Mi Odiosa Madrastra

heranlu

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¿Qué harían si se vieran obligados a convivir con una persona a la que detestan? En mi caso, hubo tres cosas que determinaron mi retorcido destino: En primer lugar, la prematura muerte de papá; en segundo lugar, la maldita pandemia ya conocida por todos; y finalmente, el rompimiento con mi novia Érica.

Papá había muerto a inicios del dos mil veinte, con apenas cuarenta y tres años. Le había agarrado un ataque al corazón mientras mantenía sexo salvaje con su pareja, Nadia. Desde que supe que la cosa con ella se ponía seria, tuve la certeza de que esa mujer iba a traerle puras desdichas, aunque jamás imaginé que lo iba a orillar a la muerte mediante un polvo.

A papá le había agarrado lo que acá en Argentina llamamos el viejazo. Una vez que pasó los cuarenta, se obsesionó con las chicas más jóvenes, pasando de relación en relación durante un par de años, pretendiendo con eso emular una juventud que ya no tenía. La verdad era que me daba un poco de vergüenza verlo detrás de las polleras de chicas de mi edad, pero si hubiera sabido que Nadia lo iba a convertir en un estúpido, hubiera preferido mil veces que siguiera alimentando su promiscuidad con adolescentes de dieciocho o diecinueve años antes que con ella. Nadia era más grande que las amantes promedio de papá, pero aun así era muy joven. El hecho de que me llevara menos años de los que papá le llevaba a ella, me daba mucho en qué pensar.

Por otra parte, a los pocos meses de la muerte del viejo, comenzaron las restricciones por la pandemia. Hasta el momento, yo la pasaba casi todo el día en casa de Érica. Ella fue un pilar importante en el que sostenerme ahora que me había quedado huérfano —mi madre había muerto cuando tenía ocho años—. Pero una vez que ya me estaba estabilizando emocionalmente, decidió terminar con lo nuestro.

— Estás obsesionado con ella —me dijo una mañana en la que amanecimos en su cuarto.

— ¿Qué? —pregunté, desconcertado—. ¿Con quién?

— ¿Con quién va a ser? Con tu madrastra —aclaró Érica.

— ¡Estás loca! Si estuviera obsesionado con ella, estaría en el departamento, que al fin y al cabo es mío. Pero prefiero pasar el menor tiempo posible con esa víbora —me defendí.

Era cierto, tenía una enorme propiedad de tres ambientes en pleno Ramos Mejía, y sin embargo prefería pasar mis días ahí, con Érica, quien vivía con sus padres. Esperaba el momento en el que Nadia por fin se dignara a irse a otra parte. Ya se lo había dicho varias veces, pero ella siempre encontraba una excusa para postergar su mudanza.

— Pero es eso exactamente a lo que me refiero ¿Por qué no querés pasar tiempo con tu madrastra? ¿Te da miedo estar a solas con ella? —retrucó Érica.

Mi novia era una chica de diecinueve años, muy linda, delgada, de ojos azules, con un rostro de facciones algo aniñadas, y a la vez atractivo. Pero por algún motivo era extremadamente insegura, y Nadia siempre la intimidó.

— No digas estupideces, ¡Si era la mujer de papá! —dije—. Además, se murió por culpa suya.

— Ahora el que dice estupideces sos vos. ¿Me vas a decir que nunca la viste con otros ojos? Si ella es… es… —dijo Érica, sin terminar la frase.

— Ella no es nadie para mí. Sólo es una trepadora y oportunista, que agarró a papá en una época de debilidad.

— Está bien León, pero siento que siempre está presente, como si en verdad nunca estuviéramos solos. Nunca te faltan excusas para hablar de ella. Aunque sea para despotricar, no importa, la cuestión es que siempre está entre nosotros. La verdad… creo que lo mejor es que nos tomemos un tiempo.

De nada sirve que transcriba la patética discusión que siguió a eso. Por supuesto, cuando me estaba pidiendo un tiempo, era una manera amable de decirme que ya no me amaba. Lo de Nadia no era más que una excusa. Yo no estaba tan desesperado como para esperar a que ella se decidiera a si quería seguir conmigo o no, así que, técnicamente fui yo el que finalmente terminó con la relación. Pero sé perfectamente que lo que hice no fue más que tomar la decisión que ella no tenía la valentía de tomar. Que se vaya a la mierda, pensé en ese momento, aunque viéndolo en retrospectiva, me siento muy agradecido con ella por haberme apoyado en mi momento más difícil. Además, yo tampoco sentía lo mismo que cuando comenzamos a salir. El amor se había transformado en un cariño de hermanos.

Pero en fin, todo eso contribuyó a que yo fuera al departamento, ahora no para dormir ahí de vez en cuando, como venía haciendo hasta el momento, sino para pasar largos días encerrado junto a mi madrastra, aunque eso todavía no lo sabía.

Cuando le dije a Nadia que ahora iba a andar por la casa con más frecuencia, ella había vuelto del gimnasio. Hacía fitness, y tenía la costumbre de andar por la vida con un top y una calza corta de lycra. No tenía por qué darle explicaciones, pero prefería hacerlo, porque quizás de esa manera se daría cuenta de que ya estaba sobrando en la casa. Sabía que no tenía muchos familiares con los que mantuviera contacto, pero debería tener alguna amiga que la acobijara mientras terminaba de encontrar algo.

— Bueno, entonces vamos a pasar más tiempo juntos —dijo Nadia. Era una mujer rubia, con cuerpo de atleta, y en ese momento tenía la piel brillosa por el sudor—. Además, parece que ahora van a decretar el toque de queda, o algo parecido. Así que nos vamos a ver muy de seguido.

— ¿Y todavía no conseguiste ningún lugar para alquilar? —pregunté, sin rodeos, pues consideraba que ya le había tenido mucha paciencia.

— Estoy en eso, pero viste como es la cosa. Te piden muchos requisitos. Garantía, seis meses por adelantado, y muchas otras cosas más.

Ni loco le salía de garante a esa mujer que en realidad apenas conocía, y que, además, lo poco que sabía de ella no era nada bueno.

— Ojalá que consigas un lugar pronto —dije, sin pelos en la lengua—. Mientras tanto, te agradecería que no dejes tu ropa interior colgada en el baño.

Nadia no era una mujer particularmente desordenada, pero tenía ciertos detalles molestos.

— Claro —respondió—. A veces olvido los efectos que puede causar en los hombres una tanga usada colgando de una canilla —agregó, y como queriendo quedarse con la última palabra, se fue a darse una ducha, sin permitir que le contestara nada.

Lo cierto es que mi enemistad con Nadia no era una guerra declarada abiertamente. Yo me limitaba a pegarle donde le doliera cada vez que podía, solo si la situación lo ameritaba. Ella, por su parte, fingía que se tomaba las cosas a broma, y que no le afectaban en absoluto, pero cada vez que podía largaba su veneno de forma sutil. Estaba seguro de que ella era consciente de mi desprecio hacia su existencia, pero se hacía la tonta. Lo nuestro era en realidad una guerra fría.

Otra cosa que me tenía preocupado era la herencia. Recién me había avivado de que tenía que hacer la sucesión, y el abogado me dijo que era un trámite muy largo. Papá ganaba buena plata como gerente de una concesionaria de autos, pero más allá de su sueldo, de ese departamento, y de algunos ahorros que suponía que tenía, no había mucho más. Yo estaba dedicando todo mi esfuerzo a la carrera de economía, por lo que no me había molestado en conseguir trabajo. Era muy probable que tuviera que vender ese departamento para mudarme a una propiedad más económica e invertir el resto del dinero en alguna cosa que me generara rentabilidad, por más baja que fuera. Pero más allá de eso, para enfrentar los gastos del día a día había vendido mi moto, y ese dinero no tardaría en agotarse.

— Hoy a la noche vienen mis amigos. Vamos a estar jugando a la play —le comenté a Nadia, cuando salió de la ducha envuelta en un toallón.

— Claro, espero que no les moleste mi presencia —dijo ella.

Había esperado en vano a que tuviera la dignidad de salir con alguna de sus amigas y me dejara el departamento solo. Yo había sido exageradamente indulgente al darle privacidad durante tantas noches, sin estar seguro de a qué tipo de gente metía en la casa. Por lo visto, la cretina no me iba a devolver la gentileza.

Los pibes cayeron a eso de las diez de la noche. Abrimos un par de cervezas y nos pusimos a jugar y a hablar de cualquier cosa. Toni y Joaquín miraban pornografía en los celulares, mientras Edu y yo nos batíamos a duelo en el Mortal Kombat once.

— ¿Todo bien chicos? —escuché que dijo Nadia. Supuse que era demasiado pedir que se quedara en su habitación mientras estaba pasando el rato con mis amigos—. ¿Necesitan algo? —preguntó, a pesar de que a todas luces no precisábamos nada.

Los tres la saludaron. Toni y Joaco parecían estupefactos, con los ojos abiertos como platos. Edu, por su parte, si bien había mantenido la compostura, se distrajo lo suficiente como para que yo le ensartara dos golpes cruciales con Noob Saibot, cosa que determinó quién era el ganador del combate.

— No, estamos bien. Gracias —alcanzó a balbucear Joaco.

— Bueno, voy a estar en mi cuarto, cualquier cosa me avisan —dijo Nadia.

— Bueno, pero si querés quedarte con nosotros, acá te hacemos lugar —dijo Toni. Aunque lo había hecho cuando ella ya se alejaba, como bromeando entre nosotros.

— Leoncito ¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Edu, dejando el Joystick a un lado.

— No me llames así, estúpido —lo reté. Odiaba la infinidad de apodos que la gente se inventaba a partir de mi nombre, y Edu era un experto en hacer eso.

— Bueno, Licenciado Leonardo —agregó después, en tono exageradamente solemne—. Dígame usted, ¿no le resulta, aunque sea un poco tentador, convivir con alguien como esa chica que acaba de dejarnos?

— ¿Qué decís? Era la mujer de mi papá —dije yo, indignado.

— Sí, sí, León. Pero acá estamos entre amigos… —apoyó Toni—. Podés decirnos la verdad. Nosotros no nos ocultamos nada. Como cuando Edu se chapó a un trasvesti en el boliche, pensando que era una mujer. Vos no estabas, pero te lo contamos ¿Ah que no?

— Callate idiota, no me uses de ejemplo a mí —se quejó Edu.

— Déjenlo en paz —me defendió Joaco, quien, de los tres, era el más razonable—. ¿No se dan cuenta de que su papá se murió hace un par de meses, y ustedes le salen con estas pavadas?

— No te hagas el boludo —le dijo Edu a Joaco—, que vos también te quedaste hipnotizado, sobre todo cuando la viste de espalda.

— Bueno… sí, pero ¿qué tiene que ver? Tampoco estoy ciego. Pero León respeta la memoria de su padre.

— Pero acá no es cuestión de respeto —acotó Toni, a quien no solía tardar en hacerle efecto el alcohol—. Esto se trata de convivir con una mina con un culo macizo como la roca. Se trata de pasar día y noche con una hembra que haces fitness. Es decir, que dedica su vida a mantener su cuerpo en forma. ¿Vieron las piernas que tiene? Y ese pantalón le calzaba como guante… ¿En qué estaba? Ah, sí. Se trata de despertarte bajo el mismo techo con una de las mujeres más sexys de la tierra.

— ¿Sexy? ¿Quién usa esa palabra todavía? —se burló Joaco.

— Ustedes entienden —dijo Toni.

— Nunca la vi de esa forma —dije con sinceridad. Era cierto que la mina estaba muy bien, pero además de ser la mujer de papá, hasta hacía no mucho tiempo yo estaba perdidamente enamorado de Érica, por lo que no tenía ojos para ninguna otra mujer, y si a eso le agregamos el hecho de que no la consideraba una buena persona, no había mucho más que explicar—. Además, me cae mal. Papá murió por su culpa —agregué después.

Me miraron, incrédulos. Luego les expliqué las circunstancias de la muerte, cosa que hasta el momento sólo había hecho con Érica, pues temía que ellos no me comprendieran, cosa que de hecho sucedió.

— Pero leoncito, no se le puede atribuir la culpa de eso a nadie. Son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de gente joven que tiene problemas del corazón sin saberlo. Además, me imagino que nadie lo obligó a encamarse con Nadia esa noche —explicó Edu.

Estaba claro que tenía su punto. Pero a mí Nadia me daba muy mala espina, y eso no había nadie que pudiera sacármelo de la cabeza.

— Si pudiera elegir una manera de morir, ya lo creo que sería después de cogerme a semejante mujer —comentó Toni.

— Callate bestia. ¿Qué parte no entendés de que era la mujer de su viejo? —lo reprendió Joaco, aunque a mí no me molestaban las tonterías que me decían. Ya estaba acostumbrado a ellas. Toni y Edu podían llegar a ser verdaderos idiotas, pero los conocía desde que éramos unos niños, por lo que siempre se tomaban la libertad de ser absolutamente francos. Eso podía ser muy molesto a veces, pero siempre era bueno tener amigos sinceros como ellos.

Por suerte, Nadia no volvió a asomarse durante el resto de la noche, ya que si lo hacía, no iba a poder evitar que los chicos se convirtieran en tres primates desesperados por llamar la atención de la hembra con la que se querían aparear. Ni siquiera Joaco mantendría la compostura por demasiado tiempo.

En ese momento no tenía idea, pero esa iba a ser la última juntada que tendríamos por un buen tiempo. La semana siguiente se decretó el aislamiento preventivo. Los negocios empezaron a abrir en horarios reducidos, y muchos otros directamente tuvieron que cerrar sus puertas. Las clases universitarias serían ahora de manera virtual, y los transportes públicos estarían destinados sólo a quienes eran considerados trabajadores esenciales. El mundo iba a cambiar, y aunque en principio se decía que las medidas serían por pocas semanas, la cosa se iba a alargar por demasiado tiempo.

En ese contexto, me encontré viviendo a solas con Nadia.

— No puedo creer que cerraron los gimnasios —dijo, indignada, una tarde en la que se había dispuesto a ir a entrenar.

— Sí, es que estamos en una pandemia, no sé si te enteraste —le respondí, como siempre, aprovechando cualquier oportunidad para dejarla como una estúpida.

Hizo una mueca de fastidio, pero enseguida la reemplazó por una sonrisa, como si lo que le acababa de decir fuera tomado a chiste.

— Bueno, espero que no te moleste que entrene acá.

Yo estaba leyendo un libro al lado de la ventana. Si hubiera estado el televisor encendido, hubiera tenido una excusa para negárselo. Pero por esta vez tuve que acceder. Saqué la silla afuera, en el balcón, y seguí leyendo el libro, mientras miraba de reojo las calles extrañamente desiertas. Está bien que eran las tres de la tarde, pero aun así había muy poco movimiento. El aislamiento se empezaba a hacer notar.

Nadia puso la música innecesariamente alta. Vestía, como de costumbre, un top —en este caso negro—, y una calza corta. Creo que debía tener veinte pares de esas prendas. Si por ella fuera, andaría así todo el día.

No tardé en perder la concentración por la lectura, cosa que no me gustó nada. Tanto la música, como los pies de Nadia chocando contra el piso, me impedían sumergirme en la lectura, o en cualquier otra cosa. Esperaba que algún vecino llamara a la puerta para quejarse por ruidos molestos. Después de todo, era hora de la siesta, y esas cosas no podían suceder. Sin embargo, nada de esto pasó.

Después de una hora, Nadia salió al balcón, totalmente transpirada, respirando afanosamente.

— Hermosa tarde ¿No? —comentó. Tomó un largo trago de agua que tenía en una botella. Noté en ese momento que el top estaba totalmente empapado y se adhería a sus tetas, al punto tal que sus pezones se marcaban en él. Gotitas de sudor se deslizaban por su cuello, y otras tantas ganaban la carrera, y ya se metían en el escote—. ¿Perdiste algo? —dijo después, cuando se dio cuenta de que tenía la mirada fija en ella.

— Nada. Es que nunca vi a una mujer tan transpirada —comenté, como para salir del paso. No me gustaba quedar en offside con esa tipa—. La verdad es que me da un poco se impresión, por no decir asco —agregué después, aprovechando el momento para propinarle un golpe.

— Sos curioso —dijo—. Creo que sos el primer hombre que se queja por verme así.

— Supongo que estás acostumbrada a que los hombres te alaben, incluso cuando tenés un aspecto deplorable —comenté.

— Bueno… puede ser. Pero siempre es bueno encontrar a alguien diferente, que no se quede estupididizado al verme.

— Eso es lógico. Si fuiste la mujer de papá… —retruqué, pues no iba a permitir que saliera airosa de esa conversación.

— Creeme, hay muchos hombres a los que no les importaría meterse con una mujer, aunque sea la pareja de su padre, o de algún amigo. Me alegra mucho que seas un chico con una ética inquebrantable. ¿O será que…? No, mejor no te lo pregunto.

— ¿O será que… qué? —quise saber, molesto de que haya logrado generarme intriga.

— No sé… quizás… No te gustan las mujeres —dijo.

El comentario me sacó de quicio. No tanto por su significado, pues el hecho de que alguien creyera que soy gay no me movía un pelo, sino por su desubicación. Dejé el libro a un lado, y me puse de pie.

— Para empezar, me parece un insulto a la memoria de papá el sólo hecho de que insinúes que sería normal que te viera con otros ojos que no sean los del hijo de tu pareja —me acerqué a ella, y la puse contra el vidrio de la ventana, colérico—. Y, además, que tengas la mentalidad tan pobre como para deducir que soy gay, solo por el hecho de que no me atraés... Siempre supe que eras vanidosa, pero esto ya es ridículo.

— Tranquilizate. Me estás asustando Leonardo —dijo Nadia, arrinconada, como un perrito a quien su dueño lo estaba castigando por hacer travesuras.

— Entonces medí tus palabras —dije. Pero inmediatamente después, aprovechando que tenía la excusa perfecta, agregué—. Esto me hace darme cuenta de que esta casa es demasiado pequeña para los dos. Sos una trepadora, y una oportunista, y quiero que mañana mismo te vayas de acá.

Nadia pareció sorprendida, pero no asustada, cosa que me alarmó. Algo se traía entre manos la muy zorra. Para colmo, después puso cara de tristeza. Pero no tristeza por lo que le acababa de decir, sino por algo que veía en mí. Casi parecía sentir lástima.

— Va a ser mejor que me dé una ducha y que hablemos tranquilos en la sala de estar, sin gritar —dijo—. ¿Podrías alejarte un poco por favor? Me estás lastimando—pidió después.

No me había dado cuenta, pero me había acercado tanto a ella, para ponerla contra la ventana, que estaba aplastando sus tetas con mi torso. Di unos pasos atrás y traté de tomar aire, para tranquilizarme.

— Yo no tengo nada que hablar con vos —dije.

— Creéme, sí que lo tenés.

Se metió adentro, meneando el culo. Parecía muy segura de sí misma, cosa que me inquietaba.

Después de media hora salió del baño, y por una vez se cubrió más el cuerpo. Aunque el jean que se había puesto de alguna manera la hacía ver desnuda. Como había dicho Toni, la prenda le calzaba como guante.

— Mirá Leonardo —dijo, una vez que tomó asiento, cruzando las piernas—. Hay ciertas cosas de Javier que no conocés —dijo, refiriéndose a papá.

— Tené cuidado de lo que vas a decir de papá —dije, indignado.

— Tranquilo. No te pongas agresivo. Escuchame, y vas a entender de qué te hablo.

— Bueno, hablá de una vez—la apremié.

— Bueno… te voy a contar una cosa puntual de Javier. Vos quizás no te diste cuenta, pero él era adicto al juego.

— ¿Cómo? Lo estás inventando —dije, instintivamente, aunque no estaba seguro de que mintiera. Me constaba que le gustaba jugar a los naipes con sus amigos. Y solía salir de noche. Si bien la mayoría de esas salidas eran por alguna cita con su chica de turno, a veces me comentaba, como al pasar, que había estado en el casino. De todas formas, no pensaba dar el brazo a torcer. Ella era la que tendría que demostrarme que decía la verdad, y yo no le ayudaría ni un poco.

— No estoy inventando nada. Era un ludópata. Estaba en serios problemas económicos. No hiciste la sucesión todavía, ¿no? No sé para qué te pregunto. Si la hubieses empezado, no dudarías de mi palabra.

— ¿De qué estás hablando? —pregunté, ya no alarmado, sino asustado.

— Estoy hablando de que, cuando abras la sucesión, te vas a dar cuenta de que Javier tenía más deudas que bienes. Es decir, su patrimonio era negativo…

— ¡¿Cómo?! ¡No puede ser! sus deudas no pueden ser mayores al valor de este departamento —grité, tratando de convencerme a mí mismo de esas palabras, pero en el fondo intuyendo que la muy zorra tenía la razón. ¿Para qué se inventaría algo como eso?

— Te sorprenderías de lo mucho que puede llegar a endeudarse una persona —explicó—. Además, llegó a meterse con prestamistas de los barrios bajos de Buenos Aires. Tipos a los que no conviene deber dinero. Así que tuvo que pedirme ayuda a mí.

— ¿Ayuda? ¿A vos? —pregunté, sorprendido.

— ¿Cómo te pensás que vivo sin trabajar? —preguntó ella ahora—. Vengo de una familia acomodada, y tengo mis ahorros.

— No me digas.

— Sí te digo. Y tuve que darle una buena cantidad de plata a tu padre, para salir de sus deudas, sobre todo de esas deudas que podían costarle incluso la vida. No me quejo, ojo. Lo hice por amor. Pero él también tuvo un acto de amor —dijo, y luego recorrió todo el departamento con la mirada.

— ¿Cómo? —dije, adivinando lo que venía, aunque esperaba estar equivocado.

— Este departamento... Lo puso a mi nombre —largó. Me pareció ver que sus labios insinuaron una sonrisa. Pero enseguida desapareció.

— No puedo creértelo —dije, aunque en el fondo, sabía que era cierto. Si fuese mentira sería fácil de demostrarlo, pues el título de propiedad estaría aún a nombre de papá—. Seguramente lo estafaste —dije después.

Mi cabeza no funciona tan rápidamente como hubiese querido en ese momento, pero ya estaba armando una teoría. El departamento valía por lo menos trescientos mil dólares. Dudaba de que ella le diera esa cantidad. Si tuviera tanto dinero, no manejaría el auto usado que tenía, sino uno cero kilómetro. Seguramente le había prestado un monto muy inferior a ese, y el imbécil de papá había caído en la trampa. Se había sentido tan agradecido, que le entregó la escritura de la casa. Una locura.

— No estafé a nadie. La puso a mi nombre no sólo por el préstamo que le hice, sino porque así evitaría que otros acreedores le embargaran su único bien, en el caso de que alguno de los jueces que llevaban el montón de juicios que había en su contra, así lo dispusiera. Por supuesto, el pobre no pensó que iba a morirse tan pronto.

— ¡Entonces reconcés que la casa vale mucho más de lo que le prestaste! —dije inmediatamente, agarrándome desesperadamente de esa pisca de esperanza.

— Sí. De hecho, si iniciaras acciones legales, seguramente te podrías quedar con el departamento. Pero eso tomaría mucho tiempo, y como te dije, las deudas son mayores a los bienes que dejó, por lo que esta propiedad iría directo a manos de los acreedores. Si no me creés, consultalo con cualquier abogado.

— ¿A dónde querés llegar?

— Lo que quiero decir es que. si querés que ponga esta casa a tu nombre, me vas a tener que dar todo el dinero que le presté a tu papá. Otra opción es venderla, y luego pagarme y quedarte con el resto. Pero ni sueñes que la voy a vender ahora, con las cosas como están. Así que es mejor que te hagas la idea de que vamos a convivir por un buen tiempo. Y si no te gusta, te podés ir cuando quieras. Pero si te quedás, tenés que dejar de maltratarme como lo venís haciendo hasta ahora.

— No puede ser… —fue lo único que alcancé a decir.

No tardé en consultarlo con el abogado que estaba llevando la sucesión. El infeliz no sólo le dio la razón a Nadia, sino que me dijo que tendría que agradecer de encontrarme a alguien tan honesta como ella. Que si fuera otra, se quedaría con el departamento, me echaría de una patada en el culo, y listo. Lo insulté, y le dije que buscaría un abogado más eficiente. Uno que no tuviera el título de adorno. Pero cuando, al otro día, busqué una segunda opinión, la respuesta fue igual de lapidaria. Lo mejor era que en un futuro ella vendiera la casa y me diera mi parte. Pero para eso había que tener demasiada paciencia. Primero habría que hacer la sucesión bajo beneficio de inventario, para no verme obligado a pagar las deudas del viejo, y recién después de eso había que poner el departamento en venta. Nadia también estaba en lo cierto en eso de que no convenía vender nada en el contexto en el que estábamos viviendo, pues no sacaríamos ni la mitad del valor que yo había estimado. Además, me dijo que me convenía llevarme bien con mi madrastra, cosa que ya ni siquiera me molestó, pues no había nada más que pudiera molestarme. O al menos eso pensaba.

Al otro día, como si me enviara un mensaje, dejando en claro que ahora la que mandaba era ella, encontré, colgada en la llave de la ducha, una bombacha tipo culote mojada. La agarré y la tiré en el tacho de basura. No se la iba a hacer tan fácil a la puta esa.

Para colmo, había pocas excusas para salir a la calle. Sólo podíamos ir al supermercado. Ninguno de los dos trabajaba, así que debíamos estar encerrados. Encima, vivíamos sobre la Avenida de Mayo, en pleno corazón de Ramos Mejía, y ahí siempre estaban los gendarmes haciendo controles, por lo que eso me quitaba de la cabeza cualquier pensamiento rebelde. De todas formas, siempre fui muy respetuoso y obediente de la ley. A falta de un padre sensato, yo mismo me construí una personalidad responsable y una ética inquebrantable. Pero esto de verme obligado a vivir como preso, aunque me dijeran que sería por unas semanas, me tenía de mal humor.

Ese mismo día en el que encontré la bombacha en la bañera, me encontré con Nadia, caminado desde la cocina hasta la sala de estar, con un vaso de jugo exprimido en la mano. Estaba claro que ya se sentía la dueña y señora de la casa, pues estaba semidesnuda, con una camisa blanca y una tanga como única vestimenta.

— ¿Hace falta que andes en culo por la casa mientras estoy yo? —pregunté.

— Bueno… vos vas a estar siempre, así que no veo por qué tenga que actuar de manera diferente ante tu presencia. Cuando estoy sola ando así. Es más cómodo, y hace mucho calor. Y como imaginarás, no podemos tener el aire acondicionado prendido las veinticuatro horas de día. Pero ¿Cuál es el problema? Sos de los pocos hombres heterosexuales que existen que no me violarían al verme de esta manera, así que tomalo como un gesto de confianza.

— Yo no ando en calzoncillo por la casa —dije.

— Por mí no habría problema —respondió.

No parecía haber manera de ganarle una discusión. Me resigné. Levantó las piernas desnudas, y las puso en el sofá. La camisa estaba con varios botones abiertos, lo que me dejaba ver su busto. Estaba claro que la zorra lo hacía para molestarme. Le gustaba provocarme. Pero yo no era el típico pendejo pajero que sucumbiría a sus encantos, además, le tenía mucho rencor, no sólo porque sabía que era una ventajera, sino por la bizarra manera en la que murió papá.

— Sabías que Ramona ya no va a poder venir a limpiar, ¿No? —preguntó, refiriéndose a la mujer que hacía de empleada doméstica tres veces por semanas.

— No lo sabía, pero lo suponía —contesté.

— Bueno, ahora con tantas restricciones, va a ser imposible que alguien venga hasta acá a trabajar. Vamos a tener que encargarnos nosotros. O, mejor dicho, vos.

— ¡¿Yo?! —pregunté. Ya empezaba a sacar las uñas la gatita.

— Bueno, creo que en las próximas semanas la que tendrá que hacer frente a todos los gastos de la casa seré yo. Así que lo justo es que vos seas el que más colabore con los quehaceres domésticos —dijo la muy descarada, para luego sorber un trago de jugo.

Así que así iban a ser las cosas, pensé para mí. La zorrita tenía su punto. Yo tenía que cuidar cada peso que todavía guardaba, así que al menos en principio, iba a tener que tragarme el orgullo y colaborar con los quehaceres domésticos. Pero ya se la devolvería. Ya lo creo que lo haría.

Continuará
 

heranlu

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La restricción ya se estaba haciendo sentir en la calle. A partir del diecinueve de marzo se decretó la cuarentena obligatoria, y se determinó que las personas sólo podrían salir de sus casas para comprar alimentos y medicamentos. La verdad es que parecía estar viviendo, de repente, dentro de una película de ciencia ficción postapocalíptica. Pero la situación no me desesperaba. Incluso hasta me parecía interesante en cierto punto. Además, mi personalidad responsable y honesta, me llevaba a acatar las normas sin hacerme demasiadas preguntas. Por otra parte, en teoría, la cosa iba a durar solo hasta fin de mes. Está de más decir que eso finalmente no fue así, pero en ese momento era lo suficientemente optimista —o ingenuo—, como para creerlo.

El segundo día de cuarentena me encontraba en la cama, y eso que ya era el mediodía. No era de dormir mucho, pero la noche anterior me había quedado hasta tarde viendo unas películas de terror que había descargado en mi computadora.

Me di una ducha rápida. Me sorprendió el hecho de que no hubiera rastros de Nadia, ni en la sala de estar ni en la cocina. Pensé que también estaría durmiendo. Mejor para mí, pensé. Me hice un sándwich con unas fetas de fiambre que había en la heladera. El departamento se sentía enorme cuando me encontraba solo. Pero eso no me gustaba mucho, pues inevitablemente me traía el recuerdo de papá, cuando todavía estaba vivo. Inesperadamente sentí que extrañaba muchísimo a mi ex, Érica. Pero no iba a caer tan bajo como para escribirle. Tenía en claro que esa repentina nostalgia se debía únicamente a que me sentía solo. Me la tenía que aguantar, no me quedaba otra.

El día anterior Nadia me había dicho que tendría que colaborar con la limpieza de la casa. Me había indignado mucho al escucharla, pero tampoco podía vivir en un chiquero. Concluí que lo mejor sería limpiar, cada tanto, por cuenta propia, sin darle el lujo de que fuera ella quien tuviera que recordármelo. Además, el departamento no era muy difícil de limpiar. Apenas entraba polvo. Eso sí, ni loco me ocuparía de su habitación. De eso que se encargue ella, pensé.

En cuestión de una hora ya había terminado. En ese momento Nadia apareció, entrando por la puerta principal.

— ¿Dónde estuviste? —pregunté, molesto, pues se suponía que debería estar adentro.

— ¿Perdón? ¿Me estás controlando? Ni que fueras mi marido —respondió ella, irónicamente. Vestía un minishort de jean y una remera musculosa roja. Cómo le gusta andar por la vida calentando pijas, pensé para mí, pero no lo dije, obvio—. Fui a hacer unas compras —me dijo después, mostrándome una pequeña bolsa que llevaba en su mano.

— ¿Me estás cargando? Hace más de una hora que me levanté y desde entonces ya no estabas. O sea que estuviste afuera más de una hora. No podés tardar tanto en el supermercado.

— Es que fui al que está cerca de la estación, porque en el chino de acá no tiene la marca de shampoo que me gusta —aclaró ella, con total aplomo.

— ¡Tenés que ir al negocio más cercano! Así son las cosas. Sólo podemos salir para hacer las compras y volver rápido a casa. Si te para gendarmería, vas a tener problemas —le dije—. Tu domicilio está en tu documento, así que se van a dar cuenta fácilmente si estas en un lugar en el que no tenés que estar.

Nadia soltó una carcajada.

— Javier tenía razón. No te parecés nada a él —comentó—. No hace falta que seas tan estricto. No estamos en una dictadura. No creo que vaya presa por ir un par de cuadras más lejos de lo que supuestamente está permitido ir.

— Te agradecería que no nombres a mi padre —contesté, ya que cuando ella lo hacía, no podía evitar recordar que se murió en sus brazos, o mejor dicho, en sus piernas, mientras estaban cogiendo como dos adolescentes libidinosos.

— Bueno, era mi marido, no puedo evitar nombrarlo de vez en cuando —respondió Nadia. Su rostro se entristeció. No me cabían dudas de que sentía cariño por el viejo, pero eso no la hacía menos despreciable a mi vista.

En ese momento tuve una ocasión perfecta para humillarla, recordándole que en realidad no era su marido, pues nunca se habían casado legalmente. Pero por esa vez se la dejé pasar.

De todas formas, estaba molesto con ella. No entendía cómo es que no era capaz de respetar las nuevas normas vigentes. Si todos las obedecíamos a rajatabla, en poco tiempo podríamos volver a la normalidad. Además, por culpa de irresponsables como ella, las personas con mayor edad terminaban muriendo.

— Veo que limpiaste la casa. Me parece muy bien que hayas decidido colaborar. Te estás comportando de manera madura —dijo ella, cambiando de tema.

— Lástima que no puedo decir lo mismo de vos —retruqué, afilado—. Tu actitud rebelde es digna de una adolescente díscola.

Hizo de cuenta que no me escuchó, y se metió en la cocina para tomar agua, pues estaba sedienta.

Me adueñé de la sala de estar. Me quedé viendo la televisión, ignorándola por completo. Esperaba que se recluyera en su cuarto el mayor tiempo posible. Quizás deberíamos hacer un acuerdo sobre durante cuánto tiempo podía usar cada uno de nosotros el ******, pero mientras ella no me dijera nada, yo aprovecharía para ocupar la mayor parte del departamento por el mayor tiempo posible.

Pero ella sólo se metió en la habitación durante unos minutos. Al rato apareció. No pude evitar quedarme mirándola durante un momento, pues no terminaba de acostumbrarme a lo suelta de ropa que andaba dentro de la casa. Sólo vestía un conjunto de ropa interior con encaje. Apagó el aire acondicionado, y se fue a recostar en el sofá más grande, desparramando su arrogante figura en él.

— ¿Qué estás viendo? —me preguntó.

No podía negar que tenía un cuerpo escultural, a la altura de mujeres famosas como Sol Pérez o Gina casinelli, dos hembras a las que seguía de cerca en Instagram, aunque Érica siempre se burlaba de mí por hacerlo.

— Sólo te miro porque no estoy acostumbrado a vivir con una mujer que anda medio desnuda por la vida —contesté.

Ella soltó esa carcajada estridente suya que ya empezaba a fastidiarme.

— Te hablaba de la televisión. ¿Qué estás viendo en la televisión?

Me puse rojo de la vergüenza, y ella me miraba con cara de odiosa, regodeándose en mi humillación.

— Nada. Es una película que ni siquiera sé el nombre —dije, tratando de hacer de cuenta que lo anterior no había pasado—. La próxima vez que quieras apagar el aire, primero avísame —dije después.

— Es sólo por un par de horas. Tenemos que ahorrar electricidad. No te olvides de quién paga las cuentas.

Se habría de creer una especie de diosa egipcia, recostada ahí, con ese cuerpo de belleza arquetípica. Un cuerpo ideal para poner fotos en Instagram y recibir un montón de likes y de comentarios obscenos que le inflarían el ego más de lo que ya estaba. Si Edu y Tomi la vieran, se volverían más estúpidos de lo que ya de por sí eran. Joaco también quedaría embobado, obvio, pero al menos tendría la dignidad de disimularlo de la mejor manera posible. Pero yo nunca fui el típico pendejo que se da vuelta a mirar cada lindo culo que se me cruza en la calle. No es que no disfrute del cuerpo femenino, pero para todo hay un momento, y sobre todo, me gustaba que me consideren una persona respetuosa. A la larga, eso me beneficiaba, pues las chicas maduras como Érica, no se ponían de novias con cualquier pajero.

Según Nadia, ella se sentía con la libertad de andar así por la casa, porque confiaba en mí, y tenía la certeza de que no me iba a propasar. En eso tenía un punto. No podía negar que cualquiera que estuviera en mi lugar, no tardaría más de dos minutos en tirarse un lance. Pero algo me decía que lo que quería la muy zorra era provocarme, aunque no terminaba de cerrarme el motivo por el que lo hacía. Estaba claro que yo jamás ofendería la memoria de papá.

Me costaba concentrarme en la película, teniendo a mi madrastra entangada a unos centímetros de mí. Además, aunque yo no le prestara la menor atención, cada tanto ella me hacía recordar su presencia, haciendo algún comentario sobre la película. Por otra parte, no quería dar el brazo a torcer. Por esa tarde el televisor de cincuenta y cinco pulgadas y el ****** serían míos. Si a ella no le gustaba, que se esfumara.

Pero para mí alivio, fue ella misma la que me dejó solo, incluso antes de que terminara la película.

— Voy a aprovechar el sol —murmuró.

Se metió en su habitación, y enseguida salió, todavía en ropa interior, con una colchoneta y una manta en sus manos. Corrió el vidrio del ventanal, y salió a la terraza, cosa que me llamó la atención.

Lo malo de vivir en un edificio, es que no se cuenta con un patio. Pero como compensación, nosotros teníamos una enorme terraza que podíamos disfrutar de diferentes maneras. A mí me gustaba salir a leer. Era muy agradable sentir la brisa en la cara, mientras me zambullía en la lectura. Nadia, por su parte, tenía otra manera de disfrutar de ese espacio, y yo estaba a punto de descubrirla.

— Leonardo ¿Podés venir por favor? —gritó.

No tenía ganas de levantarme. Además, la película todavía no había terminado. La pesada tuvo que gritarme dos veces más para obligarme a salir. Más vale que sea algo importante, me dije a mí mismo.

— Te gusta llamar la atención ¿No? —dije, cuando la vi.

Nadia estaba apoyada en el balaustre de hierro, mirando la ciudad achicada por la distancia.

— ¿Por qué lo decís? —me preguntó.

— Porque estás en pelotas, al aire libre —dije, directo.

— No estoy desnuda. Además, desde acá no me ve nadie.

Eso era cierto a medias. En ese momento no la veía nadie. Estábamos en un semi-piso, por lo que la terraza del único vecino que teníamos en ese piso, daba al lado opuesto. Por otra parte, vivíamos en el piso once, por lo que era muy alto para que la vieran desde la calle. Pero sin embargo, algunos de los que vivían en los edificios de la vereda de enfrente sí podrían llegar a verla. Pero no dije nada. Estaba claro que a ella no le importaba eso. O más bien, le hubiese encantado que la descubrieran, y convertirse así en la conversación de unos tipos que tenían por mujeres a cuarentonas con sobrepeso, o quizás de unos adolescentes que nunca habían cogido, y que solo en sueños estarían con alguien como ella.

— ¿Qué querés? —pregunté.

— ¿Me harías un favor? —dijo, haciendo un gesto tonto para fingir simpatía—. ¿Me ayudarías a ponerme el protector solar?

— No me jodas —respondí.

— No seas malo. Si lo hacés, te prometo que…

— Que qué —dije yo, áspero.

— Que la próxima vez limpio la casa yo —dijo ella, y como vio que no lograba convencerme, agregó—: Y hoy te cocino algo rico.

La verdad era que yo no sabía cocinar más que unos huevos fritos y fideos hervidos. Papá siempre me malcrió en ese sentido, y en la casa de Érica, siempre cocinaba su madre, a quien le encantaba hacerlo. Me acordé también de que los deliverys no estaban permitidos, y de todas formas, era hora de empezar a ahorrar incluso en las comida. Entonces su propuesta no me pareció tan mala.

— Bueno, pero que sea rápido —accedí.

Nadia extendió la manta sobre la colchoneta que ya estaba acomodada, bajo los rayos del sol.

— No entiendo por qué esa obsesión de algunos con su cuerpo —dije yo, mientras ella se ponía boca abajo, sobre la manta.

— No es obsesión. Simplemente a algunos nos gusta vernos bien. Por supuesto que hay otras cosas más importantes, pero la primera impresión siempre es por los ojos —dijo. Yo no le respondí. No tenía ganas de ponerme a filosofar, mucho menos con ella—. ¿Sos de poco hablar, o es solo conmigo porque te caigo mal? —preguntó después.

— Un poco de ambas —dije, con franqueza.

Nadia rió, como si lo que acabara de escuchar lo hubiera dicho un niño que no estaba del todo consciente de sus palabras. Pensé que lo que seguiría sería un patético intento de congraciarse conmigo, pero por suerte me equivoqué.

Abrí la tapa del protector solar, y puse un poco en mi mano, para luego inclinarme.

— Esperá —me detuvo ella—. Desabrochame el corpiño.

— Pero ya tengo una mano llena de crema —dije.

La verdad era que ella podía desabrocharse el brasier por su cuenta. Era evidente que sólo lo hacía para molestarme.

— ¿Y no podés hacerlo con una sola mano? Veo que te falta experiencia con las mujeres —dijo, cizañera.

— Guardate tus comentarios —le contesté.

Agarré el broche de la prenda, e intenté separar sus dos partes, pero fallé en mi primer intento. Maldije para mis adentros. Estaba quedando como un tonto frente a mi detestable madrastra. Hice un segundo intento. Sentía mis dedos resbaladizos. Si lo soltaba de nuevo sería el colmo. Tardé varios segundos, hasta que por fin pude desabrocharlo. Los elásticos salieron disparados, en direcciones opuestas, dejando la espalda de Nadia totalmente desnuda. Se notaba un color más pálido en la piel, ahí donde había estado cubierta por las tiras del corpiño.

Tenía un físico privilegiado, sin ninguna dudas. Y no era sólo debido a lo disciplinada que era con los ejercicios, sino que la genética parecía estar de su lado. La combinación de ambas cosas daba como resultado el atlético y proporcionado cuerpo que tenía ahora frente a mí. En la parte superior de su espalda tenía un tatuaje con letras cursiva que no me molesté en leer, y en el brazo izquierdo había un dibujo de una flor, que me pareció de mala calidad y de pésimo gusto.

Unté la espalda con el protector, y empecé a desparramarlo, con la palma de mi mano, en toda su piel. Su espalda era angosta, pero se notaba que Nadia no ejercitaba sólo las piernas y los glúteos. Era una espalda que muchos hombres envidiarían. Me di cuenta de que había usado muy poco protector, por lo que me puse un poco más en la mano, y volví a pasarlo por su cuerpo.

— Veo que no sos tan malo con las manos como había pensado —dijo Nadia—. Serías un buen masajista.

No le hice el menor caso. Sus provocaciones no le valdrían de nada. Por primera vez se encontraría con un hombre al que no le movía un pelo, incluso si se acostaba casi desnuda frente a sus ojos. Eso resultaría un fuerte golpe para una chica tan egocéntrica y vanidosa como ella.

De a poco, iba cubriendo toda su espalda con el protector. Cuando bajé hasta la cintura, mi mano, involuntariamente, corrió unos milímetros la tira de la tanga. Me pareció oír que ella largaba una risita, pero no pronunció palabra alguna, y yo hice de cuenta que no pasaba nada.

— ¿Cuál es tu comida preferida? —preguntó Nadia.

— Albóndigas con puré —respondí.

— Dale, seguí con las piernas que a la noche hago unas albóndigas riquísimas. Le voy a pedir al carnicero que me pique la mejor carne. Nada de picada común.

No le contesté, pero en cambio sí continué con mi tarea. Al final, yo salía ganando con ese trato. Quizás ella se sentía la más viva del mundo, pero se estaba comportando como una tonta. No entendía qué era lo que quería probar con todo eso. No pensaba propasarme con ella. No le daría el gusto de poder afirmar que era capaz incluso de seducir a alguien que la detestaba.

Me puse más protector en la mano, y retrocedí un poco, para luego inclinarme y tener sus piernas a mi alcance. Si los chicos me vieran, no lo podrían creer. Empecé por las pantorrillas, y fui subiendo, poco a poco, hasta llegar a los muslos.

La verdad es que me sorprendió lo firmes y tersos que se sentían. Érica tenía un cuerpo muy bello, pero a sus diecinueve años, se notaba cierta flaccidez en sus partes, cosa que con Nadia pasaba todo lo contrario. Todo era tersura y firmeza. Esas gambas seguramente soportaban mucho peso.

