Mi Suegra, Doña Amparo 001

heranlu

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Muy poca gente sabía porque a Pepe le llamaban el gordo. La mayoría pensaba que era irónico o que, de niño debía haber sido uno de esos chavales más bien redonditos de los que se cachondean los compañeros.

Pero nada de lo anterior era cierto. Ni era irónico, ni la cosa venía de la infancia. Sólo algunos elegidos, o más bien elegidas, sabían de donde procedía el apodo. Un apodo que alguna jamona despechada se dedicó a difundir pensando que le iba a dañar su reputación de joven promesa de la química (era lo que había estudiado y se le daba la mar de bien, tanto como para ser contratado por la fábrica de goma local para la que creaba mezclas de caucho).

Pero, para quienes usaban el mote con intención burlesca, el tiro les salió por la culata. Todo el mundo se apropió del apodo y lo empezó a usar con entusiasmo. Tanto que llegó a oídos del interesado. Éste, en lugar de enfadarse o tomárselo a mal, acogió el apelativo con cariño y hasta empezó a usarlo el mismo.

Claro que Pepe sí que sabía perfectamente de dónde había salido el mote y a qué hacía alusión.

De hecho, aquella tarde, en casa de sus suegros, se lo recordó a Doña Amparo, su suegra, mientras la tenía empalada por el culo.

-¿Qué, puta, te mola? ¡Ahora ya sabes qué es lo que tengo gordo...!

La tetona de su suegra bufaba con fuerza por la nariz. Pepe le había incrustado las bragas en la boca y la tenía a cuatro patas en la cama king size del enorme dormitorio que compartía con el cornudo (que además era el director de la fábrica). Con bastante agresividad, Pepe le iba pegando viajes a la cincuentona que meneaba su cuerpo opulento como un flan. Especialmente morboso era el balanceo de sus gordas tetas, colgando como badajos de campana, que rozaban con los pezones enhiestos por la colcha, excitando a doña Amparo.

-¿Has visto lo que se siente al estar rellena como un pavo, cerda...? Ya sabía yo que te iba a gustar. Desde el primer día que te vi me propuse sacar la puta que llevas dentro...

Doña Amparo resistía a duras penas las emboladas, apretando con fuerza los dientes en las baboseadas bragas, observando su propia cara llorosa y sudada en el espejo del armario. A veces, la jamona, desviaba la mirada y veía el rostro furioso de Pepe, apretando su culo celulítico con fuerza y rechinando los dientes cada vez que su gruesa tranca se abría paso en el estrecho ano de la jamona. Un culo que, un mes antes todavía permanecía virgen e impenetrable. Ni siquiera el dedillo de su pusilánime esposo se había adentrado nunca en tan ignoto lugar. Bueno, todo sea dicho, tampoco ella le había alentado en ese sentido. Su vida sexual siempre había sido discreta y soporífera. De hecho, ahora que había ampliado horizontes, Amparo se había dado cuenta de que, aunque técnicamente no era virgen (su hija, la esposa de Pepe lo demostraba), no sabía nada en absoluto de lo que era el sexo de verdad. La palabra orgasmo no tenía nada que ver con el breve sonrojo y la escasa humedad vaginal que alguna vez sintió con las torpes caricias de su esposo. El único hombre de su vida. Hasta que llegó Pepe el gordo...

Así que creo que ha llegado el momento de hablar de la cara B de nuestro protagonista. Porque una cosa era el Pepe, químico exitoso y triunfador, y otra muy distinta ese lado oscuro que sólo conocían la retahíla de amantes que fue dejando por el camino y muy poquitos amigos: Pepe el gordo. Un tipo que hacía honor a aquel sobrenombre que, en su tierna (...o no tan tierna) adolescencia, le puso una cachonda vecina de su madre cuando trataba, con enorme esfuerzo, de engullir su polla:

-¡Joder, Pepito, al final te voy a tener que llamar Pepe el del nabo gordo! ¡No hay manera de abarcarlo con la boca...!

