Aquel día iba más salido y caliente que el pico de una plancha. Había pasado todo el día con un cliente muy importante para la empresa. Mi jefe me había insistido en que tenía que camelárselo como fuese y que tenía que cerrar la venta. El tipo era un colombiano viejo y forrado que, por lo que sospechaban, estaba tratando de blanquear dinero del narcotráfico o algo similar. A fin de cuentas, a efectos de la empresa era lo mismo. Lo único que les interesaba era cerrar las ventas y eso era lo único importante.
Después de comer en un muy buen restaurante, cuando ya lo tenía de alcohol a punto de caramelo, el tipo me insinuó algo acerca de mojar el churro y similar. Como ya me conocía el asunto de otros clientes por el estilo, me lo llevé a un burdel de lujo donde nos tiramos más de cuatro horas follándose a una pareja de gemelas búlgaras de una veintena de años, con tetas siliconadas y un entusiasmo fuera de toda duda. El problema fue que la mezcla de alcohol, viagra y otras sustancias, me había dejado la polla como un mástil y fui incapaz de correrme durante la maratoniana sesión de sexo. Y eso que las chicas eran muy buenas profesionales, hacían de todo y se dejaban hacer de todo. La cosa me fue crispando cada vez más. Sobre todo al contemplar a aquel vejestorio al que estaba acompañando que, con su minipolla, consiguió correrse tres veces con las chicas. Eso sí, con eyaculaciones birriosas y aguadas, pero el tipo parecía la mar de satisfecho.
Al final, cuando el hombre se dio por satisfecho, nos fuimos de allí. El encantado y firmando el contrato en el taxi con el que lo acompañé al hotel y yo contento por la venta, pero muy cabreado por estar todavía con el rabo como una piedra y los huevos rebosantes de leche preparada para salir.
De modo que con aquella erección de caballo acudí a donde tenía claro que me iban a drenar bien las bolas. Tuve que tocar el timbre, no llevaba las llaves en aquel momento. Me abrió mi madre. Al verla con aquellos rulos, en zapatillas y con aquella bata fina que se traslucía con las lámparas del recibidor, mostrando sus enormes y colgonas tetazas sin sujetador y su silueta de jamona, la polla me dio un nuevo respingo.
La miré como el león mira a una gacela antes de zampársela, empezando a salivar. La putilla se debió dar cuenta, porque, medio asustada, me preguntó:
—Pero, ¿qué haces aquí? ¡Hoy no es viernes! —los viernes era el día en que acudía a follármela. El viejo tenía torneos de petanca y luego cena con los de la peña por lo que la jamona tenía toda la tarde y parte de la noche libres.
—Me importa una mierda, mira cómo voy —le señalé mi tienda de campaña y ella abrió los ojos como platos, sorprendida por la presión de mi polla en el pantalón, perfectamente delineada.
—Ya, pero está tu padre en el salón… No podemos… —de fondo se escuchaba la televisión, un concurso o algo similar.
—¿Quién es, Maruja? —se oyó gritar al viejo desde el sofá.
—Es Carlos —respondió mi madre, al tiempo que improvisaba una excusa—, viene a que le ajuste los bajos de un pantalón.
—Bien jugado, zorrita —le dije, al tiempo que la acercaba para que notase la presión de mi tranca y, al tiempo, empezaba a meterle mano a base de bien—. Muy sexy la indumentaria, putilla, me encantan estos rulos —añadí con algo de sarcasmo.
Ella me miró sin perder la cara de susto, pero tampoco dejó pasar la ocasión de frotar su tripa con mi polla. Seguro que ya estaba empezando a soltar babas por el coño, conociéndola…
—Anda putilla, vamos para dentro que tengo que correrme o me van a reventar los huevos.
Al tiempo que hablaba la cogí del cuello con fuerza y, desde detrás, sin dejarle opción la fui llevando al interior de la casa. Antes de llegar al dormitorio teníamos que pasar inevitablemente por el salón, donde el viejo estaba viendo la tele. Aflojé la presión del cuello de mi presa, pero sin dejar opción para que escapase, por si acaso se le había ocurrido volver al sillón junto a mi padre. Una precaución innecesaria, porque, como dije antes, el coño ya le estaba chorreando, como pude comprobar minutos después, de modo que no hizo ningún amago de huida. Es más, contribuyó a engatusar al cornudo.
Tras saludar a mi padre, decliné su oferta de sentarme con ellos a ver la tele, con la excusa de que tenía poco tiempo y había que arreglar los ficticios pantalones que me tenía que llevar para una reunión al día siguiente. Mi madre me siguió el rollo y remató la faena:
—Vamos a la habitación del medio —era donde tenía la máquina de coser. También había un sofá viejo que nos iba a venir de perlas para hacer crecer algo más la cornamenta del pobre pardillo de mi padre—. Allí le podré ir arreglando el pantalón y se lo podrá probar.