No había estado con muchas mujeres en mi vida. Y no es que me avergonzara de ello, más bien al contrario. Pero nunca había tocado ese tipo de cuerpo. Como diría mi amiga Sabrina, una recalcitrante feminista, era un cuerpo hegemónico, el tipo de cuerpo que en la televisión y las redes sociales muestran como un ejemplo a seguir, un estereotipo de belleza ideal, pero que en muchos casos es prácticamente imposible de imitar. Sospechaba que las tetas de Nadia eran operadas, pero por lo demás, parecía fruto de su herencia genética y de su propio esfuerzo.

El sol estaba fuerte, y ya empezaba a molestarme, por lo que apuré mi tarea.

— Bueno, de lo demás podés encargarte vos —le dije, dejando el pote a su alcance, para luego ponerme de pie.

— Con la parte de adelante sí —dijo ella—, pero con lo de atrás tenés que encargarte vos. No digo que no pueda hacerlo, pero me resultaría muy incómodo.

— ¿Querés que te pase el protector por el culo? —pregunté, tratando de ocultar mi sorpresa—. No entiendo qué pretendés con todo esto. No vas a lograr que te quiera coger. ¿Cuál es tu plan? ¿Acusarme después por abuso? —dije.

Eso último se me acababa de ocurrir, pero no dejaba de tener su lógica. Últimamente la cosa estaba difícil para los hombres. Hacía poco había visto en un noticiero que muchos terminaban presos sólo por la palabra de la denunciante. Algo así como: sos culpable hasta que demuestres lo contrario. Una verdadera locura. Tener a alguien como Nadia, viviendo a solas conmigo, podía ser una bomba de tiempo.

— No seas boludo —dijo ella—. Ya te dije que confío en vos. Además, si quisieras propasarte, ya lo habrías hecho hace rato. Creéme, los hombres no aguantan ni la mitad del tiempo que vos estuviste poniéndome el bronceador, sin hacer alguna estupidez. Tenerte conmigo es como haberme sacado la lotería.

Parecía sincera, aunque por mi propio bien, conservé mi escepticismo. Era cierto que, para mujeres como ella, era muy difícil tratar con hombres, pues no existía macho heterosexual que no quisiera llevárselas a la cama. En cierto punto, sus vidas eran una mierda, ya que parecían valer solo para el sexo, como si fueran una cosa. Pero tratándose de Nadia, no podía sentir pena por ella. Ni dejaba de dudar de sus intenciones.

Miré su trasero, que estaba levantado, recibiendo los rayos del sol. La pequeña tela negra que lo cubría, se hundía entre sus pomposos glúteos. Apreté del pomo del bronceador, y dejé caer dos chorros en uno de ellos. La imagen me pareció algo pornográfica. Debía reconocer que, si no se tratara de Nadia, incluso alguien tan ubicado como yo, quedaría anonadado ante semejante orto. Como diría Toni, era un culo con carácter.

Apoyé tímidamente la palma de mi mano en él, y empecé a hacer movimientos circulares, esparciendo el bronceador en toda la circunferencia.

Si los muslos se sentían firmes, las nalgas eran ridículamente duras. Pero a pesar de la rigidez de los músculos, la piel era increíblemente suave y tersa. Se sentía tan bien como cuando acariciaba el asiento de cuero del BMW del papá de Edu. Por otra parte, al sentirlo con el tacto, me daba cuenta de que su trasero era mucho más grande de lo que podía parecer a simple vista. Con la palma completamente abierta no alcanzaba a cubrir ni la mitad de una de sus nalgas. El cuerpo de esa mujer era realmente intimidante para alguien como yo, acostumbrado a fisionomías más esbeltas.

Estuve unos minutos dedicándome a pasar la crema en el culo de mi madrastra. Si alguien me hubiera dicho, apenas unos días atrás, que estaría haciendo eso, no se lo creería ni loco.

Habiendo acabado con la parte más carnosa, me quedé unos segundos, dubitativo. La parte más profunda había quedado sin que le aplicara el bronceador. Se notaba que la piel que bordeaba la delgada tela de la tanga, estaba más pálida, al igual que su espalda, donde era cubierta por las tiras del brasier. Mi primera reacción fue detenerme. Pero después me di cuenta de que, si Nadia me había pedido que le aplicara la crema en el trasero, era justamente debido a esa zona, pues en los cachetes, ella misma podría habérselo aplicado sin problemas.

Sin pensarlo más, ahora me coloqué un poco de bronceador en la yema de mis dedos, y entonces, tratando de esquivar la telita de la tanga que se hundía en la raya del culo, para no mancharla, pasé la crema sobre esa parte tristemente pálida. Hice movimientos arriba abajo, varias veces. Quizás fue mi imaginación, pero me pareció que en un momento Nadia suspiró y su cuerpo se removió, como si hubiera sido víctima de un temblor. Cuando terminé con el glúteo izquierdo, continué con el derecho. Era debido a ese culo que papá había perdido la cabeza. Yo nunca fui tan básico en cuanto a mujeres, por lo que no podía comprender cómo es que mi viejo se había dejado engatusar por esa mina. Era obvio que le metía los cuernos. Alguien como ella tendría decenas, sino centenas de tipos deseosos de cogerla, y me costaba mucho creer que no se había sentido tentada en algún momento.

— Bueno, ya está bien. No hace falta que metas tu mano tanto tiempo ahí —dijo Nadia.

— Ah, claro, es que… no quería dejar ninguna parte sin protector.

— Por lo que pude sentir, no lo hiciste, así que quedate tranquilo —respondió ella—. Bueno, voy a estar un rato así, y después cambio de posición. Gracias por tu ayuda. Aunque te hagas el osco, sé que sos un buen chico.

— No necesito que vos me confirmes que soy bueno —dije—. Y si no cumplís con tu promesa, nunca más voy a hacer nada por vos —dije después, recordando que se había comprometido a limpiar la casa en la próxima ocasión, pero, sobre todo, recordando las albóndigas con puré de papas que había prometido cocinar.

Me puse de pie y le di la espalda.

— Leonardo —me llamó. Interrumpió lo que iba a decirme, y se quedó mirando mi entrepierna, con una sonrisa burlona—. No te preocupes, eso es normal —dijo después.

Seguí su mirada, confundido, y después me di cuenta de a qué se refería. Mi verga había formado una carpa debajo del short.

— Esto… —dije, como un estúpido, sin poder terminar la oración.

— No seas tonto. No tenés que explicar nada —dijo ella.

Me metí adentro, enfurecido y abochornado. En mi habitación me bajé el short. La verga estaba hinchada, pero estaba muy lejos de tener una erección óptima. Era por eso que ni siquiera me había dado cuenta de lo que me pasaba. Me preguntaba si eso era lo que buscaba la muy puta. Ahora la engreída estaba convencida de que había logrado excitar a alguien que había jurado que no tenía ningún interés en ella. De nada serviría que le asegurase que lo único que había logrado después de que masajeara su culo, era una semierección. Pocos hombres heterosexuales en el mundo podrían haberse controlado hasta tal punto. Pero a sus ojos, mi verga se había empinado, y punto.

La hija de puta me había ganado otra vez.

……………………………………………..

— Se ve que esa mujer es un monstruo —comentó Edu, haciéndose el gracioso.

Le había contado a Joaco, por mensaje, de manera resumida, lo que había sucedido esa tarde. Los otros dos no tardaron en enterarse, y decidieron hacer una videollamada, para que les contara lo sucedido con mayores detalles. Toni soltó una risita, secundando a Edu en su ironía.

— No sean tontos muchachos, esta mina puede ser una loca peligrosa —dijo Joaquín, intentando ser la voz de la razón, como de costumbre.

— Sí, mirá qué peligrosa, dejándose manosear el culo, y encima a cambio le prepara la cena al niño —dijo Edu, siguiendo con su tono irónico—. Leoncio, ¿No querés que cambiemos de lugar? Yo voy a vivir con tu mamita y vos vení a vivir con la mía, que tiene cincuenta y cinco años, y sufre de gastritis.

— Que no me digas así idiota —le recriminé en vano, pues al imbécil le gustaba usar ese mote—. Joaco tiene razón. Yo le seguí la corriente, para que la muy puta se diera cuenta que no está tratando con un pendejo pajero cualquiera. Pero es obvio que trae algo entre manos.

— ¿Y ese algo no será simplemente querer cogerse a su hijastro? —acotó Toni—. Vamos, que todos nosotros tuvimos alguna fantasía con una mujer y con su hija ¿cierto? ¿Acaso las mujeres no pueden ser iguales de pervertidas?

— Pero si el viejo se murió hace apenas unos meses —se indignó Joaco.

— Lo que sea que pretenda, no lo conseguirá. Si piensa en denunciarme por abuso o algo por el estilo, para echarme del departamento, está perdiendo el tiempo —aseguré.

— Me parece que te estás haciendo mucho la película —opinó Edu—. Quizás solo está aburrida. O a lo mejor está siendo sincera, y no lo hizo con ninguna doble intención. A estas alturas debe saber que sos la personificación de la rectitud y la integridad, y seguro que le generás mucha confianza. Si no te la querés coger, al menos aprovechá el paisaje. ¿Sabés cuántos pibes morirían por ver de cerca todos los días a una mujer como esa en tanga? Qué locura. Y ahora que lo pienso, podrías mandarnos alguna foto, ¿no?

— No jodas —fue mi única respuesta.

— De todas formas, es mejor que andes con cuidado —recomendó Joaco.

De repente la puerta de mi habitación se abrió.

— Leonardo, ya está la cena —dijo Nadia.

— ¿Acaso no te enseñaron a golpear? —pregunté, indignado.

— ¡Hola Nadia! —saludó Edu, y después, dirigiéndose a mí, agregó—. Cabrón, enfocala.

Les di el gusto. Nadia apareció detrás de mí. Los saludó simpáticamente con las manos.

— ¡Mucha ropa! —se quejó Toni, pues ella vestía un pantalón y una remera. Seguramente tenían la fantasía de que apareciera en mi cuarto semidesnuda, lo que no sería algo descabellado, tratándose de ella.

— Bajá antes de que se enfríe —dijo Nadia, y salió de mi habitación.

— Eso es Leoncio —acotó Edu—. Andá a comer la rica cena casera que te hizo tu perversa madrastra, que anda por el departamento en tanga y se deja pasar la crema protectora por vos. La verdad es que te compadecemos.

— Váyanse a la mierda —les dije, y finalicé la videoconferencia.

Me puse las zapatillas, y salí de mi habitación. Me di un susto cuando vi que Nadia aún estaba ahí. Lo primero que pensé fue que había estado escuchando detrás de la puerta. Pero no le dije nada al respecto.

— Vamos. Seguro que te va a gustar —dijo ella.

Mientras caminábamos por el pasillo que daba a la sala de estar, noté que Nadia cambiaba el ritmo de sus pasos. Primero parecían ir veloces, para luego lentificarse de manera extraña. la segunda vez que lo hizo, me tomó desprevenido, haciendo que chocara con ella.

Me detuve justo a tiempo, pero mi pierna izquierda rozó su nalga. Me quedé viendo ese culo por el que mis amigos perdían la cabeza. No eran pocos los que no dudarían en hacer una locura para poder palparlo, tal como yo lo había hecho esa tarde. Ahora que la tenía de cerca veía cómo la costura del pantalón parecía estar violándola, pues se encontraba muy en lo profundo.

Ya atravesando el ****** se sentía el delicioso aroma de la salsa. Me senté en la mesa. Nadia puso música clásica. Por lo visto sabía que me gustaba mucho Bach. Había imaginado que la velada sería incómoda, pues asumí que ella querría hablar de alguna cosa, ya sea para sacarme información o para congraciarse conmigo. Pero apenas pronunció palabra. De hecho, en más de una oportunidad fui yo mismo el que estuvo a punto de romper el silencio, pues a veces tanto silencio es incómodo.

Había abierto una botella de vino tinto. No sabía mucho de vinos, pero estaba seguro de que esa era una de las botellas favoritas de papá, que guardaba para ocasiones especiales. La comida estaba muy rica. La carne era de excelente calidad, el puré con la dosis justa de leche y manteca, y la salsa bien condimentada, con abundante cebolla, tal como me gustaba a mí.

— No necesito preguntarte si te gusta, porque ya lo noto en tu cara —dijo Nadia.

— Está muy bueno —reconocí, pues me di cuenta de que, si alababa su comida, era posible que estuviera dispuesta a hacerlo de seguido. Además, también se me ocurrió proponerle que yo me dedicara a limpiar la casa, mientras que ella se encargara de la comida. Para mí sería un buen trato, pues la limpieza se me hacía mucho menos pesada. Pero aún no le diría nada, pues ella se había comprometido a limpiar la próxima vez.

— Que lo digas vos es muy importante para mí —dijo ella.

— ¿Y quién más te lo iba a decir? Si acá estamos solos —dije.

Ella soltó una carcajada boba.

— Me encantan los hombres que son graciosos sin proponérselo —comentó.

Tuve la cortesía de encargarme de lavar los platos. Después me metí en mi habitación. Ese día quizá fue la primera vez en la que me di cuenta de que, a pesar de la animadversión que sentía por Nadia, eso no quitaba que podíamos tener una buena convivencia. Quizás ella estaba más consciente que yo del tiempo que pasaríamos encerrados juntos, y por eso se esforzaba por conseguirlo. A su manera, pero se esforzaba.

Pero todo ese optimismo no tardó en venirse abajo. En medio de la noche, escuché ruidos en el departamento. Alguien había salido. O, mejor dicho: Nadia había salido. ¿Qué carajos? Estábamos en la etapa más crítica de la pandemia, con los niveles más rígidos de la cuarentena, y esta pensaba salir a medianoche ¿Acaso vivía en una burbuja?

Yo ya estaba en la cama. Di una salto, y salí disparado, sólo cubierto con mi ropa interior. Esperaba encontrarla en el pasillo, antes de que tomara el ascensor. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, regresó.

— Me olvidé la cartera. Soy una tonta —dijo, como si nada.

— ¿Tu cartera? ¿Estás demente? ¡Vos no vas a salir a ninguna parte! —dije, agarrándola del brazo.

— León ¡Soltame! Me estás lastimando —se quejó ella.

— ¿Acaso vivís en un túper? ¿No sabés que estamos viviendo en una pandemia? Nadie puede andar por la calle solo por andar. Además, ¿Con quién te vas a ver a estas horas? —le pregunté, soltándola del brazo.

— En primer lugar, no tengo por qué decirte con quién me voy a ver. Pero te lo voy a decir, para que no pienses estupideces. Voy a visitar a mi amiga Romina. Hace mucho que acordamos vernos. Además, todo el mundo infringe la cuarentena. Sos el único que conozco que se toma todo al pie de la letra.

— Y una mierda —contesté—. En primer lugar, no te creo que vayas a ver a una “amiga”. En segundo lugar, no voy a dejar que traigas a ese maldito virus acá. Si cruzás esa puerta, no te voy a dejar volver. Y desde ahora, si tardás más de media hora en ir a comprar, te denuncio —le aseguré.

Ella lo pensó un rato. Pareció que algo de lo que le dije le entró en esa cabeza de chorlito que tenía.

— Está bien. Por esta vez me quedo. Total… la semana que viene ya no habrá tantas restricciones. Pero no me gusta nada que me hables así. Y mucho menos que insinúes cosas de mí que no son. Si fuese a ver a un hombre en lugar de a una amiga, no tendría por qué ocultarlo.

— No me extrañaría que ya tuvieras tus amantes, después de tan poco tiempo que murió papá.

Nadia me cruzó la cara de un cachetazo. No lo había visto venir. Fue un golpe débil, pero lo suficientemente fuerte como para herir mi orgullo.

— ¿Y cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo? ¿Eh, imbécil? —me dijo, indignada.

Se metió en su cuarto, dejándome con la palabra en la boca.

Continuará
 

heranlu

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El tercer día de cuarentena me quedé todo el tiempo que pude en mi habitación. No era que le tuviera miedo a Nadia. Pero no todos los días estaba de humor como para estar en un ambiente hostil. Eso resulta muy estresante. Además, yo seguía pensando igual que el día anterior. Aunque ella me saliera con esos aires de feminista, no iba a dar marcha atrás con lo que le había planteado.

En primer lugar, no iba a dejar que me trataran como un parea en el edificio, y en el barrio, por convivir con una mujer que no tardó ni dos días en romper las normas vigentes. Ni mucho menos permitiría que meta ese virus chino en casa. Y sobre lo otro… ¡qué carajos! ¿Cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo?, me había preguntado la muy zorrita, cuando insinué que no se iba a ver a una amiga, sino a un amante. La verdad es que no sabía cuánto era el tiempo prudencial que una mujer debía guardar el luto por su pareja, pero para mí, el cadáver de papá todavía estaba tibio. El solo hecho de que se le cruzara por la cabeza la idea de coger con otro tipo, cuando no se cumplían tres meses siquiera del fallecimiento de su pareja, me parecía algo completamente descarado. Aunque de ella ya no me sorprendía prácticamente nada.

Ese día me levanté con la típica erección mañanera. Una erección tan potente, que cuando fui a orinar, me tuve que sentar, ya que era imposible hacerlo de parado. En ese momento volví a extrañar a Érica. Aunque en esta ocasión no fue una cuestión sentimental la que me hizo añorarla. Nunca fui una persona con la libido muy alta, pero sí que estaba acostumbrado a mantener relaciones sexuales con cierta regularidad. Edu y los demás siempre me decían que mi aparente desinterés por el sexo era debido a que, como siempre tuve con quién hacerlo, no comprendía lo que significaba estar en abstinencia sexual. Daba la casualidad que en los últimos días, antes de mi rompimiento con Érica, no habíamos tenido relaciones, lo que, sumado a los tres días desde que vivía con Nadia, ya llevaba casi una semana sin coger, y sin masturbarme, ya que no solía realizar esas prácticas.

Recordé que algunas veces, mi exnovia, cuando estaba de humor, o cuando quería disculparse por alguna pelea que habíamos tenido, me despertaba, en esos días en los que yo amanecía con una potentísima erección, practicándome sexo oral. A mí me incomodaba que se comportara como una puta, pero el placer era tan delicioso que la dejaba hacer.

Y ahora, después de mucho tiempo, sentía en mi cuerpo la carencia de sexo. Por primera vez entendía por qué mis amigos se comportaban como unos primates cuando veían a una mujer atractiva. Ellos, pobres, seguramente habían pasado períodos mucho más largos que yo sin coger.

Pero bueno, qué le iba a hacer. Tampoco me iba a morir por eso. Estuve a punto de masturbarme en el baño, pero el ruido de la aspiradora recién encendida me recordó que Nadia andaba rondando por la casa.

Me lavé la cara. Vi unos videos cualesquiera en el celular, para distraerme y que se me bajara la erección. Luego de unos minutos lo conseguí. Me vestí y fui a la sala de estar.

Una imagen ridícula y grotesca me estaba esperando.

— Hola. Al fin te levantaste —dijo Nadia.

Se encontraba pasando la aspiradora en la sala de estar. Pero eso no era lo raro, de hecho, se había comprometido a hacerlo, por lo que resultaba lógico. Lo inusual era que llevaba puesto el uniforme de Ramona, la empleada doméstica que había dejado de ir a nuestra casa debido a la cuarentena. Nadia pareció notar mi confusión, lo que hizo que esbozara una sonrisa, y dijera en voz alta, para hacerse escuchar por encima del ruido molesto de la aspiradora:

— No quiero ensuciar mi ropa, así que…

— ¿Y pensás que ese uniforme es a prueba de suciedad? —señalé.

— Lo que quiero decir es que no quiero estropear mi ropa. Podría rompérseme, o mancharme con lavandina cuando limpie el baño, o… qué se yo.

En realidad, el uniforme no tenía nada de especial. Se trataba de un vestido azul oscuro con un delantal blanco en la parte frontal. Ramona insistía en usarlo, a pesar de que ni Nadia ni yo éramos tan estrictos como para exigírselo. Lo inusual era el hecho de que Nadia era varios talles más grande que la empleada, por lo que el uniforme le quedaba muy chico. Para empezar, debería llegarle hasta un poquito por debajo de las rodillas, pero a ella le quedaba unos cuantos centímetros más alta, por lo que sus muslos quedaban a la vista. No alcanzaba a ser tan corta como una minifalda, pero estaba lejos de cubrir todo lo que un sobrio uniforme como ese debería cubrir.

Sin embargo, eso era lo de menos. El largo del vestido era algo que incluso podría pasar desapercibido, si no fuera por el hecho de que la prenda se veía increíblemente ajustada en el exageradamente exuberante cuerpo de Nadia. La parte de atrás del vestido parecía más corta que la delantera, ya que su trasero enorme, y bien parado, hacía que le tela no pudiera caer como debería. Por otra parte, los botones blancos de la parte delantera parecían a punto de salir disparados, con la fuerza suficiente como para quitarle un ojo a alguien, pues apenas podían contener las explosivas tetas de Nadia. La prenda en sí misma daba la impresión de que podría hacerse hilachas en cualquier momento, si Nadia llegaba a hacer un movimiento mal calculado.

Más que una mucama, parecía una otaku haciendo un cosplay pornográfico. Definitivamente era una persona a la que le gustaba llamar la atención. Pero por esta vez no le diría nada, ya que si le señalaba lo ridícula que se veía, sólo serviría para demostrarle que había cumplido con su objetivo.

— De todas formas, tampoco es que te vaya a costar tanto limpiar el departamento —comenté, tirándome en el sofá. Por lo visto, en cuestión de minutos terminaría de pasar la aspiradora en ese sector, así que encendí el televisor.

— No me digas… —respondió ella, poniendo los brazos en jarra—. Ya me di cuenta de que la otra vez sólo limpiaste por donde pasa la suegra. Pero hoy pretendo hacer una limpieza general, y vos me vas a ayudar.

— No me jodas. Vos te comprometiste a encargarte de la limpieza —retruqué.

— Está bien. Quedate ahí mirando tus dibujitos animados. Pero a la noche te vas a encargar vos de la cena.

Desenchufó la aspiradora, pero no se fue de la sala de estar, sino que se dirigió a la parte en donde estaban los libros, en unos estantes que hacían de biblioteca y que se encontraban instalados cerca de la entrada.

La zorra me iba a joder. Debía habérmelo visto venir. En la heladera había algunas cosas como para preparar unos sándwiches al mediodía, pero para la noche no quedaba nada. Y no podía contar con un delivery debido a las malditas restricciones. Si Nadia no me cocinaba, me vería obligado a hacerlo yo mismo. No es que fuera una tragedia, pero si podía desembarazarme del asunto, sólo dándole una mano …

— Está bien, te voy a ayudar por esta vez, pero sólo llamame cuando haya algo que no puedas hacer sola —le advertí.

— Entonces vení ahora —dijo ella.

— No te pases.

— Es en serio. Te necesito ahora.

Con pocas ganas, me puse de pie y fui a donde se encontraba ella. Nadia estaba parada sobre una silla, con un plumero en la mano. Bajaba unos libros de la biblioteca, y le pasaba el plumero encima.

— Tomá, sostenelos un rato —me dijo.

Fue sacando, uno a uno, los libros del estante más alto. Una vez que se encontró vacío, pasó el plumero sobre él. Al hacerlo, su cintura se dobló levemente, y sacó culo. Si alguno de los chicos estuviera en mi lugar, no dudarían en husmear entre sus piernas y averiguar qué ropa interior llevaba puesta, cosa que no costaría mucho trabajo hacer. Sólo bastaría con agacharse un poquito y listo.

Cuando terminó con ese estante, me pidió que le pase los libros de nuevo, los ordenó, y siguió con el siguiente.

— Ya veo por qué te resultó tan fácil limpiar el otro día —comentó Nadia, mientras seguía limpiando.

Cuando tocó limpiar el estante más bajo, la silla ya estaba sobrando. Pero la tonta de Nadia no se percató de eso inmediatamente. Tuvo que inclinarse mucho para agarrar los libros. Al hacerlo, casi me saca un ojo con su duro trasero.

— Es mejor que te bajes ¿no? —le sugerí.

Ella soltó una risotada. La verdad, que con la apariencia que tenía, nadie sospecharía que podía ser tan torpe, y que además era dueña de esa risa tan irritante. Y no lo digo por su físico, sino porque solía tener un semblante serio, que inspiraba cierto respeto en quien no la conocía. Pero yo que la tenía de cerca sabía que era medio idiota.

Como para confirmar mis prejuicios, cuando quiso bajar de la silla, se resbaló. No se cayó desde esa altura de pura casualidad. En el último momento pudo mantener el equilibrio, al menos en parte. Pero se vio obligada a bajar de un salto. Cuando lo hizo, chocó su espalda contra mi cuerpo. Era increíble la fuerza que tenía la hija de puta, aunque también debo reconocer que yo nunca fui de estar en forma. Me pareció que se me vino encima una bolsa de cemento. Retrocedí unos pasos, intentando sostenerla. Pero ella llevaba consigo la fuerza del brusco movimiento que hizo al bajar de la silla. Yo me tropecé con mis propios pies, y fuimos a caer al piso. Nuestros cuerpos se desparramaron ridículamente, y quedamos pegados. Ella encima de mí.

— Ay, ¿Estás bien? —preguntó Nadia, conteniendo su risa por esta vez, quizás porque sospechaba que a mí no me hacía ninguna gracia la situación.

Sin levantarse, giró sobre sí misma, para colocarse boca abajo, y mirarme de frente. Al hacerlo, su carnoso orto se frotó, sin pudor, con mi pelvis.

— ¿Te lastimaste? —preguntó. Acarició mi mejilla con sus manos, con una ternura que simulaba ser maternal, pero que sin embargo estaba lejos de serlo, pues sería difícil tomar su gesto en ese sentido, cuando sus enormes tetas colgaban, suspendidas en el aire, para frotarse en mi pecho, mientras hacían un movimiento de hamaca . Se sentían suaves. Por primera vez dudé de si realmente eran operadas.

— Sí. No pasa nada. Ya te podés levantar —dije, lacónico.

Nadia se puso de pie. Esta vez sí, y sin siquiera proponérmelo, vi la bombacha blanca con pintitas rosas que llevaba debajo de ese uniforme, pues cuando estaba erguida, yo seguía en el suelo. Pero enseguida desvié la mirada. Se dio media vuelta y extendió la mano para ayudarme a levantarme. La tomé, solo para que no hiciera ningún comentario si me negaba a hacerlo. Cuando me puse de pie, comprobé que me dolían los glúteos, pues fueron ellos los que recibieron todo el peso de Nadia, a la vez que el de mi propio cuerpo. Traté de disimularlo, cosa que no fue fácil, pues el dolor era bastante intenso.

— Bueno, ahora es cuestión de limpiar el polvo que cayó en el piso, y después sigo con lo demás. Ya te podés ir a sentar —comentó Nadia.

Fui a apoyar mi dolorido trasero en el confortable sofá, mientras ella seguía con los quehaceres. Se notaba que estaba en forma, pues la brusca caída no le había movido un pelo. Lo que tenía de torpe lo compensaba con un excelente estado físico. No volvió a llamarme para que la ayudara, pero dudaba que fuera porque no lo necesitaba, sino porque se sentía avergonzada por lo que había sucedido. Aunque por otra parte, me parecía raro que a alguien como ella le quedara algo de pudor.

No obstante, la veía continuamente ir y venir con ese uniforme que le quedaba ridículamente chico. No se me quitaba de la cabeza que si pasaba a cada rato frente al televisor meneando el culo, era para provocarme de alguna manera. Su actitud era patética, pero he de reconocer que no pude evitar mirar, cada tanto, cómo me daba la espalda. En un momento se puso delante del televisor, para pasar un trapo sobre los objetos que se encontraban en el mueble del mismo, ya que parecía haberse olvidado de hacerlo antes. Se inclinó. Quebró la cintura, casi como si estuviera ofreciéndome su monumental culo. Noté que la bombacha se marcaba en la tela del uniforme, pues al estar tan ajustada a ese enorme trasero, los bordes de la prenda íntima quedaban en relieve.

Después de ese último intento por llamar mi atención, desapareció unos minutos y reapareció con unos guantes amarillos y un balde lleno de productos de limpieza, para luego meterse en el baño principal.

Pensé que toda esa pantomima había llegado a su final. Durante un buen rato desapareció de mi vista, y apenas noté su presencia, debido a los ruidos que me llegaban del baño. Una vez que terminó con ese sector, se metió en la cocina. De repente largó un grito:

— ¡León, vení! —dijo.

Escuché el ruido del agua que salía con mucha presión. Fui hasta la cocina, intuyendo lo que me iba a encontrar. Nadia estaba metida adentro de la bajomesada, que se encontraba con sus puertas abiertas. El agua empezaba a escaparse, y formaba un charco alrededor de mi madrastra. Sabía que justo donde estaba metida, se encontraba la cañería. Me acerqué. Me incliné, haciéndome lugar, pues ella ocupaba mucho espacio. Nadia tenía la mano en la cañería, intentando contener el potente chorro de agua que salía disparado de una abertura. Pero sólo lo lograba a medias. El uniforme de mucama ya se encontraba empapado, al igual que su rostro y pelo. Me quedé viendo unos segundos ese momento humillante para ella, hasta que por fin le expliqué:

— ¿Ves esto? Es una llave de paso —dije, para luego cerrarla, y de esa manera lograr que el agua dejara de salir por ese caño.

Por primera vez vi su semblante ensombrecido. Parecía que esta vez su estupidez no le hacía ninguna gracia. Y eso que dentro de todo no había sucedido nada grave.

El uniforme, ya de por sí ajustado, ahora mojado, estaba pegado a su cimbreante cuerpo. Sus pezones se marcaron en la tela, eran amenazantemente puntiagudos, lo que me hizo sospechar que no llevaba corpiño.

— Soy un desastre —dijo, y sus ojos parecieron a punto de largar lágrimas.

— No fue nada. Le puede pasar a cualquiera —dije, aunque ni siquiera estaba seguro de cómo había sucedido el accidente. No es que tuviera compasión por ella (o quizás un poquito sí), sino que no me quería ver en la embarazosa situación de que se largara a llorar como una niña.

No sabía nada de plomería, pero parecía algo fácil de arreglar, al menos de manera provisoria. Ya llamaría a un plomero cuando estuviera permitido hacerlo. Mientras tanto, metería una masilla en el tubo para cerrarlo. Me dispuse a secar el piso. Nadia apareció con la ropa cambiada. Ahora vestía un top tipo musculosa color verde, y uno de sus tantos diminutos shorts de jean.

— Dejá, yo me encargo —dije, pensando en que me convenía que estuviera dispuesta a cocinar en la noche. Nadia no dijo nada. Simplemente me dejó encargarme del desastre que había hecho en la cocina.

Fuera de ese accidente, se había ocupado bien de limpiar el departamento.

— León, me pasas una toalla seca por favor —la escuché decir después, desde el baño principal.

Por lo visto había entrado a darse una ducha y se había olvidado de la toalla. Fui a buscarla, y se la alcancé. Le golpeé la puerta, esperando que la abriera un poco y sacara solo la mano para que yo le entregara la toalla. Pero la puerta se abrió casi por completo.

A esas alturas ya no me asombraba verla media desnuda. En este caso llevaba el mismo top verde con el que la había visto hacía unos minutos, sólo que ya se había despojado de su short, por lo que otra vez tuve el extraño privilegio de encontrarme con su prodigioso culo entangado. Sin embargo, por primera vez sentí que no pretendía llamar mi atención. Estaba todavía muy seria, o más bien triste. Sospechaba que mientras yo estaba secando el piso de la cocina, finalmente se había largado a llorar. Agarró la toalla. Susurró un gracias, y después cerró la puerta.

Mientras se duchaba, arreglé de manera rudimentaria, tal como lo había planeado, la cañería. Después me hice un sándwich con una albóndiga que había quedado del día anterior, y le agregué unos huevos revueltos. Me aseguré de que quedara suficiente para ella. Después me metí un rato en mi habitación. Por esta vez le dejaría espacio.

Me pregunté qué carajos le había pasado. Estaba claro que el incidente de la cocina no había sido el motivo, sino más bien el desencadenante de algo que la molestaba. Quizás estaba relacionado con la cita que la obligué a cancelar la noche anterior. En todo caso, era problema suyo.

Me sorprendí cuando escuché que tocaba a mi puerta. Le dije que pasara.

— Sólo quería decirte que no te sorprendas si me ves con el humor muy cambiado de un momento para otro. Yo soy así —dijo.

— Okey, no hay problema. Mientras ese cambio de humor no implique que me mates a puñaladas —respondí.

— Claro que no. Es que… —dudó en terminar la frase, pero finalmente agregó—: es que, de repente, sin ningún motivo en particular, me acuerdo de Javier, y me pongo muy triste.

— ¿Ah sí? —dije, algo escéptico.

— Sí. Aunque no lo creas, nosotros nos amábamos. A nuestra manera, pero nos amábamos.

— ¿A nuestra manera? ¿Qué querés decir con eso? —pregunté, aunque casi inmediatamente me arrepentí de hacerlo. No necesitaba detalles sobre la relación que tenían.

— Quizás más adelante te lo explique —respondió ella, como adivinando mi desinterés.

— Okey, no hay problema —dije, y como para cambiar de tema, pregunté—. ¿Qué te parece si voy a comprar para que hagas unas milanesas con ensalada a la noche? Es algo fácil, no te podés quejar —y después, viendo la oportunidad, agregué—. Y para que veas que soy bueno, desde ahora me voy a encargar yo de la limpieza. No quiero que pases por la misma tragedia que hoy. Eso sí, lo voy a hacer siempre y cuando te encargues de la comida.

No lo había hecho con esa intención, pero al escucharme, su semblante triste desapareció, y esbozó una sonrisa que por esta vez no me pareció irritante.

— Ya veo lo bueno que sos. Vos te ocupás de algo que se hace día por medio, mientras que yo tengo que encargarme de lo que se hace a diario, y encima, dos veces al día.

— No te quejes, en el almuerzo como cualquier cosa, no hace falta que cocines al mediodía.

— Okey, consideralo un trato, pero que quede abierta la posibilidad de revisar las cláusulas —dijo ella.

Por ese día olvidé el desprecio que sentía por ella. A la tarde fui a comprar al supermercado más cercano. Vi que en el ascensor había un cartel pegado en el espejo que decía que los del séptimo B eran covid positivo, y sin embargo salían de su departamento como si nada. Me indignó la irresponsabilidad de esa gente. ¿Tanto costaba cumplir con el aislamiento? Pero por otra parte, la actitud vigilante de aquella persona que colgó el cartel, me produjo un miedo que no entendía de dónde provenía, pues yo mismo era extremadamente responsable, y era imposible ser blanco de una acusación como esa.

Sobre Avenida de Mayo había un camión de gendarmería. Los uniformados detenían autos y colectivos para verificar que quienes viajaban realmente trabajaban en actividades esenciales. Me había tocado vivir en una de las zonas en donde mayor control se ejercía. Por lo que me habían contado Joaco y los demás, en sus barrios, que estaban bastante alejados de las zonas céntricas, la cosa parecía más relajada, y los vecinos creían que podían hacer lo que quieran. Pero en mi barrio, al menos durante esa primera etapa, la cosa fue muy rígida. Hay que aplanar la curva, se decía una y otra vez en la televisión.

En el supermercado me tomaron la temperatura y me dejaron pasar. Cuando salí con la bolsa, caminé lo más lentamente posible. Apenas iba tres días de encierro, y ya resultaba muy pesado. Había comenzado el otoño, pero el clima veraniego aún persistía.

Cuando volví, Nadia estaba buscando algo para ver en el televisor.

— ¿Vemos algo en Netflix? —preguntó.

La idea de ver una película con ella se me antojaba muy extraña.

— No, tengo que hacer unas cosas en la computadora —mentí.

Me quedé un par de horas en mi cuarto. Le conté a Joaco lo que había pasado con Nadia. Enseguida me escribió Edu pidiendo una nueva videoconferencia. Le dije que no molestaran. Toni me mandó un mensaje jocoso: “dios le da barba al que no tiene quijada”, decía.

De repente sentí que la erección mañanera que había tenido, y que me había negado a descargar, reaparecía con más fuerza que nunca. Mi verga se había puesto tiesa como una piedra. Si no me masturbaba enseguida, sería muy difícil bajarla, y podría ser muy incómodo tener otra erección frente a Nadia. Además, el bulto que se me había formado cuando la apliqué el bronceador en su cuerpo, no era nada en comparación al que tenía ahora. Me miré en el espejo, de perfil. Me había contagiado un poco de la estupidez de mis amigos, pues me pareció muy gracioso ver a mi miembro viril parado a cuarenta y cinco grados. Me lo acomodé, pero aun así era muy notorio.

Me recosté en la cama. Desabroché el pantalón, y me bajé el cierre. Corrí hacia atrás el prepucio. El glande apareció con el infaltable líquido viscoso transparente. Mojé mi mano derecha con mi propia saliva, y froté en esa zona con las yemas de los dedos, con mucha suavidad. Un placer electrizante atravesó mi cuerpo, pero sobre todo, y de manera mucho más intensa, en mis genitales. La saliva mezclada con el presemen había formado una sustancia de una textura pegajosa y resbaladiza a la vez ¿Hacía cuánto que no me masturbaba? No lo recordaba, como así tampoco recordaba cuánto tiempo había pasado de la última vez que sentía esa imperiosa necesidad de eyacular. Deduje que pronto tampoco me alcanzaría con estas prácticas onanísticas, sino que necesitaría sentir el calor de una mujer nuevamente. Pero con el COVID19 todo resultaba más complicado.

Entonces Nadia golpeó la puerta.

— Puta madre —largué en voz alta, sin darme cuenta.

Recordando la vez que entró a la habitación sin siquiera tocar, me levanté rápidamente el cierre del pantalón y encerré a mi gusano.

— ¿Puedo pasar? —preguntó Nadia, al otro lado de la puerta.

Me senté en el borde de la cama, y me cubrí la erección con la remera.

— Qué querés —dije, con sequedad, con la esperanza de que me lo dijera sin entrar.

Sin embargo mis palabras fueron tomadas como una autorización. Nadia entró a mi cuarto.

— ¿Me harías un favor? ¿Me sacarías unas fotos? —pidió.

— ¿Y por qué no te sacás unas selfis y ya? —le pregunté.

— No seas malo, quiero hacerme algunas que no me puedo sacar sola. Además… No veo que estés muy ocupado. ¡Dale, vamos!

No encontré una excusa para no hacerlo. Además, esto de intercambiar favores hasta el momento iba bien. Me funcionó con lo de la comida. Quizás después de esto ella se consideraría en deuda conmigo. Por suerte, tras su intromisión, la erección había disminuido considerablemente. Aunque no había desaparecido del todo. La seguí, pero ella se perdió en su habitación. Unos minutos después salió.

— ¿Por qué carajos te pusiste eso? —le pregunté.

Su vestimenta consistía en una camiseta de fútbol de la selección Argentina. De la cintura para abajo no llevaba nada, salvo una diminuta tanga.

— Bueno, en estos tiempos más que nunca tenemos que estar unidos, y el patriotismo tiene mucho que ver con eso —dijo, totalmente convencida de sus palabras—. Ese es el mensaje que quiero transmitir.

— ¿Y es necesario mostrar el culo para eso? —pregunté.

— Eso es sólo el medio para el fin, Leoncito. Si no estuviera en tanga, no tendría ni la décima parte de vistas. Creeme.

Claro que le creía. Lo que no creía era que una chica con el culo escultural como ella podría enviar un buen mensaje en relación a la pandemia, y que además sirviera de algo. Sabía que tenía miles de seguidores en las redes sociales. Incluso conseguía muchas cosas de canje, sin tener que desembolsar un peso. Pero la mayoría de sus admiradores eran tipos con sobrepeso y trabajos mediocres, que se masturbaban pensando en mujeres como ella.

— Vení, vamos a la terraza —dijo.

Salimos a la hermosa tarde. El sol estaba radiante. Era difícil recordar que ya estábamos en el primer día de otoño. Nadia se apoyó en el balaustre de la terraza. Dio vuelta el rostro y sonrió, arreglándoselas para que su famoso orto también saliera. Le saqué una foto con el celular.

— Desde abajo —dijo. Yo no entendí a qué se refería, por lo que me aclaró—: ponete en cuclillas para sacarme la foto. Dale.

Se levantó una rica brisa. El cabello rubio de Nadia pareció bailar. No era un experto en fotografías, ni de lejos. Pero ese hermoso cielo despejado, el pelo de mi madrastra en movimiento, y ese enorme y terso culo en primer plano, podrían lograr que cualquier estúpido sacara una excelente fotografía.

Nadia miró al horizonte con expresión pensativa. Se levantó un poco la camiseta, para que sólo la cubriera hasta la cintura, pues era lo suficientemente larga como para tapar su lucrativo trasero. Los dos cachetes se veían perfectos.

— A ver cómo quedó —quiso saber ella—. Perfecta —dijo después, cuando vio la foto en mi celular—. Vení, sácame algunas más, y ya te dejo de molestar.

Se metió adentro. Se quitó la camiseta en un movimiento que me pareció increíblemente veloz. Era impresionante la facilidad que tenía esa chica para desnudarse. Ahora sólo quedó con la tanguita negra y el corpiño que hacía juego con ella.

— Una así —dijo.

Se había subido a uno de los sofás individuales, arrodillándose en él. Me daba la espalda, y se sostenía del respaldar. Su voluptuosa figura estaba cubierta apenas con las tiritas de la tanga y del brasier. Agachó la cabeza, con una expresión que me pareció de sumisión, y dejó caer su lindo y abundante cabello rubio a un lado. De repente, sentí que mi verga palpitaba.

— Bueno… —dije.

Pero ella me interrumpió.

— Sólo una más —dijo. Se bajó del sofá de un salto y me agarró de la muñeca, para luego llevarme a rastras hasta su habitación.

Se colocó encima de la cama. Primero en una pose de perra, como si estuviera a punto de ser penetrada. Pero como dándose cuenta de que sería una foto muy vulgar, irguió su cuerpo, extendió una de sus piernas, mientras que la otra quedaba flexionada, y giró para ver a la cámara con gesto provocador.

— Así estás perfecta —largué, sin pensármelo mucho.

Mi abstinencia me hizo una última mala jugada. Mi miembro viril se endureció nuevamente. Estaba seguro de que ella lo había notado, al igual que la vez anterior. Aunque estuviera tapado por la remera, no quedaba oculto a una mirada experimentada como la suya.

— Bueno, ahora te las mando por WhatsApp —dije, dándole la espalda.

Estoy casi seguro de que largó una risita mientras me iba. Ahora sí, no pensaba posponer más mi autoalivio. Me metí en el baño para hacerlo. Pero contra mi voluntad, mientras masturbaba mi verga frenéticamente, no pude evitar pensar en mi tonta y odiosa madrastra.

Continuará




-I
 

heranlu

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Día cuatro de cuarentena. En el noticiero ya se estaba corriendo la bolilla de que las restricciones iban a extenderse al menos una semana más. En ese momento me pareció bien. Un pequeño sacrificio para que todo mejore un poco, pensaba.

Pero el encierro ya empezaba a incomodarme. Ese día me levanté a las ocho de la mañana, y fui a buscar el pan a la panadería de la esquina. A esa hora no parecía haber grandes controles, y de hecho, no había mucho movimiento en la calle. Así que, para despejar un poco mi cabeza, caminé un par de cuadras más, y recién ahí volví al edificio. Tampoco era que iba a estar una hora y pico por ahí, como había hecho Nadia.

Cuando subía por el ascensor, chequeé mi cuenta de Instagram. De pura curiosidad, busqué el perfil de Nadia. Comprobé que había subido tres de las fotos que le había sacado el día anterior. Una en la terraza con la camiseta de Argentina, una en el sofá, sólo vestida con su ropa interior, y otra en la cama. La foto de la terraza era la más alabada por los pajerines que la seguían. Ella había escrito un texto que pretendía ser emotivo, sobre la unión y no sé cuántas cursilerías más, pero como era de esperar, todos los comentarios hacían referencia al perfecto orto que tenía mi madrastra.

Descubrí también que mis tres mejores amigos ya la seguían en esa red social. Edu y Toni incluso tuvieron la cara lo suficientemente dura como para dejarle algunos comentarios, aunque no se excedieron mucho por suerte.

A la noche les había contado lo que me había pedido que hiciera la loca de mi madrastra, y no me dejaron en paz hasta que les envié las fotos.

