Mi Padre Mi Amante. Parte 1.

heranlu

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Mi Padre Mi Amante. Parte 1.-

No soy la típica chica a la que llamarías tía buena. Soy bajita, apenas llego al metro sesenta, con curvas y, desde la pubertad, con tendencia al sobrepeso.

Digamos que tengo demasiadas curvas para nunca haber sido madre y, en aquel tiempo, cuando tenía 22 años y ningún hijo, ya mis muslos se marcaban prietos, mis pechos turgentes y mis caderas anchas.

Soy morena y de ojos oscuros. Nariz chata y una bonita sonrisa. Melena recta por debajo de los hombros en castaño oscuro.

Siempre he sido una buscona. Desde chiquilla, me gustaba calentar la bragueta a los chicos del barrio. Leía una revista donde te enseñaban de todo sobre la sexualidad y yo, fantasiosa y pecando de la mentira, les exponía las cosas que sabía hacer, aunque todavía fuera virgen.

Porque mi mayor excitación era calentarles la polla, comerles la boca, tocarles el bulto sobre el pantalón y, cuando estaban súper salidos, decirles que no con altivez y alejarme corriendo mientras me reía de sus caras de palurdo. Me gustaba, incluso, decirle pequeñas frases pervertidas, disfrazadas de inocencia, a mi propio padre, que había enviudado cuando yo apenas contaba con trece años, y quien nunca rehízo su vida.

Siempre fue un lobo solitario mi amadísimo padre. Era buen hombre y nunca se mostró severo conmigo. Al menos, no hasta los 22 años…

No se enfadaban conmigo, porque siempre les prometía que no era el momento oportuno pero, llegado el momento, habría sexo seguro.

Todavía sonrío imaginando si hubiera follado con todos los chavales a los que les prometí sexo, porque perdería la cuenta seguramente.

Perdí la virginidad a los 18 años recién cumplidos. Era mi meta: estrenar la mayoría de edad follando. Y lo hice, lógicamente, con el que era el noviete de turno.

Tenía cuatro años más que yo y lo hicimos en su coche. Se volvió loco cuando se la chupé, decía que, para ser la primera vez, la chupaba de vicio. Lo que él no sabía era que, aunque virgen, la boca sí la había estrenado unos años antes.

Era lógico. Había calentado tantas veces la bragueta que, un atardecer, después de largos besos, sentía humedecerse mis bragas y decidí dar el paso: me puse de cuclillas, saqué la polla latente del calzoncillo que la apresaba y empecé a lamerla suave, de arriba abajo. Besé la punta y me la introduje en la boca. Aquel chaval empujó sin esperármelo hasta el fondo y mi campanilla dio alerta de arcada.

Le di un bofetón y me fui corriendo, no sin antes vomitar por la arcada recibida. La siguiente vez, con otro de los chicos del barrio, fue lo primero que advertí: si iba a chuparla, tendría que ser a mi ritmo, porque deseaba realmente hacerlo sin necesidad de sentirme invadida hasta la garganta.

Al principio, se corrían en mi mano. Con el tiempo, permití que lo hicieran en mi cara; finalmente, lo hacían en mi boca. Durante un tiempo, la escupí hasta que, llegado un día, comprendí que aquel manjar era para tragarlo.

Desde entonces, me trago siempre la leche de la polla que me folla.

Nunca le dije a mi novio que había comido pollas antes de conocerlo y, justamente a él, no se la había chupado antes del día de ser desvirgada. Quise hacerme, por primera vez, la estrecha, la interesante. Aparqué mi lado más puta y puse carita de niña buena para enamorarle. Le hice esperar medio año antes de sentir mi boca chupando su polla.

Era gruesa. No muy larga, pero sí algo gruesa. Era fácil llegar hasta el pubis por el tamaño, pero me obligaba a abrir exageradamente la mandíbula para poder abarcar su grosor. La saliva se escurría entre mis labios y humedecía sus huevos, los que lamía como gata en celo mientras jugaba a mirarle a los ojos fijamente con mi carita de niña buena. Él ponía los suyos en blanco cuando, de repente, se corrió.

Me indignó que se corriera. ¡Era mi primera vez y no me había estrenado el coño! Rehusé de tragar su semen porque ni me esperaba su orgasmo tan pronto, ni regalaba nada a cambio de no lograr mis expectativas. Reconozco que siempre pequé de egoísta, hasta los 22 años…

- Perdona, no me pude aguantar… - Tenía la cara roja cual pimiento de piquillo.

- Ya veo, ya… - Respondí, enfadada.

De repente, me abrazó fuertemente y comenzó a besarme. Llevó su mano bajo mi vestido de florecillas y apartó la braguita. Aunque con torpeza, tuvo suficiente cuidado para no hacerme daño mientras me frotaba sus dedos sobre el clítoris. Durante un rato, sentía ganas de orinar, era extraño. Después, sobrevino aquella sensación infinita a la que llamamos orgasmo.

