Mia y su Padre Carlos

heranlu

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Mía se contempló en el espejo de su habitación, ladeando la cabeza con una sonrisa satisfecha. Se mordisqueó el labio inferior mientras deslizaba los dedos por la tela de su falda, asegurándose de que la caída fuera perfecta: lo suficientemente corta para provocar, pero con un vuelo delicado que añadiera un aire de inocencia estudiada. Era de color crema, con un ligero encaje en el borde, evocando la feminidad etérea del estilo coquette, pero con la osadía justa para volverla suya.

El top era un guiño a la picardía, ajustado y de tela satinada, en un rosa empolvado que realzaba su piel. De mangas cortas y con un escote cuadrado, dejaba entrever la insinuación de su clavícula y la curva tentadora de sus hombros. Lo ajustó con cuidado, disfrutando del roce de la tela sobre su piel, y lo combinó con unas medias al muslo de un tono marfil, rematadas con un encaje delicado que quedaba descaradamente a la vista. Un lazo pequeño decoraba el borde, un toque de candidez que contrastaba con la intención latente tras su elección.

Se giró, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Nada demasiado obvio, nada demasiado inocente. El equilibrio exacto entre la provocación y el disimulo. La sensación de ser observada, de despertar miradas sin siquiera hacer un esfuerzo, la electrizaba.

Cuando bajó las escaleras, su padre ya la esperaba en el auto, tamborileando los dedos contra el volante con la expresión distraída de quien está inmerso en sus propios pensamientos. Mía subió con la fluidez de un movimiento ensayado, asegurándose de cruzar las piernas de manera que la falda se alzara apenas, lo suficiente para provocar un cosquilleo en quien pudiera verla.

El camino hasta el centro comercial transcurrió entre el murmullo del motor y las melodías suaves de la radio. Mía se miraba de reojo en el reflejo de la ventana, ajustándose un mechón de cabello fucsia detrás de la oreja, disfrutando de la anticipación.

Al llegar, el estacionamiento hervía con la actividad de un sábado por la tarde. Hombres apoyados contra sus autos, grupos de adolescentes riendo sin preocupaciones, parejas de todas las edades. Mía salió del coche con una parsimonia medida, sintiendo las primeras miradas deslizarse sobre su figura. Algunas furtivas, otras descaradas. Una sonrisa diminuta se dibujó en sus labios. Aquello apenas comenzaba.

Caminaba por los pasillos del centro comercial con la seguridad felina de quien sabe que todas las miradas le pertenecen. Su cabello fucsia rebotaba con cada paso, un faro entre la multitud de colores apagados y rostros anodinos.

A su lado, Carlos, su padre, revisaba distraídamente su teléfono, respondiendo mensajes de trabajo sin notar la pequeña revolución que Mía generaba a su alrededor.

Ella lo sabía. Y lo disfrutaba.

El aire acondicionado erizaba su piel desnuda, haciéndola más consciente de cada centímetro que mostraba. Se detuvo frente a un escaparate, fingiendo observar los maniquíes, pero en realidad, disfrutaba de la sensación de los ojos clavándose en sus piernas, en la insinuación de lo que su falda podía o no revelar con un movimiento preciso. Bajo el top, sin sujetador, sus pechos se movían inquietos con cada pequeño ademán. Dos esferas pequeñas se distinguían a través de la tela, endurecidas por el frío y la excitación contenida. Los piercings en sus pezones se insinuaban, un destello de rebeldía oculta que hacía que todo su atuendo pareciera aún más calculado. Nada era casualidad con Mía, cada elección era un juego que solo ella entendía por completo.

Respiró hondo, saboreando la adrenalina.

—Voy al probador, papi. ¿Me esperas? —dijo con su voz más inocente, jugando con un mechón de su cabello.

Desde muy joven, Mía descubrió el poder de un descuido cuidadosamente planeado, de la forma en que los ojos ajenos se deslizaban, inseguros y furtivos, sobre su piel expuesta por accidente.

La primera vez fue una casualidad. O quizás no. Un movimiento inocente, una falda demasiado corta, un cruce de piernas que dejó ver demasiado por un instante fugaz. Notó el cambio inmediato en la respiración de su profesor, la manera en que su mirada intentó mantenerse en su rostro pero falló, traicionándolo. Ese fue el momento en que entendió.

Las miradas contenían un hambre que ella podía controlar.

A partir de entonces, aprendió a perfeccionar el arte de la provocación sutil. Dejar caer un bolígrafo en medio de una conversación, obligándose a inclinarse lentamente a recogerlo, sintiendo el peso de las pupilas recorriendo sus piernas. Fingir distracción mientras jugaba con la pajilla de un vaso entre sus labios, dejando que la lengua la rodeara apenas un segundo más de lo necesario.

Sabía cómo hacerlo sin parecer vulgar. Sin parecer obvia. Era un arte.

Con los años, ese juego dejó de ser un simple coqueteo inconsciente y se convirtió en una afirmación de su poder. No solo le gustaba ser vista, le gustaba provocar la desesperación de quien la miraba. La tensión en los nudillos de un hombre que apretaba los puños para no tocarla. El suspiro contenido de quien no podía hacer otra cosa más que observar. La lucha interna de quien sabía que debía apartar la mirada… y no podía.

Los gestos más simples podían ser armas letales.

Mía se había convertido en una cazadora que no necesitaba correr tras su presa. Le bastaba con existir, moverse con la precisión de quien conoce el peso de cada mirada, con exhalar en el momento exacto para que los demás cayeran rendidos ante ella.

No solo disfrutaba el juego. Lo dominaba.

Carlos asintió sin levantar la vista de su pantalla.

Él sabía que, desde niña, Mía había aprendido a moverse en un mundo donde todo parecía estar resuelto para ella. Donde la facilidad con la que obtenía lo que quería no era suerte, sino un talento afilado con los años.

Pero Carlos no era un hombre de negocios distante, ni alguien que delegara su vida en el dinero. Él había construido su hogar con trabajo, con esfuerzo, con la determinación de darle a su familia lo que él no había tenido. No les sobraba nada, pero tampoco les faltaba.

Cada decisión, cada sacrificio, había sido para que su esposa y sus hijos tuvieran una vida estable. Sin los apuros que él había conocido de joven.

Y, sin embargo, a veces tenía la sensación de que había algo en Mía que escapaba a su control.

Desde pequeña, había mostrado una rebeldía que lo desconcertaba. Nada parecía bastarle, nada la hacía asentarse. Mientras su madre se ocupaba más del hermano menor, él intentaba darle a Mía su espacio, con la esperanza de que encontrara su rumbo por sí sola. Pero su hija era un espíritu libre, indomable, siempre probando límites, siempre buscando algo más.