—Vale, vale, yo seguiré viendo este programa que me gusta.
—Claro, papá, sólo estaré media horita o así —«lo que me dé tiempo para vaciar bien los cojones, cabrón», pensé, al tiempo que, ya en el pasillo, me puse a sobar a base de bien el pandero de la puerca de mamá. Se notaba que no esperaba mi visita, porque se había puesto unas bragas grandotas y feas, en lugar de la lencería de guarra que solía lucir los viernes, cuando venía a cepillármela. Daba igual, no tarde en arrancárselas de un fuerte tirón, incluso antes de entrar en el cuarto de costura. Ella lanzó un gritito al ver mi agresividad, pero no pareció demasiado molesta. Ya sabía de qué iba el tema.
—¡Joder, Carlos, cómo vas hoy! —me dijo ya en la pequeña habitación en cuanto vio cómo estaba mi rabo, tenso como un obelisco.
—Sí, es que he tomado algunas pastillas de esas para la polla…
—Pero si a ti no te hacen falta, hijo —mi madre, que ya se había quitado la bata y estaba en pelota picada, se había sentado en el sofá y estaba empezando a pajearme, antes de arrodillarse entre mis piernas, escupir un par de veces en mi polla y comenzar una mamada vertiginosa, muy de su estilo.
—No, claro que no me hacen falta, guarrilla —le respondí, antes de concentrarme en su mamada—, pero era por no dejar de lado al cliente. Así que, si él se tomaba una pastilla, yo otra… En fin, es lo que tiene ser educado.
Mi madre empezó a tragarse la polla hasta la campanilla, chorreando babas y haciendo un ruido muy estimulante que me puso a cien.
—¡Joder, Carlos! ¡Qué sabor más raro! ¿A qué te huele el rabo? —preguntó mi madre arrugando la nariz en una breve pausa de la mamada, antes de darle un repaso a mis huevos.
—A culo de búlgara, mamá —le respondí entre risas. Después le agarré el pelo con fuerza y le hice bajar la boca para que me comiera un poco el ojete, como a mí me gusta—. No te hagas la remilgada, que con lo guarra que eres seguro que le acabas encontrando el gusto.
Ella, obediente, se dejó de chorradas y empezó a comerme el culo, penetrando con la lengua tiesa en mi ano, mientras con su manita se agarraba con fuerza a mi ensalivada polla.
La verdad es que tenía claro que le iba a llamar la atención el olorcillo de mi polla. Horas antes, como me estaba costando horrores correrme con las putillas, al final me quité el condón y empecé a taladrarle el ojete a una, alternando con la boca de su hermanita. Nos las estábamos follando a cuatro patas, uno enfrente del otro, con lo que me bastaba sacar el rabo de la puta para incrustárselo en la boca de la otra. No pusieron ninguna pega, está claro que pagando San Pedro canta, como suele decirse. Aun así, no conseguí correrme con las gemelas. A medida que veía que no lo iba a lograr me ponía más nervioso y la erección se mantenía inalterable. Eso me enrabietó bastante. Estaba tan cabreado al final que ni siquiera me duché. Ve vestí así tal cual, con la polla pringosa de las putas y, tras devolver al cliente a su hotel, me dirigí a casa de mis padres para culminar la jornada. Sabía que a mi madre no le haría gracia comerse los flujos anales de una guarra, pero me importaba un pimiento.
Además, el factor humillante del asunto de que hiciera a mi madre mamar la polla de su hijo recién salida del culo de una puta, unido al plan de hacerlo con el cornudo pichafloja de mi progenitor a apenas unos metros, algo que no había hecho nunca (siempre, desde que un par de años antes empecé a tirármela, lo hice cuando no había riesgo y el pichafloja estaba con sus chorradas de la petanca y otras gilipolleces) al margen de excitarme estaba seguro de que aumentarían el caudal de leche que pensaba endosarle a la puerca.
Me había medio tumbado en el sofá y tenía las piernas levantadas hacia arriba para facilitar el beso negro de la zorra de mamá. Ella, con un cojín en las rodillas, sudaba la gota gorda con la cara entre mis muslos moviéndose arriba y abajo sin dejar un rincón de mi ojete y mis cojones sin babosear. La verdad es que, para haberla pillado por sorpresa, parece entusiasmada con aquel polvo de regalo. Mientras con una manita se agarraba a mi polla como si fuese una tabla salvavidas, con la otra había empezado a pajearse.
Observé como se movía y su espalda tatuada con un enjambre de mariposas de parecían salir de la raja de su culo se culminaba en aquel pandero poderoso y con algo de celulitis que se balanceaba al ritmo de su cabeza.
Noté que bajaba algo el ritmo y cambié mi postura para sentarme y dejar que ella se acomodase al lado y continuase la mamada interrumpida mientras yo le iba taladrando el ojete con los dedos, preparando la enculada con la que tenía previsto culminar la visita.