Por lo visto ella, si bien no se levantaba al mediodía, como hacía yo casi siempre, tampoco lo hacía muy temprano. Pasé un par de horas frente al televisor, disfrutando de la soledad, aunque ver el noticiero, donde sólo hablaban del COVI19 no me puso del mejor humor. Opté por poner Netflix. Cuando encontré una película que podría gustarme, fui a la cocina, puse unos panes en la tostadora, y calenté un poco de leche.

Entonces Nadia apareció.

— Ay qué bueno, desayunemos juntos —dijo, invitándose ella misma.

— ¿También tomás leche? —pregunté, con cortesía, ya que a esas alturas había concluido que lo mejor era tener una buena convivencia, sobre todo mientras durase la etapa más estricta del confinamiento, que según yo, sería poco tiempo.

— Qué pregunta desubicada León —dijo Nadia, riendo. Yo estaba apoyado sobre la mesada. Ella pasó a mi lado, rozándome con su cadera. Sacó de la heladera el sachet de leche y puso un poco en la jarrita que ya estaba sobre la hornalla encendida—. Ah, te referías a esta leche —dijo después.

— No entiendo por qué tenés que llevar todo a lo sexual —dije yo—. Parece que tenés la idea fija.

— Nada que ver. Sólo me gusta hacerte poner colorado. Como ayer… —dijo la zorra, sin completar la frase, aunque estaba claro que se refería a mi visible excitación cuando le tomé unas fotos semidesnuda, cosa que para colmo, no era la primera vez que sucedía. Esa parte no se la había contado a los chicos, ya que no tenía ganas de aguantarme sus gastadas.

— Para tu información, eso… eso no fue por vos —me defendí yo.

— ¿Ah, no? Bueno, si vos lo decís…

La leche comenzó a hervir. Apagué la hornalla y serví el líquido en dos pocillos.

— No tengo por qué darte explicaciones, pero… —dije, dudando de si era buena idea seguir hablando, pero concluí que era mejor opción a que pensara que había sucumbido a sus encantos—, no estoy acostumbrado a estar tanto tiempo sin… —dije, dejando la frase inconclusa.

— Ya veo. La abstinencia puede ser difícil de sobrellevar. ¿Dónde desayunamos? —preguntó después.

— Yo voy a desayunar en el ******, mientras veo una película. Vos hacelo donde quieras —respondí, con sequedad.

— Pero qué chico duro —rió Nadia. Agarró una bandeja, y puso encima de ella los pocillos con leche, las tostadas, y un frasco de mermelada de arándanos—. Yo te acompaño.

— Y que conste que no quiero hablar sobre ese tema con vos —dije, refiriéndome a mi abstinencia sexual—. Si te lo conté, fue simplemente porque no quiero que te hagas ideas equivocadas sobre mí —aclaré, aunque no pude evitar recordar que la última vez que me había masturbado, lo había hecho pensando en ella, al menos por momentos. Y es que me estaba dando cuenta de que no estaba hecho de madera.

— No te preocupes, no tenés que hablar de nada que no quieras. Pero está bueno que nos conozcamos un poco más —dijo.

Agarró la bandeja y pasó al lado mío, rozándome con la cadera otra vez.

— Y otra cosa —dije, siguiéndola por detrás. Debido a la llegada de los climas frescos del otoño, por esta vez llevaba un pantalón elastizada color negro, y un suéter beige. Prendas que la cubrían mucho más que de costumbre, pero que estaban lejos de ser ropas sobrias, pues se adherían a su figura como si fueran una segunda capa de piel. El movimiento de sus caderas era hipnótico, por lo que no pude evitar ver cómo meneaba el orto delante de mí.

— ¿Qué? —preguntó ella.

A pesar de que llevaba la bandeja, había girado con una agilidad y velocidad de las que ya debería estar acostumbrado, pero que sin embargo me tomó por sorpresa, y de hecho, me pescó infraganti cuando estaba monitoreando su trasero, como si fuese uno de esos pendejos pajeros de los que siempre quise diferenciarme.

— Es que… —dije, desviando la mirada a sus ojos, que me observaban con picardía. Estaba claro que había notado mi mirada. Había estado a punto de decirle que no me gustaba que tuviese esa actitud provocadora conmigo, ya que me parecía una falta de respeto hacia papá, pero con lo que acababa de suceder, ella tendría un argumento perfecto para retrucarme y dejarme en ridículo—. No es nada —dije finalmente.

Pero no por primera vez, Nadia pareció leer mi mente.

— No deberías preocuparte tanto por la memoria de Javier —dijo. Apoyó la bandeja sobre la mesa ratona, para luego arrastrar esta última y colocarla cerca del sofá de tres cuerpos.

— De qué estás hablando —pregunté.

Ella dejó caer su cuerpo al lado mío.

— Me refiero a que él sabía cómo soy. Y nunca se quejó. Al contrario, le gustaba ser el hombre de una mujer a la que todo el mundo desea… Bueno, es una manera exagerada de decirlo, pero vos entendés —aclaró—. Se podría decir que le gustaba tenerme como una novia trofeo. Digo… sé que me quería de verdad, pero también le encantaba exhibirme delante de sus amigos. Además…

— Además ¿Qué? —Quise saber. Ya que se había puesto a parlotear sobre la relación que tenía con papá, que terminara de hacerlo, pensé yo.

— Bueno. El otro día, cuando iba a lo de mi amiga, y vos me dijiste eso, me enojé mucho —dijo Nadia, recordándome el cachetazo que me había dado, cosa que no me parecía un muy grato recuerdo—. Pero luego lo pensé un poco mejor, y me di cuenta de que para vos podría ser chocante pensar que ya me estoy viendo con otro hombre. No voy a entrar a discutir sobre cuánto tiempo debería estar sola, llorando el recuerdo de tu papá, pero te voy a decir una cosa, y vos podés creerme o no —dijo, esperando alguna respuesta mía.

— Qué —dije, escuetamente.

— A tu papá no le molestaría saber que estoy viviendo mi vida libremente. Bueno… ahora con tantas restricciones, y con vos que no me dejás salir, no estoy muy libre que digamos —esbozó una sonrisa cuando dijo esto último, aunque yo sabía que lo decía en serio. A sus ojos, yo era alguien que le coartaba sus libertades, pues la obligaba (o intentaba hacerlo) a que cumpliera con las normas vigentes—. Pero la cuestión es que Javier se pondría contento de saber que yo estoy bien, sin importar lo que haga para estarlo.

— ¿Y estar bien necesariamente tiene que ser coger? —pregunté.

— Bueno, eso vos deberías saberlo. Si tu cuerpo reacciona incluso ante una mujer por la que no te sentís atraído, es porque evidentemente la falta de sexo te afecta —retrucó la zorra, sacando a relucir la erección que había tenido cuando le saqué las fotos.

— ¿Es por eso que me estás provocando todo el tiempo? ¿Por eso andás medio en bolas, moviendo el culo delante de mis narices? ¿Para poder justificar que tenés derecho a coger con otros tipos? —pregunté, indignado.

— No te confundas —dijo ella seria, casi enojada—. Yo no necesito justificar nada ante vos. Y ya te expliqué el motivo por el que ando con poca ropa cuando estoy en casa.

— Porque te sentís segura estando conmigo —dije yo.

— Exacto. Y el hecho de que tu cuerpo se haya sentido estimulado, y aun así no me hayas molestado, habla incluso mejor de vos. Sería muy fácil si fueras homosexual, pero siendo hétero… Eso sí, no hace falta que seas maleducado conmigo, sólo para demostrar tu desinterés. Bueno, es todo lo que tengo que decir. Desayunemos —dijo, pero luego pareció recordar algo—. Ah, y ahora que viene el frío, ya no te voy a molestar con mi escasa vestimenta. Al menos no tan de seguido.

— De todas formas ya no me molesta —dije—. Si al principio me incomodaba, era porque, como te dije, no estaba acostumbrado a convivir con una mina que anda siempre medio en bolas. Sólo era eso.

Por toda respuesta, Nadia largó un suspiro seguido de una sonrisa.

— Bueno ¿Qué estamos viendo? —preguntó.

Desayunamos en silencio, y en paz, y nos quedamos a ver la película. No por primera vez pensé que podríamos tener una buena convivencia, y no por primera vez sucedería algo que me haría tenerla entre ceja y ceja.

Los chicos habían insistido en tener una videollamada grupal. Les dije que, a parte de las fotos que le había sacado el día anterior, y que además había compartido con ellos, no había nada interesante que contar. “Pero nosotros sí tenemos algo para contarte”, me había escrito Joaco. Le deje que dejara de hacerse el misterioso y me dijera qué pasaba. Pero lo único que me respondió fue: “¡Es algo sobre tu madrastra!”.

Me extrañaba que Joaco se comportara como un tonto, pero le seguí la corriente. A la hora acordada, me metí en mi cuarto, acomodé el celular en la mesa donde estaba mi computadora. En cuestión de segundos, Edu iniciaba la videollamada.

— A ver, qué les pasa a los tres chiflados. ¿No están contentos con las fotos que les mandé? ¿No les alcanza para pajearse?

— No te hagas el guapo solo porque vivís con esa hembra —dijo Edu—. Que además, si yo estuviera en tu lugar, ya me la habría comido hace rato.

— Sí, claro —dijo yo, y para hacerlo enojar, agregué—. Y después te caías de la cama.

— Bueno, cortenlá —intervino Joaco—. Toni, decile lo que averiguaste.

Toni parecía muy orgulloso de sí mismo. Tomó aire, y esbozó una sonrisa nerviosa que enseguida hizo desaparecer, para reemplazarla con un semblante serio, casi solemne.

— Bueno, como imaginarás, todos nosotros seguimos en insta a ese camión con acoplado con el que estás viviendo —dijo.

— Sí, ya lo sabía.

— Bueno… entre ver tanto sus fotos, y chusmear los comentarios que le dejaban, y revisar su perfil, y googlearla, bueno, descubrí que…

— Que qué —lo apuré, ansioso. Aunque Toni era medio bobo, si había armado esa reunión era por algo. Los otros dos, aunque ya sabían lo que iba a decir, esperaron a que él lo explicara a su manera. El hecho de que fuera quien hizo el descubrimiento, parecía darle ese derecho.

— Descubrí que Nadia vende packs.

— ¿Qué vende qué? —dije, intrigado.

— Ya les dije que este monje no iba a tener idea —comentó Edu.

— León, desde hace un par de años que algunas mujeres que están buenísimas, como tu madrastra, tienen la costumbre de vender packs de fotos en las que salen desnudas —explicó con paciencia Joaco.

— Qué estupidez. Si en internet hay miles de imágenes de mujeres desnudas gratis ¿Por qué pagar por ellas?

— ¿Y eso qué importa? —dijo Edu.

— Bueno, debe haber una explicación sociológica —dijo Joaco, sin hacerle caso—. Después de todo, por algo la revista Playboy tenía tanto éxito cuando publicaban las fotos de the girl next door.

— De qué carajos estás hablando —pregunté.

— Lo que quiero decir es que una cosa es ver a una estrella porno en bolas, quien es una mina que probablemente nunca te vayas a cruzar en tu vida. Pero otra muy distinta es poder ver en pelotas a una mujer que te podés cruzar tranquilamente por la calle.

— Entiendo —dije.

— Y supongo que el hecho de que, con un aporte económico, contribuyas a que esa chica se desnude, le da cierto morbo a algunos tipos. Debe darles una sensación de poder o algo por el estilo.

— Cuando Joaco acabe con su clase de historia, mirá algunas de las fotos que te mandé—dijo Toni, ansioso.

Abrí el Whatsapp en la computadora. Toni me había mandado una decena de fotografías. Las abrí, y las miré rápidamente una por una.

— ¡Preguntale si es gato! —dijo Edu.

— No creo que lo sea —comentó Joaco, y se pusieron a debatir entre ellos mientras yo miraba las imágenes.

Algunas de ellas no eran muy diferentes a las que yo mismo le había sacado el día anterior, y que ella misma había subido a su cuenta de Instagram, lo que me pareció una estafa, considerando que pretendía cobrar por ellas. Pero luego había algunos videos cortos, tipo gifs, en donde ella se colocaba en diferentes poses sexuales en su cama. Recién cuando pasé unos cuantos de ellos, encontré lo que seguramente había causado la euforia de los chicos. En una de las imágenes, Nadia aparecía totalmente desnuda frente a un espejo. Estaba de perfil, y la cámara la enfocaba desde abajo, así como ella me había recomendado que lo hiciera cuando estábamos en la terraza. Su carnoso y duro culo estaba completamente desnudo, sin embargo sólo se veían las nalgas. Su ano no estaba a la vista, cosa que me pareció de buen gusto. De repente me di cuenta de que ese también era un video, pues mi madrastra cambió de posición. Se inclinó, apoyó las manos en su rodilla, y tiró el trasero para atrás, como si estuviese esperando a que alguien la penetre en ese mismo instante.

Era una imagen difícil de dejar de mirar, eso tenía que reconocerlo. La pasé y vi un nuevo video corto. Este estaba hecho en el baño principal de nuestro departamento. Nadia tenía mucho cuidado de mostrar una desnudez cuidada. Aquí aparecía nuevamente en pelotas, sumergida en la bañera, y con ambas manos masajeaba sus enormes tetas. En su cara se reflejaba un gesto de placer. Su largo cabello rubio caía a un costado, aunque no le tapaba la cara de puta que tenía en ese momento. De repente llevó una mano a su entrepierna y empezó masajearse. Luego se acercó a la cámara y su rostro travieso apareció en primer plano.

— Ya veo —dije, sin terminar de entender qué implicancias tenía ese nuevo conocimiento. Habría muchos pajeros como mis amigos que tendrían esas fotos en sus celulares, eso seguro. La verdad era que verla en pelotas era impactante, pero con la ración diaria de semidesnudés que yo tenía últimamente, y considerando que en aquellas imágenes no llegaban a verse sus genitales, no era algo que me sorprendiera demasiado. Aunque por otra parte, me preguntaba si este secreto suyo no tenía detrás otras cosas aún más turbias.

— Preguntale si es gato Leoncio, de frente march —insistió Edu.

— No le hagas caso —dijo Joaco—. Si le preguntás eso vas a quedar como un troglodita. La verdad es que la mayoría de las minas que venden packs, no son prostitutas.

Tardé unos minutos en sacármelos de encima., hasta que por fin terminó la videollamada. Me tiré a la cama. Vi una vez más las fotos y los videos de Nadia, pero cuando sentí que empezaba a tener una erección, dejé el celular a un lado.

Dejé pasar un rato, hasta que se hizo la hora del almuerzo. Nadia había preparado una ensalada.

— Por qué mejor no me decís lo que me querés decir, así no seguimos en este silencio tenso —dijo ella después de un rato, cuando notó que la observaba con curiosidad y recelo.

— Así que venís de una familia acomodada, y por eso podés mantener este departamento —comenté yo, recordando lo que ella misma me había dicho hacía apenas unos días.

— Así que por ahí viene la mano —comentó. Aparentemente deduciendo lo que yo había descubierto—. La verdad es que no soy de mentir, pero supongo que sabrás que a veces es mejor hacerlo, para evitar conflictos innecesarios. Entonces ya te enteraste de cuál es mi trabajo…

— Bueno, la verdad es que no estoy seguro. Sé que vendes tus fotos en internet. Pero no sé si vendés otras cosas —dije.

— No seas tan básico como para insinuar que me prostituyo sólo porque viste algunas fotos donde salgo desnuda. Voy a terminar perdiendo el respeto que te tengo —respondió ella, con un tono que casi pareció un regaño.

— Yo no hice ninguna afirmación.

— Pero tampoco tenés la hombría suficiente como para preguntarme directamente lo que me querés preguntar.

— ¿Sos una puta? —pregunté entonces, para cerrarle la boca.

— No, no lo soy —aseguró ella.

— Mis amigos van a estar muy decepcionados cuando se enteren —dije.

— No serían los primeros. Te sorprenderías si te dijera la cantidad de dinero que me ofrecieron por pasar una noche con algún admirador.

— A estas alturas, no me sorprendería nada —dije.

— Bueno. Sea como sea, gracias a que me desnudo frente a una cámara es que podemos mantener este departamento —explicó—. Cuando lo vendamos ya vas a poder agarrar tu parte y hacer lo que quieras. Pero mientras vivas acá, espero que respetes mi forma de hacer las cosas.

No me esperaba que se me diera vuelta la tortilla de esa manera. Nadia tomaba con completa naturalidad su oficio, y ahora resultaba que el desubicado era yo por cuestionar su manera de vivir. Además, tenía razón, si bien mis ahorros todavía aguantarían un poco más, la pandemia parecía haber llegado para quedarse, y en cuestión de unos días, o unas semanas como mucho, dependería de las dádivas de mi madrastra, situación por la que no querría pasar, pero si en todo caso sucedía, lo mejor era cerrar la boca. Si a mí me beneficiaba que ella se dedicara a eso, tenía que aceptarlo y listo.

— Está bien, sólo saqué el tema porque me habías mentido. Si me lo hubieras dicho desde el principio, sería otra cosa —mentí, ya que si lo hubiera sabido desde el primer momento, me caería aún peor de lo que me caía, y tendría todo tipo de sospechas sobre ella—. Y supongo que papá también sabía de esto —agregué.

— Javier era el me sacaba las fotos —respondió ella—. Le excitaba mucho la idea de que alguno de sus amigos o compañeros de trabajo me reconocieran de internet.

— Bueno, esa información era innecesaria —me quejé.

Después de que terminamos de almorzar, hubo algo en el semblante de Nadia que debió advertirme de lo que sucedería unas horas después. No sé si su expresión pensativa, o la manera ansiosa que tenía de moverse de aquí para allá, pero evidentemente, desde la charla que habíamos tenido, se traía algo entre manos.

No tardé en descubrir de qué se trataba. Yo estaba muy a gusto leyendo el último libro de Wilbur Smith en la terraza. El día estaba fresco, pero el sol me daba de lleno, y resultaba muy agradable. Nadia apareció para interrumpirme.

— Qué querés —dije, sin sacar la vista de la novela.

— Mirá, como ayer estuviste tan bien… necesito que me saques otras fotos.

— ¿Y esto va a ser todos los días? —me quejé.

— No seas caradura. Ambos sabemos muy bien que yo hago más cosas por vos de las que vos hacés por mí —respondió ella—. Si querés que la cosa siga así, simplemente ayudame cuando te lo pida. De todas formas no tiene que ser ahora. Te puedo esperar.

Cerré el libro con un suspiro.

— Prefiero sacarme de encima este tema lo antes posible —contesté—. Dale, hagámoslo ahora. Esto ya me parece un deja vú.

— Dejá de quejarte y vení a mi cuarto.

La seguí, con desgana. Cuando entré a la habitación, Nadia estaba inclinada, bajándose el pantalón. Su pulposo ojete apuntaba, amenazante, hacia mí. Llevaba una tanguita negra que le cubría apenas las partes más íntimas. Luego se quitó el súeter, quedando nuevamente semidesnuda ante mis ojos. Pensé que era un buen momento para demostrar que no iba a caer en la excitación cada vez que se mostrara de esa manera frente a mí. Le sacaría todas las fotos que quisiera, y por esta vez no le daría el gusto de que viera mi erección. Es más, me aseguraría de que viera mi entrepierna, para que tuviera la certeza de que para mí, sacarle fotos a ella era lo mismo que tomárselas a un ladrillo.

Noté, extrañado, que en su mesa de luz, había un vaso de vino tinto.

— Primero hagamos un video —dijo.

Se tiró sobre la cama, boca abajo. Yo encendí la cámara de mi celular, y la empecé a grabar.

— Enfocame primero desde la derecha, y después brodeá toda la cama, hasta pasarte al otro lado. Cuando termines, acercá la cámara a mi cola —indicó ella, de manera precisa.

Quedó en silencio. Hice exactamente lo que me indicó. Ella estaba boca abajo, con la cara oculta en el colchón, casi como si estuviera dormida. Hice una toma lenta, desde la cabeza hasta los pies. Me moví en semicírculo, sin dejar de enfocarla ni un solo segundo. Ella hacía movimientos leves, manteniendo su misma postura. Flexionó un poco una de sus piernas, haciendo que su trasero se levantara un poco y sobresaliera más. Luego separó ambas piernas, dejando a la vista la marca que hacía la raja de su sexo en la tanguita. Acarició sus piernas con la mano, y lentamente, la subió hasta llegar a una de sus tersas nalgas.

Me estaba costando más de lo que imaginaba que mi lujuria no se desatara. Lo que hacía para lograr contenerme, era pensar en cualquier otra cosa: en la pandemia, en los chicos, en Érica, incluso en papá.

Entonces Nadia dio media vuelta e irguió su proporcionado y vertiginoso cuerpo. Me pidió que le mostrara cómo había salido el video, y apreció conforme.

— Ahora sácame una foto —dijo—. Pero me voy a tener que poner en el piso, porque el colchón es muy movedizo.

— ¿Movedizo? ¿Qué tenés entre manos? —pregunté.

— Quiero hacer algo diferente —dijo, para luego apagar la luz de la habitación, dejando que entre sólo la luz solar por la ventana.

Y entonces, se sacó el corpiño.

— ¡Qué carajos hacés! —dije, exaltado.

— Estas fotos no son para Instagram —explicó Nadia, dejando entrever que se trataba de las fotos que vendería a los pervertidos en internet.

Sus pechos eran enormes, y tenían unas grandes areolas de color claro, casi rosadas. Sin dar más explicaciones, se puso en cuatro patas sobre el piso, en una pose que está demás aclarar que era sumamente sexual.

— Poné la copa de vino en mi espalda. Cerca de mi cintura. Voy a tratar de no moverme un milímetro siquiera —explicó.

Tardé unos segundos en comprender. Pero después de todo, lo que me pedía no era tan complicado. Agarré la copa de vino, y la apoyé justo en donde me había indicado. La solté lentamente, temiendo que cayera al piso, e hiciera un enchastre. Pero se mantuvo ahí. Nadia ahora actuaba como si fuera una mesa, es decir, un mero objeto. Imaginaba que a muchos hombres les gustaría verla de esa manera. Como si no fuera otra cosa que una cosa. Sería la fantasía retorcida de muchos, beber un buen vino encima de ella, o incluso comer sobre su perfecto cuerpo, como si no fuera más que un plato de comida. La gastronomía y el sexo siempre eran buena combinación.

Enfoqué y le saqué varias fotos. Las suaves tetas de Nadia colgaban. El hecho de que no tuvieran una redondez y firmeza perfectas, me convencieron de que eran naturales.

— Bueno, ya podés sacar la copa —dijo mi madrastra, conteniendo la risa. Por lo visto la situación la divertía mucho.

Le mostré cómo salieron las fotos.

— Perfectas. Tenés pasta para fotógrafo —me felicitó.

— Bueno, ya podés ponerte el corpiño —le dije.

Nadia, sin decir nada, se acercó a mí. Por un segundo sus pezones rozaron mi pecho. Pero se retiró unos centímetros al percatarse de esto. Sin embargo, después, mirándome fijamente a los ojos, me agarró la cara con ambas manos. Casi parecía hacerlo con ternura.

— León —dijo, mirándome directamente a los ojos. Esta vez no sólo parecía hablar con seriedad, sino que creí notar honestidad, tanto en su mirada, como en su tono de voz—. ¿Sabés por qué aguanto tus desplantes y tu malhumor?

— No. No lo sé —contesté.

— Porque hacía mucho que no conocía a alguien tan íntegro y confiable como vos. Nunca me lastimarías ¿Cierto?

— Claro que no. ¿Por qué preguntás esa tontería? —quise saber, algo confundido.

— Nunca me harías algo sin mi consentimiento ¿Cierto?

— ¿Hace falta que te responda? —pregunté yo a su vez.

— No. Tenés razón. No hace falta.

Nadia se subió a la cama. Me miró, sin decir nada. Y entonces agarró las tiritas de su tanga, y ante mi estupefacta mirada, la fue bajando lentamente. Vi, boquiabierto, como la diminuta prenda se deslizaba por los muslos, para luego llegar a los tobillos, y finalmente terminar en el piso.

Nadia se sentó sobre el colchón, dándome la espalda.

— Así. Sacame una foto así —pidió.

Continuará





-I
 

heranlu

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Tragué saliva. Mi madrastra me daba la espalda, y estaba completamente en pelotas. Había corrido las sábanas, como si estuviese a punto de irse a dormir, pero sólo hizo ese movimiento para que su trasero fuese cubierto, aunque sólo una pequeña parte de él fue ocultado. La mayor parte de sus carnosos glúteos estaban a la vista.

Se había puesto de rodillas sobre el colchón. Corrió su pelo hacia delante, para que su espalda se viera a la perfección, dejando también a la vista el tatuaje que había en la parte superior, casi al comienzo del cuello. El trabajado cuerpo de mi madrastra estaba erguido. Giró su rostro a un lado y cerró los ojos. Una de sus manos estaba en su cadera, aunque su postura parecía insinuar que se desviaría hacia la parte más voluptuosa de su cuerpo en cualquier momento. Con la otra mano se cubría las tetas. Cosa absurda, según pensé después, ya que de todas formas no se podrían ver desde esa postura. Pero en ese momento no podía pensar mucho. Apenas era capaz de sostener con firmeza el celular, y hacer de cuenta que no estaba enfocando a nada interesante.

Sentí que una gotita de transpiración se deslizaba por mi frente, para luego hacer una curva y atravesar lentamente mi mejilla. Nadia parecía realmente una escultura. Esa era la pose exacta en la que deseaba ser retratada. Pero su aspecto de estatua no se debía únicamente a su inmovilidad, sino a la firmeza de sus partes; a esa dureza, reflejada principalmente en los músculos de la espalda, y en su enorme y redondo orto, el cual parecía que jamás se vendría abajo, totalmente inmune a la fuerza de gravedad. Parecía una obra de arte tallada por alguien tan prodigioso como lujurioso.

Pasé mi mano por mi rostro, para secarme la gotita de sudor que no se decidía a caer. Respiré hondo. Saqué una foto. “Es solo un cuerpo”, pensé. “El cuerpo desnudo de una mujer que ni siquiera aprecio”, me dije. “La pareja de mi difunto padre, en pelotas, ante mis narices”…

Caminé unos pasos, haciendo un movimiento semicircular sobre la habitación, para captarla ahora desde otro ángulo. Traté de no pensar en su desnudez, en esa pose evidentemente sexual, que haría que cualquiera que estuviese en mi lugar se subiera a la cama de un salto para tomarla, aunque fuera por la fuerza. Tampoco quería pensar en la palidez de su piel, ahí donde ahora debería estar cubierta con la delgada tela de la tanga que en ese momento descansaba sobre el piso. “Qué más daba”, me decía a mí mismo, “Si de todas formas esa tanga la cubría apenas”. Verla ahora no debería ser muy diferente a todas esas veces que pasó a mi lado tan suelta de ropa. Y la muy tonta me había preguntado si yo jamás la lastimaría, si jamás la obligaría a hacer algo que no quisiese hacer. ¿Con quién pensaba que estaba tratando? Si yo no soy un primate como otros.

Mientras le tomaba otras fotos, pensaba, indignado, en lo creída que era esa mujer. Y todo porque contaba con ese cuerpo tonificado, de curvas exageradas, de carnosidades obscenas. Y esa boca… esos ojos claros, y esa cara de hembra alzada, pero contenida.

— ¿Y? —preguntó Nadia, rompiendo el silencio y trayéndome de nuevo a esa habitación semioscura, en la que sólo estábamos nosotros dos— ¿Salieron bien?

— Fijate vos cómo salieron —respondí, acercándome a la cama, no sin cierto recelo, para extender la mano y entregarle el aparato.

Nadia subió las sábanas, para cubrirse ahora hasta la cintura. Luego giró hacia mí. Agarró el celular que yo le entregaba. Al hacerlo, sus tetas quedaron nuevamente a la vista. Inevitablemente, quedé aturdido al ver ese par de pechos, que daban la sensación de ser increíblemente suaves. Las areolas de color claro, un tanto rosadas, apenas de una tonalidad más intensa que la piel, tenían pequeñísimas protuberancias, y los pezones estaban puntiagudos, como si estuviese excitada.

— No son operadas —dije, casi por inercia.

Fue lo primero que se me cruzó por la cabeza. Había quedado otra vez expuesto frente a ella, hipnotizado ante su desvergonzada desnudez, por lo que imaginé que lo mejor era hacer de cuenta que mi interés por sus tetas no era meramente lujuria, sino que las observaba porque realmente me había llamado la atención su forma, así como el hecho de que no parecían para nada artificiales.

— ¿Y por qué estás tan seguro? —quiso saber Nadia.

Por supuesto que no sintió la necesidad de cubrirse nuevamente. Más bien al contrario. Pareció ponerse en una pose en la que sacaba el pecho para afuera. Con mucho esfuerzo, desvié la mirada hacia abajo, sólo para encontrarme con su vientre plano, y las sutiles marcas de las abdominales. Más abajo, su pelvis, una de las pocas partes de su cuerpo que todavía era un secreto para mí. Aunque me pareció ver el nacimiento de un vello pubiano de color castaño, que dejaba en evidencia que el color de su cabello era, probablemente, lo único artificial que había en ella.

— No lo sé —respondí—. Es solo la impresión que me dan. Son redondas, y están firmes, sí, pero creo que las tetas operadas suelen tener una forma exageradamente redondas. No sé… No soy un experto en tetas, simplemente me dan la sensación de que son naturales.

Nadia soltó una risita.

— Sí, son naturales —afirmó.

Entonces agarró ambos senos, los levantó, para luego soltarlos. Las tetas de Nadia quedaron durante unos instantes sacudiéndose arriba abajo, en un movimiento espasmódico. Supuse que si fueran operadas no tendrían esa flaccidez. Eran tetas firmes, pero blandas.

— Bueno, con esto es suficiente —dijo, mientras miraba las fotografías—. Con esto la voy a romper. Seguramente tendré muchos suscriptores nuevos.

Al terminar de hablar, miró, de manera disimulada, a mi entrepierna. Me alarmé, imaginando que nuevamente había quedado expuesto frente a ella. Pero me negué a seguir la dirección de su mirada. Eso sólo incrementaría mi humillación. Lo que me deba ciertas esperanzas, era el hecho de que, de momento, no sentía que la tuviera dura. Me devolvió el celular. Di la vuelta y dejé la habitación de mi madrastra, mientras sentía los movimientos que hacía para volver a vestirse.

Apenas cerré la puerta a mi espalda, miré mi bragueta. Nada. No se me había parado. Había podido controlar la erección. Se sentía una leve hinchazón, sí, pero el pantalón que estaba usando en ese momento era lo suficientemente holgado como para ocultarla. Al fin una victoria, pensé.

Luego, en el baño, me di cuenta de que no había salido tan bien librado de aquella situación, tal como lo había imaginado en un primer momento. Me sorprendió mucho, cuando fui a mear, el hecho de descubrir que mi verga había largado una considerable cantidad de líquido preseminal, el cual había manchado mi ropa interior. Era la primera vez, al menos que recordara, que el presemen había salido a pesar de que no había tenido una erección. Y de hecho, había salido abundantemente. Pero pensé que, como ese detalle solamente lo conocía yo, no había motivos para renegar de la sensación de triunfo que había tenido en un primer momento.

Al rato Nadia me envió un mensaje de audio, pidiéndome que no compartiera las fotos con nadie. Si se filtraban antes de que ella las subiera a su cuenta, significaría una pérdida económica para ambos. No pude más que reconocer que tenía razón. Edu y los demás se quedarían con las ganas. Si la querían ver desnuda nuevamente, iban a tener que pagar. Eso les pasaba por pajeros.

Quizás por agradecimiento al favor que le había hecho —aunque no lo mencionó—, a la noche preparó unos tallarines con salsa, que estaban para chuparse los dedos.

— Y… ¿Hace mucho que trabajás en eso? —pregunté, antes de tomar un trago de vino, cuando ambos estábamos en la mesa.

— ¿Y para qué querés saberlo? —preguntó a su vez ella. Por primera vez la noté recelosa de su intimidad—. ¿Pensás que me vas a conocer mejor si sabés el punto exacto en el que decidí desnudarme para que me vean miles de pajeros que ni siquiera conozco?

— Sólo lo preguntaba para hacer conversación. De hecho, ahora que lo pienso, tenés razón. Fue una pregunta tonta. Como cuando alguien me pregunta de qué signo soy. Qué estupidez. Lamento haber caído tan bajo —respondí, algo irónico, cosa que hizo que Nadia riera.

— Perdón, es que hoy estoy de mal humor —comentó.

— Pero si estuviste de excelente humor durante toda la tarde —dije, recordando, de repente, sus senos movedizos cuando ella los dejó caer. Traté de apartar ese recuerdo de mi cabeza, y me concentré en la comida.

— Sí, tenés razón. Me alegró el hecho de que lo de las fotos saliera bien —comentó.

Estaba seguro de que cuando decía que “lo de las fotos salió bien”, no sólo se refería a que las fotografías eran buenas, sino a que, tal como ella lo esperaba, yo no había enloquecido al tenerla completamente desnuda frente a mí, y la había tratado con sumo respeto, casi como si fuera todo un profesional. Y eso que ella parecía hacer todo lo posible para provocarme.

— Y entonces qué te pasa —pregunté, casi obligado, pues era evidente que de todas formas me relataría lo que le pasaba. Si bien Nadia no era muy parlanchina, cuando se disponía a decir algo no había nada que la detuviera. Algo le había sucedido que la tenía con el semblante sombrío. Me daba cuenta de que lo que la ofuscaba no le producía tristeza, sino enojo.

— Ese Juan, es un idiota —largó Nadia, casi escupiendo las palabras, para luego llevarse el tenedor envuelto de fideos a la boca. Manchó su barbilla con un poco de tuco. Pero parecía no darse cuenta de ello. Le hice señas para que se limpiara.

— Qué pasa con Juan —quise saber.

Sólo había un Juan que conocíamos ambos. Se trataba del guarda de seguridad del turno noche. Un cuarentón canoso que se la daba de Richard Gere. Hacía años que trabajaba en el edificio. A mí me parecía algo arrogante y condescendiente, pero por lo demás, hacía bien su trabajo, que era lo que importaba, más aún en ese momento en el que debía ponerse firme para que todos los vecinos cumplieran con las normas de las restricciones. Yo mismo había presenciado cómo llamaba la atención de algún propietario porque no usaba el cubreboca dentro del ascensor, cosa que me hizo sentir aliviado, ya que contaba con alguien que instaba a mis vecinos a no transgredir las reglas que teníamos en ese peculiar momento. Además, era un tipo muy atento, que no dudaba en abrir la puerta cuando algún vecino llegaba con muchas bolsas del supermercado, e incluso los ayudaba a cargarlas en el ascensor. Sin embargo, me había dado cuenta de que su simpatía y atención aumentaban considerablemente cuando eran mujeres jóvenes y lindas quienes necesitaban de su colaboración. De esa manera deduje por dónde venía el tema. Nadia era, por lejos, la más atractiva del edificio. Y eso que había chicas bellas en él. Pero al lado de mi madrastra no tenían nada que hacer. Las que la igualaban en lindura, no la superaban en sensualidad, y las que rivalizaban con ella en cuanto a la sensualidad, no eran tan bonitas como Nadia.

— Nada… —dijo, mientras pasaba la servilleta por su barbilla. Sin embargo, a pesar de esa primera palabra, se dispuso a contarme de qué se trataba el problema que tenía con Juan—. Desde que estoy acá… incluso cuando estaba con Javier…

— Te quiere coger —terminé la oración por ella—. Y ahora que estás sola, habrá sacado toda la artillería pesada —agregué después, viendo cómo ella me daba la razón, asintiendo con la cabeza.

— Digamos que sí. Es de esos tipos que no entienden que no es no. Incluso cuando apenas habían pasado unos días de la muerte de tu papá, se acercó, primero haciéndose pasar por un amigo, obvio. Me mandaba mensajes, como pretendiendo consolarme, pero no perdía oportunidad de decirme lo linda que estaba y ese tipo de cosas. Me saludaba con besos en la mejilla, como si fuéramos amigos. Y además se piensa que soy estúpida, porque cada vez que me saluda, me tira el cuerpo encima, como para sentir mis tetas.

— Qué pajero —dije yo, indignado. Entonces resultaba que Juan era la clase de tipos a los que yo más detestaba. Esos que buscaban cualquier excusa para manosear a las mujeres—. Y a vos ¿No te interesa él? —pregunté después, pensando en que eso de que se creía una especie de versión argentina de Richard Gere no era algo exagerado de su parte, pues el tipo tenía su facha, y así como andaba detrás de las mujeres, no fueron pocas las veces que vi a alguna chica sonriendo como estúpida mientras hablaba con él. Por otra parte, Nadia me había dado muestras de sobra de que era la típica calienta braguetas, que le gusta provocar a todos los hombres con los que se cruza.

— Ni loca —respondió ella, tajante—. Y mi rechazo hacia él no es por su aspecto, sino por esa actitud de buitre que tiene. Es despreciable.

Por una vez encontraba algo en común con ella. Esos tipos que andaban revoloteando alrededor de la mujer que los atrae, esperando un momento de debilidad de ellas, en lugar de valerse de sus propias virtudes, me parecían unos imbéciles.

Aunque también me parecía raro que alguien que se dedicaba a lo que Nadia se dedicaba, tuviera ese rechazo que manifestaba por ese tipo de personas. Al fin y al cabo, mi madrastra dependía económicamente de esa clase de gente. Si no fuera por ellos, su profesión no tendría razón de ser, y se vería obligada a buscar un trabajo común y corriente, en donde no ganaría ni la mitad de lo que ganaba, y tendría que trabajar el doble. Y ni que hablar de que, el contexto en el que vivíamos en ese momento, hacía más que complicado conseguir un buen empleo.

— Pero hoy pasó algo más ¿No? —pregunté, ya que el hecho de que me contara sobre él en ese preciso momento, no podía ser casualidad.

— Sí —dijo ella, largando un suspiro—. Él siempre me busca charla. Saca tema de cualquier cosa. Es bastante pesado. A veces se para en la puerta del ascensor y no deja de hablarme de cualquier cosa. Siempre encuentra la excusa para decirme que estoy linda, y esas cosas… —se detuvo un segundo. Tenía la mirada perdida en el plato. Como si estuviera buscando algo entre los fideos—. Ya me cansé de rechazar sus invitaciones —continuó diciendo—. Cuando quiso acercarse a mí, tras la muerte de Javier, con la excusa de ser una especie de confidente en quien me podía apoyar en mis momentos de tristeza, tuve que ponerle un alto, porque sus intenciones eran obvias. No era tanto el tema de que se sintiera atraído por mí, sino la manera en que lo hacía ¿Entendés? Bueno, toda esta insistencia terminó por cansarme, y le tuve que poner los puntos. Pero desde hace unas semanas que me pidió disculpas. Empezó a hacerse el buenito. Como que era amable conmigo, pero esta vez respetando el hecho de que yo no me mostraba interesada en él. Y yo pensé: bueno, es alguien a quien veo casi todos los días, así que no está mal que nos llevemos bien, y si ya entendió que lo nuestro no se va a dar... Y sin darme cuenta, de a poco fue agarrando más confianza. Las charlas se hacían más largas, a pesar de que yo casi no le respondía, y mostraba apenas el mínimo interés por lo que me decía. Y también volvieron los piropos, las insinuaciones, las invitaciones a salir… Y hoy, cuando volví del supermercado, con las cosas de la cena, con la excusa de ayudarme, aunque apenas cargaba con dos bolsas, me acompañó hasta el ascensor, se metió adentro conmigo, y aprovechando la situación, me quiso comer la boca.

— ¡Pero qué hijo de puta! —dije yo, realmente indignado.

No es que sintiera la imperiosa necesidad de proteger a Nadia, quien era una mujer adulta, y con experiencia de sobra, y debía saber cuidarse de sí misma a la perfección. Sino que mi bronca era porque me daba cuenta de que Juan representaba todo lo que yo detestaba: una persona que no podía controlar sus emociones, y que perjudicaba a todo el que lo rodease debido a ello. Para colmo, era alguien que se dedicaba a mantener el orden. Y ahora resultaba que él mismo era el que caía en infracciones. Eso no podía quedar así. La imagen positiva que tenía de él se desmoronó por completo.

— Pero eso no fue todo —dijo Nadia. Llenó nuevamente la copa de vino, y se tomó casi la mitad de un solo trago.

— Qué más te hizo —dije, convencido de que el tipo había aprovechado el momento para manosearla. Era hasta casi obvio pensar en ello. Imaginaba a Juan agarrándola de la cintura, metiéndola dentro del ascensor, intentando comerle la boca, mientras sus manos bajaban lentamente.

— Hacerme, nada. Pero lo que dijo… — respondió Nadia, tirando mi teoría a la basura. Hizo silencio durante un instante, para luego seguir—. Me dijo: “¿Qué te pasa putita, no me digas que te estás cogiendo al pendejo ese con el que vivís?”.

— Qué razonamiento más básico —comenté yo, indignado, aunque no asombrado.

— Lo mismo pienso. En su pequeña cabecita se debe estar formando un montón de fantasías retorcidas, en las que yo soy la amante del hijo de mi difunto marido.

Lo cierto es que más de una vez pensé que en la pobre mente de muchos de nuestros vecinos y de los empleados del edificio, anidaban esas fantasías. Varias veces me encontré con miradas suspicaces cuando entraba al edificio, aunque no le daba la menor importancia. Era como un cliché en una película, o en un libro. Viuda extremadamente linda y joven conviviendo con su hijastro de diecinueve años. No serían pocos los que creerían que sólo era cuestión de hacer dos más dos para llegar a esa conclusión. Y si encima alguno se enterara de las cosas que hacíamos últimamente en nuestro departamento, las habladurías no tardarían en llegar a cada uno de los otros veintinueve departamentos del edificio.

— Hay que denunciarlo con la administración —propuse, resuelto—. Lo tienen que despedir inmediatamente. Además, los ascensores tienen cámaras, así que tenemos pruebas contundentes de lo que hizo. Mañana a primera hora envío un email. No estamos pagando a una empresa de seguridad para que anden besuqueando a las propietarias. Esto es una locura.

Sentía el calor en mi rostro. Seguramente estaba rojo. Mi rabia no era tanto por Nadia, sino por el hecho en sí mismo.

— No. No quiero que se arme un escándalo —me contradijo ella—. Hasta ahora vengo muy bien manteniendo el perfil bajo —agregó, a lo que no pude evitar reaccionar con asombro. ¿Ella perfil bajo? Sin embargo no dije nada—. Además… —siguió diciendo Nadia—, es un idiota, pero no sé si esto es como para que pierda su trabajo.

— ¿De qué carajos estás hablando? —me indigné yo—. ¡Claro que es para que lo echen!

— Es que… Yo debí ser más clara con él. No tenía que haber permitido que se sintiera con tanta familiaridad. Seguro que en su imaginación creía tener oportunidad conmigo. Creo que sería mejor hacerle pasar un mal momento, y listo.

— Ya me vas a salir con alguna de tus ideas raras —intuí yo, temeroso, aunque también intrigado.

— Todavía no se me ocurre nada —contestó, para mi alivio y decepción a la vez—. Hagamos una cosa: esperá hasta mañana a la tarde. No lo denuncies todavía. Ahora hasta me da lástima. Pero necesita un escarmiento, eso seguro.

Cuando terminamos de comer, levanté la mesa y me fui a la cocina a lavar los platos. Siempre trataba de colaborar con los quehaceres de la casa, asegurándome de ocuparme de las cosas más livianas, obviamente. De todas formas, tal como me lo había dicho la propia Nadia por la tarde, ella ya se había percatado de mi estratagema, y no parecía molestarse por ello. Sin embargo esta aceptación de su parte no era por tonta, más bien todo lo contrario. Al ocuparse de la mayoría de las obligaciones de la casa, y de las más difíciles, se aseguraba de que yo no pudiera negarme a esos favores raros que me pedía todos los días —pasarle el protector solar por su cuerpo, sacarle fotos—. Y ahora que me había contado lo de Juan, sospechaba que requeriría de mi ayuda de alguna forma u otra. Eso sí, si me pedía algo demasiado raro, me negaría, y me limitaría a dar aviso a la administración del edificio, tal como lo tenía pensado desde un primer momento. Luego no me podría acusar de no haberle dado una mano.