- Sigue, sigue – jadeaba y suplicaba que siguiera frotando su mano sobre mi clítoris.

- Ponte de cuatro, tendré mucho cuidado: lo prometo.

El día de mi cumpleaños, metida en un coche estrecho e incómodo, con las ventanillas llenas de vaho, de cuatro, cerré los ojos y me dispuse a recibir su polla.

No necesitó lubricar porque, tras aquel orgasmo, me pudo introducir sin problema la punta de su capullo.

- Tienes una breva preciosa – susurró.

- Yo también te quiero – sentencié sarcástica.

El grito que di todavía retumba en mis oídos. El cabrón me la metió sin más cuidado que metérmela hasta que sus huevos chocaran con mi vulva.

- Para, para – supliqué – me duele.

- Ahora se te pasará.

Sentía que me partía aquella mole gruesa pero, pasados unos segundos y el inicial dolor, la lubricación de mi vagina ayudó a que se deslizara sin problema hasta el fondo.

Me frotaba con dos dedos mi clítoris para sentir esa misma sensación de ganas de orinar que había sentido momentos antes y exploté en otro orgasmo mientras él seguía en su mete y saca.

Soltó mis caderas para buscar mis pechos. Las palpó sobre el escote, me decepcionó que no buscara más allá de la tela, pero no dejaba de ser mi primera vez y me había prometido que aprendería mucho más allá de ese coche y de aquel novio.

Lo supe desde bien joven: tenía un pensamiento de muy puta y muy orgullosa.

Como se había corrido previamente, esta vez aguantó largo rato. Llegó un momento que la penetración comenzó a ser molesta. Me rozaba la entrada, donde los labios se habían hinchado un poco, pero la sensación era placentera y yo tuve algún orgasmo más.

- Me vengo…

Y la retiró para correrse sobre mis nalgas. Era una nueva sensación: sentir sobre la piel de las nalgas el rastro viscoso del semen escurriéndose y lamiendo mis poros.

Me hubiera gustado decirle que, con un dedo, me alcanzara aquel manjar, pero ya él me estaba limpiando con un pañuelo de papel y preferí no parecer desesperada. Al fin y al cabo, yo misma había decidido parecer la niña buena para él y ocultar mi lado más zorrón.

Duramos algunos meses más y poco aprendí con él. Se limitaba a chupársela, sobarme los pechos, rozarme el clítoris y el mete saca en mi coño hasta correrse en mis nalgas.

Ni siquiera, pude saborearle jamás el semen, porque rápidamente se limpiaba y se subía los pantalones. Yo, que adoraba tragarme el semen, nunca se lo tragué al que fue, por decirlo de algún modo, mi primer novio oficial.

Después de romper con él, decidí que tenía que adquirir experiencia. Tenía 18 años, juventud y bastante tiempo por delante para aprender.

Seguí calentando a unos y follando con otros. A todas estas, a mi padre seguía diciéndole picardías tipo que debería ir en braguitas por casa por el calor que hacía, pero que no quería ponerle morcillón.

Mi padre me miraba con ojos asombrados y, lógicamente, algo molesto. Pero siempre callaba. Nunca me rectificó en mi actitud, aunque supe un tiempo después que algunos vecinos del barrio le decían de la fama que me precedía.

Yo no quería tener fama de putona. Yo lo que quería era aprender del sexo. Y de cada chaval del barrio intenté obtener la mejor información que pude. Pero notaba que, la gran mayoría con los que estuve, eran más o menos parecidos en el método de mi ex. Algunos, incluso, iban directamente a meterla sin juegos previos y otros los podría catalogar como auténticos patanes.

A los 20 años, tras dos años teniendo sexo con chicos de mi edad, me convencí que realmente necesitaba encontrar a hombres con más experiencia, por lo que decidí ignorar a los de mi generación y concentrarme en los que tenían la treintena cumplida.

Empecé a salir con un hombre de 32. Me llevaba, por lo tanto, 12 años. Y notaba la diferencia. Le encantaba el sexo oral, podía pasarse largos minutos recorriendo mis labios internos y jugar con la capucha de mi clítoris con la mayor suavidad.

Yo me corría una y otra vez con aquella lengua adulta recorriendo mis recovecos. Me lamía cual perrito desde la entrada de mi esfínter, pasando por la zona perianal hasta llegar a mi vagina y succionarla como un descosido. Llegado al clítoris, retornaba a la suavidad y volvía a bajar para introducir su lengua en mi coño, mezclando mis jugos con su saliva.

Era una auténtica maravilla en el sexo oral.

Fue el que me enseñó, con paciencia y cariño, a hacerle una garganta profunda. No buscaba que me dieran arcadas, sabía parar a tiempo.

- Saca la lengua, respira profundamente por la nariz, ahí te va, venga… Haz que tragas y verás cómo se introduce sin provocarte – me lo decía como quien receta un libro de instrucciones.