Como fondo de nuestros jadeos se oía la televisión del salón, muy alta, el viejo estaba como una tapia.
—Lo de la sordera del cornudo es una ventaja, ¿eh? —le dije.
—Sí, claro —respondió mamá entre chupada y chupada—. De todas formas, no se levanta del sofá ni con grúa. Sólo si tiene que mear, pero creo que es pronto para eso, je, je, je…
—¿Tú estás segura de que no sospecha nada? —pregunté.
—¿Por qué habría de hacerlo? —mamá interrumpió un momento la mamada y me miró con cara traviesa para completar la explicación—. Con él me sigo comportando igual. Ya hace años que le empecé a dar largas a la hora de follar. Aunque follar sería una palabra demasiado ambiciosa para lo que se supone que hacía el pobre con la pichilla que Dios le ha dado. Al principio se ponía como triste, pero luego se fue resignando y ahora ya es como si fuéramos compañeros de piso. Creo que no me ha visto desnuda desde hace cinco o seis años, o más.
—¿Desde que empezamos a follar?
—Sí, más o menos. Desde que volviste de la universidad. Por eso me he podido depilar bien el chochito y hacerme los tatus estos tan chulos. ¡Aaaaay, cabrón…! ¡Más suave! —acababa de meterle el índice en el ojete, tan solo levemente mojado en saliva y la putilla se hizo la estrecha.
—¡Calla, cabrona, que te encanta! —saqué el dedo, bien calentito y pringoso y se lo acerqué a la boca.
Ella me miró con cara de fingido cabreó y tras olfatearlo lo chupó a base de bien.
—Ves como no sabe tan distinto a la búlgara —le dije entre risas.
Ella cabeceó y tras sonreír, escupió a la polla y recuperó el ritmo de la mamada. Mientras chupaba empezó a masajearme los huevos y esta vez si que noté que se acercaba un violento orgasmo.
Sujeté con fuerza su cabeza y eyaculé violentamente, apretando la cara sobre mi tranca que le entró hasta los huevos. Borbotones de leche inundaron su garganta y, cuando se separó entre toses de mi polla, pude ver como de su nariz salían dos mocos de leche que le colgaban cómicamente.
Solté una carcajada que ella, tras sorber parte del esperma y recuperar el resto en la palma de la mano, secundó entre toses, con la cara enrojecida.
Lamió la palma de la mano para apurar la leche que había derramado y después se acurruco cariñosamente junto a mí, mientras notaba como mi mano volvía a atacar su culazo, penetrando con los dedos en su ojete. Estaba claro cuál iba a ser la segunda parte del encuentro.
Mi polla estaba más relajada, pero la erección casi se mantenía. Se me había ido la mano con las pastillas, estaba claro, pero ahora, después de correrme por primera vez, me encontraba bastante más tranquilo.
—¿Te ha gustado, hijo? —mamá estaba con la cara apoyada en mi pecho. Era pequeñita, pero resultona, apenas un metro cincuenta y cinco, todo curvas y chicha, una genuina máquina de follar perfectamente adiestrada.
—Claro, mamá —respondí cogiéndole la barbilla para que me mirase.
—¿Mejor que las búlgaras o que tu novia? —la guarra me miraba con algo parecido a la adoración.
—Claro, ya sabes lo que dicen, que madre no hay más que una.
Ella abrió la boca, algo que ya esperaba y le lancé un denso salivazo que ella aceptó como el mejor de los regalos. Luego cerró la boca y se lo tragó.
Entonces oímos el ruido de pasos de mi padre por el pasillo. El cuarto de baño estaba en la puerta siguiente al cuarto de costura dónde estábamos. Nuestra puerta no tenía pestillo. Si al pobre infeliz le daba por abrir para saludar el susto le iba durar toda la vida. Se supone que deberíamos habernos alertado y preocuparnos por la posibilidad de ser descubiertos. Pero ni ella ni yo nos movimos un ápice. Seguimos allí acaramelados, ella con la cara en mi barriga, a un par de centímetros escasos de mi morcillona polla y yo con los dedos hurgando en su culo, mientras fumaba un cigarrillo con la otra mano.
Los pasos se movían por el pasillo y al pasar junto a la puerta oímos dos leves golpecitos.
—¿Qué, pareja? ¿Todo bien? —la pregunta del pringado nos sorprendió. Y más aún que al pobre no se le ocurriera abrir la puerta. Pero miel sobre hojuelas, como suele decirse.
—Sí, papá —respondí yo.
—Lleváis mucho rato… —no parecía una queja ni nada cuando lo dijo, tan solo una constatación.
—¡Joder, Ramiro, el que haga falta! Le tengo que preparar estos pantalones y dejárselos bien al chico. Y todavía nos queda un rato, así que deja de dar por el culo, mea o haz lo que tengas que hacer y vete a ver la tele —la respuesta cortante y seca de mi madre parece que le quitó al cornudo las ganas de seguir indagando.