Bueno, haciendo honor a la verdad, diré que, con mucho esfuerzo y saliva la buena mujer consiguió hacer una mamada mínimamente en condiciones y obtener una buena ración de leche. Poco antes de que marido entrase por la puerta. Fue justito, pero Pepe era un chico con suerte y el cornudo encontró a su mujer tendiendo la ropa mientras digería el esperma y a Pepe, el joven repartidor del Súper, terminando de guardar los congelados en la conservadora. Al final, hasta se llevó cinco euros de propina que le entregó el pobre cabrón por el buen servicio ante la complaciente (y cómplice) mirada de su santa esposa. ¡En fin, recuerdos de la infancia!

Con el tiempo, la voz se corrió entre las jamonas insatisfechas del barrio y acabó siendo el repartidor más solicitado del Súper. Las marujas anhelantes de rabo solían solicitar al encargado que fuese Pepe el gordo (la palabra nabo, del apelativo, se perdió por el camino; casi mejor...) el que fuese a llevarles el pedido.

Nuestro héroe consiguió un buen sobresueldo en propinas aquel verano que le vino la mar de bien para ayudarle el año siguiente durante la carrera y, además, le dio una idea bastante útil para rentabilizar su tiempo libre cuando estudiase.

Ahora, con treinta años, de vuelta a la ciudad y deseando sentar cabeza, cuando Pepe echaba la vista atrás, a los últimos quince años, perdía la cuenta de las mujeres que se había follado. Y de ellas, descontando a dos chicas de su edad, con las que el noviazgo no acabó de cuajar, el resto respondía a un mismo patrón. Todas eran mujeres maduras, con un arco de edad entre cuarenta y sesenta años. Todas casadas e insatisfechas, casi todas con hijos e incluso una, Marcela una profesora de idiomas de 59, tenía dos nietecitos (¡qué tierno!). Y todas también, esto sí que sin excepciones, opulentas físicamente, más guapas o más feas, pero con un cuerpo de jamona que cuadrase con el ideal femenino de Pepe: caderas anchas, culo rotundo, piernas bonitas, cintura estrecha (dentro de lo que cabe...) y un buen par de domingas. Aquí no tenía prejuicios: le servían tanto las naturales como las operadas, siempre y cuando tuvieran el volumen y la calidad adecuados.





2​

Su nombre oficial era José De Andrés. Sí, De Andrés de apellido, casi igual que el cocinero.

De familia trabajadora, Pepe era el menor de cuatro hermanos, tres chicas y él. Su padre trabajaba, como casi todo el mundo en el barrio, en la fábrica de goma. Su madre, era ama de casa. Ahora, rondando la setentena, ambos están jubilados y sus hermanas casadas. Todos siguen viviendo en la ciudad.

Tuvo una infancia feliz y sin sobresaltos. Fue buen estudiante y con un especial talento para las ciencias, en especial para la química. La química práctica, más bien. Por lo que orientó su carrera hacia la ingeniería superior.

Acabando la carrera, las empresas se lo rifaban y tuvo la suerte de encontrar un muy buen empleo en cuanto se graduó, lo que le permitió independizarse con apenas veintidós años.

Su carrera fue meteórica y viajó por todo el país, de empresa en empresa, hasta que, con treinta años, le llegó la oportunidad de establecerse en su ciudad natal.

Cuando Pepe aceptó la excelente oferta de la fábrica de goma de su ciudad lo hizo, principalmente, por consideraciones económicas y por la posibilidad de empezar a establecerse definitivamente y crear un hogar. Estaba cansado de dar vueltas por el país trabajando casi como un mercenario vendiendo su talento al mejor postor. A pesar de que el rasgo predominante de su carácter era el cinismo, no por ello dejaba de echar de menos a su familia. A sus padres y a sus hermanas y, por otra parte, como decía Dorothy en El mago de Oz: «se está mejor en casa que en ninguna parte»…

Así que, aquel septiembre, después de rescindir su contrato con la empresa en la que estaba trabajando, y echar un polvete de despedida a la guarrilla que se estaba follando, a la sazón la esposa del encargado nocturno de la empresa (un chollo, ya que podía poner los cuernos a gusto al pobre hombre en su cama matrimonial casi todas las noches…), cogió sus bártulos y se trasladó a su ciudad natal a un pequeño apartamento en alquiler que sus padres le habían conseguido.

