda, generándome escalofríos. Quizás era un presagio, pero en ese momento no lo pensé así.
……………………………………………………..
No era la primera vez que Valentina me pescaba mientras la miraba indiscretamente. Y eso que desde hacía años que perdí la mala costumbre de mirar con lascivia a las mujeres atractivas —en realidad fue una costumbre que me la sacó una exnovia. Lo logró de una manera simple pero efectiva. Me dio vuelta la cara de un cachetazo cuando me descubrió mirándole el culo a una chica que pasaba por la vereda en minifalda—. Pero Valen no solo era una chica sexy. Ella estaba en otro nivel.
Cuando todavía no vivía con ella, yo alquilaba una casa a apenas un kilómetro de ahí. En esos tiempos estaba soltero. Hubo una vez en la que salí a hacer las compras al mediodía. Cuando estuve a punto de entrar a mi casa, vi que se acercaba, caminando por la vereda, un grupo de tres chicas adolescentes que recién salía de la escuela. No era un grupo cualquiera. Como de costumbre, las chicas lindas solían juntarse con otras chicas lindas. Estas tres pendejas, usaban la pollera tableada del uniforme escolar lo más cortas que podían. Recuerdo que las tres estaban bien maquilladas y con peinados demasiado producidos, todas de piernas hermosas y culo parado. Era casi fin de año, por lo que aventuré a suponer que se trataba de chicas del último año, y que muy probablemente ya habían cumplido los dieciocho.
Había una en particular que destacaba entre ellas. Y esto no era poca cosa, ya que las otras dos eran el sueño sexual de cualquier hombre de treinta y tantos años, como lo era yo. Pero la tercera, que a juzgar por su manera de hablar y por su lenguaje corporal era la líder, se destacaba entre las otras dos bellezas, y se destacaría estando al lado de cualquier otra hembra sensual. Tenía el pelo castaño lacio, suelto, un poco por debajo de los hombros. Un flequillo cubría su frente amplia —quizás su único defecto físico, aunque yo estaba lejos de fijarme en la frente, teniendo tanto en donde mirar—. La corbata estaba desanudada, y la camisa tenía varios botones desabrochados, y aun así, parecía que los otros botones estaban a punto de salir disparados. Las enormes tetas de la adolescente parecían apenas contenidas por la prenda.
Pasaron a mi lado, hablando con expresiones que no comprendí del todo. Yo hice tiempo en la puerta, haciendo de cuenta que estaba buscando la llave correcta en el manojo que tenía en la mano. Miré, sólo un instante, a las mujercitas. Las polleras bailaban por la brisa, y en todas ellas se adivinan hermosos ortos. Si la brisa se convirtiera en un vientito, quizás hubiera tenido la suerte de verles las bombachitas. Aunque claro, el trasero de la tercera chica, la tetona, era mucho más grande y respingón.
Mientras entraba a la casa, escuché cómo las colegialas se despedían. La chica que había llamado mi atención les decía a las otras que debía comprar algo en el mercadito. Entonces, en un rapto de inmadurez, decidí dejar las bolsas de las compras en la cocina, y salir de nuevo, directo al minimercado.
—¿De qué te olvidaste? —me preguntó el dueño del negocio, apenas entré.
—Nada, unas cosas de limpieza —dije, sin darle mucha importancia, ya que temía que el tipo tuviera ganas de ponerse a hablar y me arruinara el momento.
No me costó mucho encontrar a la chica. Por suerte estaba en la góndola contigua a la de limpieza. Tenía en la mano una toallita femenina. Agarré una botella de desinfectante para piso, y me le quedé viendo de reojo, fingiendo que estaba buscando alguna otra cosa, mientras ella parecía indecisa frente a la misma góndola. Creí haber estado haciéndolo sutilmente, pero como dije, Valentina —en ese momento no sabía su nombre—, siempre lograba pescarme infraganti, ya sea porque tenía mayor intuición que la mayoría de las mujeres, o simplemente porque yo bajaba la guardia cuando estaba frente a ella.
—Hola —la saludé, para minimizar el daño, una vez que me vi expuesto.
—Hola, ¿Te conozco? —preguntó ella.
Tenía los ojos marrones bien abiertos, y las cejas levantadas, con una expresión que me resultó intimidante.
—Me parece que sí —mentí—. Bueno, creo haberte visto antes.