—Perdona, Maruja, ya me voy.
El hombre asustado y achantado, entró en el lavabo. Oímos el chorrito de su meada, la cisterna y sus pasos volviendo al salón. Mi madre, que había perdido la paciencia de una manera que hasta a mí me sorprendió, ya estaba de nuevo comiéndome el capullo para poner en forma mi polla.
—¡La quiero dentro, ya! —me dijo.
¿Y quién soy yo para quitar la ilusión de una madre? De modo que, en cuanto se me puso la tranca a tono, la coloque a cuatro patas sobre el sofá y de pie, detrás de ella, le encajé el capullo a la entrada del culo y, en dos viajes, se la clavé entera. Ella no se cortó un pelo a la hora de chillar. Creo que hasta el pobre cabrón del viejo la debió oír. Luego le contaría cualquier milonga de que se había pinchado con una aguja o similar, pero, de momento, ya tenía el rabo dentro del ojete hasta los huevos y, sudando la gota gorda, disfrutaba de una excitante enculada, mientras se masturbaba y se dejaba manejar como un pelele por mi parte.
Durante unos cinco intensos minutos la estuve barrenando. Le palmeaba las nalgas hasta dejarlas enrojecidas y, al final, cuando noté que se aproximaba mi corrida la agarré con fuerza del pelo para acercar su cara a la mía.
—¡Qué, puta! ¿Te gusta, eh, cabrona? ¡Qué zorra eres, dejándose encular por su propio hijo! Seguro que disfrutas como una cerda, poniendo los cuernos al cabrón de tu esposo con su propio hijo, ¿eh?
—¡Calla y dame caña, cabronazo! ¡Más fuerte, reviéntame! ¡Córrete en el culo de tu puta madre!
En fin, una retahíla de palabras cariñosas que estimularon mis cojones para descargar una dosis de lefa que igualó con creces la que previamente se había tragado la garganta materna.
Me corrí como un animalucho, me desplomé sobre su espalda y ella, se dejó caer sobre el sofá aplastada por mi peso, pero sin dejar de masajearse el clítoris. No tardó nada en correrse a su vez, con mi polla todavía en su interior.
Después, lo habitual. Acerqué mi polla pringosa a su boca para que la saborease bien y, tras mirar el reloj y ver que ya era tarde y que mi novia seguramente tenía ya la cena preparada, empecé a vestirme mirando como mi madre se ponía la fina batita sobre su cuerpo desnudo. Me fijé en su rulos descompuestos y no pude evitar una risita.
—¡Vaya pinta con los rulos!
—Hombre, Carlos, si te presentas por sorpresa, ¿qué esperas? —respondió mamá algo molesta.
—No pasa nada, mamá. Ha estado muy bien, como siempre —le acaricié la mejilla y ella me sonrió— Quizá tendría que aumentar el régimen de visitas, aunque esté el cornudo en casa. Hoy parece que ha ido bien, ¿no?
—Por mi encantada, ya me inventaré algo para que no nos moleste —respondió mi madre mientras enfilaba ya el pasillo detrás de mí para acompañarme a la puerta.
No sé por qué, pero me dio la sensación de que el pobre cornudo sospechaba algo cuando preguntó si había ido bien lo de los bajos del pantalón. Y eso que hizo la pregunta de un modo tímido y asustadizo. Mi madre le fulminó con la mirada, pero, antes de que dijera alguna inconveniencia, intervine yo para decirle que muy bien, que los llevaba puestos. Algo que era a todas luces falso, pero el hombre, pusilánime y poco dado a llevar la contraria, aceptó la mentira con naturalidad. Supongo que tampoco era capaz de imaginar lo que realmente estaba sucediendo entre su mujer de cincuenta y tantos y su amado hijo de veintiocho. ¿Quién va a querer creer que tu mujer te pone los cuernos? Es más ¿quién, en su sano juicio, va a creer que el que se cepilla a tu mujer es tu propio hijo? Y que, además, la trata como un auténtico pelele, como un mero objeto sexual. Algo que ella acepta encantada, porque a nadie le amarga un dulce.
Imagino que si, instantes después, se hubiera levantado del sillón y se hubiera acercado al recibidor. Si hubiera visto como allí mismo, al tiempo que mi madre me morreaba como si no hubiera un mañana, citándome para el viernes próximo con el innecesario señuelo de que se había comprado un conjunto nuevo de lencería, y el hombre hubiera visto como la mujer, en un gesto muy de puta, se llevaba la mano al ojete por debajo de la bata y rebañaba los restos de esperma que todavía salían de su culo, para acercarlos a su boca y saborearlos como un manjar de alta cocina… Si el pobre infeliz de mi padre hubiera visto todo eso… Bueno, conociéndolo, seguro que lo borraría de su mente y volvería medio asustado a la comodidad del sillón. Creo que el hombre aplicaba aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente» como medida de autoprotección. Y creo que hacía bien, porque con una puta de ese calibre en casa, no iba a ganar para sustos.