Tras una breve entrevista con Don Romualdo Calpe, el dueño de la empresa (Industrias Calpe, S.A.; Calpesa, para los amigos, ¡qué original!), ante el que desplegó todos sus encantos, incluidos sus amplios conocimientos técnicos y una versión extendida de su amplio currículum, todo aderezado con su mejor y más seductora sonrisa Profidén, empezó a trabajar inmediatamente. Era un seductor nato y no le costó nada convencer a Don Romualdo.

Las primeras semanas estuvo especialmente concentrado en el trabajo. Organizó las cosas a su modo y le dedicó muchas horas a la empresa hasta que todo estuvo a su gusto y empezó a ver resultados palpables de su dedicación.

En el fondo, tuvo suerte de encontrar todo hecho un auténtico caos. De ese modo su labor destacó bastante más y, el paleto e impresionable director, fascinado por los resultados que empezaba a ver en la calidad del material fabricado, lo enchufó más aún. Tomándolo bajo su protección, lo puso, prácticamente, de segundo de a bordo.

Apenas un mes después de empezar a trabajar en la empresa se encontraba en una posición inmejorable. Tenía acceso directo al dueño, pasando por encima del director técnico, del director de recursos humanos e incluso del consejo de dirección de la empresa. En fin, que, sin quererlo ni beberlo, y sin haber tenido que hacer la pelota exageradamente, pudo observar como todo el mundo le trataba con un respeto reverencial.

Fue entonces cuando se decidió a encauzar su vida personal. Había dedicado casi todo su tiempo a la empresa. Incluidos los fines de semana. Tan solo se permitía algún desahogo los sábados por la noche (desahogo que solía prolongarse hasta el domingo al mediodía) cuando contrataba alguna furcia para que le calentase la cama y poder descargar la tensión de la semana. No era una solución que le emocionase especialmente, pero siempre sería mejor que pajearse viendo vídeos de internet. Además, estaba forrado, ¡qué coño!

Ahora, con las cosas funcionando como un reloj en la empresa, habiendo escogido el personal adecuado y dándole las pautas precisas para el buen funcionamiento de la maquinaria productiva, había llegado la ocasión de buscar alguna jamona a su gusto para mantener activa su lujuria. O algunas…

Empezó escrutando el personal femenino de la empresa (había doscientos empleados, de ellos una cincuentena de mujeres) para ver si había alguna candidata adecuada para ir hincando el diente, por así decirlo.

No tardó demasiado en reconocer dos o tres jamonas con las características adecuadas para convertirse en amantes ocasionales o fijas. Mujeres casadas desde hacía bastantes años, con hijos ya mayores y emancipados, a las que presuponía insatisfechas. Tenía un buen ojo clínico para detectar los coñetes hambrientos…

Estaba iniciando sus avances con una de ellas (la de las tetas más gordas, claro), cuando las cosas dieron un giro inesperado pero que iba a solucionar su dilema. Don Romualdo le invitó a una cena en su casa el sábado por la noche. Una cena a la que acudiría la directiva al completo. «Sin parejas…», precisó el dueño. La intención era preparar la estrategia de la empresa para el próximo año y la expansión de mercados y otras chorradas por el estilo. La presencia femenina se iba a limitar su esposa, Doña Amparo y su hija, Amparito, recién llegada del colegio de Suiza en el que estaba interna para cursar estudios universitarios.

El detector de chollos de Pepe se activó de inmediato. Nunca se sabe, quizá podía pegar un buen braguetazo con Amparito. En cualquier caso, ni en sus sueños más febriles podría esperar haber conseguido un chollo de tal calibre, como el que le iba a caer encima: casarse con la hija y someter a la madre, poniendo, de paso, unos cuernos de campeonato a su futuro suegro. No tiene demasiada importancia adelantar acontecimientos, a fin de cuentas no hay desenlace sorpresa. Interesa más el desarrollo del proceso, que el resultado en sí.

3​

Dado el panorama aburrido y poco alentador (para la diversión, quiero decir), que presentaba la cena para Pepe, fue inevitable que su atención se centrase en las dos únicas hembras que asistieron a la cena. Y más si tenemos en cuenta que le tocó sentarse con Doña Amparo a su izquierda, presidiendo la mesa y Amparito justo enfrente.