Mientras terminaba de lavar los platos, Nadia entró a la cocina. Se paró al lado mío, y se puso a secarlos con un repasador mientras yo seguía con los vasos y los cubiertos.

— Hace tres años que me dedico a vender mis packs —comentó, respondiendo a la pregunta que le había hecho al principio de la cena—. Pero no creo que eso sea relevante.

— No, por supuesto que no. Eso lo dejaste en claro, y yo estoy de acuerdo —respondí

Esa noche mi madrastra vestía una pollera verde de una tela bastante gruesa, y debajo de ella unas medias negras. No lo había notado, pero a pesar de estar entre casa, se había producido bastante. Llevaba el pelo recogido, y un suéter beige que, como diría Toni, le calzaba como guante.

— Lo que sí puede ser interesante que sepas, es el motivo por el que me dedico a esto.

— ¿Ah, sí? —dije, escéptico, pues en verdad, todavía no había llegado al punto de sentirme muy interesado por su historia de vida.

Sin embargo, ella me lo contó:

— En todos los trabajos que tuve, siempre había algún superior, o algún compañero de trabajo que se quería acostar conmigo.

— Algunos hombres son muy poco profesionales —comenté.

— El hecho de que me sucediera lo mismo en cualquier empresa a la que iba, empezaba a asquearme. Era como si el mundo me dijera que sólo valía por mi físico, que sólo podía escalar posiciones si me arrodillaba ¿Entendés de qué hablo?

— Sí, entendí la metáfora a la perfección —dije, casi ofendido.

— Y para colmo, nunca fui alguien precisamente brillante —confesó luego—. No pasé el curso de ingreso a la universidad, y siempre me costó mucho aprender las cosas. Así que, esto de que para los demás solo valía por mi belleza, parecía ser reafirmado por mí misma, ya que no tenía ningún talento, y no destacaba profesionalmente en mi trabajo. Tampoco es que era una incompetente, pero nunca lograba sobresalir más que por mi cuerpo. Y cada vez que conseguía un empleo, en la empresa corría el rumor de que me habían contratado porque tenía algo con el gerente. Y cada vez que cometía un error, era muy mal visto, porque a las mujeres como yo siempre se les exige el doble que a las demás, como si por ser linda estuviera obligada a ser la más eficiente de todas.

— Entiendo —dije.

Le entregué los vasos y los cubiertos, para que los secara. Nuestras manos se rozaron.

— Así que pensé —siguió contando Nadia—, que ya que parecía valer sólo por mi cuerpo, le sacaría partido a la situación. Y además, dejaría de ser usada por tipos que sólo sentían lujuria por mí y que no me valoraban como persona, y sería yo la que los usaría. Además, ahora gano mucho más de lo que ganaría en cualquier otro trabajo.

— Pero ¿considerás eso una victoria? —Pregunté, ahora con sincero interés—. Al fin y al cabo, pareciera que terminaste ocupando el rol que la misma sociedad te orilló a ocupar.

— Ya veo que no te la pasás leyendo todo el tiempo en vano —dijo ella, con una sonrisa triste—. Simplemente tomé la mejor opción que tenía. Además, no es que piense dedicarme a esto toda la vida. Que además el cuerpo no me va a durar así para siempre. No me da la cabeza para hacer una carrera universitaria, pero hice montones de cursos: maquillaje, cocina, liquidación de sueldos, y hasta algunos de computación.

— Ya veo. Es bueno querer superarse. Además, en la cocina sos muy buena —respondí.

Nadia guardó los vasos en la alacena. Al hacerlo, tuvo que ponerse de puntitas de pie. Vi cómo uno de los vasos se le resbalaba de las manos. Logró agarrarlo, apenas con dos dedos, pero se notaba que en cuestión de unos instantes caería al piso y se haría pedazos. Sin pensármelo mucho, di un paso en su dirección, y estiré la mano para agarrar el vaso. Al hacerlo, sin intención, empujé con mi pelvis a mi madrastra. Ahora mi entrepierna se frotaba con su enorme culo.

Ella quedó apretada contra la mesada, con el torso inclinado hacia adelante. Lo que me pareció raro fue que no hizo movimientos para salirse, simplemente se quedó ahí, con el trasero respingón hacia afuera. La agarré de la cintura, y me alejé un poco hacia atrás, para darle espacio y que se reincorporara. Cuando ella lo hizo, yo, torpemente, continuaba a su espalda, por lo que nuevamente mi pelvis sintió la firmeza de sus glúteos.

— ¿Estás bien? —le pregunté. La agarré de la cintura, como para evitar que perdiera el equilibrio, cosa absurda viéndolo ahora, pues si lo había perdido había sido por mi culpa. Me separé un poco, notando, irritado conmigo mismo, que mi miembro viril empezaba a empinarse.

Nadia dio media vuelta. Me estrechó los hombros, y acercó su rostro.

Quedé petrificado, sin atinar a hacer nada. Vi su boca avanzando lentamente. Su cuerpo estaba nuevamente muy cerca de mí. Sus firmes tetas se apretaron en mi torso, y si antes no lo había percibido, ahora seguramente sí sentía mi semierección.

Y entonces Nadia me besó… en la mejilla. Eso sí, me pareció que su boca tocó muy cerca de la comisura de mis labios. Y luego enterró su rostro entre mi cuello y mi hombro, y sus brazos ahora me rodeaban en un fuerte y franco abrazo. Sentía cada músculo de su cuerpo unido al mío. Sus muslos, su pelvis, sus senos, apretándose cada vez con mayor intensidad en mí. No parecía incomodarle en absoluto mi verga hinchada, que de a poco se endurecía.

— Me voy a dormir —me dijo después al oído.

Tardó unos segundos en separarse de mí. Vi, asombrado, que sus ojos estaban rojos y parecían haber largado algunas lágrimas, porque estaban brillosos, y debajo de ellos había una especie de sendero de humedad.

Nadia me dejó sólo en la cocina. Me dije que ahora sí, la convivencia iba a ser difícil.

Continuará






-I
 

heranlu

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La intimidad que había surgido con mi madrastra el día anterior, me había dejado perturbado. Había llegado a la conclusión de que era una mujer anormal, que posiblemente tenía ciertos problemas psicológicos. Pero quizás la cosa era más simple de lo que yo imaginaba. Tal vez debería tomar como válido ese discurso que ya me había repetido varias veces: que ella confiaba en mí, que sabía que jamás le haría daño, ni me propasaría.​

Yo había demostrado eso de sobra. Desde el primer día en el que empezó nuestra intensa convivencia, Nadia me había orillado a situaciones inverosímiles, en las que cualquier otro tipo no dudaría en propasarse, o al menos en tirarle los galgos para ver la reacción de ella. Es cierto que, en principio, mi rectitud inquebrantable se debía tanto al rechazo que sentía hacia su persona, como al hecho de que se trataba de la mujer que hasta hacía algunos meses, dormía con papá.

Pero de a poco, el desprecio fue reemplazado por una simple irritación, debido a lo torpe e impredecible que era. Además, la idea de que había sido responsable, al menos en parte, de la muerte de papá, cada día que pasaba se me antojaba más absurda.

De todas formas, seguía sin comprender a esa excéntrica mujer. Estaba claro que detrás de sus actitudes había una provocación hacia mí. Seguramente quería ver cómo reaccionaba. Era como si todos los días quisiera reafirmar que realmente era alguien de confianza, que de verdad podíamos hacer cosas juntos, sin que hubiera ningún malentendido. Cosas tan normales como que ella posara desnuda frente a mí, para que yo le sacara fotos.

Yo era de pensar que no debía huir de ese tipo de situaciones. Si de verdad era tan íntegro como yo mismo estaba seguro que lo era, no había motivos para hacerlo. Al fin y al cabo, un cuerpo desnudo no era más que eso. Y un culo era solo un culo. Aunque claro, el culo de ella no era cualquiera.

Pero la cuestión es que solía inclinarme a pensar que, mientras que ambos tuviéramos en claro que cuál era nuestra relación, no habría problemas. Sin embargo, por momentos, me daba la sensación de que entrar en todos sus juegos podía ser peligroso. Además, esos juegos parecían ir, de a poco, in crecendo. Eran cada vez más osados. Me pregunté, no pocas veces, si ella misma no estaría perdiendo el control de sus acciones. Otra cosa que me preguntaba, no en pocas ocasiones, era ¿qué relación teníamos realmente? Anteriormente había dicho que mientras tuviéramos en claro cuál era nuestra relación, marcharía todo bien, pero lo cierto era que dicha relación no estaba claramente definida. No éramos familia. Es decir, si ella se hubiese casado con papá hacía años, y hubiera contribuido con mi educación, podría haber sido una segunda madre para mí. Pero para empezar, ni siquiera contaba con la edad suficiente para serlo. Nadia estaba destinada a conocer a papá cuando yo ya fuera grande, pues él le llevaba más de quince años, por lo que nuestro vínculo parental estaba destinado a ser endeble.

Por otra parte, tampoco éramos amigos. Y aunque la noche anterior me había dado aquel cálido abrazo, y me había contado parte de sus motivaciones, así como la anécdota de Juan, el hombre de seguridad del edificio, estábamos muy lejos de ser amigos. Y de hecho, si bien por un momento me había enternecido —sobre todo cuando, después de que me abrazara, había descubierto que había largado unas lágrimas—, tampoco era que iba a dejar de caerme mal por haber compartido un momento como ese. Las cosas no eran tan fáciles conmigo.

Desde ya que no éramos ni novios, ni amantes, ni nunca lo seríamos. El hecho de que mi verga reaccionara cuando la veía desnuda, o cuando, por un motivo o por otro, me frotaba con su cuerpo exuberante, no significaba nada. Sólo era una reacción natural del cuerpo.

Así y todo, ahí estábamos los dos, conviviendo. Durmiendo a apenas unos metros el uno del otro. Cenábamos juntos, y hasta compartíamos otro tipo de actividades. Y la pandemia no nos dejaría separar por un buen tiempo.

Nunca hubiese imaginado que, a mis diecinueve años, así estarían las cosas. No por primera vez, extrañé mucho a Érica, mi exnovia. Pero tampoco por primera vez, admití para mí mismo que no se trataba de amor lo que me hacía añorarla. Era la estabilidad que tenía con ella. La seguridad que me daba tener una relación normal. Érica era mi novia. Con respecto a eso, no había muchas vueltas que dar. Nuestra relación estaba perfectamente definida, y los límites claramente marcados. Pero con Nadia todo era demasiado confuso.

Así que, a pesar de que ese extraño, imprevisto, tierno, y algo incómodo abrazo, parecía ser el preludio de una relación mejor entre ambos, había cierto temor en mi interior. Así que ese día hice todo lo posible por esquivarla. Estuve mucho tiempo en mi cuarto, y cuando ya no toleraba más el encierro, salía al balcón a leer. Nadia parecía entender mi distanciamiento. Era como si el día anterior hubiéramos estado tan cerca, que ahora precisaba aislarme un momento, para no sofocarme.

Pero todo eso fue en vano, porque si bien había logrado hacer de cuenta que me encontraba solo en el departamento durante la mayor parte del día, las últimas horas sucedieron cosas que tiraron por la borda todo ese esfuerzo.

Todo comenzó cuando la vi saliendo de su habitación.

— ¿A dónde vas? —le pregunté, extrañado al ver su apariencia.

Era el quinto día del aislamiento social obligatorio y preventivo, y esa misma tarde, en los noticieros, habían confirmado lo que yo ya temía: la medida se extendería hasta el treinta y uno de marzo. Lo peor no era la extensión en sí misma, ya que, al fin y al cabo, sólo eran unos cuantos días más de lo que estaba previsto. Lo malo era que todos dudaban de que esa fecha realmente fuera la definitiva. Respecto al maldito virus, era mucho más lo que no se sabía de él que lo que se sabía, así que lo más probable era que antes de cumplir con el nuevo plazo, nos enteraríamos de que la fecha se correría hacia adelante nuevamente, pues los casos eran cada vez más numerosos, y parecía ser mucho más contagioso de lo que se afirmaba que era en un principio.

Era por eso que verla a Nadia, a punto de salir de la casa cuando ya estaba anocheciendo, y para colmo, vestida de esa manera tan llamativa, me llevó a pensar que se había hartado de la cuarentena, y había decidido rebelarse.

— Al supermercado —fue su respuesta, sin embargo, colocándose un coqueto cubrebocas negro con pintitas plateadas.

— ¿Al supermercado? ¿Y vas vestida así? —dije, sin poder evitar preguntárselo.

No era que me sorprendiera el hecho de que usara ropas diminutas, que dejaban muchas partes de su cuerpo al descubierto, pero ese vestido negro, corto y ceñido, que lucía en ese momento, era más para ir de fiesta que para andar por el barrio casi desierto, unos minutos antes de que todos los negocios de la zona cerraran. Además, se había puesto bastante perfume, y se había arreglado el pelo, que ahora estaba completamente lacio y prolijamente peinado.

— No necesito más motivo que ese para ponerme linda —respondió, sin inmutarse ante mi asombro—. ¿Estoy bien así? —preguntó después, dando una vuelta, para que yo pudiera verla desde todos los ángulos.

— Sí, qué se yo —respondí.

Nadia salió apurada, pues si no lo hacía, el supermercado cerraría antes de que ella llegara. Había esperado hasta el último momento para hacer las compras, la torpe.

Quince minutos después recibí un mensaje suyo. “¿Me ayudás con las bolsas?”, decía. Resoplé, fastidiado. ¿Qué se había puesto a comprar?, me preguntaba. No sabía que era de esas mujeres que iban a la tienda por un par de cosas, y salían de ellas con un montón de bolsas repletas de mercaderías que en realidad no necesitaban. De todas formas, ya me estaba cansando del aislamiento. Para alguien como yo, que no trabajaba, y que aún no comenzaba a cursar las clases en la universidad, el encierro se estaba haciendo muy duro. Así que salir a tomar un poco de aire fresco en la noche no me haría nada mal.

Cuando salí, ella ya estaba a media cuadra.

— Pero si no estás tan cargada —dije cuando la vi, sintiéndome estafado.

Mi madrastra llevaba cuatro bolsas llenas de mercaderías. No era nada con lo que no pudiese lidiar una chica joven y deportista como lo era ella.

— Qué raro, vos quejándote —fue lo único que atinó a contestar.

Me entregó tres de las cuatro bolsas, quedándose con la más liviana, y volvimos al departamento. En los pocos metros que caminamos juntos, las escasas personas que andaban por la calle, haciendo las últimas compras del día, o paseando a sus mascotas, fueran hombres o mujeres, no disimularon su fascinación al ver a Nadia. A pesar de que solo podía ver sus ojos, debido a que todos iban con cubrebocas, estos eran sumamente expresivos. Y es que ella tenía su tonificado y voluptuoso cuerpo, que parecía a punto de explotar, dentro de ese diminuto vestido negro, el cual apenas alcanzaba a cubrirle las nalgas. Su piel aún conservaba algo de su bronceado. Su pelo rubio, largo, bailaba al ritmo de la brisa otoñal. No hacía frío, pero el clima ameritaba al menos un suéter, por lo que eso era otro detalle que la hacía resaltar en el paisaje otoñal. Además, yo que la tenía de cerca, pude notar que sus pezones se marcaban en la tela, dejando en evidencia que carecía de corpiño, y que además los tenía duros.

Entramos al edificio. En ese momento me percaté de que Juan se encontraba en la recepción. Supuse que Nadia había esperado a salir en el último momento, y se había producido tanto, debido a eso. Quería forzar un encuentro con él. No era tan torpe después de todo. Estaba resentida con él, debido a lo que había pasado el día anterior, y quería verlo sufrir. En este punto yo le daba la razón. El tipo había demostrado ser un verdadero imbécil. Todavía no se me iban las ganas de hacer que lo echen.

Ella le clavó una mirada intensa y fría a la vez. Juan la saludó con un movimiento de cabeza, y susurró un “hola” que apenas oí. Casi pareció pronunciar la palabra con temor, y tenía sus motivos para sentirse así. Ella no le devolvió el saludo. Pude ver cómo el tipo pareció encogerse, ahí en su asiento detrás del escritorio. Me dio la impresión de que pretendió mostrarse impasible y digno, pero le fue imposible ocultar su turbación. Probablemente en ese punto se había arrepentido de lo que había hecho y de lo que había dicho, pero ya era tarde para eso. Como toda buena mujer despechada, sabiendo que poseía una gran ventaja en contra de él, ya que Juan se sentía tremendamente atraído por ella, mientras que Nadia, en el mejor de los casos lo tenía a consideración, junto con una centena de otros admiradores, mi madrastra pensaba aniquilarlo con la indiferencia, arma letal para hombres que se creían enamorados.

Así que ese era el castigo que le tenía preparado al pobre infeliz. Algo simple, pero para alguien como él, que por lo visto estaba obsesionado con ella, sería muy duro. La vería pasar todos los días, siempre viéndose increíblemente sensual, restregándole su belleza en la las narices. Ella ni siquiera se molestaría en saludarlo, y si él cometía el error que acababa de cometer, de saludarla, sólo se encontraría como respuesta con un gélido mutismo. La frialdad del desdén podía ser devastadora para alguien como el hombre de seguridad, quien parecía incapaz de controlar sus emociones. Y sospechaba que, el hecho de verla vestida así, conmigo a su lado, entrando al ascensor, para dirigirnos a nuestro departamento en el que vivíamos solos, le daría mucho en qué pesar. Ahora, hasta me daba un poco de pena el infeliz.

El ascensor, un cubículo viejo y tembloroso, se cerró, y quedamos solos en el pequeño espacio.

— Bueno. Por la cara que puso, tu plan pareció funcionar. Ahora su castigo serán sus propias fantasías. Su pobre cabecita debe estar trabajando a mil por horas —comenté. Pero ella sólo se limitó a sonreír. En ese momento empecé a sospechar que, en realidad, yo no tenía idea de lo que pasaba por la cabeza de esa mujer. Había sido muy arrogante de mi parte asumir que había adivinado tan fácilmente su estrategia, y estaba a punto de darme cuenta de ello.

De repente se corrió el cubrebocas hacia abajo y se me acercó. Si no hubiera tenido la experiencia del día anterior, en la que casi me convenzo de que mi madrastra me daría un beso en la boca, para luego desengañarme, en esta ocasión hubiera imaginado lo mismo. Pero de todas formas me asombré cuando se arrimó a mí. Torció un poco su cabeza hacia la izquierda, y me mostró su cuello, como si quisiera que se lo mordiera.

— ¿Te gusta mi perfume? —preguntó, con una sonrisa pícara en su boca de labios gruesos.

— Qué se yo —respondí.

No podía alejarme de ella, pues me encontraba en el rincón del ascensor. No había lugar a donde pudiera huir. Había dejado las bolsas en el suelo, pues el viaje en el lento ascensor podía parecer largo. Ella me imitó, soltando la bolsa que cargaba, y eso que casi no pesaba nada.

— Agarrame de la cintura y oleme el cuello —insistió.

Con sus ojos, señaló hacia arriba. Ahí me di cuenta de por dónde iba la cosa. En una de las esquinas superiores se encontraba la cámara de seguridad. No me cabían dudas de que Juan estaría viéndonos desde el monitor que tenía en su escritorio. Nadia se arrimó más a mí, haciéndome sentir sus suaves tetas naturales en mi torso.

No me divertía nada la idea. Me había costado mucho controlar mi erección cuando le había sacado fotos, totalmente desnuda, encima de su cama. Ahora que frotaba sus senos y su ombligo en mí, sería mucho más difícil lograrlo. Si me hubiera dicho que iba a hacer eso, antes de salir de casa, me hubiera negado rotundamente. Sin embargo, estando ya metido en su venganza, no me negué a participar en ella. Era como cuando, en una fiesta, alguien te insistía en sacarte a bailar, a pesar de que no tenías ganas de hacerlo. Negarse resultaba tan incómodo como hacerlo.

— Traje para cocinar canelones de jamón y queso —dijo ella, para terminar de convencerme, sin saber que ya no hacía falta. Conocía muy bien mi punto débil la zorra.

— No me vas a convencer siempre con la comida. Además, de todas formas vas a cocinar —contesté yo. No obstante, me quité mi cubrebocas y lo guardé en el bolsillo, luego la agarré de la delgada cintura—. Me gusta la salsa con mucha cebolla —especifiqué.

— Claro.

Mi respiración en su cuello le generó cosquillas. Se abrazó a mí. Mis manos estaban muy, muy cerquita de su codiciado orto. El perfume era realmente rico, aunque se había puesto mucho, para que la olieran no solo teniéndola de tan cerquita, como la tenía yo ahora, sino que cualquiera que se cruzara a unos metros suyo podría percibirlo, incluyéndolo a Juan, por supuesto. Pero yo no me limité a oler el dulce aroma. Apoyé mi nariz sobre su cuello, e hice un movimiento, a todo lo largo de este, casi llegando a su rostro, para luego bajar lentamente hasta el nacimiento de su hombro. Nadia se estremeció por las cosquillas que le generaba mi respiración, y se aferró más a mí. Sus enormes tetas se apretujaron en mi cuerpo.

Entonces me agarró del rostro, y lo puso frente al suyo. Ahora su nariz hacía contacto con la mía. Nadia hizo movimientos a derecha e izquierda, en un tierno beso esquimal. Luego se detuvo, y me miró a los ojos. Su expresión era seria. Por un instante no quedaron rastros de la alegría infantil que le generaba herir a ese tipo que la había agredido tanto física como verbalmente. Daba la impresión de que eso ahora no importaba.

— Me alegra tener a alguien como vos, que me apoye y que me respete, sin pretensiones, y sin confundir las cosas —dijo.

— No es nada. Aunque la verdad es que no me gustan mucho estas cosas —dije, pero no agregué que, por algún motivo, no podía evitar seguirle la corriente siempre que me arrastraba a esos juegos absurdos. Quizás estaba demasiado aburrido—. Pero bueno, por esta vez es para darle celos al boludo de Juan. Se debe estar retorciendo del veneno.

Nadia me dio un beso en la nariz, y luego otro entre el mentón y el labio inferior. Sentí la humedad de sus labios impregnarse en mi piel.

— ¿Qué hacés? —pregunté.

— Él va a pensar que son besos en la boca —explicó mi madrastra.

Era cierto. Ella le daba la espalda —y el culo— a la cámara. Y desde el ángulo en el que él nos estaría viendo, y considerando que parecía ser una persona sumamente básica, el hombre de seguridad no dudaría en dar por sentado que nos estábamos comiendo la boca.

— Voy a hacer de cuenta que sos mi pequeño hijo, y te voy a comer a besos como una madre cariñosa. Dejemos que él que crea lo que quiera creer —dijo.

— No digas boludeces —contesté, ya que eso de fingir ser una madre me pareció totalmente fuera de lugar.

Pero no tuve tiempo de seguir quejándome, porque sus labios impactaron de nuevo conmigo, esta vez un poquito más arriba, apenas esquivando el labio. Su nariz se frotaba con la mía. Nuestras respiraciones parecían estar sincronizadas. El aliento de Nadia largaba un fresco aroma a menta, y cuando sus labios, por un instante, se separaban, veía su lengua movediza, que parecía querer salir.

— Bajá un poquito más las manos —dijo ella, en un susurro que me pareció un ronroneo—. Que parezca que me estás tocando —explicó después.

Era un pedido inusitado. Mis manos estaban en su cintura. Si las bajaba sólo un poco, como ella decía, no es que iba a parecer que la estaba tocando, sino que realmente lo estaría haciendo.

Sin embargo, imaginé que a ella no le molestaría. Por algo me lo pedía. Deslicé los dedos sobre el vestido, unos milímetros, muy lentamente. Con eso bastó para que, al tacto, pudiera comenzar a percibir la enorme curva que hacía su cuerpo cuando terminaba la cintura y comenzaba el prodigioso trasero. La tela era suave y fina, y la creciente rigidez que iba sintiendo en mis dedos, resultaba más agradable al tacto, incluso, que tocarle directamente la piel. Era una experiencia nueva, y peligrosamente agradable.

— Un poquito más —pidió ella, para luego darme un beso en la nariz, y sonreírme—. No pasa nada.

De todas formas, ya había tocado ese trasero anteriormente. Era cierto que en aquella ocasión la cosa estaba medianamente justificada, pues lo había hecho solo para ponerle bronceador. Pero en este caso la situación se me hacía aún más rara. Pero qué más daba. Haría de cuenta que estábamos actuando, que en realidad era lo que estábamos haciendo. Bajé la mano, solo un poco, y eso bastó para encontrarme, ya no con comienzo de su zona más carnosa, sino que ahora percibía la redondez y la firmeza de ese orto, en todo su esplendor.

Esta vez fui yo el que besó a Nadia, mientras mis dedos se hundían, solo un poco, en su tersa piel. Mis labios tocaron la comisura de sus labios, y luego bajaron hasta su mentón.

— Buen chico —me felicitó Nadia, susurrando.

— Más te vale que sean los mejores canelones que haya comido en mi vida —dije.

— Sos uno en un millón —respondió ella.

Entonces el viejo ascensor se detuvo, y la puerta corrediza se abrió. Nos separamos inmediatamente. Nadia agarró tres bolsas del suelo, y salió primero. En ese momento me di cuenta de que su vestido se había levantado, debido a las caricias —que creí que habían sido sutiles, casi imperceptibles para ella—, que le había propinado. No es que se hubiera levantado mucho, pero como ya de por sí era tan corto, y apenas cubría sus partes con lo justo, ahora dejaba ver el comienzo de los cachetes de su culo, y la prenda íntima negra que llevaba puesta.

— Esperá —le dije.

Agarré del vestido, desde su parte inferior, y tironeé hacia abajo, para cubrir su trasero.

— Gracias —dijo ella—. No me había dado cuenta. Que tonta.

Guardamos las cosas en la cocina. Ya era hora de que comenzara a preparar la cena, así que me dispuse a dejarla sola. Pero ella me detuvo.

— Esperá. Creo que sería bueno que aproveche este vestido. Sería una pena que sólo me haya producido así por el marrano de Juan.

— Ni me lo digas. Seguramente querés que te saque unas fotitos mientras cocinás —contesté, y como quería desembarazarme del asunto lo antes posible, agregué—: Bueno, empezá a cortar la cebolla, que ya mismo te las tomo. Ya me imagino cómo querés que sean. Enfocándote desde abajo, para que salga tu culo en primer plano ¿No?

— Estaba pensando en algo diferente —dijo mi madrastra.

— Acá vamos de nuevo —comenté, dándome cuenta de que lo del ascensor parecía ser apenas el comienzo de otra jornada bizarra.

Escuché atentamente su propuesta. Si bien ya casi había perdido la capacidad de asombro en lo que respectaba a Nadia, no me había visto venir lo que me proponía. Mi primera reacción fue negarme, como de costumbre. Pero Nadia esgrimió que no era muy diferente a lo que habíamos hecho hasta el momento, que no me preocupara, ya que tenía una confianza ciega en mí, y sabía que yo no me propasaría. Finalmente, cuando aún me mostraba reticente, insinuó que quizás, a partir de ahora, deberíamos empezar a turnarnos para cocinar.

Qué más daba, pensé yo. Qué le hacía una mancha más al tigre.

— Nadie va a creer que estás cocinando vestida de esa manera —dije, poniéndome en un lugar desde donde podría enfocarla bien.

— Pero es lo que estoy haciendo ¿No lo estás presenciando vos mismo? —contestó ella, para luego empezar a picar la cebolla sobre la tabla de madera que había puesto en la mesada.

— Sí, claro. Pero de todas formas, nadie lo va a creer.

Encendí la cámara del celular. Mi madrastra aparecía de espaldas, y un poco de perfil. Realmente era difícil imaginar que alguien que estuviera usando ese vestido, como si acabase de llegar de una fiesta, estuviera preparando la comida de esa noche. Sus zapatos de tacones altos, que le daban cierto aire de prostituta vip, tampoco ayudaban a que la escena pareciera cotidiana. Quien la viera, pensaría que Nadia no era capaz ni siquiera de encender la hornalla. Pero en lo que respecta a lo culinario, nunca pude decir nada negativo de ella, más bien al contrario, si me veía obligado a dar mi opinión, diría que es una excelente cocinera.

Yo la grababa desde la entrada de la cocina. Me había dicho que el video debía durar apenas dos minutos, así que, aún con cierta reticencia, me dispuse a hacer mi parte. Me fui acercando, dando pasos lentos, pero sin detenerme. Poco a poco, Nadia ocupaba más espacio en el visor de la cámara. Ella se limitaba a concentrarse en lo que estaba haciendo, fingiendo que no se percataba de que la estaba grabando. Sin embargo, se había corrido el pelo hacia el lado opuesto desde donde ahora la enfocaba, para que su cara saliera perfectamente de perfil, y todos se dieran cuenta de que se trataba de ella.

Cuando estuve muy próximo a ella, me senté en un pequeño banco que había colocado estratégicamente contra la pared que ella tenía detrás. Tomé su imagen desde ahí abajo, tal como me había enseñado unos días atrás. Su trasero pasó a ser el protagonista de esa corta película casera. No me cabían dudas de que en este punto, los futuros espectadores ya estarían con las vergas firmes como mástil.

Mi madrastra había tomado la idea de lo que nos había sucedido en el ascensor. Se subió el vestido unos centímetros, de manera que ahora la prenda no alcanzaba a tapar su pomposo orto en su totalidad, sino que las curvas de la parte inferior de sus nalgas, aparecían, insinuantes, a la vista. Ella extendió la mano, para agarrar una pequeña olla con un poco de aceite donde luego colocó la cebolla que acababa de picar. Pero sin embargo, nada de eso se vio por la pantalla del celular. Desde la posición en la que me encontraba, sólo pude captar cómo ella se estiraba e inclinaba a la vez, cuando agarraba la olla. Ese movimiento hizo que su culo saliera para atrás, y que el vestido se levantara un poquito más. Bajé un poco el celular. Ahí enfoqué perfectamente la tanguita negra que llevaba debajo del vestido.

Era una pose muy sensual, y esa prenda en particular, resultaba muy erótica. Si bien ella ya tenía incontables fotos entangada, era lo suficientemente astuta como para saber que este pequeño video, en donde se veía apenas una parte de la tela de su ropa interior, sería mucho más popular que otros en donde ya aparecía directamente en tanga.

Pero ella me había dejado en claro que no se conformaría con eso, y yo, sediento de orgullo quizás, había aceptado ser parte de su juego.

Miré la pantalla del celular. Todavía no se había cumplido un minuto desde que empecé a grabarla. Tragué saliva. Era increíble lo lento que transcurría el tiempo en determinadas situaciones.

No tenía sentido seguir esperando. Extendí mi brazo, el cual, en ese preciso momento, apareció en escena. De hecho, su enorme culo y mi brazo eran ahora lo único que aparecía en la pantalla.

Agarré el vestido desde su parte inferior, y muy despacito, lo fui levantando, sintiendo, a su vez, la suave piel, siendo rozada por mis dedos. Ahora sí, el absurdamente perfecto culo de mi madrastra, apareció al completo para toda la comunidad pajeril que la admiraba. Ella, fiel a su papel, seguía con lo suyo, como si no reparase en que alguien le había levantado el vestido hasta dejarlo a la altura de su cintura.

Entonces apoyé mi mano en uno de los imponentes cachetes. Y lo estrujé.

Ya tenía experiencia manoseando el culo de Nadia, pero esto era diferente. La primera vez, en el balcón, mientras le ponía protector, había pasado mis manos con mucha suavidad por todo su portentoso trasero, ejerciendo la presión justa y necesaria para poder aplicarle la crema. Me había internado en las partes más profundas de él, era cierto, pero la sensación de mi tacto estaba limitada por la intensidad con que la tocaba. Por otra parte, hacía unos minutos, en el ascensor, sí la había apretado un poco. Pero eso sólo fue por un instante, y además, era algo que hacíamos para que Juan reventara de celos. En esa ocasión había presionado, sí, pero sólo lo justo como para que, desde el monitor, él viera cómo los dedos se hundían, dejando pequeñas arrugas en el vestido.

Pero lo de ahora ya era obsceno. Mi mano estaba con los dedos extendidos, para abarcar la mayor cantidad de carne posible, y se cerraban en el glúteo de mi madrastra, apretándolo con violencia, hasta el punto en el que sentía cómo esa firme y redonda nalga se hundía en las partes en las que mis dedos hacían presión.

Después de unos segundos, la solté. Durante unos instantes el glúteo templó, para enseguida tomar su forma original. Aunque de todas formas, las marcas de mis dedos quedaron marcadas en su piel, casi como si le hubiese dado una nalgada.

Esto último me dio una idea. Nadia merecía una pequeña venganza de mi parte. Siempre terminaba logrando que hiciera lo que ella quisiera. Pero por esta vez, daría una pequeña vuelta de tuerca a las indicaciones que me había dado.

Entonces, sin previo aviso, alejé mi mano de su trasero, para luego volver a hacer contacto con él, pero esta vez, mediante un fuerte azote.

Nadia pegó un grito, dio un respingo, y después dio vuelta a mirarme, asombrada, aunque, para mi desgracia, no parecía disgustada.

Y entonces le di otra nalgada, en la parte más carnosa de su culo, viendo cómo este temblaba, como si fuera una fuente de agua en la que caía una piedra, para, en cuestión de unos instantes, recuperar su forma original. Y luego le di otra, y otra, y otra…

Vi cómo se iba enrojeciendo de a poco, hasta que todo el enorme cachete quedó colorado. Entonces continué con la otra nalga. Un potente latigazo, que ya no la hacía gritar, pero si la instaba a detenerse en su tarea culinaria, y la obligaba a dar pequeños saltitos debido a la potencia de los golpes.

Apagué la cámara. Pero no me molesté en acomodarle el vestido. Me puse de pie. Vi que ella había hecho a un lado la tabla donde había empezado a picar ajo. Tenía el torso inclinado, y sus brazos apoyados en la mesada, como para ayudarse a hacer equilibrio.

— No te dije que hicieras eso —me recriminó. En su tono parecía haber decepción.

— No te quejes. Estoy seguro de que a los degenerados de tus seguidores les va a gustar lo de las nalgadas.

— Eso es cierto. Pero…

— Pero ¿qué?

— Así es como se empieza —dijo ella. Mientras hablaba, seguía exactamente en la misma pose en la que había sido grabada, con la vista hacia delante, y con su vestido levantado hasta la cintura, y sus nalgas enrojecidas a la vista.

— Así se empieza ¿A qué?

— Me prometiste que nunca ibas a hacer nada que no quisiera que me hagas —recordó ella.

— No seas tonta. Sólo le agregué algo a lo que vos misma me habías pedido que hiciera.

— Supongo que tenés razón —reconoció ella, ahora más convencida. Pero luego agregó—: ¿Y vas a hacerme algo más?

Me acerqué a Nadia. Apoyé mis manos en su cintura. Tenía una erección óptima, que por primera vez, no me molesté en ocultar, aunque no creo que ella la haya visto, ya que en ningún momento había desviado su mirada hacia atrás. Era como si no quisiera verme, quizás intuyendo mi estado. Sin embargo ahí estaba la erección. Si solo me acercaba a ella unos centímetros más, mi madrastra la notaría, pues aunque no la viera, la sentiría, hincándose en sus nalgas. Sería algo mucho más amoral que lo que había pasado el día anterior, cuando me había apoyado en sus glúteos, sin intención, para evitar que se cayera el vaso de vidrio. Esta vez no tenía una simple hinchazón. Esta vez mi lanza estaba dura como roca y apuntaba peligrosamente al trasero de mi madrastra.

— ¿Vos querés que haga algo más? —pregunté yo a su vez—. Porque si lo hago, no quiero que después te quejes como ahora.

Hubo un momento de silencio en donde sólo se escuchaban nuestras respiraciones, las cuales parecían más agitadas de lo que deberían.

— No, no quiero nada más —dijo ella finalmente, aunque seguía dándome la espalda, con el trasero al aire al alcance de mis manos, como si, a pesar de sus palabras, dejara en mis manos la decisión final—. Estuviste muy bien, gracias. Me alegra que me ayudes con estas cosas —agregó después, aún inmóvil.

Entonces mis manos hicieron mayor presión en ella. Apreté el vestido, hasta arrugarlo. Luego, en un movimiento veloz, tiré hacia abajo, haciendo que la prenda la cubriera de nuevo.

— Avisame cuando esté la comida —le pedí.

— Claro. Te mando un mensaje —dijo, quizás adivinando que si iba a golpear mi puerta, lo más probable era que me encontrara en plena masturbación—. Y vos mandame el video —agregó después, con un tono de voz que casi había recuperado la normalidad.

Quedó dándome la espalda, apoyada en la mesada, con la cabeza gacha. Me fui a mi habitación. No por primera vez, tuve que masturbarme, sin evitar pensar en Nadia.

Continuará



-I
 

heranlu

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— ¿Y por qué te sacaste el vestido? —le pregunté a Nadia cuando me senté en la mesa para cenar.

Ahora mi madrastra vestía un pantalón de jean y un suéter blanco. Probablemente era la primera vez que la veía con tanta ropa. Aunque, como sucedía siempre, cualquier prenda que usara no sólo no bastaba para esconder las sinuosidades de ese cuerpo escandaloso, sino que las resaltaban más. Ahora sus turgentes tetas se marcaban en la liviana tela de algodón, y el pantalón azul, de una tela que parecía gruesa y dura, intensificaba el aire escultural de sus piernas y glúteos.

— ¿Decepcionado? —dijo ella—. Es que, después de que me lo pensé mejor, me pareció una tontería usar ese vestido acá adentro. Digo… para el video fue útil, pero ahora ya no tiene sentido.

— Lo que no tiene sentido es que te cambies de ropa a esta hora de la noche —retruqué yo.

No obstante, por un extraño momento sentí una puntada de decepción, por el hecho de que no utilizara aquella misma prenda que sí usó para que la viera el hombre de seguridad.

— Ey, no te confundas —respondió ella, visiblemente molesta—. Ya te dije que yo me pongo la ropa que quiero, y lo hago a la hora que quiera, y de la manera que quiera.

— Okey, sólo fue una observación —dije.

Nadia estuvo algo callada. Por momentos me observaba de manera subrepticia. Parecía estar a punto de decirme algo, pero luego se quedaba en silencio y mantenía la cabeza gacha, mirando el plato. Me dio la impresión de que estaba resentida conmigo. ¿Sería que lo de las nalgadas realmente la había molestado? Si era así, se lo merecía. Ella siempre me andaba presionando para que hiciera cosas raras. Sólo le había dado una dosis de su propia medicina. No obstante, su mutismo, aunque me pesara admitirlo, me resultaba inquietante.

Los canelones de jamón y queso estaban deliciosos. Había hecho la salsa como a mí me gustaba, y había abierto un vino bastante dulce que, si bien no era el mejor de los que había dejado papá, no estaba nada mal.

— Dejá, yo levanto la mesa y lavo los platos —dije.

No era tonto. Debía hacer mi parte para que ella siguiera haciendo de chef, cosa que se le daba muy bien. Aunque, pensándolo mejor, ya había colaborado bastante con lo del video. No me cabían dudas de que sus seguidores se babearían cuando vieran cómo ese ojete perfecto era azotado hasta quedar colorado. Todos imaginarían ser los dueños de aquella mano impetuosa que hacía contacto una y otra vez con esa parte del cuerpo tan anhelada de mi madrastra. Había visto cómo quedó el video. Ella con el torso apoyado en la mesada, en una actitud sumamente sumisa, largando gritos mientras recibía las nalgadas, con el vestido levantado hasta la cintura. No sabía muy bien cómo funcionaba esa plataforma en donde subía sus fotos y videos, pero seguramente haría sus buenos dólares con eso, y eso sería en parte gracias a mí, así que nunca podría echarme en cara que yo no colaboraba con los gastos de la casa.

Nadia entró a la cocina. Dejó sobre la mesada los cubiertos y los vasos que habían quedado en el comedor, para que los lavara. Me miró de reojo, una vez más, como si estuviera sopesando algo. O quizás más bien, como si quisiera desentrañar algo de mi interior con esa mirada intensa. Pero no dijo nada, ni tampoco se quedó a ayudarme a secar los cubiertos, como había imaginado que haría.

Tanto mejor. Siempre que la tenía cerca pasaban cosas raras.

Para mi sorpresa, siendo apenas las diez de la noche, se metió en su cuarto. Yo estaba en el ******, viendo la televisión. Inesperadamente, me sentí mal. Bueno, no tanto como sentirme mal, sino que me embargó cierta zozobra que ya venía sintiendo desde la cena. Me preguntaba qué carajos le pasaba a Nadia. Era cierto que ella me había recalcado muchas veces que sentía una enorme confianza en mí, que me consideraba diferente, y que estaba segura de que yo no la lastimaría ni haría nada que no quisiera, y todo eso. Pero si pensaba que con lo de las nalgadas me había pasado de la raya, estaba muy equivocada. Yo solo le había seguido la corriente, y había subido un poco la apuesta, pero nada más. Y ni hablar del hecho de que ella podía haber puesto fin a esa escena en el momento que quisiera.

Y sin embargo, ese incómodo sentimiento seguía en mi interior.

Le envié un mensaje, preguntándole si ya había subido el video, y si así era, cómo le estaba yendo con eso. Pero me dejó el visto, y no respondió, cosa que me descolocó.

Sentí un tipo de irritación que hasta el momento no había sentido. Algo que iba más allá de mis sentimientos iniciales hacia ella, impulsados principalmente por la desconfianza y por su torpeza y excentricidad. En ese momento no terminaba de percatarme de a qué se debía esa irritación, pero ahora me doy cuenta de que lo que me pasaba era que me sentía profundamente indignado. Sí, eso era. Indignación porque consideraba que se estaba produciendo una injusticia conmigo.

Así que, sin pensármelo mucho, con la ofuscación de ese momento, fui a hablar con ella.

— Nadia, no estarás molesta por… —dije, pero me interrumpí al verla, y al darme cuenta de que había irrumpido en su habitación de manera brusca.

Ella me miraba desde la cama, con fastidio.

— ¿Así van a hacer las cosas ahora? —preguntó—. ¿No vas a respetar mi privacidad?

— Es que no me di cuenta. Pasé sin querer. No me lo pensé mucho —me expliqué, aunque sin pedir disculpas, ya que no me parecía para tanto—. Además, no es que sea la primera vez que te vea en ropa interior —agregué, ya que ella estaba sobre la cama, sin cubrirse con las sábanas, solo ataviada con un conjunto de ropa interior blanca.

— Me parece raro que todavía no termines de comprenderme —dijo ella. Se sentó sobre la cama, para luego abrir sus piernas de par en par, en una pose tan innecesaria como insinuante—. No me molesta que me veas así. Lo que me molesta es que entres a mi cuarto sin golpear la puerta. Que no me respetes, eso me molesta.

— Bueno, en realidad, es cierto que no termino de comprenderte. De hecho, por eso estoy acá —dije, resuelto a no dejarme pasar por encima solo porque cometí el error de entrar a su cuarto sin golpear — ¿Estás molesta conmigo?

— No —contestó ella—. Solo algo decepcionada. Pero no me hagas caso. No es tu culpa. Es mía, por tener tantas expectativas puestas en vos.

— De qué carajos estás hablando —exclamé, para luego sentarme a los pies de la cama.

— Nada. De verdad, no me hagas caso.

— Me da la impresión de que te molestó que te nalgueara —dije.

Era increíble hasta qué punto algunas cosas empezaban a naturalizarse. Si hacía apenas un par de semanas alguien me hubiera dicho que le estaría preguntando a mi propia madrastra si estaba enojada porque yo la había nalgueado, no lo hubiera creído de ninguna manera. Pero en fin, así estaban las cosas.

— ¿Esa impresión te dio? ¿Y qué te hizo pensar eso? —dijo, irónica, cambiando de nuevo a un tono más belicoso—. Ah sí, quizás el hecho de que, en ningún momento te pedí que lo hicieras —respondió—. Es más, vos me habías prometido que jamás me harías nada que no quisiera que me hagas, y que no me lastimarías.