Después de comer en un muy buen restaurante, cuando ya lo tenía de alcohol a punto de caramelo, el tipo me insinuó algo acerca de mojar el churro y similar. Como ya me conocía el asunto de otros clientes por el estilo, me lo llevé a un burdel de lujo donde nos tiramos más de cuatro horas follándose a una pareja de gemelas búlgaras de una veintena de años, con tetas siliconadas y un entusiasmo fuera de toda duda. El problema fue que la mezcla de alcohol, viagra y otras sustancias, me había dejado la polla como un mástil y fui incapaz de correrme durante la maratoniana sesión de sexo. Y eso que las chicas eran muy buenas profesionales, hacían de todo y se dejaban hacer de todo. La cosa me fue crispando cada vez más. Sobre todo al contemplar a aquel vejestorio al que estaba acompañando que, con su minipolla, consiguió correrse tres veces con las chicas. Eso sí, con eyaculaciones birriosas y aguadas, pero el tipo parecía la mar de satisfecho.
Al final, cuando el hombre se dio por satisfecho, nos fuimos de allí. El encantado y firmando el contrato en el taxi con el que lo acompañé al hotel y yo contento por la venta, pero muy cabreado por estar todavía con el rabo como una piedra y los huevos rebosantes de leche preparada para salir.
De modo que con aquella erección de caballo acudí a donde tenía claro que me iban a drenar bien las bolas. Tuve que tocar el timbre, no llevaba las llaves en aquel momento. Me abrió mi madre. Al verla con aquellos rulos, en zapatillas y con aquella bata fina que se traslucía con las lámparas del recibidor, mostrando sus enormes y colgonas tetazas sin sujetador y su silueta de jamona, la polla me dio un nuevo respingo.
La miré como el león mira a una gacela antes de zampársela, empezando a salivar. La putilla se debió dar cuenta, porque, medio asustada, me preguntó:
—Pero, ¿qué haces aquí? ¡Hoy no es viernes! —los viernes era el día en que acudía a follármela. El viejo tenía torneos de petanca y luego cena con los de la peña por lo que la jamona tenía toda la tarde y parte de la noche libres.
—Me importa una mierda, mira cómo voy —le señalé mi tienda de campaña y ella abrió los ojos como platos, sorprendida por la presión de mi polla en el pantalón, perfectamente delineada.
—Ya, pero está tu padre en el salón… No podemos… —de fondo se escuchaba la televisión, un concurso o algo similar.
—¿Quién es, Maruja? —se oyó gritar al viejo desde el sofá.
—Es Carlos —respondió mi madre, al tiempo que improvisaba una excusa—, viene a que le ajuste los bajos de un pantalón.
—Bien jugado, zorrita —le dije, al tiempo que la acercaba para que notase la presión de mi tranca y, al tiempo, empezaba a meterle mano a base de bien—. Muy sexy la indumentaria, putilla, me encantan estos rulos —añadí con algo de sarcasmo.
Ella me miró sin perder la cara de susto, pero tampoco dejó pasar la ocasión de frotar su tripa con mi polla. Seguro que ya estaba empezando a soltar babas por el coño, conociéndola…
—Anda putilla, vamos para dentro que tengo que correrme o me van a reventar los huevos.
Al tiempo que hablaba la cogí del cuello con fuerza y, desde detrás, sin dejarle opción la fui llevando al interior de la casa. Antes de llegar al dormitorio teníamos que pasar inevitablemente por el salón, donde el viejo estaba viendo la tele. Aflojé la presión del cuello de mi presa, pero sin dejar opción para que escapase, por si acaso se le había ocurrido volver al sillón junto a mi padre. Una precaución innecesaria, porque, como dije antes, el coño ya le estaba chorreando, como pude comprobar minutos después, de modo que no hizo ningún amago de huida. Es más, contribuyó a engatusar al cornudo.
Tras saludar a mi padre, decliné su oferta de sentarme con ellos a ver la tele, con la excusa de que tenía poco tiempo y había que arreglar los ficticios pantalones que me tenía que llevar para una reunión al día siguiente. Mi madre me siguió el rollo y remató la faena:
—Vamos a la habitación del medio —era donde tenía la máquina de coser. También había un sofá viejo que nos iba a venir de perlas para hacer crecer algo más la cornamenta del pobre pardillo de mi padre—. Allí le podré ir arreglando el pantalón y se lo podrá probar.
—Vale, vale, yo seguiré viendo este programa que me gusta.