Pepe se sorprendió de lo guapas que eran ambas. Le costó dar crédito al hecho de que un cenutrio viejo, calvo y feo se hubiese podido llevar al huerto a una jaca tan espectacular como Doña Amparo. Aunque si atendemos a la pasta que abarrotaba la cuenta de Don Romualdo, las dudas se disipan.

También Amparito le encantó a Pepe, aquella jovencita de caderas anchas y hermosas tetas, le pareció perfecta. Y, last but not least, estaba en una forma física envidiable, practicaba la hípica de forma semiprofesional, de hecho estaba en el equipo olímpico. Era fresca, divertida, guapa e inocente, aparte de que, dado que era el único asistente a la cena que no era un vejestorio, quedó inmediatamente prendada de sus encantos. Amparito, Además, ofrecía un beneficio colateral: su madre, una perfecta jamona ideal para someterla y usarla sexualmente tal y cómo a Pepe el gordo le gustaba.

Y, tal y como Amparito se convirtió de inmediato en candidata para salir con Pepe, que rápidamente calibró las múltiples ventajas que suponía salir con la guapa hija del propietario de la empresa, Doña Amparo, con un aspecto despampanante, embutida en un vestido un par de tallas más pequeño y con las pechugas rebosando por el escote, le puso el rabo como un garrote y se convirtió, a su vez, en la perfecta candidata para convertirse en su putilla de cabecera. Y si, además de estar tan buenorra, era la madre de su futura esposa y la mujer de su jefe, pues plus de morbo.

¡Miel sobre hojuelas! Pepe, mentalmente, acababa de lograr la cuadratura del círculo. Ahora sólo tenía que desplegar sus mejores dotes de seductor para lograr sus objetivos

Se presentaba por delante un reto mucho más estimulante que los laborales.

Durante toda la velada se dedicó a tontear con la hija hasta conseguir una cita. A partir de entonces estaba convencido de que la cosa iría sobre ruedas, y no se equivocó.

Por otra parte, estuvo observando a la madre para tratar de catalogarla y encontrar el modo de entrarle. Aunque esto, a priori, parecía que iba a resultar una tarea más difícil.

No tardó en descubrir que Doña Amparo, todo lo que tenía de jamona, lo tenía también de mojigata y monjil. De entrada, el vestido que le sentaba como un guante (un guante estrecho...) y que Pepe había interpretado, erróneamente, como una muestra de coqueteo de putilla reprimida, no era más que un vestidito antiguo que, debido a los excesos navideños, se había quedado algo estrecho para contener tanta opulencia. Es más, a medida que fue conversando con ella, Pepe se convenció de que Doña Amparo era, más bien, una bastante tímida y puritana. Una de esas mujeres que desconocen completamente el efecto que causa en los hombres su cuerpo voluptuoso.

Seguramente, en su juventud, debió haber sido una de esas chicas con poca experiencia de la vida que, fascinada por un galán de opereta (dudo mucho que Don Romualdo hubiese sido mínimamente atractivo en algún momento de su vida) forrado de pasta, transitó directamente del cole de monjas a la alta sociedad. Después, tuvo a su adorable hija (la futura esposa de Pepe el gordo) y se dedicó a vegetar y a vivir como una reina hasta el presente instante.

Pepe tenía un muy buen ojo clínico con las mujeres y su diagnóstico, que, a la postre, se confirmaría plenamente, incluía un anexo: Amparo era, sin duda, el tipo de hembra que, bien aleccionado y con los estímulos adecuados, podía convertirse en una verdadera bestia sexual en el catre. Para Pepe, ferviente creyente en la inexistente ciencia de que el aspecto condiciona el comportamiento, el cuerpo de puta de la jamona madura solo estaba esperando ser puesto en marcha para satisfacer al macho más exigente. Y ahí era donde su pericia tenía que desplegarse.

No iba a ser fácil, pero el premio merecía la pena.

Durante aquella velada procuró comportarse como un gentleman, ligarse a la hija, empezar a seducir a la madre y no despertar ningún tipo de resquemor o sospecha del padre.

Pasó la prueba con nota. Obtuvo una cita con Amparito, se cercioró de que Doña Amparo no era inmune a su sonrisa y sus encantos e incluso, ayudándola a mover unas sillas se hizo el encontradizo y le palpó discretamente su blando e inmenso culazo de matrona. La mujer, ¡bendita inocencia!, ni se dio cuenta de que la zarpa que le masajeó la nalga había sido completamente intencionada. En cuanto al futuro cornudo, estaba demasiado ocupado alabando al fichaje estrella de la empresa como para darse cuenta del aluvión de cuernos que se le venía encima...