—Que nos hayamos visto no significa que nos conozcamos —retrucó la suspicaz chica.
—No, claro. Pero eso puede cambiar —dije, levemente envalentonado, a pesar de que no tenía motivos para sentirme así—. Me llamo Adrián ¿Vos? —me presenté.
—Valentina —dijo ella.
—¿Y qué edad tenés Valentina? —pregunté.
—¿Y por qué querés saber eso? —me dijo, con el ceño fruncido.
—Porque… bueno. Porque me parecés muy linda —alcancé a decir, con un nerviosismo que ella seguramente notó.
—Tengo dieciocho, pero igual sos muy grande para mí —aclaró.
Se quedó unos segundos, como esperando respuesta.
—Sí, bueno… Ya sabés lo que dicen. Para el amor no hay edad…
—Pero yo no estoy buscando amor —aclaró, haciendo un gesto como diciendo “lamento decepcionarte”.
Después devolvió la toalla femenina a la góndola y salió apurada del supermercado, dejándome hecho un idiota, sin poder decir nada para salvar la pésima imagen que le acababa de dar a esa chica sexy.
—Qué boludo que soy —dije en voz alta.
Hacía mucho tiempo que no quedaba como un pajero frente a una chica. Pero esta ameritaba el riesgo. Sin embargo, los nervios me jugaron una mala pasada. No se me había ocurrido nada astuto para decirle, y quedé como un viejo baboso.
Llegando a mi casa, sintiéndome un completo idiota, no dejé de pensar en esa adolescente que me había volado la cabeza. Me pregunté quién se comía a ese manjar. Quién metía mano por debajo de esa pollerita tableada, que estaba achicada, hasta casi convertirse en una minifalda. Porque no me cabían dudas de que alguien lo hacía. Me rehusaba a pensar que cogía con chicos de su edad. Una chica con ese cuerpo tendría decenas de hombres hechos y derechos que se morían de ganas de penetrarla. Ella tendría de dónde elegir. Supuse que era alguien sumamente precoz, pero que sin embargo tendría muchas cosas por aprender. Me imaginé siendo su profesor en la cama. fantaseé con meter mano en esos muslos carnosos y en esas turgentes nalgas.
Pasó casi un año hasta que empecé a salir con Mariel. La conocí de pura casualidad, por un conocido que teníamos en común y que ni siquiera era un amigo. Si la palabra MILF estuviera en la enciclopedia, su significado debería estar precedido de una foto de ella. Con cuarenta años ya tenía a sus espaldas una vida llena de aventuras y tragedias. Dos matrimonios, tres hijas adolescentes, y una prolífica carrera como escritora que le permitía conocer casi todo el país.
La primera impresión que me dio fue que era demasiada mujer para mí. Pero hice lo posible por esconder mis inseguridades, y me mostré como un tipo bien plantado en la vida, al que no le gustaba los rodeos y prefería ir al grano. La invité a salir, e increíblemente me dijo que sí sin que yo tuviera que insistir. La primera cita comimos sushi e hicimos el amor en la casa que yo alquilaba. En pocos meses nuestra relación dio un salto enorme. Nunca hablamos de ser novios, pero más allá de los rótulos, en la práctica, eso era lo que éramos.
Yo no le preguntaba si se acostaba con otros tipos, pero asumía que no lo hacía, mucho menos cuando la relación llegó a un punto en el que nos veíamos muy de seguido, y nos comunicábamos todos los días por una cosa o por otra.
Pero había algo que me inquietaba. En sus redes sociales, cada tanto subía fotos con sus hijas. Una de ellas se parecía demasiado a la chica que yo había abordado en el minimercado, ante la cual había quedado como un acosador. De hecho, no me cabían dudas de que era Valentina, pues la chica era inconfundible, y si bien había pasado bastante tiempo desde la vez que sucedió nuestro encuentro, en varias ocasiones me la crucé por la calle, por lo que el recuerdo de sus características físicas estaba bien fresquito en mi memoria.
Trataba de no preocuparme por eso. Seguramente una chica como Valentina era abordada por tipos mucho más grandes que ella cada dos por tres. Es que era muy exuberante, y realmente parecía mayor, a pesar de que usara el uniforme de escuela. Así que tenía la esperanza de que mi intento por conocerla hubiera quedado olvidado.