—Claro, papá, sólo estaré media horita o así —«lo que me dé tiempo para vaciar bien los cojones, cabrón», pensé, al tiempo que, ya en el pasillo, me puse a sobar a base de bien el pandero de la puerca de mamá. Se notaba que no esperaba mi visita, porque se había puesto unas bragas grandotas y feas, en lugar de la lencería de guarra que solía lucir los viernes, cuando venía a cepillármela. Daba igual, no tarde en arrancárselas de un fuerte tirón, incluso antes de entrar en el cuarto de costura. Ella lanzó un gritito al ver mi agresividad, pero no pareció demasiado molesta. Ya sabía de qué iba el tema.
—¡Joder, Carlos, cómo vas hoy! —me dijo ya en la pequeña habitación en cuanto vio cómo estaba mi rabo, tenso como un obelisco.
—Sí, es que he tomado algunas pastillas de esas para la polla…
—Pero si a ti no te hacen falta, hijo —mi madre, que ya se había quitado la bata y estaba en pelota picada, se había sentado en el sofá y estaba empezando a pajearme, antes de arrodillarse entre mis piernas, escupir un par de veces en mi polla y comenzar una mamada vertiginosa, muy de su estilo.
—No, claro que no me hacen falta, guarrilla —le respondí, antes de concentrarme en su mamada—, pero era por no dejar de lado al cliente. Así que, si él se tomaba una pastilla, yo otra… En fin, es lo que tiene ser educado.
Mi madre empezó a tragarse la polla hasta la campanilla, chorreando babas y haciendo un ruido muy estimulante que me puso a cien.
—¡Joder, Carlos! ¡Qué sabor más raro! ¿A qué te huele el rabo? —preguntó mi madre arrugando la nariz en una breve pausa de la mamada, antes de darle un repaso a mis huevos.
—A culo de búlgara, mamá —le respondí entre risas. Después le agarré el pelo con fuerza y le hice bajar la boca para que me comiera un poco el ojete, como a mí me gusta—. No te hagas la remilgada, que con lo guarra que eres seguro que le acabas encontrando el gusto.
Ella, obediente, se dejó de chorradas y empezó a comerme el culo, penetrando con la lengua tiesa en mi ano, mientras con su manita se agarraba con fuerza a mi ensalivada polla.
La verdad es que tenía claro que le iba a llamar la atención el olorcillo de mi polla. Horas antes, como me estaba costando horrores correrme con las putillas, al final me quité el condón y empecé a taladrarle el ojete a una, alternando con la boca de su hermanita. Nos las estábamos follando a cuatro patas, uno enfrente del otro, con lo que me bastaba sacar el rabo de la puta para incrustárselo en la boca de la otra. No pusieron ninguna pega, está claro que pagando San Pedro canta, como suele decirse. Aun así, no conseguí correrme con las gemelas. A medida que veía que no lo iba a lograr me ponía más nervioso y la erección se mantenía inalterable. Eso me enrabietó bastante. Estaba tan cabreado al final que ni siquiera me duché. Ve vestí así tal cual, con la polla pringosa de las putas y, tras devolver al cliente a su hotel, me dirigí a casa de mis padres para culminar la jornada. Sabía que a mi madre no le haría gracia comerse los flujos anales de una guarra, pero me importaba un pimiento.
Además, el factor humillante del asunto de que hiciera a mi madre mamar la polla de su hijo recién salida del culo de una puta, unido al plan de hacerlo con el cornudo pichafloja de mi progenitor a apenas unos metros, algo que no había hecho nunca (siempre, desde que un par de años antes empecé a tirármela, lo hice cuando no había riesgo y el pichafloja estaba con sus chorradas de la petanca y otras gilipolleces) al margen de excitarme estaba seguro de que aumentarían el caudal de leche que pensaba endosarle a la puerca.
Me había medio tumbado en el sofá y tenía las piernas levantadas hacia arriba para facilitar el beso negro de la zorra de mamá. Ella, con un cojín en las rodillas, sudaba la gota gorda con la cara entre mis muslos moviéndose arriba y abajo sin dejar un rincón de mi ojete y mis cojones sin babosear. La verdad es que, para haberla pillado por sorpresa, parece entusiasmada con aquel polvo de regalo. Mientras con una manita se agarraba a mi polla como si fuese una tabla salvavidas, con la otra había empezado a pajearse.
Observé como se movía y su espalda tatuada con un enjambre de mariposas de parecían salir de la raja de su culo se culminaba en aquel pandero poderoso y con algo de celulitis que se balanceaba al ritmo de su cabeza.
Noté que bajaba algo el ritmo y cambié mi postura para sentarme y dejar que ella se acomodase al lado y continuase la mamada interrumpida mientras yo le iba taladrando el ojete con los dedos, preparando la enculada con la que tenía previsto culminar la visita.
Como fondo de nuestros jadeos se oía la televisión del salón, muy alta, el viejo estaba como una tapia.
—Lo de la sordera del cornudo es una ventaja, ¿eh? —le dije.