4​

A partir de aquel día, Pepe empezó una relación, primero informal y luego un compromiso en firme con Amparito. Aprovechó las visitas diarias a la mansión familiar en las que recogía a Amparito, para ir camelándose a su suegra, que ya veía en su mente como su futura puerca. Los primeros días le llevaba flores, bombones y otros pequeños obsequios a Doña Amparo. Pequeños detalles que hacían las delicias de la señora de la casa que se derretía con aquellas atenciones.

Enseguida, Pepe empezó a notar que la mujer, que los primeros días le recibía más informalmente, poco a poco se iba arreglando más y maquillándose cuando su futuro yerno aparecía.

Pepe, que disfrutaba enormemente con ese ritual de seducción, se contuvo a la hora de iniciar cualquier acercamiento físico. No quería cagarla y sabía que fallar en el tempo con una mujer tan conservadora y reprimida como Amparo, podría ser fatal y tirar a la basura meses de avances.

Normalmente, mientras Amparito terminaba de arreglarse, Pepe y su suegra disfrutaban de unos minutillos de agradable charla mundana y superficial en el salón de la planta baja.

En cuanto aparecía Amparito esplendorosa bajando por las escaleras, Pepe se despedía caballerosamente y salían a pasar la velada juntos.

Pepe no tardó demasiado en empezar a follarse a Amparito, que resultó ser una estupenda amante, ávida por aprender y ansiosa por probar cosas nuevas. A Pepe, encantado con tan brillante alumna, le encantaba cepillársela e imaginar que la que le mamaba la tranca era la madre.

A los pocos días, Pepe decidió mover ficha. Poco a poco adelantó las visitas para recoger a Amparito y así compartir más tiempo con la jamona que, por su parte, no pareció contrariada en absoluto. Al contrario, empezó a arrimarse más a él en el sofá. Buen presagio.

Fue todo muy gradual, pero también muy rápido.

Para Amparo todo empezó siendo una especie de fantasía romántica y naïf. Todo más bien en plan cogerse de las manos, pequeños besos furtivos y tontas palabras de amor, un “amor” acrecentado por la clandestinidad y el engaño. Ella no podía evitar oscilar entre un tremendo sentido de culpa (por engañar a su esposo y a su adorable hija) y una excitación que quería creer que no tenía nada de sexual. Lo veía como una especie de amor imposible que jamás podría consumarse y tal y tal... Por eso, se sentía tan contrariada cuando, después de despedir a la perfecta pareja formada por Pepe y su hija, tenía que correr al baño a cambiarse las bragas inexplicablemente empapadas. Trataba de culpar a los nervios o a algún desarreglo hormonal, siempre negando la realidad. Se excitaba, y mucho, con la presencia de su joven yerno. Pero la situación parecía que no tenía arreglo. Estaba estancada. Si de ella dependía, los castos besitos y las manos entrelazadas podían prolongarse eternamente.

Pepe tenía otra perspectiva. Su intención era otra. Clarísima. Someter y dominar sexualmente a Amparo y, además, en plan bestia. Pepe era un buen conocedor de la psicología femenina y, no nos olvidemos, tenía un máster en jamonas maduras insatisfechas y reprimidas. Sabía que no podía permitirse el lujo de fallar y asustarla y que tenía que atacar en el momento justo. Así que, pacientemente, se dedicó a calentar a su presa hasta entrar a matar. Por eso, cada tarde, al salir de la casa de sus suegros tras camelar a la jamona con pueriles palabras de amor, se desfogaba a lo bestia con Amparito que desconocía como era capaz de excitar tanto a un hombre.

Pepe aprovechó a fondo aquellos días para adiestrar a fondo a su futura esposa y a aplacar su polla. Pero reservando dosis de energía para su particular día D, en el que hiciese suya a la tontorrona de Amparo.

5​

Fue una gripe la que precipitó los acontecimientos. Aquel día Amparito mandó un mensaje al trabajo a Pepe para que aquella tarde no fuese a buscarla, se encontraba mal y estaba en cama. Pero nuestro protagonista se hizo el loco y acudió a su cita diaria como quien no quiere la cosa.