Cuando logré sentir que la punta de su polla traspasaba mi campanilla sin mostrar signos de arcadas, sentí que había triunfado.

Aquella relación duró casi un año. Fui tonta, porque mezclé el concepto follamigos con el enamoramiento, por lo que le confesé que me estaba enamorando.

- Ah, no – fue tajante -, nada de amoríos. Te dejé claro que no quiero tener una relación y tú sigues siendo una cría. El sexo me encanta pero no voy a ser pareja tuya. Yo nunca te prometí amor.

Era cierto. La culpa fue mía porque, en mis ensoñaciones, imaginaba que podría terminar enamorándose de mí si me esforzaba en darle el mejor sexo.

Nos veíamos casi a diario, así que el vínculo era estrecho y el sexo con él me gustaba.

De repente, me vi menos zorra y más llorona. Apenas salía de casa, solo para asistir a las clases y, a veces, me las saltaba, ignorando las advertencias de mi padre de dejar de pagarme los estudios.

Yo solo quería llorar. Ni siquiera pensaba ya en follar, en calentar a nadie, en chupar una polla. En casa, ni siquiera se me ocurría ya decirle tonterías a mi padre. Supongo que incluso a él le extrañó, porque se las llevaba diciendo desde la adolescencia.

- Tienes que comer – me decía con cariño y preocupación -, estás adelgazando.

- Mejor, me sobran kilos.

- A mí me gustan las mujeres con carne – me decía, zanjando mis berrinches y haciéndome comer con desgana.

Mi padre se preocupó durante esos meses que comiera y hablaba mucho más conmigo. A su modo, quiso ejercer de psicólogo, dándome consejos sobre cómo superar una pérdida.

- Recuerda que soy viudo, sé lo que se siente cuando se pierde a alguien querido…

- Pero tú no rehiciste tu vida – le encaré -, no puedes decirme entonces que más hombres hay en el camino.

- Simplemente intento animarte.

- Pues primero aplica el ejemplo – dije con cierto cinismo.

Mi padre me miró triste, se encogió de hombros y se alejó.

Pasaban los días y se convirtieron en meses. Yo seguía llorando por aquel imbécil que sabía comer el coño como nadie y de quien pensaba no dejaría nunca de amar.

Y llegó un nuevo cumpleaños. Cumplía mis 22 añorados años.

- ¡Felicidades, mi niña! – Un gran oso de peluche en un brazo y unos bombones en la otra mano.

- Gracias, papá – dije mientras bostezaba y abría un ojo todavía arropada bajo mis sábanas.

De repente, mi padre suelta el oso sobre mi almohada y estira la sábana hacia atrás.

- ¡Arriba, dormilona! Tengo una sorpresa para…

No terminó la frase. Me encontró desnuda de cintura para abajo. Desde cría, uso pijamas y él era consciente de ellos. Ni siquiera en verano dormía en braguitas. Siempre usé pijamas.

De pronto, aquella mañana, mi padre se encuentra que mi coño está al aire, sin pijama que lo cubra. Observé que no apartaba la vista de ellos, que se mordió un labio y tardó demasiados segundos en reaccionar.

- Perdona, hija… Pensé que tenías tu pijama, perdóname.

Me hablaba con auténtica congoja. Yo sentía que estaba roja como un tomate, me ardían las mejillas.

La noche anterior, me había retirado el pantaloncito del pijama para masturbarme un rato tras estar meses sin sexo y, tras el orgasmo, me quedé dormida en la gloria y no me había recolocado el pijama.

- Papá, de verdad – tartamudeaba entre la vergüenza del momento y la ternura al verle desencajado -, no pasa nada. Además, no es nada que no hayas visto alguna vez, cuando yo era pequeñita y me bañabas.

- Sí, pero ahora eres una mujer.

- Da igual, soy tu hija.

- Siento enormemente lo sucedido.

A todas estas, caí en la cuenta que mi padre me había destapado, se había disculpado pero no me había vuelto a tapar. Y yo tampoco hice ademán de recolocar la sábana.

- No importa, papá, de verdad. Además, es mi cumple, no enturbiemos el día por un accidente que no tiene la mayor importancia – le dije con la voz más suave posible.

- Tienes razón, hija. Salgo de la habitación, para que puedas vestirte tranquila.

Hasta ese momento, no me había percatado de un detalle bastante evidente: al sentarme en la cama para tapar mi intimidad, miré de soslayo hacia el pantalón de mi padre y noté que la tenía dura, pues se le marcaba el paquete.

Por el grosor del bulto, intuí que debía ser lo suficiente gruesa y larga como para dar placer a cualquier mujer y fue entonces cuando, inconscientemente, envidié a mi madre.

Me di una ducha lo más fría que pude. Tenía que sacarme la calentura que me había provocado aquel pensamiento.

“Es mi padre, por Dios, es mi padre” me repetía constantemente. Si bien es cierto que yo solía decirle frasecitas subidas de tono, era porque era costumbre en mí decirlas incluso en la calle, pero nunca había mirado a mi padre en ese sentido.