Cuando decidimos, con Mariel, que íbamos a vivir juntos, realmente no fue porque queríamos dar un paso más en nuestra relación. Lo cierto era que yo estaba hasta el cuello de deudas. Unos años atrás había sacado a crédito algunas cosas para la casa. Lo había hecho con un gran optimismo, suponiendo que conseguiría un mejor trabajo. Pero pasaban los meses y eso no sucedía. La cuota de la tarjeta de crédito empezó a representar un porcentaje muy alto de mis ingresos. Luego me vi obligado a hacer gastos imprevistos cuando mamá enfermó. Por suerte mejoró, pero mi situación económica estaba muy mal. Lo gota que rebalsó el vaso fue cuando en el trabajo se suspendieron las horas extras. Ahora sí, estaba viviendo con lo justo. Me retrasé con una cuota, y me vi obligado a refinanciar la deuda. Grave error. Los intereses sobre interés eran un arma letal para el bolcillo de un laburante. Finalmente dejé de pagar la tarjeta, pero luego de unos meses me iniciaron juicio, y con una velocidad inusitada, un juez decretó el embargo de parte del sueldo.
Mariel sabía que yo no estaba en la misma posición económica que ella. No es que fuera rica. Pero era de clase media, mientras que yo era pobre. Cuando en una ocasión le dije que no podíamos salir a cenar porque yo no contaba con dinero, ella me dijo que no fuera tonto, que ella me invitaba. Esa noche me tragué el orgullo de macho del conurbano. Además de aceptar que pague la cuenta, me desahogué con ella. Le conté de lo estresante que era tener una deuda que no sabía cuándo iba a poder pagar. Fuimos a mi casa, como era de costumbre, ya que, de los dos, era el único que vivía solo, así que resultaba más cómodo hacer el amor ahí. Cuando terminamos de gozar, ella, con la cabeza apoyada en mi pecho dijo:
—Podés venir a vivir a mi casa. Al menos por un tiempo. Así te ahorrás el alquiler y podés ponerte al día con tus deudas.
Lo dijo como al pasar. Pero más allá de la excusa de mi crisis económica, estaba claro que si empezábamos a vivir juntos, pasaríamos a ser marido y mujer, incluso si no lo oficializábamos con papeles.
Y así fue como tuve que enfrentar el momento que quería esquivar el mayor tiempo posible: que Valentina supiera que el treintañero pajero que había conocido hacía más de un año, era el novio de su mamá, y ahora pasaría a ser una especie de padrastro para ella. Pero como dije, conservaba ciertas esperanzas de haber quedado en el olvido.
Antes de mudarme, para que la noticia no cayera tan intempestiva para las chicas, Mariel me invitó a cenar a su casa. Agostina no se encontraba. Pero Samanta y Valentina sí.
—Él es Adrián —dijo Mariel, cuando las dos adolescentes bajaron al comedor—. Ella es Sami —dijo después, señalando a su hija menor. Se trataba de una chica de dieciocho años, aunque parecía de dieciséis. Era rubia de ojos celestes. Usaba un pulóver que le quedaba bastante grande. Me daba la impresión de que se asemejaba a un animé japonés, con esos ojos enormes y expresivos, que en ese momento reflejaban más que nada curiosidad y timidez—. Y ella es Valentina —dijo después.
La despampanante adolescente —de ahora diecinueve años—, tenía un aspecto de lo más normal. A diferencia de aquella vez, en la que, con ese uniforme de escuela parecía una actriz prono, ahora vestía una remera blanca y un pantalón de jean. No obstante, a pesar de su simpleza, las enormes tetas resaltaban, usara la ropa que usara. Eran imposibles de que pasaran desapercibidas. De todas formas, hice gala de mi madurez y no me detuve un segundo en ellas. Sólo las veía de refilón, porque, a la distancia que estábamos, tenía una visión de todo su cuerpo.
Nos saludamos, y nos sentamos en la mesa. Yo ayudé a Mariel a servir la comida. No quería que me consideren un machista de manual, y eso no era solo porque no quería quedar mal frente a ellas, sino porque realmente no me considero así.