Doña Amparo, que no lo esperaba, no pudo ocultar una sonrisa radiante cuando apareció su platónico enamorado. Le comunicó el estado de la niña. Pepe, se hizo el sorprendido y, después, remoloneó con Amparo por el salón iniciando el tonteo habitual.

Esta vez, a sabiendas de que la hija no iba a aparecer bajando por las escaleras, Amparo se mostró bastante más pegajosa de lo habitual, lo cual, en el sentido de nuestro relato, quiere decir que multiplicó por dos los besitos en seco a su yerno y las palabras chorras de amor en plan: "¡Qué triste que no te haya conocido hace veinte años...!", bla, bla, bla...

Pepe la dejó que se fuese cociendo en su propio jugo hasta que, después de contemplar su escote durante un cuarto de hora, marearse por la presión de sus agitadas carnes, cada vez más próximas en el pequeño sofá, y notar que su erección empezaba a alcanzar un nivel respetable, sujetó con fuerza la mano de Amparo y la llevó a su paquete.

-Vamos a dejarnos de chorradas... –dijo imperativo.

Amparo, enrojeció hasta la raíz del pelo, y empezó a sudar agitadamente, al tiempo que, haciéndose la ofendida, balbuceó:

-¡Pero, pero Pepe...! ¿Qué... qué haces...? ¿Qué estás haciendo...?

Intentó apartar la manita, pero Pepe la sujetó con fuerza y, al tiempo que la forzaba a frotar la gruesa polla que se le marcaba en el pantalón, acercó su cara y le pegó un morreo en condiciones, repasando con la lengua hasta el último recoveco de su boca.

Ahí, Amparo se rindió. Mucho más rápido de lo que esperaba Pepe. Éste probó a soltar la mano de la cachonda jamona y ésta, en lugar de separarse, prosiguió con el torpe amago de paja sobre el pantalón.

-¡Bien, putilla, bien...! Ya sabía yo que te gustaría...

Las palabras de Pepe solo frenaron durante una fracción de segundo la acción de Amparo. Se detuvo, miró a los ojos a Pepe y se limitó a decir:

-¿Qué hago...? ¿Qué quieres que haga...?

Pepe era consciente de con quién estaba jugándose los cuartos y que Amparo, en lo que al sexo se refiere no era precisamente una lumbrera, así que se propuso ser como esos profesores que dicen que son duros pero justos. Resumiendo, aplicó la mínima didáctica, apelando al instinto de puta que había creído detectar en Doña Amparo, y uso sabiamente una táctica de palo y zanahoria.

Así que ante la diáfana pregunta de Amparo, Pepe se limitó a bajarse la bragueta para liberar su polla y tras coger de los pelos a la guarrilla le incrustó el rabo en la boca. Sólo el capullo, claro. La buena e inexperta mujer no daba para más. Eso sí, en paralelo, con la otra mano, el joven hurgó sabiamente entre sus muslazos, alcanzando el peludo y húmedo nidito de amor de la jaca. Después, empezó a masajearla de tal modo que su santa suegra se olvidó de lo que tenía entre manos, y en su boca, y fue forzando cada vez más la mandíbula. La mujer intentaba corresponder, agradecida, entre espasmos de sus muslos, a los orgasmos que empezaron a llegarle casi inmediatamente. Los primeros orgasmos de su vida.

Fue una suerte para Pepe, que esos orgasmos los asociase la buena mujer a tener una buena polla en la boca. En el fondo, este efecto reflejo le iba a venir la mar de bien para el futuro. Así, cada vez que empezase a chuparle la tranca, su coño se iba a poner como un bebedero de patos. “¡Buen trabajo, Pepe!”, se dijo para sí mismo.

Dudaba Pepe entre sí descargar en la boca de Amparo, mientras esta seguía encadenando espasmos y gemidos, o esperar un poco y follársela bien follada. Al final, optó por la decisión clásica de más vale pájaro en mano, y se derramó en la boca de la puerca (también lo hizo altruistamente para no enguarrar el sofá o las ropas más de lo necesario, a fin de cuentas era todo un caballero). Eso sí, lo hizo con premeditación, alevosía y sin avisar. Y, por supuesto, sujetando bien el tarro de la zorra para que no desperdiciase ni una gota.