A veces, como ahora, cuando creía que ella no lo miraba, Carlos se sorprendía observándola con pensamientos contradictorios. No podía evitar notar la forma en que caminaba, la seguridad con la que se movía, esa actitud desafiante que desprendía sin esfuerzo. Mia balanceaba sus caderas con un ritmo hipnótico, como si cada paso fuera una declaración de independencia, una invitación silenciosa que solo él parecía captar. Sus muslos se rozaban levemente al andar, un roce sutil pero suficiente para hacer que la tela de sus medias susurrara contra su piel, como un secreto compartido entre ellos. La falda que llevaba era casi demasiado corta, lo justo para dejar volar la imaginación, pero no tanto como para cruzar el límite de lo obvio. Era una provocación calculada, una obra de arte en movimiento que desafiaba a cualquiera a no mirarla.

Carlos sentía cómo su respiración se aceleraba cada vez que ella se movía. La forma en que la luz se reflejaba en las medias, resaltando la suavidad de sus piernas, lo hipnotizaba. Mia no solo caminaba; desfilaba, como si el mundo fuera su pasarela y todos los ojos estuvieran obligados a seguirla. Y aunque él intentaba resistirse, sabía que estaba atrapado en su juego. Cada movimiento suyo era una pregunta sin respuesta, un desafío que lo obligaba a cuestionarse sus propios límites. ¿Era ella consciente del efecto que tenía sobre él? ¿O simplemente disfrutaba de la libertad de ser vista, de saberse deseada sin tener que dar explicaciones?

Había algo en su manera de vestirse, de comportarse, que lo inquietaba profundamente. No porque fuera inapropiado, sino porque despertaba en los demás —y en él mismo, aunque se odiara por ello— una sensación difícil de definir. Era como si Mia hubiera descubierto un poder oculto, una forma de controlar el espacio a su alrededor sin decir una sola palabra. Y Carlos, a pesar de sus intentos por mantenerse distante, no podía evitar sentirse atraído por esa fuerza, por esa mezcla de inocencia y provocación que la hacía única.

Sacudió la cabeza, intentando alejar cualquier pensamiento incómodo. Era su hija. Su pequeña. Siempre lo sería, aunque se empeñara en comportarse como si el mundo entero existiera solo para mirarla.

Mia en este centro comercial, rodeada de desconocidos y con su padre tan cerca y tan ajeno a todo, se sentía en su elemento.

Caminó entre los pasillos de la tienda con un balanceo exagerado de caderas, fingiendo interés en la ropa expuesta mientras sus ojos atrapaban destellos de miradas masculinas. Su falda se alzaba apenas con cada paso, dejando ver más de sus muslos envueltos en las medias, el aire acondicionado endureciendo sus pezones bajo el top delgado, donde la ausencia de sujetador y los piercings añadían un punto extra de provocación.

Se detuvo frente a un espejo de cuerpo entero, ajustando la cinturilla de su falda con un movimiento pausado, dejando que sus dedos recorrieran el borde de la tela con una delicadeza estudiada. Fingió acomodarse el top, levantándolo apenas un centímetro para deslizar sus manos por su vientre, provocando el sutil rebote de sus pechos inquietos. Su reflejo le devolvió la imagen de una muñeca tentadora, con su cabello fucsia enmarcando un rostro de falsa inocencia.

Sabía lo que hacía. Y le encantaba.

Mía no tardó en notar las miradas que la rodeaban. Era un talento innato, una habilidad cultivada con el tiempo. Caminaba con la seguridad de quien sabe que está siendo observada, de quien disfruta cada par de ojos posándose en su piel expuesta, recorriéndola en secreto.

Los primeros en mirarla fueron dos chicos de su edad, apostados cerca de la entrada de una tienda de sneaker. Uno de ellos intentó ser discreto, pero su amigo le dio un codazo y ambos se rieron entre murmullos. Sus ojos bajaban una y otra vez a la falda, como si esperaran que, con un paso más, el movimiento les regalara un vistazo de lo que ella solo insinuaba.

Luego estaba el hombre con su familia. Un tipo de unos treinta y tantos, con una esposa distraída viendo vitrinas y un niño pequeño sosteniéndole la mano. Se notaba que intentaba mantener la compostura, que forzaba su mirada a mantenerse en los escaparates, pero sus ojos traicionaban su esfuerzo: en cuanto Mía pasó a su lado, se desviaron, casi por instinto, recorriéndola con un atrevimiento disfrazado de fugacidad. Ella lo sintió y sonrió para sí. Era la clase de atención que más le gustaba, la que llegaba con una carga de culpa.

Siguió caminando, sintiendo el peso de las miradas masculinas tras ella, como un halo invisible que la rodeaba, que la alimentaba. Cada paso era una declaración, cada movimiento de sus caderas un recordatorio de que ella era dueña de ese espacio, de ese momento. Las medias resaltaban la suavidad de sus piernas, y la falda, corta, se movía con un ritmo que parecía diseñado para dejar sin aliento a cualquiera que la observara.

Carlos iba tras ella, manteniendo una distancia prudente, pero sin perder detalle. Su mirada recorría cada curva, cada gesto, como si estuviera memorizando cada uno de sus movimientos. Notó cómo los hombros de Mia se tensaban ligeramente, como si supiera que él estaba allí, observándola, deseándola. Ella desaceleró el paso, permitiendo que la distancia entre ellos se acortara apenas lo suficiente para que él pudiera escuchar el suave roce de sus muslos al caminar, el crujido casi imperceptible de las medias contra su piel.

Él se mordió el labio, intentando mantener la compostura. Sabía que Mia estaba jugando con él, con todos, pero no podía evitar sentirse atraído por esa mezcla de inocencia y provocación que la hacía única. Cada vez que ella se detenía brevemente, como para ajustarse el bolso o mirar el escaparate de una tienda, Carlos sentía cómo su corazón aceleraba su ritmo.

Llegaron hasta la sección de ropa infantil. No porque necesitara algo de allí, sino porque le encantaba jugar con la idea de lo prohibido, de lo inapropiado. Se detuvo frente a un perchero de pequeñas blusas de encaje y algodón, de faldas mínimas diseñadas para cuerpos aún sin formas. Eran prendas que, en teoría, no estaban hechas para alguien como ella. Pero Mía tenía la habilidad de convertir lo inocente en otra cosa.

Tomó una de las blusas más pequeñas, de tirantes delgados y tela translúcida, y la colocó frente a su torso, evaluándola con ojos de conocedora. Su silueta se adivinaba a través de la prenda, dejando claro que, de probársela, se ceñiría a su piel como una segunda capa, marcando cada curva, cada detalle.