Debo reconocer que es atractivo. Tiene 24 años más que yo, pero se mantiene en forma. Tiene una incipiente barriguita, pero apenas se le percibe bajo su ancha espalda y sus muslos marcados de gimnasio. Tras enviudar, las pesas fueron su refugio.

Tiene los brazos anchos y fuertes y unas manos grandes con dedos largos y anchos. Es de nariz tipo romana, de labios parcos pero dentadura perfecta. Fue de él de quien heredé la sonrisa bonita.

Tiene los ojos pardos y el pelo lacio y ya entrado en canas, pero de castaño claro en su juventud.

Es de piel pálida y hay incluso quien lo ha confundido con un extranjero. Mide metro ochenta y siempre ha desprendido un olor muy agradable.

Tiene mejillas muy suaves, porque apura el afeitado y el pelo bien recortado, tipo militar.

Darle un beso en su mejilla o un abrazo ha sido siempre lo más reconfortante que he sentido desde que mi madre faltó y siempre sentí total predilección por el olor que desprendía.

Ningún hombre que conocí íntimamente, olía tan bien como él.

Me puse un pitillo y una camiseta blanca con un corazón de lentejuelas. La melena la dejé al aire, para que terminase de secarse y unas bailarinas plateadas.

Bajé a la cocina, donde mi padre, en total mutismo, se esmeraba en preparar un desayuno especial por el día de mi cumpleaños. Desde que tengo uso de razón, siempre me regalaban un desayuno especial por ese día.

Ante mí, unas tostadas, mantequilla, mermelada, huevos revueltos, café con leche, zumo de naranja, yogurt,… Pareciera un restaurante de buffet libre engalanado por una jarra de cristal con unas coloreadas rosas en el mismo centro de la mesa.

- Mmmmm – exclamé – Huele riquísimo.

- Gracias, espero que disfrutes de tu desayuno especial - sonrió toscamente, supongo que se sentía incómodo.

- Seguro que lo disfrutaremos, papá – devolví la sonrisa -, porque vamos a desayunar juntos y olvidar lo sucedido. De verdad, no te sientas incómodo por esa tontería.

- Tienes razón, es mejor olvidarlo y disfrutar del desayuno antes de que se enfríe.

Desayunábamos en silencio. Se me antojaba difícil estar sentada a la mesa con él y no hablar como teníamos por costumbre. Pasaron largos minutos hasta que se pronunció:

- ¿Tienes pensado salir con tus amigas en este cumple?

- No sé… Quizá a la noche tomemos algo.

- Pero es tu cumple – me miró con tristeza -, hoy deberías dejar aparcada tu depresión.

- ¿Sabes? – Le miré retadora, como era costumbre en mí – Me apetece más celebrarlo contigo… Has pasado todos estos meses pendiente de mí tras mi ruptura. Mis amigas no han sido tan amigas…

- Es lógico que me preocupe, soy tu padre.

- Pero has sido paciente. Sé que soy insoportable cuando estoy llorona.

- Eres mi hija. Mi hija no es insoportable, pero sí cabezota.

Reímos ambos. Empecé a sofocarme al recordar su bulto duro. El pelo, húmedo tras la ducha, no era lo único que notaba mojado. “Es mi padre” retumbaba en mi mente, pero mi sonrisa no hacía caso a mi mente y la entrepierna gritaba al cerebro que se callara.

- Como mi padre.

- Es cierto, lo heredaste de mí.

No sabía cómo llevarle a mi terreno. No estaba segura de querer llevarle a mi terreno pero irremisiblemente me salió el lado más puta. No sé de quién heredé eso.

- Y que ambos tenemos un buen bulto jajajaja.

Se sonrojó mientras yo explotaba en una carcajada.

- Hija, ¿qué dices?

- Nada, papá. Tonterías, como siempre. Solamente quería que te rieras.

Mi padre sonrió con una extraña mezcla de ternura y lujuria. Percibí que dejó de mirarme a los ojos y dirigió su mirada a mis pechos.

- Es hora de irme a trabajar…

- Papá, es sábado – reí estruendosamente. Pensé entonces que estaba poniendo a mi padre nervioso.

- Ah, cierto, es verdad… Domingo. Entonces, mejor, podríamos salir a almorzar por ahí, dar un paseo y hacer de tu cumple un día especial. Hacía mucho que no te veía sonreír y me alegra que recuperes tu sonrisa.

- Gracias, papá.

Lo que él no sabía, o quizá sí, es que estaba también recuperando mi libido.

- Tengo una idea mejor – sentencié.

- Dime.

- Podríamos hacer una pequeña barbacoa. Sé que en el congelador tenemos chuletas y salchichas. Hay vino del abuelo y una botella de tequila.

- Mezclar no es bueno - dijo con aire solemne.

- Es mi cumple. Mañana es domingo, podremos dormir la resaca.