La buena mujer, estaba tan distraída con los sublimes acontecimientos que estaban alegrando sus partes bajas, que ni se inmutó cuando los chorros de salado y denso esperma empezaron a inundar su boca, resbalando hacia afuera. No podía tragarlo todo, la buena mujer.

Pepe se descargó a gusto, con ganas. Ella, agradecida, con los muslos apretados sin dejar escapar la mano del chico, siguió chupando hasta que dejó el rabo reluciente.

Después, Pepe, le levantó la cabeza y la miró a los ojos fijamente, antes de besarla con ganas, notando el sabor del esperma que segundos antes había inundado su boca y del que ya no quedaba ni una gota.

-¡Joder, suegra, así me gustan a mí las putas…! ¡Sí señor!

Ella sonrió jadeante y trató de recobrar la compostura.

Amparo se enamoró como una perra y Pepe, encantado con ello, la utilizó así, como su perra.





6


Pepe disfrutaba tanto o más que del sexo en sí, del efecto que éste producía en la mujer. En el modo en que se sometió a todos sus deseos y convirtiéndose en una fiel y perfecta esclava de su polla.

De rebote, consiguió que Amparo fuese participe entusiasta en el humillante engaño al que estaba sometido Don Romualdo.

Ponerle los cuernos a su suegro, a su jefe, le ponía el rabo especialmente duro. Le encantaba burlarse de él e insultarlo cuando se follaba a la guarra de Amparo. En especial cuando tenía suerte de hacerlo en la enorme cama matrimonial. Solía eyacular en el retrato del matrimonio que presidía la mesita de noche y, después, obligaba a la guarra a lamer bien el cristal hasta dejarlo reluciente.

A Pepe le gustaba hacer ostentación de su poder sobre Amparo y no se preocupaba lo más mínimo de meterle mano descaradamente aunque estuviera cerca alguna doncella de la casa.

Más de una vez, mientras Amparo medio desnuda le comía la polla en el sofá, Pepe llamaba con la campanilla al servicio para pedir una cerveza o cualquier chorrada que se le ocurría. Tan solo por ver la vergüenza que pasaba su amante y la sonrisita condescendiente de la chica que le traía el pedido.

En esas ocasiones, cuando Doña Amparo intentaba retirarse y adecentarse un poco, Pepe empujaba con fuerza su cabeza y la obligaba a continuar la humillante tarea. Casi todas las doncellas e incluso Roberto, el fiel mayordomo de la familia, tuvieron que asistir a escenas parecidas, con su señora tragando polla desnuda u, otras veces, masturbando a su yerno, acuclillada mientras le lamía el ojete, o siendo follada brutalmente a cuatro patas, mientras restos de esperma resecos de la última corrida todavía cubrían su jeta. En fin, la líbido por las nubes, la dignidad por los suelos. Ese era el sino de la buena de Amparo, ¡a sus años…!

A todo se acostumbra una y Amparo asumió la vergüenza de tal modo que acabó por no darse ni cuenta. Cuando alguien del servicio entraba al salón, seguía a lo suyo, obediente a Pepe, el macho que la esclavizó y le hizo ver las estrellas...

Eso sí, los cuernos de Don Romualdo pasaron a ser Vox populi y, menos el interesado y su hija, todo el mundo se enteró de la película que se desarrollaba a espaldas del pobre cabrón. Así que ahora, todo el personal de la casa, incluso el fiel Roberto, empezó a referirse a su señor como el Venado, en lugar de Don Romualdo: "el Venado, por aquí, el Venado por allá..."

Tan interiorizado lo tenían que un día, en el que Doña Amparo estaba en el salón junto a Pepe, arreglándose la ropa después de un sudoroso polvo, mientras esperaban la llegada de Amparito de su clase de equitación, una criada jovencita que llevaba poco en casa, preguntó cándidamente:

-Doña Amparo, me pregunta la cocinera si sabe usted a qué hora vendrá el Venado para la cena...

La otra chica y Roberto, que estaban también en la habitación se quedaron paralizados, pero, curiosamente, Doña Amparo reaccionó con un "¡¿Qué?!" sorprendido y una potente carcajada...