Al decir esto sonaba realmente indignada. Esperaba que no se pusiera a llorar. No por primera vez temí que fuera una persona bipolar, o algo por el estilo, ya que cambiaba de humor de manera radical, de un momento para otro.

— ¡Pero si vos no me dijiste que parara! —respondí, casi gritando, recordando que cada vez que la palma de mi mano impactaba con sus carnosos glúteos, ella profería unos grititos, pero no decía nada. Es más, cuando todo había terminado, se había quedado con el vestido levantado, y con el culo al aire, y me había preguntado si pensaba hacerle algo más. Pero esto último no iba a mencionarlo. No pensaba enredarme con su locura.

— Ya lo sé —dijo ella, lacónica.

— ¿Entonces?

— Entonces, nada —contestó—. Sólo quiero que me jures que si volvemos a hacer algo parecido, vas a respetar lo que hayamos acordado previamente.

— Está bien. Pero en realidad creo que lo mejor es que no se vuelva a repetir eso. Y mucho menos esa escena que armaste para Juan.

— Okey, lo de Juan fue una estupidez, lo reconozco —admitió ella—. Pero me alegro de que haya pasado un mal momento. Es más, hasta me escribió.

— ¿Y qué te puso? —quise saber.

— Ni idea, ni siquiera lo leí —dijo, soltando una risita de nena traviesa—. Pero lo otro…

— Por lo otro te referís a lo de los videos, me imagino.

— Sí, eso. Bueno… Creo que hacemos un buen equipo.

— No me jodas.

— Es por eso que es muy importante que pueda confiar en vos —siguió diciendo, haciendo oídos sordos a mi comentario—. Que entiendas que es solo un juego, para que se divierta el público.

— Para que se divierta y se pajee querrás decir.

— Bueno. Sí. Eso.

— No puedo prometerte nada. No sé si voy a tener ganas de hacerlo de nuevo. No me gustan estas escenas.

— Está bien, pero en ese caso, más te vale que vayas buscando un trabajo. Yo no voy a mantener este departamento sola durante mucho tiempo. Y no lo digo porque no quiera hacerlo, ya que en todo caso sé que en el futuro, cuando vendamos el departamento, me vas a devolver los gastos. Pero el tema es que el contenido que subo normalmente, si bien tiene bastante éxito, no es tanto en comparación a lo que generan este tipo de videos.

— Entonces ¿ya lo subiste?

— Sí, está siendo furor.

— Okey, me lo voy a pensar —dije, poniéndome de pie, para dirigirme a la salida. Pero en el umbral me detuve—. Perdón por lo de las nalgadas —agregué.

Volví a mi cuarto, convencido de que mi madrastra me estaba contagiando su locura. Ahí estaba yo, sopesando nuevamente la posibilidad de colaborar activamente con su trabajo.

……………………………………………………………………………………….

— Hay mucha gente —dije, preocupado.

Estábamos en el supermercado. Si bien se suponía que sólo podía ingresar una sola persona por grupo familiar, mi madrastra y yo habíamos hecho de cuenta que íbamos separados, por lo que no tuvimos ningún inconveniente.

Era el día seis de cuarentena. En Ramos Mejía se había cortado el suministro de energía eléctrica a lo largo de una zona muy amplia, y nuestro edificio se había visto afectado. El ruido de los grupos electrógenos que habían encendido en los locales, para poder continuar trabajando, era muy molesto. Pero salir fuera de ese departamento en el que últimamente vivíamos encerrados me hacía bien. Además, durante el día no estuve del mejor humor. Había recibido un mensaje de la universidad a la que pertenecía en donde explicaban que, durante las primeras semanas, las clases serían de manera virtual. Y encima ni siquiera se aclaraba cuándo se reanudaría la presencialidad. Cada vez había más indicios de que todo lo relacionado con la pandemia deba para largo, y mientras más se alargaba el confinamiento, más lejos quedaba la posibilidad de vivir solo, ya alejado de esa bizarra etapa de mi vida, mezcla de película holiwoodense postapocalíptica y de manhwa erótico.

— Veamos en el otro pasillo —dijo Nadia, sin molestarse en seguir haciendo de cuenta que éramos dos desconocidos.

Yo iba caminando detrás de ella, quien llevaba el carrito de compras, sin dejar de pensar en lo fácil que le resultaba arrastrarme a sus locuras cada vez que quería. En ese momento usaba una falda floreada. Una prenda muy inusual en ella, que siempre se decantaba por shorts o calzas. Arriba lucía un top verde. Tanto los empleados como los otros clientes se quedaban idiotizados cuando notaban los pezones marcados en la tela, y luego la seguían con la mirada, sin importarles en lo más mínimo si yo era su pareja o no, y no dejaban de deleitarse con su orto hasta que ella se perdía de su vista.

Más de una vez me vi tentado a decirles que se trataba de una chica que vendía contenido erótico en internet. Muchos se alegrarían al saber que podrían verla con lencería erótica, o incluso desnuda si la apoyaban con unos dólares, cosa que además me beneficiaría. Pero ella no quería que en el barrio la conocieran por su trabajo. Una tontería, según pensaba yo. Si bien sólo una minoría de sus fans eran de Argentina, y parecía improbable que la reconocieran por la calle, el número de seguidores iba aumentando constantemente, por lo que sólo era cuestión de tiempo para que en el barrio —y en el edificio—, se inventaran todo tipo de cosas debido al peculiar oficio que llevaba.

— Mierda. Vamos al de al lado —dijo Nadia, cuando vio que en el pasillo en el que nos habíamos metido también había muchos clientes—. Y eso que elegí un horario en el que no suele salir mucha gente —agregó después.

En efecto, era la hora de la siesta, y las calles parecían casi desiertas. Pero por lo visto no éramos los únicos que habíamos elegido ese horario para ir al supermercado.

— Quizás sea mejor allá —dije, señalando la otra parte del local, donde estaba el sector de los vinos. Parecía que no había nadie en ese momento. Además, era el último pasillo, por lo que a un costado sólo tenía una pared.

— Estás nervioso ¿No? —preguntó, aunque era evidente que ya conocía la respuesta.

— Para nada —contesté, mintiendo.

— Si me lo preguntás, me parece una tontería lo que voy a hacer. Pero a veces hay que ensuciarse las manos.

— Todo sea por el vil metal —respondí.

Saqué el celular de mi bolsillo, y seguí a Nadia, que iba arrastrando el carrito y poniendo algunas cosas en él. Pero, aunque se esmerase por parecer normal, no se asemejaba a ninguna ama de casa que conocía. Se había puesto tacones altos, y meneaba las caderas de una forma exagerada, una forma que solo a las mujeres como ella no les sentaría ridículo, pues era una de las tantas maneras que tenían de derrochar su sensualidad, cosa que siempre dejaba felices a los hombres, y admiradas a las mujeres.

A cada paso que daba, la pierna que quedaba atrás permanecía rígida, de manera tal que el glúteo sobresalía, como si se inflara dentro de la pollera. Si la visión se concentraba en esas dos nalgas, como lo hacía cada tipo que se la cruzaba, resultaba un movimiento hipnótico, casi mecánico, en donde una nalga se contraía para dar paso a la otra, una y otra vez. Mis amigos podrían estar un día entero viendo caminar a Nadia, y serían felices sólo con eso.

Ahí estaba yo, metido de nuevo en una de sus locuras. Y es que si bien su argumento era simple, no dejaba de ser certero. Debíamos hacer todo lo que podíamos para generar la mayor cantidad de ingresos posible. La cosa estaba difícil en el país. Yo había enviado decenas de currículums, y ni uno solo había sido respondido, y los gastos del departamento no eran insignificantes, ni mucho menos.

Nos acercamos al sector de los vinos. Mis manos estaban transpiradas. Esperaba que no se resbalara el celular justo cuando debía utilizarlo. Debía hacer todo en el primer intento, no quería tener que repetir esa bochornosa tarea de nuevo.

Nadia dio vuelta a mirarme.

— Ahora —dijo.

Encendí la cámara de video. Ahora mi madrastra aparecía en escena. Agarraba una botella de vino y la metía en el carrito. Después giró hacía mí. Su rostro estaba cubierto, pero me di cuenta, por la expresión de sus ojos, que se le había formado esa sonrisa de nena traviesa que yo ya conocía. Ese era el momento en que lo haría.

Miré a todas partes, a ver si no aparecía alguien. Se escuchaban algunas voces muy cercanas, pero nadie a la vista. Habrían de estar en otros sectores, comprando otras cosas que no tenían nada que ver con el alcohol.

Entonces Nadia se detuvo. Se apoyó en al carrito. Inclinó su cuerpo hacia adelante. Procedí a enfocar su trasero, que por el momento había cesado de hacer ese hipnótico movimiento. La pollera floreada era tan ceñida que, si se la miraba bien, permitía adivinar la forma de la tanga que llevaba abajo, la cual quedaba en relieve. Como era de esperarse, era diminuta, con las tiras finísimas.

Y entonces, así como yo lo había hecho el día anterior, esta vez ella misma se levantó la pollera, lentamente, hasta dejar su culo al aire, cubierto apenas por una tanguita roja, que la cubría tanto como una mano puede tapar el sol. Miró a cámara de nuevo. Así es, la loca de mi madrastra estaba en culo en medio del supermercado. Caminó unos pasos, y esta vez el sugestivo movimiento de su duro trasero era realizado casi al desnudo.

Luego se bajó la pollera y siguió caminado como si no hubiera pasado nada.

Miré a todas partes, con temor a que hubiera alguien agazapado en algún lugar, y hubiera visto todo lo que habíamos hecho. Sería una absoluta vergüenza que nos echaran de ahí por exhibicionismo. Pero he de reconocer, que quizás por primera vez en la vida, sentía la adrenalina que genera estar haciendo algo incorrecto, y sobre todo, el miedo a ser atrapado infraganti.

No había nadie, sin embargo, en ese momento me di cuenta del terrible error que había cometido. La vinoteca a simple vista parecía un lugar ideal en cierto sentido, pues estaba en un rincón del supermercado, y no había clientes más que nosotros en ese momento. Pero había omitido un pequeño detalle. En el techo, por encima de los estantes, había colocada una cámara de seguridad, cuya luz roja estaba encendida, y apuntaba directamente al pasillo en el que estábamos nosotros.

Me puse rojo de la vergüenza. Pero no le dije nada a ella, deseando que simplemente fuera una cámara puesta para persuadir a los ladrones, cosa que había leído que solían hacer ciertos negocios que no contaban con el presupuesto para instalar un sistema de seguridad fiable.

— ¿Salí bien? —preguntó Nadia, estirando la pollera de nuevo, quizás por temor a que no haya quedado prolija, cubriendo todo lo que tenía que cubrir.

— Tan bien como puede salir un culo en cámara —contesté.

— O sea que salí bien.

Le dije que pasara por caja ella sola, que no quería que nadie nos preguntara que por qué habíamos entrado juntos, si eso no estaba permitido. La vi desde cierta distancia, mientras el cajero la atendía. Lo cierto es que el tipo no se veía raro, y tampoco había un intercambio de miradas entre los otros empleados, algo que de seguro sucedería si la habían descubierto haciendo sus travesuras. Así que, más tranquilo, salí por la misma puerta por la que había entrado.

— Usted es un campeón ¿sabía? —me dijo el tipo que atendía en la entrada, recibiendo los paquetes que dejaban los clientes antes de ingresar al local. Me hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia arriba. Ahí me di cuenta de que el monitor estaba en una esquina, sobre un estante. Me puse más rojo de lo que estaba, y salí de ese local.

Así que ese tipo había visto cómo Nadia se levantaba la pollera. Lo bueno era que no me había tirado la bronca por el exhibicionismo. Pero no dudaba de que no tardaría en contarle a sus compañeros lo que había sucedido, y el chisme se esparciría más rápido que el coronavirus.

— ¿Estás bien? —preguntó ella, cuando nos encontramos en la salida, notando mi turbación.

— Había una cámara —reconocí, pues pensé que mientras antes lo hiciera, mejor.

— Qué boludos, no nos fijamos en eso —comentó ella.

— No, no se nos ocurrió lo más obvio.

— ¿Y será que nos vieron? —preguntó, preocupada.

— Al menos ese de allá sí —respondí, señalando al tipo que me acababa de cruzar en la entrada.

Ella lo observó, a través de la pared de vidrio. El tipo la saludó con la mano.

— Qué pajero —dijo—. Ahora va a pensar que por haberme visto el culo tiene derecho a hacerse el vivo conmigo.

— Si se llega a propasar con vos, decímelo —dije, mientras empezábamos a alejarnos.

— No necesito un caballero con armadura que me defienda, enfrentándose en duelo a quienes me agreden — respondió ella.

— No me voy a batir a duelo con nadie, solo digo que… —dije, sin poder terminar de hilvanar la idea—. Bueno, en esta estamos juntos ¿no?

Nadia me agarró del brazo, y fuimos caminando juntos los metros que quedaban hasta el edificio.

— Sí, tenés razón. Igual no pienso ir a ese supermercado por un buen tiempo, para evitar momentos incómodos. Ya de por sí hay montones de tipos que se creen que porque me visto de determinada forma, los estoy invitando a cogerme. Imaginate lo que debe estar pensando ese chico.

— Bueno, no lo conozco, quizás no sea alguien prejuicioso —dije, aunque no estaba en absoluto convencido de eso.

— Debe pensar que soy una puta, como todos —dijo, tajante.

— No exageres. No todos piensan así. Estamos en el dos mil veinte ¿sabías? —dije, asombrándome a mí mismo por intentar que no se sintiera paranoica por lo que acaba de pasar.

— En fin, ya no quiero hablar de esto.

No lo mencionamos, pero ambos estábamos conscientes de que sólo era cuestión de tiempo para que la vida que llevaba en las redes sociales, donde vendía sus fotos en las que salía desnuda, se mezclara con su vida cotidiana. Era algo que ella temía, pero a la vez sabía que tarde o temprano iba a suceder. No faltarían los prejuiciosos y las envidiosas de siempre que no tardarían en señalarla con el dedo.

Como el edificio continuaba sin electricidad, tuvimos que subir los once pisos por escalera. A mi madrastra no le costó nada hacerlo. En la cartera llevaba unas sandalias que se colocó luego de quitarse los zapatos. Su pollera le incomodaba un poco subir los escalones, pero si bien era muy ceñida, parecía tener una tela algo elastizada.

Yo me sentí completamente agotado apenas iba por el segundo piso. Quizás ahí debí darme cuenta de que algo no estaba bien: Si bien no era de hacer deportes ni mucho menos de ir al gimnasio, era extremadamente joven, y no tenía sobrepeso, ni ningún problema físico, por lo que la fatiga tendría que haber llegado mucho después.

Nadia me miraba de reojo, mientras yo subía con la respiración agitada. No dijo nada, ni siquiera se burló. Más bien al contrario, parecía preocupada. Iba en todo momento varios escalones por delante, por lo que en todo ese interminable trayecto tuve su orto por encima de mi cabeza. Cuando entramos al departamento, me metí en el cuarto.

Unos minutos después me envió un mensaje. “¿Estás bien?” decía. Le contesté que sí, que no pasaba nada. Sin embargo seguía inusitadamente agotado, y me dolía la cabeza. Me tomé una aspirina, y me recosté sobre la cama.

No por primera vez, en medio de esa cuarentena, pensé en papá. Sin embargo, sí era la primera vez que me pregunté cómo es que había conquistado a una mujer como Nadia. Sabía que él tenía mucho éxito con las mujeres. Prueba de ello era la cantidad de novias veinteañeras que había tenido en los últimos años. Pero es que Nadia estaba en otro nivel. Era de esas chicas que son deseadas por todo el mundo, y a su vez, eran pocos los que se atreverían a encararla de manera sincera. Es decir, como ella misma había dicho, muchos hombres le dirían cosas, no sólo por su cuerpo de vedette, sino por la manera sensual en que se vestía. Pero serían muy pocos los que realmente intentarían seducirla. ¿Cómo lo había logrado papá?

Ella decía tener aversión hacia los tipos que la cosificaban, que la trataban como un mero objeto sexual. Pero también había dicho que a papá le gustaba exhibirla entre sus amigos, que disfrutaba que su mujer se mostrara desnuda en las redes, y hasta fantaseaba con la idea de que alguno de sus amigos descubriera que vendía packs de fotos. Había algo contradictorio en todo eso ¿cierto?

Lo pensé un rato, y creí encontrar una respuesta. ¿Por qué Nadia se había molestado por las nalgadas que le había dado? Según decía, porque eso no estaba pactado. Pero bien que ella me había pedido que le levantara la pollera y masajeara su orto con fruición. ¿Acaso eso no me daba derecho a darle unos cuantos azotes? Evidentemente, ella no lo consideraba así. Quizás ese era el núcleo de la relación con papá. Él respetaba al pie de la letra los límites que ella le imponía. Sin embargo, ¿Eso no significaba que él era un sumiso? Supuse que a muchos hombres no les importaría ocupar el lugar de sumiso en una relación con una hembra como Nadia.

Me acaricié la verga. Como era de esperar, ya estaba hinchada. Pensé en la posición en la que me encontraba. ¿Cuántos hombres como yo darían lo que fuera por estar en mi lugar? Mis amigos, sobre todo Edu y Toni, se reían de mí cuando les contaba sobre lo que sucedía con mi madrastra. Y si les contaba lo de los últimos días, me tratarían de demente.

Pero por otra parte, el hecho de que se trataba de mí era justamente el motivo por el que estaba pasando por esas bizarras situaciones. Y es que dudaba de que Nadia le pidiera a cualquier otro lo que me pedía a mí. Y mucho más improbable me parecía que otro hombre tolerara las cosas que yo toleraba.

Sí, eso era. Ella confiaba en mí, tal como lo había dicho incansables veces. Sabía que nunca intentaría nada con ella, pues era la mujer de papá. Sabía que yo entendía que si me pedía que la toque, o que le saque fotos desnuda, era una cuestión puramente laboral, o como mucho, artística. Cualquier otro en mi lugar, se hubiera pasado de listo apenas la viera andando por la casa en tanga. Pero yo, salvo haber manifestado alguna incomodidad sobre el asunto, me había comportado con normalidad. Al igual que cuando la ayudé a broncearse… Bueno, en realidad en esa ocasión había tenido una leve erección. Pero como ella misma había dicho, eso era algo normal. Y es que yo no soy de madera, y mi cuerpo reacciona ante determinados estímulos, como le sucedería a cualquier otro.

Me levanté de la cama, negándome a masturbarme pensando en ella nuevamente. Me sentía más agotado de lo que ya estaba, y mi cuerpo me dolía en todas partes.

Me fui al baño principal. Quería darme una larga ducha. Eso me haría bien. El agua caliente cayendo en mi cuerpo sería muy confortable. Luego dormiría unas horas y estaría perfecto. Yo rara vez me enfermaba. Papá siempre resaltaba eso, como si fuera un logro mío.

Me desnudé, y noté, sin asombro alguno, el abundante presemen que había salido de mi verga, y que había manchado mi ropa interior, y se había adherido al vello púbico, haciéndolo brillar en determinadas partes.

Me metí bajo la ducha. El agua, lejos de aliviarme, pareció cascotear mi cuerpo dolorido. ¿Qué mierda estaba pasando? Sin embargo me quedé bajo el agua, en una actitud masoquista quizás.

Papá, pensaba, ¿Cómo carajos pudiste conquistar a Nadia?, pero más difícil que conquistarla aún —lo que ya era mucho decir—, ¿Cómo hiciste para mantener una relación estable con alguien como ella?

Enjaboné mi cuerpo. Agarré mi verga, aún hinchada, y la coloqué bajo el agua que caía en forma de lluvia. Por suerte en esa zona no sentía dolor. Me masajeé con la mano jabonosa. A mi pesar, con solo un par de movimientos, ya se puso dura de nuevo.

Estaba claro, nunca iba a pasar nada con ella. Además, yo no quería que eso sucediera. Y por si eso no bastaba, era la mujer de papá. Ella sólo me permitía esas cosas porque sabía que yo no me aprovecharía de la situación. ¿Quién en su sano juicio soportaría tener a semejante culo en sus narices, con la autorización de ella misma de estrujarlo, y se limitaría a hacer eso y nada más? Dudaba de que existieran muchos hombres que no intentarían correrle la tanga a un costado y cogerla ahí nomás.

Pero de nuevo, ninguno de esos hombres llegaría nunca a estar en esa situación, porque mostrarían sus garras tarde o temprano, y ella jamás les confiaría ser los coprotagonistas de sus videos eróticos. Claro, eso debía ser. Yo mismo era el responsable de estar en esa situación. Mi integridad me había colocado ahí.

Sin embargo, la abstinencia se estaba haciendo demasiado pesada, y la única mujer con quien interactuaba era con ella. Y el encierro seguía prolongándose, y la reputísima madre que parió al mundo.

Bajo esa dolorosa ducha, no pude sacarme de la cabeza el perfecto ojete de mi madrastra, moviéndose sensualmente bajo esa falda, o con el vestido levantado, para recibir mis nalgadas. ¿Cómo se había sentido? Duro y suave. Esas dos simples palabras describían perfectamente a una de las situaciones más estimulantes que había experimentado en mi vida.

Y sin embargo sabía que no podía hacer más que eso. No, no era sólo que no podía, era que no debía. Y tampoco era solo que no podía ni debía, era que no quería.

No, no quería. No quería cogerme a mi madrastra. Y sin embargo ahí estaba, empezando a masturbarme, con las manos resbaladizas por el jabón, que se frotaban frenéticamente en el tronco. Y el cuerpo me dolía, y sospechaba que había levantado fiebre, pero ahí estaba. Si no descargaba mi lujuria en ese mismo instante, no tardaría en convertirme en un troglodita, igual a esos que siempre detesté, que piensan con la verga en lugar de hacerlo con la cabeza. A mí no podía pasarme eso. ¡Yo tenía principios!

Y entonces acabé. El semen saltó en línea recta hacia arriba, y cayó sobre mis propios genitales. En la intensidad del goce, había retrocedido un poco, por lo que el agua ya no caía sobre él, así que el líquido viscoso se deslizaba lentamente por mi tronco y mi peluda pelvis.

Y entonces me percaté de algo terrible. Las pocas energías que me quedaban habían sido absorbidas por el orgasmo. Sentí que el dolor en el cuerpo ahora me atravesaba con mayor intensidad. Mis piernas temblaron, me sentí mareado. Atiné a agarrarme de la cortina del baño, pero fue en vano. Los ganchos que pasaban a través del caño, se fueron soltando uno a uno, debido a mi peso, y entonces caí al suelo, sentado de culo.

— ¡León! ¿Pasó algo? —preguntó Nadia del otro lado de la puerta, ya que había escuchado el escándalo de la cortina.

Le dije que no pasaba nada, pero me di cuenta que apenas estaba susurrando. Y entonces sentí que se disponía a abrir la puerta.

— ¡No, no entres! —exclamé, pero la voz salió apenas más fuerte que la primera vez.

Así que Nadia entró. Por primera vez la vi desencajada. No sólo estaba preocupada, sino asustada.

— ¡¿Qué pasó?! —quiso saber.

— Nada, andate por favor —le dije.

La cortina había caído del otro lado de la bañera, por lo que me encontraba completamente expuesto. Aunque, desde la distancia en que estaba ella, suponía que la bañera me tapaba mis vergüenzas.

— ¿Pero qué te pasó que te caíste? —preguntó ella, desviando la mirada, al ver que me encontraba sumamente abochornado.

— Desde hace un par de horas que me duele todo el cuerpo —dije.

— A ver, ¿Podés levantarte? —preguntó, aún con la vista desviada.

Yo me agarré del costado de la bañera, y me ayudé para impulsarme hacia arriba. Pero mi brazo no aguantó el peso, y caí de culo nuevamente.

— A ver, basta de tonterías. No vas a ser el primer hombre que vea desnudo. Y no hace falta recordarte que vos me viste en bolas más de una vez.

Quise decirle que si la había visto desnuda era porque ella lo había querido. Pero no alcancé a decir nada, pues ya se había acercado.

Fue entonces cuando se percató de que mi desnudez era lo que menos me avergonzaba. Parecía que le costaba sacar la vista de mis genitales, manchados con mi propio semen, el cual, para colmo, era increíblemente abundante.

— Ah —dijo.

— Yo me arreglo —dije, intentando ponerme de pie.

— A veces es mejor dejar el orgullo de lado —contestó—. No seas tonto, y quedate ahí donde estás.

Para mi sorpresa —aunque no tanto—, Nadia se quitó el top que cubría su torso, y luego hizo lo mismo con su pollera floreada, para colgar las prendas en un gancho. Quedó sólo con el conjunto rojo, cuya tanga ya había tenido el gusto de ver en el supermercado.

Y entonces se metió en la bañera conmigo.

— ¿Qué hacés? —pregunté, ahora poniéndome de pie a duras penas.

— Dejá de hacer esfuerzos innecesarios. Cuando termine, te ayudo a ir a tu cuarto.

Cuando termines ¿con qué? Quise preguntar, pero cuando vi que mi madrastra me daba la espalda para sacar la regadera de donde estaba, me di cuenta de lo que pretendía.

— No te preocupes, le pudo haber pasado a cualquiera —aseguró.

Salió de la bañera, aun sosteniendo en su mano la ducha. Su cuerpo y parte de su ropa interior estaban mojados, supuse que por eso se había quitado la ropa, para no mojarla. Ahora apuntaba el chorro de agua a mi entrepierna. El líquido empezaba a limpiar el semen que había quedado en mi verga y en mi pelvis, y ahora se deslizaba por la bañera, e iba a parar al desagüe.

— Enjuagate un poco. Eso no lo puedo hacer por vos —dijo mi madrastra, intentando sonar graciosa, aunque lo único que logró es que me sintiera más ridículo de lo que ya me sentía.

Me enjaboné, y luego enjuagué mi miembro viril. Al hacerlo, no pude evitar que se hinchara levemente otra vez. Nadia ahora miraba a otra parte. Pero eso no cambiaba nada, ya me había visto en el peor momento posible.

— Listo —dije.

Agarró una toalla, me envolvió con ella, y me ayudó a secarme. Cuando terminamos de hacerlo, agarró la toalla, y la colgó, dejándome nuevamente desnudo frente a sus narices. Me indicó que me apoyara en su hombro al salir de la bañera. Así lo hice, lentamente, sintiendo mi cuerpo terriblemente dolorido a cada movimiento que hacía.

— Secate bien ahí —dijo Nadia, señalando con la cabeza mi entrepierna, cuando ya me encontraba frente al espejo. Me entregó la misma toalla que había usado. Tanto mi cabello, como mis testículos, que tenían abundante vello pubiano, estaban todavía mojados. Así que froté intensamente ahí, para terminar con esa penosa tarea de una vez.

Nadia me envolvió ahora con otra toalla seca, y me ayudó a ir a mi cuarto.

— Debe ser solo una gripe —alcancé a decir, mientras entraba a la habitación—. Estos cambios de temperatura me habrán hecho mal —agregué, recordando que las últimas semanas el clima no terminaba de decidirse por tener temperaturas otoñales o veraniegas.

— Una gripesiña, como dice el pelotudo de Bolsonaro —dijo Nadia, riendo—. Nosotros sabemos muy bien qué es lo que tenés —agregó después, más seria.

— Pero entonces, tenés que alejarte de mí. Si no, te voy a contagiar.

— Yo ya estoy contagiada, tontito —respondió ella. Hizo a un lado las sábanas. — Dale, metete en la cama. Te voy a ayudar a vestirte. Tenés que estar bien abrigado.

— No, si ya me arreglo solo —dije yo.

Nadia tironeó de la toalla, hasta que me despojó de ella, dejándome en pelotas otra vez.

— Metete en la cama —dijo.

Le hice caso. Me subí a la cama, no sin esfuerzo, mientras ella buscaba una remera, ropa interior, y un pantalón de jogging que yo usaba como pijama.

— Eso… eso fue por Érica —aclaré, refiriéndome a la eyaculación que mi madrastra había visto hacía unos minutos.

— Lo entiendo. No tenés que darme ninguna explicación. Masturbate todo lo que quieras, siempre y cuando dejes el baño limpio.

Me colocó el bóxer hasta las rodillas, pero yo hice el último esfuerzo para subirlo hasta la cintura, y que por fin me cubriera mi verga, que para colmo, ya parecía querer despertarse en cualquier momento. Luego hizo lo propio con el pantalón y la remera.

— No te preocupes. Yo te voy a cuidar —comentó después, para luego darme un beso en la frente.

Nadia, semidesnuda, salió de mi habitación, y me dejó solo.

— Y yo voy a cuidarte a vos —quise decir, pero apenas pude murmurar algo cuando ella ya cerraba la puerta a su espalda.

Continuará




-I
 

heranlu

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No había imaginado que el encierro de esa primera semana de cuarentena podía hacerse más denso de lo que ya era. Creo que en mi ingenuidad, había pensado que con cuidarme como me cuidaba, bastaría para no contraer ese maldito virus. Pero obviamente me equivoqué.

A primera hora de la mañana, Nadia había llamado al ciento siete. La operadora le pidió que le dijera los síntomas, y le informó que durante el día enviarían a una ambulancia para hacerme el hisopado, mientras tanto debía mantenerme aislado. Y en caso de que resultara positivo, lo que a todas luces iba a suceder, el encierro se extendería por dos semanas. Ahora ya ni siquiera tendría el alivio de salir a la calle un par de veces al día. Debería conformarme con el balcón, aunque eso, en teoría, tampoco estaba permitido, pues los contagiados debían guardar un estricto reposo.

En la noche anterior apenas había podido pegar un ojo. El dolor y la fiebre habían empeorado. Además, apenas podía hablar. El sentido del gusto no lo había perdido, aunque no percibía los sabores con la intensidad normal. Todo mi cuerpo estaba hecho una miseria. Parecía que había envejecido veinte años en un solo día.

Después de que mi madrastra me informara del protocolo, me dejó descansando un par de horas más, hasta que se hizo el mediodía. Entonces llamó a la puerta.

— Mirá lo que había en la entrada —dijo, cuando entró a mi cuarto, para luego dejar un papel sobre mi cama.

— ¿Acaso saliste? ¡Estás loca! —dije, aunque ni siquiera tenía energías para sentirme irritado.

— No seas tonto, sólo salí al pasillo para agarrar la caja con mercaderías que nos dejó tu amigo Joaquín —contestó ella, como si le estuviera hablando a un niño con el que se veía obligada a ser indulgente.

— ¿Joaco vino a dejar cosas? ¿Vos le contaste? —pregunté, extrañado.

— Sí, tus amigos están muy preocupados por vos —respondió ella, para luego desviar la mirada, como si hubiera algún detalle que no quería decirme.

— Lo que quieren ellos es quedar bien con vos —contesté, con la voz rasposa.

— Bueno, dejalos que queden bien conmigo entonces. Vamos a necesitarlos. ¿Vas a leer ese cartel o no? —insistió.

Desplegué la hoja que me había entregado, y la leí: “Atención, la pareja de este departamento contrajo coronavirus. En caso de que salgan fuera del departamento, avisar a la administración con urgencia. Mantenerse alejado. Muy peligroso. #quedateencasa”.

— Hijos de puta —dije.

— Y Juan me confirmó que todo el edificio ya sabe que hay un caso positivo —comentó Nadia.

Eran los primeros momentos de la pandemia, por lo que cada caso que se conocía era una noticia. Pero no me esperaba tanta hostilidad. En todo caso que me reprendieran si rompía con la cuarentena, cosa que obviamente no iba a hacer, pero esto del cartel era cosa de alcahuetes y fascistas. Suponía que era mucho pedir que nos ayuden con las compras de la casa, pero esto era demasiado. ¿Y qué mierda era eso de que nosotros éramos pareja? Estaba claro que, quien había puesto el cartel, tenía mucha mala leche. Todo el mundo sabía que Nadia era la pareja de mi difunto padre, así que no tenían por qué afirmar cosas como esas. Salvo que…

— ¿No habrá sido el propio Juan el que puso el cartel? —pregunté, recordando que nos había visto por la cámara de seguridad, mientras nosotros fingíamos besarnos y tocarnos en el ascensor.

— Eso fue lo primero que pensé. Pero no estoy segura. Más bien me pareció que quiere aprovechar la oportunidad para congraciarse conmigo. Hasta me ofreció hacer compras por nosotros en caso de que lo necesitemos. Me preguntó que como estaba, si a mí no me había agarrado fiebre, y esas cosas.

— Lo que quiere ese tipo es cogerte —respondí.

— Dejalo, que quiera lo que tenga ganas de querer.

— ¿Lo hicieron alguna vez? ¿Te lo cogiste? —pregunté. Si bien recordaba que en su momento me lo había negado, y había tratado a Juan casi como un acosador, el hecho de que ahora haya hablado con él con tanta confianza me daba mala espina.

— ¿A qué viene esa pregunta? —dijo ella, poniéndose seria.

— Es solo una pregunta…

— Una pregunta que no pienso contestar —dijo, tajante.

— Entonces lo hicieron —concluí.

— A veces sos muy básico —respondió ella ofendida, y se fue de la habitación dando un portazo.

Traté de pasar ese primer día con covid lo mejor que pude. Pero fue difícil. Nadia se comportó de manera osca desde que le hice esa pregunta. Me llevaba la comida a la cama, y me preguntaba si necesitaba algo, pero nada más. Así que ni siquiera podía contar con sus ideas locas para pasar el rato. Traté de leer algún libro, pero el dolor no me permitía concentrarme, y aunque lo lograra, ni siquiera podía con el peso de un libro por mucho tiempo. A la tarde vinieron a hisoparme dos médicos que parecían más bien astronautas, todo vestidos de blanco, con una mascarilla de un duro plástico transparente cubriéndoles los rostros. Me dijeron que en cuarenta y ocho horas me llamarían para darme el resultado. Después llamaron mis amigos.

— ¿Qué pasa Leoncio? Se supone que a la gente joven no le afecta tanto el virus. Ya sabíamos que eras un abuelo —bromeó Edu.

— Abuelo tu hermana —contesté.

— Bueno, no nos riamos de León, que tiene a la mejor enfermera con él —dijo Joaquín.

— Lo que daría por estar enfermo y que esa hembra me cuide y me haga mimos —dijo Toni, y después, recordando algo, agregó—. ¿Ya viste el video donde a tu madrastra le dan unas buenas nalgadas? Está increíble.

Vi que Joaquín abrió bien grande los ojos. Quizás notó algo inusual en mi expresión y de esa manera dedujo que el del video era yo. Pero los otros dos jamás supondrían eso. Edu porque siempre me estaba subestimando, y cree conocerme mejor que nadie, y Toni porque era un poco lento. En todo caso, ya habría tiempo de contarles aquella anécdota.

Trataron de levantarme el ánimo con chistes tontos, pero sólo lograron ponerme de peor humor. Corté la videollamada, y luego no atendí cuando volvieron a llamarme. A la noche no tuve apetito, así que le mandé un mensaje a Nadia avisándole que no se molestara en llevarme nada.

Era todo realmente frustrante. Pero, cerca de la medianoche, cuando me di cuenta de que no iba a poder conciliar el sueño pronto, me percaté de que no sólo mi salud era lo que me deprimía. La idea de que Nadia hubiera estado con Juan no se me salía de la cabeza, mucho menos después de esa respuesta que me había dado. ¿Qué le costaba responderme? Ahora la imagen que tenía de ella en un primer momento, resurgía. Volvía a verla como una mujer con secretos, mentirosa, taimada y traicionera.

Todo eso me entristeció más de lo que había imaginado. Justamente en los últimos días había logrado que bajara la guardia. Nos estábamos llevando bien, y en cierto sentido teníamos más intimidad que la que jamás tuve con nadie. Pero debía dejar de pensar en eso. En algunas semanas, cuando todo terminara, pondríamos el departamento en venta, y cada uno haría su vida. De hecho, apenas consiguiera un trabajo propio, alquilaría un lugar sólo para mí. No veía la hora de que esa bizarra forma de vivir que teníamos quedara en el pasado. En algunos años recordaría esta época con Joaco y los demás, y nos descostillaríamos de la risa mientras repasáramos las situaciones más estrafalarias que había atravesado con mi madrastra.

A eso de la una de la madrugada recibí un mensaje de Nadia. ¿Pudiste dormir?, decía. Dejé el celular a un lado, y no le respondí, de manera que creyera que ya estaba dormido. Había visto el mensaje desde el sector de notificaciones, así que ella no sabría que lo había leído. ¿Ahora se venía a preocupar por mí? Que se joda, pensé, más molesto de lo que me había percatado que estaba. Aunque por otra parte, ese mensaje hizo más difícil que me la pudiera sacar de la cabeza. De repente recordé aquella noche en la que pensaba salir de casa. Me había dicho que iba a ver a una amiga, pero… ¿A quién se cogía Nadia? Una mujer como ella no podía estar sin alguien que la complazca. Y ya había pasado una semana en confinamiento, y ahora debería pasar otras tantas en una reclusión mucho más estricta, pues era obvio que también estaba contagiada. Cuando tuviera el alta, seguramente tendría la necesidad de satisfacer sus necesidades carnales, y poco podría hacer al respecto.

Quince minutos después de haber recibido su mensaje, escuché el toque de la puerta. Tampoco respondí a eso. Mi orgullo es probablemente mi mayor defecto, y en ese momento Salió a relucir acompañado de la terquedad. Pero, de todas formas, Nadia abrió la puerta y encendió la luz.

— Vine a ver si el bebé estaba bien —dijo, adivinando mi postura infantil.

Abrí los ojos. Ella estaba en el umbral de la puerta. Llevaba puesto un pijama de satén de dos piezas, con bretel. La pieza de abajo era un pequeño short con encaje, y tenía un moñito en el medio de la cintura.

— Estoy bien, gracias —respondí, lacónico.

Se acercó a la cama, y luego se subió en ella, recostándose a mi lado.

— Quiero dormir —dije, intuyendo que haría algo que me obligaría a espabilarme.

— Pero no podés hacerlo ¿Eh? —aventuró ella.

— Si me dejás, voy a poder.

No quería que estuviera ahí, en parte porque me daba un poco de vergüenza, ya que imaginaba que tenía un aspecto lamentable. Y el canasto lleno de pañuelos descartables usados que estaba sobre la mesita de luz no era algo muy estético que digamos.

— No me cogí a Juan —afirmó ella, de repente. Me gustaba que fuera al grano, y que no usara eufemismos como: No estuve con… no pasó nada con…

— Y por qué no me lo dijiste antes —pregunté.

— Porque pensé que no tenía por qué hacerlo. Pero luego lo medité y pensé que quizás, lo que te impulsaba a querer saberlo era el hecho de que necesitabas tener la certeza de que nunca traicioné a tu papá.

— Y por qué otra cosa iba a preguntártelo.

— No lo sé. A veces pienso en tonterías —dijo ella, sin aclarar en qué consistían esas tonterías.

— Así que nunca estuviste con otro hombre mientras salías con papá. Bueno, tranquilamente podrías estar mintiéndome —dije, no sin esfuerzo, pues la garganta aún me dolía.

— No, supongo que no tenés por qué creerme —respondió ella.

A través de las sábanas y el cubrecama, sentía cómo mi madrastra se acercaba más a mí, hasta que sus pechos se apoyaron en mi brazo. Ella extendió una mano, y acarició mi cabeza, con una ternura que no sentía hacía bastante tiempo. Incluso con Érica, las caricias y el sexo en general se habían convertido en algo demasiado monótono últimamente. Casi un trámite.

— ¿Qué hacés? —pregunté.

— ¿No se siente relajante? —dijo ella.

Ciertamente, se sentía muy bien. En realidad no me estaba masajeando la cabeza, sino que su mano se frotaba en mi cabello, haciendo que el cuero cabelludo se estirase todo lo posible, generando esa sensación tan placentera que sentía ahora.

— Sí —respondí.

— Quedate callado, que en unos minutos vas a dormir como un bebé —prometió ella.

Haciendo el menor movimiento posible, salió de la cama, para apagar la luz, y después se colocó a mi lado nuevamente, pero esta vez no se recostó sobre el cubrecama, sino que se cubrió con él y con la sábana.

Sentía el cuerpo de Nadia pegado al mío, como si quisiera darme calor con él. Desde su rodilla hasta sus senos, cada milímetro de esas partes se apretaban en mí, que estaba boca arriba, con un pañuelo en la mano derecha, pues a cada rato tenía que sonarme la nariz. Y ya ni siquiera nos separaba la ropa de cama. Prosiguió con su masaje. Las uñas se raspaban suavemente en el cabello. Sentí que los vellos de todo mi cuerpo se erizaban.

— ¿Así está bien? —preguntó Nadia, susurrándome al oído.

— Sí —respondí.

— Bueno, ahora no digamos nada —dijo ella—. Vas a ver que enseguida te vas a dormir.

El aliento de mi madrastra era fresco, como si acabara de lavarse los dientes. También sentía el olor del jabón que usaba para ducharse, y que siempre quedaba impregnado en su piel. Esa piel suave que ahora se frotaba conmigo. Por esa vez deseé que vistiera sólo la ropa interior, así podría sentir la suavidad de su cuerpo no sólo a través de su pierna, como la sentía en ese momento.

— Estás caliente —murmuró.

Quedé petrificado. ¿Acaso tenía una erección? No, no era el caso. Como era de esperar, mi verga comenzaba a hincharse, y sólo sería cuestión de tiempo para que se empinara, pero por el momento no estaba dura. ¿Acaso escuché mal? Después de todo, estaba a punto de dormirme. Nadia estaba de costado, sus tetas apoyadas en mi brazo, su ombligo un poco arriba de mi cadera, y su pierna izquierda flexionada, como abrazándome con ella. Si la levantara un poco, podría hacer contacto con mi verga. Pero no era el caso. No estaba rozando mi verga, y de todas formas, esta no estaba rígida.

— Estás caliente. Todo el cuerpo caliente. Pobrecito —dijo.

Ahora lo entendí. Se refería a la fiebre que había elevado mi temperatura corporal. Me sentí aliviado de nuevo. Con ella era todo así, de repente parecía estar en una montaña rusa, pero de manera brusca la cosa se clamaba.

— Ya estaré mejor mañana —dije, optimista.

Nadia me frotó con más intensidad el cabello, ahora con la palma de la mano en lugar de con los dedos, para luego volver a realizar el masaje original.

— Shhhh —dijo, a pesar de que había sido ella misma la que había roto el silencio.

Ahora metió su otra mano por adentro de mi remera, cosa que me tomó desprevenido. Algo me decía que en cualquier momento podía estar de nuevo viajando en esa montaña rusa que era mi madrastra. Los dedos reptaron hacia arriba, con una lentitud calculada. Las uñas rasparon la piel, pero con la intensidad apenas necesaria como para dejar algunas marcas, casi invisibles en ella. Finalmente llegaron al pecho, en donde mi madrastra comenzó a hacer movimientos circulares en el centro, ahí donde tenía una modesta mata de vello. Esto, sumado al relajante masaje de cabeza, me hizo sentir en el paraíso, aunque no dejaba de ser polémica la forma en que Nadia había metido mano.

Sentí, con mucho alivio, que me estaba quedando dormido. Aunque ella lo había dicho en broma, me sentía como un bebé que estaba siendo arrullado para que se durmiera. Me dejé llevar por el placer que me producían sus hábiles, o más bien expertas, manos. Cerré los ojos.

Menos mal, pensaba, mientras me sumía en el sueño, que esperaba que fuera profundo. Menos mal que me estoy durmiendo ahora, porque unos minutos más con mi madrastra tocándome así, y ya sabía lo que iba a generar en mi cuerpo. Y es que en aquel masaje había algo maternal, a la vez que había algo pervertido.

Finalmente sentí desconectarme de todo.

Me dio la impresión de que habían pasado horas, pero cuando abrí los ojos de nuevo, encontrándome con la absoluta oscuridad de la habitación, y la carencia de los rayos de sol que solían filtrarse, dejando en evidencia que aún era de noche, me di cuenta de que, como mucho, había pasado una hora. Pero ese no era el problema. El problema era que Nadia seguía encima de mí. Su mano izquierda metida dentro de mi remera, sus tetas apretándose en mi hombro, y su pierna flexionada incluso más cerca de mi verga de lo que había estado.