—Sí, claro —respondió mamá entre chupada y chupada—. De todas formas, no se levanta del sofá ni con grúa. Sólo si tiene que mear, pero creo que es pronto para eso, je, je, je…
—¿Tú estás segura de que no sospecha nada? —pregunté.
—¿Por qué habría de hacerlo? —mamá interrumpió un momento la mamada y me miró con cara traviesa para completar la explicación—. Con él me sigo comportando igual. Ya hace años que le empecé a dar largas a la hora de follar. Aunque follar sería una palabra demasiado ambiciosa para lo que se supone que hacía el pobre con la pichilla que Dios le ha dado. Al principio se ponía como triste, pero luego se fue resignando y ahora ya es como si fuéramos compañeros de piso. Creo que no me ha visto desnuda desde hace cinco o seis años, o más.
—¿Desde que empezamos a follar?
—Sí, más o menos. Desde que volviste de la universidad. Por eso me he podido depilar bien el chochito y hacerme los tatus estos tan chulos. ¡Aaaaay, cabrón…! ¡Más suave! —acababa de meterle el índice en el ojete, tan solo levemente mojado en saliva y la putilla se hizo la estrecha.
—¡Calla, cabrona, que te encanta! —saqué el dedo, bien calentito y pringoso y se lo acerqué a la boca.
Ella me miró con cara de fingido cabreó y tras olfatearlo lo chupó a base de bien.
—Ves como no sabe tan distinto a la búlgara —le dije entre risas.
Ella cabeceó y tras sonreír, escupió a la polla y recuperó el ritmo de la mamada. Mientras chupaba empezó a masajearme los huevos y esta vez si que noté que se acercaba un violento orgasmo.
Sujeté con fuerza su cabeza y eyaculé violentamente, apretando la cara sobre mi tranca que le entró hasta los huevos. Borbotones de leche inundaron su garganta y, cuando se separó entre toses de mi polla, pude ver como de su nariz salían dos mocos de leche que le colgaban cómicamente.
Solté una carcajada que ella, tras sorber parte del esperma y recuperar el resto en la palma de la mano, secundó entre toses, con la cara enrojecida.
Lamió la palma de la mano para apurar la leche que había derramado y después se acurruco cariñosamente junto a mí, mientras notaba como mi mano volvía a atacar su culazo, penetrando con los dedos en su ojete. Estaba claro cuál iba a ser la segunda parte del encuentro.
Mi polla estaba más relajada, pero la erección casi se mantenía. Se me había ido la mano con las pastillas, estaba claro, pero ahora, después de correrme por primera vez, me encontraba bastante más tranquilo.
—¿Te ha gustado, hijo? —mamá estaba con la cara apoyada en mi pecho. Era pequeñita, pero resultona, apenas un metro cincuenta y cinco, todo curvas y chicha, una genuina máquina de follar perfectamente adiestrada.
—Claro, mamá —respondí cogiéndole la barbilla para que me mirase.
—¿Mejor que las búlgaras o que tu novia? —la guarra me miraba con algo parecido a la adoración.
—Claro, ya sabes lo que dicen, que madre no hay más que una.
Ella abrió la boca, algo que ya esperaba y le lancé un denso salivazo que ella aceptó como el mejor de los regalos. Luego cerró la boca y se lo tragó.
Entonces oímos el ruido de pasos de mi padre por el pasillo. El cuarto de baño estaba en la puerta siguiente al cuarto de costura dónde estábamos. Nuestra puerta no tenía pestillo. Si al pobre infeliz le daba por abrir para saludar el susto le iba durar toda la vida. Se supone que deberíamos habernos alertado y preocuparnos por la posibilidad de ser descubiertos. Pero ni ella ni yo nos movimos un ápice. Seguimos allí acaramelados, ella con la cara en mi barriga, a un par de centímetros escasos de mi morcillona polla y yo con los dedos hurgando en su culo, mientras fumaba un cigarrillo con la otra mano.
Los pasos se movían por el pasillo y al pasar junto a la puerta oímos dos leves golpecitos.
—¿Qué, pareja? ¿Todo bien? —la pregunta del pringado nos sorprendió. Y más aún que al pobre no se le ocurriera abrir la puerta. Pero miel sobre hojuelas, como suele decirse.
—Sí, papá —respondí yo.
—Lleváis mucho rato… —no parecía una queja ni nada cuando lo dijo, tan solo una constatación.
—¡Joder, Ramiro, el que haga falta! Le tengo que preparar estos pantalones y dejárselos bien al chico. Y todavía nos queda un rato, así que deja de dar por el culo, mea o haz lo que tengas que hacer y vete a ver la tele —la respuesta cortante y seca de mi madre parece que le quitó al cornudo las ganas de seguir indagando.
—Perdona, Maruja, ya me voy.