-¡Perdón, perdón, señora, quería decir Don Romualdo...!

Obviamente, Amparo perdonó a la chica, compartió las risas con Pepe y le dió un último lengüetazo antes de cambiar de asiento y esperar modosa el retorno de Amparito.

7


La cosa de los cuernos fue lógicamente a más. Era como una de esas carreras que no van a ninguna parte, pero que nadie puede, ni quiere parar.

Pepe forzaba la máquina y empezó a abusar de su posición privilegiada como técnico estrella de la fábrica y futuro yerno del dueño, para empezar a exhibir, cada vez más, que también mandaba sobre la mujer de su jefe.

La fue tuneando. La obligó a vestir ropas más ostentosas. No necesariamente más bonitas pero si más provocativas. Mínimos vestidos de licra, pantalones ajustados de los que sobresalía la tira del tanga, tops y camisetas también ajustadas que a duras penas contenían sus melones. Completó el asunto con un corte de pelo bastante juvenil y un par de piercings, dos aritos, en los pezones que se marcaban perfectamente a través de las ceñidas camisetas.

Don Romualdo, siempre en la parra, notó los cambios, pero no le dio demasiada importancia. Hacía tiempo que el cuerpo de su esposa había dejado de ser una prioridad para él y, por otra parte, confiaba ciegamente en ella.

Amparo, aunque no era su intención inicial, acabó disfrutando y excitándose con el engaño. Abusaba de la confianza ilimitada de su marido y, conchabada con Pepe, se metían mano prácticamente delante de las napias del ignorante cornudo.

Era un lugar común que Pepe posase su mano en el culo de la guarra de su suegra, yendo un paso por detrás de Don Romualdo, mientras comentaba con éste temas de la empresa.

Y no hablemos ya de las comidas familiares. El día en que Amparito, por algún evento o concurso hípico no estaba con ellos, la cosa era un desmadre. Amparo pajeaba sin pausa a Pepe bajo el mantel de la mesa del comedor y se dejaba meter mano. Solía además llevar puestas las bolas chinas que entraban y salían como Pedro por su casa de su chorreante cueva.

Inevitablemente, la paja concluía con una caída de un cubierto o una servilleta bajo la mesa y una glotona ingesta de leche de macho que echaba al traste la dieta de ese día de la buena de Amparo.

La cuestión es que las cosas, cuando se van enguarrando, no hay quien las pare. Y eso suele ocurrir con la lujuria. Que va adquiriendo un efecto de bola de nieve, sobre todo cuando hay feed back y se retroalimenta entre las partes. Este era el caso de Pepe y la ex-mojigata Amparo.

Ya no hacía falta que Pepe sugiriese nada o se insinuarse de algún modo. Qué va... Ahora era ella, Amparo, la que andaba como una perra en celo buscando la mínima ocasión para calmar los ardores de su chichi.

Esa ansiedad, esa lascivia reconcentrada de la guarrilla, le hacía asumir riesgos innecesarios y, lo que es peor, perder el poco orgullo y los escasos restos de dignidad que le quedaban.

Pepe era el único que podía haber frenado a la fiera, pero, por un cierto distanciamiento y la frialdad natural con la que solía contemplar a las guarras a las que se follaba (con las que mantenía unas relaciones estrictamente sexuales, en las que el afecto y/o los sentimientos no estaban presentes), se limitó a observar, divertido, hasta donde podía ser capaz de llegar la zorra de Amparo, cada vez más desinhibida.

En cualquier caso, su intención, si la putilla intentaba comprometerle o confesaba al cornudo o a su hija la relación, era negarlo todo, acusar de enajenación a Amparo, y, en caso de ser capturados in fraganti, acusarla de seducción... Esto último iba a ser complicado. según cómo les pillasen...

De todas formas, Pepe estaba convencido de que nada de eso iba a ocurrir. Confiaba en su proverbial buena suerte. Estaba convencido de que la pareja de amantes se saldría de rositas y de que, el día en que hubiera que destapar la cornamenta al Venado, la cosa estuviera tan avanzada que el pobre cornudo se viese obligado a retroceder con el rabo entre las piernas porque la vergüenza fuese infinitamente superior a la justicia.
 
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