Imaginó la expresión de los hombres que la miraban si la veían con algo así. El pensamiento la hizo morderse el labio, divertida.

Mía no pudo resistirse. Sostuvo la blusita con ambas manos, examinándola con fingida curiosidad, y luego giró la cabeza hacia su padre. Carlos esperaba a unos metros de distancia, con esa postura relajada pero distraída de quien está acostumbrado a esperar.

—Papi, ¿qué te parece esta? —preguntó, con una dulzura ensayada, sosteniéndola contra su pecho.

Carlos levantó la vista de inmediato, sin darle demasiada importancia al principio. Pero cuando sus ojos enfocaron la prenda, su expresión se endureció. Era diminuta, hecha de un algodón tan delgado que apenas ofrecía resistencia a la luz. Contra el torso de Mía, se ceñía como si ya la llevara puesta, insinuando la forma de sus pechos, las pequeñas sombras que el top no disimulaba.

Carlos frunció el ceño, intentando mantener una expresión neutra, pero sus ojos no podían evitar fijarse en la blusa y en cómo se adhería a la silueta de Mía. La tela translúcida dejaba poco a la imaginación, y aunque él intentaba no mirar demasiado, era imposible ignorar la forma en que la prenda insinuaba cada curva de su cuerpo.

—No creo que sea adecuada —dijo finalmente, con una voz más áspera de lo que pretendía. Cruzó los brazos sobre el pecho, como si esa postura pudiera poner una barrera entre ellos, entre sus pensamientos y la realidad que tenía frente a él.

Mía, sin embargo, no pareció inmutarse. Al contrario, su sonrisa se ensanchó, como si la incomodidad de Carlos fuera justo lo que buscaba. Giró ligeramente el torso, permitiendo que la luz de la tienda iluminara aún más la blusa, resaltando su transparencia.

—¿No? —preguntó, con una inocencia falsa que solo añadía más tensión a la situación—. A mí me parece perfecta. Es fresca, cómoda… y se nota que es de buena calidad. —Sus dedos acariciaron el borde de la prenda, como si estuviera disfrutando de la textura, pero también de la reacción que estaba provocando.

Carlos sintió cómo su mandíbula se tensaba. Sabía que Mía estaba jugando con él, probando sus límites, y aunque quería mantenerse firme, no podía evitar sentirse arrastrado por su juego. Sus ojos bajaron por un instante, recorriendo la blusa y la forma en que se ajustaba a su cuerpo, antes de forzarse a mirar hacia otro lado.

—No es el tipo de ropa que deberías usar —dijo, intentando sonar autoritario, pero su voz traicionaba una ligera vacilación.

Mía se rio suavemente, un sonido que resonó en el aire como una caricia. —¿Y por qué no? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si quisiera asegurarse de que él no pudiera evitar mirarla—. Es solo una blusa, papá. No tiene nada de malo.

Carlos no supo qué responder. Cada palabra de Mía era una provocación, un desafío que lo ponía en una posición incómoda. Sabía que, si seguía discutiendo, solo estaría cayendo más en su trampa, pero tampoco podía simplemente ignorarla.

—Mía —dijo finalmente, con un tono más serio—, no es apropiado. Punto.

Ella lo miró fijamente por un momento, como si estuviera evaluando su reacción. Luego, con un movimiento deliberado, dejó la blusa sobre el mostrador y se acercó a él, balanceando las caderas con esa seguridad que siempre lo dejaba sin aliento.

Carlos la siguió a cierta distancia, intentando mantener la mirada fija en cualquier cosa que no fuera ella, pero era imposible. Cada paso que daba, cada balanceo de sus caderas, lo atraía como un imán.

Se detuvo frente a una sección de faldas cortas y vestidos ajustados, y comenzó a hojear las prendas con una curiosidad exagerada. Sacó un vestido negro, ceñido y con un escote pronunciado, y lo sostuvo frente a su cuerpo, girando hacia Carlos con una sonrisa pícara.

—¿Y este? —preguntó, con una voz dulce, casi infantil, como si fuera una niña pidiendo permiso para comprar un juguete—. ¿Crees que me quedaría bien?

Carlos respiró hondo, intentando mantener la calma. Sabía que Mía estaba probando su paciencia, pero no podía evitar sentirse arrastrado por su juego.

—Mía, ya te dije que ese tipo de ropa no es apropiada —respondió, con un tono que intentaba ser firme, pero que sonaba más a súplica que a advertencia.

Ella hizo un gesto exagerado de decepción, frunciendo los labios en un puchero que parecía sacado de una película de comedia. —Pero es tan bonito —dijo, arrastrando las palabras como si estuviera a punto de llorar—. Y, además, todas lo usan. ¿Por qué yo no puedo?

Carlos sintió cómo su resistencia comenzaba a desmoronarse. Era como si Mía hubiera activado un interruptor en él, convirtiéndolo en ese padre complaciente que no podía negarle nada a su hija consentida.

—No es que no puedas —dijo, con un suspiro—. Solo creo que deberías elegir algo más… discreto.

Mía lo miró con esos ojos grandes y brillantes, llenos de una inocencia falsa que solo ella podía fingir tan bien. —Pero si uso algo discreto, nadie me va a mirar —dijo, con una voz que era mitad queja, mitad provocación—. Y a ti no te gustaría que pasara desapercibida, ¿verdad?

Carlos no supo qué responder. Cada palabra de Mía era una trampa, un desafío que lo ponía en una posición incómoda. Sabía que, si seguía discutiendo, solo estaría cayendo más en su juego, pero tampoco podía simplemente ignorarla.

—Mía —dijo finalmente, con un tono más suave—, no hagas esto.

Ella se acercó a él, balanceándose sobre los talones como una niña pequeña que sabe que está a punto de salirse con la suya. —¿Hacer qué? —preguntó, con una voz inocente que contrastaba con la mirada traviesa en sus ojos—. Solo estoy pidiendo tu opinión. Eres mi papá, ¿no? Se supone que debes ayudarme a elegir.

Carlos sintió cómo una mezcla de frustración y ternura lo invadía. Mía siempre encontraba la manera de ponerlo en esa posición, de hacerlo sentir como si estuviera al borde de perder el control. Y lo peor era que ella lo sabía.

—Está bien —dijo finalmente, con un suspiro de derrota—. Pruébatelo, pero solo para ver cómo te queda.