El hombre asustado y achantado, entró en el lavabo. Oímos el chorrito de su meada, la cisterna y sus pasos volviendo al salón. Mi madre, que había perdido la paciencia de una manera que hasta a mí me sorprendió, ya estaba de nuevo comiéndome el capullo para poner en forma mi polla.
—¡La quiero dentro, ya! —me dijo.
¿Y quién soy yo para quitar la ilusión de una madre? De modo que, en cuanto se me puso la tranca a tono, la coloque a cuatro patas sobre el sofá y de pie, detrás de ella, le encajé el capullo a la entrada del culo y, en dos viajes, se la clavé entera. Ella no se cortó un pelo a la hora de chillar. Creo que hasta el pobre cabrón del viejo la debió oír. Luego le contaría cualquier milonga de que se había pinchado con una aguja o similar, pero, de momento, ya tenía el rabo dentro del ojete hasta los huevos y, sudando la gota gorda, disfrutaba de una excitante enculada, mientras se masturbaba y se dejaba manejar como un pelele por mi parte.
Durante unos cinco intensos minutos la estuve barrenando. Le palmeaba las nalgas hasta dejarlas enrojecidas y, al final, cuando noté que se aproximaba mi corrida la agarré con fuerza del pelo para acercar su cara a la mía.
—¡Qué, puta! ¿Te gusta, eh, cabrona? ¡Qué zorra eres, dejándose encular por su propio hijo! Seguro que disfrutas como una cerda, poniendo los cuernos al cabrón de tu esposo con su propio hijo, ¿eh?
—¡Calla y dame caña, cabronazo! ¡Más fuerte, reviéntame! ¡Córrete en el culo de tu puta madre!
En fin, una retahíla de palabras cariñosas que estimularon mis cojones para descargar una dosis de lefa que igualó con creces la que previamente se había tragado la garganta materna.
Me corrí como un animalucho, me desplomé sobre su espalda y ella, se dejó caer sobre el sofá aplastada por mi peso, pero sin dejar de masajearse el clítoris. No tardó nada en correrse a su vez, con mi polla todavía en su interior.
Después, lo habitual. Acerqué mi polla pringosa a su boca para que la saborease bien y, tras mirar el reloj y ver que ya era tarde y que mi novia seguramente tenía ya la cena preparada, empecé a vestirme mirando como mi madre se ponía la fina batita sobre su cuerpo desnudo. Me fijé en su rulos descompuestos y no pude evitar una risita.
—¡Vaya pinta con los rulos!
—Hombre, Carlos, si te presentas por sorpresa, ¿qué esperas? —respondió mamá algo molesta.
—No pasa nada, mamá. Ha estado muy bien, como siempre —le acaricié la mejilla y ella me sonrió— Quizá tendría que aumentar el régimen de visitas, aunque esté el cornudo en casa. Hoy parece que ha ido bien, ¿no?
—Por mi encantada, ya me inventaré algo para que no nos moleste —respondió mi madre mientras enfilaba ya el pasillo detrás de mí para acompañarme a la puerta.
No sé por qué, pero me dio la sensación de que el pobre cornudo sospechaba algo cuando preguntó si había ido bien lo de los bajos del pantalón. Y eso que hizo la pregunta de un modo tímido y asustadizo. Mi madre le fulminó con la mirada, pero, antes de que dijera alguna inconveniencia, intervine yo para decirle que muy bien, que los llevaba puestos. Algo que era a todas luces falso, pero el hombre, pusilánime y poco dado a llevar la contraria, aceptó la mentira con naturalidad. Supongo que tampoco era capaz de imaginar lo que realmente estaba sucediendo entre su mujer de cincuenta y tantos y su amado hijo de veintiocho. ¿Quién va a querer creer que tu mujer te pone los cuernos? Es más ¿quién, en su sano juicio, va a creer que el que se cepilla a tu mujer es tu propio hijo? Y que, además, la trata como un auténtico pelele, como un mero objeto sexual. Algo que ella acepta encantada, porque a nadie le amarga un dulce.
Imagino que si, instantes después, se hubiera levantado del sillón y se hubiera acercado al recibidor. Si hubiera visto como allí mismo, al tiempo que mi madre me morreaba como si no hubiera un mañana, citándome para el viernes próximo con el innecesario señuelo de que se había comprado un conjunto nuevo de lencería, y el hombre hubiera visto como la mujer, en un gesto muy de puta, se llevaba la mano al ojete por debajo de la bata y rebañaba los restos de esperma que todavía salían de su culo, para acercarlos a su boca y saborearlos como un manjar de alta cocina… Si el pobre infeliz de mi padre hubiera visto todo eso… Bueno, conociéndolo, seguro que lo borraría de su mente y volvería medio asustado a la comodidad del sillón. Creo que el hombre aplicaba aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente» como medida de autoprotección. Y creo que hacía bien, porque con una puta de ese calibre en casa, no iba a ganar para sustos.