Lo que siguió fueron las preguntas de rigor. Que qué edad tenían, que si estudiaban o trabajaban. Sami parecía tímida, pero aun así habló más que Valentina, quien estaba más concentrada en masticar las milanesas que en conocerme. Sin embargo, a pesar de su mutismo, esa noche empecé conocer algo de ella. Me di cuenta de que se llevaba bocados muy grandes a la boca, y que por momentos masticaba con la boca abierta. Tenía gestos vulgares, y las pocas palabras que pronunció no eran propias de una señorita, ni tampoco de una chica de clase media bien educada. “Está piola” respondió cuando Mariel le preguntó si estaban buenas las milanesas. Incluso hasta parecía algo masculina. Pero estos rasgos no enturbiaban la imagen de sensualidad que desprendía la mocosa, más bien todo lo contrario. La hacían ver como una criatura exótica. Imaginé que tenía muchos amigos hombres, pues la verdad que, en una casa como esa, en donde todas eran mujeres, resultaba muy extraño que tuviera esos modos.
—¿Querés más ensalada Valu? —le pregunté, cuando vi que en su plato sólo quedaba media milanesa.
—Valentina —dijo la pendeja.
No pude reaccionar con rapidez. Había oído a Mariel nombrarla de esa manera, y en un acto condescendiente —y bastante torpe—, me había apropiado de ese sobrenombre. Nada le daba derecho a la mocosa a hablarme de esa manera, pero, por otra parte, su respuesta, si bien resultaba antipática, no representaba realmente una falta de respeto.
—Valu, no seas maleducada —la reprendió su madre.
—No soy maleducada —dijo ella, en sintonía con lo que yo mismo pensaba—. Sólo le aclaro a Adrián que así solo me llaman mis amigos o familiares cercanos.
—¡Valentina no te pases! —exclamó su mamá.
Samanta parecía encogida en su asiento, sin intención de intervenir, pero en ese momento percibí un apoyo silencioso que no sería la primera vez que sentiría.
—Pero si no dijo nada malo —dije al fin, para evitar cualquier conflicto—. Es más, tiene toda la razón. Si apenas nos conocemos… Quizás cuando seamos amigos pueda tratarte con más confianza.
—Quizás —dijo ella—. Bueno, estuvo muy rico. Me voy a mi cuarto. Hasta pronto Adrián.
El saludo pareció que lo hizo, más que nada, porque sabía que si se iba sin despedirse ahí sí se armaría una trifulca con su madre.
—Disculpala. No es con vos. Ella es así nomás —dijo Mariel, apoyando su mano encima de la mía.
Yo tenía mis dudas de que no fuera algo personal. Como dije antes, después de ese día en el minimercado, nos habíamos cruzado varias veces, y cabía la posibilidad de que hubiera otras tantas en la que ella me vio sin que yo lo notara, por lo que la idea de que me recordara se hacía más factible. Pero me sentía entre la espada y la pared. Podía comentarle a Mariel de aquel encuentro. Ni siquiera sería necesario mentirle demasiado. Le diría que quizás su hija había malinterpretado alguna cosa de esa corta conversación que habíamos tenido. Pero si lo hacía, dejaba en evidencia que recordaba un suceso, supuestamente insignificante, que había ocurrido hacía más de un año, lo que seguramente llamaría la atención de Mariel, quien de tonta no tenía nada. Pero por otra parte, si no decía nada, también correría cierto riesgo, ya que era probable que Valentina sí se lo hubiera contado, y me dejara a mí mal parado por conservar ese secreto que, de alguna manera, nos involucraba a los tres.
Pero finalmente me decanté por cerrar la boca. Pensé que, a pesar de ser tan joven, Valentina habría sufrido de acosos mucho más vehementes que el mío. Tendría muchísimas anécdotas de tipos que la seguían por la calle. Las mujeres tenían que lidiar con todo tipo de pervertidos, y una chica como ella seguramente atraía las miradas libidinosas de los adultos desde que era mucho más chica. Así que lo mío sería una pequeñez al lado de todas las experiencias que debía tener. Y en caso de que alguna vez mi mujer me lo preguntara, yo fingiría amnesia.
Pero de todas formas quedaba la cuestión de por qué se había mostrado hostil conmigo. ¿Sería por enterarse de que muy pronto un extraño viviría con ella? Lo que estaba claro era que no le había caído nada bien, ni ella a mí.