Mía sonrió, victoriosa, y se dirigió hacia el probador con un paso ligero, como si acabara de ganar una batalla. Carlos la siguió con la mirada, sintiendo cómo su resistencia se desvanecía por completo. Sabía que estaba cediendo, que estaba permitiendo que Mía lo manipulara una vez más, pero en ese momento, no le importaba.

Ella entró al probador y cerró la cortina con un movimiento suave, pero deliberado, dejando apenas un espacio por el que sabía que su padre no podría evitar mirar si se acercaba lo suficiente. Se quedó quieta un instante, disfrutando de la sensación de estar a solas, pero a la vez tan cerca de los demás. Más allá de la fina pared, el murmullo de la tienda continuaba, indiferente a lo que ocurría en ese pequeño espacio donde ella tenía el control absoluto.

Con movimientos lentos, casi ceremoniosos, deslizó las manos por el borde de su top y lo levantó despacio, dejando que la tela se deslizara sobre su piel hasta quedar suspendida un segundo antes de caer al banco de madera. Sus pechos quedaron al descubierto, firmes, sensuales, sus pequeños piercings atrapando la luz tenue. La sensación del aire frío sobre su piel desnuda la hizo estremecer, pero no era solo el frío lo que le erizaba la piel.

Luego, bajó las manos hasta la cinturilla de su falda y la fue empujando poco a poco, disfrutando del roce de la tela sobre sus muslos antes de dejar que cayera al suelo con un susurro leve. Se quedó de pie, con la cabeza en alto, las piernas apenas separadas, admirando su propia imagen en el espejo. La diminuta tanga que llevaba era apenas un suspiro de tela entre sus caderas, un secreto a medias que no ocultaba nada, sino que insinuaba con descaro. La fina tira lateral descansaba sobre sus caderas, casi como si se deslizara por sí sola con el más mínimo movimiento.

Se tomó un momento para recorrer su propio cuerpo con la mirada, acariciando su vientre plano, deslizándose por sus caderas, saboreando la tensión deliciosa de saberse observada… aunque nadie más pudiera verla. No todavía.

Tomó el vestido negro que había elegido, sintiendo la suavidad de la tela entre sus dedos antes de deslizarlo sobre su cabeza. El ajuste fue inmediato, demandante. La tela se tensó en cada curva, marcando su cintura con una presión deliciosa y ascendiendo con dificultad por su pecho, obligándolo a encajar en un escote profundo que no dejaba mucho espacio a la imaginación. La falda, corta y de vuelo ligero, apenas lograba cumplir su propósito, bailando con cada leve giro de su cuerpo.

Mía sonrió, evaluándose en el espejo. Demasiado ajustado. Demasiado corto. Perfecto.

Se arregló el cabello con un gesto casual, dejando que unos mechones cayeran sobre sus hombros, y luego se ajustó las medias al muslo, asegurándose de que el encaje con el lazo decorativo quedara perfectamente visible. El conjunto, aunque apretado, tenía un aire de inocencia calculada, como si estuviera diseñado para confundir y seducir al mismo tiempo. Sonrió ante su reflejo, satisfecha. Sabía que su padre no podría evitar mirarla, que su atención estaría completamente centrada en ella, como siempre lo estaba cuando ella decidía que así fuera.

Con un último vistazo al espejo, abrió la cortina del probador lentamente, como si estuviera revelando un secreto bien guardado. Allí estaba, con el vestido negro que parecía desafiar las leyes de la moda y la decencia, pero que en ella se veía perfecto. Sus ojos buscaron a Carlos, esperando capturar ese momento en el que su expresión cambiara, en el que su compostura se quebrara por completo.

—¿Qué te parece? —preguntó, con una voz dulce pero cargada de provocación, mientras giraba lentamente para que él pudiera ver cada ángulo, cada detalle del vestido que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel.

Carlos tragó saliva, sintiendo cómo el aire se volvía más denso en sus pulmones. Parpadeó un par de veces, intentando mantener la compostura, pero la imagen de Mía frente a él lo ponía a prueba de una forma que no quería analizar demasiado.

El vestido era, sin duda, demasiado pequeño. La tela negra se aferraba a sus curvas, marcando cada línea de su cuerpo con una precisión casi obscena. El escote, más atrevido de lo que cualquier diseñador habría planeado, dejaba entrever la suave curva de sus pechos, apenas contenidos, como si en cualquier momento la tela pudiera ceder y revelar más de lo que debía. La falda, corta y juguetona, terminaba justo por debajo de su cadera, exponiendo el inicio de sus muslos con una descarada elegancia. Cada giro que daba parecía diseñado para tentar el destino, para invitar a la imaginación a completar lo que la tela dejaba a medias.

Carlos intentó mantener la vista en su rostro, en ese gesto inocente que contrastaba de manera explosiva con la forma en que su cuerpo hablaba sin necesidad de palabras.

—Es… ajustado —murmuró, desviando la mirada un segundo antes de que ella hiciera un movimiento más y la falda levantara apenas lo suficiente como para que su tanga se insinuara como un destello prohibido.

Mía se acercó aún más a Carlos, balanceándose ligeramente sobre los talones como si fuera una niña pequeña que acabara de hacer una travesura. Su sonrisa era amplia, casi inocente, pero sus ojos brillaban con una malicia que solo él podía detectar.

—¿Demasiado? —repitió, arrastrando las palabras como si estuviera probando su sabor—. Pero si es solo un vestido, papá. No tiene nada de malo. —Hizo una pausa, inclinándose un poco más hacia él, lo suficiente para que el escote del vestido revelara aún más de lo que ya mostraba.

Carlos sintió cómo su garganta se secaba. Intentó mantener la mirada en su rostro, en esa expresión de falsa inocencia que contrastaba de manera explosiva con la forma en que su cuerpo desafiaba cada límite de la decencia. Pero era imposible no notar cómo la tela se estiraba sobre sus curvas, cómo cada movimiento suyo parecía diseñado para tentarlo, para probar su resistencia.

—Mía —dijo, con un tono que intentaba ser firme pero que sonaba más a súplica—, esto no es apropiado.

Ella se rio suavemente, un sonido que resonó en el aire como una caricia. —¿Por qué no? —preguntó, con una voz dulce pero cargada de provocación—. Es solo ropa. Además, tú siempre dices que debo ser yo misma. ¿O prefieres que me vista como una monjita?

Carlos no supo qué responder. Cada palabra de Mía era una trampa, un desafío que lo ponía en una posición incómoda. Sabía que, si seguía discutiendo, solo estaría cayendo más en su juego, pero tampoco podía simplemente ignorarla.

—No es eso —dijo finalmente, con un suspiro—. Pero hay límites, Mía. Y este vestido… —Hizo un gesto vago con la mano, como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas para describir lo que sentía.