Se encogió de hombros. Sabiendo mi historial gracias a los vecinos del barrio y siendo consciente que nunca me marcó límites, no podía ahora darme lecciones de moralidad.

- Tienes razón; además, ya eres una mujer.

Aquella frase sonó igual de lasciva que su mirada, que volvía a posarse sobre mis pechos.

En las siguientes horas, sonaba la música en el jardín mientras cantábamos y preparábamos las chuletas y las salchichas a la parrilla.

Entré, caliente en pensamientos, para cambiarme de ropa. Cuando volví a salir, mi padre se quedó helado: me había puesto un biquini y colocado la mejor sonrisa de puta que tenía.

- Me apetece un baño, hace calor – sonreí mientras me lancé a darme un chapuzón.

- De acuerdo.

Mi padre siguió encargándose de la barbacoa hasta que escasos minutos después volví a estar a su lado.

- Hace mucho que no como una salchicha, papá – reí y le miré con maldad.

- Es cierto, hace tiempo que no hacíamos una barbacoa.

- Y tú, ¿cuánto hace que no te comes una chuleta? – Pregunté desafiante.

- ¡Hija! – Exclamó enfadado.

- ¿Qué? – Volví a sacar mi carita de niña buena – No me dirás que no hace bastante tiempo que no hacíamos una barbacoa…

Captó mi idea y lo descoloqué al llevarlo al terreno de la comida. Me gustó saber que mi juego comenzaba a surtir efecto: mi padre pensaba en otra chuleta… Me lo estaba ganando.

Comimos en la mesa del jardín en total silencio. Creo que estaba un poco enfadado o, quizá, cortado sin saber qué decirme. Yo lamía la salchicha antes de morderla con suavidad, imitando una pequeña felación. Notaba a mi padre cada vez más nervioso.

Una copa de vino llevó a la otra, un chupito de tequila precedió al siguiente.

Y empezamos a soltarnos. A reírnos. A cantar más alto las canciones que vomitaba la radio.

- 22 Años ya… No sé en qué momento te convertiste en una mujer.

- Hace ya un tiempo, papá.

- Sí, claro, lo sé… Pero estás guapísima – me dijo mientras me atusaba el pelo.

- Gracias, papá – le abracé tiernamente.

Noté que no me soltaba. Sus brazos apretaban más mi espalda y me atrajo hacia él, quedándome sentada sobre sus firmes muslos.

- Es que eres preciosa, como tu madre… Me recuerdas tanto a ella, a cuando la conocí y me volví loco por ella – hablaba entre susurros, efecto de la excitación y del alcohol.

No estábamos borrachos. Algo entonados, sí. Pero no borrachos. No dejábamos de ser conscientes de lo que estábamos a punto de comenzar.

Yo le busqué primero, pero él fue quien primero besó. Me mordió levemente el labio inferior, capté la idea y entreabrí los labios, introduciendo su lengua escurridiza en mi boca.

Entre largos y profundos besos, deslizó suavemente su mano a mi muslo, deslizando la braguita del biquini hacia un lado.

Con pasmosa facilidad, comenzó a pasar su dedo pulgar sobre el capuchón de mi clítoris, haciendo que comenzara a gemir y parase en mi juego de lenguas, intentando respirar profundamente.

- Abre un poco más la piernas.

Obedecí. Abrí algo más las piernas para que tuviera total acceso a mi clítoris y a mi vagina.

Me introdujo dos de sus dedos en mi vagina y alternaba en jugar con mi clítoris y con la penetración en mi ya chorreante vagina.

- ¡Cómo se nota que no eres virgen! – Hablaba entrecortado, producto de mezclar vino, tequila y excitación.

- No, papi, no soy virgen…

- ¿Te has follado a muchos? Los vecinos me dicen que tienes fama de putita.

Lejos de molestarme, aquello me excitó todavía más.

- Sí, menos al que yo más quiero.

- ¿A quién?

Volví a besarle en la boca, un beso húmedo, cálido y largo. Un beso que ahogó el primer orgasmo producto de su masturbación.

Mientras, yo mantenía mis manos tras su cuello.

- A mi papi – dije finalmente.

Aquella frase debió terminar de volverle loco porque se levantó raudamente y tiró de mí por la mano.

Me recostó sobre el césped y se deshizo de la braga del biquini. Bajó hasta mi coño y comenzó a devorarlo con holgura. Me gustaba. Sabía hacerlo. Lo hacía con la suficiente fuerza y enorme suavidad para no causarme daño y sí placer.

- Mmmm, papi – de repente, a mi padre le llamaba por diminutivo. Pareciera jugar a la niña mala y pervertida.

- Te gusta, ¿verdad? – Preguntó y prosiguió en sus lametones.

Mis jadeos fueron suficientes para dar el afirmativo. Mi padre me lamía el clítoris como un descosido y yo me volví a correr.

- Vamos – ordenó.