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De aquella cena habían pasado apenas unos meses. Valentina seguía siendo una chica que se mostraba directa, con modos vulgares sí, pero sincera y honesta. Pero aún así, detrás de esa personalidad, aparentemente franca, se escondía una chica con muchos misterios. Tal es así, que aún no sabía si recordaba o no aquel patético intento de acercamiento en el minimercado.
Mientras caminaba la última cuadra, un pequeño remolino se formó en una esquina, levantando un montón de polvo y basura. Era evidente que era un clima atípico para otoño, que si bien era una estación normalmente fría y gris, ahora imperaba un ambiente digno de una película de terror. Las nubes se veían más densas que hasta hacía unos minutos, y a lo lejos se veían relámpagos precedidos de poderosos truenos.
Entré a casa. Valentina estaba todavía tirada en el sofá. Con el dedo meñique escarbaba una de sus orejas.
—¿Sami está en la casa? —le pregunté.
—En su cuarto —respondió ella, lacónica. Sacó el dedo de la oreja y lo observó con detenimiento.
—¿Y Agos? —quise saber después.
—A ver… — Valentina palpó los bolcillos del pantalón que llevaba puesto—. Acá no está —dijo.
—Se viene una tormenta muy fuerte y quisiera estar seguro de que todas se encuentran acá, a salvo.
—No te preocupes, sabemos cuidarnos solas —respondió ella.
—Eso no lo dudo. Pero tu mamá me pidió que me asegurara de que todo marche bien en la casa mientras ella no está, y no pienso fallarle.
Valentina esbozó una sonrisa cargada de ironía.
—Entonces lo hacés solo para quedar bien con mamá. Pésimo servicio señor padrastro —se burló.
La dejé sola con sus tonterías. Cuando comenzaba con ese tipo de humor, luego la cosa se desviaba a algo más agresivo, y yo no estaba de humor para aguantarla. Subí hasta el cuarto de Agos. Golpeé la puerta, pero no fui atendido por nadie. Después fui al de Sami.
—Creo que está en lo de Mili —dijo, gritando para que la voz atravesara la puerta, pues no se había molestado en levantarse a abrirla, ni en decirme que pasara.
Sami era la única de las tres que mostraba cierta simpatía por mí. Pero era bastante haragana y cerrada, cosa que por momentos me hacía exasperar. Supuse que si Agostina estaba en la casa de su amiga seguramente estaría bien resguardada. Lo peor de la tormenta duraría un par de horas a lo sumo —o eso creía—. Aún así le mandé un mensaje diciéndole que si necesitaba que le pida un taxi me avisara y yo se lo mandaba. Pero no solo no se molestó en contestarme, sino que me dejó el visto, para que quedase claro que había decidido ignorarme.
Salí al patio de afuera, refugiándome bajo un techo de chapa que teníamos en el fondo. En ese momento se largó la lluvia con toda la furia del cielo. entonces vi que Rita, la mascota de la casa, salía corriendo hasta el otro extremo del patio. Esa perrita tonta siempre sintió aversión por el agua, incluso resultaba muy difícil bañarla, pero la alarma que despertó en ella los truenos fue más fuerte. Se plantó frente a la pared medianera, y mirando hacia arriba empezó a ladrar como una desquiciada, con más rabia que cuando les ladraba a los gatos que andaban merodeando por los tejados de las casas vecinas.
—¡Rita! —escuché gritar a mis espaldas.
Valentina salía disparada hacia el encuentro de su mascota. Atravesó el patio corriendo. Sus piernas musculosas se movían ágiles por el pasto mojado. Agarró a Rita, quien no dejó de estirar el cogote hacia el cielo para ladrarle a los relámpagos. La abrazó a la altura de su abdomen, protegiéndola de la lluvia, y regresó corriendo. Sin embargo, esos pocos segundos que se había tomado para hacer esa carrera de ida y vuelta, bastaron para que mi hijastra se empapara por completo. Su cabello y ropas chorreaban agua. La remera blanca comenzaba a tornarse transparente. Entonces me di cuenta de algo: no estaba usando corpiño. Los pezones estaban duros por el frío, y se marcaban en la remera de tal manera, que parecían a punto de atravesar la tela. Además, a través de la prenda empapada, pude ver los senos, ya no solo sus formas, sino el color de la piel desnuda.
—Tenela un rato. Voy a buscar algo para secarla, sino, va a entrar así a la casa —dijo, entregándome a la perra.