Mía lo miró fijamente por un momento, como si estuviera evaluando su reacción. Luego, con un movimiento deliberado, se giró frente al espejo, admirando su reflejo con una sonrisa de satisfacción.

—Me encanta —dijo, con una voz que era mitad queja, mitad provocación—. Es tan cómodo… y me hace sentir tan bien. ¿No crees que debería comprarlo?

Mía sostuvo la mirada de Carlos, desafiándolo a responder, pero en el fondo de su mente, una pequeña voz comenzaba a murmurar. Era una voz que no quería escuchar, una que le recordaba que esto no era solo un juego, que cada vez que cruzaba una línea, la siguiente se volvía más difícil de alcanzar. Sin embargo, la sensación de poder que sentía en ese momento, la forma en que los ojos de su padre se clavaban en ella, la forma en que los hombres en la tienda disimulaban sus miradas, pero no podían evitar voltear, era demasiado tentadora. Era como una droga, y Mía no podía resistirse.

Se giró lentamente frente al espejo, admirando su reflejo con una sonrisa que ocultaba el torbellino de emociones que sentía. Por un lado, estaba el placer de saberse deseada, de sentir que su presencia era imposible de ignorar. Por otro, estaba ese vacío que siempre regresaba, esa necesidad de más, de ir más allá, de probar que podía ser aún más atrevida, más irresistible.

—¿Qué opinas, papá? —preguntó de nuevo, esta vez con un tono más dulce, casi infantil, como si estuviera buscando su aprobación. Pero en realidad, lo que quería era ver cómo reaccionaba, cómo su padre luchaba por mantener la compostura mientras ella jugaba con fuego.

Carlos frunció el ceño, claramente incómodo. —Mía, esto no es un juego —dijo, con un tono que intentaba ser severo pero que sonaba más a preocupación—. No puedes andar por ahí vestida así.

Ella lo miró fijamente, y por un momento, su máscara de seguridad se resquebrajó. ¿Por qué no podía entenderlo? ¿Por qué no veía que esto era lo único que la hacía sentir viva, que la hacía sentir que valía la pena? Pero en lugar de mostrar su vulnerabilidad, Mía optó por reírse, un sonido ligero y burlón que ocultaba el desamparo que sentía.

—No es para tanto —dijo, con un encogimiento de hombros—. Solo es un vestido. Además, ¿no te gusta que me vea bien?

Carlos no supo qué responder. Cada palabra de Mía era un desafío, una provocación que lo ponía en una posición incómoda. Pero lo que más lo preocupaba era la forma en que ella parecía estar perdiendo el control, llevando las cosas a un límite que ni siquiera ella misma parecía entender.

Mía, sin embargo, no estaba dispuesta a detenerse. Con un movimiento deliberado, se acercó a un grupo de hombres que estaban cerca, fingiendo interesarse en una prenda que colgaba a su lado. Sabía que la estaban mirando, que sus ojos recorrían cada curva de su cuerpo con una intensidad que era imposible de ignorar. Las miradas eran como dedos invisibles, tocándola, explorándola, y aunque una parte de ella se sentía expuesta, vulnerable, otra parte se alimentaba de esa atención, de esa sensación de poder que solo ella podía generar.

—¿Les parece que este vestido me queda bien? —preguntó, con una voz dulce pero cargada de provocación, girándose ligeramente para que pudieran ver cada detalle.

Los hombres se miraron entre sí, claramente sorprendidos por su audacia. Uno de ellos, más joven, con una sonrisa torcida y ojos que no disimulaban su interés, se atrevió a responder.

—Te queda perfecto —dijo, con una voz que intentaba ser casual pero que delataba su entusiasmo—. Aunque, la verdad, creo que cualquier cosa te quedaría bien.

Mía rio suavemente, un sonido que resonó en el aire como una caricia. Sabía que el cumplido era superficial, que esos hombres no la veían más allá de lo que su cuerpo podía ofrecer, pero en ese momento, no le importaba. Lo que importaba era la forma en que la miraban, la forma en que su presencia los hacía titubear los hacía desear.

—Gracias —dijo, con un tono que era mitad gratitud, mitad burla—. Eres muy amable.

Antes de que pudieran decir algo más, Mía ya se había alejado, dejando que su risa burlona flotara en el aire. Pero mientras caminaba, sintió cómo una oleada de excitación la recorría, mezclada con una ansiedad que no podía ignorar.

Carlos observó a Mía desde lejos, sintiendo cómo un nudo de culpa se apretaba en su estómago. No podía evitar recordar los últimos años, cómo había dejado que su trabajo lo consumiera por completo, cómo había descuidado a su hija en el momento en que más lo necesitaba. Su esposa, sumida en un embarazo complicado y luego en el cuidado de su hijo menor, tampoco había estado presente. Mía había crecido en medio de esa ausencia, forjando un carácter borderline que la llevaba a buscar atención de maneras cada vez más extremas.

Él lo sabía. Lo había visto desde el principio, pero no había hecho nada. Cuando el uniforme del instituto se volvió más ajustado y corto, cuando el maquillaje se volvió más atrevido, cuando las miradas de los hombres comenzaron a seguirla por la calle, Carlos había optado por mirar hacia otro lado. No porque no le importara, sino porque no sabía cómo abordarlo. ¿Cómo podía decirle a su hija que se cubriera, que se escondiera, sin hacerla sentir juzgada o reprimida? ¿Cómo podía protegerla sin ahogarla?

Pero ahora, viéndola allí, en ese vestido que dejaba poco a la imaginación, coqueteando descaradamente con extraños, Carlos se sentía abrumado por la culpa. No solo por no haber estado allí cuando ella lo necesitaba, sino por no haber puesto un alto antes. Por no haber sido el padre que debía ser.

Y lo peor de todo era que, en el fondo, él también había disfrutado de esa atención que Mía recibía. Había sido sutil, casi imperceptible, pero estaba allí. Cada vez que la veía caminar con esa seguridad que desafiaba al mundo, cada vez que notaba las miradas de admiración y de deseo que atraía, Carlos había sentido una mezcla de orgullo y algo más, algo que no quería nombrar. Era como si, en algún lugar oscuro de su mente, hubiera disfrutado de ver a su hija convertirse en una mujer deseada, en alguien que sabía cómo usar su belleza para obtener lo que quería.

Pero ahora, esos recuerdos lo atormentaban. Recordaba las mañanas en las que Mía caminaba por la casa en tanga y un top ajustado, como si fuera lo más normal del mundo. Él intentaba no mirar, pero era imposible no notar la forma en que la tela se ceñía a su cuerpo, la forma en que sus movimientos eran tan naturales y, al mismo tiempo, tan provocativos. En esos momentos, Carlos se sentía incómodo, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse culpable. ¿Por qué no le había dicho algo? ¿Por qué había permitido que esas situaciones se repitieran una y otra vez?