- ¿A dónde?

- A la cama – su voz sonaba tan ruda, tan diferente a lo acostumbrado - Me has calentado mucho tiempo, ahora toca pagar por ello. Vamos a follar a base de bien.

Sentí cómo bajaba el flujo de mi vagina. Sentí cómo palpitaba mi clítoris, como se encendían mis labios internos. Estaba excitada y asustada a partes iguales.

Al fin y al cabo, era mi padre…
No sé en qué momento llegamos a la habitación. Subimos a volandas las escaleras que nos separaban de mi alcoba.

Me empujó sobre la cama. Allí me vi, sin nada que me cubriese, aparte de la parte superior del biquini, que mi padre raudamente me arrancó.

Con torpeza o quizá debido al nerviosismo de ser consciente que era su hija, comenzó a desnudarse. Me quedé ensimismada observando cómo mi padre, se deshacía de toda ropa que molestara en el roce de nuestras pieles.

Yo cumplía los 22 años del modo menos imaginado y bajo los brazos de un verdadero hombre de 46. Quién mejor que mi propio padre para enseñarme lo necesario para ser la mujer sexual que deseaba ser en mi vida.

Siempre me pudo ser zorra y, observándole, quizá sí supiera de quién heredé mis genes, porque tenía la misma mente depravada que yo: caer en el incesto.

Ante mí, se imponía aquel hombre amado desde el momento en que vine al mundo. Su miembro se erguía ante mis ojos, totalmente endurecido con una erección que nunca vi en otros amantes.

- Hija, esto no está bien – acertó a decir cuando sintió que mis labios surcaban las venas de su pene.

No era el más grueso que había disfrutado, pero sí tenía suficiente grosor para hacerme disfrutar. Juraría que le llegaba a los 19 ó 20 centímetros totalmente erecta.

Sabía rico. Era carne de mi carne. Se la chupé apasionadamente. Recorrí de arriba abajo con mi lengua toda su extensión. Engullí su falo hasta llevarlo a lo más profundo de mi garganta. Cuando me sentía atragantar, él mismo, a pesar de la excitación, la retiraba un poco. Quizá, le podía el remordimiento o, quizá, fuera el sentimiento paternalista.

Recuerdo mojarme al sentir que me daba un beso en la frente mientras me acariciaba el pelo y yo acariciaba a la par sus velludos huevos. Los lamía con auténtica adoración, como si fuera la primera vez en mi vida que tuviera la oportunidad de disfrutar de lo mejor.

Sentí el líquido preseminal en la punta y lo lamí. Tenía el punto exacto de amargura que me gusta del semen, muy suave y apetecible.

Imaginaba tragando la leche de mi padre y mis pezones parecieran reaccionar a ese pensamiento, poniéndose duros al punto de incomodarme.

Con una mano, estuve acariciando sus testículos mientras, con la otra, le masturbaba la polla a la par que le hacía la felación.

Estaba pletórica, feliz. Niña caprichosa y consentida que había recibido el mejor regalo de su cumpleaños.

A esas alturas, poco me importaba que el hombre al que devoraba la polla fuera el padre que me engendró. Todo lo contrario, saber que lamía los huevos de donde surgió mi propia vida, me excitaba aun más y me sentía derretir entre las piernas.

Me moría de ganas de notar su miembro invadiéndome, pero no quise adelantarme, quería hacerlo lo mejor que pudiera, no pecar de torpe: él era hombre y yo no dejaba de ser una jovencita rebelde que retó a su propio padre. Mi padre, pero, al fin y al cabo, un hombre que me estaba follando la boca mientras yo babeaba y le miraba a los ojos estupefacta, escuchando palabras poco paternales:

- No imaginé nunca que fueras tan zorra. Si lo sé, te desvirgo yo… Dios, qué puta eres.

Seguí en la mamada, escuchando cachonda las guarradas que salían de su boca:

- Así, hijita, mi cielo lindo… Chúpasela a papi. Qué ricura de lengua tienes. Como tu madre, tenías que chuparla igual que tu madre… Mmmm… Dios tendrá que perdonarme por caer en tu trampa, pero eres la única culpable de esto y te mereces un castigo… Chupa, mi niña… No dejes de comerle la polla a tu padre.

Estuve largo rato comiendo su polla. Me empezaba a doler la boca la boca y la mano. Pero no cesé en mi empeño de darle lo que deseaba. Pronto comenzó a convulsionar y me dijo que abriera bien la boca, porque venía el premio.

Comprendí que se corría y abrí la boca, saqué la lengua y seguí masturbándole hasta que salpicó en mi cara y dos chorros espesos cayeron en mi lengua que, velozmente, me los tragué. Mi padre sonrió.

- Veo que te gusta la leche, toma…

Con su dedo, recogió la que había quedado en mi cara y me la hizo chupar y tragar, hasta eliminar cualquier resto de semen de mi rostro.A continuación, me la metió nuevamente en la boca.