Ninguna de las tres chicas eran muy dadas a las tareas domésticas, pero tratándose de Rita, Valentina solía ser muy activa. Volvió unos minutos después, con un toallón. Yo mantenía a Rita los más alejada que podía de mí. No quería ensuciarme ni que me mojara. Valentina la envolvió con el toallón y empezó a secarla. Su pelo mojado cayó a un costado. Gotitas de agua se deslizaban por su rostro ovalado. Las tetas, libres del brasier, caían por el efecto de gravedad, pues ella estaba levemente inclinada. Daban la impresión de ser increíblemente pesadas. Dudaba de que una chica como ella, que apenas superaba el metro sesenta pudiera aguantar ese peso durante mucho tiempo. Por enésima vez me pregunté quién carajos se comía a semejante pendeja. Hasta el momento no le conocía novio. Aunque sí tenía muchos amigos, tal como lo había imaginado. Por lo visto, el hecho de haberla visto aquella vez con dos chicas de su edad había sido pura casualidad, pues se llevaba mucho mejor con el sexo masculino. Su personalidad varonil le permitía sentirse cómoda con ellos, pero no me cabían dudas de que a cada uno de ellos, en mayor o menor medida, les gustaría cogérsela. Pero era demasiada mujer para esos mocosos.
También por enésima vez me pregunté qué carajos hacía en esa casa, viviendo con tres adolescentes, y en particular con ese camión con acoplado que ahora me mostraba las tetas sin darse cuenta —o sin que le importara—. No me podía quejar de Mariel. A sus cuarenta años era toda una bomba sexual. El único defecto físico que tenía era que con los años se había ensanchado poco a poco. Valentina era, de la tres hermanas, la más parecida a su madre. Era como una versión de ella, pero dos décadas más joven y con unas tetas que no tenía idea de quién las había heredado. Mi mujer tenía sus buenas gomas, pero no se le comparaban.
Estábamos pasando un buen momento con Mariel. A pesar de las turbulencias típicas de la convivencia. La amaba. No con esa pasión que supe tener hasta que estuve cerca de los treinta, sino algo más calmo, inclinado no tanto a las pasiones del momento, sino con un amor objetivo, proyectado hacia el futuro. Era una mujer sensual, que generaba calentura en cualquier hombre que la conociera, pero que no se andaba con pendejadas. No le daba cabida a los tipos que la buscaban. Tenía en claro que en ese momento quería compartir su vida conmigo, y hacía todo lo necesario para proteger esa relación. En la cama era casi una actriz porno. Lo único que le generaba pudor era el sexo anal. Inteligente, sexy y talentosa. ¿Qué más se podía pedir en una mujer? Valentina no le llegaba a los talones en ese sentido. Le faltaba vivir veinte años más y aun así dudaba de que lograra igualarla. Era apenas una pendeja que no sabía nada de la vida. Pero ahí estaba, con su juventud exacerbada, y esa sensualidad que me hizo sentir lujuria por ella cuando apenas la había visto por primera vez. Y su actitud soez y por momentos hostil, en lugar de hacerme sentir espantado, me daban un morbo tremendo. Me daban ganas de ponerla en mi regazo y darle un montón de nalgadas a esa culo enorme y terso, para luego cogérmela y acabar en esas descomunales tetas.
—Listo —dijo ella.
Se llevó a la perra adentro. Yo me quedé mirando la lluvia un rato, mientras pensaba en mi extraña suerte. Mariel era una mujer en un millón. Además de que, con lo buena que estaba, le había dado cabida a un perdedor como yo, luego me acobijó en su casa. No sólo me estaba ahorrando el dinero de alquiler, sino que ella corría con la mayor parte de los gastos. Entre los derechos de autor de sus libros y los talleres literarios que dictaba, tenía una posición económica bastante cómoda, y por algún motivo, la compartía conmigo.
Cada vez que fantaseaba con frotar mi verga en las turgentes tetas de su hija, por más que sabía que jamás concretaría tal fantasía, era una traición hacia mi mujer. Y, sin embargo, no podía evitar pensar en eso cada tanto. Y después de la involuntaria escena hot que había regalado la pendeja, iba a ser difícil no pensar en ella de manera lujuriosa.