Había imaginado que abandonaría mi alcoba una vez que estuviera segura de haber conseguido que me durmiera. Y probablemente esa era su idea, pero la tonta se había quedado dormida a mi lado. También noté, apesadumbrado, que aquello que pude evitar mientras estuve despierto, no logré controlar en el mundo onírico: Tenía una tremenda erección, de esas que se suelen tener a primera hora de la mañana, y que son muy difícil de hacer que se bajen.

— La reputísima madre que me re mil parió —dije en medio de la oscuridad.

Nadia largaba el aire de su nariz en mi cuello. Supuse que había sido eso lo que me había despertado, pues me generaba cosquillas. Pensé en despertarla, y decirle que ya se podía ir a su habitación. Pero eso sería grosero, teniendo en cuenta que ella había ido a hacer las paces después de que yo la había tratado de traicionera. Además, si se despertaba, era muy probable que hiciera un movimiento y notara mi potente erección. No sería la primera vez que lo haría, pero que lo hiciera a través del tacto, se me antojaba algo muy violento.

Así que lo primero que debía lograr era hacer que la rigidez de mi verga desapareciera. Pero pasó un minuto, dos, cinco, y seguía tan dura como una piedra. Incluso parecía endurecerse más cada vez que mi mente le daba la orden de ablandarse. Como si una corriente de sangre fluyera con fuerza y le hiciera dar un salto a mi miembro.

Era realmente una situación incómoda. El cuerpo de mi madrastra y el mío estaban como enredados. Parecían un solo cuerpo. En medio de la oscuridad no podría diferenciarse dónde terminaba Nadia y dónde comenzaba yo.

Lo ideal hubiese sido que ella misma se despertara. Pero de nuevo, mi verga excitada quedaría expuesta ante cualquier movimiento. Intenté librarme de la pierna que estaba encima de las mías, la cual representaba la mayor dificultad para separarme de ella. Pero esto resultó ser un fatal error, porque cuando lo hice, se aferró más a mí, ahora apretándome con fuerza de tenaza, y para colmo, su pierna se flexionó más, y su rodilla quedó a centímetros de descubrir mi calentura.

Y entonces se me ocurrió algo que, para una mente que en ese momento no estaba funcionando al cien por ciento —tanto por la enfermedad que padecía como por lo inusual de la situación—, pareció ser una buena idea. Después de todo, sí había una manera de que la erección menguase.

Llevé mi mano hasta la altura de la cintura, procurando no tocar la mano de mi madrastra, que ahora reposaba en mi barriga. La metí adentro del pantalón, corrí el elástico de la ropa interior, y entonces mis dedos se encontraron con el glande, hinchado, duro y palpitante. Lo froté con las yemas de mis dedos. Ya había soltado presemen. La parte interna de mi bóxer estaba toda pegoteada. Nadia me respiraba en el cuello, y su pierna estaba encima de mí. Su olor, el tacto de sus tetas, su orto al alcance de mis manos, todo eso contribuía a que estuviera en ese estado. Tenía que terminar con eso de una vez. Tenía que acabar. Mientras yo no la tocara a ella, no estaría cometiendo ningún tipo de traición.

Pero a pesar de que los dedos frotándose en la pegajosa superficie del glande resultaban muy estimulantes, me daba cuenta de que podrían pasar unos cuantos minutos hasta que acabara. Minutos en los que Nadia podría despertar y descubrir ya no sólo mi erección, sino que me estaba masturbando mientras ella dormía junto a mí.

No era justo que me preocupara tanto, ya que todo había sido culpa de ella. Pero también era cierto que sus intenciones eran buenas. Había ido a mi cuarto en plena madrugada, para hacer las paces, y se había preocupado — y ocupado—, porque pudiera dormir.

Para acelerar el proceso, retiré mi mano de mi verga, y la llevé hasta mis labios, para, acto seguido, llenarla de saliva. Me aseguré de que fuera abundante. Ahora los dedos se deslizarían con mayor facilidad por mi sexo, y además, la sensación sería más intensa. En resumen: acabaría pronto.

Acerqué mi mano babosa a mi entrepierna, pero antes de que pudiera alcanzar mi verga, Nadia se removió entre sueños. Balbuceó algo incomprensible. Morí de miedo al pensar que se había despertado, pero lo cierto es que estaba hablando entre sueños. Sin embargo, eso no significaba que podía estar más tranquilo, porque ahora Nadia se aferraba con mayor fuerza a mí. Su pelvis se frotó en mi cadera.

Y entonces su mano bajó.

Sólo descendió unos centímetros, pero que sin embargo fueron más que suficientes para tirar abajo todo el esfuerzo que estaba haciendo hasta ese momento, pues la mano se detuvo cuando sintió que no podía bajar más, ya que mi dura verga estaba levantada, y le bloqueaba el paso.

Mientras sucedía esto con su mano, sentí que frotaba cada vez con mayor fruición su pelvis en mi cuerpo. Todo indicaba que yo no era el único que había tenido un sueño húmedo, y más aún, como ya lo había supuesto, no era el único que necesitaba coger con urgencia. Mi madrastra estaba caliente. En sus sueños, alguien se la estaba cogiendo, eso no me cabía dudas. O quizás lo más certero sería decir que era ella la que estaba montando a alguien, pues el frotar de su sexo era tan intenso que parecía que era ella quien llevaba la batuta en aquel sueño lujurioso en la que estaba sumergida en ese momento.

Me pregunté —y no sería la última vez que lo haría—, si Nadia realmente no estaría despierta. Pero su respiración —esa respiración sonora típica de cuando estamos dormidos—, era tan natural, que me instó a pensar que estaba dormida de verdad. Quizás esa duda, que se convertiría en una duda muy persistente, se debía más a la fantasía que a otra cosa.

Parecía que la cosa no podría ir peor, pero lo cierto es que desde que convivía con ella había aprendido que las cosas siempre podían ser más extrañas de lo que ya eran.

La mano de Nadia, traviesa, ahora se abrió y se apoyó encima del tronco, como para medir su tamaño. Luego se cerró con fuerza en él, como si estuviera acogotando a un animal pequeño.

Tosí, como si quisiera aclarar mi voz, pero no dije nada.

Ya estaba perdido. Estaba siendo violado por mi madrastra, y no podía hacer nada al respecto. A pesar de que me estaba tocando por encima del pijama, sentía claramente la presión que ejercía en mi verga, y si bien no me frotaba, la intensidad con que me apretaba variaba levemente, como si estuviera estrujando una naranja, tratando de extraerle todo el jugo, lo que generaba que mi sexo se estimulara notablemente.

En ese momento, sin meditarlo, casi como un acto de inercia, estiré el brazo, y con esa mano con la que había pretendido autocomplacerme hasta acabar, acaricié el pulposo culo de mi madrastra. Era quizás, como una especie de devolución de gentilezas. Ella se había mostrado molesta cuando yo hacía algo que no habíamos acordado que hiciera. Y sin embargo ahí estaba Nadia, apretujando mi verga sin permiso alguno. Así que me sentí con derecho de acariciar ese ojete, cuyo tacto resultaba tan adictivo.

Luego de unos segundos sucedió lo que era evidente que pasaría. La verga, ya mucho más caliente que el resto de mi cuerpo afiebrado, víctima de esa mano invasora que la palpaba con violencia, y ahora incitada también por la textura de esa suave tela que cubría el terso culo de mi madrastra, soltó tres potentes chorros de pegajoso y caliente semen. No solo había salido con abundancia, sino que la eyaculación fue muy potente, por lo que un poco de mis espermas salieron a la superficie, pasando por alto el elástico de mi bóxer.

A pesar de que por fin había acabado, mi verga se tomó sus varios segundos para ir deshinchándose y ablandándose. La mano de Nadia, de todas formas, se negaba a liberarla. No obstante, ya dejó de apretarla, quizá debido a que su consistencia había cambiado.

Agarré un pañuelo descartable y me limpié debajo del ombligo. Después, muy despacio, corrí a un costado la mano de mi madrastra. Ahora ya no tenía la terca fuerza que la poseía hacía unos minutos, por lo que no fue difícil sacarla. Lo que sí resultó difícil fue correr a un lado su pierna, que todavía me apresaba. Pero como el temor a que notara mi erección ya no existía, la aparté sin preocuparme si se despertaba o no. Ahora lo que urgía era ir a limpiarme, pues a pesar de que ahora toda la leche había quedado dentro del bóxer, era probable que ella pudiera percibir el olor, lo que sería mucho más grave, pues descubriría que me estaba masturbando teniéndola a ella al lado.

Saqué otra ropa interior del ropero. Fui al baño. Me limpié con papel higiénico, y después me lavé en la piletita. Me cambié de bóxer y volví al cuarto.

Encendí la luz de mi celular, y apunté a donde estaba Nadia. Seguía durmiendo. No tenía idea de que tuviera un sueño tan profundo. Se veía con una tranquilidad contagiosa. Como si estuviera en paz con el mundo. Además, se veía muy hermosa. No quería molestarla, así que apagué la linterna, y dejé el celular en la mesa de luz, donde estaba el canasto con los pañuelos usados.

Me metí en la cama de nuevo. La abracé. Ahora sí, dormí como un bebito. Por la mañana aún estaba en mi cama.

Continuará



-I
 

heranlu

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Sentí cómo Nadia se separaba de mí. A pesar de que intentaba ser sigilosa, los movimientos del colchón y de la ropa de cama me advirtieron de lo que pasaba. Era raro, pues luego de hacerme aquella paja, había caído en un profundo sueño. Supuse que quizás lo que realmente me había hecho despertar era la ausencia del calor corporal de Nadia. Abrí los ojos. Los rayos del sol ya se filtraban por las pequeñas aberturas de la persiana. La miré. Estaba parada al lado de la cama, bostezaba, y estiraba todo su cuerpo como consecuencia de la fiaca que aún sentía. La espalda se arqueó, los brazos se estiraron, las piernas parecieron tensarse, los pechos avanzaron, sobresaliendo aún más de lo que ya de por sí sobresalían. Hasta en los gestos más cotidianos mi madrastra dejaba relucir su sensualidad.​

— Al final me quedé dormida acá —comentó, cuando notó que la estaba mirando—. Igual, por lo visto ni te enteraste —agregó después.

— No, no me di cuenta. Pero está todo bien —respondí, mintiendo.

Recordé la paja que me había hecho mientras ella dormía, y luego su mano posándose sobre mi verga erecta. La mano de Nadia presionándola, hasta que la eyaculación no pudo ser contenida.

— ¿Te sentís mejor? —preguntó, apoyando la mano en mi frente—. La fiebre casi se te va —comentó.

— Ya me siento mucho mejor —dije—. Aunque todavía algo cansado. Vos no tenés ningún síntoma —afirmé después.

— No, por lo visto soy una superheroína asintomática —comentó en broma, mostrando los músculos de sus brazos. Luego se marchó. Quizás por primera vez, sentí la soledad de mi habitación.

Realmente ese sueño había sido reparador. La peor parte de mi enfermedad había quedado atrás después de esa noche de caricias tiernas y de paja furiosa. Pero no fue solo eso lo que hacía de esa noche algo especial, algo diferente a todos los otros días, los cuales ya de por sí eran atípicos.

Esta era la primera vez que reconocía para mí mismo que Nadia me atraía mucho. Era cierto que las circunstancias me obligaban a verme enredado en situaciones sumamente eróticas, y que cualquier otro tipo que estuviera en mi lugar no soportaría ni la mitad de lo que yo estaba soportando. Pero también era cierto que, por mucho que me pesara admitirlo, no solo estaba acostumbrando a tener a esa mujer moviendo su perfecto culo por toda la casa, sino que disfrutaba de tener ese privilegio. No obstante, este sinceramiento conmigo mismo no hacía más que complicar las cosas, pues no dejaba de ser mi madrastra, y estaba decidido a nunca acostarme con ella. Estos pensamientos me fueron empujando hacia otros, un tanto más molestos e incómodos. Así como repentinamente acepté la atracción hacia Nadia, también surgió un fuerte sentimiento de contrariedad hacia todas las prácticas que llevábamos a cabo. De repente, las excusas que me había dado ella, y las que yo mismo me había inventado, perdían fuerza y no resultaban para nada convincentes. No por primera vez me pregunté qué hubiese pensado si hacía un par de meses —o incluso hacía un par de semanas—, alguien me dijera que me sucederían todas esas cosas con mi propia madrastra. La respuesta, a priori, era obvia: no habría manera de creerlo.

Además, había otra cosa en la que había pensado muchas veces, pero ahora la veía con mucha mayor claridad: Nadia estaba perfectamente consciente de cómo me excitaba cuando la veía media desnuda, o cuando la tocaba, y de lo difícil que me resultaba contener esa excitación y lograr que no se materializara en mi cuerpo. Lo sabía perfectamente, y aun así, jugaba conmigo. ¿Hasta qué punto era necesario que ponga a prueba el hecho de que podía confiar en mí? ¿No lo había demostrado ya de sobra? Cualquier otro se hubiera sobrepasado ya en el primer día, cuando ella necesitaba que le pasara protector solar por todo el cuerpo. Realmente no era necesario que hiciera todas esas cosas que hacía. Lo de cuidarme la noche anterior resultaba entonces una actitud no tan altruista como parecía en un principio.

No obstante, a pesar de tener este torbellino de nuevos pensamientos y emociones, no pensaba mostrar mi malestar, al menos en principio.

Al mediodía hice un esfuerzo considerable por levantarme e ir a almorzar al comedor.

— No hacía falta que te levantes, tontito —dijo ella—. Te iba a llevar la comida a la cama.

— Es que ya me estoy sintiendo un inválido ahí adentro —comenté—. Además, ya estoy mucho mejor.

La verdad era que no estaba ni de lejos en el estado del día anterior, pero así y todo, me faltaba bastante para estar bien. Cuando me levanté de la cama me di cuenta de que ese simple acto requería de un esfuerzo mucho mayor del que había imaginado. Mi cuerpo estaba completamente debilitado. Por suerte la garganta ya no se sentía tan mal, y la congestión había disminuido muchísimo. En la mesa había milanesas con puré mixto.

Nadia acarició mi cabello, con la misma ternura con la que lo había hecho por la noche. Eso produjo un violento sentimiento contradictorio en mí. Por un lado, esa simple caricia, resultaba sumamente tierna y desinteresada, pero por otro, se agolparon en mi cabeza todas las cavilaciones que había hecho unos momentos antes. Estaba claro que ella no podía albergar verdaderos sentimientos maternales hacía mí. Nadia apenas me llevaba ocho años. Esos eran menos años de los que papá le llevaba a ella. Realmente no correspondía que me mimara de esa manera.

— Y cómo te conquistó el viejo —largué de repente, antes de meterme un pedazo de milanesa en la boca.

Tal vez lo hice porque quería pensar en otra cosa, pero la verdad es que era una pregunta que me venía haciendo hace tiempo, y que me generaba mucha curiosidad.

— ¿Nunca te lo contó? —preguntó ella a su vez.

— Cuando me contó que salía con vos, di por sentado que eras una más en su larga lista. No lo tomes como algo personal, pero ya sabrás cómo era el viejo —dije, hablando con la boca llena—. Así que la verdad es que nunca me molesté en averiguar sobre su historia de amor. Pero ahora me picó la curiosidad. Y no creas que es porque tengo ganas de escuchar un relato cursi, sino porque de verdad no entiendo, cómo es que…

— ¿Como es que un hombre puede tener algo serio conmigo? —preguntó ella, con la mirada más triste que enojada.

— Bueno, no es que no crea que lo merezcas, pero convengamos en que no cualquier hombre podría tolerar salir con una mujer que debe tener dos mil pretendientes —dije, para luego interrumpirme para tomar un trago de agua—. Pero en realidad lo que más me intriga es saber cómo es que vos elegiste al viejo, habiendo tenido tantas opciones.

Nadia había esbozado una sonrisa, ahora se mostraba más predispuesta a hablar.

— La cosa es mucho más simple de lo que imaginás —dijo.

— ¿Ah, si?

Las mujeres como yo, al igual que todas las demás, buscamos una sola cosa en los hombres. Una cosa que está por encima de todo lo demás.

— Y cuál es esa cosa —quise saber.

— Que nos amen incondicionalmente —dijo ella—. Y disculpame si es una respuesta cursi para vos. Pero es así la cosa. Yo tenía muchos pretendientes, eso es cierto. Pero los pocos que verdaderamente se animaban a seducirme, no tardaban en mostrarse inseguros o celosos, ya sea porque veían que al estar conmigo la competencia siempre sería dura, o porque se enteraban de mi trabajo, o porque no soportaban ir de la mano con una mujer a la que todo los hombres se daban vuelta a mirar. A Javier en cambio, eso lo traía sin cuidado. Lo único que le importaba era hacerme sentir bien. Tanto así, que cuando le conté lo de mi trabajo, me ayudó con las fotos y los videos. Es cierto que le gustaba pavonearse frente a sus conocidos, usándome como si fuera una especie de trofeo, pero nunca le recriminé eso.

— Claro que no, si vos misma tenés una faceta egocéntrica —opiné—. A vos misma te gusta mostrar tu cuerpo. Exhibirlo, para que todos te miren y te deseen.

— Cuando tenés razón, tenés razón —admitió ella.

No hablamos mucho más que eso. Ella, al igual que yo, se veía ensimismada. En mi caso, me preguntaba si sería capaz de mantener una relación con alguien como Nadia. Una pregunta a la que no le encontraba respuesta. Mi madrastra, por su parte, no dejó traslucir qué era aquello que la mantenía sumida en la meditación. Aventuré a pensar que quizás, entre sueños, había sentido mi potente erección, y se había quedado con la duda de si yo me percaté de eso o no. Pero era imposible de saberlo.

Volví a la cama, para recuperar las fuerzas que me faltaban recuperar. Tenía la esperanza de que al día siguiente ya me sentiría prácticamente normal. Sin embargo, el hecho de que estar acostado, sin tener sueño, me hizo divagar nuevamente sobre los sucesos de la última semana. Realmente parecía que habían pasado, como mínimo, unos cuantos meses. La relación con mi madrastra había pasado de la enemistad unilateral que había impuesto yo, a una extraña complicidad que se hacía más fuerte cada día que pasaba.

No obstante, no dejaba de sentirme contrariado. Nadia buscaba todo el tiempo generar situaciones eróticas. Siempre lo hacía con la excusa de que era por su trabajo, pero debía de saber que yo no era de madera. No podía dejar de preguntarme si de verdad no se había percatado de que había estado palpando mi verga erecta. Incluso si en principio estaba dormida, me costaba creer que en algún momento no se despertara, sintiendo tremenda dureza en sus manos.

Una vez más, me vi derrotado por mis propios instintos, y es que ya me encontraba nuevamente con una potentísima erección. Desde que había cortado con mi exnovia, parecía que me calentaba con mucha facilidad. Pero esta excitación tenía algo muy diferente con respecto a todas las otras veces que tuve mi verga tiesa a causa de mi madrastra. En esta ocasión, mi verga me exigía respuestas. Y sobre todo, me exigía dignidad.

Me levanté de la cama, con una resolución que hacía mucho no sentía. Hasta ahora había jugado su juego. Había hecho las cosas al pie de la letra a como ella las imponía. Sólo en una ocasión me había animado a tomar la iniciativa. Bien que se merecía esas nalgadas que le había dado. No era más que una caprichosa que necesitaba que de vez en cuando la pusieran en su lugar. Pero eso no bastaba, porque incluso esos azotes terminaban siendo parte de sus juegos. Hasta podría jurar que los había disfrutado. Necesitaba darle una dosis de su propia medicina.

Sin embargo, si bien mientras salía de mi habitación, pensaba en todo esto, no era ni el enojo ni la indignación lo que me instaban a ir por Nadia. En esta ocasión lo único que me impulsaba a actuar, era una profunda necesidad de saber la verdad.

No la encontré, ni en el ****** ni en la cocina. Me dispuse a ir a su cuarto, cuando escuché que la ducha estaba funcionando.

Entré sin avisar.

— León ¿sos vos? —preguntó ella.

— Y quién más iba a ser —dije yo, corriendo la cortina, para encontrarme con mi madrastra, como dios —o el diablo—, la trajo al mundo.

— ¿Qué hacés? No quiero que me veas así ahora —dijo ella, totalmente empapada, y totalmente en pelotas. Se cubrió las tetas con las manos, pero luego pareció recordar que su entrepierna también estaba desnuda, por lo que cerró los muslos, escondiendo así sus labios vaginales, aunque no logró cubrir su pelvis, que ahora tenía una mata de vello castaño.

— Pero si vos hasta me ayudaste a bañarme —dije yo, recordando el semen que patéticamente se perdía por la rejilla, mientras ella apuntaba el chorro de agua a mi verga fláccida.

— Eso fue diferente. Vos necesitabas ayuda —respondió ella, sin dejar de cubrirse, aunque de a poco parecía menos escandalizada.

— Pero si yo también vine a ayudarte —dije—. Estuve pensando que un video duchándote causaría sensación entre tus seguidores. No tenés ninguno así ¿cierto?

— Puede ser que tengas razón, pero ya hablamos de esto. No me gusta que me impongas cosas que no tengo ganas de hacer. Quizás en otro momento…

— Pero si vos ayer te metiste en mi cama incluso cuando te dije que quería dormir —retruqué yo—. El respeto debería ser mutuo. ¿No?

— Es que creí que… —dijo ella, interrumpiéndose. Cerró la llave del agua—. Creí que te iba a hacer bien. Y de hecho, así fue. Por eso lo hice. Seguí mis instintos. Tuve buenas intenciones. Así que…

— Y yo creo que te va a beneficiar hacer un video mientras te duchás. Yo confíe en vos, y te dejé dormir en mi habitación. ¿Acaso no podés confiar en mí?

— Sí —dijo, dubitativa—. Pero… No sé. Estás raro.

— Todo esto es raro —afirmé.

— Okey —respondió, sumisa, aunque una sombra de duda nublaba su rostro.

Ya se estaba terminando de bañar, por lo que su cuerpo estaba enjuagado, sin rastros de espuma. Abrió la llave de la ducha nuevamente. Un potente chorro de agua en forma de lluvia cayó sobre su escultural figura. Enfoqué con la cámara del celular, manteniendo cierta distancia, para que no le alcance el agua. Ella dio la espalda. En el medio de las pomposas nalgas, la piel se tornaba pálida. Era una línea fina que podría ser cubierta con una de las diminutas tangas que tenía en su guardarropa. Giró para mostrar su rostro, pero sin que su trasero saliera de la escena. Sonrió, aunque yo podía notar la contrariedad que había en su mirada.

Luego se inclinó, como si estuviera recogiendo algo del suelo. Ahora su monumental ojete avanzaba, a la vez que yo me acercaba para que esos dos cachetes macizos ocuparan toda la pantalla. Me tomé la molestia de hacerlo un poco de perfil, para que el ano no saliera en cámara, pues el material de Nadia solía ser un tanto soft, como si lo pornográfico fuera de mal gusto para ella.

— ¿Ya fue suficiente? —dijo, con cierto temor en su voz.

— Salió muy bien —dije—. Pero se me ocurren un par de cosas más.

Dejé el celular sobre el borde de la pileta, asegurándome de apoyarlo en un lugar que no estuviera mojado. Me quité el pantalón y la remera, y, ante su mirada de asombro, me metí en la bañera junto a ella.

— ¿Qué vas a hacer? —preguntó, con cierto recelo, sobre todo cuando notó mi evidente erección.

— Date vuelta —dije, ya que se había puesto de nuevo de frente.

Mi madrastra, algo confundida, me obedeció. Cerré la llave del agua.

— Es mejor que le demos mayor realismo a esto de la ducha —dije.

Agarré el jabón que había usado ella hacía unos minutos. Me acerqué un poco más a Nadia, y me incliné. Ahora tenía su trasero a centímetros de mi rostro. Verlo de cerca me hacía percatarme con mayor nitidez tanto de su perfecta redondez, como de su firmeza, y sobre todo, de su profundidad.

Nadia me miraba desde arriba, había girado su torso, con un movimiento de la cintura, no obstante, su trasero continuaba a mi merced. Sentí que mi verga palpitaba, como si la sangre hubiera corrido por ella, durante un instante, en una cantidad impresionante, y a una velocidad de vértigo. Froté el jabón una y otra vez sobre mi mano, haciéndolo girar, produciendo espuma.

— Eso podría hacerlo yo —comentó ella.

— Pero no hace falta. Para eso estoy yo, para ayudarte. Vos me ayudás cada vez que podés. Lo menos que puedo hacer es esto —dije.

Dejé el jabón a un lado, y llevé mi mano a una de sus carnosas nalgas. Hice movimientos circulares sobre ella. Ahora mi mano sentía nuevamente la dureza de esos glúteos, pero esta vez, el hecho de que la textura fuera tan resbaladiza, hacía que la experiencia fuera diferente a todas las anteriores. El trasero ya había quedado cubierto de espuma, pero aun así, no podía dejar de masajearlo. Se sentía demasiado bien. La dureza y la suavidad en simultáneo, percibidas a través de mi mano enloquecida.

Luego ocurrió un accidente. Como si se tratara de un auto que conducía a toda velocidad sobre un asfalto mojado y se desviaba peligrosamente de la carretera, en el constante masaje que le hacía a esa esfera de carne, mi mano hizo un movimiento más rápido de lo aconsejable, y siguió de largo, cosa que hizo que mis dedos se enterraran en esa increíblemente profunda zanja que tenía en medio de los glúteos. Sin embargo, Nadia ni se inmutó siquiera al sentir las extremidades violadoras, de las cuales con una incluso llegué a sentir el anillo de cuero que anunciaba la localización del ano. Un poquito más de potencia en el movimiento, y el dedo en cuestión se hubiera enterrado en orificio más estrecho y más oscuro de mi madrastra.

Me detuve, sabiendo que si continuaba magreando ese trasero, todo el esfuerzo por contenerme que había hecho hasta el momento, sería tirado a la basura. Me enjuagué la mano en la pileta, y me sequé. Luego agarré el celular y volví a la bañera. Me puse en cuclillas y desde esa posición, le saqué varias fotos al culo enjabonado de mi madrastra.

— Gracias —dijo ella, con un tono de voz que no dejaba traslucir ninguna emoción—. Con eso va a ser suficiente.

— Arrodillate —dije.

— ¿Ahora qué querés hacer? —preguntó Nadia.

— Arrodillate —repetí.

No volvió a preguntármelo. Se puso de rodillas, sobre el duro piso, dándome la espalada, asegurándose de levantar el culo un poco, para que saliera en todo su esplendor. Abrí la llave de la ducha, y me alejé un poco.

Ahora mi madrastra recibía el líquido tibio sobre ese cuerpo perfecto, que le traía tantos beneficios como molestias. Encendí la cámara de video. La espuma que había en su trasero no tardó en enjuagarse, y perderse por la rejilla de desagüe. Nadia giró para mirar a cámara. Lucía una cara provocadora, aunque no era esa provocación descarada que solía mostrar en su contenido. Era un gesto hecho más bien por obligación. No estaba del todo entusiasmada con lo que estaba haciendo, pero seguía al pie de la letra cada cosa que le indicaba, y jugaba muy bien su papel de hembra calientapijas. Había en ella un sometimiento que nunca creí que vería, y que me instaba a sacar provecho de él.

Sin embargo, cuando vio que ya pasaron varios minutos y yo seguía grabándola, ella misma tomó la iniciativa de concluir con esa filmación. Cerró la llave, y se dispuso a salir de la ducha. En ese momento, y sin analizarlo mucho, tomé la decisión que probablemente era la más arriesgada hasta ese momento. Evité que saliera, agarrándola de la muñeca.

— ¿Qué te pasa? —preguntó ella—. Me estás asustando.

— Ayer, cuando dormimos juntos… —dije, sin terminar la frase, pero sin soltarla de la muñeca tampoco.

— Ayer qué —dijo ella.

— ¿No te acordás de lo que pasó? —pregunté.

— No pasó nada. Dormimos juntos, como dos adultos que tienen en claro cuál es su relación —respondió ella, haciendo que mis sospechas se intensificaran, pues sentía que me estaba dando una respuesta esquiva, que en verdad no decía mucho.

— ¿Y cuál mierda es nuestra relación? Porque yo no tengo ni puta idea —dije, exasperado.

— León, me estás lastimando —se quejó ella.

Disminuí la presión que estaba ejerciendo con mi mano, pero en cambio, la agarré de la cintura y la empujé, hasta ponerla contra la pared. Me acerqué a ella. Sus tetas fueron aplastadas por mi torso, a la vez que le hice sentir la dureza de mi verga.

— ¿Te parece divertido ponerme así todos los días? Evidentemente lo hacés a propósito. ¿Te parece normal?

— No lo hago a propósito —balbuceó ella—. Yo trabajo de esto, y pensé que vos eras diferente. Pensé que podías entenderlo.

— ¡Entender una mierda! Yo no soy fotógrafo, ni artista, ni nada —la presioné más con mi cuerpo—. Anoche me masturbé mientras dormías a mi lado —dije, sin sentir ningún poco de pudor. Supuse que quizás después me arrepentiría de mi brutal sinceridad, pero en ese momento todo me importaba un carajo.

— Hubiese preferido no saberlo —dijo ella.

— ¿Sabés por qué lo hice? —pregunté.

— ¿Por qué, León?

— Porque si no me desahogaba de esa manera, no iba a poder contener las ganas que tenía de cogerte en ese mismo momento.

— Entonces quizás hiciste bien en masturbarte —comentó ella. De repente se sumió en un silencio que, dadas las circunstancias, me pareció muy largo—. Ahora me doy cuenta —dijo al fin—. Te estuve presionando demasiado. A partir de ahora ya no voy a molestarte más. Creo que… creo que necesitaba un aliado, un compañero… Gracias… digo, aunque suene raro, gracias por masturbarte en lugar de aprovecharte de mí. Sos un buen chico, tal como lo había pensado. No debí presionarte tanto. Es que a veces soy tan insegura…

Viéndolo en retrospectiva, era una situación surreal, y eso que ya había pasado por todo tipo de situaciones raras con ella. Ahora tenía a mi madrastra en pelotas, con su cuerpo húmedo y su cabello chorreando agua, arrinconada por mí, con la verga tiesa clavándose en su ombligo, como si fuera una navaja con la que la amenazaba. Y ella, si bien se mostraba asustada, el sentimiento que parecía imponerse era el de la culpa.

— Tampoco creas que para mí es fácil —siguió diciendo—. Yo también siento cosas. Yo también sufro el encierro y la soledad. Tenemos que poner fin a esto. Es toda mi culpa, lo reconozco. Pero ahora por favor, dejame irme, no hagas algo que luego no pueda perdonarte. No quiero odiarte. Sos el único… sos el único en el que puedo confiar.

Esas últimas palabras las oí pero no les presté mucha atención. Lo primero que dijo fue lo que más me dio en qué pensar. Para ella tampoco había sido fácil. Nunca había pensado en eso. Nunca se me había ocurrido que mientras yo me mataba a pajas pensando en ella, Nadia podría estar experimentando algo, sino igual, sí parecido.

Retrocedí un poco, pero sin darle espacio a salir todavía. Y entonces vi algo de lo que me tenía que haber dado cuenta antes. Los pechos de mi madrastra estaban hinchados, y los pezones se habían endurecido, y ahora eran mucho más puntiagudos. Tenían un aspecto notablemente diferente a cuando había corrido la cortina para encontrarme con ella.

Nadia estaba caliente.

Extendí la mano, y agarré uno de los pezones con dos dedos. En efecto, se sentían duros y estaban erectos. Nadia se estremeció. Apoyó su espalda en la pared, ya no instada por la presión de mi cuerpo, sino que parecía que se había rendido. Apreté nuevamente el pezón, y froté los dedos con fuerza en ellos, como si quisiera exprimirlos. De su garganta surgió un sonido que nunca había escuchado de ella: mi madrastra gimió de placer.

— ¿Se siente bien? —le pregunté.

— Sí —respondió ella.

Había agachado la cabeza, como si sintiera vergüenza de mirarme a la cara. No obstante, ya había dejado de lado su intención de marcharse.

— lo hiciste a propósito ¿no? —pregunté. Ella pareció desconcertada, pero no dijo nada—. Anoche, cuando me tocaste la verga. Estabas despierta ¿No?

— Al principio no. Pero de repente sentí tu… y bueno… —dijo ella, dejando inconclusa la frase. De todas formas, lo que importaba era que me estaba confesando la verdad. La intimidad que teníamos en ese momento, parecía instarla a ser sincera, tal como yo lo había sido con ella.

— Y si te hubiera querido coger ¿Qué hubieras hecho?

— No lo sé. De verdad no lo sé —susurró, como si tuviera miedo de que alguien más la escuchara—. Había pensado en irme corriendo a mi cuarto, pero no lo sé.

Liberé su pezón, lo que provocó que ella ahora me mirara, como preguntándose qué era lo siguiente que haría. Entonces me bajé la ropa interior, y la tiré al otro lado del baño. Mi verga estaba dura como el hierro, y erguida como mástil. Nadia la miró. Se mordió el labio inferior, en un gesto instintivo. Tenía un abundante vello pubiano. Era como una selva oscura desde donde se erigía un tronco atravesado por venas.

Y entonces me alejé de ella. Di unos pasos hacia atrás, hasta el otro extremo de la ducha. Me apoyé en la pared, tal como se encontraba Nadia en ese momento, y empecé a masturbarme. Mi madrastra pareció confundida, aunque por otra parte, no podía sacar la vista de mi verga.

— ¿Pensaste que te iba a coger? —dije, mientras empezaba a masajearme—. Si estás caliente, te la vas a tener que arreglar como yo lo vengo haciendo desde hace rato.

— ¿Qué es esto? ¿Una venganza? —preguntó ella.

— Digamos que quiero que por una vez sientas lo que yo sentí muchas veces.

Nadia miró hacia la puerta, como si se le hubiera pasado por la cabeza irse de ahí. Pero en el último momento cambió de opinión. Se quedó donde estaba. Su mano, con una lentitud que parecía ensayada, se deslizó por su abdomen, para ir subiendo, hasta llegar a sus pechos. Y entonces empezó a masajear la misma teta a la que yo le estuve estrujando el pezón hacía apenas unos minutos. Mi verga dio un salto al ver esta imagen, ya demasiado estimulante. Estaba claro que ella lo hacía a propósito. Se había molestado por el hecho de que yo decidí no concretar lo que parecía que iba a hacer. Ahora ella pretendía provocarme nuevamente, mostrándome cómo se masturbaba. Quizás creyendo que yo no toleraría ese grado de excitación y finalmente decidera poseerla, cosa que ella aprovecharía para devolverme con la misma moneda, negándose a tener sexo conmigo.

Pero yo no iba a caer tan fácilmente. Había decido tomar ese camino, y lo seguiría hasta el final. Además, si ya había aguantado durante todo este tiempo, sólo debía hacer un poco más de esfuerzo. Porque era cierto, y ahora no podía dejar de reconocerlo: desde el día uno en el que empecé la convivencia con Nadia, no hice otra cosa que reprimir las ganas que tenía de cogérmela. Lo había logrado hasta tal punto de creerme yo mismo mis propias mentiras.

Ahora Nadia llevó la otra mano a su entrepierna. Estaba convencido de que iba a hundir sus dedos en su vagina. Sin embargo, se limitó a hacer movimientos circulares en su clítoris, con una intensidad que iba, de a poco, en aumento.

Vi sus labios abrirse y cerrarse, su pecho inflarse y desinflarse, evidenciando que su respiración se estaba tornando agitada. Su mirada seguía clavada en mi verga, como si la hubiese hipnotizado con ella, la cual estaba roja, ya lista para expulsar la leche de mis testículos.

Pero no fui yo el primero en alcanzar el éxtasis. Nadia empezó a gemir, cada vez evidenciando un mayor gozo. La había visto muchas veces desnuda, pero era la primera vez que la veía en un acto sexual. Su excitación hacía que se vea incluso más sexy que en circunstancias normales. Sus ojos estaban como embriagados, todos los músculos de su cuerpo parecían haberse tensado. Tiró la cabeza para atrás. Ahora sus gemidos eran menos espaciados unos de otros. Sonaban más salvajes, más violentos. No me caben dudas de que algún vecino podría escucharla, aunque lo cierto es que eso no es algo que haya pensado en ese momento, porque en ese momento lo único que existía era mi madrastra, con la mano en la entrepierna, alcanzando el clímax, con un orgasmo que pareció enloquecer cada célula de su cuerpo, al punto de hacerla estallar en un escandaloso grito de gozo, que ya no solo podrían escuchar los vecinos de los departamentos más cercanos, para luego caer de rodillas en el piso.

Se quedó un rato así, mientras yo sentía que mi propio orgasmo ya era inminente. Abrió la llave de la ducha, y dejó caer el agua tibia desde su cintura para abajo. Se limpió su sexo. El agua que corría, y rosaba mis pies antes de ir a parar al desagüe, iba mezclada con los flujos vaginales de Nadia. Fue cuando vi esta imagen que ya no pude —ni quise—, contener la eyaculación. El semen salió con tanta potencia, que un fino chorro alcanzó el trasero de mi madrastra. Ella me miró con fastidio.

— Fue sin querer —dije.

Entonces dejó caer el agua en su culo. El semen que había impactado ahí, junto con el resto que estaba en el piso, se fue perdiendo de a poco por el desagüe, aunque no desapareció inmediatamente, pues dada su consistencia, no era fácil que se metiera en las hendiduras de la rejilla.

Me acerqué a Nadia. Agarré el jabón nuevamente, y lo pasé por la nalga que se había manchado con mi semen.

— No hace falta, yo me arreglo sola —dijo ella.

— Pero si ya te acaricié el culo montones de veces. Ahora no nos pongamos tímidos —dije.

Froté con movimientos circulares ese turgente cachete, hasta que se enjuagó por completo. Luego, sin previo aviso, le di una nalgada.

Nadia salió de la ducha, y se envolvió con un toallón. Me miró atentamente, aunque no pude dilucidar si esa mirada reflejaba enojo, decepción, satisfacción, miedo, o todas esas sensaciones a la vez.

Aproveché para darme una ducha. No pude evitar pensar que, ahora sí, todo se había ido a la mierda.

Continuará

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Durante el resto del día Nadia estuvo distante. Pero por esta vez no me preocupó en lo más mínimo, ya que yo mismo sentía muchas ganas de estar solo, y de no hablar sobre lo que había sucedido.

Habíamos pasado un límite, era cierto. Pero también era cierto que desde que comenzó nuestra tumultuosa convivencia habíamos sobrepasado muchos límites, sólo para que luego dichos límites simplemente se corrieran un poco más lejos. Ahora el límite parecía haberse movido de nuevo. Esa fue mi primera impresión. A esa idea me había aferrado. Pero pensándolo de manera más detenida, me di cuenta de que en este caso había algo diferente: parecía que nos encontrábamos en el límite final, en el límite de los límites. No sólo nos habíamos masturbado juntos, sino que ella me confesó que había estado despierta, aunque fuera por un momento, cuando su mano palpó mi verga erecta. Y yo mismo le había confirmado que me había masturbado mientras ella dormía a mi lado… ¿Qué seguía después de todo lo que habíamos hecho juntos? La respuesta era clara: coger.

Nadia ya no podría subir la vara. No podría encontrar una excusa para provocarme, pues ya había sucedido de todo entre nosotros. Incluso había eyaculado sobre ella. Yo tampoco podría ir más allá de acariciar sus pezones y manosear su trasero, ya no había nada entre el medio de eso, y de tener relaciones sexuales. Ya no nos quedaba margen para el histeriqueo. Ambos estábamos conscientes de ello, y creo que, al menos en parte, era por eso que decidimos mantenernos distanciados. Aunque claro, en un espacio tan reducido como un departamento de tres ambientes, a lo que se le sumaba la imposibilidad de salir de ahí, ya que ambos teníamos coronavirus, ese distanciamiento era difícil de sobrellevar.

La cosa se había ido a la mismísima mierda, y yo, con mi actitud hipócrita, no había hecho más que propiciar ese hecho.

A la hora de la cena me encontré con que Nadia ni siquiera había cocinado. No me iba a morir por un día que no lo hiciera, pero podría haberme avisado al menos. Me preparé unos huevos revueltos, y le pregunté a ella, que estaba mirando una película, si quería que le hiciera algunos.

— No gracias, ya comí —dijo, sin si quiera mirarme.

Me daba la sensación de que tenía un enojo que no terminaba de decidirse a exteriorizar. Sus labios estaban apretados, y tenía la vista clavada en el televisor, aunque algo me decía que no estaba prestando atención a lo que veía.

Cené en silencio, sintiendo una soledad que no sentía hacía tiempo. Pero estaba dispuesto a soportarla. Ya se le pasaría el berrinche a mi madrastra.

Pero no se le pasó. Al otro día intensificó su frialdad. No era hostil, pero se notaba que evitaba todo lo que podía el contacto conmigo. Otra cosa que fue característica de esos días en los que ambos transitábamos la primera etapa de nuestra enfermedad, fue que ella dejó de vestirse de manera provocadora. Era cierto que ya comenzaba a hacer frío, y que debía cuidarse para no pescar otro virus y que este se superponga con el Covid, pero es que ni siquiera usaba esos pantalones y esos suéteres que le quedaban totalmente ajustados al cuerpo. Ahora andaba con una bata todo el día. Me había malacostumbrado a verla luciendo su sensualidad en todo momento, por lo que me sorprendí a mí mismo extrañando poder disfrutar de cómo iba y venía por la casa, con ese escultural orto enfundado en algún short diminuto, o simplemente con una tanguita.

— ¿Y cómo te fue con esos videos en la ducha? —le pregunté al atardecer.

En realidad ya sabía que aún no los había subido, pero sólo quería hacer conversación.

— Bien —dijo Nadia, y me dejó sólo en la sala de estar, con la palabra en la boca.

Ya para el otro día no aguanté más su enojo reprimido, ni sus respuestas lacónicas.

— Bueno, me vas a decir qué carajos te pasa —le dije apenas me levanté y noté que continuaba con la misma actitud.

— Nada… —dijo, dispuesta a cortar la conversación nuevamente, pero luego pareció cambiar de opinión—. Bueno, en realidad ya te lo dije el otro día. Me equivoqué. No tenía que haber hecho todas esas tonterías que hice. Al final nos terminamos usando mutuamente como si fuéramos un instrumento para el otro. No está bueno que actuemos así. Apenas me recupere voy a vivir a lo de una amiga. Me voy tranquila, porque sé que, con todos los defectos que puedas tener, sos una persona muy honesta, y puedo confiarte este departamento.

Estábamos en la cocina, y ella se disponía a dejarme sólo una vez más. La agarré de la muñeca para detenerla.

— Qué boludeces estás diciendo, vos no te vas a ir a ninguna parte.

De manera totalmente inesperada, me dio un cachetazo con el que me hizo dar vuelta la cara. Cuando volteé a verla de nuevo, me encontré con su cara, no enojada, pero sí con una determinación con la que no la había visto nunca.

— Vos no me vas a decir lo que tengo que hacer con mi vida —sentenció, y ahora sí, se marchó.

A la noche hice una videollamada con los chicos. Era la primera vez en la que era yo mismo el que convocaba a una reunión. Necesitaba saber la opinión de alguien más, y ellos, por más tontos que pudieran parecer a veces, eran mis únicas personas de confianza. Les conté de manera resumida que había sido yo el que grabó los últimos videos de mi madrastra —incluso el del supermercado—, y finalmente lo que había pasado tanto en la noche en la que dormimos juntos, como lo ocurrido en la ducha.

— Mirá la que te tenías guardada Leoncito —dijo Edu, quien, a pesar de querer mostrarse irónico, de verdad se notaba tan sorprendido como celoso de mi suerte.

Pasaron algunos minutos de burlas y felicitaciones, hasta que empezaron a hablar enserio.

— Pero ¿Por qué no te la cogiste? —preguntó Edu, con un visible rostro de aflicción.

— No sé. Creo que en el fondo no quería hacerlo. Y una vez que acabé… digamos que ya estaba más calmado.