También recordaba las reuniones familiares, aquellas en las que Mía bailaba demasiado cerca de sus compañeros de trabajo, riéndose cuando ellos le susurraban al oído. Carlos había intentado ignorarlo, concentrarse en su copa o en cualquier conversación sin importancia, pero no podía evitar notar la forma en que los hombres la miraban, cómo sus ojos recorrían cada curva con descaro.

Y lo peor de todo era que, en algún momento, él también había sentido una punzada de placer al verla así, al ver cómo su hija se convertía en el centro de atención, en alguien que sabía cómo cautivar a cualquiera que se cruzara en su camino.

Pero lo que nunca se atrevió a admitir, ni siquiera a sí mismo, fue la forma en que se quedó inmóvil cuando las manos ajenas descendieron con torpeza por la cintura de Mía, deslizándose con familiaridad hasta posarse en su trasero. Él vio el leve respingo de ella, el instante en que su risa se cortó para transformarse en una sonrisa traviesa, casi desafiante. Vio cómo no se apartaba de inmediato, cómo se inclinaba un poco más al oído de aquel hombre para susurrarle algo que lo hizo sonreír.

Carlos apretó la mandíbula, el vaso en su mano tembló apenas, pero no dijo nada. No hizo nada. Solo observó. Y mientras la música seguía envolviendo la escena, se dio cuenta de que la rabia y la excitación se mezclaban en su pecho en una sensación que no sabía si odiar o desear.

Ese pensamiento lo hacía sentirse asqueado de sí mismo. ¿Cómo había permitido que las cosas llegaran a este punto? ¿Cómo había sido tan egoísta como para disfrutar, aunque fuera por un momento, de la forma en que Mía usaba su cuerpo para llamar la atención?

Se odiaba por eso. Se odiaba por no haber puesto un alto antes, por no haber sido el padre que debía ser. Pero también se odiaba por haber disfrutado de esa sensación de poder, de esa mezcla de orgullo y deseo que lo invadía cada vez que veía a Mía brillar, cada vez que notaba las miradas de admiración que atraía.

Ahora, viéndola allí, en ese vestido que dejaba poco a la imaginación, coqueteando descaradamente con extraños, Carlos sentía cómo el peso de sus decisiones, de su pasividad, lo aplastaba por completo. Sabía que Mía tenía razón, que las cosas ya se estaban saliendo de control. Y lo peor de todo era que no sabía cómo detenerlo.

No pudo contenerse más. La rabia y la excitación que llevaba reprimiendo estallaron de golpe. Con un movimiento brusco, tomó a Mía firmemente del brazo y la empujó de vuelta al probador, cerrando la cortina tras ellos con un gesto seco. El espacio era estrecho, íntimo, y el aire parecía cargarse de tensión con cada segundo que pasaba.

Mía lo miró con asombro genuino, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Era la primera vez que lo veía así. Carlos siempre había sido sereno, pasivo, el tipo de hombre que evitaba los conflictos y mantenía la calma incluso en las situaciones más incómodas. Pero ahora, su respiración era agitada, sus ojos ardían con una intensidad que ella no le conocía, y su agarre en su brazo era firme, casi doloroso.

—Papá, me estás lastimando —dijo Mía, con una voz temblorosa que pretendía ser vulnerable, jugando la carta de la ternura. Bajó la mirada, frunciendo los labios en un gesto de tristeza fingida, como si estuviera a punto de llorar.

Pero Carlos no cayó en su juego. Su agarre en su brazo se volvió aún más firme, y su voz, aunque no levantó el tono, resonó con una autoridad que no dejaba espacio para reclamos.

—Basta, Mía —dijo, con una firmeza que la hizo estremecer—. No voy a tolerar más tus juegos. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué demonios estás buscando con todo esto?

Mía intentó mantener la fachada, pero la intensidad en los ojos de Carlos la hizo dudar. Por primera vez, sintió que no tenía el control de la situación. Tragó saliva, intentando encontrar las palabras adecuadas, pero antes de que pudiera responder, Carlos continuó.

—No me mires con esa cara de inocente —dijo, acercándose un poco más, su voz baja pero cargada de emoción—. Sabes exactamente lo que haces. Sabes cómo te ves, cómo te mueves, cómo afectas a los demás. Y sabes cómo me afectas a mí.

Mía abrió los ojos aún más, sorprendida por la crudeza de sus palabras. Nunca antes habían hablado de esto, nunca antes habían cruzado esa línea. Pero ahora, encerrados en ese espacio reducido, con la tensión en el aire, no había vuelta atrás.

—No sé de qué hablas —murmuró, intentando sonar convincente, pero su voz traicionaba una ligera vacilación.

—Sí lo sabes —replicó Carlos, con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Y quiero que me digas la verdad. ¿Qué es lo que quieres, Mía? ¿Qué esperas lograr con todo esto?

Mía sintió cómo el suelo parecía ceder bajo sus pies. Por un momento, la máscara de seguridad que siempre llevaba puesta se resquebrajó, y una parte de ella quiso decir la verdad, confesar que todo esto era un grito desesperado por atención, por validación, por sentir que existía. Pero en lugar de eso, optó por sonreír, con una sonrisa que era mitad desafío, mitad vulnerabilidad.

—¿Y si te dijera que solo quiero que me mires? —dijo, con una voz suave pero cargada de provocación—. ¿Qué harías entonces, papá?

Carlos sintió cómo el aire en el probador se volvía más denso, más pesado, como si las palabras que acababan de intercambiar hubieran creado una barrera invisible entre ellos. Mía lo miraba fijamente, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y vulnerabilidad que lo desarmaba por completo. Él quería mantenerse firme, quería ser el padre que debía ser, pero algo en su interior se estaba resquebrajando.

—Esto tiene que parar, Mía —repitió, con una voz que sonaba más a súplica que a advertencia—. Antes de que sea demasiado tarde.

Mía no respondió de inmediato. En lugar de eso, dio un paso hacia él, reduciendo la distancia entre ellos hasta que apenas quedaba un espacio mínimo. Su respiración era agitada, y Carlos podía sentir el calor de su cuerpo, el perfume suave que siempre llevaba, mezclado con algo más intenso, más primitivo.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó, con una voz que era apenas un susurro, pero que resonó en el espacio reducido como un grito.

Carlos sintió cómo su corazón se aceleraba, cómo sus pensamientos se nublaban ante la cercanía de Mía. Quería retroceder, quería salir de allí, pero sus pies parecían clavados al suelo.