Valentina, qué pendeja insolente. Al final nunca tuve la confianza suficiente como para llamarla Valu, ni siquiera Valen. Me sentía un idiota diciendo su nombre completo, pero no quería pasar otra vez por un momento incómodo, como el de la cena de hacía unos meses atrás.
A los pocos días de esa reunión, me fui a vivir con ellas. La hostilidad de Valentina, quien era la segunda de las hermanas, no había ido mucho más allá. Pero se mantuvo a lo largo del tiempo, y cada vez que yo quería romper el muro que nos separaba, era ella misma la que remarcaba la distancia que debía haber entre nosotros. Además, una cosa que me molestaba mucho de ella, era que siempre parecía estar observándome, midiendo cada paso que daba. Cuando yo usaba mi celular, ella me escrutaba con el ceño fruncido, como si sospechara que estaba engañando a su mamá. Mariel no era celosa ni desconfiada, y por lo visto Valentina pretendía cubrir esa falencia de mi mujer. Si la madre era una total despreocupada, la hija estaría en alerta para descubrir lo que la otra jamás descubriría.
Sin embargo, esa persecución siempre fue infructuosa para mi querida hijastra. Unos días después de mi llegada, recibí en mis redes sociales solicitudes de cuentas sospechosas, que en general eran bastante nuevas. Yo las aceptaba. No tenía nada que esconder. Salvo algunas vecinas de los edificios que solía cuidar, con quienes tenía un tonto coqueteo, no tenía absolutamente nada en mi prontuario. De hecho, para decidir serle infiel a Mariel tendrían que darse muchas cosas. Entre ellas, la mujer en cuestión debía ser mínimamente tan atractiva como ella, y como ya dije, era improbable que otra hembra de ese target me hiciera caso. La verdad era que mi única tentación estaba en esa casa.
Me metí a la casa. Valentina bajaba con ropa seca, aunque su cabello seguía mojado. Lamenté que se dirigiera a la sala de estar, pues yo pensaba acomodarme ahí. Esa era una de las pocas cosas que teníamos en común. A ninguno de los dos nos gustaba pasar el día encerrados en nuestros respectivos cuartos, y eso que el día se prestaba para dormir la siesta. Además, a Mariel no le gustaba tener televisor en el cuarto, por lo que no era muy divertido estar encerrado ahí, salvo cuando cogíamos, obviamente.
—¿Te molesta que ponga otra cosa? —pregunté, agarrando el control remoto. Ella estaba metida en su celular, así que imaginé que no iba a ver nada en la televisión.
Como respuesta se limitó a encogerse de hombros. Puse Netflix, pero en ese mismo momento el celular vibró en mi bolcillo. Recordé que estaba esperando una respuesta de Agostina. Esperaba que se tratara de ella. Por la tarde Mariel me preguntaría si estaba todo bien, y yo quería tener en claro en dónde estaba cada una de las chicas. Los fines de semana solían salir a bailar —sobre todo Agostina y Valentina—, pero debido al alerta meteorológico, y al clima inusual que ya se hacía sentir, debían quedarse en casa. Las chicas ya eran mayores de edad, así que debía ponerme firme al respecto, ya que, si querían salir, en realidad, no tenían por qué hacerme caso.
Vi que la notificación que me había llegado era de un número que no tenía registrado. Solía ignorar ese tipo de mensajes, ya que en general eran spam, pero en esta ocasión decidí abrir el WhatsApp. Marqué la clave de seguridad y el teléfono se desbloqueó.
—Uf, cualquiera diría que escondés algo —largó Valentina, sin siquiera mirarme.
—¿Perdón? —pregunté, confundido.
—Nada, solo que, según recuerdo, hasta ayer no usabas códigos de seguridad en tu celular —largó ella.
—Veo que estás muy atenta a cada cosa que hago —dije, exasperado, señalando algo que tenía en la punta de la lengua desde que la conocí.
—Es que todavía sos un desconocido para mí, y ahora estás viviendo no solo con mamá, sino conmigo y con mis hermanas.
Suspiré hondo, armándome de paciencia. La pendeja tenía un punto. Mariel confiaba ciegamente en mí, pero ellas no tenían por qué hacerlo.
—Si estás tan atenta a lo que hago o digo, habrás escuchado que hace unos días intentaron robarme el celular en el colectivo —expliqué—. Desde ese día decidí usar el código de seguridad, porque este aparato tiene todos mis datos bancarios, y si me lo llegan a robar, puedo tener muchos problemas.