— Te equivocaste amigo —acotó Toni—. Lo peor que le podés hacer a una mujer es no cogértela cuando está dispuesta a hacerlo. Ahora te debe odiar por eso. No le creas nada de esas pavadas que dice sobre que se equivocó y bla bla bla. Esa mina lo que quería era verga, y vos no le cumpliste. Para tu madrastra ahora sos peor que un eyaculador precoz. ¡Sos un tipo que no se la coje! ¡Estás loco Luchito! —terminó de decir, a los gritos.

— ¿Y vos que sabrás de mujeres? —Intervino Joaco—. Además, no se olviden que esta mina salía con el viejo de León. Yo entiendo que te puedas sentir atraído por ella. Es una mina que está buenísima, y vivir con alguien así debe ser muy tentador. Pero te estás metiendo en un terreno peligroso, y no te lo digo desde un punto de vista moral.

— De qué estás hablando —pregunté.

— Que una mina que le calienta la pija al hijo de su expareja, quien además falleció hace apenas unos meses, no debe estar muy bien de la cabeza. Es una mujer inestable. Le gusta el quilombo, le gusta lo prohibido.

— ¿Y eso que tiene de malo? —lo escuché decir a Edu, pero apenas le presté atención. Me quedé pensando en lo que dijo Joaco.

Era la primera vez que lo veía desde ese punto de vista. Ciertamente, me había dado cuenta de que lo de Nadia no era normal, pero nunca le presté la atención que se merecía, ni lo analicé de manera profunda. Además, yo mismo le seguía la corriente siempre que me pedía o proponía algo. Pero si me lo ponía a pensar, Joaco tenía razón. Nadia era una mujer demasiado excéntrica en ese sentido. Y ahora había otra cosa que me hacía poner en alerta: si realmente tenía la posibilidad de vivir con una amiga, lo podía haber hecho desde un principio, y sin embargo se había decantado por compartir ese departamento conmigo.

Realmente me sentía con demasiada información en la cabeza. Ya no quería pensar en nada. Les agradecí a los chicos el aguante. Dejé que pasara la tarde. Cuando se hizo de noche, esta vez Nadia cocinó, pero ella cenó antes de que yo fuera al comedor, para después meterse en el cuarto.

Que se joda, pensé. Si le gustaba tanto estar encerrada, que se quedara en su cuarto para siempre. Yo me quedé en el ****** a leer hasta bien entrada la noche. Sin embargo, como mucho podía concentrarme en la lectura durante diez o quince minutos. Luego me embargaba el malestar por la actitud arisca de mi madrastra, y también me invadían los recuerdos de esos días de convivencia, tan cargados de erotismo y morbo. No podía dejar de pensar en la sensación que sentía cuando mi mano se posaba en su trasero, ya sea con una simple caricia, con un vulgar magreo, o con una contundente nalgada; y ni que hablar de esas tetas de pezones erectos, de esa pelvis con una pequeña mata de vello castaño, en ella completamente desnuda, bañándose, o con una diminuta tanga caminando ágilmente desde la cocina al ******. Y de esa noche en la que dormimos juntos… Realmente habíamos vivido muchas más cosas de las que viví con la mayoría de las personas que conocía. Pero aun así, Nadia seguía siendo un misterio para mí. ¿Qué tenía en su cabeza? Recordé que me había dicho que para ella tampoco era fácil la convivencia, que ella también sentía cosas. ¿Estaría meditando en cosas similares a las que yo estaba pensando mientras estaba en su habitación?

Sin pensármelo mucho, dejé el libro a un lado, me puse de pie, y me dirigí al cuarto de mi madrastra. No iba a aceptar que se fuera así como así. La idea, por algún motivo, me parecía aberrante. Me paré unos segundos frente a la puerta, como para decidir qué era lo que le diría, solo para darme cuenta de que no lo tenía en claro. Aun así, no retrocedí. Agarré el picaporte y lo hice girar.

Pero la puerta estaba cerrada con llave.

— La reputísima madre que me parió —dije.

No tenía idea de si me había escuchado o no. Volví al ******, frustrado. Agarré mi celular para mandarle un mensaje, pero en ese momento se me hizo muy impersonal, además, así como me había sucedido hacía unos segundos, no sabía qué ponerle.

A ese día le siguió uno igual, y luego otro, y luego otro. Eran días en los que Nadia me esquivaba, y me respondía con cortesía, pero sumamente escueta y carente de emociones. Días en los que andaba con demasiada ropa, y en los que cocinaba comidas poco elaboradas.

A mí me ganaba el orgullo, y trataba de devolverle la frialdad que ella me transmitía, pero por la noche no aguantaba más, e iba hasta la puerta de su habitación, solo para encontrarla cerrada con llave.

Así pasó más de una semana. Días repetitivos y solitarios. Joaco, y una amiga de Nadia —quien yo suponía que era la misma amiga que la albergaría en su casa—, se encargaban de traernos las cosas que necesitábamos. Lo bueno era que ya faltaba poco para cumplir con nuestro aislamiento. Una vez que tuviera el alta médica, pasaría más tiempo al aire libre. Ya me importaban un carajo las estrictas restricciones. Podía salir a caminar o a una plaza a pasar el rato. Mientras anduviera solo, no afectaría a nadie.

El décimo día de positividad escuché a Nadia en una conversación.

— Sí Belu, en unos días ya puedo salir de acá y me voy a tu casa. No veo la hora de estar ahí —dijo, entre otras cosas, mientras revolvía una taza de té que se había preparado.

Yo había ido a tomar un vaso de gaseosa, y me quedé, apoyado en la mesada, muy cerca de ella, oyéndolo todo.

— Un poco desubicado de tu parte escuchar conversaciones ajenas —dijo.

En ese momento estallé.

— ¿Desubicado? ¿Desubicado? —repetí, con una creciente indignación que me hacía sentir atragantado—. ¡Desubicada vos que me tratás como si fuera un mueble! ¡Desubicada vos que andás diciendo que te morís de ganas de irte de acá, como si estuvieras viviendo con alguien que destestás! ¡Desubicada vos que te hacés querer para después abandonarme! ¿Te pensás que no tengo sentimientos?

Estaba descontrolado. Me había puesto delante de ella, y le decía todo eso a los gritos. Sentía calor en todo mi rostro, por lo que es seguro que estaba colorado. También sentía ardor en mis ojos.

Nadia me escuchó, entre asustada y culposa.

— No era mi intención hacerte sentir así —dijo—. Es que creo que es lo mejor para pasar estos últimos días juntos… No hacer tonterías —explicó—. Pero quizás me sobrepasé. Es que no sé manejar muy bien estas situaciones —me agarró del brazo—. ¿Qué te parece si hoy vemos una película juntos? —propuso después.

— No me interesa tu lástima —dije, tajante—. Y tenés razón, es mejor que te vayas. Todo esto que hiciste fue muy perverso de tu parte —dije, sin aclarar mucho más que eso.

— Pero León, yo… —dijo ella, pero la dejé con la palabra en la boca, sintiendo una pizca de victoria al hacerlo.

Después me mandó unos mensajes, pero yo, invadido por el resentimiento y el orgullo, ni siquiera me molesté en leerlos, sino que me limité a bloquearla.

Cuando se hizo de noche, no pude evitar imaginar que vendría a transmitirme personalmente eso que decían los mensajes. Fantaseaba con que apareciera para pedirme disculpas con los ojos brillosos, a punto de llorar. Que me diría que de verdad me quería. O incluso quizás vendría a consolarme, todavía sintiéndose culpable por el estallido de rabia que había tenido a la tarde. Pero se hizo medianoche y mi madrastra no aparecía. A medida que pasaban los minutos, mi indignación se hacía más intensa.

A eso de las dos de la mañana, ya no pude tolerar más la frustración que sentía. Si no me desahogaba de alguna manera, no iba a poder estar en paz. Salí de la cama. Me puse una bermuda y una remera, y me dirigí a la habitación de Nadia.

Una vez más, en el umbral de la puerta, no tenía en claro qué era lo que quería decirle. Y también una vez más, hice girar el picaporte.

La puerta se abrió.

Creo que en el fondo no me esperaba eso. El hecho de que la puerta de una habitación no estuviera con llave no debería ser algo llamativo, salvo por el hecho de que todas las noches anteriores lo estuvieron. Eso debía tener un significado, aunque no tenía en claro cuál era.

Atravesé el umbral y encendí la luz. Nadia estaba despierta, me dirigía una mirada extraña, como de rendición. Estaba tapada hasta el cuello con la ropa de cama. Sólo podía ver su rostro el cual tenía los ojos clavados en mí. Esta vez no parecía pretender regañarme por haber entrado sin golpear.

Di unos pasos, dubitativo. En ese momento me di cuenta de cuál era el motivo por el que no me salían las palabras que quería decirle: Se debía a que tenía un deseo inmenso de que se quede a vivir conmigo, aunque fuera un tiempo más, a la vez que estaba atravesado por una apremiante necesidad de que desaparezca de mi vida y me permita volver a la aburrida pero apacible existencia que llevaba antes. Esa contradicción en mi cabeza me impedía pronunciarme de una manera concreta, hasta el punto de que en ese mismo momento me quedé en silencio, sin hacer otra cosa que mirarla.

Y entonces ella hizo algo que me descolocó por completo. No sólo permaneció sin decir nada, al igual que yo, sino que giró, quedando ahora de costado, mirando a la pared.

Me pregunté si era su manera de decirme que me fuera. Pero había algo en esa pose, o más bien en la manera en la que giró, y en su mirada antes de hacerlo, que me hicieron pensar que no se trataba de eso.

Ahora me parecía que por esta vez lo más razonable era sostener el silencio.

Me acerqué, evitando hacer ruido al avanzar cada paso que daba, como si debiera mantener mi presencia oculta, a pesar de que ella ya sabía que estaba ahí. Agarré el cubrecama, y tiré de él. Mientras se deslizaba lentamente, me di cuenta de que Nadia tenía el torso desnudo. Su atlética espalda se encontraba sin brasier.

Ella mantenía la mirada puesta en la pared. No hizo gesto alguno, por lo que continué corriendo el cubrecama, el cual a su vez arrastraba la sábana que estaba debajo de él. Pronto su desnudez llegó hasta la cintura. Mi madrastra parecía fingir que estaba durmiendo. No obstante estaba claro que no lo estaba. Para disfrutar con mayor deleite de ese momento, intensifiqué la lentitud con la que corría el cubrecama.

Como si fueran un par de dunas de otro planeta, los dos esféricos glúteos fueron apareciendo ante mi vista. Como era de esperar, ni siquiera estaban cubiertos por una braga. Esa desnudez no era casual, pues me constaba que ella tenía sus pijamas, los cuales, justamente esa noche, había decidido no usar. Mi verga estaba completamente al palo, parecía querer salir disparada de adentro de la bermuda. Verla en pelotas después de tantos días en los que me negó no solo su desnudez, sino la dulce visión de sus curvas, era algo maravilloso. Añoraba ese cuerpo inalcanzable.

Me quité la remera. Creo que ese fue el único momento desde que empezó toda esta historia, en el que no tuve dudas ni confusión en mi corazón. Me subí a la cama. La abracé por detrás. La agarré del mentón e hice girar su rostro.

Nadia me miró con los ojos brillosos. En su cara había un gesto de tristeza y ansiedad a la vez.

— No quiero que te vayas. ¿Te vas a quedar? —le dije.

Me apreté más a ella. Mi verga tiesa se clavó en sus nalgas. Nuestros labios estaban a apenas unos milímetros de distancia. Nos mirábamos a los ojos.

— Está bien, lo voy a pensar —dijo ella.

No me bastó esa respuesta, pero tampoco me parecía el mejor momento para insistir con esa cuestión. Ahora había que resolver un asunto más urgente, más carnal.

— No quiero que haya malentendidos —seguí diciendo—. Esto no es un juego. No es uno de tus videos que luego usás para subir a internet. No quiero que mañana me recrimines nada. Ni quiero que me ignores por lo que voy a hacer. Si querés que me vaya, decímelo ahora, y te juro que nunca más voy a entrar a tu cuarto. ¿Querés que me vaya?

Ella movió la cabeza en gesto negativo.

— Quiero que me lo digas. Quiero que me digas que querés que me quede —insistí.

— Quiero que te quedes León —dijo ella.

— ¿Y qué más querés? —pregunté.

— Quiero que me cojas —dijo.

Le di un beso en la boca. Fue un beso tierno al principio, como si fuéramos dos adolescentes tímidos. Nuestros labios se encontraron, para rozarse, saboreándose. Las lenguas también se frotaron suavemente. Sentí la espesa saliva de ella mezclándose con la mía. Tenía sabor a menta, pero no era un sabor exageradamente intenso, sino sutil. Luego el beso fue haciéndose más intenso. Los labios ahora se apretaban con furia, como si quisiéramos comernos. Incluso me mordió en dos o tres ocasiones. Las lenguas parecían enredadas una con otra. Nadia hizo un movimiento de cadera con el que hizo que su culo se frotara con mi verga, cosa que me hizo estremecer de pies a cabeza. Mi mano fue a por sus tetas. Las mamas eran suaves y blandas. Se sentían increíbles.

El beso duró mucho. Obviamente no tomé el tiempo, pero fue mucho más extenso que cualquier otro beso que haya dado nunca. Quizás se debía a que era un beso que hacía mucho teníamos ganas de darnos. Ahora bien, había otras cosas que, al menos yo, hacía mucho tenía ganas de hacer con ella.

— Date vuelta —le dije.

La agarré de la cintura, y la ayudé a ponerse boca abajo. Ahora Nadia cruzó las manos debajo de sus pechos. El torso estaba apoyado en la almohada, de manera que de la parte superior de su cuerpo quedó un poco levantada, haciendo que quede en una posición arqueada. Levantó el culo. Apoyé una mano en él. Luego azoté una de las nalgas.

— Eso te gusta ¿No? —dije.

Ella giró para verme. Asintió la cabeza, para luego voltear de nuevo y mirar a la pared.

Le propiné otra nalgada. El perfecto glúteo tembló y se tornó colorado. Mi mano parecía estar tocando el cielo. Duro y suave. Así se sentía el orto de mi madrastra. Le di otra nalgada. Y otra, y otra, y otra.

Cuando vi que el cachete estaba todo colorado, me tentó ir por el otro. Pero había muchas otras cosas que quería hacerle, así que me dejé de esos juegos.

Me deslicé hacia abajo. Ahora mi rostro estaba frente al monumental ojete de Nadia. Besé la nalga que acababa de azotar, luego le di una lamida. Nadia se removió. Ahora aquella dureza y suavidad eran sentidas por mi propia lengua, y realmente se sentía deliciosa. Con una mano estrujé con fuerza la otra nalga, mientras seguía lamiendo el glúteo azotado. Sinceramente, al igual que me había pasado cuando le propiné las nalgadas, sentí que podía estar todo el día lamiendo y magreando esos tersos glúteos que ya conocía tan bien, pero que ahora podía disfrutar sin limitaciones. Pero otra vez la ansiedad por hacerle la mayor cantidad de cositas posibles, me hizo abandonar tan exquisita tarea.

Ahora tuve ganas de ver qué había entre esos dos apetecibles cachetes. Agarré ambas nalgas y las separé. El ano parecía más pequeño de lo que había imaginado. Aunque lo cierto es que nunca había visto uno de tan cerca, salvo en las películas. Érica ni en sueños se dejaría hacer un beso negro. Pero ahí estaba mi querida madrastra, totalmente sumisa, permitiendo que yo me arrimara a aquel lugar prohibido.

Mi lengua se frotó en él con fruición. Sentía la dureza del anillo que rodea al agujero. Tenía un poco de vello, pero no me molestó en absoluto, mucho menos cuando escuché el gemido que largaba Nadia cuando empecé a estimular esa zona. Esos gemidos eran música para mis oídos, por lo que el rico sabor de su culo ya no era el único incentivo para seguir comiéndoselo, sino que a esto se sumaba el propio goce de mi madrastra, que se manifestaba tanto en ese enloquecedor sonido que hacía, como en el movimiento de su cuerpo, que se retorcía sobre el colchón, pero sin pretender salir de esa posición, pues lo que le estaba haciendo parecía gustarle mucho.

En mi caso, el placer era doble, porque mientras degustaba su ojete, mis manos estaban como locas, cerrándose en sus nalgas. A través de ellas sentía el constante movimiento ondulante que hacía con su cintura, haciendo que las pompas se levantaran para luego volver a su pose original.

— ¿Te gusta? ¿Te gusta que te coma el culo? —le pregunté, solo por morbo, pues ya conocía la respuesta. Acto seguido, escupí sobre el ano, para luego seguir lamiéndolo.

— Sí —susurró ella, entre jadeos.

Paré con aquella expedición anal, pues nuevamente me estaba entusiasmando mucho, y mi verga estaba que estallaba. Me salí de la cama. Me quité la bermuda y la ropa interior, quedando completamente desnudo.

— Date vuelta —le dije. Nadia lo hizo, ahora quedando boca arriba. Sus hermosas tetas estaban hinchadas. Me encantaba que hiciera todo lo que le ordenaba—. Separá las piernas —le dije después.

Su sexo apareció ante mi vista. Me dio la impresión de que era enorme, aunque claro, era solo la sensación de ese momento. Sus labios estaban empapados. Había largado mucho flujo, lo que me pareció un halago. Me subí a la cama. Apoyé mis manos en sus muslos, y enterré mi cara entre sus piernas. Besé la cara interna de los muslos. Primero solo hice contacto con los labios. Luego usé la lengua, a la vez que, lentamente, iba ascendiendo, dejando en su piel el rastro de mi saliva. Cuando llegué a su sexo me detuve. Ella se estremeció sólo al sentir mi respiración en él. La vi desde esa posición. Sus pechos subían y bajaban, debido a su profunda respiración. Sus ojos estaban cerrados. Sus labios se separaban solo un poquito, para luego cerrarse. Entonces saboreé su vulva, con un intenso sabor a flujo vaginal. Jugué un poco con ella, sabiendo que no era la zona más sensible. Luego lamí el clítoris.

Me sorprendió el efecto que generó en ella. Mi madrastra largó el gemido más potente que había escuchado hasta el momento. Sus piernas se cerraron con violencia en mi cabeza.

— No pares pendejo. No pares de chupar ahí —dijo, por primera vez tomando una posición dominante.

No tenía motivos para negarme a hacerlo, pues el sabor era, si bien no sabroso, sí muy llamativo.

Toqué ese timbre de carne con mi lengua, una y otra vez, sintiendo el efecto que generaba en ella, pues cada vez que la lamía, me apretaba con más intensidad con sus muslos, e incluso me agarraba del pelo y tiraba de él hasta hacerme doler, cosa que no impedía que le siguiera comiendo la concha.

Y entonces, Nadia empezó a hacer movimientos pélvicos, refregando su sexo en mi cara, impidiendo que pudiera seguir lamiendo. No me di cuenta de lo que pasaba hasta que empezó a gemir como loca. Estaba acabando.

Cuando por fin me liberó de sus muslos, sentí dolor en las orejas debido a la tremenda presión que había ejercido en ellas, pero no me importó. Me erguí. Vi que Nadia respiraba afanosamente, aún presa del goce que le acababa de provocar. Me miró con los ojos brillosos. Extendió su mano, como llamándome. Brodeé la cama, y la tomé. Pero ella la soltó. Cambió de posición, poniéndose nuevamente boca abajo. Su rostro quedó en la orilla lateral de la cama. Otra vez extendió la mano, pero esta vez se aferró a lo que tanto tenía ganas de agarrar: mi verga.

Estaba durísima, con las venas marcadas, cosa que parecía darle una fuerza impresionante. La mano de mi madrastra se sentía cálida.

— ¿Te gusta? —me preguntó, mientras empezaba a masturbarme. Le dije que sí—. Esto te va a gustar más —agregó después.

Abrió la boca y engulló mi pija. Lo hacía muy bien. Su lengua se frotaba a todo lo largo del tronco, mientras ella empezaba a acariciarme los testículos. Ese masaje que me hacía no era algo que recordara que me hiciera Érica, u otras de las chicas con las que había estado. Se sentía muy relajante, y combinado con esa lengua babosa que ya había empapado de saliva a toda mi verga, era una sensación increíblemente placentera. A todo esto se le agregaba el morbo que me daba el hecho de que fuera ella, mi madrastra, la que me estaba practicando semejante felación. Veía su cabeza subir y bajar para meterse mi miembro adentro y darme placer. Sólo eso, verla haciendo eso, era un estímulo invaluable. Me sentía en el cielo, y no quería volver nunca más a la tierra.

Acaricié su mejilla con ternura.

— No pares. Lo hacés muy bien. Lo hacés demasiado bien. No pares —dije, casi suplicando.

Nadia, como si me estuviera jugando una broma pesada, dejó de mamar en ese mismo momento. Pero luego hizo algo que nunca imaginé que haría. Esta vez su lengua se dirigió a mis testículos. Lamió uno de ellos, y me miró, como para ver si me gustaba o no. La sensación fue algo totalmente novedosa. Si no era común que me acaricien las bolas, mucho menos que me las laman. Pero ahí estaba la warra de mi madrastra, comiéndose mis bolas peludas.

En un momento se tuvo que detener, pues un vello púbico se adhirió a su lengua. Pero ella se mostró imperturbable. Se lo quitó, lo tiró a un lado, y siguió lamiendo. Su lengua hacía veloces y cortísimos movimientos. El efecto que causaba era el de un cosquilleo extremadamente estimulante. Mi verga seguía totalmente al palo, erguida sobre la cabeza de ella, que seguía ensañada con las bolas, las cuales parecían una especie de fetiche.

No obstante, después de algunos minutos, fue de nuevo a buscar mi verga.

— Me encanta todo lo que hacés —le dije, para luego ensartarle la pija en la boca.

Empujé, hasta que se la metió casi por completo, y empezó a mamar.

No era mucho lo que podía llegar a aguantar. Eran demasiados estímulos los que había recibido hasta el momento. Necesitaba descargar. Sentí el orgasmo venir. Toda mi entrepierna parecía un volcán a punto de explotar. El semen salió disparado. Nadia pareció verlo venir, pero no se molestó en apartarse. Recibió toda mi leche con la verga todavía adentro de su boca. Sus ojos se abrieron como platos. Un hilo de líquido blanco empezó a deslizarse por la comisura de sus labios.

Retiré mi miembro, totalmente babeado, con hilos de semen mesclados con saliva, que caían lentamente al suelo.

Nadia abrió la boca. No había tragado el semen. Lo tenía adentro. Luego la cerró de nuevo. Me pregunté si se lo iba a tragar. Pero salió de la cama y fue al baño.

La seguí, pues quería lavarme. Acababa de tirar de la cadena. Supuse que había escupido el semen en el inodoro. Ella estaba inclinada sobre la pileta del baño. Se estaba enjuagando la boca. La abracé por atrás.

— Eso estuvo increíble —dije, frotando mi verga fláccida en su culo.

Le di un tierno beso en el hombro. Miré el reflejo que nos devolvía el espejo. Nadia estaba sonriendo. La actitud melancólica que había tenido en primer momento se había esfumado. Me gustaba cómo nos veíamos. Era cierto que se notaba que ella era bastante mayor que yo, pero en definitiva ambos éramos muy jóvenes. Si hiciera algo de ejercicio y ganara masa muscular, nos veríamos aún mejor. Le di un beso en la mejilla. Sentí cómo mi verga, que estaba pegada a su culo desnudo, comenzaba a hincharse.

Me separé de ella, y le di una nalgada, cosa que estaba descubriendo que era una de las cosas que más me gustaba hacerle.

— Basta de lastimar mi pobre trasero —dijo ella, aunque su gesto travieso indicaba que no lo decía para nada en serio.

Me metí en la ducha. Abrí la llave para que comenzara a salir el agua, y dejé que la lluvia cayera sobre mi verga.

— Vení, vamos a bañarnos juntos —dije, extendiendo la mano.

— No, ya sé lo que me vas a querer hacer —respondió ella.

— Pero si vos fuiste la que dijiste que querías que te coja —retruqué.

— Y no lo hiciste. Me la chupaste, y me hiciste acabar —dijo, poniéndose seria—. Y yo ya te devolví el favor —agregó después, señalando con la cabeza a mi miembro, el cual estaba limpiando con agua y jabón.

— Qué boludeces estás diciendo. No hay manera de que hoy no te coja.

— ¡Ene oooo noooo! —dijo ella, con aire infantil, para luego salir corriendo del baño.

La seguí, sin molestarme en secarme. La velada casi termina en un absurdo accidente cuando me resbalé. Pero sosteniéndome del inodoro logré atenuar el impacto de la caída. Enseguida me reincorporé. Me preguntaba si Nadia se había metido en su habitación y la había cerrado con llave. En ese caso tiraría la puerta abajo, no me importaba nada.

Pero ella estaba sólo unos pasos más allá de la puerta del baño, como esperándome.

— ¡Basta degenerado! —exclamó.

Salió corriendo al ******. Ella tampoco podía ir muy rápido estando descalza. Además, no tenía a donde ir. La perseguí. Ella me llevaba unos cuantos pasos. Cuando llegó al sofá grande, lo rodeó para correr en dirección opuesta. La tonta habría de pensar que estaba en una pista de carrera, y que yo doblaría en la misma curva en la que ella lo hizo. Pero en cambio pasé por encima del sillón, para cortar camino, y caí sobre ella.

Ambos fuimos a parar a piso.

— Sos un bruto —dijo ella, agitada—. Sos Brutus. Ese va a ser tu nuevo nombre —bromeó.

Le di un beso. Sentía sus turgentes tetas con mi torso. Mi verga estaba completamente dura. Hice un movimiento y apunté hacia su sexo, el cual estaba lleno de fluidos.

— Esperá, ponete un preservativo —dijo.

Pero el glande ya estaba a las puertas de su vagina, y nuestras habitaciones en ese momento parecían estar a mil kilómetros de distancia, por lo que no me daba ni un poco de ganas interrumpirme. Así que empujé.

— ¡Ay! No León, pará, hagámoslo bien. No quiero… ¡Ay!

Mi pija invadió su sexo sin autorización. Sin embargo Nadia me abrazó y largó un gemido en mi oreja.

— Por favor, no acabes adentro —suplicó.

Estábamos en el piso duro. Aunque lo cierto era que la única que soportaba esa dureza era ella. Yo me encontraba sobre el suave cuerpo de mi madrastra, sin querer salirme de ahí nunca. Hice cortos movimientos pélvicos, mientras escuchaba cómo ella largaba sus excitantes gemidos en mi oído.

— Soy la peor madrastra —dijo, entrecortadamente.

— No. Sos la mejor —la contradije yo, aumentando la intensidad de mi cogida.

Sentía su mata de vello púbico frotarse con la mía mientras entraba en ella. Su piel desprendía un sutil perfume que en ese momento me pareció el más rico de todos. Su cuerpo duro debido a tanto ejercicio se sentía en cada célula de mi propio cuerpo. Sus pezones puntiagudos se frotaban con mi torso. Nuestras respiraciones parecieron estar sincronizadas. Durante algunos minutos, fuimos uno solo.

Si el primer polvo había salido con mucha facilidad, me daba cuenta de que ahora faltaba mucho para que mi verga estuviera lista para soltar más leche.

Me puse de pie. Extendí mi brazo, para ayudarla a levantarse.

— Vení —le dije, llevándola de la mano.

La llevé hasta uno de los sofás individuales. Ella, entendiendo perfectamente lo que yo quería, se puso de rodillas sobre él, dándome la espalada, en una pose casi idéntica a otra con la que le había sacado una foto.

Era una posición muy sensual, con el orto que tanto me gustaba ver levantado. Pero para mí iba a ser un tanto incómodo.

Me acerqué, intentando decidir cuál sería la mejor manera de penetrarla. Finalmente puse una pierna flexionada sobre el sofá. La coloqué bien en el fondo, hasta que mis dedos sintieron el respaldo. La otra pierna se mantenía semiflexionada, apoyada en el suelo.

La agarré de las caderas, y arrimé mi miembro a su sexo. Metí prácticamente la mitad de un solo movimiento.

— ¿Eso te gusta? —pregunté.

— Sí. Tenés una hermosa pija —me halagó.

— Y vos tenés un culo perfecto —dije yo, para luego azotar una de sus nalgas.

Debía hacer movimientos pélvicos suaves, que no fueran bruscos ni largos. La verga debía retroceder sólo unos centímetros, para luego enterrarse de nuevo. De lo contrario, sería sumamente agotador. Me concentré en mi respiración. No quería salirme de esa pose que yo mismo había propuesto hacer, pues quedaría en ridículo. Le di otra nalgada, como para incentivarme.

Mi madrastra gemía al recibir mi lanza. Su espalda se arqueaba, y los músculos en ella se marcaban, dejando a la vista su estado atlético. Me encantaba sentir su portentoso ojete debajo de mi abdomen cada vez que alcanzaba sus mayores profundidades. También veía, al inclinarme un poco a un costado, sus enormes tetas hamacarse. Agarré una de ella, y empecé a metérsela con mayor velocidad e intensidad.

Pero fue un error, porque todavía estaba lejos de tener un nuevo orgasmo. A ese ritmo, era cuestión de uno o dos minutos para que terminara agotado, sin que ninguno de los dos acabara.

— Esperá —pidió Nadia.

Eso me vino como anillo al dedo, porque necesitaba descansar un poco. ¿Ella se habría dado cuenta de ello?

— Sentate acá —dijo.

Yo le seguí la corriente. Me senté donde hasta hacía unos segundos, ella tenía sus rodillas apoyadas. Me imaginé que nuevamente me haría el favor, y me la mamaría hasta acabar. Me daba mucho morbo el hecho de que fuera a comerse sus propios flujos que habían quedado impregnados en mi piel. Pero estaba totalmente equivocado.

Ahora Nadia se sentaba a horcajadas encima de mí. Agarró mi verga y la manipuló como una palanca, hasta que apuntó a su entrepierna.

— Avisame cuando vas a acabar. O te mato —exigió ella.

Asentí con la cabeza. Ella se metió mi verga en su concha. En esa posición, ahora le entraba hasta el último milímetro del tronco. Sentí en mis bolas la suavidad de su trasero. Nadia empezó a hacer movimientos adelante atrás, sin liberarse de mi pija en ningún instante.

Si bien no era la forma en la que yo sentía más placer, lo bueno de esa pose era que no tenía que hacer absolutamente nada, pues ella misma se ocupaba de usar mi miembro como le apeteciera. En ese momento yo no era más que un objeto sexual para mi madrastra, y eso no me molestaba en absoluto.

Lo que sí me generaba mucho placer era verla montarse en mi verga. La mayor parte del tiempo, mientras se hamacaba, tenía los ojos cerrados, y una sonrisa tenue dibujada en su rostro. Pero de repente me miraba a los ojos, y en ese momento parecíamos más conectados que nunca. Conectados por el placer que nos estábamos dando.

También disfrutaba de sus tetas bamboleándose al ritmo de sus movimientos, las cuales cada tanto eran succionadas por mis labios. Llevé mis manos a sus nalgas. Sentir su tacto a la vez que mi miembro se hundía en aquella mojada cavidad, era una sensación si bien no intensa, sí sumamente excitante.

Y entonces Nadia cambió de movimiento. De repente pareció dominada por un salvajismo primitivo, y ejecutó una agitada coreografía que consistía en sentarse sobre la verga, hasta tenerla por completo adentro, para luego erguirse, hasta sacársela casi del todo, y después sentarse nuevamente.

Estas sentadillas hacían que sintiera la fricción de sus paredes vaginales, que por cierto, eran mucho más prietas de lo que había imaginado. Ahora sí, el placer llegaba a sus máximos niveles para ambos. Pero para ella resultaría muy cansador. Las piernas no aguantarían por mucho tiempo, por muy buen estado físico que tuviera.

Pero para mi sorpresa, Nadia aumentó la velocidad de las sentadillas. Su rostro estaba perlado de transpiración. Me miraba con los ojos bien abiertos.

— Me voy a venir —avisó—. Vos no acabes todavía por favor —reiteró su pedido.

Apoyó sus manos en mi tórax, y con eso se dio impulso, para que las piernas no cargaran con todo el peso de su cuerpo. Su espalda se arqueó, su cabello flameó como una bandera, hacia un costado, su cuello se tiró para atrás. Mi madrastra estalló en el segundo orgasmo de esa noche. Ahora no solo estaba agitada, sino que todo su cuerpo temblaba, como si aún fuera atravesado por el éxtasis.

Se abrazó a mí. Sentí su respiración agitada en mi oído. Mi verga aún estaba adentro suyo. Ella se veía exhausta, pero yo quería acabar.

Como si de repente recordase que no estábamos usando preservativo, pese a su agotamiento, se apartó de mí.

— ¿Querés acabar en mi cara? —ofreció—. ¿O en mis tetas? ¿O en mi culo?

Tales opciones me parecían iguales de apetecibles.

— Quiero hacerte la turca —dije.

Nadia, complaciente, ahora se recostó sobre el sofá de tres cuerpos, aquel en el que solíamos sentarnos para ver televisión. Me subí encima de ella. Arrimé mi pija entre medio de sus senos. Ella agarró a ambas mamas y las juntó hacía el medio. Empecé a frotarme, sintiendo a cada costado la fricción de esas suaves tetas.

He de reconocer que fue la primera vez que lo hice, y la verdad es que no resultaba tan placentero como se solía decir. La verga erecta es un pedazo de carne demasiado duro en comparación a los pechos de cualquier mujer, por lo que la fricción entre ambos las siente más la mujer que el hombre. No obstante, Nadia hizo algo para incrementar mi goce: cuando mi miembro pasaba por el túnel que se formaba entre medio de las tetas, como si me la estuviera cogiendo por ahí, hasta que mis bolas no me dejaban avanzar más, mi madrastra sacaba su lengüita de víbora y lamía el glande, cosa que me volvía loco.

Me meneé sobre ella durante algunos minutos, hasta que estuve listo para expulsar mi leche caliente.

— Te voy a llenar la cara de leche —le aseguré.

La primera vez había acabado adentro de su boca, por lo que me resultaba muy tentador ver ahora su hermosa cara bañada con mis fluidos.

— Dámela toda —dijo la muy warra, sacando la lengüita, al igual que lo había hecho mientras le practicaba la turca. Me encantaba que fuera tan desvergonzada en la intimidad.

La verga se frotó un par de veces más pasando por ese túnel de piel suave, para por fin dejar salir tres potentes chorros. El primero impactó en el mentón, pero los otros dos bañaron su mejilla, y sus labios.

Ella me miraba, provocadora, sabiendo que no había nada mejor para un hombre que el rostro de una mujer salpicada de por semen. Sacó la lengua y lamió un poco de fluido que había quedado encima de su labio superior. Pero yo sabía que no lo iba a tragar.

Se puso de pie y se fue al baño. La seguí. Vi cómo se metía bajo la ducha, para que el agua limpiara su rostro. Me metí yo también.

Nos enjabonamos y enjuagamos juntos. Para cuando terminamos de hacerlo, ya tenía una erección nuevamente, a lo que mi madrastra se encargó de apaciguar con una segunda mamada.

Nos secamos. La abracé por detrás, y le susurré al oído:

— Esto fue increíble.

— Sí, yo también la pasé muy bien —dijo ella, con una sonrisa, aunque no parecía tener el mismo buen humor de cuando correteaba desnuda por la sala de estar.

— ¿Dormimos juntos? —pregunté.

Ella me miró, como asombrada.

— Bueno. No es necesario, pero si querés… —dijo.

— No, no quiero molestarte —dije yo—. Tranqui, yo me voy a mi cama y vos a la tuya.

Le di un beso en la boca, aunque, extrañamente, no sentí que me lo retribuyera.

— Bueno. Que duermas bien —dijo, cuando estuvimos a punto de separarnos, en la salida del baño.

La abracé de nuevo y la atraje hacia mí. Mi mano se deslizó enseguida hacia su trasero.

— ¿De verdad no podemos dormir juntos? Mirá como estoy —le dije, haciéndole sentir mi erección—. ¿Me vas a dejar así hasta la próxima vez que lo hagamos? —pregunté.

Y entonces aquello que intuía muy a lo lejos, se hizo presente. Nadia se separó de mí con brusquedad.

— León. No entendés. Esto no es así —dijo.

— Así ¿Cómo? —pregunté.

— No va a haber próxima vez —respondió ella, dejándome solo, con la verga parada, y la boca abierta.

Continuará






-I
 

heranlu

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Estaba descubriendo que el sexo era como la comida. O al menos el sexo con Nadia era así. Uno podía comer el más delicioso manjar, y sentirse totalmente satisfecho. Pero al otro día, en algún momento querría volver a comer. Con Érica nunca me había pasado eso.

Pero mi madrastra había sido muy tajante al respecto. No habría una próxima vez. Realmente no lo entendía. Si la habíamos pasado muy bien. Por fin habíamos dejado de lado cualquier prejuicio que nos impedía gozar. Incluso yo me había expuesto a hacer lo que desde un principio consideré no solo inmoral, sino totalmente contrario a mis principios: cogerme a quien hasta hacía muy poco tiempo atrás era la mujer de mi papá.

Por suerte, la larga sesión de sexo que habíamos tenido me dejó completamente exhausto, por lo que, a pesar de tener mi cabeza otra vez sumida en la confusión, y de que mi verga pedía al menos un polvo más, una vez que me tiré a la cama, en cuestión de unos minutos caí en un dulce sueño, para despertarme doce horas después.

Cuando salí de mi habitación, sentí el rico olor de una salsa. Fui hasta la cocina. Nadia estaba revolviendo la olla. Vestía un diminuto short de jean, y llevaba un delantal. Me alegró ver que había vuelto a usar sus prendas sugerentes. Esa era una buena señal. Los buenos tiempos habían regresado, o al menos eso me parecía. Nadia ya no me negaba el deslumbrante paisaje que era su cuerpo. Me dieron unas tremendas ganas de pellizcarle el culo mientras cocinaba. Pero recordé sus palabras de la noche anterior: “No va a haber próxima vez”, había dicho, tirando abajo cualquier fantasía que me había empezado a hacer.

No obstante, el instinto me hizo imposible detenerme. Me acerqué a ella, y la agarré de la cintura. Me arrimé, hasta que mi pelvis se apoyó en sus nalgas. Olí su cuello, que tenía un rico perfume que se mezclaba con el de la comida.

— Buen día. ¿Dormiste bien? —dije, para luego darle un beso en el cuello. Mis manos se deslizaron lentamente hacia abajo, para agarrar, de una vez, ese par de nalgas que tanto me apetecían. Las estrujé, sintiendo cómo mi verga ya empezaba a hincharse, y le di otro beso.

Nadia giró y me miró fijamente. Tenía una sonrisa que estaba cargada de ironía, y sus ojos expresaban incredulidad.

— León. No somos novios. No hace falta que actúes así —dijo—. Es más —agregó después—, te pido que no actúes así.

La solté, decepcionado. Además, si seguía unos segundos más manoseando su hermoso orto, no iba a poder contenerme e iba a hacer algo por lo que me ganaría su desprecio.

— Ya sé que no somos novios —aclaré—. Pero no pensé que la cosa iba a ser así. ¿Cogemos toda la noche y al otro día hacemos de cuenta que no pasó nada? No sé, se me hace raro.

— No estamos haciendo de cuenta que no sucedió nada —dijo. Pareció recordar que la olla aún estaba en el fuego. Se dio vuelta para apagar la hornalla, y siguió diciendo—: De hecho, es imposible, porque ambos sabemos qué fue lo que sucedió —explicó ella—. Pero que hayamos cogido no significa que tenés vía libre para toquetearme cada vez que quieras. Eso lo entendés, ¿Cierto? —preguntó, levantando las cejas, con una expresión que reflejaba que no esperaba otra respuesta que sea un sí.

— Claro que lo entiendo —respondí.

Aunque lo cierto era que si bien lo comprendía, mi cuerpo parecía negarse a aceptarlo. En ese mismo momento tenía una erección óptima, cosa que a esas alturas ya ni me molestaba en ocultar, pero no por eso dejaba de ser inoportuna. Ella miró mi entrepierna, y negó con la cabeza.

— No me hagas arrepentirme de lo de anoche —advirtió, y siguió con lo suyo.

La dejé sola sin contestarle nada, aunque en realidad no había nada que contestar.

Ahora que por fin había estado con ella, convivir con mi madrastra sin poder poseerla nuevamente se estaba convirtiendo en una verdadera tortura. Tal como lo había hecho algunos días atrás, por la noche, totalmente imposibilitado de refrenar mis impulsos, me dirigía a la habitación de Nadia, sólo para encontrarme con la puerta cerrada con llave. Durante el día, me tenía que aguantar verla ir de acá para allá, sin poder ponerle un dedo encima, hasta que llegaba la noche, y de nuevo, sin poder controlarme, me aparecía en la puerta de su habitación, sólo para quedarme del otro lado.

En medio de ese constante —y tortuoso— anhelo, llegó por fin el día en el que ambos tuvimos el alta. De hecho, yo había tenido síntomas apenas los primeros días de la enfermedad, mientras que ella jamás los había tenido. Pero desde hacía rato que nos sentíamos en perfectas condiciones, salvo por el hecho de que yo sentía que aún no recuperaba las energías al cien por cien.

— Hoy no voy a poner llave a mi puerta —soltó Nadia de repente.

Yo estaba en la sala de estar, y ella se disponía a salir a hacer unas compras. Al igual que me pasaba a mí, estaba ansiosa por salir de ese departamento.

Por un momento, me puse eufórico al escuchar sus palabras, convencido de que era una invitación

— Lo estuve pensando —siguió diciendo, sin embargo—, y no me parece bien que tenga que encerrarme sólo porque no sé si se te va a ocurrir entrar a mi cuarto mientras yo estoy durmiendo. Y de hecho, me parece tétrico que te aparezcas de noche e intentes abrir la puerta.

— Bueno, pero el otro día no te pareció tétrico —dije yo, recordando la noche en la que entré y me la encontré en pelotas, sólo cubierta con la ropa de cama. Era obvio que en aquella ocasión no sólo no le molestó mi irrupción, sino que la estaba esperando.

— De hecho, sí que me lo pareció —dijo ella, cosa que me resultó insultante—. Pero después accedí, y la pasamos muy bien, es cierto —agregó después, como para suavizar el impacto de sus palabras, probablemente porque notó mi expresión de enojo—. Pero en fin, no quiero que creas que porque mi puerta no está con llave, eso signifique que quiero que entres en medio de la oscuridad para cogerme. Las cosas no funcionan así, León. ¿Lo entendés? —preguntó al final, como si le estuviera hablando a un niño terco.

— No te preocupes, nunca más voy a ir a tu cuarto, y nunca más voy a tocarte siquiera —respondí, con el orgullo herido.

— No seas infantil Leonardo —dijo ella.

— ¡Infantil las pelotas! —Exploté— ¡Yo no soy un objeto que puedas usar cada vez que quieras, y después desecharme!

— No seas injusto, eso no es así. Simplemente te estoy diciendo que no siempre voy a estar dispuesta a coger con vos. ¿Tanto te cuesta entenderlo?

— ¡Ves como sos! —retruqué—. El otro día me aseguraste que no volveríamos a estar juntos, pero ahora insinuás que en algún momento podrías estar dispuesta. ¡Estás loca!

Finalmente fui yo el que salió, dejándola con la palabra en la boca. Me sentía atrapado en ese departamento, como si estuviera preso. Ahora que ya me había curado del covid aproveché para salir a caminar. Fui por Avenida de Mayo, desde Rivadavia hasta llegar donde terminaba, es decir unas treinta cuadras. Ningún policía me detuvo para preguntarme qué andaba haciendo por ahí. Los controles eran, en general, para los que andaban en auto o transporte público. Pensé que bien podía seguir caminando diez o quince kilómetros más. Al final, no era mala idea que Nadia se fuera del departamento. O quizás era yo mismo el que me tenía que ir. La cuestión era que la convivencia se estaba volviendo incómoda. No estaba acostumbrado a lidiar con tanta tensión sexual, y lo peor era que, de a poco, me estaba convirtiendo en la clase de hombre que más detestaba: en uno que piensa con la verga antes que con las neuronas. Además, en lo que respectaba a la pandemia pronto las cosas volverían a la normalidad, o al menos habría menos restricciones, y no podía dejar de pensar en cómo reaccionaría si ella empezara a salir por las noches. Lo primero que se me vendría a la cabeza sería que fue a encontrarse con un amante. Lo celos eran una tortura. Lo mejor sería que nos alejemos. Sí, eso debíamos hacer.