—Mía, esto no está bien —dijo, con un tono que intentaba ser firme pero que sonaba más a una súplica—. No podemos seguir así.

Ella lo miró fijamente por un momento, como si estuviera evaluando sus palabras, su resistencia. Luego, con un movimiento lento pero deliberado, levantó la mano y la colocó suavemente en su mejilla. Su tacto era cálido, suave, y Carlos sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo.

—¿Y por qué no? —preguntó, con una voz que era mitad provocación, mitad vulnerabilidad—. Si esto es lo único que nos hace sentir vivos.

Carlos no supo qué responder. Cada palabra de Mía era un desafío, una invitación a cruzar una línea que nunca debía ser cruzada. Pero en ese momento, con su mano en su mejilla y su cuerpo tan cerca del suyo, no podía pensar con claridad.

—Mía… —murmuró, con una voz quebrada, pero antes de que pudiera decir algo más, ella se inclinó hacia él y sus labios se encontraron en un beso que lo dejó sin aliento.

Fue un beso suave al principio, casi tímido, como si Mía estuviera probando los límites, explorando un territorio desconocido. Pero luego, cuando Carlos, su padre no la rechazó, cuando sus manos se aferraron a su cintura casi instintivamente, el beso se volvió más intenso, más profundo, como si ambos estuvieran intentando decir algo que las palabras no podían expresar.

Carlos sabía que esto estaba mal, que era una línea que nunca debía cruzar, pero en ese momento, no podía detenerse. La sensación de los labios de Mía contra los suyos, el sabor de su boca, la forma en que su cuerpo se ajustaba al suyo, era demasiado para resistir.

Finalmente, fue Mía quien rompió el beso, separándose lentamente, pero manteniendo sus manos en su pecho. Sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y miedo, como si supiera que habían cruzado un punto de no retorno.

—Ahora dime que no quieres esto —susurró, con una voz que era mitad desafío, mitad súplica—. Dime que no lo has querido todo este tiempo, papá.

Carlos no supo qué responder. Sus pensamientos estaban en conflicto, su corazón latía con una intensidad que lo asustaba. Sabía que esto estaba mal, que era algo que nunca debía haber sucedido, pero al mismo tiempo, no podía negar la verdad en las palabras de Mía.

—Mía… —murmuró, con una voz quebrada, pero antes de que pudiera decir algo más, ella lo interrumpió con otro beso, más intenso, más desesperado, como si estuviera intentando borrar cualquier duda, cualquier remordimiento.

El beso de Mía era un veneno dulce, un anzuelo del que Carlos ya no podía escapar. Sabía que estaba mal, que no debía ceder, pero la certeza de lo prohibido solo hacía que su deseo ardiera con más fuerza. Su boca se movía sobre la de él con una urgencia desesperada, como si intentara consumirlo por completo, borrar cualquier resquicio de resistencia.

Su mente le gritaba que parara.

Su cuerpo no estaba escuchando.

Las manos de Mía recorrieron su pecho, aferrándose a él con una necesidad que lo hizo temblar. No era solo deseo, era posesión. La forma en que lo tocaba, en que se presionaba contra él, le decía que esto no era solo un capricho momentáneo. Ella lo quería, lo exigía.

Carlos quería detenerse. Pensó en lo que vendría después. En las miradas, en las preguntas. En el desastre que los consumiría si alguien los descubría.

Pero cuando los dedos de Mía se deslizaron por su nuca, tirando de su cabello con esa mezcla de urgencia y devoción, todo pensamiento racional se desmoronó.

Ya había ido demasiado lejos.

Sus manos buscaron el borde del vestido negro, resbalando sobre la tela ajustada que delineaba cada curva con una perfección casi cruel. Cada fibra de su moralidad le decía que soltara el maldito vestido. Que diera un paso atrás. Que dejara de fingir que no sabía en qué terminaría esto.

Pero el vestido se resistió, ceñido a su piel como un pecado pegajoso.

Carlos apretó los dientes. Quiso creer que aún tenía elección.

Pero la única verdad en ese momento era que Mía nunca le había dado una salida.

—Mierda… —gruñó entre dientes, tirando con más fuerza, su frustración alimentada por el ardor en su pecho.

Mía soltó una risa baja, entrecortada, con el brillo de la malicia reflejado en sus ojos oscuros. Levantó los brazos con una falsa inocencia, deslizándose contra él, presionando sus pechos contra su torso, haciendo aún más difícil el proceso.

—¿Te cuesta, papi? —susurró, dejando que el calor de su aliento le quemara la piel—. Tal vez no deberías quitármelo… tal vez deberías romperlo.

El eco de esas palabras lo recorrió como un latigazo.

Carlos sintió que algo dentro de él se quebraba, o tal vez se liberaba. Dejó de pensar. Dejó de resistirse.

Con un gruñido gutural, tiró de la tela con más fuerza, sintiendo cómo cedía poco a poco hasta deslizarla sobre sus hombros. El escote bajó lentamente, revelando la piel tersa, los pechos que había intentado ignorar todo este tiempo, los pezones tensos que parecían rogar por su boca.

Y entonces, ya no hubo nada más.

Se inclinó sobre ella como un hombre hambriento.

Su boca atrapó un pezón con una desesperación feroz, su lengua rodeándolo con ansia antes de succionarlo con fuerza. El sabor de su piel, cálido y ligeramente salado, se mezcló con el frío inesperado del metal. El piercing contra su lengua era un contraste exquisito: una superficie dura entre la suavidad de su piel, una interrupción helada en el calor febril de su boca.

Carlos gruñó contra su pecho, recorriendo el aro con la punta de la lengua, jugando con él, sintiendo cómo Mía se estremecía al menor contacto. Lo mordió suavemente, jalándolo apenas, lo suficiente para hacerla gemir y arquear la espalda, ofreciéndose más a su boca.

No fue suficiente.

Su lengua se deslizó por el metal una vez más, esta vez más lento, paladeándolo, explorando cómo se movía con cada tirón que ejercía con los labios. La sensación lo enloquecía. Era perverso, tentador… demasiado para que pudiera detenerse.

Sus manos, torpes de necesidad, recorrieron su cintura, sus caderas, aferrándose a ella con desesperación, como si pudiera fundirla en su piel. Pero todo lo que tenía en ese instante era su boca, su lengua rodeando el piercing, succionando con más hambre, sintiendo el estremecimiento de Mía vibrar contra su lengua cada vez que jugaba con el aro.