—Cuando un caco roba un celu, lo primero que hace es apagarlo para que no lo localicen ¿no lo sabías? Y eso que trabajás en seguridad hace mil años —comentó ella.
—Que eso sea lo que se haga en general, no significa que no pueda llegar a pasar lo que te expliqué —dije.
La verdad era que me sentía humillado, porque la pendeja tenía razón. Pero eso no quitaba que yo le estaba diciendo la verdad, cosa que ni siquiera estaba obligado a hacer. No era la primera vez que se metía con mi trabajo. En una ocasión, en una de las pocas veces en las que se dispuso a entablar una conversación conmigo, me preguntó si no le molestaba ser la pareja de una mujer exitosa, mientras que yo tenía un empleo común y corriente que no parecía tener futuro.
—Nunca me molestaría por el éxito de la mujer que amo —le había respondido—. Además, no tengo pensado trabajar toda la vida en este rubro —agregué después.
—Bueno, pero ya tenés treinta y cinco ¿No? Y no tenés experiencia en otros trabajos. A tu edad, en el mercado laboral ya sos viejo ¿No lo sabías? Y encima sin experiencia en otros rubros…
Ese día estábamos en la sobremesa. Mariel se había puesto a levantar la mesa. Agos, como de costumbre, andaba con su amiga Mili, y Sami estaba muda en su asiento, aunque se notaba que estaba prestando atención a nuestra conversación.
—Mis conocimientos no se limitan a mi trabajo —dije, intentando hacer que se diera cuenta de lo equivocada que estaba—. Sé bastante de electricidad. Sólo es cuestión de hacer el curso y sacar la matrícula…
—Bueno, de vigilante a electricista, tampoco es el gran cambio —interrumpió ella.
Sami parecía avergonzada por lo que decía su hermana, pero no atinó a decir nada, como era natural. Mariel apareció en el comedor.
—¿Está todo bien? —preguntó, notando que el aire estaba tenso.
—Todo perfecto, sólo que Valentina está preocupada por mi futuro laboral —expliqué.
—Valen, ¿Ya te estás desubicando de nuevo? —dijo Mariel.
—No es nada, sólo estábamos charlando —le dije a mi mujer, para que la cosa no se hiciera más grande.
Esa había sido la primera vez que intentaba humillarme por mi condición humilde, pero no sería la última. Y ahora me salía con una nueva. ¿Qué carajos le importaba a esa mocosa si yo usaba códigos de seguridad en mi celular o no? Ni siquiera Mariel me había preguntado al respecto. Para ocupar la cabeza en otra cosa, me dispuse a leer ese mensaje que me llegó desde un número desconocido. Me sorprendió el hecho de que me hubieran mandado una foto. Eso me hacía pensar que no se trataba de spam después de todo. Abrí la foto.
Primero no entendí de qué se trataba, porque lo que veía me parecía muy familiar, pero a la vez no llegaba a recordar de qué se trataba. Era una foto de un celular… ¡El celular de Mariel! El aparato estaba encendido, y mostraba una conversación de WhatsApp. ¡qué carajos! Arriba decía el nombre con el que mi mujer guardaba a aquel contacto. “Apaib”. ¡Pero si eso ni siquiera era un nombre!
Un miedo premonitorio me atravesó el cuerpo. Un trueno retumbó muy cerca. Leí la conversación. “¿Por qué no me contestás? ¿Estás enojada?”, preguntaba Apaib. Como no recibía respuesta, le mandó otro mensaje. “Espero que no estés arrepentida”, le puso. Finalmente, Mariel le respondió: “No me arrepentí. Pero ya te dije que estoy en pareja. Así que…” dejó la respuesta en suspenso, como si fuera obvio lo que seguía. “Además, no me gusta que me escribas cuando ni siquiera sabés si estoy con él en este momento”, lo escribió ella después.
El alma se me cayó al suelo. La conversación era muy contundente. Su significado era imposible de negar. Vi a Valentina, que seguía concentrada en su celular. O al menos fingía estarlo. Una sonrisa se dibujó en sus labios gruesos. ¿Había sido ella la que me envió el mensaje? Sentí que la sangre me hervía.
—Pendeja de mierda —dije.
Continuará