- Chupa y déjala bien limpia… Para que dentro de un rato pueda seguir haciéndote todas esas cosas que se te pasan por tu jovencita cabecita, cumpleañera.

El efecto del vino y la tequila comenzaron a hacer efecto. El sexo ayudó a entrar en estado de sopor y nos recostamos en cucharilla, quedando bien pegados, desnudos, dormidos, sintiendo su cálido aliento en mi nuca y sus fuertes brazos apretándome contra su pecho.

Y me dormí con sonrisa maliciosa, evitando pensar en lo que acababa de pasar era pecado capital
En aquel momento, no pensaba que la habitación de invitados se había convertido, oficialmente, en nuestra habitación. Apenas entrábamos en esa estancia. Rara vez venía la abuela a pasar algunos días a casa en verano y en las navidades.

Imagino que mi padre, cuando me llevó a volandas, era consciente que mi cama era pequeña y la suya no dejaba de pertenecer a su difunta esposa… mi madre. Realmente, la opción más viable era la habitación de invitados.

- Papá, ¿sigues dormido? – Desperté con una leve sonrisa en mi conciencia.

Pero mi padre no estaba. Me levanté rauda y me puse encima una camiseta… En ese instante, me invadió un poco la vergüenza. Era mi padre, lo gritaba la conciencia. Pero mi coño gritaba que quería saborear nuevamente su miembro y llevarlo a lo más recóndito de mi vagina.

Busqué en la parte superior de la casa. Nada… No estaba. Bajé las escaleras y comprobé que tampoco. Sepulcral silencio. En la terraza, atisbaba ya la noche y todo permanecía en oscuridad.

Estaba a punto de romper a llorar. Mi padre se habría arrepentido y se largaría de la casa invadido por la culpabilidad. Empezando a aflorar las primeras lágrimas, la puerta de casa se abrió. ¡Había regresado! Me miró y sonrió:

- Te quedaste dormida profundamente y no quise despertarte.

- Me asustaste – le encaré.

- Te dejé una nota en la cocina.

Callé. No había mirado la nota. Me encogí de hombros, no supe qué decirle.

- Salí un rato porque necesitaba despejarme después de lo bebido y lo ocurrido en la cama – hablaba bastante claro. No parecía ser mi padre en ese instante -, pero pensé que no merece la pena comerse el coco con lo sucedido. Podemos hacer dos cosas: o hacer como si nada hubiera ocurrido y seguir con nuestra vida, como si nada, o repetir cuantas veces queramos y disfrutarlo… Porque yo lo disfruté, a pesar de que eres mi hija… - Sus ojos parecían fuego en ese instante – Pero yo llevaba mucho tiempo sin rozar a una mujer…

Yo le miré a los ojos, sin desviar por segundos la mirada. Con toda la solemnidad del mundo, le di la respuesta que sé quería oír:

- Vamos a la cama, papi… Quiero que me hagas una mujer de verdad.

No tuve que repetírselo. Volvimos a la habitación y me arrancó la camiseta. Yo le ayudé a desvestirse la suya mientras él, jugando con los pies, se había sacado el calzado y se disponía a quitarse el cinturón. Le ayudé a desprenderse de los pantalones mientras él daba paso a eliminar sus calzoncillos de en medio.

De nuevo, su enhiesto miembro frente a mí. Ni siquiera le había tocado y ya esta dura y venosa. La tomé entre mis manos y comencé con leves roces en sus huevos y recorriendo su meato urinario con la punta de mi lengua.

Se perdieron mis labios entre su polla y recordé a aquel desamor sexual que me había enseñado a hacer una garganta profunda.

Tomé aire y me dispuse a mostrarle a mi padre las artes de tragarla. Saqué la lengua, levanté la barbilla, la introduje y comencé el movimiento de tragar para no sentir la arcada.

Los ojos de mi padre se desorbitaban al darse cuenta que estaba haciéndole una profunda y, poniendo sus manos paternales tras mi nuca, comenzó a follarme la boca. Las gotas de saliva caían sobre mis pechos y se oía un constante chup chup entre sus gemidos. No sé cuánto tiempo duraría aquella rica follada, pero en mi mente no salía que quería probar su polla entre mis piernas.

- Papi, fóllame – dije con voz entre inocente de niña buena y putita de papá.

- Sí, mi niña… Te voy a follar para enseñarte lo bien que follan los padre.

Dicho y hecho: mi padre me empujó suavemente sobre la cama y puso mis piernas sobre sus hombros. Enfocó la punta de su polla en la entrada de mi vagina y comenzó a subir y bajarla, jugando a masturbarme el clítoris con su miembro mientras me observaba detenidamente, como quien quiere descubrir los puntos débiles de su víctima.

No logré imponerme ante su mirada y opté por cerrar los ojos y dejarme llevar. Sabía que seguía mirándome, notaba sus ojos traspasar mis pestañas cerradas. Sentía que miraba mis pechos, con los que jugaba con sus largas manos. Sentía que sonreía mientras me pellizcaba los pezones y escuchaba mis leves quejidos. Sentía que se excitaba mientras me corría con aquella masturbación usando su pene.