—Dios… sigue… —su voz era apenas un susurro ahogado, mezclado con la necesidad de que él no se detuviera, de que siguiera devorándola con esa intensidad desesperada.

Carlos obedeció. No había opción. No con el sabor del metal y la piel en su boca. No con el calor de su cuerpo marcando el suyo.

Mía arqueó la espalda, entregándose por completo a su boca, a sus caricias erráticas, a la culpa que aún ardía en su mirada pero que no era suficiente para detenerlo. No quería que se detuviera.

No le permitió dudar. Le enredó los dedos en el cabello y lo empujó más contra su pecho, obligándolo a seguir, a devorarla sin contención.

—No pienses, Carlos… —susurró, su voz ahogada por el placer—. Solo somos nosotros dos.

Carlos cerró los ojos. No podía pensar. No quería hacerlo.

Pensar significaba recordar. Y recordar significaba enfrentarse a sí mismo. A lo que estaba haciendo. A lo que siempre había querido hacer.

Pero no ahora. No aquí. No con ella.

Las manos de Carlos descendieron con hambre, recorriendo la curva de su espalda hasta encontrarse con la diminuta tanga que apenas cubría algo. Era un límite tan delgado como su moralidad. Una barrera frágil entre lo correcto y lo que ya no podía detener.

Sus dedos la buscaron, la atraparon, deslizando las yemas sobre la delgada tela antes de aferrarse a la carne firme de sus glúteos. Apretó con fuerza, sintiendo el calor de su piel tensarse bajo su agarre, su respiración agitada, su rendición absoluta.

Un pensamiento se coló en su mente como un veneno lento.

"Eres un sucio."

Lo ignoró. La voz de la conciencia siempre llegaba tarde.

Su boca descendió a su cuello, dejando marcas de su presencia. Sabía que después se arrepentiría. Sabía que después se preguntaría en qué momento cruzó el umbral.

Pero en ese instante, su única verdad era el cuerpo que se retorcía bajo sus manos.

Y ya no tenía escapatoria.

El recuerdo del centro comercial destelló en su mente. Las miradas de otros hombres siguiéndolos mientras caminaban, deseando a su hija en silencio, devorándola con los ojos. Todos ellos habían querido hacer justo lo que él estaba haciendo ahora. Todos habían fantaseado con hundir las manos en esas mismas curvas, con probar esa piel que apenas la ropa contenía.

Sintió placer. Y sintió rabia.

Porque durante tanto tiempo creyó que ella era un deseo prohibido.

Y ahora la tenía. Era suya.

Mía jadeó contra su cuello, su respiración entrecortada mientras se aferraba a él. No podía gritar. No con la certeza de que, afuera, otras personas seguían probándose ropa, charlando, ignorando por completo lo que sucedía dentro de ese probador estrecho.

En un intento de ahogar su propio gemido, clavó los dientes en su hombro, un mordisco desesperado que hizo que Carlos gruñera entre dientes.

El dolor se mezcló con la excitación. La marca ardía, pero solo alimentaba más su deseo.

Mía entreabrió los ojos y su reflejo en el espejo le devolvió la imagen de lo que estaban haciendo. La forma en que sus cuerpos se enredaban, la forma en que él la sujetaba con desesperación, con derecho.

Cuando salió de su casa esa mañana, creyó que solo jugaría con él. Con ellos. Como siempre.

Pero ahora, allí, con su cuerpo entregado a sus manos, con la respiración caliente de Carlos devorándola, sabía que todo había escalado demasiado rápido.

¿Y después?

El pensamiento la atravesó con un escalofrío.

¿Cómo seguirían después de esto?

¿Podrían volver a ser los mismos, o cada roce, cada mirada, los delataría?

¿Cómo se mirarían en casa sin que se notara?

Mía respiraba agitada, todavía apoyada contra el espejo, con la piel marcada por el calor de las manos de Carlos, por la presión de su cuerpo contra el suyo, por los rastros de lo que acababa de suceder. Sus piernas temblaban, el eco de su propio placer aun vibrando en su interior.

Carlos, de espaldas a ella, se pasó una mano por el rostro, como si pudiera borrar la realidad con un simple gesto. No se atrevió a mirarla, no todavía.

Afuera, las voces seguían siendo las mismas. Risas distantes, pasos recorriendo los pasillos, cajeras llamando a los clientes. El mundo seguía igual. Como si nada hubiera cambiado.

Pero para ellos, todo era distinto ahora.

Mía se mordió el labio, observando la silueta de Carlos en el espejo. Cuando salió de casa esa mañana, jamás imaginó que terminarían así, que la línea que siempre había sido tan clara entre ellos se rompería de una forma tan brutal.

Y, sin embargo, no sentía arrepentimiento.

Solo incertidumbre.

Se giró lentamente, dejando que el aire frío del probador le erizara la piel mientras recogía la tanga que aún colgaba de sus muslos. La sensación del encaje contra sus dedos la hizo estremecerse, un eco tardío del frenesí que acababan de compartir. Resistió el impulso de mirarlo, de buscar en su expresión un rastro de lo que sentía. Sabía que no encontraría respuestas, solo más preguntas.

Se enderezó, pasando los dedos por la línea de su falda con un gesto casual, como si su reflejo en el espejo no mostrara la evidencia de lo que había ocurrido. Deslizó las manos por sus muslos, ajustando lentamente sus medias, alisando la tela con un movimiento tan pausado como provocador, asegurándose de que todo estuviera en su lugar... al menos en apariencia.

Ajustó un mechón de cabello detrás de la oreja y, solo entonces, miró a Carlos.

Él seguía de pie, inmóvil, con los puños apretados a los costados y la respiración aún irregular. Los minutos dentro del probador se habían sentido eternos, cada segundo cargado de tensión, deseo y transgresión.

Pero la verdad era que no habían sido más que un susurro en el reloj. Afuera, el mundo seguía girando, y para cualquiera que los viera salir, no serían más que un padre ayudando a su hija a elegir.

Solo ellos sabían la verdad.

—¿Vamos? —susurró, con una voz que no sonó tan segura como quería.

Carlos no respondió de inmediato. Su pecho subía y bajaba con fuerza, su mente atrapada en el desastre que acababan de provocar. Cuando finalmente se volvió hacia ella, su mirada estaba nublada.

Deseo. Culpa. Confusión. Todo a la vez.

Sin decir nada, abrió la cortina.

Mía le sostuvo la mirada por un segundo más, buscando algo, cualquier cosa que pudiera darle una respuesta. Pero lo único que encontró fue el abismo de la duda.

Cruzaron el umbral en silencio.

Y detrás de ellos, el probador quedó como testigo mudo de lo que jamás debió haber sucedido.
 
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