Volví sobre mis pasos, mientras el sol se iba ocultando.

Hacía bastante calor por tratarse de otoño. Me di una ducha de agua tibia, y me metí en mi habitación. Chateé un rato con los chicos. Les pregunté, como quien no quiere la cosa, si tenían un lugar disponible en sus casas. Los padres de Joaco y Toni eran muy estrictos con todo lo relacionado a la cuarentena, así que dijeron que no había manera, al menos de momento. Ni siquiera sería oportuno preguntárselos, pues seguramente se ganarían una reprimenda. Edu en cambio me dijo que no habría problemas, que su mamá era anticuarentena, y estaba convencida de que todo lo del virus era una conspiración del nuevo orden mundial. De todas formas, dejé la idea en suspenso. Una cosa era salir a caminar por la calle, pero viajar hasta la casa de Edu podría traer inconvenientes, ya que el trayecto era muy largo y era difícil imaginar que en todo ese camino no me tocaría algún control. Debía esperar al menos a que terminara la etapa más estricta de la cuarentena. Los chicos querían hacer una videollamada, pero me negué. No estaba de humor para eso. Tampoco tenía ganas de contarles que al fin me había acostado con mi madrastra, aunque seguramente se dieron cuenta de que mis preguntas estaban relacionadas con ella.

Me acosté temprano, sin siquiera ir a cenar. Nadia me envió un mensaje. Supuse que se debía a mi ausencia en la cena, pero la verdad es que ni tenía hambre, ni tenía ganas de verla, así que no le contesté.

Y sin embargo, cuando estaba conciliando el sueño, no pude evitar recordar los polvos que le había echado hacía un par de días. Realmente era descorazonador pensar que nunca volvería a repetirse esa sesión de sexo intenso que habíamos tenido. Incluso me embargó cierto temor al imaginar que en cuestión de tiempo, aquella noche quedaría en mi memoria como si no fuera más que un sueño lejano. No me quedaba más que recurrir a las viejas prácticas onanísticas, pues si no lo hacía, iba a desvelarme nuevamente. Necesitaba relajarme y dejar de pensar en Nadia. En ella, y en cada una de las sensuales partes de su cuerpo.

Escupí mi mano y unté al glande con la saliva. Sentí un placer intenso, pero que no se comparaba a lo que había sentido cuando la lengua de víbora de mi madrastra me había hecho esa espectacular mamada.

Estaba en plena paja cuando golpearon la puerta.

Retiré la mano de mi entrepierna, y la saqué con la sábana.

— ¡Qué querés! —dije.

— Necesito decirte algo con urgencia —respondió, del otro lado de la puerta.

— Okey, pasá —accedí, intrigado por eso que tenía que decirme.

Nadia entró a mi habitación. No pude evitar sentir vergüenza al imaginar que podría llegar a notar que me había estado masturbando. Quizás había un leve olor en el aire.

Traía una bandeja en donde había un plato con una porción de pastel de papas, otro más pequeño con budín de pan con abundante crema encima de él, y finalmente un vaso de vino.

— Como imaginé que eras capaz de no cenar sólo por estar molesto conmigo, te traje la comida —dijo.

Bordeó la cama, y apoyó la bandeja sobre la mesita de luz. Vestía el ceñido vestido negro que yo bien conocía. Está de más decir que era una prenda que resultaba innecesaria —y casi absurda—, dada el contexto en el que la estaba usando.

— No tengo hambre —dije, y sin esperar respuesta, agregué, tajante, señalando la bandeja—: Podés llevarte eso nomás —aunque lo cierto era que el olorcito del pastel de papa ya me había abierto el apetito.

Nadia se sentó al borde de la cama. Agarró la bandeja y la puso sobre el colchón, en medio de nosotros.

— A ver, vamos a hacer que el bebé gruñón coma algo —dijo, haciendo caso omiso a mis palabras.

Agarró el tenedor y cortó un trozo de pastel, para luego acercármelo a la boca.

— No estoy de humor para tus juegos —dije.

— No es un juego —respondió ella, sosteniendo el tenedor a centímetros de mi boca—. Si no comés algo, no voy a poder dormir tranquila.

Me acarició la mejilla con ternura. Sus ojos brillaron cuando, rendido, abrí la boca y empecé a masticar el bocado. En ese momento me di cuenta de que además de la enorme atracción física que sentía hacía ella, esos gestos cuasimaternales que tenía por momentos, me desarmaban por completo.

— ¿Te gusta? —me preguntó.

Por toda respuesta, asentí con la cabeza. Nadia agarró otro poco de pastel de papa, y me lo llevó a la boca. Mastiqué despacio, porque quería extender ese encuentro todo lo que podía. A pesar de que aún me mantenía altivo y orgulloso, no podía negar que me encantaba que haya ido a llevarme comida, y más aún, que se mostrara preocupada por mí. Ella me miraba atentamente mientras masticaba y tragaba. Me acercó el vaso de vino, y bebí un trago. No hubo palabras, sólo el sabor riquísimo de la comida mezclada con el vino dulce, y las caricias tiernas de mi madrastra.

— Quiero decirte algo, y espero que no te enojes —dijo, mientras me acercaba otro bocado—. De hecho, es posible que te lastime, pero quiero que sepas que es lo último que quiero hacer —aclaró después, generando un suspenso que me pareció innecesario.

— Decilo de una vez —dije, intuyendo por dónde venía la mano.

— Esta semana me voy —largó ella.

Por una vez me hubiera gustado que no me hiciera caso cuando le exigía algo. La frase cayó como un balde de agua fría. Fue demasiado directa y concisa. Aunque tampoco puedo negar que, aunque la hubiese adornado con un montón de palabras bonitas, la realidad no iba a cambiar. Nadia se iría. Me dejaría sólo. Se me cruzó por la cabeza recriminarle el hecho de que unos segundos antes de que empezáramos a coger me había prometido que no se iría. Pero eso ni siquiera era verdad. Sólo había dicho que se lo iba a pensar. Eso era todo.

— Quizás es lo mejor —dije—. De hecho estoy seguro que es lo mejor —agregué después.

Era cierto que pensaba eso, pero no por ello era menos doloroso. Sin embargo, a pesar de la mala noticia que me estaba dando, el momento de intimidad que estábamos teniendo no dejaba de ser algo agradable.

Nadia me miró con una expresión que reflejaba un enorme orgullo.

— Me alegra ver que estás madurando —dijo—. Y sobre lo nuestro… Fue muy lindo, pero… no creo poder darte lo que vos necesitás.

— Y qué es lo que yo necesito, según vos —quise saber.

— Alguien con quien tener una relación estable —respondió—. Yo un día puedo tener muchas ganas de acostarme con vos, pero después puedo estar una semana sin querer nada. Además… —dejó en suspenso la última frase. Parecía que no se animaba a decirla.

— Además ¿qué? —pregunté.

— Además, quizás quiera estar con otros hombres.

Cuando dijo esto dejó de acariciarme la cabeza, como si las palabras hubieran sido tan duras que ese gesto ahora parecería una burla acompañada de aquella daga que me acababa de clavar.

Ciertamente fue muy duro escucharlo, pero era algo previsible. Por otra parte, me daba cuenta de que había otra cosa que no me quería decir. Desde que tuvimos relaciones sexuales, no habíamos vuelto a nombrar a papá, pero sin embargo su presencia no nos abandonaba. Imaginé que era imposible que ella no hiciera una comparación entre nosotros. Papá había logrado mantener una relación con ella durante bastante tiempo, gracias a que aceptaba la manera de ser de Nadia. No estaba seguro de si permitía que se acostara con otros hombres, pero era una idea que por algún motivo no me parecía descabellada. Y sin embargo yo no era papá. Tener una novia a la que todo el mundo se la quería coger, era algo que me superaba. Esa relación estaba destinada a ser un tormento para mí. Además, tenía que sincerarme conmigo mismo. Lo que yo sentía por ella iba más allá de una atracción sexual. Ahora que la tenía sentada sobre mi cama, no podía negar que quería con todo mi corazón a esa mujer. Un cariño que estaba a un paso de convertirse en amor.

El plato pareció vaciarse demasiado pronto. Pero por suerte quedaba el postre. Ese encuentro se tornaba sumamente agridulce.

— Y si te prometiera que no voy a insistirte, ni a molestarte, ni a hacerte ninguna pregunta cuando salgas a algún lado, o cuando vuelvas tarde de algún lugar… si te prometiera todo eso ¿Te quedarías? —pregunté.

— Creo que ambos sabemos que eso no va a ser posible —respondió ella—. Y de hecho, es normal que no lo sea. El problema es que al estar juntos todo el día, las cosas se confunden.

Muy a mi pesar, debía reconocer que lo que decía era cierto. La idea de que yo estuviera esperando en el departamento mientras ella andaba por ahí cogiendo con otro, era algo que jamás podría aguantar. No valía la pena mentirse a uno mismo.

Nadia cortó un pedazo de budín. Se lo veía esponjoso, con la consistencia perfecta. Aún estaba tibio. Me lo acercó a la boca. Sabía tan delicioso como se veía.

La agarré de la mano, y se la acaricié. Nos quedamos en silencio unos segundos, mientras terminaba de tragar el budín. Tironeé de su mano, notando que no oponía ningún tipo de resistencia, por lo que continué haciéndolo hasta que la llevé a mi entrepierna.

— Y hoy… ¿Tenés ganas? —pregunté, mientras la hacía sentir la dureza de mi verga.

— Creo que hacerlo de nuevo sólo nos lastimaría —respondió ella, no obstante, no retiraba su mano.

— Lo que me lastimaría es que vengas a mi cuarto con ese vestidito y me dejes así de caliente.

— Ya te lo dije León, esto no funciona así.

— Yo sé cómo funciona —dije, con cierta arrogancia—. Si los dos tenemos ganas, no hay que reprimirnos. A veces es así de fácil —agregué, cerrando mi mano en la de ella, para obligarla a imitar mi movimiento y hacer que sienta mi miembro con más intensidad.

— ¿Un polvo de despedida? ¿Eso es lo que querés? —preguntó.

— Llamalo como quieras —dije—. Yo solo tengo unas ganas locas de cogerte.

Si yo lo veía como un polvo de despedida, ella probablemente lo vería como un polvo por compasión. Pero poco me importaba la excusa que nos llevaría a intimar nuevamente. lo que valía era que los dos quisiéramos hacerlo.

Hice a un lado las sábanas. Mi verga apareció desnuda, e impregnada de la saliva que le había echado hacía unos minutos.

— Qué nene travieso, haciendo estas chanchadas… —dijo ella, con una sonrisa sensual, demostrando así que había accedido.

— Chanchada es lo que vas a hacer vos —dije.

Nadia me miró sorprendida, aunque también se la notaba divertida. Seguramente se preguntaba a qué me refería, aunque no lo dijo.

— ¿Qué hacés? —preguntó después, cuando me vio que saqué el celular de debajo de la almohada, y empecé a grabar. Sin embargo, no me exigió que la apagara, por lo que seguí grabando.

Enfoqué a la bandeja en donde me había traído la comida. Metí el dedo en el plato donde estaba el budín, y lo unté con crema, para luego llevarlo hasta la boca de mi madrastra, todo esto registrado por la cámara. Ella sonrió, juguetona. Primero se resistió a separar los labios, pero tampoco corría la cara, así que empujé, hasta que ella por fin abrió la boca y empezó a chupar el dedo, para dejarlo totalmente limpio, cubierto por una capa de su saliva. Miró a cámara, con un gesto provocador.

— Está rica la crema ¿Eh? —dije. Ella asintió con la cabeza.

Entonces agarré una cantidad mucho mayor de crema. Pero en lugar de llevársela a la boca, dirigí la mano a mi entrepierna. Unté mi verga, desde la base del tronco hasta el glande, de crema. Nadia rió a carcajadas. Me hacía feliz verla así, divertida y excitada.

Hice a un lado la bandeja, dejándola en el suelo junto con los platos y el budín sin terminar de comer.

— Bueno, vos me trajiste el postre, pero yo te doy el tuyo —dije.

Mi madrastra se inclinó. Ahora desde la pantalla del celular veía mi propia verga cubierta de crema, mientras el rostro de Nadia se iba acercando a ella. Observó mi miembro con curiosidad. Arrimó su cara con cautela. Me miró con una sonrisa traviesa dibujada en su rostro, y luego miró a la cámara, con cierta vergüenza, como diciéndose “no puedo creer lo que estoy a punto de hacer”. Sacó la legua y la pasó a lo largo del tronco, llevándose así una buena cantidad de crema a la boca. La tragó, mientras hacía contacto visual conmigo. No perdió mucho tiempo, largó otro lengüetazo. El tronco iba quedando de a poco impregnado de saliva, mezclada con la crema que iba quedando en el camino. En efecto, era una verdadera chanchada la que estaba haciendo Nadia, pero a ambos nos gustaba.

En el glande había una cantidad considerable. Nadia lo succionó, como si fuera un chupetín. Se ensañó con la cabeza, parecía que no quería soltarla, como si fuese la última pija que se iba a meter en la boca. La sensación en esa zona era extremadamente intensa. Extendí la mano, metiéndola por debajo del vestido, para encontrarme con las turgentes nalgas que a esas alturas ya conocía muy bien. Me aferré a esos glúteos, estrujándolos con fuerza cuando el trabajo que ejercía ella sobre el glande se tornaba tan potente que resultaba casi doloroso.

Nadia por fin liberó mi verga, haciendo un sonido de sopapa al hacerlo. Casi la había limpiado por completo. Sólo había quedado crema en la base del tronco. Supuse que no quiso lamer ahí, ya que en esa parte comenzaban a aparecer los vellos púbicos, y no quería tragarse ninguno.

— Estaba muy rico —dijo, mirando a cámara. Sacó la lengua, con picardía, dejando ver que había quedado blanca. Corté el video, ya que si seguía grabando hasta que eyaculara, se haría demasiado largo.

A pesar de que había interrumpido su mamada, ya tenía su mano envuelta en mi verga, y comenzaba a masturbarme. Era evidente que tenía tantas ganas de que la coja, como yo de metérsela en todos sus agujeros. Pero por esta vez —quizás considerando que mi tristeza me daba derecho a ello—, sería egoísta, y me preocuparía por satisfacer mis propias necesidades antes que las suyas. Aunque claro, eso no quitaba que en definitiva ambos queríamos la misma cosa.

Levanté su vestido. Escupí mi mano y froté la raya de su orto.

— Hoy quiero todo —dije—. Hoy quiero meterme en cada rincón de tu cuerpo. Quiero conocer hasta tu último escondite.

Ahora mi dedo índice se detuvo en la entrada del ano. Se frotó en el anillo de carne que anunciaba la entrada hacía el lugar más inaccesible de una mujer. Nadia se inclinó, y empezó a mamar de nuevo. Yo empujé el dedo, muy despacio. Se sentía cierta presión, mientras se enterraba, milímetro a milímetro. No obstante, no era suficiente resistencia como para no seguir avanzando. Más bien al contrario. Me daba la impresión de que podía enterrar el dedo al completo de un solo movimiento. Pero tampoco quería exagerar y terminar lastimándola. Además, se sentía más agradable al tomarme mi tiempo.

Mientras mi madrastra me comía la pija, el dedo se iba enterrando en ella. La primera falange se introdujo sin ningún inconveniente. Hice movimientos circulares, confirmando lo que ya sospechaba: aquel agujero podría tolerar que se metiera en él algo de un diámetro bastante mayor a mi dedo. Además, la actitud sumisa de Nadia me hacía pensar que estaba dispuesta a recibir más que mi dedo. Así que ahora lo enterré hasta la segunda falange de un solo movimiento. Nadia soltó la verga y largó un gemido.

— Te gusta hacerlo por el culo ¿cierto? —dije.

En realidad, ya sabía la respuesta, pero me generaba mucho morbo escucharla de su boca. Al que nunca le había llamado mucho la atención hacerlo por esa prieta hendidura era a mí, pero estar con Nadia implicaba caer en la absoluta lujuria, y desear llevar a cabo las prácticas sexuales más morbosas.

— Sí —susurró ella, casi con timidez, para luego seguir comiéndose la pija.

La perforé más y más con el dedo. Cuando le enterré la segunda falange dio un respingo, y hasta me raspó con los dientes. Pero siguió mamando mientras yo sumergía mi delgada extremidad hasta lo más hondo de ese pozo del placer. Finalmente el dedo entró al completo, cosa que generó que los otros dedos, cerrados en un puño, chocaran con su trasero. Y fue ahí cuando empezó el verdadero juego. Porque empecé a cogérmela con el dedo. Lo sacaba, casi por completo, sólo para después volver a hundirlo de un solo movimiento.

La sensación era increíble. Sentía cómo ese orto apretaba mi dedo, pero sin embargo podía enterrárselo sin ningún problema. Escupí abundante saliva sobre él, y además se iba dilatando, por lo que mi pequeña arma atravesaba su ojete como si fuera un túnel resbaladizo por el que podría entrar cualquier cosa. El puño chocaba contra el imponente orto. Nadia arqueaba la espalda y se hamacaba hacia adelante, producto de la violencia con la que ahora entraba el dedo en ella. Y gemía. Gemía y así exteriorizaba el goce que sentía mientras hurgaba en aquella hendidura secreta. Ya no podía seguir mamando, pues la penetración ahora se tornaba violenta.

La agarré del pelo, con cierta brusquedad, y la acerqué a mí.

— Ahora te voy a coger por el orto —le dije al oído, casi como si fuera algo amenazante, aunque en Nadia no operó ni de lejos un sentimiento de ese tipo, más bien parecía ansiosa porque yo concretara mi promesa.

Ella se limitó a asentir con la cabeza. Mi verga ahora estaba repleta de la saliva de mi madrastra. Interrumpí nuestro goce durante un momento. Fui al baño, y en cuestión de unos segundos me lavé la verga, dejándola reluciente. Ella me esperaba en la posición adecuada: en cuatro patas, arqueando la espalda, sacando culo.

Abrí el cajón de la mesita de luz. Saqué un gel lubricante y me puse un poco en la verga, y otro poco lo unté en el orto de Nadia. Me coloqué de rodillas, detrás de ella. Arrimé mi verga. Apunté al agujero, que ahora parecía demasiado pequeño. Con una mano la agarré de la cadera, y con la otra seguí sosteniendo la verga, para asegurarme de que, cuando hiciera el movimiento pélvico, no saliera disparada a cualquier parte. Empujé. El glande se apoyó en el ano. Empujé más. Ahora las dos manos se apoyaban en ambas caderas. Le di una nalgada, y empujé más.

La cabeza se hizo espacio en ese pequeño orificio. Ya estaba adentro de ella, practicando una de las formas más obscenas del sexo. Mi exnovia nunca me hubiera entregado el culo, y yo jamás se lo hubiera pedido. Pero con Nadia todo era diferente. Con ella todo era mejor, más intenso y más placentero. Si bien me volvía loco con sus idas y vueltas, una vez que nos encontrábamos en la cama, se mostraba predispuesta a todo lo que le pedía, cosa que de hecho me daba un poco de miedo.

No dijo nada sobre el hecho de que estaba dándole maza sin preservativo. La lujuria y la depravación ya se habían apoderado de nuestros corazones, y lo único que nos interesaba era dejarnos llevar por ellas.

Empujé más. El gemido de Nadia me enloquecía a tal punto de que sentía el impulso de metérsela entera de una vez por todas. Pero no iba a lastimarla. Nunca lo haría. Así que me metí en ella, muy despacito. Avanzando milímetro a milímetro. Retrocediendo cuando me daba la sensación de que había llegado a su límite, para luego hundir mi verga de nuevo, esta vez un poquito más a fondo.

Ahora me aferré a sus nalgas. Las estrujé. Estiré con violencia su piel tersa, mientras le enterraba una y otra vez mi poronga. Se la metí casi hasta la mitad, viendo las venas de mi miembro perderse en su culo. Pero cuando intentaba avanzar más, Nadia me golpeaba los muslos para indicarme que hasta ahí aguantaba.

Me iba a quedar con las ganas de cumplir la fantasía de metérsela por completo, hasta que sintiera mis testículos. Pero qué más daba. Ver su hermoso cuerpo reaccionar al enculamiento que le estaba pegando, escuchar sus gemidos de placer que contenían una pequeña dosis de dolor masoquista, y oírla decir cada tanto, entre jadeos “Sí, haceme el orto”, era más que suficiente para que esa noche no se me borrara nunca de la memoria.

La agarré de las manos. Hice que estirara los brazos hacia atrás, y agarrado de ellos, como si fuera la correa de la montura de un caballo, meneé mi pelvis, sin dejar de mirar ese precioso culo que estaba siendo violado por mi miembro.

Desde el departamento de arriba alguien golpeó el suelo, como para advertirnos de que los ruidos que hacíamos —sobre todo Nadia al ser penetrada—, eran escuchados por ellos. Pero como es natural, nos importó un pepino. Al final, las malas lenguas del edificio confirmarían sus teorías: en ese departamento había una joven mujer que se acostaba con su hijastro. No quería imaginarme las mentiras que se desprenderían a partir de esa verdad, pero como dije, en ese momento no me importaba nada de eso. En ese momento sólo quería penetrar el culo de Nadia, y escuchar esos aullidos, mezcla de goce y sufrimiento.

— Voy a acabar. Te voy a llenar el culo de leche. Te voy a acabar adentro —avisé.

No me dijo nada, sólo se limitó a seguir gimiendo mientras recibía mis embestidas. Pero de todas formas no había sido una pregunta, sólo le estaba diciendo lo que iba a hacer. Tiré más de sus brazos. Sentí el calor en mi entrepierna. Largué un grito de guerra mientras el semen salía disparado adentro del trasero de mi madrastra.

Nadia cayó rendida, ahora completamente apoyada en la cama. Yo solté sus brazos y, agotado, me desplomé encima de ella. Nos quedamos unos minutos así: yo adentro de ella, pegados, como si fuéramos una sola persona, hasta que sentí cómo mi miembro se tornaba fláccido. Lo retiré lentamente. Vi que mi verga salía impecable. Del pequeño agujero se veía el semen. Nadia se salió de la cama y se fue al baño. Estando de pie, el vestido que hasta hacía un momento estaba a la altura de su cintura, cayó para cubrirla. Pero mientras salía de la habitación, vi cómo un hilo se semen se deslizaba lentamente por su pierna.

Suponiendo que necesitaría su privacidad, fui al otro baño a lavarme nuevamente. Cuando volví, ella estaba sobre mi cama, de costado, como la primera vez que hicimos el amor, sólo que esta vez no sería necesario correr las sábanas para ver su desnudez.

— Tenés un cuerpo increíble. Nunca te lo había dicho ¿no? —comenté.

— No. Pero no necesito que me lo digas —respondió ella.

— Una respuesta típica de vos —dije. Me subí a la cama, también desnudo, le di una nalgada y la abracé por detrás.

— Si me vas a coger de nuevo, más vale que te pongas un preservativo, sino, me voy a mi cuarto —dijo.

— Cuál es el apuro —comenté, acariciando su piel, recorriendo su brazo con las yemas de mis dedos.

No dijimos nada durante un tiempo. Sólo se escuchaba nuestra respiración, y muy a lo lejos algunos ruidos típicos de la ciudad. Acaricié su cadera. La curva que hacía su cuerpo en esa zona era increíblemente pronunciada. Mi mano pareció estar recorriendo una montaña rusa. Corrí su pelo a un costado, y le di un beso en el hombro. Apoyé mi mano en su nalga. Esta vez la froté con delicadeza, con ternura, haciendo movimientos circulares en ella. Había hecho con mi madrastra todo lo que cualquier hombre heterosexual que la conozca sueña con hacerle. Suponía que se había acostado con muchos hombres, pero sabía que eran muchísimos más lo que la deseaban y jamás le tocarían un pelo. Yo ahora estaba en la primera lista, y sin embargo, la inminente separación me sumía en la melancolía.

Acaricié su cabello, y como consecuencia le hice masajes a su cabeza.

— Eso me gusta —murmuró.

— Entonces por eso me lo hacías a mí —dije yo—. Porque querías que yo te haga lo mismo.

Ella resopló por la nariz.

— A veces sonás como un niño. Quién diría que acabás de hacer lo que hiciste —comentó ella.

— Y no tenés idea de las cosas que te haría, y que todavía no hicimos —dije, alardeando, mientras llevaba mi mano a sus turgentes senos.

— Después del sexo anal no hay muchas cosas por explorar. Todo termina siendo meter tu pirulín en todas mis hendiduras. Lo que hace la diferencia es la manera en la que se hace el amor, la piel que haya entre nosotros, la química…

— Pero si entre nosotros hay mucha química —dije, liberando su teta para deslizar la mano lentamente por su abdomen, hasta llegar a su entrepierna. Metí el dedo en su sexo—. Mirá vos quién todavía se quedó con las ganas de acabar —dije, sintiendo el abundante flujo vaginal que había largado.

— Me gusta por el culo, pero nunca acabo al hacerlo por ahí —dijo, sin tapujos.

— Pues vamos a hacer algo al respecto —dije yo, sintiendo cómo mi verga ya se ponía tiesa de nuevo.

Di media vuelta. Abrí el cajón de la mesa de luz y saqué un preservativo. Rompí el paquete con los dientes.

— ¿Ya no me odiás? —me preguntó ella inesperadamente.

— Realmente nunca te odié —dije con sinceridad—. Quizás al principio creí que te odiaba, pero sólo era desconfianza. La desconfianza que se tiene a lo desconocido. La verdad es que te quiero, y no tenés idea de lo mucho que te voy a extrañar.

— Yo también te voy a extrañar mucho —aseguró ella.

Sin embargo, ninguno de los dos mencionó la posibilidad de que siguiera viviendo conmigo. Estaba claro que después de lo que había pasado entre nosotros, si se quedaba, la relación sería diferente. Algo parecido a una pareja. Pero yo no estaba preparado para salir con alguien como ella, ni Nadia estaba dispuesta a ceder su libertad por mí. Éramos un dúo destinado a dividirse.

Me coloqué el preservativo. Manipulé mi verga hasta encontrar la posición adecuada. La agarré de las caderas, y empujé. La verga entró con una facilidad inusitada. Nadia se mantenía recostada de costado, en una posición casi fetal. Si el enculamiento había sido salvaje, ahora todo era piel y ternura.

Mientras entraba en ella la agarré del mentón y la hice girar. Nuestras miradas se encontraron. Le di un beso que se prolongó hasta que nuestras mandíbulas se cansaron. Hice un movimiento pélvico, sintiendo cómo mi miembro la invadía por completo. Vi su rostro, que estaba a milímetros del mío, transformado por el goce. Le di otro beso. Y luego besé su hombro, y su mano, como si fuera una dama de tiempos remotos. Sentí el impulso de decirle que la amaba, pero por suerte no alcancé a hacerlo. Eso podría haber arruinado el momento.

Ahora los gemidos que soltaba Nadia eran suaves. Dudaba de que pudieran ser escuchados por los vecinos de arriba. Cuando sentí que la cosa iba a llegar a su final, la penetré con mayor ímpetu.

— Sí, así, así —decía mi madrastra, cosa que me excitaba más de lo que ya estaba, si es que eso era posible.

Sin embargo, no fue demasiado lo que pude aguantar a semejante ritmo. Me aferré a sus tetas, y ahora sí, haciendo gala de cierta violencia, la tumbé boca abajo, y continué con el frenético mete saca, hasta que expulsé tres potentes chorros de semen mientras aún estaba adentro de ella.

Me saqué el preservativo con mucho cuidado, y lo tiré en un pequeño tacho de basura que tenía al lado de la mesita de luz. Me limpié con papel, y volví a abrazarla. Fue ahí que me di cuenta que Nadia también había acabado. Lo habíamos hecho al mismo tiempo. Me sentí feliz al saber que había logrado satisfacerla, pero no por el típico orgullo masculino, sino que simplemente me gustaba verla así: alegre, eufórica, saciada.

Esa fue nuestra noche de despedida. Se iría al otro día. Luego volvería varias veces por sus cosas. Pero esa fue la noche en la que supimos que esa corta y extraña etapa de nuestras vidas había llegado a su fin.

Nos dimos un baño, y por supuesto, no pudimos evitar coger una vez más. Después, húmedos y con rico olor en nuestros cuerpos, volvimos a la habitación en donde se alzaba aún el olor del sexo.

Esta vez no se negó a quedarse a dormir conmigo. Pero lo bueno no era que se haya quedado, sino que realmente parecía querer hacerlo. Dormimos desnudos, abrazados frente a frente. Nuestras respiraciones parecieron sincronizarse, al igual que en ese momento lo estaban nuestras almas. Mientras me sumergí en el sueño me pareció sentir los tiernos besos que me daba en la frente y en los labios.

No sé si es posible estar feliz y triste al mismo tiempo, pero en ese momento experimenté algo que se le asemejaba mucho.



Epílogo

17 de marzo del 2022

Es de noche. Estoy en la terraza de mi departamento. Hace calor. El verano fue, al igual que los últimos años, extraño, ya que en el medio se colaron días tan fríos como los de otoño. Sin embargo la noche en la que escribo las últimas líneas de esta novela es calurosa y húmeda. Un día normal de verano. Normal…

Después de dos años la normalidad no volvió —y probablemente nunca lo hará—. Ahora veo, desde el piso once del edificio, a la gente caminando por Avenida de mayo. Los restoranes que pusieron las mesas en las veredas están abarrotados, y en las paradas de colectivos hay montones de personas esperando volver a casa. Un ajetreo urbano que me retrotrae a la época prepandemia. Pero los barbijos cubriendo los rostros de tanta gente —aunque también son muchos los que no lo usan—, me hacen sentir como en los primeros días de cuarentena, como si estuviera dentro de un film postapocalíptico.

Es cierto que la gente hace lo posible por volver a las viejas costumbres. Incluso el gobierno ya retiró casi todas las restricciones. Pero el miedo y la precaución están en todo momento presentes, visibles en los potes de alcohol en gel, y en las miradas ceñudas cuando alguien estornuda o tose. Es cierto que mucha gente —la mayoría—, actúa como si el virus le importara muy poco, pero ese no es más que un acto de rebeldía que no tendría lugar en un mundo normal.

Pero vamos a lo importante.

La separación con Nadia, como era de esperar, fue muy dura. Es curioso que ya sea mucho más el tiempo que pasó desde ese momento, al tiempo en el que estuvimos bajo el mismo techo: apenas un par de meses. Pero ese corto lapso lo tengo fresquito en mi memoria, como si hubieran pasado apenas un par de días desde que andaba por la casa, semidesnuda, moviendo su perfecto orto de aquí para allá.

Una vez que se llevó todas sus cosas, no la volví a ver por medio año. Yo no le escribí durante ese tiempo, pero no por orgullo, sino porque me parecía mejor dejar las cosas así. Y sin embargo había algo que teníamos pendiente, algo que en su momento fue lo que dio inicio a esta historia. Así que me vi en la obligación de enviarle un mensaje.

Estaba nervioso, pues la recibiría en ese departamento que contenía todos los recuerdos de lo que había sucedido entre nosotros. Nadia llegó un sábado después del mediodía. Era primavera. Se había puesto un vestido blanco con estampado de flores. Una prenda que se me hacía muy inusual en ella, ya que, si bien tenía su sensualidad, me generaba cierto aire angelical que contrastaba con lo que normalmente me hacía sentir.

—Hola León —dijo, desde el umbral de la puerta, con una sonrisa triste en su rostro.

—Hola —saludé, y luego de di un abrazo—. ¿Querés tomar algo? —pregunté.

No quería nada. Parecía que tenía prisa, o quizás quería aparentar que la tenía. Nos sentamos en el ******. Ambos en el sofá grande.

—En serio León, no hace falta que sea ahora, tomate tu tiempo —dijo ella.

La había citado para que arregláramos de una vez la deuda que había heredado de papá. Nadia tenía el departamento a su nombre, y no me lo iba a ceder hasta que terminara de pagarle. Al menos eso era lo que me había dicho en su momento.

—Pero prefiero empezar a pagarte ahora —dije, entregándole un sobre cerrado que contenía un fajo de billetes—. No es que desconfíe de vos, pero cuanto antes tenga el depto a mi nombre, más tranquilo voy a estar.

Ella agarró el sobre y lo metió en su cartera.

—¿Y vos cómo estás? —me preguntó.

—Bien. Pero quisiera pedirte algo —dije.

—Lo que quieras —respondió ella.

—Sacate el vestido. Ponete en bolas.

Nadia rió. Se puso de pie, para marcharse. La agarré de la parte inferior del vestido. Ella siguió caminando en dirección contraria a la que yo tironeaba. La tela estuvo a punto de romperse.

— No me hagas decirte lo mucho que te extrañé, y lo mucho que necesito estar con vos, ahora que te tengo tan cerca. No me hagas explicártelo, porque no me saldrían las palabras —dije, desesperado. Tironeé más del vestido, dispuesto a hacérselo trizas si es necesario.

Nadia dio marcha atrás, y se colocó frente a mí. La abracé, sentado como estaba. Rodeé su cintura, pero enseguida una mano se metió por debajo del vestido. Después de tanto tiempo, tenía nuevamente el tremendo orto de mi madrastra en mis manos.

—Veo que seguís siendo el mismo niño de siempre —dijo Nadia—. Las cosas no son como vos querés que sean. Al menos no siempre van a ser así.

Me miró con seriedad a los ojos, como esperando a que yo dejara de hurgar en su orto. Haciendo un esfuerzo inmenso, las solté.

—Tenés razón —reconocí—. Pero por favor andate. Ahora no te puedo tener tan cerca sin poder cogerte. Te prometo que la próxima vez me voy a comportar, pero ahora no puedo. Ahora tengo unas terribles ganas de desnudarte y cogerte duro sobre el sofá, así que por favor andate —pedí, casi suplicando.

—Bueno, nos vemos el mes que viene —dijo ella, pero luego pareció recordar algo—. ¿De qué estás trabajando que ganás tan bien?

—Vendo merca —le dije.

Por suerte pude sacarle una sonrisa antes de que se fuera.

En el tiempo postNadia, me dediqué al estudio y a jugar a la PlayStation con Joaco y los demás. Si bien las clases de la universidad fueron virtuales, me servían para no estar pensando todo el tiempo en ella. Por otra parte mi rigidez con respecto a la cuarentena había disminuido mucho, así que incluso organicé pequeñas reuniones con los chicos, donde jugábamos a los videojuegos y nos contábamos nuestras cosas.

Pero con respecto a mi madrastra no era mucho lo que podían aconsejarme, ya que, aunque Toni y Edu quisieran dárselas de grandes conocedores del sexo femenino, no tenían idea de lo que pasaba por la cabeza de Nadia.

—Vos estás enamorado chabón —dijo Edu una vez, cosa que ni negué ni confirmé, pues yo mismo no tenía la respuesta.

Un mes después Nadia volvió por su sobre. Me llamó la atención el hecho de que usara el mismo vestido del que yo la había querido despojar la vez anterior.

—¿Y seguís viviendo con Tamara? —pregunté, mientras nos sentábamos en el sofá.

Esta vez Nadia me aceptó una birra. Pensé que se sentaría en uno de los sofás individuales, por temor a que estando tan cerca de mí, yo empezara a manosearla. Sin embargo ahí se quedó. Hasta podía sentir el rico perfume de su cuello.

—Y ¿Estás saliendo con alguien? —pregunté.

—No, con nadie en particular —dijo ella.

—Pero te estás viendo con alguien —afirmé yo, pero inmediatamente me arrepentí de mis tontas palabras—. Perdón. Claro que te ves con alguien. Debés tener una fila de tipos que quieren salir con vos.

—No sé qué pensarás de mí, pero no soy una mujer que ande cogiéndose a todo hombre que se le cruza solo porque puede hacerlo —dijo ella.

—Bueno, en eso tenés razón. Hay muchas cosas que no sé de vos —afirmé.

—Sólo estoy con quien me haga sentir bien —dijo ella.

—¿Entonces no te sentiste bien cuando estuviste conmigo? —pregunté.

—Qué tonterías decís a veces. Si no me hubiera sentido bien, no habría estado dos veces con vos —dijo.

—Pero nunca volvimos a coger —le recordé.

—¿Seguís siendo tan posesivo como antes? —preguntó.

—Si por posesivo te referís a que no me gusta que se cojan a la mujer con la que cojo… sí, sigo siéndolo —respondí.

Nadia soltó una carcajada.

—De todas formas, casi no me escribís —dijo ella—. Para serte sincera, pensé que te ibas a convertir en un pesado más, y te aseguro que de esos tengo un montón. Al final, sos más maduro que la mayoría de los hombres que conozco. Y todos son bastante mayores que vos.

—Así que ya no pensás que soy un niño —dije.

—Sólo a veces lo sos. Pero supongo que todos lo somos.

Se puso de pie frente a mí. El movimiento que hizo fue muy veloz. De un momento para otro, el vestido terminó cayendo al piso. Nadia aparecía con una ropa interior blanca. La agarré de la cintura y la atraje hacia mí. Le di un beso en el ombligo. Miré desde abajo su rostro. El pelo rubio le caía hasta llegar a rozar mi hombro. Agarré el elástico de la bombacha y tironeé hacia abajo, hasta que quedó a la altura de los talones. Acaricié su pelvis. Estaba depilada. Recién depilada.

—¿Lo hiciste por mí? —pregunté.

—Qué egocéntrico —respondió ella—. Pero sí, lo hice porque sabía que íbamos a coger —aclaró después.

—Me parece que la egocéntrica sos vos —dije.

—¿Entonces me equivoqué? ¿Querés que me vaya? —preguntó ella, con una sonrisa malvada.

Por toda respuesta, enterré mi cara entre sus piernas.

Nadia me visitaba todos los meses, para llevarse el sobre. Otras tantas aparecía solamente para tomar unas cervezas, o alguno de los vinos que había dejado papá —aunque ya quedaban pocos—. A veces tenía ganas de hacer el amor, a veces no. Me gustaría decir que me di el lujo de ser yo el que la dejaba con la calentura sin poderla desahogar, pero lo cierto es que ya no pude volver a emular lo que había hecho aquella vez en la ducha. Ahora, cuando estábamos a solas, me resultaba imposible negarme a montarme a esa alucinante yegua.

Como había dicho la propia Nadia, llega un punto en el que coger se reduce a meter la verga aquí o allá, pero, a pesar de que no estuve con muchas mujeres —de hecho, apenas me cogí a un par de compañeras de la universidad en estos dos años—, estar con ella era algo de otro nivel. Algo que iba más allá de lo físico.

De a poco, los encuentros con ella se fueron haciendo menos espaciados. Tal es así que hay semanas en las que nos vemos varios días. A veces incluso se queda a dormir. Yo dejé mis pretensiones y exigencias, y me conformé con lo que me daba, y fue gracias a esto que Nadia se sintió lo suficientemente cómoda como para permitirme —y permitirse—, disfrutar de estar juntos el mayor tiempo posible.

—No hay nadie más —me susurró una noche en la que se había quedado a dormir en el departamento—. No hay nadie más —repitió.

Yo fingí que me había quedado dormido. Pero creo que no pude disimular la sonrisa que me produjo esas dulces palabras. Fue ahí que empecé a fantasear con tener un futuro con Nadia: volver a vivir juntos. Hacer el amor hasta que los vecinos golpearan el piso para avisarnos que estábamos haciendo mucho ruido. Entrar en cada rincón de quien fuera mi madrastra, y acabar en cada uno de los espacios de la casa.

……………………………………………………………

Y así termina esta historia, con el final abierto, porque creo que es demasiado pronto para afirmar que viviremos felices para siempre…

—Qué tanto es lo que estás escribiendo —escucho que me dicen desde el ******.

Nadia sale a la terraza. Yo estoy sentado, mirando la ciudad, con la notebook sobre una pequeña mesa, tratando de pensar en cuál es la mejor manera de terminar con esta novela.

—Nada… Es sólo una historia postapocalíptica, nada que te vaya a interesar —le respondo.

Está vestida con una calza corta que, por supuesto, se adhiere a su cuerpo como si fuera un guante. Arriba, un top lila. Me había olvidado de que esa era su prenda favorita. Hace poco se anotó en un gimnasio que queda cerca, así que aprovechó para pasar a visitarme. Le di las llaves para que luego volviera. Está transpirada. Una verdadera puerca mi madrastra.

—Y de qué trata —quiso saber.

—De un adolescente de diecinueve años que, inesperadamente, se encuentra en medio de una pandemia que convierte en zombis a medio mundo. Y por esas cosas de la vida, se ve obligado a convivir con su detestable madrastra —le respondo.

—¿Y por qué es detestable?

—Porque se cree la dueña de la casa. Deja sus tangas mojadas en el baño, es torpe, y se la pasa provocando al pobre chico.

—Me suena a que el chico es muy dramático —responde ella, y luego agrega—. ¿Hace falta que estés escribiendo mientras hablamos?

—Es que justamente estoy escribiendo lo que estamos hablando… y lo que estamos haciendo —explico.

—Pero no estamos haciendo nada interesante —replica ella.

—Entonces tendríamos que hacerlo —Me preparo para estirar la mano y atraerla, hasta hacerla sentar en mi regazo—. ¿Ves? —le digo una vez que le tengo encima de mí, sintiendo su macizo orto en mis piernas.

—¿Macizo orto? —dice ella, indignada—. Qué manera tan vulgar de describirme.

—Es que ya describí tu culo de miles de maneras, y no se me ocurren otras —le digo, y luego le doy un beso en la mejilla.

—Fue más bien en el mentón —corrige ella.

—No importa, da lo mismo. Uno puede darse el lujo de cambiar algunas cositas, mientras lo esencial de la historia sea real.

—¿Y vos cambiaste muchas cosas? —pregunta.

—No. Salvo que describí mi pene como uno de veinticinco centímetros, y aseguré que aguantaba dos horas cogiendo.

—Entonces es un relato de fantasía —se burla ella.

—Bueno, vamos a hacer algo más divertido… Por los lectores —propongo.

Nadia se baja de mi regazo. Se agacha, quedando en cuclillas. Lleva la mano a mi verga, que ya se puso tiesa con el contacto que tuvo con su culo. Abre el cierre del pantalón. Es la primera vez que lo hacemos en el balcón. Es una idea tan trillada, que la omitimos, pero ahora el momento lo amerita. Corre el calzoncillo hacia abajo. Mi verga aparece, saliendo como resorte.

—Qué hermosa pija. Yo diría que en realidad tiene veintisiete centímetros —bromea Nadia, acercando sus labios al glande. Lo hace con una lentitud exagerada, como si quisiera darme tiempo a que escriba todo con lujo de detalles.

Ahora lo lame. Me mira, mientras sigo tecleando. Acaricio su rostro con ternura. Es una hermosa noche de luna llena. Todavía se escucha el ruido de la ciudad. Veo el cartel luminoso de Ramos Mejía. Aún hay un montón de gente que sale y entra de los colectivos y de la estación de trenes. No me atrevo a mirar al edificio de enfrente. Si hay alguien mirando, que lo disfrute, porque difícilmente se va a encontrar con una situación así en otro momento, porque gente que coge en la terraza hay mucha, pero mujeres como Nadia haciendo una mamada a un pendejo de veintiún años. Eso no se ve todos los días.

Nadia masturba mientras embadurna mi verga con saliva. Sin dudas este es un buen final. Quizás pasaron quince minutos, no lo sé. Pero largo mi semen en ella.

Tal vez porque se da cuenta de que este es un polvo especial, por primera vez desde que empezamos a coger, se traga hasta la última gota.

Se pone de pie. Luego se coloca a mis espaldas, y me abraza por detrás. Lee los últimos párrafos. Me da un beso en la mejilla.

—Sos lo mejor que me pasó durante la pandemia —dice, susurrándome al oído.

—Y vos sos lo mejor que me pasó a mí.

Fin
 

yesod2006

Pajillero
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Excelente relato, en el original, describe en quien se inspiró el autor para hacerlo, pero yo pongo mi versión, a ver que opinan.Ver el archivo adjunto 7501
 
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