Su miembro se había endurecido después de oírme gemir y revolcarme en aquel colchón. Una de mis manos se dirigió al clítoris y la otra se aferraba a la colcha mientras yo misma me provocaba el segundo.

- Creo que ya estás lo suficientemente preparada para recibir polla de tu papi, ¿verdad, princesa? – Sonaba corrupto. Aquel no era mi padre. Era su voz, pero no era el padre callado de todos estos años.

- Sí, papi – Yo no era la zorrona para los chicos de mi barrio. No era la follamiga del hombre treintañero, era la mujer que quería de amante a su querido, admirado y solitario padre.

Al fin sentí cómo su polla se deslizaba en mi vagina. Empezó muy lentamente, pareciera no tener prisa. Y yo estaba como loca por sentirla profundamente. Aquel sentimiento de desesperación me iba calentando por segundo: creo que era una táctica para ponerme a tono.

Retiró su miembro, volvió a masturbarme unos segundos el clítoris y volvió a introducirlo muy lentamente. Me excitaba, me desesperaba, me descuadraba. Sin duda, estaba claro que aquel hombre de 46 años sabía follarse a una jovencita de 22. La experiencia le precedía, yo apenas había tenido sexo frente a él.

Bajo mi inocencia, pensaba que, tras enviudar, no había vuelto a tener sexo… Con el tiempo, supe que hubieron encuentros casuales en su vida. Era lo justo: mi padre necesitaba desfogarse como todo ser humano.

- ¡Fóllame ya, papi! – Retumbaron mis ruegos por una buena cogida entre las paredes de la habitación.

Dicho y hecho: mi padre comenzó un bombeo maravilloso. Fue ganando en velocidad y yo volví a llevarme una mano al clítoris.

Mientras me corría, noté que se abalanzó sobre mí, todavía mis piernas sobre sus hombros, haciendo que mi cuerpo quedara más encorvado bajo él. Me retorcía los pezones y amasaba mis pechos. Me atreví a abrir al fin los ojos y fue cuando, corriéndome de nuevo, soltó mis piernas sobre la cama, sacando mi mano sobre la vulva, dejó caer su peso sobre mi cuerpo y se fundió en un beso largo y cálido en mi boca.

- De cuatro, cariño – dijo entre gotas de sudor. Era el hombre que más había visto sudar en mi vida. Quizá, fuera por el alcohol que teníamos en el cuerpo.

Raudamente me coloqué en posición de perrita. Mi padre comenzó a lamerme el coño en esa posición. Me sentía en la gloria. Fue hacia la región perianal hasta terminar en la zona del esfínter, jugando alrededor de la entrada e introduciendo levemente la punta de su lengua dentro.

- Lo tienes bien cerrado – me dijo, riendo sarcásticamente -. ¿eres virgen por el culo?

Me quedé un poco cortada, no esperaba una pregunta tan directa. Me limité a decirle que sí, que lo era. Nunca había probado por detrás.

- Pues habrá que estrenarlo, ¿no crees? – Aquel hombre, definitivamente, había dejado de ser mi padre.

- Me da miedo – fui sincera.

- Seré cuidadoso… Y más con mi niña preciosa – me susurró al oído mientras jugaba con su lengua en el lóbulo de mi oreja.

Noté cómo me empapaba en flujos vaginales cuando recobró el ritmo y me volví a correr, imaginando que aquella polla sería la que desvirgaría mi culo.

Sin lugar a dudas, creo que no había mejor candidato para entregarle mis nalgas.

- Prepárate, preciosa. Porque esta noche vas a saber lo que es un hombre de verdad. Se acabaron las guarrerías con los imbéciles del barrio. Si vas a follar, que sea con tu padre, ¿de acuerdo?

- Sí, papi – respondí sin imaginar el impacto de sus palabras.

Estuvo embistiendo unos minutos más en mi palpitante vagina hasta que consideró que estaba preparada para recibir polla por el culo.

- Papá, deberíamos esperar unos días, quizá – me daba miedo.

- No, cariño. Ese es mi mejor regalo de cumpleaños: una buena enculada. Así aprenderás a no calentar a papi… Porque a papi le encanta follar culos. A tu madre se lo follaba muchísimas veces. Tienes su misma cara, seguro que tu culo se tragará mi polla como lo hacía ella.

Aquellas palabras terminaron por desubicarme su boca. Retiró su polla de mi vagina. Yo permanecí en cuatro. Fue por el otro lado de la cama y me dijo con firmeza:

- Chupa un ratito más, cielo… Lubrica para ayudar a papi a desvirgarte el culo.

Cerrando nuevamente los ojos y hecha a la idea que viviría una nueva experiencia aquella noche, volví a afanarme en hacerle una buena mamada…

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